AVANCES, AUTORES, FICCIÓN, NUEVAS VOCES

armado, estimo, nuestro, estilo, crepuscular, podrá, quiosco, mirada...

Por: Tomás Ferri

Me despierto con la certeza que la noche anterior me enamoré cinco veces, cuatro de la misma mujer.
“Extraño, verdaderamente extraño”, pienso, “debo tener un desbarajuste”.

Estás de pie frente a un local. Una enorme ventana de vidrio te mantiene aislado de una turba que se amontona a ver la pantalla de un televisor plano y gigantesco. Acaba de caer un avión, eso es lo único que sacas en limpio desde donde observas. El reflejo del sol en el vidrio no te deja ver con claridad y, en un instante, ese reflejo es tan intenso que te hace cerrar los ojos. Es tan solo un parpadeo, pero te parece como si toda tu vida se condensara en un boceto atemporal en tu mente. Abres los ojos y ya no estás de pie, no estás en ninguna calle, vas sentado cómodamente en una silla de avión. No puedes explicar exactamente lo que sucedió pero parece que en uno de esos vaivenes que sufren los aviones cerraste los ojos y creíste estar en otro sitio, de pie en una calle viendo hacia un local donde…

Casi todas las noches me enamoro, aunque solo dos veces: una de la misma mujer que me enamoré hace años —la mujer de don Alberto, mujer de la que continúo enamorándome cada noche—, y la segunda, de cualquier otra chica, siempre una de las nuevas, que me saludan con una calurosa sonrisa, que no se vuelve a repetir. Antes de confirmar que no habrá de repetirse, siento que esa chica me va amar y que, enceguecida por ese sentimiento, me avasallará con la misma pregunta: ¿me amas? Yo estaré rendido, pero seré incapaz de contestarle.
“Charlatán, ven acá. Charlatán, ve allá. Charlatán, lleva esto. Charlatán, trae lo otro. Charlatán, limpia eso. Charlatán, charlatán, charlatán” no se cansa de llamarme cada noche de todas las noches don Alberto. Me causó gracia solo la primera vez, desde ese momento preferiría que me llamara “mudo”, que así es como me ven todos. Yo no. Antes sabía hablar. Ahora, creo que puedo hablar.
Desde hace mucho tiempo (cuando no tenía que afeitarme) si quiero decir algo se me vienen aleatoriamente palabras al mismo tiempo y mi cerebro, sencillamente, se quiebra. Esto me sucede solo frente a las personas, o así lo recuerdo, a solas puedo poner en orden mis ideas y las palabras con las cuales expresarlas. Recuerdo hablar —entrenando frente al espejo— e incluso recuerdo caminar calles atestadas con gente que me desconoce y me ven como bicho raro por ir hablando solo. Sin embargo, apenas alguien me hace un comentario o me pregunta algo, por trivial que sea, algo así como: “¿dónde queda el baño?”, trato de buscar la palabra puerta o fondo o izquierda o pasillo o blanca o derecha, pero a mi cerebro lo asaltan primero vocablos como: secesión, argolla, trágico, barro, hedor, algebra, miel. Mi cerebro colapsa, y yo, sencillamente, giro e indico con el dedo dónde queda el baño.
La última vez que intenté decir algo fue el día que llegué al negocio de don Alberto. Su mujer me saludó, y con su sonrisa y su rostro comprendí aquella palabra que se repetía mucho en los libros que me leía mi padre y que siempre ronda en mi cerebro.
—Tú debes ser el hijo de Gabriel, ¿cierto? —me dijo doña Inés.
Intenté, recuerdo, buscar afanosamente “si”, pero mi lengua se desentendió por una improbable orden del cerebro. Por el contrario, a mi cerebro llegaron: penitencia, agarrando, todo, congelados, marchados, podría, dices, Jorge, envuelta, objeción.
Asentí con la cabeza.
—Te esperaba para mañana. ¿Cómo estás?
Rodaron por mí mente (como los créditos de una película que uno ve en la pantalla pero que no lee): ningún, muertos, individuos, corazón, comenzaron, hablar, atravesando, rodillas.
—Ya sé qué prefieres escuchar que hablar, muy sabio de tu parte, mi marido no hace sino decir disparates, espero que aprenda algo de ti —dijo y me puso el brazo alrededor de los hombros.
Entendí: abrazo, calor, plenitud, y nada más, porque mi cerebro se hinchó y etcétera, ídem.

