AVANCES, AUTORES, FICCIÓN, NUEVAS VOCES

Este cuento se acabó, de David Betancourt

David Betancourt (Medellín, 1982). Reside en México. Cuentista, periodista y filólogo hispanista. En 2011 Editorial Universidad de Antioquia publicó su libro Buenos muchachos (mención de honor en el VI Concurso Nacional de Libro de Cuentos Universidad Industrial de Santander). En 2013 la editorial venezolana Equinoccio publicó su libro Yo no maté al perrito y otros cuentos de enemigos (ganador del Concurso Internacional de Escritura Creativa, Caracas, Venezuela), también publicado en 2014 en Colombia por Ediciones Escritura Creativa. A principios de 2015 la Universidad Industrial de Santander publicó Ataques de Risa (Ganador de la X edición del Concurso Nacional de Libro de Cuentos UIS) y meses después lo hizo la Gobernación de Norte de Santander, luego de ganar el XVII Concurso Nacional de Libro de Cuentos Jorge Gaitán Durán.

Matías tenía un cuerpo fornido, unos dientes blanquísimos, una cara de lo más pulida, me trataba muy bien, le gustaban como a mí los cuentos de Fontanarrosa y escribía poemas. Era el hombre perfecto. Antes de irse a Guadalajara a hacer su maestría me pidió que escribiera cuentos al por mayor y ganara concursos y, por ende, mucha plata para que me fuera a vivir con él allá. Y eso hice. Me dijo que yo tenía talento y yo le dije que deseaba tanto ser escritora que estaba dispuesta a todo, incluso a escribir. Nos despedimos llorando. Me prometió esperarme y yo le prometí ganarme un concurso.
Ayer, como todos los días en la mañana, abrí el correo electrónico en busca de buenas noticias y, entre muchos, ahí estaba el que ya no esperaba: “Veredicto del XXX Concurso Internacional de Cuento Narraciones Ejemplares”, con sede en España, que pagaba veinte mil euros, plata suficiente para irme a vivir unos años con Matías a la tierra del Chapulín Colorado. Digo que no lo esperaba porque había adjuntado el archivo con el título del cuento pero sin el cuento, es decir: sin letras, la hoja en blanco, vacío; incluso así se titulaba: “Vacío”, y todo por estar pensando en mi hombre, por distraída, por boba. No había caso, había tirado a la basura mi mayor esperanza. Pensé en eliminar el correo sin leerlo, sin enterarme de quién había sido el ganador. Pero no lo hice. Lo dejé ahí, en la bandeja de entrada, intacto, y me fui para el parque a distraerme un poco. Me encontré a Paloma tomando tinto y le conté todo.
Le conté que todo empezó cuando a Matías se le dio por irse. Que me dediqué a escribir y a escribir cuentos. Hacía de tres a cinco por día, como una maquinita de historias. Había perdido, hasta el veredicto de Narraciones Ejemplares, aproximadamente treinta concursos. No gané ninguno ni quedé finalista ni nada pero no interrumpí la producción. Le confesé que mi sueño era ganarme un premio para irme a Guadalajara a vivir un tiempo con Matías mientras terminaba sus estudios y devolverme con él para casarnos y tener hijos. Sencillo. Siendo sincera, le dije, de mis montones de cuentos solo me gustaban dos y los demás merecían perder. Paloma, entonces, me habló de Sensini, un escritor de cuentos creado por Roberto Bolaño, y me sugirió enviar a varios concursos a la vez, con distintos títulos, los dos que me gustaban, los que se salvaban de mi mediocridad. Risa, a Sensini le funcionó, me dijo, y hasta pagaba el arriendo con la plata de los premios. Me aseguró que nadie se enteraría de la trampa y yo me podría ir detrás de mi nuevo novio. Yo le conté lo de “Vacío”, mi hoja en blanco, y lo de las presiones de Matías que me apuraba a ganarme un premio y me decía que me estaba esperando, que ganara pues, que no le fuera a salir con un cuento chino, con un cuento raro. Por último, le conté lo del correo que no abrí, que me esperaba en casa con una noticia. Abrilo, Risa, me dijo Paloma, así y todo pudiste ganar, y me contó una historia.
