AVANCES, AUTORES, FICCIÓN, NUEVAS VOCES

La pelota, un cuento de Matías González

Por Matías González

A la memoria de mis padres

el arroyo de la sierra 
me complace más que el mar.
  José Martí

A mí padre no le interesaba el fútbol, pero después del ‘86 había empezado con eso de que Borges y Maradona se parecían. 
   Yo tenía una maestra odiosa a la que le gustaba preguntar qué habíamos cenado, o a dónde habíamos ido de vacaciones. Nosotros nunca íbamos de vacaciones y casi siempre comíamos pizza. Inventarme un menú exótico me resultaba más fácil que inventar Mar del Plata o alguna ciudad de la costa Uruguaya. 
   Mi padre pasaba diariamente a buscarme por la escuela. Un día, mientras me desprendía del grupo, vi que hablaba con la maestra. 
   Volvimos en silencio hasta que se desentendió de la colilla con un gesto contenido y dijo, sin ninguna introducción, que comíamos pizza porque mamá era una mujer joven y activa, no una mantenida de delantal y ensaladas. Que esa noche él podía hacer huevos fritos y que el mar era un invento de las postales... a fin de cuentas, el río era mucho más lindo. Yo no soportaba que dijera ese tipo de frases y me crucé de vereda; pero antes le dije que el abuelo tenía razón, que era un revirado. Vio la posibilidad de socratearme. Me preguntó que qué era un revirado. Tartamudeé en la definición y, al fin –habrá sido su parecido con revés–, grité: el que da vuelta todo. 
   Esa noche hubo pizza y mí padre trazó con el cuchillo una curva sonriente; dos aceitunas –los ojos– y dos rodajas de tomates –las orejas– completaron el ícono. Yo me emperré en mi seriedad insobornable. Mi madre fingió desprolijidad al cortar las porciones y desplazó en mi favor la muzarella.
   Durante los días que siguieron mi padre fue puntual a buscarme y, en la primera esquina y con calculado desaire, me cruzaba de vereda. Él se limitaba a custodiarme de reojo y se detenía en alguna vidriera si yo me ataba los cordones.
   El domingo a la noche me avisó que me pusiera decente, que íbamos a ir a un restaurante. Mi madre debió de estar advertida, porque se apareció alta en sus tacos mientras trataba de pescarse el lóbulo con el anzuelo de un aro. 
   Busqué en el menú las resonancias más sugestivas. Mi madre también tardó en decidirse, como si estudiase una partitura. Papá se distraía con la canastita del pan y, cuando el mozo lo miró, pidió dos porciones de pizza. Mi madre le regaló esa mirada de censura y admiración que yo celaba tanto. No me acuerdo qué comí ese día, me acuerdo de un sabor a culpa que se me fue cuando pedí helado. 

   A la mañana siguiente la maestra se olvidó de preguntarnos sobre la cena. Me sentí estafado y enseguida ese alivio, como el de los espíritus sedentarios cuando se les frustra un viaje. 
   Mientras bajaban la bandera podía ver a mi padre entre las rejas del patio. Entreví que ese hombre era un extraño y esta vez, al llegar a la esquina, continué a su lado. Yo tampoco era bueno en los rodeos y enseguida le pregunté por qué no iba a la iglesia, por qué nunca hacía asados o jugaba al truco y cuántas marcas de autos conocía. Respondió con sinceridad y paciencia. Acepté sus  respuestas como un fiscal tolerante… Al fin, saqué el as: Le pregunté por qué no miraba los partidos de Argentina. Acá esperaba un silencio incriminatorio o, cuanto menos, que se confesara espía, nativo de algún país que no hubiera clasificado; pero también me aterrorizaba la idea de saberle algún pecado monstruoso. En cambio, sin inmutarse y con un encogimiento que ablandó sus palabras, me contestó que ya había gente ocupándose de eso. Lo habré mirado con incomprensión. Me puso en el hombro una mano que se pretendía sabia y dijo que cualquiera tenía el derecho de crear sus propios intereses. Entonó propios como si ahora fuera yo el vende-alma. Pero, dijo, adoptando un aire cariñoso y despreocupado, que, si así lo prefería, podíamos ver juntos algún partido…
    (Yo miraba los partidos en lo de mi abuelo, en un veintiocho pulgadas, rodeado de tíos y primos festivos. Él había pasado a buscarme una tarde: suficiente para avergonzarme de que no gritara los goles. No tenía ni un poquito de ganas de cambiar el entorno de la hinchada.)
   Le contesté que me encantaría que viéramos juntos el próximo partido contra Inglaterra.

