AVANCES, AUTORES, FICCIÓN, NUEVAS VOCES

Billy Joe Bierce, un cuento de Francesco Vitola

Francesco Vitola Rognini es comunicador social de la Universidad del Norte (Barranquilla, Colombia). Máster en periodismo de la Universitad de Barcelona y la Columbia University de NY. (2005-2006). Máster en Estudios Avanzados en Literatura Española e Hispanoamericana de la Universitat de Barcelona. (2015-2016)

I

Billy Joe Bierce despertó con una mueca de sonrisa. Vio las mismas baldosas opacas y desgastadas que había visto a diario durante los últimos veinte años, pero eso no lo desanimó, estaba decidido. Esa sería la última mañana que pasaría en esa casa, su vida, lo que quedaba de ella, sería otra desde ahora. La noche anterior se había tomado un somnífero antes de hacerle el amor a su esposa, no quería pensar, no iba a dejar que la culpa le impidiera un final digno. Él ya no sentía los efectos del somnífero, pero si lo incomodaba una migraña cegadora. Su cerebro le pedía un café y un acetaminofén, pero sabía que esa combinación sólo empeoraría los síntomas. Buscó la pastilla y fue a la cocina a bajarla con agua. Al regresar notó que su esposa dormía profundamente, a pesar de que eran las 7:15. Billy Joe comprendió que los fluidos sexuales que la inundaron anoche anterior estaban saturados de sedantes.
 La miró, sabiendo que no despertaría en un buen rato. El plan salía mejor de lo planeado, sin dramas. Ella dormía como un ángel. Eso le facilitaba las cosas, sentía alegría de irse porque así les evitaría el dolor de presenciar su degeneración física y mental. Le daba tristeza tener que dejar todo atrás, no había rabia, pero se sentía frustrado ante la certeza de no poder remediar lo irremediable. No iba a botar el dinero en quimioterapias, prefería dejarle los ahorros de toda una vida, eso por lo menos ayudaría a su familia un par de años. Por eso se sentía tranquilo, ésta era la mejor salida.
Mientras se ataba los cordones de los zapatos deportivos sonrió viendo el trabajo de los polinizadores que revoloteaban sobre las flores de pétalos magenta de la bougainvillea.
Aunque esa mañana se despertó más temprano de lo habitual no fue al gimnasio, ya no tenía sentido. Una semana atrás durante los carnavales se había desordenado con todos los juguetes, la celebración alcohólica duró tres días, sus familiares lo dieron por muerto. A Billy Joe ya le habían dado la mala noticia, así que no sintió remordimientos. ¿Para qué iba a seguir cuidando su cuerpo si la muerte le respiraba en la nuca? Le habían hablado de unos rituales chamánicos milagrosos y lo que le quedaba de vida lo pretendía dedicar a buscar remedios naturales. No iba a engordar más al obeso especialista con rinitis crónica. Prefería terminar muerto en la selva, como su abuelo, antes que morir en una clínica, conectado a todo tipo de aparatos. Si había alguna esperanza de seguir con vida no la encontraría en la monótona existencia que lo estaba carcomiendo.
 Desde que el oncólogo le dio la noticia entendió que la vida no le alcanzaría para vivir todo lo que planeaba hacer “cuando le dieran la pensión”. El futuro de sus hijos ya no estaba en sus manos. Dos meses de vida no le alcanzarían para nada.
Las últimas semanas Billy Joe evitó llegar temprano a su casa, para no tener que disimular su cara de angustia. Sabía que su esposa leería la inquietud en su rostro. Sentía que las cosas no funcionaban bien en sus órganos, aún sentía fuerzas para sonreírle a su mujer. Quería recordar su cara sonriente, no quería verla arrugarse de amargura llorando por su degradante fin. Prefería hacerle creer que la había abandonado, para que la rabia le hiciera encontrar un reemplazo pronto. Siempre hay un amigo fiel esperando este tipo de eventos para ocupar el lugar del marido ingrato.
“Hay que estudiar y superarse” se repitió Billy Joe cada mañana, durante veinte años, cuando apoyaba sus manos en las rodillas antes de levantarse de la cama. Esas fueron las últimas palabras que su abuelo le dijo la noche antes de perderse en la selva; él tenía 10 años. Ahora él tampoco se iba a quedar esperando a que la muerte lo corroyera. Volvió a mirar Silvana. Dormía abrazada a dos almohadas. Billy le descubrió la espalda y las nalgas. Silvana sonrió adormilada. Billy Joe recordó el cañaveral de guadua amarilla junto al riachuelo de corriente fría, en la  Sierra Nevada, aquella primera vez que la amó. Creyó respirar de nuevo el aire de esa fría madrugada, el olor del monte cubierto de rocío. Revivió el arrullo sibilante de las hojas del bambú frotadas por el viento, el rumor del agua del riachuelo filtrándose hasta sus mitocondrias. Creyó sentir el aire frío entrando por sus fosas nasales. Recordó a Silvia acostada junto al guadual, a medio lado, con una pierna ligeramente adelantada.
Después de tantos años  ella seguía durmiendo igual y él seguía viéndola con los mismos ojos. Se desnudó en silencio, la besó detrás de las orejas y en el cuello. Silvia despertó sonriente. Se amaron como sólo ellos sabían hacerlo después de tantos años explorándose mutuamente.
Tras la ducha juntos Silvia le preparó cuatro claras de huevo revueltas con tocino y sofrito de pimentón, cebolla y tomate, sirvió la tortilla resultante dentro de medio pan francés, le añadió unas hojas de cilantro fresco picado. Lo acompañó con un vaso de bebida de soya con sabor a fresa. Billy Joe comió su desayuno saboreando cada bocado, sus feroces tripas tenían menos remordimientos que su cerebro. Para lágrimas ya habría tiempo.
Silvia creía que en las mañanas nubladas ocurrían más desgracias, pero no lo mencionó para no ser negativa. Se acercaba una tormenta, los truenos la anunciaban.
Esa mañana, poco antes de salir, Billy abrazó a su mujer. Ella sintió la erección contra su estómago. Metió la mano en el pantalón, le apretó el miembro palpitante y sus lenguas calientes se enredaron en un beso lubricado con años de práctica.
 Ella lo eligió a él y él le estaría eternamente agradecido por ello. Pero tenía que irse, antes que la situación se volviera una pesadilla. No quería que ellos lo vieran degenerarse, o que tuvieran que cuidarlo en su convalecencia. Prefería pasar por egoísta, que pensaran que los había abandonado. Antes que ser un ente delirante al que cambiarle los pañales cada dos horas prefería ser libre de morir lejos de ahí. Billy Joe no podía cambiar la situación, pero si podía adaptarse. Abandonó su hogar a las 8 A.M. Se dirigió a la empresa donde trabajaba, siete días atrás había renunciado y solicitado su liquidación. La familia se enteraría luego de que había consignado el cheque en la cuenta de ahorros de Silvia. Llevaba dos décadas trabajando ahí, lo que significaba que la cifra rondaba los cincuenta millones de pesos, unos 20.000 dólares. En los videos de seguridad que las autoridades estudiaron vieron a un tipo cabizbajo, sin muestras de impulsividad o rabia. Incluso conversó amablemente con un par de ingenieros jóvenes que lo saludaron.
Al salir, Billy Joe dobló su cheque, lo guardó en el bolsillo de la camisa y salió caminando con rumbo desconocido.

II

 Billy Joe había nacido en un campo de refugiados al que habían sido trasladados los sobrevivientes de la inundación tras la ruptura del dique. Su madre tenía 16 años, su padre tenía 19. Ella era nativa y el padre era parte del equipo internacional de la Cruz Roja que ayudó a atender a los damnificados. En los ires y venires del desastre se enamoraron, ella quedó embarazada y él se regresó a su lugar de origen. Billy Joe lo conoció por fotos. Creció deseando conocerlo, pero nunca regresó.
 En el campamento de La Loma era habitual que a eso de las 4 P.M. comenzaran a recogerse. Era bien sabido que la creciente había liberado de los zoocriaderos vecinos a cientos de caimanes, incluyendo varios ejemplares adultos. Durante las noches merodeaban  los perímetros del campamento buscando presas fáciles. Los perros habían sido exterminados, varios niños habían desaparecido, junto con los ancianos, los puercos y las gallinas.
Billy Joe tuvo que madurar apresuradamente. Antes de dormir, en vez de rezar, reflexionaba. Sentía que había sido elegido para grandes designios, que podría alcanzar lo que se propusiera. Nacer en un lugar donde criaturas salvajes depredaban durante la noche significaba para él que podría sobrellevar las minucias del mundo humano. Era una edad particularmente apta para dejarse influir en su conducta, por lo que escuchaba con atención a los mayores.
Al cura le oyó decir que el desastre era la consecuencia natural de los pecados carnales de los “machitos preñadores”, a la indiferencia de los comunistas ateos y a la liberación femenina de las mujeres devotas. En las misas dominicales teorizó más de una vez sobre porque las pocas mujeres centradas se habían ido primero, seguidas de las ambiciosas. Las mal casadas, las mujeres mayores, las enfermas, las mantenidas y las conformistas se habían quedado. Algunas buenas se habían quedado, afirmaba, pero eran la excepción a la regla. Lo decía sosteniéndole la mirada al grupo de señoras que se encargaban de organizar actividades con el fin de recolectar fondos para cubrir con los gastos del cura. Desde el púlpito hecho con pallets, bajo la carpa que hacía las veces de capilla, cada domingo el cura descargaba reflexiones filosóficas que pocos toleraban. El tono empeoró cuando ciertas familias pasaron de vender huevos de gallina, huevos de iguana y ciruelas, a alquilar a sus hijas. Se sabía que camioneros estacionados en la gasolinera donde funcionaba un motel eran los que financiaban el negocio. Las malas lenguas hablaban de siete niñas prostituídas por tres familias. Los niños, sus compañeros de clase, eran los primeros en notar la ausencia. Les contaban a sus padres y así comenzaba a rodar la bola de nieve.
 Billy Joe solía vender huevos de iguanas que el mismo cazaba después de salir de la escuela. Era muy independiente, en comparación a muchos niños que se iban directo a su casa después de la escuela. Billy Joe llegaba a su casa, se quitaba el uniforme, se ponía ropa fresca y salía al monte. Su mamá trabajaba día y noche decorando delantales con pintura acrílica para venderlos cada domingo en los mercados campesinos de la ciudad. Para ella era una bendición que Billy Joe fuera tan autosuficiente. Ella había pasado por fases depresivas al reconocerse como una madre ausente que debía trabajar el doble para cubrir con sus necesidades. Dormía cuatro o cinco, a veces menos, y cuando no estaba sentada trabajando, estaba de pie cocinando o haciendo labores del hogar. Nunca le prestaría la atención requerida al niño, ambos lo sabían, su familia no era como las demás. Su mamá nunca abandonaría esa casa con piso de cemento y techo de láminas de zinc, mucho menos su forma honesta de ganarse la vida. Ella nunca se movería para ir a buscar nuevos horizontes.
La última tarde que pasó en su lugar de origen estaba junto a la carretera vendiendo huevos de iguana. Un Audi R8 pasó zumbando y le dio un susto de muerte. La adrenalina que le produjo aquello le hizo pensar que él también debería encaminarse a Bellaquería, donde estaba el dinero y las oportunidades. Él quería conducir automóviles así, vivir la buena vida antes de morir. Lo pensó unos minutos, contó las monedas que llevaba en sus bolsillos y calculó que al conductor del bus podrían interesarle unos huevos de iguana a modo de compensación por el valor del pasaje. Se subió en el primero que pasó y no miró atrás. Pensó que le hacía un favor a su madre al liberarla de las responsabilidades económicas. Podría buscarse un marido, tener una familia, comenzar de nuevo. En Bellaquería pasó la noche en el umbral de una iglesia del centro de la ciudad. Despertó al amanecer cuando lo orinó un perro. La emoción de comenzar una nueva vida hizo que se levantara con una sonrisa, a pesar de que le habían robado los zapatos.
Eran muy diferentes las razones y los motivos de ambas partidas.
En su última mañana en Bellaquería, mientras se alejaba  de su mujer e hijos no pudo contener las lágrimas cuando los recuerdos se le arremolinaron. Billy Joe recordó al viejo Diógenes, un vecino del pueblo que los domingos solía vender miel de abejas silvestres en la carretera. De lunes a viernes trabajaba cargando costales con frutas y hortalizas en la central de abastos. Diógenes fue la última persona que vio antes de dejar su pueblo. El anciano venía cabizbajo, aunque usualmente caminaba sacando pecho. El niño Billy Joe vio algo negativo en su actitud y le preguntó que pasaba.
-Niño, hoy no pude con un saco de papas. Intenté llevármelo al hombro, algo de todos los días. Fue como si la realidad me hubiera dado una bofetada. Estoy viejo, y lo que es peor, acabado, he elegido por estilo de vida una actividad que implica fuerza y ahora que se me fue la juventud estoy jodido. Intenté llevarme el saco al hombro media docena de veces y no pude. Para rematar, mientras me reponía del golpe, un muchacho de veinte años -que había estado mirándome con un cigarrillo en los labios- subió al camión tres sacos de yuca y unas cajas con tomates en menos de cinco minutos.
Billy Joe pensó que el viejo iba a llorar, pero en cambio el anciano se despidió como los militares; en la mano llevaba dos rasuradoras desechables. Dio cinco pasos, y antes de irse se giró para pronunciar unas últimas palabras:
-Te voy a dar un consejo gratuito: Cuida lo que comes, con quien te acuestas y sobre todo, pregúntate por qué haces lo que haces. Si comienzas a comer porquerías te ganarás una barriga con facilidad, y luego, muchacho, será difícil perderla. La panza quita fuerza, reduce la capacidad de reacción -hizo una pausa para agregarle dramatismo a sus palabras- en este mundo sólo sobreviven los más aptos. Elige una buena mujer, que te ayude a salir adelante, no una que te utilice para sus propios fines. Para que lo sepas, después de los 20 viene la decadencia, así que no esperes demasiado de la vida. Son escasas las buenas mujeres.
 Hizo una reverencia teatral, giró sobre sus talones y siguió caminando hasta perderse de vista para siempre. Poco después de la lección gratuita Billy Joe sintió el impulso de subirse al autobús y dejar La Loma en el pasado.
Su madre nunca superó la desaparición, pensó que lo habían secuestrado, o que los paramilitares lo habían reclutado. Le esperó dos años, luego la depresión la empujó a meterse a un jagüey infestado de babillas. Él nunca conocería esa historia. En su mente la imaginó formando una nueva familia.

