AVANCES, AUTORES, FICCIÓN, NUEVAS VOCES

El demoledor de Babel, de Larry Mejía



El demoledor de Babel es la historia de un escritor al que la sociedad ha cerrado toda oportunidad de formarse y a la vez la historia de la construcción de un hospital. El paisaje de fondo es el sur de Bogotá y sus vaguadas de pobres. La vida de un aprendiz de escritor que se ve arrojado a los extramuros de la ciudad para trabajar en la edificación que llama Babel. Esta memoria novelada está divida en ocho partes que describen el tránsito constante de un puñado de obreros sin contrato y el proceso de decadencia y corrupción de una obra civil y el derrumbe de las ilusiones de un escritor. Fue publicada en 2011 en Venezuela por editorial El perro y la rana. Revista Corónica presenta el primer capítulo.*

   



Aquí sufrimos  de ese doloroso mal / de la riqueza
Jorge Luis Borges

No hay obras acabadas, sino abandonadas
Juan Calzadilla

1
Cuando  llegué aquí había  ya perdido  el gusto  por la vida y me había decepcionado  de todo. Llegué cuando las tres personas a las que amé estaban  muertas,  una fue una mujer y los otros,  los otros son los otros, los que usted llama familia. Aquí llegué cuando la música era lo único que no hacía tanto  daño, y es que para ser honesto no todo esto es una mentira, pero sí es innegable que hay cosas que van a doler por lo menos siempre un poco más y es que uno por lo general llega tarde a la cita con el miedo, pero el destino siempre llega puntual, está esperando en la esquina del tiempo con el puñal en la mano, como estuvo parado  el 7 de diciembre cuando me lo clavó en la espalda,  destino hijueputa, no me mataste, ahora le quedan menos vidas al gato, pero no le di gusto a los enemigos.
Lo cierto es que aquí llegué un sábado  en la mañana, un sábado en que octubre se despidió vistiendo de luto la ciudad, que parecía no poder estar más oscura a los corazones de quienes la habitamos, pero sí, el cielo se venía sobre Bogotá, con su voz afilada,  con su grito que rompe el silencio y le declara  la guerra a la suciedad  del hombre,  atacándolo con gruesas gotas y desbandados ejércitos de lluvia que arreciaban contra mi pueblo.
Ésa es una de las pocas imágenes bellas que tengo, o que se me antoja  la gana de guardar en la cabeza, la cabeza, en mi caso, es para cargar el pelo, porque las ideas aquí se llevan en el saldo de la cuenta, o en el proveedor de la pistola, aquí se piensa con dinero o plomo, aquí donde estoy escribiendo.
Pero mi asunto es la mañana bonita, la mañana de lluvia. Ahora pienso que más fácil hubiera sido dejarme  ir ese día con las gotas del chaparrón, que caían de la nada del cielo para perderse en la nada de la ciudad y así no estar escribiendo esto, hubiera sido una muerte digna, aquí  adonde  llegué, cualquier  cosa  es digna,  es digno  el trabajo, el hombre, el celador y hasta el perro del celador que se llama Tony.
Pero como  no morí,  debo  recordar y a veces, pocas veces, casi nunca, recordar está bien.
Ese día era mi primer  día de trabajo, estaba  asustado,  asustado porque madrugar me asusta, y me parece infame. En un pueblo donde ya nadie sueña,  lo mejor es no dormir,  seguir de largo, quedarse  por siempre despierto,  porque  si uno se acuesta  y duerme,  posiblemente sueñe que está bien, que está lejos de aquí, pero despierta  y todo se va a la mierda y si uno despierta  antes que el sol salga, la mierda se atisba demasiado oscura. Estaba asustado porque al trabajo llegué de la mano de Angélica, ella es la mamá de una niña preciosa, una niña con ojitos de  perro,  con una nariz  pequeñita  a la que le rodean  diez millones de pecas, como gotas de chocolate  que le hubieran  saltado  de la taza al rostro,  una niña  que es una promesa,  yo no hablo  de estas cosas, porque a esa niña no la conozco, la niña se llama Mariana y nunca me responde cuando  le hablo,  parece  que no quiere responderme  lo que a cualquiera,  parece que buscara  las palabras, es como si no quisiera usarlas, es una niña de la que no puedo hablar porque es además mi hija y las palabras amarran a la gente y yo que no he hecho nada por ella, lo menos que puedo hacer es amarrarla con estas letras. Lo que quiero por ahora es hablar de esa mañana.

Nos  encontramos con Angélica en la estación  Olaya  de Transmilenio y, además  de madrugar, ése ya era para  mí otro  oprobio,  yo odio el Transmilenio pero también  lo amo porque eso es lo que merecemos los idiotas:  un transporte de mierda  que nos aplaste  y humille como hace cualquier  cosa que sale de los sesos del gobierno y lo digo porque yo trabajo para el gobierno, ahora trabajo para él. En esa estación esperé a Angélica un par de minutos  y apareció  con sus grandes gafas de sol y con resaca. No bajó del bus, yo subí pronto,  la miré de soslayo antes de pronunciar  la primera  palabra, luego hablamos de su fiesta de la noche anterior, de su amigo que vive cerca al barrio  Santa fe, de un par de películas que le recomendé y me desbandé en palabras como siempre: “que este plano, la composición  de la imagen, el guión, los diálogos,  la  actuación,  la música,  el vestuario,  la fotografía, la semiótica, el ritmo de la narración, los detalles de los personajes y tal y tal”. Luego, cuando bajamos del transporte saqué un cuaderno y anoté para no perderme: Bus alimentador número 6-4, ruta Paraíso, mientras  pensaba en estos barrios del sur tan negacionistas. Paraíso llaman a un lugar en el que suspenden el agua todos los fines de semana, debe ser y para ser consecuentes con el nombre, que el paraíso es un lugar puerco y mugroso,  pero no creo, creo que el paraíso  es un lugar sin hombres, cualquier lugar con hombres es el infierno.
Anoté la ruta mientras  Angélica reconocía de entre la multitud  y saludaba  a Alexander Villalba, el jefe de compras,  la persona a la cual yo iba a reemplazar, por supuesto él no se alegró mucho de verme, después tomamos el alimentador 6-4, Paraíso y salimos del Portal Tunal, apestados con ese olor a inmundicia  del pobre río que es vecino de la estación, el pobre río agolpado de mierda humana,  cadáveres, basura y desperdicios  de la curtidora de pieles del barrio San Benito que vomita su porquería en él; y así, con la manga de la camisa tapándome la nariz empecé a subir a Vista Hermosa, que es como se llama esta parte  de Ciudad Bolívar. Vista Hermosa, ¿Será acaso muy hermoso ver hambre, polvo y desventura por doquier? Debe ser que quien puso el nombre era ciego, porque desde aquí sólo se ven tugurios, casitas de cartón  como castillos de naipes,  que se mecen por el viento  y se sostienen  con un imán de milagro y cinismo a la montaña y Bogotá brumosa a lo lejos, enlutada, cubierta de sábanas  blancas por los rincones insondables de su violencia innombrable, ésa es la vista hermosa de Vista Hermosa.
Subimos y subimos, y seguimos subiendo por una montaña rusa que son las calles de este barrio,  donde sin freno los carros  parecen querer salirse de la carretera  y de la vida, llevándose de paso, eso sí, a cualquier alma que se les atraviese  y seguimos subiendo, mientras  los rostros  del vecindario  parecían  irse deformando por la velocidad  del carro y luego se perdían  a lo lejos entre el polvo que se levantaba incesante al paso del transporte. Seguimos subiendo, subiendo entre calle- jones donde las bicicletas apenas  pasan  y los buses se angostan, no sé cómo, para colarse y cruzar raudos, entre la prisa del vecino que le hace el quite a la muerte, que baila y salta entre el sardinel  y el muro,  para que el carro no se le lleve lo único que Dios le dio: la vida. Y seguíamos subiendo la montaña, cruzando  barrios,  curvas, saltando  en nuestras sillas por los huecos del asfalto,  literalmente codeándonos,  estrujándonos a cada pisada del conductor al pedal de freno, contra la ventana,  o con los pasamanos de los asientos asidos al vientre.
