AVANCES, AUTORES, FICCIÓN, NUEVAS VOCES

Dos ficciones breves de Jerónimo García Riaño

La princesa y el sapo fue el cuento ganador del primer concurso nacional de cuento breve Revista Avatares, 2011

LA PRINCESA Y EL SAPO

            —¡Bésame!... ¡bésame!... ¡sin miedo! —decía el sapo con sus ancas aferradas al bello rostro de la princesa.

            —¡No quiero!... ¡usted es horroroso!... ¡suélteme! —Con sus suaves manos, la princesa tomaba el lomo gigante y verrugoso del sapo y lo jalaba. No podía liberar su cara.

            —¡Sapo, suélteme! —repetía.

            Después de una asquerosa lucha, la princesa, en un instante de lucidez, de esos que brotan en los momentos difíciles, sacó su lengua y lamió la barriga del sapo.

            —¡Cochina! —gritó el sapo, soltándole la cara.

            —¡Para que aprenda, sapo Hijueputa! —respondió ella con otro grito, mientras sus orejas tomaron un color gris, como de ratón.


LA NOTICIA

            Después de darle la noticia, el ángel de grandes alas inmaculadas inicia su vuelo al cielo. Mientras ella, entre el susto y la sorpresa, recostada contra la pared, se quita su manto de la cabeza y se pone a llorar.
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Imagen: Cortesía del autor

Fragmento de Doctor amóribus: confesor erótico y sentimental, novela inédita de Marco Tulio Aguilera


I. Ratita

Amado de los Santos Dionisio Luna decidió, orillado por las deplorables circunstancias de su vida y la poco común suerte que creía tener en asuntos de mujeres, fundar el primer consultorio erótico y sentimental de la región. La idea surgió de la fortuita oferta que le hiciera Francisca Irigoyen, su amiga de muchos años, y de un larguísimo período de ayuno ... —¿quién iba a querer darle empleo en esos tiempos de penuria (¿pero acaso no todos los tiempos son de penuria para los eternamente heridos por la saeta del ángel vengador por excelencia: don Cupido?) a un violinista que era demasiado fino para acompañar mariachis, excesivamente mediocre para ocultarse en Sinfónica y muy orgulloso para tocar en las calles y pedir monedas a cambio, aunque, por otra parte, fuera un sólido macho de estampa garbosa y tuviera o creyera tener el encanto de la simpatía universal? ¿Quién iba a comprar sus viejas composiciones, mezcla de florituras demasiado complejas para sus dedos de albañil y con reminiscencias mozartianas obvias y hasta vulgares? Además, ya llevaba años sin inventar una sola armonía satisfactoria y consumiendo carne blanca (la de su ya encallecida amante y vecina, la periodista) apenas una vez a la semana y probando unos cuantos gramos de pescado en cuaresma, tortillas, sal y chile en el mejor de los casos en días aciagos.