 Él seguía siendo el mismo niño aventurero y solitario que escapó de casa aquella vez. Sabía que sus hijos podrían ayudarle a la madre, como él ayudó a la suya. Él a su edad ya aportaba al presupuesto familiar. Él, él, él. Él ya no iba a estar, así que mejor ni preocuparse. Contaba con que los cinco años de Judo que les había patrocinado a sus hijos varones sirvieran de algo. Confiaba que sabrían hacer lo correcto. Él necesitaba despedirse del mundo con dignidad. No había tiempo para sentimentalismos, no iba a esperar la muerte en una cama, dando lástima a todos, perdiéndose de vivir al máximo antes de explotar carcomido por el cáncer de páncreas.
 Desde que le dieron la noticia, dejó de disfrutar los combates de lucha libre mexicana que tanto le divertían. Eso le hizo ver que ya nada sería igual, que la vida había perdido la gracia. La noche anterior a su partida volvió a ver la pelea entre Hulk Hogan y The Rock in Wrestlemania, un clásico de 17 minutos que le hizo olvidar por un rato sus preocupaciones. Luego fue a trotar. Dio cinco vueltas al parque. Hizo 20 minutos de muscle ups en la barra y media hora de paralelas. En su casa se tomó las capsulas de aminoácidos y las acompañó con media piña dorada cortada en cubos cubiertos de azúcar. Tomó una ducha y se acostó con una sensación extraña en la espalda baja, ahí fue cuando decidió tomarse el somnífero.
A la semana de la desaparición el oncólogo llamó para saber porque Billy Joe no había regresado a sus controles. Fue entonces cuando Silvia se enteró de los detalles. Al colgar ella llamó al cura del barrio, el Padre Ordeñece, para que rogaran por el alma de su esposo en la misa del domingo.


III

Billy Joe armó la carpa y rodeó su campamento con cintas de casette. Decía que así espantaba a los burros. Cenó unas salchichas enlatadas y unas galletas saladas. Masticó concentrado en una fogata distante, al extremo de la bahía.
A media noche subió con un grupo de personas a un promontorio rocoso, donde se celebraría la ceremonia. Entorno a la fogata, cada persona tenía asignados un baldes y una bolsa para dormir. Veinte minutos después de beber el brebaje amargo comenzó a ver todo como una ensoñación. Las imágenes fueron tan poderosas que tuvo que cerrar los ojos, al abrirlos de nuevo descubrió que estaba rodeado de monstruos deformes que vomitaban y defecaban. El chamán agitó sus plumas con una sincronización que a Billy Joe le produjo vértigo y no pudo contenerse, vomitó y defecó como nunca antes. Por su boca vio salir serpientes, lápices y clavos. En sus heces aparecieron sapos, cucarachas y cienpiés. Aquella noche sintió que había expulsado toda su podredumbre. Creyó morir y renacer. A la mañana siguiente el grupo fue a la playa. Luego de almorzar, empacaron. Tomaron el bus que habían contratado y siguieron su peregrinaje. Unas semanas después tendrían otro encuentro en Machu Pichu, dónde los esperaba otro chamán, otras sustancias, otro renacer.

Deslumbramiento, de Carlos Framb

Publicamos un fragmento de Deslumbramiento, el más reciente libro del poeta antioqueño Carlos Framb



Ya se desprende la partícula del ser y la célula germinal es fecundada, ya la simiente –fina hebra que custodia la memoria de la vida– se escinde y multiplica, se arrastra, se adhiere y como un diminuto pez adormecido crece y cambia, ya arborece el cerebro donde el tiempo ha de pensarse, despunta el sexo y desciende en busca de su nicho el corazón, se fraguan el ligamento, el tendón, el maxilar, la vértebra, la osatura que se erguirá y que será volumen, sombra y un modo de gravitar sobre la tierra, ya se pule y colorea el mágico cristal del ojo y se labra la mano del contar, la que trazará el bisonte en la penumbra de la cueva, aflora el oído, se ahonda la garganta, se aboveda el paladar y se dibuja la boca del nombrar, ya se teje la piel con minucioso estambre y extiende su raíz el pie que medirá la noche, se decanta el perfil, se curva la mejilla y delinea la cara irrepetible, flota el cuerpo ungido de tibieza y nutrido por jugo maternal, ya se siente ceñido por la oquedad que lo acoge, rompe la burbuja amniótica, estruja con la cabeza el arduo trecho y se abre paso a la región del aire, ya asoma mínimo y azul, desnudo y tímido, rugoso y ensangrentado, suma fuerzas, aspira una bocanada y prorrumpe en un vagido de pavor y de victoria, ya la luz hiere el párpado, se ajusta la pupila, y, tras larga tiniebla, se despliega la mirada que ha de atestiguar y hacer poesía el Universo.


Gente rara en el balcón, de Carlos Castillo Quintero

Capítulo de una reciente novela de Carlos Castillo Quintero


Natalia Castillo Verdugo.
"Retrato de una obsesión".
Pastel sobre cartulina negra, 2012.


