AVANCES, AUTORES, FICCIÓN, NUEVAS VOCES

El atajo, un cuento de Alexander Dorado Zúñiga

Alexánder Dorado: Vivió en España donde participó en la Fundación Entre Dos Orillas que se dedica a apoyar las expresiones artísticas de extranjeros residentes. Actualmente prepara una colección de relatos titulada "De nostalgias y Fechorías" que recoge gran parte del trabajo realizado a lo largo de estos años. Varios de estos textos están publicados en el portal literario Tusrelatos.com (bajo el seudónimo alexdz_74.) Reside en Popayán, Colombia.



La desesperanza suele inclinarme a la nostalgia, como si fuera la inercia natural del pesimismo. Mientras contemplo la ciudad ajena desde mi ventana, atrapado en un diciembre gélido en el que acampa impune el corrosivo frío castellano, me extravío en las brumas de un presente confuso y sórdido y acabo abrumado por cierta sensación de fragilidad. El pasado, entonces, dispone su escenario y empieza a discurrir con sutileza. Pero lo que amenaza ser un aluvión de recuerdos, se diluye de repente, y en el silencio de la noche, vuelvo a evocar, con particular nitidez, la imagen de mi padre subiendo a su bicicleta Monark, dispuesto a emprender un viaje simultaneo al que hacemos, mi madre y yo, en los incómodos asientos de un autobús de la empresa Transpubenza. Es un viejo Dodge de un amarillo incierto, –con la reverberación del sol tiende al naranja– con un cartel de hojalata junto al conductor, que anuncia: Ruta 2, Cementerio. Es la ruta que nos llevará al barrio de mis tías solteras. El recuerdo es recurrente: mi padre, con su figura regordeta nos dice adiós desde el andén de la calle Tercera, mientras da sus primeros pedalazos. Cada noche igual, inexplicablemente. Ni un océano de separación, ni los 30 años transcurridos, ni la enajenante opresión de vivir en un país extraño, han servido para que el olvido haya levantado ese recuerdo con su viento aniquilador. Intento dormir, intento comprender el vínculo que tiene ese residuo inútil de mi niñez con el insalvable cerco en el que ha acabado mi camino.
Despierto acosado por un frio que parece agujerear mis huesos. Mi conciencia lucha entre una maraña pegajosa, y al fin surge limpia, febril, poseedora del detalle esclarecedor: es el único recuerdo de mi padre que se aparta de su conducta autoritaria y que tiene que ver con el descubrimiento, o la imaginación, de una realidad prodigiosa. Ahora puedo juntar los trozos rotos.
Entraba en su propensión al individualismo, el no acompañar a mi madre a visitar a sus hermanas los sábados por la tarde. Se mantenía como un satélite en cualquier evento familiar. Durante sus días de descanso vagaba en amplias órbitas de libertad y se desprendía de la realidad que le imponía nuestra existencia. Se marchaba los sábados, si no los viernes por la tarde, y no le volvíamos a ver hasta el domingo, cuando regresaba en un estado lamentable, al grito de “viva el partido liberal, abajo el partido conservador”. Era cuando llegaba por sus propios medios, implorando alguna limosna de afecto y de reposo. Otras tardes, las peores, llegaba a bordo de un taxi, inconsciente, desmadejado. Teníamos que ayudarlo a bajar, abrumados por las risas y los comentarios de los vecinos que se asomaban a las ventanas para gozarse con nuestra vergüenza. A veces no podíamos con su peso y teníamos que meterlo a rastras. Ocurría en ocasiones una última desgracia; el taxista quería aprovechar la situación, exigiendo que se le pagara la carrera de acuerdo a un itinerario incierto, seguramente exagerado. Casi siempre mi madre andaba escasa de dinero, entonces, la escena de la llegada y el pago de la carrera se alargaba en plena calle, porque ella concentraba en la figura del taxista toda la responsabilidad por lo que la vida le había dado, negándose rotundamente a pagar, rebelándose inútilmente a su destino, por una vez.
El hecho es que no recuerdo un evento grato de la infancia en el que mi padre estuviera presente; nunca jugamos al fútbol, ni nos bañamos en un río, ni fuimos a un circo. Siempre miré de lejos, con recelo y con cierto peso en el alma, a los niños afortunados que tuvieron otra suerte. Pero lo arbitrario de este cuadro, es que mi padre jamás dejó de apabullarnos con el régimen implacable de los días de la semana, cuando se ajustaba a la sobriedad, al celo por la puntualidad, al cumplimiento exacerbado de sus deberes de maestro de escuela, como ejemplificación de la responsabilidad que tendríamos que cargar en nuestras propias obligaciones. Funcionaba así, hasta que terminaba su rutina y empezaba a asomarse a la ventana, una y otra vez, preso de su nerviosismo alcohólico, y desaparecía sin decir adiós a nadie. Esas licencias que el mismo se otorgaba, significaban para mí la liberación de sus ataduras y de su vigilancia, pero a la vez me empujaban al planeta de soledad y bombillos apagados –para economizar electricidad– de las noches de mi madre. Antes que llegara la época en que la noche y la calle me lanzaran su llamada irresistible, me recuerdo compartiendo con mi madre esas desapacibles veladas. Daba cabezadas frente a nuestro televisor a blanco y negro, obstinándose en seguir las elucubraciones infinitas de las telenovelas mexicanas. Otras veces, resignada y triste, gastaba las horas en lúgubres repeticiones de su Rosario de católica acérrima. Hoy me pregunto: ¿qué pasó después, cuando las correrías de mi adolescencia me absorbieron? Mi madre naufragaría, presa de los nervios, en el inmenso buque oscuro de la casa, supongo. Esa sensación de culpa por haberla dejado sola, no me dejará en paz nunca, por más que intente convencerme que yo no era nadie para restituirle su malograda vida.
No quiero extenderme en la visión de una infancia melancólica, porque al fin y al cabo el tiempo logra echar tierra encima y nos obliga a seguir viviendo con esos sedimentos. Mi intención es enmarcar el prodigio de mi padre, diciendo adiós, rezagándose poco a poco del autobús, lejano, pequeño, mientras mi mente inventa una competencia entre aquella bicicleta de adulto y el motor incansable del Dodge de la ruta 2. Este nos lleva al Camilo Torres, un barrio obrero, de casas pequeñas, pegado como lapa luctuosa al cementerio municipal. Mis tías regentaban una tienda y una peluquería, con la codicia y la ternura desangelada, de dos solteronas entradas en años. Mi madre viajaba silenciosa, con esa mirada, lejana e indiferente, de quien no espera gran cosa de la vida, como si estuviera programada para la resignación. Yo, en cambio, viajaba atento a los virajes trabajosos que el conductor imponía al gigantesco volante, forrado con toscos trozos de cuero, cocidos con la misma cuerda, fuerte y burda, que usábamos en los veranos para elevar las cometas