Paloma sabe mucho de arte y de literatura y de muchas cosas de la vida, y de lo que no sabe habla con tal propiedad que se convierte en verdad. Por eso, me dijo, y yo le creí, mi caso era muy similar al del mendigo que se quedó dormido en un museo y un coleccionista, pensando que era una obra de arte, lo adquirió por ciento cincuenta mil euros. Mi cuento, en este sentido, me aseguró Paloma, podría tomarse como un atrevimiento, una acción valiente que trascendía los límites físicos de la literatura, una idea transgresora e inteligente, una burla a la escritura tradicional, como un riesgo, algo innovador… Al principio me pareció absurdo lo que decía mi amiga, pero luego me pareció lógico y supe entonces que existía aún una posibilidad de ganar. Me llené de esperanza y de curiosidad, de ansias. Le agradecí a Paloma por su punto de vista que me favorecía y me despedí. Antes de que me fuera me contó que la crítica había creado una nueva escuela llamada mendicismo pictórico y que al mendigobra lo estaban exponiendo en museos del mundo entero, que se había vuelto famoso y que, me aseguró, con mi hoja en blanco yo también podía volverme importante. En el camino sonreí recordando que el mendigo había mordido a dos críticos de arte que se atrevieron a decir que era “bello”, y me imaginé ganándome el premio y mordiéndole las nalgas a Matías en Guadalajara. Risa, andá y abrí el correo de una vez, fue lo último que dijo Paloma, y me contás si ganaste. Es muy probable.
Al principio, contagiada por la academia, por los pésimos profesores que tenía en filología, me puse a escribir cuentos que ni yo entendía: rebuscados, arrogantes, inaguantablemente arrogantes, de esos en los que el escritor quiere mostrarse, lucirse, exhibirse, para demostrarles a los lectores que sabe mucho, que es escritor, que se aprendió las palabras más raras del diccionario. De esos cuentos que no cuentan nada, no dicen nada, no tienen historia, solo letras y letras y palabras y palabras, de esos que se escriben todos los días en la academia, en los talleres. Es decir: basura, incontinencia retórica.
Luego de ningún reconocimiento, de nada de nada, recapacité y cambié el método: dejé de escribir mis vivencias que a nadie le importaban ni conmovían y me apoyé en los grandes. Parafrasié “El perseguidor”, “La puerta condenada”, “El jorobadito”, “El cocodrilo”, “Solo vine a hablar por teléfono”, “El ahogado más hermoso del mundo”, “Besacalles”, “La gallina degollada”, “No oyes ladrar los perros”, “Macario”…, varios de Ribeyro, Fontanarrosa, Fonseca, Onetti, Monterroso, Bioy Casares, Soriano, Walsh, Carver, Poe, Saki, Bukowski, Maupassant…, ninguno, por supuesto, del sobrevalorado, retórico y aburrido Roberto Bolaño. Pero nada. Tampoco tuve éxito. Y lo peor de todo fue que empecé a sentirme menos que Matías, a sentir que no lo merecía, pues qué iba a querer él tener una novia Record Guinness en fracasar, en perder concursos sin misericordia, destacada en destalento.
Matías, mientras tanto, sospechaba de mi suerte porque no dejaba de apurarme. Ganate uno aunque sea, Risa, me decía, pensá en mí que estoy solo por acá lejos, no seás desconsiderada. Y yo le decía que paciencia, ya casi, amor, que me entendiera, que había mucho concurso arreglado, que mis cuentos perdían con otros muy malos, inmerecidamente, que estaba a esto de ganar, a nada, paciencia, que la corrupción, los amiguismos, esto y aquello, que ojo con las chilindrinas, Matías, y que te amo y que ya casi. Dame tiempo, por favor, ¡el tiempo todo lo cura!, le dije, y él me dijo que no había tiempo para la locura ni tiempo para dar tiempo. Apurate, Risa, ganate uno gordo.