Capítulo seis
Un juguete sin su niño
15
The past has always had a great charisma for me (El pasado siempre ha tenido un gran carisma para mí)
Midnight in Paris, 2011
En el barrio La Macarena, en una alacena a la entrada de un parqueadero, había visto muñecas parecidas: sentadas una después de otra, sin brazos, sin piernas, tuertas y semidesnudas. Eran unas veinte. Le pregunté al encargado del sitio por esas muñecas.
—Son de María Teresa —me contestó, como si yo supiera quién era María Teresa. Se quedó aguardando la próxima pregunta, pero yo no dije nada más. Me miró con desdén.
Liz no las colecciona, como pensé al principio. Las recoge de la basura y se las lleva para su casa, para salvarlas de la intemperie y para que vivan con ella.
—Cada una de estas muñecas está llena de los sueños de una niña, así esa niña ya no se acuerde —me dijo—: No colecciono muñecas, sino sueños.
Las muñecas están en un rincón del cuarto, organizadas en grupos de tres, cinco o más, sentadas, como si estuvieran conversando. Me atraen unas que en torno a una mesa diminuta parecen hacer visita. Liz dice:
—Ese es el grupo de las barbie. La barbie médico, a pesar de que le falta el brazo derecho y está tuerta, es original. Igual la barbie tenista que está completa, pero perdió su uniforme. Las demás son imitaciones. Pero aquí, en mi casa, todas son iguales y por eso comparten la misma mesa.
Me cuenta que hace mucho tiempo, cuando ella apenas tenía seis o siete años, le pidió a su papá una barbie como regalo de navidad. Él cumplió su deseo. La muñeca, delgada, con el cabello rubio recogido en una cola de caballo, vestía una bata de dril color verde con unos zapaticos blancos que a cada rato se le caían.
—¿Y esta cuál barbie es?
—Esa es la barbie viajera —contestó su papá.
Por esos días vivían en un caserío que estaba colgado de una montaña. Las calles, para que la gente no se desbarrancara, estaban llenas de escaleras. No había carros, ni bicicletas ya que todo lo que tuviera ruedas tendía hacia el abismo. Abajo, se veían las nubes, y de vez en cuando pasaba un pájaro gigante planeando sobre las corrientes cálidas de aire.
Liz, al día siguiente de la navidad, fue a jugar con sus amigas: la hija del inspector de policía, una niña que ya había cumplido diez años y vivía media cuadra arriba de la casa de Liz, y la hija del dueño del supermercado.
—Mi barbie es actriz y está reunida con su amiga enfermera. La tuya es la empleada y les sirve limonada.
Liz protestó. La hija del inspector le explicó que las muñecas de ellas eran originales, con vestidos y accesorios de lujo, traídas directamente de Medellín, mientras que la de ella era una imitación barata que vendían en los puestos de juguetes de la plaza de mercado. La mía es una Barbie Golden Dreams, ¿se fija? Ahí terminó el juego para Liz. Lloró durante toda la noche y no quiso ver más a su muñeca: la lanzó sobre el lomo de algodón de las nubes.
—¿Te conté que mi papá nunca me quiso?
Cuando habla de su papá se le quiebra la voz y se pone un poco pálida. Le pregunto por la foto de la escultura de Ron Mueck.
—Alguien la dejó en el bar, para respaldar una cuenta, y nunca regresó.
Habría jurado que me iba a contar una historia relacionada con la muerte de su papá. Quizá esa no sea la verdad, pienso. Yo nunca digo mentiras, dice ella. Tardo unos segundos en darme cuenta de que otra vez me ha leído la cabeza. Es una bruja, alcanzo a pensar, pero desisto por temor a que me lea.
Miro la hora en mi celular: 2:20 p.m. Liz, vestida sólo con mi camisa, está pegada a mi costado derecho. Estoy completamente desnudo, atrapado por su perfume. Pienso que debería contarle algo de mí, decirle cómo me llamo, qué hago. ¿Qué importa eso? Mejor debería decirle que desde hace unas semanas estoy muy enfermo. Pero no, a nadie le gusta meterse con gente que escupe sangre. Debo ir al médico, subrayo la frase y la dejó allá, en la pizarra más iluminada de mi cabeza.
No digo nada, pero dentro de mí un recuerdo de infancia se agita:
Bajo por el camino real que lleva de la Escuela Anexa al pueblo. Es una serpiente de piedra que desde hace varios siglos habita por allí. Para mí ese camino es parte de mi casa. Si uno baja, a ritmo normal, se demora unos diez minutos pero yo gasto más de media hora: recojo moras pequeñas y amargas, con una rama de sauce persigo a los matacaballos y, a veces, me quedó un buen rato escuchando el canto de las chicharras. Cuando tengo plata paso por el estanco de La Manca y compro una arepa de queso y una gaseosa. Finalmente llego al pueblo. No soy del pueblo, pero tampoco soy campesino y me siento bien así. Camino hacia el parque principal, a ver si de pronto me cruzo con mi papá. En el parque hay una fila de niños que comienza en el matadero, sube por la consistorial y llega hasta la puerta de la alcaldía. Me acerco. Veo a Germán, a Jefer y a otros de mi curso. Haga fila, están regalando juguetes para celebrar el aguinaldo del niño pobre, me dice Pequeño Alf, uno de mis mejores amigos, y me deja colar. La puerta de la alcaldía es grande, casi igual a la de la iglesia. En esa misma casona funciona la cárcel municipal y el concejo. La primera dama y las esposas de los concejales son las que reparten los juguetes. Ya han empezado a salir los niños que estaban primero, felices, cada uno con un paquete envuelto en papel de regalo. Yo también estoy feliz. La fila avanza con lentitud: aprietan, empujan, gritan, pero qué importa, todo es parte de la fiesta. De pronto siento que alguien me toma de un brazo, me jala, y me saca de la fila. Es Esteban, mi hermano.
—¿Y usted qué hace ahí?
Me regaña. Me arrastra unas dos cuadras hasta que considera que me ha quedado claro que no debo mezclarme con los del aguinaldo del niño pobre. No digo nada. Me dice que me vaya para la casa y me voy. Llego hasta donde comienza el camino real, en la orilla del pueblo. Miro y Esteban no está. Regreso a toda carrera. Mis amigos me han guardado el puesto.
Destapo el regalo: es una volqueta pequeña, con el platón color anaranjado, la trompa verde, el tanque de la gasolina amarillo y toda la parte inferior negra. Tiene una palanca que levanta el platón como si fuera una volqueta de verdad. Las llantas tienen grabada una marca en altorrelieve. Regreso a la casa con mi volqueta escondida debajo de la camiseta. Ese día transporté arena hasta bien entrada la noche. Y así durante las semanas que siguieron, los meses, los años… Ese fue mi único juguete. Después tuve un Llanero Solitario y un Toro de plástico, que me sirvieron de pasajeros de la volqueta.
—¿Quieres arroz chino?
Su voz me trae. Pedimos el domicilio. Mientras llega, Liz sigue contándome de los viajes que hizo con su papá. Éramos como gitanos..., dice, y entrelaza sus piernas con las mías. Interrumpe su relato y me besa. Pienso que nunca antes había sido tan feliz. Siento frío pero no me importa. Me gusta verme desnudo con ella.
Mientras tanto, en el rincón, la barbie médico ha sacado a las advenedizas de la pequeña mesa, ayudada por Isadora, Mikaela y Offenbach que, entre gruñidos, se disputan la cabeza rubia de una maltrecha barbie viajera.

16
Se llama Carlos Juan pero en la universidad le decimos profesor Skinner. No es muy brillante, pero está al tanto de todo: nunca falta a clase, se sabe el nombre de los profesores, saca las fotocopias que son, consigue los libros, desarrolla los talleres… De alguna forma todos hemos terminado debiéndole favores. Al principio vivía con la mamá, pero a ella la internaron en un sanatorio. No está loca, ni vieja, pero sufre un leve retraso mental que la deja expuesta a múltiples accidentes. Después de uno de ellos, uno grave en el que casi la matan[1], el profesor Skinner logró que la aceptaran, de caridad, en una institución a las afueras de la ciudad. El padre Ricardo, un cura jacobino, fue quien le hizo el favor de recibirla.
Ahora el profesor Skinner vive en el centro, en una pieza cerca a la plazoleta de las Nieves. Usa bluyines y de vez en cuando sale con nosotros. No bebe mucho y sólo habla de la universidad y de un curso de alemán que está haciendo, pero nos cae bien. Es el único que tiene claro lo que desea en la vida: terminar la carrera, conseguir un empleo, pagar el crédito del Icetex y, ojalá, irse del país. De ese crédito algunos nos hemos beneficiado: el profesor Skinner hace pequeños préstamos, al 3% de interés.
Sandra fue la que comenzó con el tema. Ella no es de nuestro semestre, pero se ha ido quedando y ahora ve la mayoría de materias con nosotros. Ella, además de bonita y rumbera, colecciona hombres: es una leyenda en la facultad. Cuando notó que el profesor Skinner había abandonado su tradicional corte militar y lucía una incipiente melena, dijo: Ese, todavía es virgen. Y comenzó con las apuestas: diez a uno a que se lo llevaría a la cama. Así fue.
Esa noche él estuvo feliz. Sandra lo sacó a bailar y todos los del semestre bebimos a su cuenta. Ella pasó los cinco minutos que dura Mujer divina mirándolo a los ojos, diciéndole cosas al oído, babeando. Al parecer el profesor Skinner tenía un encanto que Sandra no había calculado. Hacia la una de la mañana se fueron. Él no se despidió de nadie. Sandra, sonriente, lo siguió rumbo a la pieza en la plazoleta de las Nieves.
El próximo lunes cobraría las apuestas.
Pero ese lunes no fue a clase. Nada raro. No fue en toda la semana y después nos enteramos de que había abandonado la carrera. Sandra regresó a su casa, en Manizales, y allí consiguió trabajo en una oficina de abogados. No tiene novio y nunca sale de noche. Dicen que sus padres le insisten para que regrese a la universidad, pero ella no quiere saber nada de eso.
Carlos Juan ahora luce una melena rubia que casi le llega a la cintura, no presta plata, y ya nadie le dice profesor Skinner.

17
            La primera era de caucho, inflable, barata, pero me hizo feliz. Después, con pequeños recortes al préstamo del Icetex, con lo que gano en intereses y con lo que cobro por hacer trabajos, ensayos, y tesis de grado, reuní el dinero para encargar a Rubiela. En el formulario preguntaban qué nombre quería que le pusieran y yo dije Rubiela. Así se llama mi mamá, pero fue el primero que se me ocurrió. También pedí que le pusieran ojos azules como los de ella y cabello rubio. Senos copa 34B. Uno sesenta de estatura. Boca succionadora, vagina y ano estándar.
            Rubiela es de silicona. Nació en San Marcos, USA, a dos horas de Los Ángeles, y desde hace ocho meses es mi mujer. Suena un poco raro, pero no. A mí no me resulta nada fácil ligar. Soy negado para la conquista, a pesar de mis esfuerzos: ropa limpia, cabello en orden, loción, dinero en el bolsillo… Nada. No consigo traer a nadie a la pieza. Hablo de gente bien. Mi mamá nunca me perdonaría si metiera a una furcia en mi cama. Rubiela ha sido una gran solución. No la mejor, pero sé de gente que la pasa peor.
            Una vez vi en un accidente automovilístico a un hombre con las piernas aplastadas. Intentaba hacer una llamada por celular. Lloraba. Su cuerpo, atrapado en la parte delantera de un Mazda, prácticamente estaba cortado por la mitad. Pero él insistía. Entró la llamada, se escuchó música al otro lado de la línea: Aló, aló, amor, estás ahí… pero nadie le contestó. Antes de que reabrieran el paso vehicular, ya se habían llevado su cadáver en una ambulancia. El celular quedó botado a un lado de la carretera. Era diciembre. Por eso a veces es mejor no tener a quién llamar. Yo ni siquiera uso celular. Es muy caro, prefiero ahorrar para otra Rubiela. Creo que lo que sonaba en ese celular era La lambada.
            Al fin traje a alguien a la pieza: Sandra, una compañera de la universidad. Entramos. En el tocadiscos pongo Strangers in the night, de Frank Sinatra, y bailamos. Seguimos bailando, porque ya lo habíamos hecho en el bar. Strangers in the night es el único acetato que tengo, así que lo escuchamos todo el tiempo. Saco una botella de Casillero del Diablo que tenía lista para un momento como éste y bebemos. Sandra me besa, apasionada. Ella es un poco loca, se ha metido con varios del semestre pero eso a mí no me importa. Al final de cuentas es gente bien. Sandra empieza a desvestirse, pero no se lo permito. No puedo. A pesar de que Rubiela está guardada en el armario, sé que nos ha escuchado llegar.
Antes de Rubiela todo hubiera sido diferente. Es cierto. Yo quería encontrar una mujer para hacer las cosas que ahora hago con ella, pero ya no. Ya no es necesario. En realidad a Sandra yo no le dije que viniera, ella vino sola y yo pensé que era buena idea que con Rubiela hiciéramos vida social. Y otras cosas. Con ella, con Rubiela, ya habíamos hablado de eso. Además, sé que está esperando que le sirva un vino.
Sandra, sorprendida, se abotona la blusa y se arregla el cabello. La beso. Le digo que espere un poco, que la noche es joven todavía. Sonríe. Toma la botella y sirve vino para los dos. Yo voy por otra copa y con un gesto le pido que sirva. Mira a su alrededor, curiosa. Antes, en el bar, me había dicho al oído:
—Hoy no es viernes de siluetas.
Con Sandra estamos sentados en un pequeño sofá, al lado de la cama. Me levanto, voy al armario y saco a Rubiela: viste ropa interior roja, prendas que he encargado especialmente para ella a los almacenes de Victoria’s Secret en Columbus, Ohio. Como el sofá no es suficiente para los tres, Rubiela se sienta en la cama. Dejo su copa de vino sobre la mesita de noche.
Sandra está confundida. No entiende muy bien qué está pasando. Intento besarla pero me rechaza. Ríe, nerviosa. Toca a Rubiela. Ella se deja. La curiosidad de Sandra se va convirtiendo en caricia. A pesar de que no hablan el mismo idioma, se están entendiendo bien. Yo me acerco. Abrazo a Sandra por detrás. La beso en el cuello. Le desabotono el bluyín, pero cuando voy a quitárselo se levanta. Va hacia la puerta. Intenta irse pero he puesto doble seguro. Grita. Frank Sinatra ahoga su grito. Voy por ella. Ya en la cama me mira: está un poco borracha. Se entrega. Rubiela se anima y los tres la pasamos bien durante un buen rato. Les sirvo más vino, pero Sandra no toma.
—Déjeme ir —dice.
Con Rubiela la acompañamos al taxi. Antes de salir le hemos hecho jurar que regresará el próximo viernes, y el siguiente. Rubiela, incluso, prometió regalarle la peluca rubia y la lencería que usó hoy. Sandra a todo ha dicho que sí. Siento que la amo. Que las amo a las dos. Si para llevar a Sandra a mi pieza hubiera tenido que rellenar un formulario, hubiese escrito: boca succionadora, vagina y ano estándar.
Soy feliz. Solamente extraño que Rubiela no sepa preparar la sopa de letras con zanahorias, apio y tomate que hacía mi mamá, mi plato preferido.
Álbum de recortes. Agencia Eme. Tokio, 2009. Ayano Tsukimi da vida a Nagoro, un pueblo olvidado de Japón habitándolo con muñecos. Este pequeño pueblo, en el valle de Iya, situado en la isla de Shikoku se ha ido poblando de seres rellenos de paja. Nagoro no aparece en los mapas y apenas tiene 50 habitantes de carne y hueso.
Un día Tsukimi decidió hacer un muñeco por cada persona que se iba o que fallecía. En la actualidad hay más de 150 repartidos por todo el pueblo, sustituyendo a los antiguos habitantes: la escuela está llena de estudiantes y profesores que lucen sus cabelleras de lana, hay ancianos sentados a la puerta de sus casas, agricultores al lado de sus herramientas. Cada muñeco encuentra el lugar y la actividad que le place. Se sabe porque las costuras de su boca curvan sus labios en una mueca feliz. Estos habitantes cuidan los caminos, siembran los campos, acuden a fiestas y ceremonias, mantienen el pueblo con vida y, mientras tanto, esperan. Hay quien dice que Ayano Tsukimi no es de la isla, que apareció no se sabe de dónde y que fue la primera habitante de paja.