de papelillo multicolor. Atento a las acometidas a la palanca de cambios, con su pomo de cristal grueso, casi siempre decorado con la figura del Sagrado Corazón de Jesús, o de la Santísima Virgen, cuya mirada elevada al cielo, era casi idéntica a la mirada tristona de mi madre contemplando la calle o las personas que pasaban a su lado, por el pasillo del bus, rumbo al timbre de la salida. Desde la baja perspectiva que me daba mi estatura, por encima del espaldar de los asientos, podía ver la calle como una realidad en movimiento, reflejada en la pantalla de la cabina. El conductor me parecía el capitán de una gran nave espacial, esquivando colisiones con piedras siderales. Después de un trayecto de infinitos frenazos y bruscas arrancadas, a través de calles retorcidas y angostas, el autobús nos sacaba del centro colonial y se enfilaba hacia los barrios que con los años se habían ido añadiendo a la ciudad. Allí, el blanco inmaculado del sector histórico se extinguía y daba paso a las polvorientas luces de neón de los anuncios de los asaderos de pollos, las casetas de latón del comercio pobre, la sucia plaza de mercado con sus cantinas como cuevas inmundas, y los talleres para buses y camiones. Era la visión del desencanto: los ancianos rebuscaban entre montañas de fruta podrida; los niños campesinos se perdían entre una multitud miserable de vendedores callejeros; las mujeres de tez india llevaban a cuestas bultos colosales; los bulteadores borrachos dormían sobre las aceras. Yo no despegaba los ojos de la ventanilla para grabar en mi mente lo que odiaría; la miseria que debía retratar como la peor condición, para reconocerla siempre y no sucumbir jamás.
El autobús nos introducía en ese universo de fealdad, recorriendo una rústica avenida fragmentada por cráteres enlagunados. El último tramo era una línea recta donde al final emergía, imponente, el cementerio, arropado por los arboles melenudos que separaban los dos carriles. Allí estaba; solemne, grande, solido, y sobretodo blanco, cercado por un muro de unos dos metros, sobre el que se elevaba una reja de barrotes, adornada por un ejército de cruces negras y figuras retorcidas, que tachonaban el verde oscuro de los estirados y elegantes cipreses que poblaban el interior. Me fascinaba el orden milimétrico de las tumbas comunes y los panteones de los nobles apellidos, sobre la alfombra de los prados. El cementerio parecía recordar el orden necesario de las formas que habíamos abandonado en el centro; era el reducto bien dispuesto de la muerte frente al caos del mundo. Al pasar frente a la entrada principal, mi madre se santiguaba, me tomaba de la mano y tocaba el timbre. El autobús se detenía y abría las hojas chirriantes de la puerta trasera, cien metros adelante, en la última esquina del muro blanco. Para mí, a los ocho años, ese era el final de la realidad conocida. La avenida continuaba su trazado hacia el oriente, con un acentuado descenso a un inframundo de barrios pobres, donde solo los poderosos conductores osaban adentrarse.
Esa visita de cada quince días pudo haber sido un hábito sin importancia, sino es porque un día, al golpear a la puerta de hierro de la casa de las tías, nos abrió mi padre. Tenía una sonrisa inusual en él, como si se complaciera con la cara de asombro que debí poner. Yo me preguntaba, ¿cómo había llegado antes que nosotros? Ese hombre serio, con sus sempiternas gafas oscuras, que imponían en él un aspecto amenazante, era el conductor de un vehículo mágico. O quizás, era él, y no la Monark, quién poseía la facultad de elevarse sobre el trayecto caótico del tráfico y superar la velocidad del autobús. No quise preguntar a nadie. Guardé el secreto y me consagré en los viajes sucesivos, a descubrir el momento exacto en que mi padre y su bicicleta fabulosa se desprendían de las leyes naturales del movimiento, y se elevaban, o se esfumaban en el aire, para encontrar el atajo. Nunca lo descubrí, por mucho que sacara la cabeza por la ventanilla corrediza, ante el pavor de mi madre, que intentaba amedrentarme con la inminencia de una decapitación. Siempre era lo mismo, mi padre se quedaba irremediablemente atrás, desde la parada inicial, pedaleando sin prisas, y no lo volvíamos a ver hasta el destino final. Siempre antes, siempre adelantado. Y si no lo encontrábamos, era porque ya había llegado, había saludado y se había marchado unos minutos antes, aprovechando la situación para una de sus evasiones. Era cuando mi madre se volvía a refugiar en esa expresión afligida, tan natural en ella, porque entendía que su ausencia sería larga y su regreso azaroso. No recuerdo cuanto tiempo me aferré desesperadamente a esa fantasía como compensación a una infancia grisácea, adherida al naufragio silencioso de mi madre. Cuando tuve mi primera bicicleta, comprada de segunda mano a un compañero de Colegio con lo que me pagaba ocasionalmente mi tía por ayudarle a surtir las estanterías de su tienda, comprobaría por mis propios medios lo banal del misterio. Pero eso mucho después de que las conversaciones con amigos más avezados en asuntos prácticos, me hicieran entender las infinitas posibilidades de provocar alteraciones espaciales y ganar ventaja tomando rutas rápidas, aprovechando los resquicios de las calles para adelantar en los atascos, trasgrediendo los semáforos y las señales de tráfico. Me aficioné a hacer competencias con los mismos autobuses, donde mi madre ahora viajaba sola o en compañía de mi hermano pequeño, al que de paso también cautivé con la asombrosa demostración, llenando su cabeza de innumerables falacias. En cuanto a mi padre, una vez descubierto su truco, perdió el único halo de encanto que alguna vez tuvo, y después, en la lúcida rebeldía de mi adolescencia, adquirió su definitiva y odiosa dimensión terrenal. No comprendí aquel embeleco hasta hoy, cuando desperté soñando con él. Pedalea sudoroso y esquiva con gran esfuerzo los obstáculos de las calles, para llegar antes, para sorprenderme.
Incapaz de volver al sueño, he salido al salón. Contemplo la calle mojada y oscura. Una calle ajena y solitaria, barrida por el viento frío del invierno que traspasa paredes y se agazapa en los huesos.
Comprendí que jamás me había liberado de aquél viejo estupor. Sin saberlo, llevo todos estos años compitiendo con el autobús, rehuyendo del camino trabajoso, buscando las prerrogativas de las veredas paralelas, jugándome la vida entre el tráfico, oyendo bocinazos e insultos para llegar antes, para ganarle a la triste paciencia de mi madre, para sorprender, para superar a alguien. Y lo he logrado, he llegado antes, he llegado tan lejos como la distancia de un océano, tan lejos que aquí nadie me conoce, tan lejos que no hay nadie a quien sorprender.  