Sí, uno gordo, así me dijo Matías, y me acordé de inmediato de los veinte mil euros del XXX Concurso Internacional de Cuento Narraciones Ejemplares y del veredicto del jurado que no había leído. Soñé. Me vi montada en un avión, pisando tierras españolas, levantando las manos, recibiendo aplausos, halagos, el cheque, firmando libros, camisetas, posando para las fotos… Volando luego a Guadalajara, con mi éxito, y quitándole la ropa desesperadamente a Matías, que tenía un cuerpo fornido y unas nalgas paradas que necesitaba ver urgentemente. Y unos dientes blanquísimos que me gustaba lamer. Me vi caminando por el centro, por el Parque Berrío, perseguida por mis fanáticos, riéndome del caos de la ciudad que producía mi presencia, de los tacos, choques, de mis admiradores luchando entre ellos por tocarme, por verme, preguntándome si yo soy la famosa, la que echa cuentos, llorando cuando me subía a un bus y me les perdía…
Encendí el computador con el impulso que me había dado Paloma y con el temor de las presiones de Matías. Me quedé ensimismada mirando el asunto del correo: “Veredicto del XXX Concurso Internacional de Cuento Narraciones Ejemplares”, sin parpadear. Patética. Ahora, a diferencia de la primera vez, tenía esperanzas. Antes de todo fui donde la abuela y le pregunté si alguien con acento español me había llamado. Nadie, dijo. Volví a la pantalla del computador, pero me entretuve mirando otras cosas. Sentí miedo de que alguien de los que odio triunfara, pues varios compañeros de filología habían participado, al igual que muchos engreídos del circo de literatos del país. Pensé que si “Vacío” se hubiera ido a concursar lleno, con letras, era muy probable que hubiera ganado, porque el cuento, modestia aparte, era genial, una obra maestra, un clásico moderno. No era un cuento cualquiera. Por un descuido había tirado a la basura mi mayor esperanza. Apagué el computador sin leer el veredicto y me eché a dormir.
Sí, era mi mayor esperanza, porque cansada de perder me reté a escribir solo un cuento, mi gran obra. Y la escribí. Escribiendo “Vacío” me tardé un año entero. Matías ya no me apuraba sino que me exigía ganar o me dejaba y se conseguía una cuentista de verdad, una mujer ganadora.
Lo pensé, lo repensé, lo escribí, lo reescribí, lo volví a empezar, le cambié el final, el principio, lo del medio, lo desbaraté, lo rehíce, lo corregí, lo podé, lo pulí, le busqué errores como si hubiera sido escrito por un enemigo, lo dejé reposar, lo repudié, lo retomé, lo maduré, le puse el punto final, lo abandoné satisfecha. Su prosa era una digna combinación de la prosa potente de los mejores prosistas de todos los tiempos: Mujica Láinez, Azorín, Mariano José de Larra… La historia tenía fondo, era conmovedora, inteligente… El lenguaje era directo, sin adornos, coloquial, pues yo defendía la opinión de Juan Ramón Jiménez de que “quien escribe como se habla, irá más lejos y será más hablado que quien escribe como se escribe”. Y lo envié. Y solo me enteré de mi error dos semanas después, cuando la fecha había pasado y no había nada que hacer.
Matías supo solo que estaba concursando, no sabía de mi descuido, y que mi número de participante era el 666. Me dijo que esa cifra significaba algo, le decía algo, que yo iba a ganar, y me pidió, feliz, esperanzado, iniciar los trámites para irme a Guadalajara y averiguar los pasajes, que él en sus momentos libres buscaría una pieza para los dos, grandecita para que cupiera todo el amor y puro bla bla bla de reencuentro, felicidad, expectativa, positivismo…
El correo, en la bandeja de entrada, seguía esperando impaciente que lo abriera. Una mujer me llamó y me dijo que yo había ganado, que felicitaciones, chavala, es un cuento espectacular, tía, vamos, joder, y luego se rió y se fue al infierno mi alegría y el acento español de Paloma. No me gustan tus charlas pesadas, le dije, y ella me dijo, suponiendo que había perdido, como era casi que obvio, que esas no eran penas, y me preguntó si había ganado uno de esos colombianos que odio, y yo le dije que no había leído aún el fallo del jurado, y ella me dijo que seguramente el premio se lo había llevado un argentino o un español, que se los ganan todos, que no me desmotivara y enviara mi cuento genial, el “Vacío” lleno, con distintos títulos a varios concursos como me lo había recomendado, pero yo le dije que ni modo, que ya todos habían pasado, que había terminado la temporada de concursos y que ninguno pagaba tanto como Narraciones Ejemplares, le dije que lo mejor era retirarme y olvidarme de una vez por todas de Matías, de mi futuro como cuentista, que yo era un fiasco, que era ridículo pensar que una hoja en blanco merecía veinte mil euros. Colgué. Luego le di clic al correo y me tapé los ojos con las manos antes de ver la noticia.