Repitiendo  la rutina  de golpes quedé completamente despierto. Quince  minutos  después  estábamos  llegando,  hacía  bastante frío, estaba oscuro, iba a llover, en Bogotá siempre va a llover, si es que no está lloviendo ya, nadie levantaba la voz, casi nadie hablaba, no sonaba la estrepitosa música bailable  que tanto  gusta en Colombia, entonces y aparecida entre los ranchos,  y el polvo, entre mi alma, se reveló una sensación  desconcertante  cuando  bajamos   del  transporte  a  empellones, estaba al frente de mis veinticuatro años, de mis muertos  y mi dolor,  de mi pasado  y mis recuerdos,  al frente mío por fin, desnudo, intrincado, laberíntico, asfáltico, imponente,  edificante, el hospital de Vista Hermosa en construcción,  donde a partir  de ese día empezaba  a trabajar.
Trabajar o construir,  construir  y callar  que es lo que Colombia enseña. Construir calladito,  sin levantar  la voz ni el ánimo,  haciendo patria  de los pedazos de montaña abandonada por la mano de Dios y recordada por los contratos del Estado, del que a partir  de ese sábado empezaba  yo a ser parte,  como una forma más que tiene el destino de darle a uno dos tazas del caldo que menos le gusta.


Entré  de la forma  menos pensada  a ser jefe de compras  de una obra de construcción,  yo que sólo sé comprar tragos que parecen costosos, libros nuevos de poetas viejos, ropa que parece de marca y accesorios que me hacen creer que la anodina  existencia  es detallista  a la hora que nos acompaña el dinero. Ahora estaba en mis manos la lista interminable y desconocida  de requerimientos técnicos,  específicos y caprichos  de ingenieros,  maestros  de obra,  los arquitectos residentes, uno  que otro  contratista y algunos  obreros,  que entre  los susurros débiles que la bestia les permite, terminaron enseñándome a orar como un hombre que cree en el destino.
Esa mañana de sábado pasó rápida,  posterior a la inducción accidentada que Alex Villalba me daba,  de la cual entendí poco, pues su afán en esconder cuentas y recibos, vales de caja menor y listas de proveedores, era mayor  que la de hacerme  entrega  del puesto, entre click derecho, “eliminar”, “aceptar”, y sus “todo bien que ya le explico” se pasó la mañana y llegó el mediodía,  el mediodía  con su ambiente  de casi fiesta por ser sábado,  de casi resurrección,  de casi libertad.  Bajé de la oficina donde Angélica firmaba  cheques con los sueldos de los ingenieros, y con adelantos para algunos contratistas. La oficina de los ingenieros  era una casa al frente de la construcción,  una donde en el primer  piso estaba,  en una improvisada sala que antes debió ser una carnicería,  la sala de juntas, donde se hacían los comités de la obra, y al cruzar un pequeño patio, un corredor daba a una escalera por la que se llegaba a otro corredor y de ahí a las oficinas, el living, que llaman los argentinos,  ahí estaban  la instalaciones  de los ingenieros  y en un rinconcito de la pared mi nuevo escritorio y una computadora. Para ser honesto decidí trabajar porque Angélica me había  dicho que el compact portátil  lo daban  como  dotación  y con eso ya era para  mí suficiente buen pago.
Luego, entre  las risas de mis nuevos jefes, que eran  todos de la costa, valga decir que sus risas eran bastante cargadas  de ese estruendoso folklore patrio, se llegó la hora del almuerzo y como yo era nuevo decidieron invitarme al Centro Comercial Ciudad Tunal para darme la bienvenida. En el almuerzo escuchaba atento, tratando de acoplar a mi dialecto, ese nuevo, que es el de una construcción, mientras en silencio, desde el fondo de mi corazón, le agradecía a Angélica el sacarme de mi anterior trabajo, del tedioso trabajo que había sido escribir mi tesis de grado, pero no la de una universidad,  la que decidí hacer y escribir por mi propia gana, sobre el único tema que manejo, por lo menos en letras: mi vida. Angélica me sacó de unos meses duros de escribir una novela claustrofóbica, donde decidí dejarme de eufemismos y llamarle al pan, pan y al culo, culo; unas quinientas  sesenta páginas  de aburrido  odio contra la Colombia que me negó, en repetidas ocasiones, un cupo para un ente de educación superior.
A la Universidad  Distrital no pasé porque a la máquina  que lee el grafito le pareció que yo no era lo suficientemente  bueno para engrosar  su estudiantado, y entre  festivales de chichas,  y tardes  de vino, después de cinco años otorgarme un título como profesor,  así que en tres ocasiones se volcó en negativas contra mi aplicación. Y en la Pontificia Universidad  Javeriana,  a la máquina  que lee extractos bancarios, le pareció  que no era digno del claustro,  por el poco saldo que aparecía  en mi cuenta, pero a eso le aunó un comentario de boca del decano que decía: “Evaluando sus documentos y su entrevista,  el comité resolvió que usted no es apto  para  seguir estudios literarios,  puesto que tiene unas lecturas preestablecidas”; y lo anterior, producto de mi entrevista en la que no quise hablar  sobre Márquez  y sus Cien años de soledad, como hicieron los demás que sí pasaron,  yo hablé sobre poesía y por eso no pasé.  Entonces,  ¡cómo  no!, me reboté  contra  la mierda  que Colombia me servía al plato y me encerré a escribir, escribir y escribir contra todo pronóstico, como si al terminar ese texto algo grande fuera a ocurrir, y no ocurrió, como ocurre siempre. Entonces regresé a comprar diarios  y a buscar empleos, cualquier  cosa, y esperé con ansias a que me llamaran de una veterinaria al norte de la ciudad para sacar a pasear perros y limpiar caca de gatos, pero nunca llamaron, y éste no es el momento para sentarme a decir, y enumerar  los inmundos rincones de Bogotá  donde llevé hojas  de  vida: restaurantes de comida  china, colegios de educación no formal, bares, tiendas musicales, y hasta una sala de proyección de videos para adultos.
Pero basta de recuerdos por ahora, es mejor regresarme a la tarde del sábado, cuando, al volver a la oficina y recibir el cargo oficialmente, decidí bajar  a fumar  un cigarrillo  en la paz del quicio de la puerta, frente a la obra, donde al fondo los obreros descansaban tirados sobre las carretillas,  con la ciudad de fondo que se caía en bloques de agua. Esa es  la bella imagen,  la imagen  del puente  de madera  que hay al entrar  a la construcción,  donde los hombres  cruzan  cargados  de bloques, ladrillos, mortero, herramientas, palas, picas, azadones, barras, saltarines, baldosas, para hacer posible un edificio, para dejar en cada rincón de la construcción  algo de su arrastrado orgullo  y de su gran corazón.
Es una imagen imposible en palabras, irrepetible, irreducible a las letras  que tan  fieles son a la verdad  y tan  impías  cuando  se trata  del tiempo.
Esa imagen llenó mi viejo horizonte de una nueva expectativa,  de la tentativa de un sueño a realizar,  de un ideal, de poder por fin construir algo, dejar algo que no se reduzca a la esperanza.
Luego, al final del día bajé y bajé por las curvas y los saltos del pavimento, desandando como siempre por las calles angostas y los rostros deformes de la velocidad del transporte, bajé a doscientos kilómetros de felicidad en el alma y con una computadora personal en la que me había propuesto terminar de corregir mi tesis, mi novela, ya que la comodidad del salario traería bienestar a mi vida.
Ese sábado  llegué a casa apresurado, descargué  la computadora y el cansancio  y salí a la calle veloz, veloz la calle y veloz yo, y mi afán por compartirle al mundo la alegría, las impresiones de un trabajo que se erigía ante mí como un reto más, de esos retos que siempre termino aceptando, ahí estaba  bajándome  del transporte con ansiedad,  en la calle 26 con Décima,  subiendo al Planetario Distrital  y atravesando las escalinatas de Rogelio Salmona el arquitecto, mi nuevo colega, y de Jorge Zalamea el poeta, mi colega de antes, de siempre, con un sueño entre los bolsillos y dos billetes de veinte mil pesos.