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Imágen: ilustración especial para Revista Corónica por Pedro Toloza

En construcción, de Fabián Buelvas

Fabián David Buelvas González* (Barranquilla, Colombia, 1985). Psicólogo. Sus escritos han aparecido en Revista Bacanal, Revista Cronopio, Labrapalabra, y las antologías Vista al cuento de 2008 y 2009 (Editorial Antillas). Su cuento "En construcción" pertenece al volumen Espacios (disponible en Bubok) y resultó finalista del concurso "Tu Cuento Cuenta de la Universidad del Norte" (2009, Barranquilla), y del III Concurso de Relatos Fórum Montefrío (2011, España). Más

Un sonido seco y violento llamó nuestra atención durante la cena. Venía del segundo piso de la casa. Detuvimos los cubiertos y nos miramos entre sí esperando que alguien especulara sobre lo sucedido. Segundos después mi madre intervino mientras tomaba con el tenedor un poco de espagueti.
- Allá arriba está Germán. Si algo ha pasado, él nos avisará.
Seguimos cenando. En la mesa estábamos mi madre, mi padre, el abuelo, Clara y yo. Teníamos la costumbre de comer en la mesa, juntos, nada de cenar en el sofá o las habitaciones. Clara, la esposa de mi hermano Germán, tardó un poco en acostumbrarse; después encajó a la perfección en nuestra rutina familiar, o al menos simulaba bien.
Al terminar la cena mi padre se apresuró a buscar la escalera de madera que estaba en el patio. Subió al segundo piso y tardó unos diez minutos en bajar.
- Miré por todos lados y no vi a Germán. Sólo los materiales de la construcción, su colchoneta y su linterna.
Mi hermano Germán quería hacer su casa sobre la nuestra.
Había estado ahorrando desde que consiguió un buen trabajo como ingeniero hace dos años. Cuando no estaba en la oficina se lo pasaba frente al computador haciendo planos, esquemas y redes desconcertantes que me hacían ver como un ignorante, sobre todo si Germán intentaba explicarme esos asuntos sin que yo se lo pidiera: “Pero si es fácil, acá es equis, acá es ye, este lado es positivo, este otro negativo.” A mí me invadía una ira terrible y silenciosa como un cáncer que procuraba apaciguar dándole puñetazos a un costal de boxeo que instalé en el patio. Todas las noches reventaba a golpes aquel saco una o dos horas según el nivel de mi rabia.
Mientras los obreros construían la casa, mi hermano y Clara vivirían con nosotros. A mi madre le fascinaba la idea de tener a su hijo mayor tan cerca: “Mira, cuando termines la carrera levantas tu casa en el tercer piso”, me decía medio en broma, medio en serio. Yo lo que quería era largarme pronto de esa casa pero no tenía el dinero y, lo que es peor, tampoco poseía la suficiente fortaleza espiritual para estar lejos de mi madre. Germán desconoce esa tara en su vida y por eso arma una casa en el segundo piso; yo, que sí sé, sigo dándole al costal por las noches.
Como el barrio era inseguro y la construcción apenas empezaba, Germán, que estaba de vacaciones, cuidaba los materiales. Subía al segundo piso apenas se ponía el sol y bajaba al amanecer. Todas las noches se armaba con una colchoneta, linterna, un radio y montones de frazadas para protegerse del frío y los mosquitos. Clara subía a veces por la madrugada con una jarra de café caliente y bajaba junto con mi hermano por las mañanas.
Al abuelo nunca le gustó la idea de Germán: “Carajo, muchacho, no puedes estar toda la vida bajo las faldas de tu madre”. De todas formas sus opiniones poco o nada eran tenidas en cuenta: estaba viejo, sordo, y la memoria le fallaba.
Su deterioro fue implacable luego de la muerte de la abuela. Poco a poco se fue alejando de todo contacto exterior y limitó su espacio a esta casa que de todos modos era la suya. Pronto, empezó a disputarla con mi madre. Decía que ella y su esposo se la habían robado, pero que ahora estaba empeñado en recuperarla. Las veces que el abuelo pedía a gritos que nos fuéramos yo sentía que teníamos el deber de hacerlo, que mi madre era una vividora y que mi hermano no podía repetir lo que mis padres hicieron hace años. Nosotros ignorábamos los gritos del abuelo pero podíamos respirar el desasosiego que causaban en la casa.
Por las noches mis padres y Clara veían tres novelas seguidas, cosa que los mantenía entretenidos por un largo rato. Frente a la tele nueva (que era de Germán) había un sofá en el que los tres se acomodaban casi sin moverse, comentando los pormenores de la trama o sus opiniones al respecto. Mi abuelo se dormía luego de cenar y yo, presa del ocio, lavaba los platos, recogía la mesa y, finalmente, salía al patio a darle golpes al costal.
Entonces lo vi. Al principio creí que era un perro negro echado en nuestro césped o tal vez más materiales de construcción. Poco a poco la imagen real apareció; para cerciorarme encendí la luz de la terraza y, en efecto, no era ni lo uno ni lo otro. Llamé a mi madre con una voz que apenas si pude reconocer como mía. Le señalé lo que vi.
Era Germán, desparramado en el césped. Mi madre abrió la puerta desesperadamente y se echó a sus pies; sobre él se abalanzaron enseguida Clara y mi padre. Intentaron hacerlo reaccionar por si las dudas pero era evidente que estaba muerto.
Parecía un muñeco agitado frenéticamente por Clara. Mi padre lo cargó hasta su cuarto; mi madre iba tras él llorando mientras hablaba por teléfono.