   Mi madre estaba feliz y nos preparó unos buñuelos principiantes y un poco horribles. Teníamos un televisor chiquito pero trajimos los sillones del living para que todo pareciera un cine. 
   No empezamos el mate hasta que empezó el primer tiempo. 
   Mi padre no parecía aburrido y cuando yo grité el primer gol, sonrió con alegría.
   Entonces llegó el segundo. A medida que la jugada evolucionaba, mi padre se inclinaba hacia delante. No vi en qué momento se paró. Estaba mudo, pero cuando lo abracé –sin parar de gritar como un desaforado–, me restregó la espalda, como si me agradeciera el momento. 
    Entonces mi madre tuvo un golpe de inspiración y corrió hacía el cuarto. Volvió con la cámara de fotos. Se apostó frente al televisor y apuntó a conciencia. El partido ya había recomenzado.
   –Pueden ponerse –dijo, y nos encuadró con la mano libre.

   Mi padre y yo salimos perfectamente nítidos, pero, por efecto de la luz, no se distingue el interior de la pantalla. 
   De todas formas nadie duda, cuando muestro la foto, que ahí, dentro de esas catorce pulgadas, Argentina juega en vivo contra Inglaterra para siempre.   

                                           ……………………………………………                                    


   Desde entonces empezó a hacer esa comparación entre Borges y Maradona. 
Muchos años después me encontré al Tingo. Que su amigo fiel –y ajedrecista rival– se apodara “Tingo” arruina el relato, pero así es como le decían. 
   –Tu padre caminaba igualito –dijo, y fuimos a tomar una cerveza helada. Simulamos interés actual.    Le solté mi vida en cuatro párrafos, la suya entró en dos. 
   Quise instalarlo en el pasado.
   –¿En qué se parecen Borges y Maradona? –dije. 
   Soltó una risa y la nostalgia le exaltó los ojos.
   –¿Cómo te podés acordar de eso? –dijo. Le incliné el vaso para que me sirviera sin espuma. 
   –Borges había absorbido mucha literatura inglesa –empezó. El fútbol también había venido de Europa. Los colegios ingleses lo habían traído hacía mucho tiempo. Maradona había terminado por hacer lo mismo que el viejo: les había devuelto lo suyo, corregido y aumentado. 
   –No me acordaba de que papá fuera un tipo nacionalista –dije.
   –No en teoría… Pero le gustaba hablar de esos dos y decir que nos redimieron de la mediocridad. Si estaba en pedo agregaba al Che, para chicanearme. No confundas inspiración con asma, le contestaba yo. Un genio moral, respondía él, sin siquiera mirarme. Así conformaba su triada heroica. 
   –No sabía que mi viejo tomara.
   –¿Tu viejo? No me jodas. Vivía en pedo. 