En las Torres del Parque compré un paquete de Lucky y, reponiéndome de la agitación,  empecé a fumar, a caminar  tranquilo, a pensar con una paz que casi nunca me acompaña, a despejar  de mi mente las dudas que días anteriores me habían  sumido en un letargo,  en un párrafo  largo,  inacabable, que se repetía  como  oración  y letanía.  La recua  de mis dolores  se había  ensañado  contra  la dicha  que a veces me   acompaña,  pero   empezaban  a  amanecer   nuevos   horizontes, atravesados por los horarios  esclavos y la nube, mejor  el huracán  de papelería y tergiversación que habría de ver en los días siguientes.
Pero nada,  por ahora  a la basura  y al fuego con los afanes y los alegatos, estoy en el pasado, en esa entrada tarde de sábado donde mezclado ya con el ambiente del barrio La Macarena, el ruido del centro de Bogotá se perdía allá detrás de los árboles y las rumberas ruinas de la ciudad, que escandalosa se revuelca en su fiesta de la Cuarta para abajo y de la Cuarta para arriba.
De la librería Luvina, llamé a Pablo, cuando llegó ya había desocupado media docena de botellas,  (la verdad  es que Pablo siempre se demora,  no es nada  personal  mío con el sabroso  caldo) entonces  me agarré  de la amable  rubia,  de Nietzsche,  y pasando  las páginas  de alguna revista empecé a hacer planes, planes de ahorro, de publicación, de viaje, y esas listas que hago cuando tengo la ilusión de unos centavos de sobra.
Después de planear mi futuro,  cuando por fin llegó mi amigo, me apresuré  a contarle los pormenores  de los ingenieros,  de la oficina, de Ciudad Bolívar, de mi nueva computadora, de lo mucho que esperaba adelantar los textos que por falta de ordenador había abandonado, después la noche, las palabras, los tragos,  las promesas,  la nada,  y finalmente lo de siempre, un coche infernal de regreso a casa, la resaca y con ella el domingo.
Maldito domingo, así todos los días sean iguales, así la vida sea la misma aquí que en Salt Lake City, así los hombres anden despavoridos cualquier día, así el miedo sea la constante  del hombre y la guerra sea la asonante  de la humanidad, así hayan notas silenciosas y otras notas suicidas, así la música, así lo que sea, así pase mi mismísima sombra de la mano de Nicole Kidman, así pase lo que pase, odio los domingos.
Pero ese domingo era diferente. ¡Mentiras, pura mierda!, domingo es domingo como amor es odio, como Diablo es otro nombre de Dios, como hombre es sinónimo de desorden,  y ese domingo estaba plagado de números por revisar y trabajo atrasado de Alex Villalba, y libros de cuentas,  listas de proveedores,  órdenes  de pago, pedidos de ladrillos, cemento  y concreto,  metros  cúbicos de concreto.  Me había  sido asignado pedir concreto,  a mí, que en concreto  no tengo nada,  a mí, que de ladrillos  sólo sé las estrofas de la canción de Pink Floyd que habla sobre ellos. Y bueno, no podía hacer quedar mal a Angélica, entonces el domingo de resaca  terminó  en Microsoft Office Excel 2003, casillas y casillas que se barajaban ante mis ojos como el verdadero caos, como un código del que no me importaba saber lo más mínimo, lo que yo quería  era  sentarme  a corregir  una novela,  una obra  maestra,  lo último que quería era recordar las órdenes de los maestros de obra: “no se le olvide que el concreto es acelerado, y pedirlo con tiempo, porque Holcim  es una empresa a la que hay que cumplirle”. Nada,  de nuevo, ídem con lo mismo, le formulo  la misma receta: a la basura  y al fuego también   con  sus números,  literatura mata  números  como  gaseosa mata tinto, o café, (que es como se dice), si el número es el principio  de todo, como dijo Pitágoras,  me burlo un millón de veces de Pitágoras, escribo  en su detrimento, lo mato  con mis letras,  le escribo  un buen epitafio a él y a su doctrina  de obediencia y sencillez. Pitágoras  loco y enfermo, reencarnado, se decía el iluso, lo borro de un solo tajo, y como ese domingo estaba mi mente en recuerdos lívidos de la noche anterior, aprovecho  para borrarlo  ahora,  lo mato  en esta misma línea, ¡muere Pitágoras!  Su reencarnación se llamará  Computadora. Entonces desde mi  computadora  empecé  a  corregir  mi  novela,  sobre  la  tumba   de Pitágoras  y cualquier otro  adoctrinado del maldito  número  que tanto  odio con el domingo.
Así llegó el lunes, maldito lunes todo el día, el lunes, enero corto, y así el tiempo sea lineal y no empiece ni termine, ni se pueda medir, maldito el lunes, y más si hay que madrugar.
En tanto  con el lunes, a correr señor empleado, desde su casa a la estación de Transmilenio, a tomar  cualquier bus y bajar en la estación Portal Tunal, cubrirse la boca del olor a mierda, y entre kilómetro recorrido y náusea, recordar Microsoft Office Excel 2003, y poner cara de aprendiz de arquitecto, cara de número, cara de medida, de decámetro, de espátula  y de pica, cara  de ladrillo  a lo que no entienda,  cara  de mortero, cara de pared, cara de regla de tres, cara de número sobre la tumba  de Pitágoras,  y la estructura desnuda del Cami Vista Hermosa, mi nuevo trabajo.
Así pasó  mi primera  semana,  construyendo,  aprendiendo,  anotando  en un cuaderno  las mil indicaciones  por minuto,  descifrando libros de cuentas que Alex Villalba había escondido para tapar sus desfalcos, sus robos, sus mordidas, sus escamoteos. Mi primera  semana construyendo  y escribiendo, construyendo  en el día y destruyendo  en las noches,  largas  noches de abrir  mi computadora, que dejó de llamarse computadora para  llamarse  Pitágoras,  y en tanto  sólo abría  a Pitágoras en las noches para  llenarlo  de letras,  y en la mañana salía temprano a construir,  y regresaba a la casa pronto a revelar las letras y fastidiar a Pitágoras el muerto, desde mi Pitágoras el vivo.
Y  al  día  siguiente,  subía  de  nuevo  por  la  violenta   montaña a la cual sólo le hace falta  batir  su falda  para  lanzar  el carro  cuesta abajo. Subía por  entre  el silencio  de la mañana y el entrecruzar de vehículos y miradas,  miradas  de vecinos de Vista Hermosa que a esa hora empiezan  a atravesar la ciudad,  cargándose  el cansancio  y la desidia de existir para ir al otro lado de ella a trabajar.
Los días pasaron  rápido  de siete de la mañana a cuatro  y media de la tarde y en poco tiempo había aprendido  ciertas cosas sobre construcciones,  pero no puedo negar lo extraño  que era para  mí comprar millones de pesos diarios  en materiales,  cuando en mi bolsillo apenas lograba juntar lo del transporte de regreso a casa.
Todo  era  extraño,  todo  es extraño,  pero  tuve  que adaptarme, acondicionar mi cuerpo a madrugar y no dormir por estar aprovechándome de Pitágoras,  acostumbrar mi cuerpo  a las mañanas de polvo y las tardes  de agua,  agua y más agua sobre Bogotá,  porque Bogotá es agua y mierda.  Acostumbrarme a la comida  mal hecha de los restaurantes vecinos a la obra, a las papas vidriosas, al arroz pastoso, al jugo hecho con frutas viejas, al caldo grasoso y al postre, cortesía del noticiero, que al mediodía reparte  odio a toda la patria  en media hora que se le va en asustar, para debitar las esperanzas entre titulares y muertos, entre  el narcotráfico que se acrecienta  y la guerrilla  que no cede, el postre es de bombas y masacres, de ríos de sangre a la postre.