“Gente rara en el balcón”
Carlos Castillo Quintero
Premio de Novela CEAB 2015
Ediciones Gobernación de Boyaca, 2016
220 pág.






[1]              A lo lejos parece una niña, o mejor, una monja pequeña. Viste una bata gris que le llega a los tobillos y en la cabeza lleva un chal negro. Avanza dando saltitos, como si esquivara diminutos charcos de lluvia, pero hace días que no llueve. Del chal se escapan unos rizos dorados que se le pegan al rostro, le tapan los ojos, y la hacen detenerse. Sonríe. Los dientes son blancos, uniformes. Viene del supermercado, con la compra, no mucho, apenas lo necesario para preparar el plato preferido por su hijo universitario.
                Son tres. El mayor aún no cumple diecisiete años. Esa tarde no fueron al colegio porque jugaba la Selección Colombia. El segundo partido del Mundial Estados Unidos´94. Colombia 1 – USA 2, autogol de Andrés Escobar, fatalidad. Nada que hacer.
Han estado bebiendo cerveza en la tienda del barrio. No son de por ahí, pero el vecino los conoce. En la maleta tienen una botella de aguardiente: submarino va, submarino viene. Están borrachos. La ven. Ahora lleva el chal sobre los hombros y su cabellera brilla con los últimos rayos del sol. Ya antes habían hablado del asunto: Con una boba no es pecado... Pagan. Compran cigarrillos y se van, fumando, riendo, pateando una lata vacía. Dejan que abra la puerta. Un empujón y entran detrás de ella. Submarino va, submarino viene. Una hora después salen, satisfechos, y siguen tomando. Perder es ganar un poco, dice uno, y todos se ríen. El vecino también.

Virginidad, por Diana Ariza

Diana Ariza
@aspasiasegunda

Monet, puente de su jardín

Al cruzar bajo algún puente ocasionalmente imagino cómo podía verme allí arriba, mostrándole mi sexo a un señor que nunca más volví a ver. Era un hombre maduro, de verdad atractivo, no guapo como el arquetipo aburrido y mediático de belleza; tomaba el sol en pantaloneta corta sentado a la viera de un río, algunas canas le brillaban con los rayos y el rollo que se formaba en su barriga hacía juego con el resto del cuerpo que se acercaba más al de un jugador de ajedrez que al de un atleta. Un hombre corriente de mirada sostenida, sonrisa amable y barba corta.

Venía de mi camino cruzando el puente y comiendo una paleta de limón para contrarrestar el calor con algo frío en mi boca. Me recosté en una de las barandas para ver el río y lo vi a él casi debajo mío, entonces el río perdió mi atención. Siempre me gustaron los señores, a esa edad y en todas mis edades, de pronto se sintió observado, levantó su mirada y me sonrío, yo seguí chupando el hielo sin ningún otro gesto. No podía dejar de verlo y de lamer. Lo incomodé, comenzó a moverse en su silla, ya no cerró más los ojos y constantemente giraba su cabeza para subir su mirada a la mía, yo lamía mientras nos tostaba la tarde.

No pasó mucho para que el borde de mis calzones en la entre pierna empezara a mojarse, pero ya no de sudor. El señor me gustaba. Saqué mi pie derecho de la sandalia y lo subí sobre un barrote del puente para mostrarle mi humedad. Él ya no me quitó más la mirada, sacó su pene de la pantaloneta y empezó a frotarlo, yo aferré los dedos de mi pie al barrote. Su miembro empezó a crecer rosado y duro entre su mano, mientras la mía sostenía el madero de la paleta mientras me corría pierna abajo una hilera delgada y viscosa de eyaculación con sudor. No sé si alguien nos vio, no me importó y creo que a él tampoco, estábamos solos en esto. Veía cómo su rostro se tensionaba y su boca se entre abría de gusto, yo deseaba que una de mis gotas escurriera hasta su boca desde aquel puente en el que por primera vez sentí el deseo de meterme algo a la vagina.

Cuando el hielo saborizado de mi paleta acabó, empecé a morder el palo mientras él pasaba saliva y seguía masturbándose sin quitarme la mirada. Creo que de verdad estábamos solos, no lo sé, no recuerdo haber escuchado nada, ni pájaros, ni carros, ni otras voces… ni siquiera el río, tan solo sus gemidos, lejanos, que me pringaron el vientre por dentro. Me excitó tanto escucharlo que mi única reacción fue sacar el palo de mi boca, correrme el calzón a un lado y metérmelo hasta el fondo una y otra vez hasta que todos los dedos entraron en mi vagina y se humedecieron. El señor frunció el ceño, jadeó por última vez y reventó en sus manos hasta salpicar de semen su pecho y ombligo, al verse, recostó su cabeza y volvió a cerrar los ojos.


Yo me saqué el palo de paleta, mojado, roído por mis dientes y untado de sangre, ya no olía más a limón y lo tiré al río.

Las últimas flores rumbo al hospital, por John Better

John Better. Cronista, poeta y novelista colombiano. En breve aparecerá su primera novela A la caza del chico espantapájaros. 

La entrada a la Clínica Santa Epifanía está antecedida por una fuente de mármol en cuyo centro se levanta un ángel custodio portando en sus manos un arco y una flecha, que si decidiera lanzar, iría directo contra los vidrios de la cafetería Roma, lugar en el que ahora me encuentro. Han pasado diez minutos desde que llegué y todavía faltan quince más (eso espero) para que Sandy llegue con las flores que le encargué y que ojala haya comprado en el lugar que le pedí. Desde este punto, miro el alto edificio donde funciona la Clínica, en una de esas habitaciones está R, que ha recaído nuevamente por culpa de la “fiebre rosa” (entiéndase esto: a causa del sida). Pido otro café Express y en eso suena mi teléfono móvil.

–No, Sandy, ¡te dije flores amarillas!

El café Roma es un sitio perfecto para esperar, casi siempre está lleno, la mayoría de gente que se reúne aquí lo hace para matar el tiempo mientras llega la hora de visitas en la Clínica Santa Epifanía. En la mesa del lado estaban sentadas una mujer y una chica de unos diecisiete años que jugaba indiferente con un par de dados, los cuales hacía rodar con insistencia sobre la mesa. La que supuse era su madre, fumaba un cigarrillo. Estaba tan cerca de ellas, como para poder escuchar lo que hablaban:

–¿Crees que él dirá a alguien lo que sucedió cuando despierte?

–No lo sé, Ángela.

–¿Crees que se muera?

–No sé.

–¿A lo mejor eso podría pasar hoy?

–¡Ángela, cállate!

Una ambulancia salió de los parqueaderos de la Clínica y emprendió su agónica carrera contra el tiempo. De seguro alguien en algún lugar de la ciudad tuvo la mala suerte de confundir el veneno con el azúcar o se tomaría adrede todas las pastillas de Nembutal que encontró en algún rincón de la casa. Las alegres ambulancias llenando de algarabía las calles, sobresaltando algún transeúnte desprevenido que se cruza con su loco afán. Las dos mujeres salieron de la cafetería faltando cinco minutos para la hora de visita. La más joven dejó olvidados sus dados en la mesa. Me levanté y, antes de tomarlos y guardarlos en el bolsillo de mi camisa, vi que habían marcado un estupendo doble seis, lo cual me llevó a pensar que aquella chica llamada Ángela tenía la suerte de su lado.

–¡Hola, primor!

Era Sandy. Traía un corte de pelo reciente a lo Sinnead O Connor. Sus bellos ojos grises estaban blindados por unos lentes negros. Traía puesto un vestido azul pálido y zapatos blancos de goma. No llevaba nada de maquillaje.

–Pareces una enfermera, Junkie –le dije.

Pero las flores en sus manos avivaban su indiscutible belleza. La chica más guapa de esta ciudad estaba ahora en el café Roma, con todas las miradas puestas sobre ella.

–Estoy seca.

–Ni lo pienses, querida, no hay tiempo de tomar nada, démonos prisa.

Entramos al edificio. Las baldosas brillaban como tallados espejos. Tomamos el ascensor junto a un par de ancianas vestidas con trajes de franela, la del pelo tinturado llevaba una caja de chocolates en las manos. Marqué la tecla doce. Ese es el número del piso donde se encuentran hospitalizados los enfermos terminales.

–Veo que vamos al mismo sitio –dijo la otra anciana que cargaba en brazos un travieso persa de color cobrizo.

–Así es, vamos al mismo piso –dijo Sandy.

–No sé por qué traje estos chocolates. Total, la pobre de Gertrude está en coma hace tanto tiempo. Toma Wally, come uno tú, precioso minino.

–Virginia, es Virginia, Gertrude murió hace treinta años, ¿ya lo olvidaste?

–¿Les provoca un chocolate? –pregunto la mujer ofreciéndonos el mismo dulce que la mascota había rechazado con un desprecio casi humano.

No alcanzamos a contestar cuando el pling del ascensor nos sacó de la extraña escena con aquellas mujeres. La habitación donde estaba R quedaba al fondo del pasillo. Tenía un inmenso ventanal desde donde se podía ver el río en toda su magnitud, pero R prefería no descorrer las cortinas últimamente. En el estado que se encontraba hasta la luz hacía daño. Al entrar a su cuarto, una enfermera iba saliendo:

–Acaba de reponerse de un desmayo. Por favor, traten de que no se esfuerce demasiado.