   Pero volvamos a los tiempos de los que mi memoria extrae esa densidad exacta, mitad mito, mitad vapor. 
   Yo nunca había visto jugar a Borges. Del Che, papá me había contado algo y así bauticé al único de los soldaditos que se podía mantener en pié. Esa colección había venido fallada. Así y todo, me las arreglaba para rescatar –cuerpo tierra– una mancha de humedad que había en el piso del la cocina. La mancha de Malvinas. 
   ATC (Argentina Televisora Color) había empezado a transmitir las discusiones sobre la ley de divorcio. Mi madre aprovechó algunos de los argumentos de los senadores progresistas. Nos prometimos hasta la muerte, dijo, pero sin amor somos dos extraños. Somos otros, repetía. 
   En el congreso seguían discutiendo, pero en casa sesionaron antes. 
   Mi padre se mudó a una pequeña pensión y ya no le quedaba cómodo pasar a buscarme.
   El día de mi cumpleaños se olvidó de llamar. Según mi madre, la culpa la tenían los libros. También decía no sé qué de las putas, pero esto lo tenía que oír escondido, cuando nos visitaba mi tía. Hacia el final de la noche, cuando el llamado era improbable, mamá rabió un insulto encarnado y dijo que nunca se volvería a casar con un hombre que leyera libros. Se frenó en seco. No había previsto el terrible efecto de esas palabras. Corrió a abrazarme pero terminó por empujar el puñal: explicó que tarde o temprano tendría que rehacer su vida. Dijo así, rehacer mi vida. Me apretujó otro poco… para contenerme –o para no mirarme. Yo esperaba que me soltara para ir a llorar a mi cuarto.

   La tarde siguiente volvía de la escuela cuando papá se apareció en la esquina. El moño de la bolsa se repetía en su sonrisa. Que perdonara la demora, pero que había tenido que encargarla en Buenos Aires, porque en la sucursal de Concordia no tenían lo que andaba buscando.

   Unos días después, a la salida de la escuela, volví a casa con todos mis compañeros. El gordo Nóblega y Garabau habían faltado y su ausencia me había preocupado durante la clase, pero cuando llegábamos vimos al gordo con el padre, estacionados en la puerta. Mamá desesperó al ver tantos invitados y corrió a la panadería. El padre del gordo se hacía el adulto, pero babeaba de curiosidad.
   Muchas veces mamá contó esa tarde. Dice que la llamó Nora, la mamá de Garabau. Eran conocidas del barrio. 
   –Lili –le dijo–, hacéme un favor, negra. Pablito acá no para de hacerme escándalo. Alguien le metió en la cabeza que iban a ir todos a tu casa. Está con fiebre y dice que van a ver la pelota, la que Maradona hizo el gol. Hablá con él  y decíle que es todo mentira.  
   –Es que no es mentira –dijo mamá, y se reía cada vez que recordaba lo calladita que se había quedado Nora. 
   Una Jalisco, la pelota oficial del mundial ‘86, una esfera platónica, ceñida en cuerina flamante. Si uno se ponía a hacer jueguitos –y no era un tronco– le palpitaba el corazón en el tobillo…
En casa no teníamos buen patio. Había que esperar el fin de semana para verla feliz, como un perro liberado. 

   Ese año me invitaron a todos los cumpleaños. Los partidos eran más peleados y, si alguien tenía la suerte de hacer un gol, lo gritaba con más ganas. 
   Después de cada jornada la untaba con cera y le sacaba lustre con una vieja bufanda de lana. 
   En la escuela se acercaban los más grandes, pero yo sabía de sus intenciones falsas. 
   Una tarde, en la esquina de Brown y Alem, me paró un grupo de chicos que yo no conocía. Me preguntaron si podían verla. Esa fue mi primera experiencia de la fama, pero también de la paranoia. Veía conspiraciones en todas partes. Robo, secuestro, extorsión, bombarderos ingleses en busca de venganza. 

   Mi padre murió en primavera. No fue un accidente, tampoco un paro. No cáncer: la causa es otra historia, propia de otoños. Besé la pelota como a una especie de hostia maciza y colectiva. La envolví en una manta ceremoniosa y la enluté en el fondo del placard. 
   Dejé de llevarla por ahí y enseguida surgieron rumores. Algunos decían que se la habíamos vendido a Michael Jackson, otros, que jamás había existido. Mamá solía decir –un poco en broma y un poco cansada– que tendríamos que comprar una caja fuerte. 
                                       …………………………………….