El médico a quien mi madre llamó apareció como a la media hora. Auscultó el cadáver de Germán sin prisa, conciente de que estaba muerto y que el tiempo no haría la diferencia. Expidió el certificado de defunción y dijo desconocer la causa de la muerte: “Es mejor hacerle una autopsia”, dijo.
Mi madre se negó a que acuchillaran a su hijo.
El velorio fue al día siguiente. La casa estaba repleta de personas que con rostros de tristeza, real o fingida, nos ofrecían sus condolencias. El féretro se encontraba en la sala rodeado de mucha gente que yo no conocía. Por la madrugada mis padres habían llevado todos los enseres de la sala hacia el patio, de tal manera que muchas más sillas pudieron ser acomodadas en la casa. El abuelo pasó la mayoría del tiempo sentado, medio dormido, tomando tinto como un adicto. Mi padre y mi madre eran los anfitriones de una fiesta que no desearon ofrecer. Yo tenía ganas de darle trompadas al costal y morirme luego.
Clara se fue de la casa por la mañana. No quiso asistir al velorio ni al entierro: era de esperarse.
Tampoco se despidió de nosotros, sólo dejó una nota en la que manifestaba que regresaría pronto por sus cosas. Estaba destrozada; había apostado su vida a la misma causa de Germán y perdió cuando el juego apenas empezaba. Alcancé a verla en el momento en que tomaba el taxi: tenía los ojos rojos, hinchados y sin maquillaje. Parecía no haber probado bocado ni dormido en semanas. Quise decirle algo reconfortante y que no sonara tan hipócrita pero me detuve; preferí verla partir. Tuve la fugaz idea de irme junto con ella y casi de inmediato pensé que era una locura.
Para Clara fue fácil irse, ella no pertenece a la familia, no logró acostumbrarse del todo a vivir con nosotros durante el tiempo que pasó aquí, que igual fue poco. El implacable paso de la costumbre le fue ajeno. No será recordada, ninguno de nosotros la extrañará; será para nosotros una imagen difusa que aparece al lado de Germán durante sus últimos días.
Cuando todas las personas se fueron, cenamos. Esta vez sólo éramos tres en la mesa: mi madre, mi abuelo y yo. Mi padre subió al segundo piso a cuidar la arena, la piedra caliza, el cemento y el resto de cosas de la construcción: “Alguien tiene que hacerlo, eso no se puede perder” atinó a decir. Así que mi madre le sirvió la cena en la cocina antes que a nosotros y mi padre subió al segundo piso en construcción antes del anochecer. Mientras cenábamos, volvimos a escuchar aquel ruido que se cernía sobre nosotros desde anoche. Mi madre y yo corrimos directo a la terraza en donde encontramos a mi padre en el mismo lugar y posición en la que ayer estaba el cuerpo de Germán. Como hiciera anoche Clara, mi madre agitó el cadáver violentamente y yo me estremecí por dentro. Luego ella echó a correr al interior de la casa. Arrastré el cuerpo de mi padre hasta su cuarto.
Mi madre no llamó al médico esta vez: “No dejaré que me quite plata por auxiliar a un muerto”, sentenció. Ella misma examinó a mi padre: le quitó la ropa hasta dejarlo en calzoncillos y lo miró como la doctora que no era. A las dos de la mañana terminó de revisarlo:
“Sin heridas o moretones. Se murió de repente y cayó”, dijo convencida.
Con mi padre hicimos algo diferente. No queríamos otro velorio ni curiosos que extrañados se preguntaran por la sucesión de muertes en nuestra familia. Lo dejamos desnudo en el cuarto hasta averiguar qué era lo que estaba pasando.
Como no sabíamos por dónde empezar optamos por realizar lo evidente: durante la mañana mi madre y yo fuimos al patio y, desde abajo, intentamos ver qué había en el segundo piso. El abuelo caminaba arrastrando los pies por la casa, como un zombi, con una jarra de café en una mano y un pocillo en la otra. Desvariaba. Invocaba a gritos la presencia del espíritu de la abuela, de Germán y de mi padre, les ordenaba hacerse presentes de inmediato. Esta vez mi madre le gritaba que se callara, que por su culpa la desgracia habitaba entre nosotros. Ninguno de los dos cedía; al final ambos guardaron silencio y yo pude intuir lo que vendría.
Mi madre subió al segundo piso. El abuelo y yo escuchamos el mismo ruido de las noches pasadas mientras cenábamos. Lo que aconteció luego hace parte de lo inevitable.
La noche siguiente yo estaba dentro cuando escuché al abuelo caer. Antes de subir me había entregado las llaves de la casa y me hizo prometerle que cuidaría a los muertos que desde ahora la habitan. De esto hace ya una semana.
Los cuerpos de mis padres reposan en la que fuera su cama matrimonial; al abuelo lo senté en el mecedor que está en la sala. Lamenté mucho que Germán estuviese enterrado, hubiera querido tenerlo frente a su computador. Aunque el olor que expiden los cadáveres es repugnante yo permaneceré aquí.
Su presencia en casa me reconforta, es como si esta vez estuvieran de mi lado. No hay disonancia, un inmenso vacío me cobija.
Ya no me ejercito durante la noche. Por las mañanas salgo al patio y golpeo durante horas el costal de arena hasta hacer sangrar mis nudillos. Procuro no pensar, dejarme llevar por el agotamiento hasta que la noche llegue.
Algunas veces intento ver lo que hay en el segundo piso. Subo a una silla y salto para poder observar mejor.
Al parecer, todo sigue en orden.