Tratas de acomodarte en la silla, vas en un asiento junto a la ventana y, por suerte, el que da al pasillo está vacío. Los últimos minutos de vuelo han sido agitados, tanto así que la luz que indica que debes llevar el cinturón aún se mantiene encendida, pero ahora parece que todo ha regresado a la calma. Sin embargo, te das cuenta que hay una montaña rocosa a tu costado y que el avión, extrañamente, parece volar cada vez más cerca a lo que te recuerda los acantilados de Dover, claro que esta montaña te parece por lo menos cien veces más alta. Pese a estar seguro de que en cualquier momento el ala rosará una de esas rocas, la tranquilidad es pasmosa; la tuya y, en general, la de todos los que van en el avión. Entonces, sucede… sientes el rosar del avión con las rocas —como en cámara lenta— y recuerdas el noticiero que estabas viendo y sabes que vas en ese avión y que, pese a la insólita calma, el avión se está desplomando, se está destrozando en el aire.

La noche anterior sobrevino la bifurcación. Apenas llegó doña Inés, como de costumbre, me acarició el mentón con la mano, sonrió y me dijo:
—Tan apuesto como siempre, vamos a ver si un día alguna de estas cegatonas se da cuenta de que eres un tesoro —y yo, pese a que por un instante recordé el significado de aquella palabra, sonreí, mientras a mi cerebro lo golpearon: cólera, llovía, tenerse, amorfo, encolerizada, surco, pillar, azul, fácil.
Don Alberto había salido de viaje. Comenzó a ausentarse en los últimos meses, antes nunca lo hacía. Cuando cerramos empecé a recoger las pocas copas que quedaban por ahí. Doña Inés se metió al camerino de las chicas y no salió. Salió alguien, no ella, con traje de luces, y un rojo que le dio otro significado a la palabra labios. Me pidió un whisky doble, se sentó en uno de los sofás y esperó. Tomó mi mano, me hizo acostar en el sofá como si fuera un bebé, con la cabeza sobre sus piernas —esas piernas—, cubiertas por un velo negro, me dio un beso en la mejilla y dijo algo que, pensé, versaba sobre mí:
—Eres un niño, miras al cielo y confundes una cometa con un avión… — escuchaba y pensaba, pensaba que recordaba y me confundía. Como pensar una historia cualquiera y creer que se recuerda. No sabía si pensar y recordar eran lo mismo, ni en qué tiempo se recuerda.
Siempre que don Alberto se ausenta, cada vez con más frecuencia, doña Inés se mete en aquel cuarto mágico y surge otra mujer, de la cual me enamoro cuando me toma de la mano y cuando me da un beso en la mejilla y cuando me mira y me sonríe y cuando sus dedos se pierden en mi pelo. Y entonces, mientras sus yemas van surcando mi cabeza, comienza a contar mis recuerdos, recuerdos que pasarán en el futuro.

… Hay siete u ocho contigo. Aparentemente, los únicos sobrevivientes. El sol de mediodía es tan intenso que, en un comienzo, te da la impresión de que te va a arrollar e impide que veas donde te encuentras. Van caminando, tú adelante, hacía donde un viejo de barba hirsuta que, parece, los está esperando. No los saluda, ni ustedes a él. Mientras contemplas todo el escenario escuchas que dice que allí van a estar bien. No podrías asegurar que están en una isla o en tierra firme porque una espesa nubosidad, que limita con el mismo suelo, bordea casi circularmente todo el terreno. Parece como si internándose desde ese punto se desatara una terrible tormenta. Por fin te sale una pregunta, que parece más un comentario:
—Y si caminamos hacia allí…
—Nada. Puedes caminar doscientas mil millas, después de allí no vas a encontrar nada —responde el anciano de la barba con un tono que te parece más bien parco.