   Pasó un año, llegó el verano y llegó un domingo. El calor suspendía el concepto de hábitat y ponía en duda la continuidad de la especie. Mamá se apareció con la noticia de que un amigo la había invitado a la Tortuga Alegre y que tenía dos sobrinos de mi edad. Habrá descubierto algo en mis ojos porque enseguida aclaró que tenía derecho a tener un amigo y que aprontara mis cosas.
   –Ya es tiempo de que desentierres esa pelota –dijo, con todo el mal gusto de ese verbo. 
   Contesté que no, que la pelota no, pero cuando íbamos en el auto dijo que la había puesto en el baúl, por si cambiaba de idea. 
   La playa La tortuga alegre queda a unos 25 kilómetros al norte de la ciudad. La represa de Salto Grande forma un callejón antinatural donde se apresan los cardúmenes que remontan la corriente. Esta ventaja congrega a cientos de depredadores con gorritas de béisbol y conservadoras. Devotos del engaño –remplazan la belleza de una lanza hambrienta por el anzuelo artero afilado con monóculo–, no pueden simplemente contemplar el río sin extirparle sus frutos.  
   Llegamos a La tortuga alegre. 
   Estacionamos bajo un sauce, cargamos las sillitas, un canasto, y caminamos hacía la orilla.  
   –Ahí están –dijo mamá, y señaló a tres infelices que se concentraban en las boyas de sus mojarreros.
   –¡Federico! –gritó, con una entonación que nunca había usado conmigo. El adulto correteó en nuestra ayuda, traía la sonrisa más idiota que vi en mi vida. Se apretujaron en un abrazo celebratorio.
   –Te presento a Matías –dijo mamá, como si pretendiera que les arrojase una lluvia de arroz.  
   No voy a decir que me quise morir: ese es un sentimiento ordinario que va y vuelve. Tuve la necesitad de gritar ¡Corten! ¡Corten! con toda mis fuerzas, como un director desencajado. 
Federico me tocó el pelo. Traté de sonreír… sentía la cara de cera. 
   Cuando empezó con el fuego del asado, trató de explicarme la mejor arquitectura de la pira. Paréntesis: cualquiera sea la reacción entre dos elementos, será mayor cuanto mayor sea la superficie de contacto. Esa inducción está al alcance de un niño. Bien: Federico se empecinaba en revelarme que primero iban las maderitas más finas. 
   Mamá me propuso que fuera a inspeccionar un poco. Cuando volví le pasaba a Federico bronceador por la espalda. Apenas me vio, cambió sus caricias untuosas por dos repasadas desganadas y definitivas. 
   Me hubiera gustado que una yarará me mordiera en la ingle, moriría camino al hospital. Federico conduciría con torpeza, timorato en la velocidad de la emergencia. Se me hincharían los huevos de veneno, pero le alcanzaría a decir que fue una buena madre y ella me regaría su llanto.
   Me duele reconocer que el asado estuvo riquísimo. Además, había Coca-cola. 
   Jueguen un rato al fútbol, dijo mamá. Y me clavó un brillo de negociación en la mirada. 
   Pelamos dos ramas largas para hacer un arco. Conté ocho pasos y tracé la línea de los penales. Uno contra uno, al mejor de tres, el ganador quedaba. A los sobrinos los despaché en un trámite; tiré a colocar, como palabras justas. 
   Me tocaba patearle el primer penal a Federico. Cometí el error de hacer un pequeño promontorio de arena o tomé demasiada carrera. No lo sé. Le pegué con las tripas. Salió directo y fuerte… a las nubes… para el lado del río.
   La pelota ya había probado el agua de la orilla en algún desvío, pero ahora se había internado lo suficiente como para que mi madre enloqueciera si me arriesgaba en la búsqueda. 
Lo primero que pensé es que había errado el primero de la serie y, encima, creaba la ocasión para que Federico se hiciera el héroe; de hecho, ya había empezado a vadear la orilla camino de lo profundo. Mamá, que había estado tomando sol de espaldas, llegaba al trotecito con sus advertencias y, como no había tenido tiempo de ajustarse el corpiño, se cruzaba un brazo sobre el pecho –en la otra mano tenía un cigarrillo. 