Los colonizadores se han ido, un cuento de Juan Pablo Fiorenza


El autor nació en Lomas de Zamora, afueras de Buenos Aires, en junio de 1982, al terminar la guerra de Malvinas. Mientras él se gestaba, en Argentina ocurrían negociaciones, bombardeos, hundimientos, traiciones, e incluso visitas papales. Es Licenciado en Publicidad, y alimenta el vicio literario con cuentos breves. Con la novela "Verde Alicia" consiguió el accésit del concurso ALBA Narrativa (publicada en Venezuela y en Cuba). El presente relato obtuvo el 2º puesto en la categoría cuento corto de Fundación Lebensohn de la Ciudad de Buenos Aires en 2011.


Y un día, después de tanto insistir y sin aviso previo, sucederá. Ese territorio quedará vacío, de la noche a la mañana, sin explicaciones creíbles, ante la consternación de tu país y de todos los demás. Entonces, serás parte de un programa diplomático del gobierno. Verás un aviso tímido en el diario e irás, como otra entrevista de trabajo, con un sueldo más jugoso. Te elegirán por tener el biotipo clásico argentino: rubio, no; colorado, no; castaño, tampoco. Ni siquiera negro. Serás el morocho que embandere la argentinidad. Confirmarán que naciste después del 82. Que no tenés hijos ni mujeres que te lloren, que te quieran, que te busquen. Te harán exámenes médicos: diabetes, presión arterial, sonrisa sanísima. Te harán pruebas de cámara: video y fotografía. Te harán creer que competirás contra otros Juanes, Pedros y Pablos, otros argentinos de nombres bíblicos. No tendrás pasado, solo futuro. Leerás el acuerdo que te alcanzarán. Firmarás dos copias del mismo tenor. Honrarás la sangre de mucha gente que alguna vez tuvo tu edad y que no pudo seguir cumpliendo años. Te darán un rifle y dos horas de instrucción, no más que eso. Total, serás un ciudadano común y corriente.
Y el discurso del presidente comenzará con: los colonizadores se han ido. En la plaza, habrá algunos aplausos de perplejidad, habrá opiniones encontradas, y habrá pasado mucho más tiempo del razonable. Y allí estarás, en el balcón que será escenario. Escucharás tu nombre por los parlantes y no dejarás que se note que te tiemblan las piernas. A tu lado, en cuanto mires, encontrarás a la que será tu mujer y compañera. Te cederán el micrófono. Hablarás lento, peor de lo que pensaste y practicaste tantas veces. El eco será insufrible: el rebote de tus palabras en los edificios y el retorno perezoso de las frases te confundirán, y te apurarás para que todo pase rápido.
Y todo pasará muy rápido. Al día siguiente, vos y la chica que se llama María estarán sobre el avión. El dibujo de la costa patagónica te maravillará. ¿Y ella? No le hablarás durante el viaje; solo mirarás por la ventanilla. Un hombre con ropa de fajina te explicará que han hecho un rastrillaje para corroborar que no quedan vestigios de vida inglesa, que no te preocupes por los kelpers, que se han ido todos. Sí te advertirá sobre minas antipersonales que estarán señalizadas y sobre las que deberás estar atento. Llegarás a Puerto Argentino sonriendo con timidez. María bajará detrás. En la misma escalera del avión, en forma fingida o no, te cuidará la espalda con ojos maternales. Sentirás la calidez de su protección. Sin embargo, la cachetada del viento frío del oeste dirá presente. Por suerte, tu cabello bien cortado no se verá conmovido. La prensa internacional reflejará el momento histórico en las secciones de asuntos internacionales. El gobernador de Tierra del Fuego te estrechará la mano.