–¡Hola, encanto!

La voz chillona de Sandy fue como un cascabel tratando de llamar la atención de R, que empezó a abrir los ojos y a dibujar en su rostro lo que con sus pocas fuerzas podría llegar a ser una sonrisa. Ver a R reducido a esto no dejaba de ser doloroso porque no es solo el cuerpo lo que una enfermedad como esa va mermando, son también otras cosas: el buen humor, la genialidad, la potencia de una voz como la de R que era como un trueno que hacía rodar las piedras de la montaña.

–Vinieron, hijos de puta –dijo R al vernos ya claramente.

–Y te trajimos esto –agregó Sandy extendiéndole las flores.

–La perra de la Sandy. Déjame verte, pareces una maldita lesbiana con ese corte de cabello. Y tú, acércate un poco, estás algo ojeroso, ¿es que no duermes bien o qué?

–A veces me desvelo escribiendo –contesté a R.

–Espero que nunca cuentes esta fea historia, no te lo perdonaría.

–No lo haré, te lo prometo.

Un rato después, Sandy se había acomodado en un sofá a hojear una revista médica. R se había quedado dormido. Fui hasta el ventanal y descorrí las cortinas para que el sol entrara en la habitación. Ella se acercó hasta mí y pasó su mano por mi cintura. Nos quedamos en silencio mirando correr el Río a lo lejos.

–¿Estás pensando lo mismo que yo? –dijo Sandy.

–No lo creo.

–Hace rato que acabó la hora de visitas, es extraño que no nos hayan venido a sacar.

–Muy extraño –dije.

–¿Crees que R despierte? No quiero irme sin despedirme de él.

–No lo sé, Sandy, no puedo saberlo todo.

–¿Piensas que pueda morirse, verdad?

(Silencio)

–Voy a poner esta pastilla en el agua del florero. La chica de la tienda de flores me dijo que así durarían vivas más de una semana, aunque...

–Sandy.

–Dime.

–¿Tú qué crees?

–Tan solo una semana, eso es todo.
__________
Imagen: Google

Adriana en el andén, un cuento de Andrés Mauricio Muñoz



El edificio lo reconoce de inmediato. Hace por lo menos ocho años no había pasado por ahí; tal vez un poco más, porque aquella vez había hablado con Adriana un par de noches atrás y en eso pensó cuando lo vio aquella tarde. Era la época en que aún hablaban con cierta regularidad, aunque cada vez que lo hacían podía intuir cómo una suerte de incomodidad se instalaba complaciente entre los dos. Ya para entonces eran llamadas cortas; un comentario vago sobre lo que había visto en el pueblo en su última visita o alguna mención halagadora sobre lo feliz que lo hacía verla tan bien ubicada. Sortear las preguntas de ella sobre su situación laboral no era tan terrible; a veces aventuraba una que otra mentira o bien exageraba al referir ciertas labores que le permitían unos cuantos pesos para subsistir. De eso habían hablado: estoy restaurando un pequeño aplicativo de nómina para una empresa de abarrotes, le dijo. Recuerda muy bien el énfasis que puso al decir pequeño aplicativo, como una forma de restarle importancia aunque en verdad se aferraba a la posibilidad de que surtiera el efecto contrario. La restauración, en realidad, consistía en instalarle un antivirus y activar una licencia pirata de Windows a un computador de un vecino, que trabajaba en una empresa de abarrotes. El edificio está ahí de nuevo. Un poco más deteriorado y es evidente que más chico. A su lado han construido dos modernas torres de apartamentos que parecen esmerarse en opacarlo. Entonces se detiene. Parquea la moto en un lugar conveniente y se sienta sobre el andén a mirarlo con detenimiento.

          Hace trece años había llegado con Adriana a Bogotá. Fue él quien la convenció de viajar. Vamos, no seas bobita, acá no hay nada. Adriana lo miraba sonriente, diciendo que no con la cabeza, un poco intimidada por el entusiasmo con el que su mejor amigo le pintaba maravillas sobre la capital. No es que ella quisiera permanecer en el pueblo toda su vida; de alguna manera mamá, agobiada por una vida difícil, le había sembrado la certeza de que tenía que explorar otros horizontes para aspirar a una vida digna. Pero esos horizontes siempre los imaginó en Cali o Popayán, ciudades que le permitirían ir y venir sin problema; Bogotá, en cambio, suponía un viaje de más de doce horas por tierra y la siempre latente posibilidad de perderse de por vida o ser arrancada de raíz. Pero Fabián insistía. El futuro nos espera; no sé tú, pero yo arranco, aunque del putas si nos vamos los dos. Ve tú que yo te caigo, contestaba Adriana; entonces él arrugaba la boca con mucha incredulidad. Pero después empezaba a cantar un estribillo que improvisaba con mucha picardía, uno que hablaba sobre un tren que se disponía a partir reservando para ellos el mejor vagón, uno que hacía sonar su silbato estridente para que no vacilaran más en la estación. Fabián, mientras mira cómo una mujer entra al edificio con un paquete de supermercado, recuerda que era un sonsonete desastroso. Pero Adriana se reía. Parecía disfrutarlo. En realidad siempre era así ante cualquier estupidez suya. Todo se lo celebraba y en todo lo seguía sin importar cuán absurdo pudiera parecerle. Tal vez por eso a Fabián le resultaba inadmisible que ante su propuesta, que había ido madurando desde hacía un tiempo, dudara. La decisión, como todas las que de algún modo pretenden alterar la vida, no fue fácil; sin embargo, el futuro esperaba por ellos, y cualquier desaire adquiriría la dimensión de un desatino de vida.

          Es por eso que ahí están. Cada uno por su lado, pues la ciudad que tanto atemorizaba a Adriana los ha arropado de manera diferente. A ella con galantería fina y a él con un poco de saña, una suerte de crueldad que se le antoja morbosa. Adriana es una importante ejecutiva. Vive en un suntuoso apartamento en Chapinero. Sale con gente bonita, bien arreglada e importante. Ella, en sí misma, es ahora una mujer con mucha clase. Dueña de una belleza mesurada y una manera de vestir sobria, franca y elegante. Lo sabe porque siempre, desde que la encontró en Facebook luego de haber perdido el contacto, entra a su perfil para ver qué es de su vida. Él, en cambio, no ha hecho otra cosa que ir de tumbo en tumbo. Cree con mucha convicción que una especie de enemigo afantasmado se esmera en propinarle cada vez mejores golpes. Tal vez sea esa la razón por la que buscarla no es una opción para él. Verse frente a ella haciéndola reír ya no le resulta natural. Atrás quedaron los días en que hacían campeonatos de serios; ella inflaba con mucha gracia las fosas de la nariz cuando se sentía derrotada. Fabián calcula que hace más de cuatro años no hablan; es decir, hablar como lo hacían antes, pues hace algún tiempo cruzaron algunos pálidos mensajes por correo. Ese futuro que tanto anheló lo tiene ahí, sentado en ese andén, mirando cómo entra y sale gente que no repara en el hombre sentado en la acera del frente con una moto repleta de hamburguesas que parecieran que jamás van a repartirse.

          Fabián mira hacia arriba, a la ventana. Entre la cortina se abre una pequeña hendidura por la que le es posible mirar una porción del interior. Es la habitación donde pasó la noche con ella. Estaban recién llegados y la prima de un tío político de un tendero del pueblo les dio hospedaje por unos cuantos días. La primera noche tendrían que dormir juntos. Pero no lo hicieron. Estuvieron recordando los años en el pueblo y aventurando hipótesis sobre el futuro en la ciudad. Hablaron sobre lo que harían, siempre juntos, cuando cada uno tuviera las cuentas bancarias abultadas. Él quería ser ingeniero de sistemas, en lo cual había dado ya algunos pasos, pues antes de venir, su tierra lo había mandado convertido en el más inquieto tecnólogo en computación. Adriana, que solo tenía un diploma de bachiller que permanecía ajado dentro de su maleta, estudiaría administración de empresas en algún instituto nocturno. Aunque no aspiraba a grandes cosas, pues en asuntos de la vida solía ser un poco cauta, esa noche se concedió la libertad de fantasear un poco. También recordaron cómo se hicieron amigos. Hasta entonces habían sido solo conocidos que no intuían que después estar juntos sería todo un ritual. Adriana sabía de su afición creciente por las motos; varias veces lo había visto atravesando el parque picando una motico de un tío, haciéndola sonar como si fuera de alto cilindraje. En algunas ocasiones lo veía en la calle cuando caminaba con algunas compañeras de colegio; todas hablaban de lo apuesto y bien vestido que era, su naricita fina, los labios gruesos y ese corte al rape que le quedaba tan bien. A sus amigas les parecía un buen partido. O bien coincidían en la tienda cuando ella iba por verduras con su uniforme de colegio y él acumulaba botellas de cerveza con quien tuviera el coraje de seguirle el ritmo. Ella lo saludaba con una rápida sonrisa y él se limitaba a mandarle pequeños besitos; nada seductor o que llevara implícito algún tipo de hombría arrogante en busca de algún tipo de avanzada, no, eran picos infantiles como los que un niño lanza a su mamá después de alguna picardía. Así de básico era y a ella eso le gustaba.

          Se hicieron amigos cuando él ganó un campeonato de merengue en Paradise, la única discoteca capaz de alojar a todo el pueblo los viernes por la noche. Adriana lo había estado observando fascinada dando vueltas con una rapidez vertiginosa, ceñido con firmeza al cuerpo menudo de una chica que no sabía que, un par de años más tarde, moriría despeñada en una carretera camino al Santuario de Las Lajas. No lo sabía. Entonces se movía con la convicción genuina de que bailaría con ese frenesí hasta entrada la vejez, como lo había hecho su abuela. Fue un amigo en común quien desafió a Fabián para que bailara con Adriana; esta carajita, ahí donde la ve, se mueve delicioso. Bailaron casi toda la noche. Muchos imaginaron que al final terminarían en la cama. Pero no fue así sino hasta aquella noche en Bogotá, muchos años después, en esa habitación en la que alguien acaba de encender la luz. Fabián ve cómo una sombra se mueve de un lado para otro mientras recuerda que, aunque no la deseó, sí alcanzó a contemplar la posibilidad de besarla. Entonces le había sostenido la mirada con firmeza mientras ella se esmeraba en contarle lo feliz que había quedado mamá con su partida; lo único que no la convencía, se lo dijo varias veces, era que fuera con ese loco del Fabián. Ese que se volaba con ella llevándola de parrillera en esa moto a la máxima velocidad que diera el aparato. Ese mismo que estaba a punto de besarla pero que, asistido por algún tipo de lógica que se abrió paso en su cabeza en el último segundo, optó por una guerra de cosquillas.