   Recapitulo. Acababa de hacer un papelón futbolístico, los sobrinos de Federico sonreían sin disimulo –como cualquier niño frente a una desgracia ajena. Mi más preciado tesoro, que ahora recobraba su símbolo de cenotafio paterno, flotaba a treinta metros de la orilla… Como si fuera poco, mi madre aparece sosteniéndose las tetas y mi rival clava un chapuzón con alarde atlético. 
   Los vecinos de playa se acercaban como si hubiéramos avistado tiburones. Federico no sabía mirar mientras nadaba. Daba unas brazadas sin estilo y hacía un alto para orientarse. Ahora había empezado a mirar hacia atrás, como quien calcula el combustible. La pelota se acunó muy cómoda en la corriente. Y al muy Federico no le quedó otra que emprender la vuelta.   
   Resollaba con exageración, para que no pensásemos que se guardó esfuerzo. Habíamos empezamos a acompañar el trayecto de la pelota a lo largo de la orilla. Los pescadores aportaban su red de comentarios y adhesiones.
   Me acordé de cuando caminábamos por veredas opuestas y me puse a llorar. Un llanto privado, sin reclamo.
   –Hay que hacer algo –dijo mamá. 
   –Cálmese, señora, es una pelota –dijo alguien.
   –La pelota de Maradona… ¡Imbécil! 
   Hubo un rumoreo entre escéptico y asombrado.
   –Claro, la pelota… la del gol a los ingleses –dijo otro, como si prendiera una mecha.
   –Yo oí que estaba en Concordia... –aportó un pelado.
   –No puede ser...  –dijo otro, sin negar, con un tono de asombro. 
   –¡Es ella! –gritó alguien, con los binoculares puestos, y cayó de rodillas. 
   Todos parecieron reconocerla. Emparentar esa correntada, que repechó un delta de ingleses. 
   Ya habíamos hecho cuatrocientos metros. El grupo se ensanchaba con el barrer de la playa.
   –¿Quién es el chico?  –preguntó una vieja; a duras penas podía seguirnos. 
   –El ángel de la pelota –contestó uno, relamiéndose en la vanidad periodística de acuñar una frase.
   Quedaban unos doscientos metros de playa antes de que empezara un bosque barrancoso, alguien propuso buscar los autos y esperar más adelante. Cundió la idea de que fuera en el parque San Carlos. Otro propuso que llamáramos a prefectura. Recordé el odio de mi padre por cualquier fuerza del orden y grité que no. Mi madre se encargó de amplificar mi negativa, ella tenía una mejor garganta. Sentí su apoyo, fue liberador, como vomitar criptonita. 
   –¡Nada de prefectura, esta es una causa del pueblo! –gritó alguien, que parecía en pedo, pero solo era rengo y estaba entusiasmado.
   –¡Argentina! ¡Argentina! –hubo un conato de coro que se ahogó en los esfuerzos de la marcha.
   Empezaba el bosque. La mitad menos heroica del alud humano se desvió hacia sus autos. Yo ya había empezado a rasguñarme entre ramas. Se oyó una caravana desordenada, los motores y las bocinas se contagiaban como ladridos. 
   De a ratos podíamos ver la pelota, flotaba en un sosiego ajeno, como un cisne recogido. Algunos pescadores no habían tenido tiempo a dejar sus cañas y habían empezado a rezagarse en una lucha de palitos chinos con las ramas. Uno, barbudo, se desprendió de la suya, los demás lo imitaron. Cambié mi opinión. Un pescador es un hombre vacante que espera al mesías.  
   A mi lado, un viejo había alzado a un niño exhausto, quizás su nieto. Le explicaba, dibujando con el dedo al aire un viborita descendiente, que la pelota había viajado desde México, orillado el golfo y el Mar Caribe… que entró por el Cauca y trenzó los ríos de Nuestra América para saludar a su gente.
Se adelantó un joven con anteojos. 
   –¿Y cómo atravesó la represa? –le exigió al viejo, con tonito escéptico.
   –Haciendo goles –contestó el niño; ni se dignó a mirarlo.
   –Por la compuerta principal –ratificó el viejo. 
   Mamá iba descalza y se ensartaba espinas. Y puteaba, pero no era quejumbre, sonaba como una arenga: Mierda, Carajo. Había adquirido un andar de amazona que me enorgullecía; Federico la seguía detrás, un poco zalamero.
   La caminata duró unas tres horas. 