Y te llevarán a una casa vacía con un techo verde. Porque aún tendrá olor a otra gente, la sentirás extraña. Como si la hubieras tomado, usurpado, pero no: esa casa, vuelve a ser argentina. Habitándola, la estarás recuperando.
Y esa noche dormirás muy mal. Antes, tomarás conciencia de que vos y María son ahora los únicos seres humanos de la Isla Soledad, de la Gran Malvina, y de las doscientas islas que los rodean. Intentarás hablar con tu acompañante. Le confiarás que no sabés por qué los ingleses se fueron de allí. Ella no te escuchará, no obstante será honesta y confesará que está embarazada de tres meses. Así, de la nada, lanzará la frase. Te tomarás la cabeza. Suspirarás. Tendrás ganas de preguntarle si tuvo oportunidad de contarlo, si el gobierno lo sabe. Lo harás. Ella negará con firmeza. Te tomarás la nuca. No preguntarás quién es el papá; en definitiva, acabás de conocerla. Pero antes de que llegue esa primera noche y de que duermas mal, saldrán de la casa. Aún será de día. La humedad los acompañará en todo momento. Subirán a la camioneta y conducirás con torpeza por la mano izquierda durante los primeros minutos. Te darás cuenta de que el esfuerzo es en vano: no hay más vehículos que el tuyo. No más colonizadores conduciendo, lo que te hará sentir bien, victorioso y modestamente patriota. Pasarán por la zona del aeropuerto. Notarán que el avión que los trajo se ha ido. Durante el viaje de reconocimiento, María hablará poco. Andarán entre calles y barrios con carteles en inglés, y discutirán sobre cómo renombrar a cada una de ellos. Surgirán mil homenajes a artistas y políticos que después olvidarás. María dirá que prefiere nombres de deportistas. Vos, de músicos. Todo estará árido y húmedo, ventoso y soleado, nublado y confuso. Qué lugar agresivo, para vivir, para ocupar, para poner en juego la vida en una guerra absurda, inoportuna y, como mínimo, mal pensada. Te preguntarás qué carajo estás haciendo allí, qué carajo estuvieron haciendo los británicos allí, tanto tiempo, quién carajo es esa mujer que deberá ser tu esposa, de quién mierda es el chico que lleva en el vientre.

Y por eso, esa noche, la pasarás muy mal. Soñarás con pesadillas de miedo y hambre, con pubertad y rocas, con cartuchos vacíos y trapos blancos, con pozos de zorro y frío.

Y finalmente, sonará el despertador. Deberás encender tu computadora portátil y hablar a través de la cámara en cadena nacional. Leerás lo que está impreso en el papel que te dieron, sin cambiar una coma. María entrará en cuadro con lentitud, desde atrás, abrazándote con ternura para que todo el país la vea.
Y ese día, el segundo en Malvinas, recorrerán a pie la zona de la casa. Sin vehículo, caminando. Todo estará quieto, en silencio, silenciado. De fondo, solo el silbido del viento y el ruido metálico de un anuncio publicitario que pega contra un poste. Las cosas, además de ajenas, lucirán vacías, desalmadas. Bares, bancos, salones de belleza. Negocios de ropa, iglesias, otros bares, otras iglesias. Hasta el mar parecerá abandonado. La declaración del Canciller del Reino Unido habrá sido breve: reconsideramos el caso Malvinas y hemos despoblado la isla en forma pacífica, para que la nación argentina ejerza su soberanía en el territorio. Vendrá la humedad, otra vez, y también una golondrina curiosa. Te dolerá la rodilla de una vieja lesión olvidada. La cercanía del aire marino te cansará rápidamente. María parecerá no tener sueño. Vos sí. Ella preparará algo de comer y dormirás una siesta agotadora. Soñarás con abortos espontáneos, con héroes relegados, con pasturas filosas, con barcos hundidos, con pingüinos caníbales y con granadas de hielo que no consiguen explotar. Al verte despertar con gesto sufrido, María te ofrendará su primera caricia. Una caricia genuina. Entonces, sin buscarlo, recordarás tu misión. La de ella. La de la pareja. La de habitar ese lugar donde ya no hay nadie. Las Malvinas son argentinas, la concha de su madre, dirás con dientes apretados. Cerrarás el puño manteniéndolo bajo, como un festejo medido, casi de señorito inglés. Considerarlo te repugnará y te odiarás. Tres mil colonos vivían allí, calcularás, y dirás que María y vos valen más que todos ellos juntos. Pero ellos, qué culpa. Tu compañera aparecerá con el brazo extendido y un mate en la mano. Leerás un libro de cuentos. Cenarán temprano.