          Unos minutos después la sombra desiste de su andar arbitrario y de nuevo apaga la luz. Fabián siente cómo un gas le viene desde adentro. Se inclina hacia un costado y deja que tome camino. Un malestar estomacal lo aqueja desde hace más de tres años; sin embargo, las pocas veces en que ha estado afiliado a salud no ha sacado el tiempo para examinarse. Qué cagada, se dice; mira hacia abajo y comprueba, una vez más, que aquella combustión dentro de sus intestinos le mantiene el estómago abultado con una obstinación tenaz. La barriga, y una calvicie que se anuncia victoriosa, lo hacen parecer mayor de lo que es. Parece de cuarenta aunque en realidad aún no llega mayo para celebrar los treinta y cinco. Después siente una vibración en el pantalón; no contesta, tan solo mete la mano y silencia el celular. Sabe que es su jefe para averiguar dónde diablos se metió. De seguro los clientes han llamado angustiados para preguntar qué pasó con sus pedidos. No le importa.

          Entonces trata de recordar en qué momento comenzó a alejarse de Adriana. Fue hace más de seis años, cuando a ella la ascendieron a directora comercial de aquella sucursal de equipos médicos. Por aquella época él no tenía trabajo. Aún no lo atormentaba la sospecha, aunque lo rondaba con malicia, de que esto sería una constante en su vida. Pasaba todo el tiempo sin saber qué hacer, de tal manera que entre ires y venires a un café internet se consumía el día. Ahí se gastaba las pocas monedas que tenía mandando hojas de vida o en espera de algún tipo de respuesta. Varias veces se vio obligado a almorzar en los supermercados con bocados de queso o jamón que alguna señorita repartía como muestra comercial. El poco dinero que tenía, que por lo general conseguía cediendo su turno en las interminables filas para renovar el pasaporte o tramitar el pasado judicial, prefería ahorrarlo para pagar la pieza y comprar algo de ropa; bajo ningún motivo podía permitir que el deterioro, que comenzaba a consumirlo, se hiciera evidente. Hablar con Adriana comenzó a inquietarlo. Al principio había sido una especie de reserva, una suerte de retraimiento menor ante la auténtica preocupación de ella cada vez que se veían. Todavía era la época en que consideraba su situación económica un accidente pasajero; sin embargo con el tiempo, cuando empezó a comprender que la vida les había señalado ya caminos diferentes, al final de los encuentros terminaba abatido. Entonces el orden entre los dos se trastocaba. Dejaban de hablar por unos cuantos días. Cuando recuperaban el contacto, cualquier intento de ella por entusiasmarlo solo conseguía en él una lánguida sonrisa. Los viernes por la noche, cuando ella lo invitaba a salir con otros amigos del pueblo que también habían sido seducidos por la capital y sus múltiples posibilidades, prefería quedarse en casa; no soportaba oírlos hablar de sus trabajos, jefes, líos y rutinas laborales. Recibía como si fuese una agresión que alguien quisiera saber en lo que andaba él. Unos años atrás había evadido las preguntas sobre su situación con relativa soltura; un comentario gracioso sobre lo que le tocaba en suerte, una maldición al sistema o respuestas tibias seguidas de un enérgico brindis eran suficientes. Pero con el tiempo no sabía qué decir. Entonces ensayaba gestos de resignación poco convincentes o balbuceaba alguna que otra incoherencia ante lo que comenzaba a considerar como una afrenta, una confabulación, un pacto silencioso al que todos se entregaban con mucha devoción buscando humillarlo. Adriana no, ella solía socorrerlo cambiando de tema cuando lo sentía sofocado, acorralado por bromas o agudos comentarios. Aun así prefería no salir. Dormir hasta el embotamiento para levantarse cuando fuera la hora del almuerzo era lo indicado, no solo porque le ahorraba lo del desayuno sino porque lo consideraba bastante conveniente.

          Replegarse en casa, además, le daba la posibilidad de reflexionar. Se hacía un ocho la cabeza tratando de descifrar por qué la estabilidad le resultaba tan esquiva. En cada una de las faenas laborales se había aplicado con rigor. Incluso cuando ejerció como mensajero de una oficina de abogados: las carpetas muy bien organizadas, pruebas de entrega debidamente legajadas, de todo guardaba fotocopias. Además era eficaz con las entregas; de algún modo la pericia que desarrolló con las motos le resultaba útil a la hora de sortear las calles bogotanas, evadiendo los trancones con destreza, llegando siempre a punto a cada lado. No fue suficiente. El trabajo se esfumó cuando ya comenzaba a darle forma a la esperanza de estudiar sistemas en las noches. Sus tropiezos no eran un asunto de falta de devoción o incompetencia; eso lo tenía claro, aunque no atinara a descifrar dónde residía la clave de sus reveses. Sin embargo, es evidente, aquella moto con ese cajón empotrado en la parte de atrás y repleto de hamburguesas en cierta forma lo contradice. Pero hay veces que la realidad vulnera toda posibilidad de defensa; en ocasiones así, como ahora en que el portero del edificio lo mira con recelo, tal vez lo más sensato sea bajar los brazos en señal de rendición. A lo mejor así cesen los golpes de su contrincante afantasmado. Regresar a su pueblo siempre ha sido una idea que ha latido con constancia, mas no una posibilidad real; hacerlo equivaldría a claudicar, dejar a ojos de todos su fracaso, exponer su frustración como si fuera una exótica pieza de museo. El portero ha abandonado la caseta y camina hacia él. Entretanto Fabián piensa que tal vez fue un error haber anunciado a viva voz la prosperidad que le esperaba. Era muy joven, apenas superaba los veinte, una edad en que ser cauto era lo mismo que un defecto. El portero le pregunta algo pero él decide ignorarlo. En su defensa considera que tal vez tanto brío en su partida obedecía al hecho de no viajar solo; iba con ella, de alguna manera no había sido irresponsable. Adriana estaría a su lado y estando juntos todo era posible.  

          En alguna ocasión consiguió trabajo como mesero en un bar de Galerías. Entonces le aterraba la posibilidad, una vez el sitio comenzaba a llenarse, de que Adriana o alguno de sus conocidos pudieran descubrirlo; registraba con angustia, agazapado atrás de la barra, cada una de las caras. Al comienzo, en los primeros años, no le hubiera importado; pero ahora sí, cómo no, si todos sus amigos estaban bien ubicados. No tanto como Adriana, cuyos logros le mantenían un deslumbramiento siempre renovado, pero tenían trabajos estables que les permitían trazarse metas, soñar con algo, sin la preocupación que lo asaltaba a él por las noches sobre lo que le depararía el otro día. En el bar le pagaban con propinas y por lo general no resultaban buenas. El portero parece ofuscarse; saca su radio y habla con una voz que ganguea al otro lado. Entonces Fabián se pone de pie. Camina hasta su moto. Se sube. La prende de un solo zapatazo. Se pone en marcha. Sabe muy bien lo que hará.

          Al cabo de un rato está frente al otro edificio. Es el apartamento de Adriana. Hace un par de años ella le dio sus datos para que fuera a visitarla. Pero nunca se sintió capaz. Ahora está ahí, sentado en el andén del frente. Tiene una ramita en la mano izquierda y se esmera en perturbar la marcha de unas hormigas que entran y salen de un pequeño orificio en el cemento. No se atreve a anunciarse; tal vez está con él, el hombre con el que vive desde hace seis meses. El tipo que ahora ocupa el lugar que algún día fue de él. Uno que la merece ahora como él la mereció antes. El hombre que la rodea con el brazo en casi todas las fotos que sube a su Facebook. En todas Adriana parece una mujer feliz. Piensa que a lo mejor la misión de él en la vida ya está del todo cumplida; tal vez su tarea tan solo consistía en acercarla a su verdadero mundo, llevarla donde pudiera ser ella y no esa otra que se le parecía tanto y que había conocido en el pueblo. Su celular suena cada vez con más insistencia. Lo apaga. Admite que estuvo bien aceptar sin remilgos cuando ella le contó, algunas semanas después de haber llegado, que se iría a compartir apartamento con dos estudiantes de la Universidad Nacional. Hasta entonces habían vivido los dos en una austera pensión en la parte más occidental de Bogotá. De haberse ido con ella tal vez la habría arrastrado hacia su propio lodo. Mientras piensa esto Fabián siente cómo algo le ensombrece la mirada, distraída en ver cómo las hormigas han comenzado a treparle por la mano. Levanta la cabeza.


          Es Adriana. Desde arriba lo mira con una ternura infinita. Se sienta a su lado. Está ahí con él en el andén. Ella le pasa la mano por el hombro y recuesta su cabeza como si no hubiese lugar en el mundo más confortable que ese. No dicen nada. Celebra los azares de la vida que aunque sea por un momento lo han dispuesto todo como muchos años atrás. Piensa en el tiempo que ha pasado; siente que en realidad no le afecta el tiempo transcurrido como le teme al que está por venir. Aguza su oído para escuchar la sutil respiración de su amiga. Ahí están de nuevo. Él un poco más viejo y en cierta forma apocado por la vida. Adriana, en cambio, continúa luciendo su belleza mesurada e intuye que, de algún modo, también una suerte de arrogancia que sin embargo lleva con recato. Tal vez su temeridad, el hambre con que pretendía devorar la ciudad, lo indispuso para las cosas buenas; ella, por el contrario, había dejado que la vida fluyera y recibía todo como fuera llegando. Comprende que el tiempo no sería nada si no fuera por esa capacidad obscena para transformarnos. Con la mano izquierda mueve su ramita; ella solo lo mira, lo deja hacer. Fabián piensa que Adriana, tal vez, había estado esperando ese momento en que él volviera derrotado; entonces continúa aplicado en arruinar la marcha de las hormiguitas mientras siente cómo sus ojos comienzan a irritarse y un gas se abre camino desde sus entrañas con una fuerza inusual. Aprieta las nalgas. No puede permitirse una falta de decoro como esa. No en ese momento. Pero es inevitable. El gas sale con la fuerza de un tsunami produciendo un sonido seco, acolchado y constante que poco a poco se extingue en un silbido. Adriana se para de un brinco y camina hasta la moto. Venga, le dice, en vez de estarse ahí cagando; lléveme a dar una vuelta antes de que ese tren vuelva a silbar. Nos vamos de regreso, le dice, picando el ojo con mucha picardía. Fabián se levanta. Camina hasta ella. Lo hace despacio, como quien después de una paliza al fin se pone en pie. Le parece percibir en su nariz el aire cálido del pueblo. Se deja invadir por esa súbita humedad del trópico. Sube en la moto. Tiene que dar tres zapatazos para poder encenderla. Ella se sube con delicadeza y no de un brinco como solía hacerlo antes. Rodea su barriga distendida con los brazos. Se aferra a él como si de esa sujeción dependiera la vida. Entonces Fabián le pregunta si quiere comer algo; ahí tengo como cinco hamburguesas, le dice mientras se ponen en marcha.


Andrés Mauricio Muñoz (Colombia, 1974). 

Su libro de cuentos Desasosiegos menores, Premio Nacional de Cuento UIS 2010, publicado también bajo el título Hombres sin epitafio, por Ediciones Pluma de Mompox, fue considerado en los Premios Nacionales de Literatura Libros y Letras 2011 como uno de los cinco mejores libros de ficción publicados ese año en Colombia. Textos suyos han sido traducidos al árabe, alemán e italiano y aparecido en antologías de Colombia, España y México. Editorial Universidad de Antioquia publicó en 2015 Un lugar para que rece Adela, su más reciente libro de cuentos y del cual hace parte el relato aquí publicado.