   Desembocamos en el parque San Carlos: los hombres de Cortés frente a Tenochtitlán. Estaba repleto, el grito concertado de cientos hacía olas en el aire: olé olé olé olé. La pelota, como un moisés fosforescente, surcaba las aguas oscuras. La multitud se enardecía.  
   Mi madre me dio la mano. Nos abrieron paso hasta la orilla. 
   La vimos alejarse en el anochecer del río, hacia la luna del horizonte, como una hija que vuelve al regazo.

Ilustración: Andrés Espinosa

armado, estimo, nuestro, estilo, crepuscular, podrá, quiosco, mirada...

Por: Tomás Ferri

Me despierto con la certeza que la noche anterior me enamoré cinco veces, cuatro de la misma mujer.
“Extraño, verdaderamente extraño”, pienso, “debo tener un desbarajuste”.

Estás de pie frente a un local. Una enorme ventana de vidrio te mantiene aislado de una turba que se amontona a ver la pantalla de un televisor plano y gigantesco. Acaba de caer un avión, eso es lo único que sacas en limpio desde donde observas. El reflejo del sol en el vidrio no te deja ver con claridad y, en un instante, ese reflejo es tan intenso que te hace cerrar los ojos. Es tan solo un parpadeo, pero te parece como si toda tu vida se condensara en un boceto atemporal en tu mente. Abres los ojos y ya no estás de pie, no estás en ninguna calle, vas sentado cómodamente en una silla de avión. No puedes explicar exactamente lo que sucedió pero parece que en uno de esos vaivenes que sufren los aviones cerraste los ojos y creíste estar en otro sitio, de pie en una calle viendo hacia un local donde…

Casi todas las noches me enamoro, aunque solo dos veces: una de la misma mujer que me enamoré hace años —la mujer de don Alberto, mujer de la que continúo enamorándome cada noche—, y la segunda, de cualquier otra chica, siempre una de las nuevas, que me saludan con una calurosa sonrisa, que no se vuelve a repetir. Antes de confirmar que no habrá de repetirse, siento que esa chica me va amar y que, enceguecida por ese sentimiento, me avasallará con la misma pregunta: ¿me amas? Yo estaré rendido, pero seré incapaz de contestarle.
“Charlatán, ven acá. Charlatán, ve allá. Charlatán, lleva esto. Charlatán, trae lo otro. Charlatán, limpia eso. Charlatán, charlatán, charlatán” no se cansa de llamarme cada noche de todas las noches don Alberto. Me causó gracia solo la primera vez, desde ese momento preferiría que me llamara “mudo”, que así es como me ven todos. Yo no. Antes sabía hablar. Ahora, creo que puedo hablar.
Desde hace mucho tiempo (cuando no tenía que afeitarme) si quiero decir algo se me vienen aleatoriamente palabras al mismo tiempo y mi cerebro, sencillamente, se quiebra. Esto me sucede solo frente a las personas, o así lo recuerdo, a solas puedo poner en orden mis ideas y las palabras con las cuales expresarlas. Recuerdo hablar —entrenando frente al espejo— e incluso recuerdo caminar calles atestadas con gente que me desconoce y me ven como bicho raro por ir hablando solo. Sin embargo, apenas alguien me hace un comentario o me pregunta algo, por trivial que sea, algo así como: “¿dónde queda el baño?”, trato de buscar la palabra puerta o fondo o izquierda o pasillo o blanca o derecha, pero a mi cerebro lo asaltan primero vocablos como: secesión, argolla, trágico, barro, hedor, algebra, miel. Mi cerebro colapsa, y yo, sencillamente, giro e indico con el dedo dónde queda el baño.
La última vez que intenté decir algo fue el día que llegué al negocio de don Alberto. Su mujer me saludó, y con su sonrisa y su rostro comprendí aquella palabra que se repetía mucho en los libros que me leía mi padre y que siempre ronda en mi cerebro.
—Tú debes ser el hijo de Gabriel, ¿cierto? —me dijo doña Inés.
Intenté, recuerdo, buscar afanosamente “si”, pero mi lengua se desentendió por una improbable orden del cerebro. Por el contrario, a mi cerebro llegaron: penitencia, agarrando, todo, congelados, marchados, podría, dices, Jorge, envuelta, objeción.
Asentí con la cabeza.
—Te esperaba para mañana. ¿Cómo estás?
Rodaron por mí mente (como los créditos de una película que uno ve en la pantalla pero que no lee): ningún, muertos, individuos, corazón, comenzaron, hablar, atravesando, rodillas.
—Ya sé qué prefieres escuchar que hablar, muy sabio de tu parte, mi marido no hace sino decir disparates, espero que aprenda algo de ti —dijo y me puso el brazo alrededor de los hombros.
Entendí: abrazo, calor, plenitud, y nada más, porque mi cerebro se hinchó y etcétera, ídem.