Y el tercer día, irás a la costa. En el horizonte, distinguirás un barco ballenero. No estarás seguro, la bruma confunde al ojo. Pensarás en las muertes que se han hundido, en el petróleo que nunca existió, en la mierda que ha sido, en la farsa colonialista, en el dinero que cobrarás. El dinero. La revancha. El dinero. ¿Importa el dinero? Pensarás en todo lo que ganarás, más allá del sueldo. Pensarás en vos, en la primera familia argentina del siglo en Malvinas. Llorarás. Y esa noche querrás tener sexo con María. Tu compañera no se negará. El hecho de liberar tu semen en su interior te hará sentir que ese hijo ya es tuyo. Ese hijo será tuyo. Las Malvinas son argentinas. Las Malvinas son argentinas. El semen es tuyo. Ese hijo será como si fuera tuyo. Un hijo malvinense.

Y el cuarto día será el de la visita al cementerio. Tomarás algunas fotos, que luego enviarás al continente. Sentirás vergüenza por esos chicos caídos que dejaron vida y coraje, y vergüenza ajena por los borrachos que los enviaron a ese entierro. Sentirás vergüenza de todo. De cada hombre herido en esa tierra. De los invasores, de los colonizadores, de las armas. María te abrazará para que no llores. Llorarás.

Y el quinto día será domingo. Subirás a la camioneta sin que María se dé cuenta y recorrerás la calle Ross. Pensarás que deberá llamarse Discépolo. O Páez. O Gieco. Irás hacia el oeste. Sintonizarás mecánicamente alguna radio entre la fritura del dial. No encontrarás ninguna, las frecuencias argentinas no llegan hasta ahí. Sin embargo, no apagarás la radio. Deberían instalar una radio argentina en Malvinas. FM Recuperada, podría llamarse. También deberían venir más argentinos para ejercer la soberanía: un puñado de militares que defiendan, una autoridad que gobierne, al menos un médico que cure y asista el parto. Por el momento, vos serás todo eso. Todo eso, junto. Pero, ¿por qué no trajeron nada de eso? ¿Será que Malvinas no vale el esfuerzo, la pena, el dinero? ¿Quién, si no vos, querría habitar este suelo doloroso? Y los familiares de los combatientes, ¿no querrán establecerse en el territorio como una justificación tardía? ¿Les darán la oportunidad? ¿De qué vivirán? ¿De quién?
Conducirás alrededor de dos horas, solo y moroso, hacia el canal que une las dos islas más grandes. Te encontrarás rodeado de una naturaleza improductiva, inhóspita, hasta violenta: las ráfagas, el suelo rocoso, el frío y la humedad no son amigos de nadie. Ahora que somos soberanos de cada metro de estas islas, pensarás, ¿para qué las querremos? Y debatirás qué factores fueron más determinantes para que los ingleses devolvieran el territorio, para que lo abandonasen sin preparativos, para que Argentina recuperara el dominio de Malvinas. La presión internacional, no. El agotamiento del petróleo que nunca hubo, no. Extinción de la fauna marina, no. Exigencia de los kelpers, menos. Una maniobra de geopolítica de mayor alcance, difícil saberlo. En cualquier caso, viniendo de piratas, desconfiarías de un acto justo como ése. Cuidado con lo que deseas, Argentina. Cuando hayas dejado atrás el barrio desolado de Goose Green, te conformarás pensando en que nada de eso tiene importancia; que, por fin, Malvinas está poblada por un hombre y una mujer argentinos y que la próxima delegación oficial vendrá dentro de seis meses a planificar los siguientes pasos; que, por ahora, sos un civil, un ciudadano malvinense que tiene la orden de no meterse en líos y dejar pasar el tiempo, y que recorre los caminos de la isla. Los colonizadores se han ido, suspirarás. Asumirás que ya no estás en Malvinas únicamente por el dinero. Llorarás. Tal vez, de alegría.
La raíz de un arbusto arrancada por el viento te hará disminuir la velocidad. Para esquivarla, cruzarás de carril. Te reirás con suficiencia al darte cuenta de que manejás del lado derecho. En ese tramo, las piedras dominarán sobre el pasto amarillo. Medio kilómetro más adelante, vislumbrarás una bifurcación. Cuando la alcances, habrá dos carteles:
Izquierda, Walker Creek; derecha, North Arm. Sabrás que ambas rutas terminan en el mar. Se abrirá un tercer camino sin asfaltar, sin denominación ni destino.
Dudarás, ¿izquierda o derecha? Pero algo demorará tu decisión. Al principio, no identificarás de qué se trata. Luego, te darás cuenta de que es la radio, que había quedado encendida. Detendrás la marcha para resolver. Subirás el volumen. Escucharás palabras en otro idioma, acaso en inglés. La radio nos confunde a todos, te acordarás. El locutor de la radio y sus frases en indudable inglés te sacudirán. Se te harán invasivas, traicioneras, insoportables. Sentir que tu país ha sido engañado nuevamente te despertará algo parecido a la ceguera. El oído se te llenará de bronca y te arderá como una otitis aguda. Una radio en inglés: alguien transmite, alguien escucha. Quedan ingleses aquí. Cerca de aquí.
Y por un impulso inconsciente, tomarás el camino del centro, el improvisado, el que no tiene cartel, el que has tomado al aceptar el encargo, el que no dice adónde termina. Todo lo que venga lo harás por tu cuenta, nada ha sido guionado. Andarás despacio, con temor a que el ripio dañe el vehículo. Al costado de la ruta verás construcciones aisladas, desperdigadas, como ya has visto en otros lugares de la Isla Soledad. Pasarás por la puerta de un manojo de establecimientos, tal vez bares, tal vez bancos, casas, depósitos. Pero no estarán cerrados. Estarán en funcionamiento pleno. Verás el estudio desde donde transmite la radio que suena en la camioneta. Verás autos, verás camionetas. Verás siluetas sorprendidas que corren a esconderse. Te habrán visto, los habrás encontrado. Llorarás. Mucho. Los ojos de la bronca ya no te permitirán ver con claridad.
Y volverás a tu casa. Y entrarás con paso decidido. Y tomarás el rifle que estará en el armario. Y María intentará detenerte; si es necesario, le dispararás tu desasosiego a ella y a su hijo. Le echarás combustible al tanque. Y llevarás otro bidón, por si acaso. Y treparás a tu asiento y colgarás la cámara a tu hombro. Y pedirás cadena nacional por el teléfono satelital, que te darán, incrédulos, bajo tus promesas de mostrar algo maravilloso. Y atarás la cámara a tu pecho. E irás hasta el lugar al que llegaste de casualidad. Y encenderás la cámara. Y cuando te acerques a ese barrio oculto que todavía habitan los británicos, cargarás balas en el arma. Durante el viaje, recrearás los instantes futuros en tu mente: habrá unos cincuenta kelpers esperándote, entre civiles y militares armados, y estarán absortos de haber sido descubiertos en ese páramo invisible. Tu despecho hará el resto.
Estacionarás y bajarás con paso resuelto. Antes de enfrentar a las siluetas, llorarás. Y dirás en voz alta para que quede registrado: los colonizadores no se han ido, nunca se van del todo de ningún lado. Y llorando, avanzando, y sin levantar la vista, tirarás a matar.
Pero nadie recibirá un disparo.
Cuando unos segundos más tarde, te des cuenta de que no hay personas a tu alrededor, entenderás que no se pudieron haber evaporado. Que te equivocaste, que fue un error, que tu ímpetu. Y así lo harás saber a la cámara con lágrimas sinceras. Cortarás la comunicación. Subirás a la camioneta y volverás a tu casa. No obstante, guardarás espacio para la duda, y tendrás el arma siempre a mano. La radio del locutor inglés seguirá atormentándote.