La contradictoria de Paloma también me dijo que me dedicara a la crítica, que era lo que quedaba después del fracaso literario, que me retirara, dejara de participar en concursos y olvidara a Matías y me volviera a cuadrar con Lucas que sí valía la pena, que hasta pechos me había regalado y siempre estaba ahí, dispuesto a dejarse engañar y manipular. O que, me aconsejó, mandara a concursos cuentos de otros con mi nombre, que eso no era pecado, pues, por ejemplo, Oscar Wilde había dicho que el verdadero genio roba, y esa frase se la robó Picasso. Primero hay que ganar concursos, publicar y luego escribir, me dijo.
Me dijo también Paloma, que todo lo sabe, que los concursos son una farsa, están arreglados, tienen el ganador antes que las bases, sin fallarse el concurso ya están editando o imprimiendo la obra ganadora, premian siempre a alguien de la casa y se reparten el premio con los organizadores… O, por ejemplo, continuó mi amiga, pasan cosas como la de García Márquez, que confesó que siendo jurado de un concurso de cuento, como no tuvo tiempo de leer los doscientos que llegaron, se puso a tomar ron con los demás jurados y cuando estaban borrachos los convenció de tirar al cielo todos los cuentos y en el aire agarrar al ganador. Los concursos son una trampa. Y yo le creo a ella porque tiene mucha experiencia: de niña escribía cuentos sin saber leer, me dijo un día, además se ha ganado como dos concursos de ochocientos en los que ha participado, lo que le da la autoridad para hablar del tema, para aconsejarme que me vuelva crítica, que lo único que se necesita para eso, según Oliveira el de Rayuela, “es buena memoria para decir nombres, fechas, citas y frases de otros, pero nada piensan por sí solos”, y esto es más fácil, me dijo, y se acomoda a mi perfil. Además, me dijo que Narraciones Ejemplares estaba contaminado, que se le veía por encima, que de todas maneras hubiera perdido. Paloma era contradictoria: me dijo en el parque que podía ganar y me llenó de esperanza, y luego me dijo esto, que me desmotivó.
Me quité las manos de los ojos y vi un chorrero de letras en el cuerpo del mensaje. No leí. Fui donde mamá y le pregunté, solo por curiosidad, si en la tarde me había llamado alguien con acento español. No entran llamadas, cortaron el teléfono, me respondió riéndose, y me enfurecí y pensé en Lucas, que siempre pagaba mis deudas, las de mi casa, y supe entonces que mi futuro estaba al lado de él, dispuesto siempre a endeudarse por mi felicidad, y no de Matías, que jamás me daría un peso y yo, además, no lo merecía a él.
Dispuesta a acabar con la incertidumbre y la angustia de una vez por todas fui a mi habitación a leer el acta. Eran dos hojas, parecía un cuento. Cerré los ojos y supliqué al techo, con mucha devoción, que no fuera el ganador el arrogante de Tobón, que criticaba todo lo mío y se ganaba todos los concursos en los que participaba y participaba en todos los concursos. Me moriría de la ira y de la envidia. Leí el tedioso protocolo del acta, con el corazón a mil, con esperanza y desesperanza, nervios e indiferencia. En ese momento recordé que había recibido una llamada de Paloma, así que no habían cortado el aparato. Entonces volví donde mamá y le pregunté que si alguien con acento español había llamado por teléfono a preguntar por mí en la tarde. Sí, ahora que me acuerdo, sí, dijo ella, y se puso a reír. No le creí pero le creí y subí corriendo a leer el fallo del XXX Concurso Internacional de Cuento Narraciones Ejemplares, dotado con veinte mil euros y con sede en España, premio deseado por cualquier joven escritor que necesite plata para ir a otro país detrás del amor de su vida.