Tratas de acomodarte en la silla, vas en un asiento junto a la ventana y, por suerte, el que da al pasillo está vacío. Los últimos minutos de vuelo han sido agitados, tanto así que la luz que indica que debes llevar el cinturón aún se mantiene encendida, pero ahora parece que todo ha regresado a la calma. Sin embargo, te das cuenta que hay una montaña rocosa a tu costado y que el avión, extrañamente, parece volar cada vez más cerca a lo que te recuerda los acantilados de Dover, claro que esta montaña te parece por lo menos cien veces más alta. Pese a estar seguro de que en cualquier momento el ala rosará una de esas rocas, la tranquilidad es pasmosa; la tuya y, en general, la de todos los que van en el avión. Entonces, sucede… sientes el rosar del avión con las rocas —como en cámara lenta— y recuerdas el noticiero que estabas viendo y sabes que vas en ese avión y que, pese a la insólita calma, el avión se está desplomando, se está destrozando en el aire.

La noche anterior sobrevino la bifurcación. Apenas llegó doña Inés, como de costumbre, me acarició el mentón con la mano, sonrió y me dijo:
—Tan apuesto como siempre, vamos a ver si un día alguna de estas cegatonas se da cuenta de que eres un tesoro —y yo, pese a que por un instante recordé el significado de aquella palabra, sonreí, mientras a mi cerebro lo golpearon: cólera, llovía, tenerse, amorfo, encolerizada, surco, pillar, azul, fácil.
Don Alberto había salido de viaje. Comenzó a ausentarse en los últimos meses, antes nunca lo hacía. Cuando cerramos empecé a recoger las pocas copas que quedaban por ahí. Doña Inés se metió al camerino de las chicas y no salió. Salió alguien, no ella, con traje de luces, y un rojo que le dio otro significado a la palabra labios. Me pidió un whisky doble, se sentó en uno de los sofás y esperó. Tomó mi mano, me hizo acostar en el sofá como si fuera un bebé, con la cabeza sobre sus piernas —esas piernas—, cubiertas por un velo negro, me dio un beso en la mejilla y dijo algo que, pensé, versaba sobre mí:
—Eres un niño, miras al cielo y confundes una cometa con un avión… — escuchaba y pensaba, pensaba que recordaba y me confundía. Como pensar una historia cualquiera y creer que se recuerda. No sabía si pensar y recordar eran lo mismo, ni en qué tiempo se recuerda.
Siempre que don Alberto se ausenta, cada vez con más frecuencia, doña Inés se mete en aquel cuarto mágico y surge otra mujer, de la cual me enamoro cuando me toma de la mano y cuando me da un beso en la mejilla y cuando me mira y me sonríe y cuando sus dedos se pierden en mi pelo. Y entonces, mientras sus yemas van surcando mi cabeza, comienza a contar mis recuerdos, recuerdos que pasarán en el futuro.