El sexto día será lunes. Irás por otro camino, un camino cualquiera, encandilado, conociendo y tratando de olvidar. Estarás hablando con María cuando, otra vez, divisarás siluetas en movimiento. Contra el deseo de ella, pedirás cadena nacional. María se quedará en el vehículo, temblando de miedo o de frío. Te acercarás con sigilo al lugar, esquivando las matas de pasto duro. Al llegar al espacio donde los viste, ya no estarán: los grupos de figuras se habrán atomizado en una coreografía bien estudiada. Furioso, aunque sin perder el control, buscarás escondites dentro de las casas, pasadizos, trincheras y bunkers donde se puedan haber refugiado. No encontrarás nada. Pensarás que todavía están en túneles subterráneos que conectan la isla. Que los colonizadores no se han ido. Pensarás que estás loco. Que sí. Que no. Que si dijeron que se irían, es porque se fueron. Que si todavía hay una radio que transmite. Que no puede ser. Hace rato habrán cortado la cadena nacional, si es que la hubo. Dentro de la camioneta, la radio del locutor inglés seguirá atormentándote. Buscarás el abrazo de María, que incluso te brindará unas palmadas rítmicas en la espalda. Nada logrará calmar tu llanto.

El séptimo día será martes. Y te sucederá lo mismo, en otro lugar remoto de la isla. Pedirás cadena nacional. Te la negarán. El gobierno, al escuchar el relato de un nuevo episodio inminente, no te creerá. Por teléfono, le gritarás al mismísimo Canciller que esos hijos de puta son capaces de cualquier cosa, que los encontraste, que los estás viendo, que envíe ayuda, que no hay que fiarse de esos piratas. Y él te preguntará, con cinismo lógico, por qué querrían dejar una misión en la isla. Y dirás que no lo sabés, pero que hay que desconfiar, que seguro hay una razón. Y como no tendrás espacio para tu duda, enfrentarás al grupo: como antes, las personas se esfumarán a medida que camines. Tu Canciller, sin moverse del despacho, tampoco tendrá espacio para su duda. Y avanzará.

El octavo día verás llegar un avión. Por la escalerilla, bajará tu reemplazo: es un joven con el biotipo clásico argentino, rodeado de hombres camuflados en exceso. Subirás al avión vigilado de cerca, dócil, sumiso. Al pie de la nave, María recibirá a su nuevo futuro marido y vos no tendrás tiempo para despedirte. De ella, del viento, ni de tus Islas Malvinas.
Ya desde el aire, verás puntitos que se mueven por la tierra como hormigas; sin embargo, no se lo comentarás a nadie. Cuando llegues a tu casa en el continente, la radio del locutor inglés seguirá atormentando tu cabeza.

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Ilustraciones especiales para Revista Corónica: Andrés Espinosa