1.1

Dionisio conoció hace muchos años a una mujer espléndida y tímida, durante los días en que trabajó como musicalizador en una emisora radiofónica cuyas ondas piadosas no iban más allá del edificio que alojaba sus instalaciones. Radio Ubre, la llamaban los empleados de la benemé­rita institución, y sería un insulto rascar en detalles. Siendo Francisca Irigoyen una persona en extremo reservada, tenía sin embargo una gran curiosidad y un deseo de comunicación más allá de lo explicable, que no habían podido ser sosegados por su esposo, sobre el que, sin embargo, se negó a hablar en los primeros tiempos (in illio tempore, época mítica, irrepetible y por ello, quizás, imaginaria) por temor o reverencia. Durante muchos años, en los cortos momentos que pasaron juntos —De los Santos Dionisio Luna andaba siempre corriendo de un lado a otro, seguro de que la vida lo esperaba más allá del presente y cuando pasaba al lado de Francisca (Chica, la llamaban: era espigada, notable entre la multitud, vestía como para una cita de amor, tenía un cuerpo gallardo y en su caminar estaba su inconsciente pecado: nadie que la contemplara más de un instante podía permanecer en el umbral de la inocencia) sólo se daba tiempo para suspirar ruidosamente: “Lo que tú y yo haríamos si la vida nos lo permitiera”, le decía, demasiado en público para ser tomado en serio— conversaban con gran reserva sobre aspectos de la intimidad. Por varios años hablaron, siempre sigilosa y sinceramente sobre el tema lo que tú y yo haríamos si la vida nos lo permitiera, pero ni uno ni otro parecían interesados en llevar el asunto más allá. Hubo uno o dos bailes, en los que se dieron acercamientos relativamente presagiosos, que morían cuando estaba terminando la fiesta. En tales casos Chica, acaso al calor de las copas, se tornaba en una mujer extremadamente sensible de sus propias gracias y su forma de bailar pasaba de lo socialmente sospechoso a lo francamente fornicular. Tenía una manera de marcar el paso del mambo y de emprender los quiebras de cintura en la cumbia acercándose en reversa, que enloquecía Dionisio, ya de por sí bastante delicado en todo lo referente a tafanarios. Por respeto a su trabajo y por una especie de fraternidad sindical o de reverancia ante lo inefable, ni uno ni otra insinuaron jamás llegar a los agridulces deleites de la bestia, aunque entre ellos se hablara en términos crudos y luminosos sobre los gozos y tormentos que pueden proporcionarse las parejas en tantos lechos posibles que depara el azar, algo flaco por cierto en ciudades como la que transita el destino de nuestros personajes. Amado de los Santos Dionisio Luna ... —ruego de rodillas disculpar este nombre excesivo y muy propio de cierta literatura muy en boga que no quiero juzgar, tal vez por complejo de inferioridad o todo lo contrario— ...Amado de los Santos Dionisio Luna —ése era y es su nombre y no tengo licencia ni interés de cambiarlo— entró en la vida de Chica Irigoyen de la forma más honesta, y vio crecer a sus hijas, las tres de belleza extrema, pero ninguna con el encanto de Ratita —se llamaba Renata, pero habían dado en llamarla Ratita, y ello la satisfizo—. La vio crecer. La tuvo en sus brazos cuando tenía dos años, luego la llevó al parque cuando cumplió los seis; a los siete la acompañó a la playa y pudo verla casi desnuda, lo que guardó en su memoria como la imagen más perfecta de la belleza que acaso vería en su vida. A los diez —cuando su belleza y su frutescencia comenzaban a ser muchedumbre en el espíritu deleznable de De los Santos— asistió a su cumpleaños; a los doce ya la miraba obsesivamente, y cuando la vio a los trece no pudo dejar de pensar en ella. Convencido por completo de la inocencia de sus impulsos y la castidad absoluta de las fantasías que comenzó a bordar en el tapiz de su vida con la nena y de que con ello no hacía mal a nadie, comenzó a pensar en la niña dejando deslizar su imaginación hacia territorios vedados por la santa curia y las sanas costumbres: veía a la nena en cueritos sobre su cama haciendo cabriolas de gimnasia o fingiendo estampas de candor mientras se mordía el dedo gordo del pie derecho. Que fuera precisamente el del pie derecho tiene su razón de ser y su fundamento teológico, cosa que cualquier curioso podrá consultar en el Antiguo Testamento. Para mayor abundancia habría que agregar que Lucifer fue sin duda el primer izquierdista y a partir de ese punto podríamos hilar delgado hasta llegar a los conceptos contemporáneos de bien y mal. A ver... ¿Por qué se llama al derecho “derecho” y no “izquierdo”? ¿Conclusión? La Ratita de sueños hacía bien —hacía el bien— al morderse el dedo gordo del pie derecho.

                1.2


Y pasemos a otro asunto sin lastimarnos en divagaciones. En los cortos trechos de conversación con Chica Irigoyen, Amado Etcétera le reveló a la bizarra dama sus fantasías. No la escandalizaron ni llegó a preocuparse. De los Santos y Francisca habían arribado a una conclusión que los hacía sentirse bien con sus conciencias: las fantasías son quizás lo mejor de la vida, y no hay por qué negarse a ellas. En el caso de que una fantasía se realizara, habría que dar gracias a Dios y permanecer con la boca cerrada. Mientras eso no sucediera, bastaba con el valor etéreo de las situaciones, que sólo existían en la intimidad de los solitarios. Habría que agregar en beneficio de la duda siempre presente en algunos lectores, que el esposo de Francisca Irigoyen era para ella menos que un cerdo a la izquierda: beodo consuetudinario, ventripotente, soberbio, tacaño y, lo mejor de todo, ausente en un alto porcentaje, dato que favorecía todas las apuestas por una infidelidad que, como se verá en lo subsiguiente, nunca llegó. Pero éste es dato que en cierta medida favorece la intriga y ya se conocerán razones.