La manzana de Adán, un cuento de Marco Tulio Aguilera Garramuño


No comas nunca nada que no seas capaz de digerir
Nada que no seas capaz de vomitar

Rosario Castellanos

¿Quién eres?, le pregunté al verla por un segundo libre de la horda de sus asediantes. Había pasado de los brazos de uno a los brazos de otro con una impudicia que tenía en vilo a la concurrencia. Se plegaba a los cuerpos ajenos con pasión de enamorada o de loca, súbitamente abría los brazos como si quisiera volar y se lanzaba al abismo. No terminaba de caer porque siempre había algún individuo dispuesto a recogerla.
—Soy un mal necesario, soy una mujer —, dijo sonriente sin separar los labios de la copa y los ojos de su propio ensimismamiento.
—¿Te llamas?
—Lilith, como la primera mujer de Adán —. Indiferente por completo a las miradas de los que la estaban acechando, era consciente sin embargo del odio que como una baba de tlaconete liberaban las mujeres  (nada hay tan detestable para las hembras como una seductora escandalosa) y que fluía hacia su cuerpo en una neblina de humo y sudor.
—¿Quieres conocer el infierno? búscame y lo encontrarás. Creí que era un papel bien ensayado, el resultado del alcohol o tal vez la recidiva de una simple frustración, la cola de lagartija del deseo de ir más allá. Quizás una hembra en su etapa de liberación, un mal matrimonio, un amante infiel. ¿Estás seguro que quieres conocer el infierno?, preguntó, tomando los botones superiores de mi camisa entre los dedos índice y pulgar con poca delicadeza. Un gesto cinematográfico y ridículo, me dije.
—Sí es usted voy hasta la cocina nada más—, respondí con desidia—. Llevo cien días de abstinencia y le aseguro no estoy dispuesto a subir al primer tren.
—Conmigo el infierno está en cualquier parte, dijo, sígueme.
Me tomó de la mano y me llevó al baño. Se sentó en la taza, abrió las piernas, unas piernas soberbias, de atleta o de mujer que vive del cuerpo, colocó sus manos sobre las rodillas y dijo:
Muéstrame tus argumentos.
Me miraba retadora, aleteando con sus piernas. Me dije casi con desilusión: es una prostituta colada en una fiesta de borrachos, quiere un encuentro rápido y billetes fáciles, luego huir a su caverna. Y sin embargo no había en ella esa abyección, ese cálculo de las mujeres de la vida.
¿Qué tienes que ofrecerle a una mujer como yo? No esperó que le respondieraTodo lo tengo, agregó, tomó una de mis manos y se la llevó al pecho.¿Qué sientes? No supe precisarlo. Era como una extraña aspereza, supuse un tejido rústico, uno de esos trajes de firma que ocultan lo inesperado, la piel de un tiburón, lija pura. Bajo esa especie de armadura una robusta maquinaria le hacía vibrar el pecho.
—No soy solo una mujer, soy algo más. Tengo alas, ¿quieres tocarlas?
Le dije que no.
—No alas de ángel, sería una falta de estilo, sino alas membranosas. En mí encontrarás sólo desgracia y terror. ¿Todavía me quieres?
Le dije que sí.
Entonces ven, dijo, te voy a usar.
Con prisa de profesional organizó mi cuerpo para obtener un placer estrepitoso, casi mecánico. No puedo jurarlo, pero incluso en su brusquedad aquello me pareció auténtico. Compuso su ropa y luego dijo:
Ahora olvídame, no soy para ti ni para nadie. Cuando te necesite yo te buscaré, concluyó.
Salí mareado del baño, la perdí de vista. Tomé un trago que me supo al lavar de manos de cirujano tras la operación exitosa. Casi con desinterés comencé a buscarla con los ojos.
¿Quién era? Nadie supo decirme. Conjeturas sí: una maniática escapada de la reclusión familiar, una millonaria hija de la mala fortuna, la esposa de un alto funcionario, una alcohólica sin redención. Nadie estaba seguro.
Como yo, había media docena de individuos haciendo preguntas sobre la misma criatura. Llegó en taxi y desapareció en escoba, dijo uno de sus dolientes. Creo que se escurrió por la taza del baño, comentó otro.
Bastó la ausencia de Lilith para que la fiesta cayera en un marasmo de misa de difuntos. Uno a uno fueron desfilando los invitados, muchos de ellos contritos, con el rostro bajo y sintiendo sin duda la espada de los ojos de sus mujeres caer sobre sus nucas. Ya en la calle florecerían las lenguas. 
Regresé a mis rutinas, quise olvidarla, pero en sueños comenzó a visitarme y cada noche abusaba de mí hasta dejarme exánime. Súbitamente despertaba húmedo y en medio de la oscuridad y adivinaba su presencia a mi lado, vigilándome. Soy un hombre de rutinas, de pesos y medidas, y aquel gasto de energía estéril me dejaba convertido en un sonriente e inútil pedazo de carne. Comencé a obsesionarme por sus palabras. Tenía razón: había algo de infierno en el hecho de haberla conocido. Quien te vio jamás te pudo olvidar. ¿Dónde leí o escuché esa frase?
Recurrí a mi amigo, el erudito.
—¿Lilith?—, dijo Marcio Antonio, sacando de su biblioteca el Fausto de Goethe. (Antes de hacerlo se lavó las manos y se las secó concienzudamente.) Me leyó un parlamento:—“Fausto: ¿Quién es aquella?; Mefistófeles: Obsérvala con atención. Es Lilith; Fausto: ¿Quién?; Mefistófeles: La primera mujer de Adán. Ponte en guardia contra sus hermosos cabellos, el único adorno de que hace gala. Cuando su cabellera logra atrapar a un hombre, no lo suelta tan fácilmente”.
—Así que conociste a Lilith, dijo cerrando el libro —, no te asustes, disfruta de ella. Si le muestras temor, acabará contigo. A todos los hombres nos llega por lo menos una de su especie en la vida. Lilith ha sido definida como una serpiente tortuosa, que hace reír a los niños de noche. Recoge las emisiones nocturnas de los hombres y está presente cuando las parejas copulan. Lilith gobierna legiones de demonios.
Marcio Antonio es el tipo de hombre que no vive la vida sino en los libros. Lo único que vale para él es la sabiduría. Un hijo suyo se suicidó porque no pudo estar a la altura de las expectativas de su padre. Marcio quiso que el muchacho estudiara griego eleático, arameo y otras siete lenguas, entre ellas el náhuatl. El chico quería ser futbolista, terminó una licenciatura en filosofía a golpe de latigazos, le entregó el título a su padre y luego se lanzó de cabeza desde el puente de Xallitic. Marcio le dio un entierro económico y volvió a sus libros.
—No hay que sufrir por nada, hermanito. Por nada. El mal es una necesidad metafísica. Eso ya lo sabían los presocráticos. El dolor, la desgracia, no sólo son útiles sino indispensables. Sin ellos el mundo sería un caos. Todavía viviríamos en cavernas.
Marcio Antonio colocó el libro en su lugar y volvió a lavarse las manos. Mientras se las secaba dijo:
—Cuando murió el nené, le di su sepultura y cerré el capítulo correspondiente.
Extendió con delicadeza la toalla, se miró en el espejo y habló dándome la espalda:
—Mujeres como esa han existido desde siempre y en todas las culturas. La Lilith que te visita es la encarnación del mal, es tu parte oscura.
Tomó un vaso de agua. Marcio no bebe sino agua. Es parte de su disciplina. Un vaso de agua cada treinta minutos, 36 vasos en el curso de 24 horas. Duerme seis horas. Lee el resto del tiempo y hace pausas de media hora para comer lo mínimo. Es pensionado. Su mujer huyó tras la muerte del nené.
—No se trata de entidades divinas, sino de imágenes numinosas, imágenes que atrapan a los hombres, los conmueven y generalmente los llevan a la perdición—, dijo como emitiendo una sentencia.
Volvió a lavarse las manos, se las secó y tomó un segundo libro. Leyó:
—“Todos quieren a la mujer-nahual. Ella nunca se niega. Les dice: ‘Estoy lista para usted. Haga conmigo lo que quiera’. Les pone una cita en lo oculto del monte. Los espera desnuda. Súbitamente el hombre descubre que la mujer no tiene espalda, sino un hueco que está recubierto por una corteza de árbol. A partir de ese instante el hombre está perdido.”
Leía con absoluta severidad, adoptando un gesto de sumo sacerdote.
—Aunque también puede ser una farsante, una empusa.
— ¿Empusa?
—Un demonio inmundo—, dijo Marcio —, hija de Hécate, divinidad infernal. Cuídate, porque un día de estos vas a amanecer en la cama con un ser hecho de excremento y con zapatillas de bronce.
Salí de casa de Marcio de buen humor, con muchas ganas de ver a mi empusa de cabecera. A mi primitivo entender los viejos dioses, evidentemente más imaginativos que los contemporáneos, ya no tienen jurisdicción en un mundo de computadoras y amores desechables. Horus, Hécate, Orfeo, Semele, la Coatlicue y toda la pléyade de deidades y subsidiarias sólo podían seguir habitando en cabezas como la de mi Marcio Antonio, bendito sea.
Tengo 40 años y estoy solo. Quiero reiterarlo. Si no lo declaré antes, lo digo ahora. Tuve dos esposas que terminaron neurotizadas por mis manías y como premio a mi libertad recibieron lo que les correspondía legalmente. Yo vivo con poco y en mi caso poco es mucho.
Abandoné mis citas en el consultorio y me dediqué a cazar a Lilith. Entendí que ella me había privilegiado a mí, entre la multitud de sus asediantes, pues me ofreció el infierno. Me dediqué a buscar información en Internet. Referencias talmúdicas:
Lilith se hace crecer una larga cabellera. Lilith es una demonia con aspecto humano, sólo se diferencia de otras mujeres porque tiene alas. El Rabí Hanina dijo: “Un hombre no debe dormir solo en una casa porque Lilith se apropia de los que duermen solos”.
Entonces recordé, o por lo menos le di su justa importancia, al detalle de su cabellera. ¿Cómo pude haberlo olvidado? Al girar en el baile, sus cabellos se aferraban húmedos a los cuerpos de sus asediantes. Lilith tenía la sorprendente habilidad de deshacer esas marañas con un paso de baile invertido. Me arrepentí de no haber aceptado la oferta de tocar sus alas. Hice el experimento de dormir acompañado por mi perro —confieso que se llama Lacan, y espero disculpen la obviedad— y el resultado fue que la criatura no me visitó y amanecí incólume, con vigor de adolescente y empeñado en liquidar el asunto de mi demonia de cabecera.
Le comenté a Marcio mi triunfo sobre los sueños.
—Bravo, respondió. Ahora duerme lejos del perro. Si te visita en sueños todas las noches, no le temas, espérala. Si ella insiste en que es Lilith, la verdadera Lilith, y que ella no es una mujer común y corriente, sino una diablesa mayor, tú infórmale que no eres un hombre común y corriente.
—¿No soy un hombre común y corriente?
—¿Recuerdas esa frase de Borges que dice que un hombre es todos los hombres?
—Sí—, le dije —, pero me parece solamente un argumento retórico, filosofías de esas que inventan los escritores para tener su propio aire y para dar de qué hablar.