Terminé de leer el protocolo y paré justo cuando se enunciaba el ganador. Mi cabeza era una vorágine de pensamientos. Curiosamente, esos pensamientos me favorecían. Pensé en el banano en el piso ocupando él solito una sala de cincuenta metros cuadrados en el Museo de Arte Moderno, que la gente visitaba y admiraba. Una bobada sin méritos era arte, me dije, así que una hoja en blanco, sin letras, vacía, como mi cuento “Vacío” también era arte, literatura, porque el arte y la literatura son ideas y no obra, como me lo había dicho Paloma.
Pensé también en el colchón envuelto en plástico de Sarah Lucas, que para los críticos no era un colchón envuelto en plástico sino “una reflexión irónica y feminista sobre la sexualidad y las relaciones humanas”. En este sentido, mi cuento “Vacío” tenía también posibilidades de ganar, pues el título era muy acorde con el contenido y el contenido transgredía toda la cuentística producida hasta ahora. En ese momento comencé a sentir una sensación extraña y agradable, como un buen presentimiento, una alegría, y entonces miré de soslayo la pantalla y me pareció ver mi nombre en mayúsculas: RISA. Pensé entonces que era un engaño visual producto de mis deseos y seguí pensando cosas que me favorecían.
Pensé en la obra de Loreto Martínez Troncoso, una pila de libros en el piso que, para los críticos, para los que saben, no era una pila de libros en el piso sino “un palimpsesto en el que la intertextualidad se convierte en instrumento de comunicación”. Y sí, Picasso decía que la gente encuentra cosas en las obras de arte, que uno no puso ahí, y, en este sentido, los jurados podrían haber encontrado mil bellezas y significados en mi hoja en blanco.
La idea de la hoja en blanco era entonces, sin duda, genial y merecía el gran premio de Narraciones Ejemplares. Si en realidad, como decía Paloma, los críticos y los jurados ven belleza, originalidad y valentía donde no las hay y se empeñan en extraer significados forzados, mi cuento era una muy buena opción para alzarse con el premio. Pensé en Matías, en los besos con babas que tanto me gustaban y en irme en un vuelo directo a Guadalajara, en primera clase, porque odio esperar.
Pensé en “El dinosaurio” de Monterroso, cuento tan celebrado, que tenía tan solo una línea más que el mío, siete palabras más que el mío. Pensé en “Me voy”, el último cuento que escribió el señor Confuzo antes de su desaparición, que, literalmente, dice: “Me voy. No conseguí lo que quería, así que mejor me voy por un tiempo”, del que los críticos dijeron maravillas y la gente del común, ignorante, dijo que no era un cuento sino una simple nota de Confuzo pegada en la nevera anunciando que se iba. Asimismo, pensé en los cuentos de muchas páginas de Guillermo Cardona, que demostraban que en ocasiones era más literaria la ausencia de palabras, la hoja en blanco, que la retórica y la escritura arrogante.
Pensé, por último, en el cuento ganador del Concurso Nacional de Ciegos don Braille, que solo eran punticos en alto relieve… En fin, luego del inventario hecho consideraba que mi hoja en blanco merecía ganar, y si perdía era injusto. Me emocioné mucho. Hice tiempo otro ratico antes de leer mi nombre.
Soñé con mi cuento “Vacío” en las librerías, publicado a manera de cartilla, de libreta de apuntes, en los estantes de todas las bibliotecas, en las escuelas, en las universidades, siendo el tema principal de los críticos y literatos, recibiendo elogios por mi originalidad y críticas por la estupidez del jurado. Soñé también sintiéndome escritora, por fin, porque ganar me hacía merecedora del apelativo de escritora. Me vi muchas veces abriendo una nueva hoja de Word, poniéndole el seudónimo, ideándome un título y ganándome así la vida, todos los concursos, y siendo considerada una cuentista prolífica, original, vanguardista, arriesgada, concreta, moderna, preocupada por la imaginación del lector que participa de la obra construyendo el cuento… Soñé recorriendo el mundo dando cursos, en las mejores universidades, de valentía, de transgresión, de originalidad, de ideas inteligentes…, al lado de Matías, mi representante.