Luego me acostumbré al frío y al hambre,  pues a pesar  de ser empleado,  no comía  bien, porque  no me gustan  las papas  vidriosas, ni el arroz pastoso,  ni las frutas  viejas, ni la carne rancia,  en ninguna presentación, ni los noticieros  terroristas, lanza tripas,  quiebra  patas, mala leche.
Las  tardes  en  que  no  llovía  compensaban el  trabajo del  día, las  tardes  con desfiles de colegialas  pobres  y coquetas,  famélicas  y coquetas, jovencitas y coquetas, que en ráfagas de piel ajada nos exhibían a los obreros,  impúdicas,  su intimidad de doce, trece y catorce años; las tardes  de niños mocosos  llorando,  las tardes  de silencio en Vista Hermosa me tranquilizaron el alma  y entre  obrero  y hombre, entre tarde  y tarde,  entre  colegiala  coqueta  y régimen  alimenticio  de pan y Coca Cola, pasé mi primera  quincena construyendo  un edificio y sintiéndome  alguien, entre las órdenes  de Ferdinan  Rafael Cantillo Wandurraga, mi jefe directo,  el jefe de todos los obreros  y maestros, otro costeño, de Cartagena, para ser preciso, el gran jefe, el arquitecto residente que más tenía investiduras de rector de colegio, pero que entre su estómago  de dos toneladas  y su metro  ochenta  de estatura, declaraba con ímpetu los trabajos que había que hacer.
Rafael  o “Arqui”, como  lo empecé a llamar  con el paso  de los días, era el arquitecto que remplazaba a Javier Rozo, a ese Javier no lo conocí, sólo por boca de algunos empleados,  que improperaban: “Ese Javier Rozo era un hijueputa”, fue la descripción célebre de mis colegas.
Y es que con el paso de los días, en el descanso de la mañana, me integraba con los obreros y escuchaba,  entre tantas  cosas, los chismes de la obra, que luego fueron develándome lentamente, la gran tragedia  que se construía,  en los entretelones  del Cami,  en la trastienda de la construcción, en el centro mismo de la obra.
Una tarde  sin saber por qué, que luego lo supe, me despidieron, y entonces bajé, bajé de El Paraíso, de nuevo me habían  expulsado del paraíso, y de paso del trabajo.
Así que volví a medir calles, pero esta vez con más propiedad, pues algo había  aprendido  en los días de trabajo con maestros,  obreros  e ingenieros, algo quedaba, pero ya no más la esperanza, esa palabra que no tenía sentido, porque de esperar,  como de la carrera no queda sino el cansancio,  como  de todo todo, uno se cansa  de todo, de caminar, vivir, comer, aguantar, trabajar, de no trabajar. Por esos días quise no pensar,  para  no empezar  a cansarme  de mí, para  no tener que llegar a mi casa y antes  de activar  la luz de mi cuarto,  mentalizarme para no mirar el espejo que tengo sobre una mesa, porque mirar los espejos es de lo peorcito  que le puede pasar a uno. ¿Qué ve uno en un espejo? En mi caso, un pendejito de veintitantos, que ha empezado incontables  cosas, y cuando parece que por fin algo le va a salir bien, todo se va a la mierda,  o él mismo lo manda a la mierda,  por eso no me gustan los espejos, son tan cínicos que no dicen una palabra, está toda la imagen del enemigo frente a mí, pero no se atreve a declararme la guerra, simplemente  imita mis movimientos, como un enemigo genio, esperando una pequeña reacción para burlarse, para atacar, para derribarme.
Entonces a leer cualquier cosa y al terminarla lo mismo, el hambre  por el hombre  que fui en otros  tiempos,  la sed de pasado,  la angustia de un futuro  al que no llegaré porque está muy lejos, la nostalgia por los que ya no están y los pesos que se le van quitando a uno del papel moneda y se le van cargando a la deuda con la existencia y los dolores irrefrenables de la soledad inefable giraban y giraban en mi casa, en ese rincón que es mi casa, la cual parece un museo, lleno de trastes viejos, de facsímiles, de las letras de mis canciones favoritas  colgadas  de los muros, los muros llenos de sombras,  y encontraba sin querer entre esos muros los suspiros del ayer, y la música, aliciente, pero la música acusadora, y las sombras  cobraban forma de espectro, forma de espejo en el que no me veo, pero en el que encuentro voces. Siempre he pensado que el Aleph de Borges es un espejo, ese es el punto donde se reúne mi universo y otros varios para seguir siendo honesto.
De mi casa salía a mi cabeza, o a la calle, o lo mismo, y en la tarde, o en la noche, a la hora que fuera, a regresar sobre el frío de mi celda, llegaba  por fin, y pensando,  pensando,  la locura  hacía  su trabajo, y pensaba  que el cuerpo no es el que encierra el alma, pensaba  loco que el alma es un embuste de los mortales  idólatras  y que si algo encierra al hombre  es esa noción de lo insustancial, del temor  a no querer ver, de no poder ver, y entonces pensaba  loco y sin alma y regresaba  sobre algún libro viejo, escrito  por algún viejo loco, algún viejo igualito  a como yo jamás he querido ser, uno parecido a la amargura retratada en una facción, uno de esos que sobre el sarcasmo  sostienen una copa de whisky que sabe a nada, a lo mismo, a lo otro, a lo ajeno.
Una tarde,  habiendo pasado unos cinco días desde que me despidieron, Angélica llamó a mi casa y, como siempre, entendiendo lo que me ocurría, intentó presentar disculpas y prometió que me conseguiría alguna otra cosa. Recuerdo que le dije:
–Como yo soy bien tonto y vivo de esperanzas,  voy a esperar uno diez días a que me llamen de la obra de nuevo.
Entonces y con un silencioso acuerdo mutuo, cambiamos el tema, pero también evadí el tema de Mariana, por razones que aún hoy no me explico, y a lo mejor mañana tampoco.
Y bueno, bueno no; malo, a regresar sobre la duda y la espera, pero la esperanza  la había perdido unas líneas atrás del texto, aunque tampoco,  la esperanza  es inherente  a los seres humanos,  y es útil a veces, entre el segundero y el minutero,  es útil, entre el horario,  entre meridiano y paralelo sirve la esperanza, pero sirve más la duda, además la duda concede,  y la esperanza  no, la duda permite  sonreír  y así el paso torpe  del tiempo  se hace un poco ágil. Y con la nada  el regreso a la locura, o a lo más parecido que conozco a ella: el silencio plagado de ruidos del pasado,  de voces que no sé si son mías, de locura,  para decirlo, para repetirlo sin ambages.
Como  siempre, los días empezaron  a pasar,  días como velas que se prenden  y se apagan,  bien con el viento, bien porque se consumen, días como velas, días blancos en que no pasa nada, días negros en que no pasa nada, días rojos en que nada pasa, y lo peor es eso, que cuando pasa, sólo pasa y me deja solo como si no pasara nada, días y más días, y eso sin  contar  las noches,  noches  de un hombre  en una  ventana,  mirando  la ciudad  como  a través  de una vitrina,  como  si la maldita  ciudad fuera una vitrina donde se venden consumidos los sentimientos y avivadas las bajas pasiones, desde la vitrina de mi cuarto todo Bogotá arde, arde de la ventana  para afuera, y su humo no le llega a Dios ni al Diablo, porque el odio de la ciudad ya no le importa a nadie.
A lo mejor  sólo estaba  triste  por volver a estar  sin dinero,  a lo mejor estaba triste por estar vivo y no querer pensar en eso, a lo mejor no estaba triste, a lo mejor era una transfiguración del odio, a lo mejor era una forma nueva de amar la nada, de dejarme llevar por la desidia, de resbalarme medianamente seguro por los laberintos que tengo en la cabeza, laberintos donde tropiezo  con Schopenhauer,  o con una lata de Coca  Cola,  y da igual, ya nadie  tiene algo que decirme,  nunca lo han tenido, porque todo es tan relativo que a veces para llegar a algún lugar he empezado por irme tomando  el camino contrario, y he estado más cerca que cuando  tomo  la ruta  que lleva directamente, o por la que me indican otros. Entonces, recaía sobre la idea de Vista Hermosa y El Paraíso, de ese barrio  en el que por unos días había  trabajado. Resumiendo,  sí, tenía rabia,  una rabia  eufórica  que siempre me hace bien, porque me quita el velo de amor  que a veces siento cuando veo a tanto  hijueputa  aferrado a la vida igual a mí, la rabia que es la línea entre la vida y el suicidio.