… Hay siete u ocho contigo. Aparentemente, los únicos sobrevivientes. El sol de mediodía es tan intenso que, en un comienzo, te da la impresión de que te va a arrollar e impide que veas donde te encuentras. Van caminando, tú adelante, hacía donde un viejo de barba hirsuta que, parece, los está esperando. No los saluda, ni ustedes a él. Mientras contemplas todo el escenario escuchas que dice que allí van a estar bien. No podrías asegurar que están en una isla o en tierra firme porque una espesa nubosidad, que limita con el mismo suelo, bordea casi circularmente todo el terreno. Parece como si internándose desde ese punto se desatara una terrible tormenta. Por fin te sale una pregunta, que parece más un comentario:
—Y si caminamos hacia allí…
—Nada. Puedes caminar doscientas mil millas, después de allí no vas a encontrar nada —responde el anciano de la barba con un tono que te parece más bien parco.

… Todo es muy iluminado, verde y tranquilo. Parece que ninguno de tus acompañantes está realmente preocupado por lo que pasó, por lo que está pasando. Ni siquiera tú mismo. Te sientas en la hierba y, sin pensar en algo en particular, contemplas la insólita belleza del lugar.
Tiempo después, no podrías calcular cuánto, están todos reunidos en una gran mesa bajo un quiosco. Te parece que hay más personas de las que había inicialmente, casi el doble. Una de estas personas, que no recuerdas entre los primeros sobrevivientes, dice que ya lo llamaron, que lo contactaron sus familiares. Otro dice que también lo llamaron unos amigos. Sin haberlo pensado antes, ni meditar lo que estás diciendo, con una serenidad que te sorprende, les aseguras que no les llamaron, que no han entablado ningún tipo de comunicación, como habitualmente se concibe, que lo que pasa es que los otros, los familiares y amigos, los recordaron, y eso es lo que están interpretando como un contacto. Te quedas meditando y piensas que fuiste muy fuerte con ellos… que había otra forma de decirles lo que realmente está pasando, pero…

Sí, despierto con la certeza de que la noche anterior me enamoré cinco veces, cuatro de la misma mujer. Voy en un avión e intento ordenar los recuerdos, para reconstruir lo que sucedió, pero al mismo tiempo creo escuchar una voz que me interrumpe y habla como doña Inés cuando recordaba por mí.

… Te sientas solo en la hierba y los escuchas tras de ti platicando, y te das cuenta de que tampoco ellos están, sabes que es una recreación tuya, que son tus recuerdos que te acompañan, porque ya sabes que estás muerto, porque al fin de cuentas de eso se trata, porque eso es la muerte, estar tú solo con tus recuerdos.

No he sentido tanto pánico desde la infancia. Al menos así lo creo, que fue en la infancia.
—Toma, ve y compra el periódico. Y no te quedes por ahí.
—No, papá —contesté y salí rumbo a la panadería del barrio donde vendían el periódico. A la mitad de la cuadra vi correr un perro y cuando presentí que venía en mi dirección me asaltó el pánico, y fue allí la primera vez que mi cerebro se quebró. Conocía al perro, sabía su nombre, no veía por qué venía a atacarme. Era sencillo decir su nombre, o gritar tranquilo o quieto o incluso pedir ayuda. Pero, por primera y última vez, grité:
—Paracaidista, polvo, brazo, tarde, ella, sonó.
El enorme perro puso las dos patas sobre mi pecho y caí de espaldas. No recuerdo que el perro me lamiera la cara o que aullara porque yo no despertaba —como afirmaron los vecinos—. Recuerdo el hospital, a mi padre llorando, a un doctor diciendo que podía ser pasajero.
Ahora recuerdo la palabra pánico, como cuando el perro venía a atacarme, pero yo tengo el arma, disparo y don Alberto cae. Todo eso ya lo sabía. Pero no entiendo porque doña Inés entra gritando, porque no se va al cuarto mágico, porque no sale a decirme cuándo nos vamos a un sitio que se llama Calais, desde donde podremos ver unos acantilados al otro lado del mar, no sé porque toma una barra de metal y viene amenazante a golpearme con todas sus fuerzas en el cráneo. Quisiera pensar en las palabras correctas, quisiera ordenarlas y que dijeran: solo hice lo que me dijiste iba a ser nuestro recuerdo secreto. Pero mi cerebro se ve abarrotado por otras palabras: incomprensible, cielo, olvido, luces, dios, unidos, nadie, antes, pasión, aleja, tristeza.

Ilustración: Andrés Espinosa