Sin más aplazamientos leí atentamente. En el acta del jurado se hablaba de las falencias de la mayoría de las obras participantes, de los errores gramaticales, de las faltas de ortografía, de los lugares comunes recurrentes en los textos, de la incoherencia de género y de tiempos verbales, reiteraciones, pleonasmos, barbarismos, desconocimiento del género literario y, al final, del oficio de escritora de la ganadora, de la originalidad del cuento, de lo concreto, casi parco, de su contundencia, de la sorpresa de cada uno de los jurados cuando lo tuvieron en sus manos, de la decisión unánime, de lo bello de la economía del lenguaje, de lo simbólico, de la plurisignificación, de lo fuera de serie… En fin, de un cuento que, quizás, sea otra hoja en blanco como mi cuento, más blanca, más blanca, como los dientes blancos de Matías, que me repite a toda hora que soy mala novia porque no gano concursos ni plata ni nada, que lo abandoné en tierras lejanas, que no lo merezco…, y que me ha escrito un correo electrónico que me da miedo leer, que en el asunto dice: “Este cuento se acabó”.

Trece años, por José Luis Aguirre Aguilar

Por José Luis Aguirre Aguilar 


Hablo, digo estupideces.
La maestra de reojo me observa y no dice nada, pero tiene todo el semblante de advertirme no sé bien qué.
No se  atreve, por lo pronto. Hablo. Río. Le estiro la camisa al Güero. Se sonríe y su cara brilla con su sonrisa de niño. Me siento drogado. Chiflado. Babeante. No sé que es sentirse drogado. Pero lo intuyo.
Mucho ruido en el salón. La maestra golpea con un periódico el escritorio. Nadie le hace caso. Golpea más fuerte y entonces sí.
Güero me jala el pelo pero no me hace daño. Pendejo,  le digo. Se sonríe.
La maestra sale del salón. Antes dijo algo que no alcance a entender. Una tarea perdida para siempre en mi memoria. O un murmullo. O algo más fuerte que un murmullo. Angelita en una esquina del salón llora. No sé qué pasa. Platica con unas niñas, sentada en su banco del rincón y está llorando.
El gordo Bulmaro (que más que moreno es negro porque su piel es oscurísima), toma por la espalda a Javier y le tuerce los brazos. Gritos. No sé quién ni qué es lo que grita. Güero me jala el cabello otra vez.
Y hace unos momentos la maestra dijo algo.
Yo trato de no pensar en eso que dijo porque me ofusco. Eso que dijo, no sé bien como…, descifrarlo.  Simplemente me confunde.
Pinche vieja, ni sabe ni qué pedo, dice güero, cómo te va a decir eso. Qué, le digo. Pos lo de tu papá me dice, ¡Ah! contesto. Y es un ¡Ah! de un asombro bien fingido, desinteresado, pero con  una mezcla de confusión a fin de cuentas.
Bulmaro, el gordo negro, se cae con Javier y se ríen. Ruedan por una parte del piso de mosaicos rojos. Comienzan a circular bolitas de papel mojado con saliva. Una cae cerca de mí  y Güero dice, “espérate, no mames” dirigiéndose a Hernán quién es el que las ha puesto en circulación arrojándolas desde su banca. “Ay, perdón”, dice Hernán, y alza la mano a la altura de su pecho y yo le lanzo  una mirada de despreocupación que no alcanza, si quiera, a redondearse con una sonrisa leve.
Hay algo en el fondo de mí. Pienso.
¿Cómo es posible que te comportes así? Sobre todo tú. Debes tener mucho cuidado, fijarte como te compartas. Tú especialmente, en estos momentos, especialmente.  Fue lo que dijo la maestra hace unos momentos y yo quise ignorar, y dije que me confundía y que no podía descifrarlo. Dijo esto cuando entró al salón al principio de la clase, y me vio juguetear con el güero, subírmele a la espalda y casi caernos. Ahora todo, en este día de mi retorno a clases, por lento que parezca, empieza a dar vueltas  de formas tristes y cansadas.
Estoy cansado. Eso es. Muy cansado. Siento como si me hubieran chupado todas las energías. Veo al Güero y a Bulmaro y a los otros chiquillos. Y Ángela ya está bien, limpiándose las lágrimas y el salón con sus ladrillos rojos en las paredes brilla de una forma extraña. Como entre niebla.