Así pasé un par de semanas, entre la nada y lo mismo y lo mismo era la nada,  y divagando entre la nada  y la nada,  la cabeza empezó a funcionar hacia atrás, la cabeza era un cangrejo y no tenía a quién contárselo, porque a Pitágoras  me había tocado entregarlo, se lo entregué a Julián Navarro, el esposo de la hermana de la novia de Erwin Castro, uno de los dueños de la empresa,  que era socio de Libardo López, que era hijo de su mamá y de su papá, gobernador de algún territorio explotado y vilipendiado de la costa atlántica de Colombia, que era a su vez socio de Javier Camargo, hijo de alguien,  pero  no de un cualquiera,  como nosotros  los hijos de Colombia, nosotros  los obreros  de los que yo ya no  hacía  parte,  nosotros  los silenciosos,  nosotros  los trabajadores, nosotros los de la resignación  en el rostro  del ánimo,  nosotros los  cualesqueriados, pero  a esta altura  sólo los otros,  pues a mí me habían echado hace ya líneas, hace ya días.
Así seguí viviendo y volando entre los lances de la bestia, o por fuera, porque sin trabajo la bestia se hace tan magnánima y su mecanismo tan perfecto que ni siquiera necesita tocar al pobre prójimo, que espera  en las afueras  de su fortaleza  una oportunidad para  ascender por la escalera del empleo, la de agachar  la cabeza y los sueños para poder entre agache y agache levantar  por fin una cucharada de sopa grasosa.

¿Qué iba a hacer? ¿Qué se hace en esos casos? Nada, como siempre nada, eso es lo menos peligroso, y a leer y a escuchar la misma música, o un libro diferente  cada noche, y con ese divagar  de la angustia  por los tópicos de la genialidad  y la enajenación,  y a repetirse el cuento de “Ya vendrán tiempos mejores”  y a escribir el cuento de la felicidad y a exorcizar en par de palabras el dolor, el sinsabor y el sabor a óxido de veinticuatro años corriendo como ratón de laboratorio por los mundos de este mundo, por las esquinas  de mis fotos,  de tiempos  pasados  en Ecuador, de playas a la entrada del Perú, de sueños ya casi enmohecidos de Buenos Aires y malos tiempos.
Entonces, y entre la espera y la locura,  me volvieron a llamar  de la obra de construcción,  y yo que no, y Angélica que sí, y yo que no, y Angélica que sí, y entonces yo que de pronto.
Regresé a la montaña desangrada, a la montaña aferrada a la vida, a la montaña, a la obra, a los ingenieros y a los arquitectos, a la bestia que con  un rugido  había  invocado  mi nombre  de nuevo  y entonces empecé a preguntarme el porqué. ¿Por qué y para qué había de volver? Pero sin haber resuelto  aún esa pregunta,  regresé, y subí, subí triunfante, porque había sido un buen empleado y Pitágoras  se había acostumbrado a mí, a mis letras, a mi mal genio, Pitágoras  era el culpable de que me volvieran a llamar, entonces qué bueno era estar de regreso, quería escuchar al “Arqui” Rafael Cantillo presentarme excusas por la forma injusta como me despidieron.
Tan  pronto  llegué, me senté a esperarlo  en la sala de juntas,  la antigua  carnicería;  dije que se parecía a una carnicería  porque estaba enchapada con baldosas blancas, casi como un baño, pero seguía guardando  en sus rincones  el olor  a muerte  de los muchos  animales  que debieron  venir a parar  ahí. Lo cierto es que me senté a esperar  que el arquitecto Rafael se arrodillara y me ofreciera el doble de sueldo y una larga excusa.
Pero la vida es otra, otra cosa, la vida propia depende de la ajena, y entonces vamos así dejándonos llevar del viento, del viento que le sopla la llama a los poetas, del mismo que la apaga. Quiero decir con esto que no me habían  llamado para ser el jefe de compras,  porque el jefe era el familiar del otro jefe, nadie iba a destronar a Julián Navarro, a mí me habían  llamado  para  reemplazar al almacenista, a Lenin Vargas,  un flaco, alto, tranquilo,  demasiado  tranquilo  para  el ajetreo  de la obra, un flaco de nariz consecuente con su tamaño, un flaco que se parecía al camello de de los cigarrillos Camel.
Cuando  lo supe, le dije que no a Angélica y a Rafael el “Arqui”, porque  no  quería  que  alguien  perdiera   su  trabajo  por  mi  culpa, entonces tuve recelo y mis prebendas,  las prebendas  instintivas que me mantienen vivo y dije no, pero ya la decisión estaba  tomada y Lenin debía irse, irse porque llegaba tarde y porque entre los descalabros de la obra conjeturaron que él tenía algún arreglo con Alex Villalba para sacar y vender material  del almacén,  eso era una mentira  más de la obra, aunque esto lo supe después.
Entonces mi cargo ahora  era el de almacenista, pero en últimas era de ser el reemplazo  del reemplazo,  porque así fue como lo entendí, además, y para colmo de males, para subyugación de la subyugación, no me regresarían a Pitágoras, aunque en el almacén había un Pitágoras  de escritorio,  este bello Pitágoras  desde el que ahora  escribo, In Situ como el disco de Sal y Mileto, como esos latinajos  que aprendimos de los mayorcitos, o que aprendí  yo que tengo una buena memoria,  esta maldita memoria que no me permite mandar a la infamia innombrable las cosas que detesto, las mías y las ajenas.
El asunto  es que regresé a la obra,  pero desde la obra,  no desde la oficina y la tranquilidad agitada  del idioma horrible que hablan  los costeños,  esta vez el sitio era el sitio, sin concesiones, ni otra  definición, pues metido el dedo metida toda la mano, y entonces a presenciar cómo ingeniero  por ingeniero,  arquitecto por arquitecto, desfalcaban al estado que desfalca al pueblo y yo desde adentro, como José Martí, “He visto al monstruo  y conozco sus entrañas” y adentro, cada hora más metido en el dolor de los obreros y en el color de sus ojos, que debe ser el mismo color del río del que me habló Hesse, el color de los ojos de los obreros es el color de la súplica a Dios, y uno habla con Dios a través de ellos y, como sus ojos, también Dios calla.
El asunto era recibir un almacén, inventariar un desfalco, presenciar un edificio que se construía sobre las ruinas de sus próceres, como ha ocurrido a través de toda la historia, próceres desgarrados haciendo en las sobras la historia del hombre y yo en medio, ¿Y para qué yo ahí, o mejor aquí? Para denunciar, para enunciar levantado entre las estructuras del edificio y la estructura del hombre y el hambre  la misma condición asonante  de la tragedia  humana,  ellos allá y yo aquí, pero visto desde ese punto, desde el nuevo punto y la nueva condición, el aquí se convirtió  en el allá, en la llama misma ardiente,  ardiente  de manos y ojos en plegaría al cielo que no escucha. Qué va a escuchar el cielo si el cielo como tal es otro abismo.
Ellos allá y yo allá, y mi otro yo desde la esquina de este tiempo, desde el dintel de la existencia, desde el zumo mismo de la subsistencia, desde la quintaesencia de la vida que es el río construyendo  un cauce hacía la muerte,  pero esta vez estaba  de nuevo construyendo  un edificio, un hospital, un refugio de las almas laceradas por el dolor o por el puñal de Ciudad Bolívar, del sur, del sur innombrable que duele como la cuerda de una guitarra  que se rompe en el mástil y en el alma, ellos allá y yo también,  y mi otro yo construyendo  la vida eterna,  naciendo en las sombras  de una ciudad que me había  sepultado  hace tiempo, o que yo había decidido sepultar.