… Todo es muy iluminado, verde y tranquilo. Parece que ninguno de tus acompañantes está realmente preocupado por lo que pasó, por lo que está pasando. Ni siquiera tú mismo. Te sientas en la hierba y, sin pensar en algo en particular, contemplas la insólita belleza del lugar.
Tiempo después, no podrías calcular cuánto, están todos reunidos en una gran mesa bajo un quiosco. Te parece que hay más personas de las que había inicialmente, casi el doble. Una de estas personas, que no recuerdas entre los primeros sobrevivientes, dice que ya lo llamaron, que lo contactaron sus familiares. Otro dice que también lo llamaron unos amigos. Sin haberlo pensado antes, ni meditar lo que estás diciendo, con una serenidad que te sorprende, les aseguras que no les llamaron, que no han entablado ningún tipo de comunicación, como habitualmente se concibe, que lo que pasa es que los otros, los familiares y amigos, los recordaron, y eso es lo que están interpretando como un contacto. Te quedas meditando y piensas que fuiste muy fuerte con ellos… que había otra forma de decirles lo que realmente está pasando, pero…

Sí, despierto con la certeza de que la noche anterior me enamoré cinco veces, cuatro de la misma mujer. Voy en un avión e intento ordenar los recuerdos, para reconstruir lo que sucedió, pero al mismo tiempo creo escuchar una voz que me interrumpe y habla como doña Inés cuando recordaba por mí.

… Te sientas solo en la hierba y los escuchas tras de ti platicando, y te das cuenta de que tampoco ellos están, sabes que es una recreación tuya, que son tus recuerdos que te acompañan, porque ya sabes que estás muerto, porque al fin de cuentas de eso se trata, porque eso es la muerte, estar tú solo con tus recuerdos.

No he sentido tanto pánico desde la infancia. Al menos así lo creo, que fue en la infancia.
—Toma, ve y compra el periódico. Y no te quedes por ahí.
—No, papá —contesté y salí rumbo a la panadería del barrio donde vendían el periódico. A la mitad de la cuadra vi correr un perro y cuando presentí que venía en mi dirección me asaltó el pánico, y fue allí la primera vez que mi cerebro se quebró. Conocía al perro, sabía su nombre, no veía por qué venía a atacarme. Era sencillo decir su nombre, o gritar tranquilo o quieto o incluso pedir ayuda. Pero, por primera y última vez, grité:
—Paracaidista, polvo, brazo, tarde, ella, sonó.
El enorme perro puso las dos patas sobre mi pecho y caí de espaldas. No recuerdo que el perro me lamiera la cara o que aullara porque yo no despertaba —como afirmaron los vecinos—. Recuerdo el hospital, a mi padre llorando, a un doctor diciendo que podía ser pasajero.
Ahora recuerdo la palabra pánico, como cuando el perro venía a atacarme, pero yo tengo el arma, disparo y don Alberto cae. Todo eso ya lo sabía. Pero no entiendo porque doña Inés entra gritando, porque no se va al cuarto mágico, porque no sale a decirme cuándo nos vamos a un sitio que se llama Calais, desde donde podremos ver unos acantilados al otro lado del mar, no sé porque toma una barra de metal y viene amenazante a golpearme con todas sus fuerzas en el cráneo. Quisiera pensar en las palabras correctas, quisiera ordenarlas y que dijeran: solo hice lo que me dijiste iba a ser nuestro recuerdo secreto. Pero mi cerebro se ve abarrotado por otras palabras: incomprensible, cielo, olvido, luces, dios, unidos, nadie, antes, pasión, aleja, tristeza.

Ilustración: Andrés Espinosa