Y las ventanas. Esas ventanas. Debería  de salir por una de ellas como en mis sueños. Cuestión de poner un pie encima del asiento del banco. El único problema  es que estamos en un segundo piso. Hay hojas grandes de arboles grandes, o de plantas muy grandes, no sé bien como llamarlas, puesto que son plantas muy grandes pero no son arboles; y puedo verlas aún más grandes a través de la ventana del salón claramente, desde este segundo piso. Sus copas y puntas forman un follaje espeso. Siento que puedo perderme entre ellas sin necesidad de caer al fondo, hasta el suelo, y lastimarme. Solo saltar por la ventana y  perderme sin regresar.
Es de lo que tengo ganas.
Y no es tanto un salto, sino… simplemente,  una forma apacible de salir por la ventana. Desaparecer. Salir. Como si justo después de atravesarla, bajara despacio hasta el suelo, pero antes de llegar al suelo, justo antes de llegar al suelo mismo, desvanecerme, sin tocarlo.
Y unas ganas muy curiosas de jugar se apoderan de mí. No pasa nada por un segundo en el salón y es como si no hubiera nada más que decir.
Hay algo en el fondo de mí. Como si algo desde dentro de mi viniera. Hasta salir.
Pero tenía que regresar aquí. La escuela. Después de todo tengo 13 años. Y vaya que siento ir las cosas mal. Y la principal es que siento como si ya nada en el mundo brillara para mí. El  brillo del mundo se gastó y se apagó. Apenas si veo algo de nuevo.
Pendeja, cómo le dice eso.  Alcanzo a escuchar la conversación entre Bulmaro y Güero. Platican y llegan precisamente a esta frase, dicha por Bulmaro, creo, y es justo cuando detecto sus diálogos que Güero finaliza diciendo: pinche vieja.
Y yo no sé bien que decir. Ni sé bien que pensar. La atmósfera de protección hacia mí, en el salón, me resulta rara. Me abruma un tanto. ¿Quién y cuándo les habrá dicho? ¿Cuál sería su reacción en ese momento? ¿Por qué creen que deben comportarse así conmigo? ¿Así es cómo es cuando pasa?
Y pienso en mamá y en lo duro que fue esta semana justo antes de regresar de Cadereyta. Fue tan duro como despertarse cuando uno trae mucho sueño. Al menos así sentí yo. Bueno no. No sueño exactamente. Pero sí unas ganas de seguir dormido y no despertar en mucho tiempo.
Cadereyta. Nueve días de dizque rezar un rosario y guardar luto. No hacía más que dormir sin sueño. Después un buen rato debía de pasar antes que despertara por completo y saliera a un rabioso sol en la calle sin pavimentar donde se ubicaba  la casa de mi abuela. O en su patio. La mayoría de las veces a jugar, si había con quién, aparte de mi hermana, a la que ya no le prestaba atención, de plano.
Cadereyta. Solo recuerdo mosquitos. Mosquitos pegajosos que daban la impresión de meterse adentro de los ojos y anidar ahí.
 Jugué futbol tantas veces en la superficie llena de polvo de la calle. Removimos tierra  lodosa. Húmeda. Aunque no recuerdo que haya llovido en algún momento. Arrastramos el balón por donde podíamos y como podíamos, mis primos y los demás niños de las casas del vecindario. Por momentos nuestros padres salían a mirarnos jugar. Hablaban entre ellos. Luego se movían de lugar o desaparecían. Vi a mamá observarnos, a mi hermana y a mí, mientras jugábamos. En algún momento le gritó a mi hermana que tuviera cuidado, que no se fuera a caer. Luego se aleja. La miro alejarse, y sentarse a conversar con familiares. Fue entonces cuando pensé, por un segundo, no más, qué era lo que iba a seguir en nuestras vidas. Qué íbamos a hacer tras la muerte de mi padre, que, a fin de cuentas, era el jefe de familia, como dicen, y quién proveía todo el dinero para movernos de un lado a otro. Mamá no trabajaba hacía años.
El balón me rebota en el pecho y le pega en los testículos a mi primo. Se agarra. Nos reímos todos.