Trabajar desde la obra era otro precio, otro clima, otro ambiente, era un nuevo tiempo  para  mí, que sólo tengo  como  tiempo  bueno el pasado, el pasado del que a veces me suspendo como Buster Keaton se suspendía del Big Ben en una película que no recuerdo.
Y entonces los días empezaron  a girar, a girar en el nuevo circo, y yo a recorrer la cuerda floja, la cuerda floja de mi vida.
Un nuevo trabajo, un nuevo reto, un nuevo Pitágoras,  y la montaña pelada,  devastada, asolada,  mutilada, humillada,  increíblemente poblada,   construyéndose,   aguardándome,  protegiendo   los  secretos de la obra y las pasiones mías, mis deseos incesantes  de un viaje y un nuevo comienzo o por fin un término.
Empecé como siempre a corregir la novela, a sacar de la computadora del almacén todo el vallenato  que le habían  cargado y a meter la música de Fito Páez, ya que yo no puedo escribir sin música, pues si lo hiciera no tendría nada que decir, porque la música es la máquina  del tiempo, de mi tiempo, la que me transporta, gracias a la música recordé el futuro,  y por eso guardo bajo llave mis recuerdos y de ahí no me los roba nadie.
Adaptar a Pitágoras  a mi gusto  no fue un trabajo fácil, porque estaba invadido de números que tuve que borrar, de fotos viejas del lote donde está el hospital,  fotos que aún conservo en un disco compacto, fotos que avivaron mi curiosidad, porque cuando yo llegué a la obra ya habían pasado seis meses de trabajo, y desconocía qué había sido antes, entonces Javier Francisco Hernández, el cortador de ladrillo, me contó que era un lote lleno de maleza, donde cada noche había por lo menos dos robos, y en el que no pasaba  un fin de semana  sin una violación, me contó también  que el lugar donde estaba el almacén había sido una casa vieja en el rincón de la obra,  y que había  pertenecido  primero  a una familia compuesta por dos hermanos  y la mamá y que, una noche en una pelea, se despacharon a balazos ante la mirada  impotente  de la señora, así que le tomé cierto respeto  al almacén,  y cada mañana que llegaba para abrirlo pensaba y en mi mente trataba de recrear la escena del crimen, pero siempre me interrumpían en mis disertaciones,  o bien el “Arqui”, o los  obreros,  eso fue lo más duro  del almacén,  los primeros días, tener que acostumbrarme a la avalancha de trabajadores, pidiendo todo tipo de materiales,  de la mayoría desconocía su nombre, el de los trabajadores y el de las herramientas, pero  luego fui aprendiendo ambos, los nombres de las herramientas y los materiales,  como los de los obreros, y por primera vez en la vida empecé a ser tratado de “señor” y la nobleza del acento  con que los obreros  pronunciaban mi nombre diciendo “señor” me suavizó el alma, me tapizó el corazón de una ternura y una vergüenza inexpresada aún.
Francisco Javier, u “Ojitos” como lo llamaban algunos, es una de las personas más nobles que conozco, noble al punto de la estupidez, y trabajador en la misma medida, incesante frente a la máquina que hace los cortes de los ladrillos que van en la fachada  del edificio, silencioso él y ruidosa la máquina, ruidosa como ella sola, encrespando sus cuchillas y haciendo bramar ladrillos a lo largo, ancho y alto de las montañas que rodean la construcción. A Francisco, sólo hasta la tarde que lo despidieron, pude verle bien la cara, porque siempre estaba cubierto por el overol impermeable, las monógafas, los guantes tipo mosquetero, una careta, y por supuesto el casco que es obligatorio para todos.
Francisco  era  tímido  y alto  como  un caballo,  no entiendo  por qué hago esta descripción tan relativa y animal,  debe ser que sus cualidades físicas son la semejanza  más próxima  que encuentro con sus valores como persona,  él era como una especie en extinción, otro hijo sin padre, igual a la mayoría  de la gente que conozco, devoto  de su familia y de su casa, con una devoción que lo llevaba a entregarle  a su mamá todo el sueldo, según me dijo alguna vez, ella se lo administraba, pero según nosotros, ella mantenía a su nuevo marido  con el dinero de Francisco. Nosotros somos los empleados de la administración, los esclavos de los ingenieros,  los que no trabajamos para los contratistas sino directamente con la constructora (¿o la destructora debería decir?) pero a esta parte, ya ese “nosotros” se ha ido convirtiendo en los otros, porque desde que llegué  he visto ir y venir tantos  trabajadores, que llegan silenciosos y se van silenciados, que llegan de la angustia de estar en este sin sentido y se van despedidos a la angustia  de la nada,  como he visto ir y venir sin saber para dónde y con el mismo silencio grandes cantidades de dinero.
Bien, nosotros, los obreros,  aunque para  ellos no soy un obrero, porque estoy todo el tiempo en el almacén, porque mi sueldo es mayor, porque  no trato  a los arquitectos con la misma  reverencia,  porque tengo el cabello largo, y porque me paso mi tiempo escribiendo en esta computadora y no haciendo mi trabajo, y una lista que ni para qué. Lo cierto es que nosotros los obreros somos: (enumerando a algunos que se fueron porque también  de ellos necesito hablar)  Mauricio  Villalobos, que es el auxiliar  del almacén,  aunque con el paso del tiempo  resultó siendo mi jefe; Manuel Mújica; otro Mauricio  que como Manuel, son ayudantes;  Carlos  Virgüez;  Hernando; William  Hernández que  es plomero  y yo, y algunos más con quienes no había  trabado amistad entonces,   de  esos  nombres   que  acabo   de  escribir  sólo  quedamos Mauricio  Villalobos y yo, al otro  Mauricio,  que es payaso  y anima fiestas infantiles  los domingos  cuando no trabaja en la obra, lo despidieron al tiempo con Manuel y con Carlos y Hernando, porque la estabilidad laboral aquí depende en gran parte de la simpatía  que le tomen a uno los jefes, y para ser honesto, ninguno de ellos simpatizaba mucho con  los  ingenieros,  sólo  Manuel  tenía  cierto  agrado  con  Carolina Hernández Porto. Carolina es, según dice su carné, “Ingeniero supervisor de calidad”, además es la secretaria en la obra, y liquida las horas extras  que yo debo  anotar  en mi Pitágoras  a los obreros  y hacerles llegar cada  quincena,  porque  debería  pagarlas  cada  quincena,  pero siempre toma más de un mes para hacerlo, por razones que nadie se ha atrevido a preguntar, pero que todos conocemos, y digo que a Carolina Manuel le simpatizaba porque era un tipo bien plantado, alto, blanco de ojos claros, que casi nunca hablaba, y gracias a eso y a los coqueteos que le hacía, se había ganado cierta preferencia  por parte de la “ingeniero”; pero  aquí nadie  la respeta,  no hay por qué respetarla, el respeto aquí se gana a base de trabajo; pero Carolina, la única base que tiene son sus cuatro toneladas de peso, es un ente, ingeniero en recibir el espasmo sexual del ingeniero Edwin Castro, no hace nada bien y gana dos millones de pesos, además maneja la caja menor, y de sus manos y de su caja yo he sacado buen provecho, pero no será la mitad del muy bueno que ella ha sacado de ahí, le va bien a Carolina manejando  los cinco millones quincenales  que los ingenieros  le giran para  las urgencias de la obra, digo le va bien porque su gusto para los perfumes costosos y la buena ropa la delatan,  tal vez para los obreros simplemente  es un jabón más costoso al que ellos utilizan, pero sé que no es así, sé que gran parte  del dinero  que se asigna para  las necesidades  primordiales de la obra se va en cremas y esencias, en buena ropa y accesorios, sobre todo muchas gafas de sol, que usa cuando la resaca del ron y de la vida le ganan, y llega con cara de ciudad después de un terremoto al trabajo. Pero nadie se mete con Carolina, o con la “Vaca” como le dice Mauricio Villalobos en un amable gesto de ternura digno de él, pues la “Vaca” es la novia de Erwin Castro, qué mal tipo que es ése, qué ladrón de cuello blanco,  qué colombiano majadero, mentiroso y paramilitar que es ese enano hijueputa, no vacila en despedir o amenazar a diestra y siniestra. Cada vez Fonade cancela las actas de pago, él y su horrible cara se asoman  por la obra, él su gran panza y su culo gordo, como el de su novia, se sientan  en la oficina,  cruzando  por detrás  de la nuca los brazos  con las patas  abiertas,  él y su cadena  de oro del tamaño  de una cadena  de perro imparten órdenes,  él y su camisa blanca  abierta hasta donde se le puede ver el alma negra amenazan, él y sus ojos claros supervisan  cuentas,  él y su español costeño que nadie entiende, o que por lo menos yo no hablo,  él y su cinismo,  él y su estafeta  que para nada le hace honra a su apellido: Rolnan  Gil, el ingeniero residente de acabados, un gordo asqueroso,  que habla como si hablara una alcantarilla tapada, con esa voz gutural de tanto ron. Me hacen falta adjetivos descalificativos,  peyorativos,  diminutivos,  para   describir   este  par de hijueputas, lo peor que el peor país del mundo ha parido,  y eso es mucho decir, mil veces repetida la palabra hijueputa (que la inventamos en Colombia, porque no somos ningunos hijos de puta ni hideputas, sino hijueputas puros) no es el uno por ciento de hijueputa que son este par,  y no presento excusas a sus madres,  porque seguramente son lo mismo.  Cínicos,  mansalveros, abusivos,  ladrones,  explotadores, ilegales, arbitrarios, desmedidos,  ignorantes,  ladrones,  inicuos, despreciables, paramilitares, pero  de ellos hablaré  luego, porque  hasta  esta parte estaba yo tan inocente, tan incauto, tan cándido, tan guevón, que trabajaba y trabajaba y cuando,  por ejemplo,  el cemento  llegaba  me ponía de tú a tú a bajarlo del camión, y aunque mi trabajo sólo consistía en firmar la remisión que llegaba de Cementos Argos, esa era una experiencia bonita, trabajar es bonito, aunque no sirva de nada,  construir es bonito, aunque no se construya nada, aunque en el interior del trabajador sólo se destruye.