—Exacto: son palabras, como palabras son las de tu amiga. Simplemente enfréntala con sus propias armas. Si ella es el demonio en mujer, tú eres el demonio en hombre. La fórmula es muy sencilla, casi de caricatura: todos los hombres tenemos a Dios y al Diablo adentro. Sólo que los hemos arrinconado con tanto aspaviento y desglose—. Así habla Marcio a veces. Lo importante es que se le entiende. —Todos los hombres tenemos al demonio adentro, ¿lo sabes o no?
—Yo debo de tener un demonio doméstico, un daimoncito como el socrático, pero ya casi sin pilas: nunca he podido practicar el mal sin tener escrúpulos y regurgitaciones. A mis pacientes les recomiendo practicar sus perversiones con mesura.
—Te falta seriedad, amigo. No debes jugar con las potencias.
—¿Qué debo hacer?
—Si no la encuentras a pesar de llamados y conjuros, olvídala, que ella te olvidará.
Pero no me olvidó o tal vez fui yo quien se empeñó en tenerla presente. Comencé a verla en todas partes. Seguí a mujeres por la calle, me senté en los cafés, entré al cine, y allí estaba, seguro que allí estaba, con su cabellera casi arrastrando tras ella y un efluvio espantoso de almizcle o menta o hierbabuena o ruda. En el último instante, cuando iba a abordarla, cambiaba de forma. Supuse que había dos posibilidades. O me estaba enfermando de imaginaciones o ella efectivamente era un ser protéico. Tracé planes para sorprenderla antes de que cambiara de forma. Llegué al extremo ridículo de disfrazarme para llegar a su lado sin que tuviera tiempo de metamorfosearse.
Mírenme, un respetable doctor en psiquiatría, sujeto a los juegos de aquella adolescente.
¿Ya dije que era muy joven? Sí. Lilith tendría apenas entre quince y veinte años. A veces aparentaba treinta o más. Dependía de la luz, de sus gestos, todo contribuía a hacerla movible.
La vi sentada, fumando con displicencia acodada en el bar Los Cazadores, un sitio de ínfima reputación —supe que algún crimen se había cometido en sus penumbras—. Yo portaba, ay Dios, qué gilipollez, anteojos oscuros, una de esas gabardinas amplias de detective de serie televisiva y un maletín de cuero que me hacía asemejar a un ejecutivo de los que caminan en manada por la Quinta Avenida de Nueva York.
Me acerqué en puntas de pies temiendo que volteara y en un acto de celérica prestidigitación dejara de ser esa criatura inquietante, de cabellera como obsidiana, para convertirse en una matrona con olor a cebolla y perejil. Sin voltear me dijo:
—Está bien, doctor, me encontraste. ¿Estás dispuesto a visitar el infierno?
Le dije que sí.
—Tú pagas—, dijo.
Se prendió de mi brazo en pantomima conyugal y salimos. Entramos en el primer hotel, que se llamaba justamente El Infierno. (La imaginación de los alcahuetes puede ser erudita sin esfuerzo alguno. No necesitan leer a Dante para encontrar ideas.) Caminamos sobre una alfombra color melón, raída por el tiempo y el descuido. Pagué una suma irrisoria. Lilith desde la puerta de un elevador que parecía un cadalso gritó con menos delicadeza que simpatía:
—¡Una botella de buen vino blanco alemán y cacahuates japoneses, pronto, que tenemos prisa!
Subimos al cadalso obviando el estupor del recepcionista.
—¿Tenemos prisa?
—No. Solamente lo dije para marcar la diferencia.
—¿Así que éste es tu infierno?
—No—, respondió indignada—, es el infierno de todos—. Y cambiando de tema, tal vez tratando de desarmar la situación: —¿Cómo estás? ¿Te sientes bien? Te necesito fuerte —. Al tiempo que apretaba el botón del décimo piso me aferró las dos virtudes que penden de mi bajo vientre. —¿Estás cargadito?
En ese momento pensé que la aventura estaba yendo más lejos de lo que podría imaginar la mente de un paranoico delirante. Esa mujer no era una ramera común y corriente, sino una, perdónenme la imbecilidad, una auténtica bestia, una cualquiera, una de tres por cinco, quizás con más enfermedades que las aportadas por los jinetes del mismo Apocalipsis. 
Lilith vio mi vacilación, que poco a poco se convertía en espanto. Bajó los ojos. Noté que sus pestañas se humedecían. Parecía una virgen al borde de la inmolación, había castidad en su rostro y un abatimiento total en su cuerpo. Detuvo el elevador. Apretó el botón de la planta baja.
—Ya no quiero llevarte al infierno—, dijo. —La verdad, amigo, es que estoy un poco loquita. Nunca había hecho lo que hice contigo en la fiesta.
      Entonces se desencadenaron las confesiones:
—Hace una semana salí de un colegio de monjas, donde me tuvieron recluida por seis años—. El ascensor se detuvo, se abrió la puerta, y volvió a cerrarse. Permanecimos en el interior. —Mis padres  son unos vulgares millonarios que me encerraron en Suiza y se olvidaron de mí. Pasé mis soledades leyendo libros prohibidos que me proporcionaba un curita lujurioso y medio desorientado.
De su bolso sacó un espejo y comenzó a pulirse el maquillaje con una pequeña brocha. Sentí algo de alivio (alivio risueño, casi escéptico, si es que tal cosa existe) al ver que su rostro se reflejaba convencionalmente.
—Mi imaginación está llena de las escenas más sicalípticas y descabelladas. Todo por culpa de ese curita. El pobre estuvo enamorado de mí durante los seis años de clausura  y no halló otro consuelo que acariciarme las piernas en el confesionario, avanzando centímetro a centímetro, sin nunca llegar más allá de medio muslo. Como castigo tenía que conseguirme una novela debauché por semana. Leí todo Sade, Huysmans, Bataille, Vargas Vila, Pierre Loti y llegué a creer que ése era el mundo real.
Supuse que había llegado el momento de acercarme a ella. Y aun entonces no me dejé llevar por el lugar común del instinto. Permanecí a distancia, estudiándola.
—Cuando te conocí pensé que podía jugar a la Mesalina contigo. De todos los que me asediaban me pareciste el más manejable, un tipo innocuo.
Encajó el calificativo con buen talante. Casi con superioridad.
Su confesión me enterneció. Era una mujercita equivocada, un ser humano elemental, víctima de las circunstancias, de todos modos, mujer, y tenía los instintos normales y yo era un hombre—no todos los hombres, sino el doctor Equis, cuya reputación se tasaba en honorarios de varias cifras— de modo que la llevé (o me llevó, no sé) al cuarto y tras el vino —que no fue ni blanco ni alemán, sino simplemente espantoso— y los rituales de costumbre, nos desnudamos sin dejar de hablar, la tendí en la cama de espaldas. Súbitamente noté que sus ojos fulguraban y su rostro sufría una transfiguración inefable.
—¿Quieres que yo me acueste de espaldas? ¿Quieres acostarte encima? ¿Quieres penetrarme, abrirme como a una vaca muerta, quieres humillarme? No, doctor. Yo también fui hecha de polvo y soy tu igual. No tengo por qué someterme.
Aquella actitud contradictoria me enfureció. Quise forzarla y tengo que confesarlo, el forzado fui yo. Con un hábil y violento movimiento de luchador olímpico me puso de espaldas contra la cama, colocó las manos como garras sobre mi pecho y dijo:
—No soy una niña de las monjas, imbécil, soy el demonio, y tienes que darme placer o no sales vivo de este cuchitril.
¿Tengo que decirles que me asusté? No, no me asusté. Recordé las palabras de Marcio: si ella es mi igual, yo también soy su igual. Somos de carne y hueso. Si ella es todas las mujeres, yo soy todos los hombres. Ella y yo tenemos a Dios y al Diablo en el cuerpo. Cerré los ojos, sintiendo que mi parte más sensible era una estaca enterrada en el pecho del vampiro, y comencé a rememorar a mis dos hipocondriacas ex esposas: nunca hubo mejor revulsivo contra el placer: Aurelia me llamaba Canguro, por alguna razón que nunca comprendí; Astrid en los últimos días se comía las uñas y las escupía en mi plato; Aurelia, entre sueños, me pasaba una de sus jamonas piernas sobre el vientre; Astrid roncaba como un trailero... Esos recuerdos me permitieron guardar el vigor hasta el último instante.
—Ya—, dijo Lilith cuando apenas habían pasado dos o tres escenas algo rústicas de la vida conyugal. —¡Ya!—, dijo casi con rabia.
Y yo, abriendo los ojos, pregunté:
—¿Ya qué?
—Quiero que vengas.
—Aquí estoy.
—Quiero que te vengas, hijo de puta, triple hijo de puta, marrano despreciable.
Esas imprecaciones, que entendí como una forma de suplicarme compasión, me la entregaron inerme. Supe que demonio o mujer, la tenía en mi poder y me dejé ir.
—¿Qué soy para ti?—, dijo jugando con el vello de mi pecho, como recuperando un aire retozón de doncella.
—Un intento fallido de mujer fatal—, dije. Lanzó una carcajada desagradable.
—Cómo eres inocente. ¿Has oído hablar del Zohar?
—Muy poco, y todo lo he olvidado, creo que Borges lo menciona con frecuencia.
—Ese tonto—, dijo Lilith. Me asombró la coincidencia en juicios literarios. —Barajó dos o tres libros y engañó a millones de snobs que no habían leído las verdaderas fuentes. En el Zohar se habla de mí: soy una hetaira perversa, la madre y maestra de todas las traidoras, actriz insuperable, tengo relación con los demonios lascivos y me acosté con el mismo Salomón y con el rey David. Si lo quisiera en este mismo instante me mostraría ante ti con mi verdadero aspecto: mitad humana, mitad ave de rapiña. ¿Sabes que he logrado vivir tantos siglos como tiene el hombre sobre la tierra?
Ya me estaba cansando, quería regresar a casa, cumplir con mi rutina de consultorio, olvidar tanta insensatez. El hecho de que permaneciera impávido en aquella situación del todo inusual me hacía barajar posibilidades del todo distantes. Uno: la mujer estaba loca y yo era un imprudente o un abusivo al usar su cuerpo para mi deleite. Dos: los límites de la realidad habían sido trascendidos en algún momento y ella era de verdad un ente de otro plano. Tres: quien estaba delirando era yo.
Lo que sí era muy claro es que yo aceptaba aquello con una actitud tan deportiva que no lograba entenderme.
Es cierto que la escena anterior había tenido colores brutales, pero no tan fuertes como para espantar a un visitante asiduo de los peores manicomios. He visto a hombres correr, tomar vuelo y lanzarse de cabeza contra el pavimento. Los he visto levantarse sonrientes, bañados en sangre, tomar vuelo y volver a clavar el cráneo en el cemento. Caminar por el fuego o clavarse puñales en el rostro son escenas frecuentes en oriente. Lo he visto todo. Nada de lo humano me es ajeno.
La criatura parecía no haberse dado cuenta de mi indiferencia.
—He logrado vivir tantos años porque todas las noches me dedico a drenar los fluidos masculinos—, dijo Lilith.
Bah, aquello ya pasaba al otro lado y llegaba hasta el borde de la insania. La pobre: era una hija aventajada del Quijote. Tanta pornografía le había hecho mierda el sentido de la realidad. Vade retro, Satanás, dije cansinamente, para hacerla sentir en casa. Me vestí y la dejé rumiando sus fantasías.