Jugamos bajo el sol otras tardes y mediodías más. Era muy bueno jugando futbol. Movía el balón con habilidad y mis primos no me lo podían quitar. Me cansaba. Qué sol rabioso. Qué calor tan fuerte y los mosquitos en los ojos nunca se iban. Una niña se enamoro de mí. Morena. Pelo negro. Mi primo me dijo que le había dicho…
Descubrí otros primos lejanos. Y  niños. Niños de casas contiguas que se hicieron amigos, o por lo menos jugaban con nosotros seguido. Lloré mucho frente a la tumba de mi padre. No sé porqué. Me había dicho a mí mismo que no iba a llorar. No tenía ganas momentos antes, y de pronto,  no pude más. Alguien me cargó y me llevó a sentar cuando ya me empezaba a dar náusea por los mocos y  lágrimas que me obstruían la garganta y la nariz. No empezó a llover, como en los funerales de las películas, al contrario, hizo un calor horrendo cada vez más y más fuerte. No se quitó el sol hasta que entramos de lleno en la tarde. En lo hondo de la tarde, como me gusta decirle al momento cuando empieza a oscurecer.
Recuerdo que después del funeral no pronuncié una sola palabra como en dos días. Luego me empezó la somnolencia. En la hilera de autos que se unían al cortejo iban todos los taxis del grupo al que pertenecía papá. Ser Taxista fue su último trabajo. Había sido varias cosas en la vida. Pero ésta fue la última.
 En el carro, atrás de la carrosa que llevaba a papá: mi hermana mi madre  mi abuela y yo. No pensaba nada y me sentía muy incómodo. No sé qué hablan mamá y la abuela. De pronto mamá comienza a llorar y al poco rato también lo hace abuela. Terminamos abrazados los cuatro. Yo al centro y apretujado contra la cara de mi hermana por tantos brazos. Miro por la ventana del auto y confundo que llueve, pero en realidad son mis ojos anegados. Lágrimas acabadas de salir. Nuevas. De ese momento que no pensé que acabara así.
Quiero pensar, que la  siguiente palabra pronunciada cuando volví a hablar, después del par de días sin hablar, a partir del funeral, fue la palabra Gol. No podría asegurarlo, pero es muy probable, puesto que me recuerdo gritando muy fuerte varios goles anotados.
Días perdidos, pienso ahora, de los cuales no conservo más que un pensamiento que llega y se va como ráfaga.

Ráfaga. Ráfaga. Repito en voz alta agarrándole el hombro al Güero. ¿Qué? ¿Qué es?, contesta mirando al frente, sin voltear a mí. Es como algo que desaparece muy pronto pero nunca lo olvidas.
En un momento del día los tíos nos llevan al río. No sé nadar y solo retozo en la orilla. Vamos a ver caballos y vacas. Mi primo monta un poco y anda encima de un caballo por la orilla del río un buen rato. Mi tío lo acompaña desde abajo caminando. Los campos de Cadereyta me parecen bonitos. El trigo recién salido es muy verde  y da el efecto de mirar una alfombra muy fina.
Luego me miro en otros días más junto a mis primos y otros niños. Atravesamos un campo de futbol enorme. Polvoso. Gris. Dándonos pases largos y  verticales. Llegando hasta la otra portería, fallando y anotando goles.
En el vidrio de la ventana más alta del salón, se estrella una bolita de papel con saliva arrojada por Hernán. Siento que me siento mal. Que me falta el aire. Y la sensación de mirar mis manos desde muy adentro de mi cabeza. Desde un lugar muy lejano. Los chicos hablan y hablan y no paran. Su hiperactividad no da tregua y el ruido en el salón nunca cesa.
  Miro por la ventana. Hay algo en fondo de mí que empieza a emerger y pesa bastante. Me paro de la silla y pongo un pie en el asiento. Un parpadeo y estoy parado encima de la silla. Subo el pie por encima del marco de la ventana y después el otro. Comienzo a bajar hacia los arboles o plantas gigantes que parecen arboles, cuyas copas y puntas forman un follaje espeso. Como en mis sueños, lo voy haciendo como si flotara.
No me hago daño.

Imagen: Bob Dylan