Siendo ya uno más,  un número  en la nomina,  un ladrillo  acomodado  en la obra, me asaltó  la “ingeniero” Carolina con un detalle muy molesto,  resulta  que como ahora  no trabajaba yo en las oficinas debía pagar empresa promotora de salud, aseguradora de riesgos profesionales,  fondo de pensiones  y caja de compensación, que hasta  la fecha nada  ha compensado, y entonces  mi sueldo se fue reduciendo, pero cada quince días algo de dinero  quedaba  y con él yo al centro,  a comprar cualquier  trago  que pareciera  costoso,  digamos  una botella de Jack  Daniels  sin etiquetar,  cualquier  camiseta  de un grupo  que me guste, muchos libros y alguna otra  cosa, y en el centro  a sentirme libre,  a  mirar  con diferentes  ojos  las construcciones,  a criticar  con argumentos las obras de la ciudad, y a apreciar  desde otro  punto los edificios de Bogotá, y entre botella y botella y entre calle y calle, de vez en cuando, verme con mis amigos, aunque por supuesto debí mermar  el tiempo  que le dedicaba  a la rumba,  ya sólo podía salir los sábados en la tarde,  y algunos jueves iba al estudio de mi amigo  J., donde le detallaba mi nuevo trabajo y, mientras  sus ojos como un águila repasaban  los estantes  con los libros,  le contaba  cómo  iba el proceso  de mi novela y cómo estaba esperando  publicar algo a fin de año, con el dinero  que  podía  ahorrar  del trabajo, entonces  recuerdo  que, como hacen los osos en los ríos cazando salmones, él mandaba un manazo  y sacaba algún libro de Faulkner y me alentaba diciendo: –“Mira, viejo, viejo, este libro lo escribió Faulkner  en una mina,  cuando terminaba de trabajar, imagínate, le daba la vuelta a la carretilla y con la lámpara del casco se alumbraba y a escribir”,  y aunque a mí Faulkner  no me gusta, le agradecía  la deferencia y le decía mientras  levantaba la copa:
–“Entonces por Faulkner”, J.
Reíamos y a seguir desocupando las latas y los segundos que tan imperceptibles (afortunadamente) se van retirando, se deshojan, se desgajan, se agrietan y nos resquebrajan en coro con ellos, primero  paulatinos, luego agigantados, bestiales, segundos, minutos y a veces ni siquiera horas,  en un abrir  y cerrar se nos va la vida, un abrir y cerrar de piernas, de puertas, de manos; el tiempo cauteriza cínico la vida, es lapidario y burlón, es el enemigo cebado de religiones y creencias,  de sueños y desesperanzas, y para  algunos, como yo y como Flores, siempre llega tarde. Buenos jueves pasé en casa de J., jueves de reír, de escuchar a los Stones y bajar pornografía en la computadora de mi amigo.
Los sábados siempre han sido mágicos, guardan en el misticismo de  su nombre  algo que dentro  de mí creo será una buena  sorpresa,  siento a veces que me voy a encontrar con Robert de Niro por la calle 7, y entonces los sábados  me llenan de buen ánimo,  así sean la antesala del maldito  domingo,  los sábados  uno puede resucitar  del tedio de la vida, de la fatiga de la semana, puede uno encarnar un poema de su poeta favorito,  sin saberlo  todos lo hacemos,  el sábado  es una hermosa procesión  hacía el abismo  y algunos salimos de casa a veces sin paracaídas, los sábados  ocurre lo que siempre he dicho, digo siempre que la vida es la canción favorita  de cada uno, y los sábados  salimos a protagonizarla, entonces los sábados con o sin dinero a la calle, a la 19, mi pequeño Nueva  York, a la Candelaria, mi pequeño corazón,  a la Macarena, mi no sé qué, a los bares, a los restaurantes, a las cajas de vino Termidor,  que con la música  de allá tanto  le agradezco  a la Argentina,  a las latas de cerveza, a los Camel sin filtro, o un puro, y de pronto  una buena  compañía, a comprar algún disco pirata,  a enviar correos y revisar otros,  a escribirle a mi amiga Suander,  para  que no se le olvide que a mí ella no se me olvida,  y luego de regreso  a casa por la misma 19, y ahí a saludar  a Leonardo,  mi amigo y colega, un gran escritor,  un escritor  honesto, valga la yuxtaposición que implica relacionar estas palabras (escritor  y honesto).  Quien  trabajaba como portero de una discoteca, un lugar inmundo donde el humo de cigarrillos no deja ver a diez centímetros de distancia,  un lugar en un sótano, atiborrado de gente y trago  y música horrible,  repetitiva,  aguda en el chillido del acordeón,  paralizante en el beat del bajo y desmoralizante en sus letras, llenas de amores  fallidos, tan mal contados,  tan traídos de los cabellos, pero qué más se le puede pedir a los costeños, y Leo de pie en la puerta haciéndole el quite a la manada que entra y sale, y Leo con los volantes del lugar en las manos y un bolígrafo Kilométrico en la otra, usando ese uniforme de vaquero que debe ponerse para anunciar la entrada al Rodeo, que es como se llama ese pequeño infierno donde él trabaja, ahí Leo de pie ante el ruido, con su sentido del humor y sus ojos que sonríen, con sus volantes  del Rodeo, donde por el otro  lado de la hoja escribe y describe sus alucinaciones,  que son finalmente  las verdades colectivas de una ciudad que olvida, que se resiste al recuerdo, que es su única salvación.
–Hola, Leo, ¿qué, todo bien?
–No, no todo bien.
Así de  honesto,  desmedido,  cortante, trabajador y  escritor,  y luego:
–Hablamos luego, Leo –y Leo:
–Mire  lo que escribí  –dice entregándome unos volantes  medio  arrugados,  medio  sudados,  honestos,  viscerales,  visionarios,  reveladores, entonces mis ojos cansados  se avivan como una llama a la que le riegan gasolina  y se me prenden  de tristeza  y grandeza  las pupilas, porque, ¿qué puedo yo decir a alguien que dice la verdad?
–Hey, Leo, qué bien.
–No, o no sé, ¿sí le gusta?, –Y yo sin palabras, mientras  le digo cualquier  cosa, me despido, voy bajando  la 19, voy poniendo los pies en  la  tierra,  voy perdiendo  el amor  por los hombres,  voy pensando en cuántas  cosas ve Leo que yo no veo, pienso en cuáles son los otros colores en los que ve mi amigo. ¿Qué música será la que escucha cuando escucha a Mozart? ¿Qué le dice Baudelaire? Y me voy alejando de la entrada del Rodeo, ya sin preguntas  porque tampoco  hay respuestas, ya sin ganas porque no hay de qué, ya sin querer leer el libro que llevo en la maleta  porque ya para  qué, y tomo  un transporte, llego a casa, duermo, y dormido  sueño que no quiero despertar, y despertando me arrepiento de vivir.

Cuando  empecé a trabajar en el almacén,  no sólo el sueldo me lo rebajaron con los impuestos que debí pagarle a Colombia para que me diera permiso de trabajar y de construirla, sino que también  debía trabajar algunos domingos,  pero no estuvo tan mal después de todo. No se hacía nada, escribir y escribir y entregar algunas puntillas, unas cuantas bolsas de cemento,  anotar  los nombres  de los que trabajaban horas extras y salir a la calle a la una de la tarde. Cuando salía, y tenía algo de dinero, me iba por lo general al Restrepo, yo amo el Restrepo, porque me huele a oblea, frutas,  fresas, almojábana, juventud, a vejez prematura, me huele a los pasos de un abuelo a quien no conocí, me huele a alguien a quien pude olvidar fácilmente y alguien más a quien recuerdo con cariño y, además, porque el Restrepo es el único lugar de Bogotá donde sólo tengo buenos recuerdos, en el Restrepo, con quince mil pesos, me hago una buena terapia  contra el tedio, llego de la obra por ejemplo,  y me bajo  en las casetas  donde reubicaron  a los vendedores ambulantes, camino mirando  películas  y frutas,  chucherías  en qué malgastar el dinero, que se hizo para malgastarlo, y saludo a viejos colegas artesanos  con quien compartí hotel en Ecuador,  más exactamente  en la playa  de Atacames,  compro  alguna  comedia  romántica, creo que si algo le debo al cine es gracias a esas comedias románticas, he comprado por lo menos cinco veces Un lugar llamado Noting Hill y me he enamorado de Julia Roberts todas las veces que la he odiado y he usado contra ella todo mi baúl de cumplidos creyéndome Oscar Wilde. A las comedias  románticas que veo el domingo  por la tarde  les debo la poca serenidad  que me acompaña el lunes por la mañana. También compro  alguna cosa más de Bergman, como para  completar la colección y la serenidad,  o de David Lynch, para guardar la calma, y si me alcanza el dinero compro una también de señoritas, una porno o como prefiero decir: cine rojo.  Y me voy caminando  a paso  lento  con una bolsita que encierra el séptimo arte. Yo sólo camino a paso lento por el Restrepo  , luego subo a la plaza de mercado,  tomo  avena en la caseta de un señor donde ha tomado  avena toda mi familia y él siempre me pregunta  por ellos y yo le contesto cortante, con tono metálico de rayo calcinante,  para que no lo haga nunca más, pero parece no entenderlo, después de años y años sigue preguntando y yo sigo como el rayo que nadie ve o escucha, y mi palabra cortante sólo me corta a mí, mientras  él asiente  con su cabezota  dura  que no sabe cuándo  callarse,  y sigue preguntando, en  tanto  que  su  mano  amorosa sigue  espolvoreando canela sobre mi bebida,  luego subo a mirar los animalitos y a que me traten como se debe: “Siga, mi amor, venga lo atiendo, siéntese papito”, me repiten  una y otra  vez las mujeres que atienden  en las fruterías  de la plaza, me ofrecen  doble helado,  doble queso, más crema  de leche, más miel, yo las miro como si fuera un viejo, como el viejo James Dean resucitado,  bajado de una Harley Davidson o una Indian, sacado de la autopista 66 y puesto en el segundo piso de la plaza del Restrepo, y por encima de los vidrios de mis Ray Ban, les susurro: “gracias”. Luego me siento en algún lado a comer ensalada, o si se me antoja me voy a comer merengón,  pero  jamás  salgo de la plaza  sin visitar  a los animales  y recordar a mi papá, que alguna vez, hace años, ya me dijo: “Si yo fuera Pablo Escobar compraría todos los animales  de todas las plazas y los dejaría  en libertad”. Después de decirlo me hizo prometerle que si yo alguna vez conseguía dinero debía hacerlo por él, así mismo se lo prometí hace otro tanto en la plaza del 20 de julio, pero ahí ya no hay animales, aparte de los que trabajan en ella. Ahora pienso: “¿Cuánta gente quiso ser Pablo  Escobar?”  Si yo por ejemplo  hubiera  sido, le hubiera regalado un buen billete al que hubiera sido yo, pero no lo fui.

La plaza del Restrepo  es mi lugar en el mundo, el único que me hace sentir bien, vivo, el único lugar perdonable  de Bogotá, esa plaza y ese barrio huelen a Colombia, a queso de hoja y a escaleras donde se acumula  el mugre, huele a lechona y frutas,  a hierba buena y a hierba mala como el resto del país consumido en mala hierba de la que nunca muere,  huele a alegría,  a hermosos  tiempos  cuando  con mis primos paseábamos nuestras mocedades,  sin saber lo que se nos venía encima: la vida.
Yo amo  el Restrepo,  lo amo  sin odio, es mi refugio,  con o sin obra, con o sin Colombia, con o sin vida volveré siempre al Restrepo, a sentarme  en el parque con Carolina Negret de nuevo, como cuando el plan de sábado  en la noche era mirar  parejas  entrando  a moteles y quedarnos  tomando  gaseosa  tanto  tiempo  que podíamos  verlos salir después de su jornada sexual. Amo el Restrepo y el centro comercial, o mejor el tugurio  comercial mal levantado  que hay saliendo de él por la carrera 24a, ése del que nos burlábamos con mi primo, ése que tenía un letrero que decía: “Mercancía que no encuentre aquí no existe”.
Amo el Restrepo  porque ahí está mi ingenuidad,  en algún motel, en alguna calle donde con naturalidad dije: “Te amo”. En alguna donde me cargué una guitarra, en otra donde estrello mi fantasma haciendo el inventario de los pasos a recorrer cuando venga la muerte.
Los domingos sólo son perdonables  si hay Restrepo, pero a veces no hay Restrepo ni dinero, y entonces los paso en la casa, en la nada de la espera, suspendido del big ben que puede ser la angustia detenida.
En las tardes,  las otras  tardes  de los otros  días, al salir de Babel, que fue como bauticé a la construcción, corría a casa a terminar de leer cualquier cosa atrasada, y me dolían los ojos, esos charcos sucios que tengo en la cara, como dice mi amiga Patricia,  los charcos  sucios que tengo abajito de las sienes me dolían de leer y de tanto polvo, pero como alguna vez ya me habían dolido de alguna otra cosa, no le daba importancia y pagaba  el precio por ya no tener tiempo y obligarme a leer en la noche, casi en la mañana. De tanto leer para olvidar a Babel, a través de los ojos empezó a dolerme el alma, a atravesarme la quintaesencia de la vida, porque sabía que leer no sirve para nada, nada más que para andar triste y aburrido, tratando de resolver lo que otros no pudieron, tratando de viajar donde nadie más ha viajado y a veces llorando  con otros o solo, lo que un personaje ha llorado, ha corrido, ha caminado, etcétera infinito, protagonizando lo invisible y viviendo en primera persona las tragedias reales y las literarias.

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Imágenes: Detalle, Bogotá plomiza, por Daniel Ferreira / Graffiti con Artur Rimbaud / Album Familiar Larry Mejía / Ibid, Daniel Ferreira / Portada, El demoledor de Babel, Editorial el Perro y la rana, Venezuela 2011