Tres relatos breves de Carlos Castillo Quintero*





Tears In Heaven
Un sol pálido entra por los ventanales del living. Conor salta sobre la cama, feliz, mientras espera a que su papá llegue: ese día van a ir al zoológico. En la mañana el portero estuvo limpiando los vidrios y ha olvidado cerrar la puerta del balcón. El apartamento queda en el piso 53, desde allí los automóviles parecen diminutas cucarachas de latón atravesando las calles de Nueva York.
Su mamá se arregla para salir: el espejo le devuelve la imagen de una bella mujer. La niñera, mientras tanto, acompaña al niño en sus juegos. Desde hace unos momentos juegan a las escondidas. Él no lo sabe, pero su nana ya nunca lo encontrará. Ha caído. Siente el viento en su rostro, ve un universo de insectos multicolores que se acercan vertiginosos.
Su padre va a identificarlo a la morgue pero el niño que está allí no es su hijo. ¡No! Su hijo tenía apenas cuatro años y un hermoso rostro. Ese ser inanimado que yace en la camilla no refleja ninguna edad, no es de este mundo pero aunque le cueste reconocerlo, hasta hace unos momentos era Conor.
En el funeral su papá mira el ataúd, sin poder decir nada. Su abuela intenta arrojarse a la tumba. Es un triste, frío, y desolado día de marzo. Todos los habitantes de Nueva York cierran sus ventanales con doble seguro.
Su padre sólo tiene una pregunta: ¿Dirías mi nombre, si me ves en el cielo?
 Para Eric Clapton

* * *

Dominatriz
Se pasó la noche leyendo «50 sombras de Grey», en inglés, tomando tinto, fumando, con los ojos fijos en el celular, aguantándose las ganas de llamarlo: era sábado. Esperó hasta las diez de la mañana y cuando imaginó que ya estaba conectado, se duchó, se puso la falda de cuero que había comprado para estar con él, las medias de malla, la blusa roja, el chaleco, las botas, el antifaz…
Prendió el portátil y entró a Facebook (no a la cuenta que tenía con su nombre  —pues hacía unas semanas él la había desagregado—, sino a la otra, a la de Valentina Sí) y lo buscó: no estaba. Se entretuvo un buen rato revisando su perfil pero en los últimos tres días no había publicado nada. Hurgó en las cuentas de amigos comunes, en la de la hija, y nada. Ninguna nueva información. Seguro se había ido de rumba y todavía estaba dormido, ebrio. O peor: estaba con alguien. Cambió de perfil (entró al de Mario Ríos) y le envió mensajes ofreciéndole trabajo, a ver si caía. Nada. No estaba conectado. Entró a su perfil más rosa (al de Mary Albaluna) y como si de verdad fuera la nenita de catorce años que decía ser, le puso mensajes pidiéndole consejos sobre qué leer. Le preguntó qué opinaba de Vladimir Nabokov. No contestó. Se levantó, fue a la cocina y preparó otra jarra de tinto. Se demoró una eternidad: nada. No estaba conectado.
Se tendió al lado del computador, le dio pantalla completa a esa foto vieja en la que estaban juntos, abrió las piernas, lo miró a los ojos —con autoridad— y comenzó a darle órdenes…

* * *

Encuentro nocturno
Darle un susto era la idea inicial del fantasma. Meterle miedo. Hacer que se fuera para la casa, y que en lo posible no anduviera más por esas calles y a esas horas. El ebrio sólo quería encontrar una tienda abierta. Una licorera. Algún hueco para seguir tomando.
Se cruzaron en un poste del alumbrado: el ebrio tratando de orinar, y el fantasma aleteando con su sábana de muerto, intentando que el otro se diera cuenta de su presencia. Y así fue.
El impulso inicial del ebrio fue el de brindarle trago, pero ya no le quedaba nada en la botella. Luego le dijo que si tenía algo para beber, y en últimas le preguntó si sabía dónde comprar. Ya no tenía dinero, pero algo se le ocurriría.
—¡Buuuu! —dijo el fantasma, con voz destemplada, y enseguida se dio cuenta de que había hecho el ridículo. Intentó sonrojarse, pero nada, se puso más pálido que antes.
El ebrio ni siquiera se dio cuenta. Sentado en el corredor empezó a contarle que era un desgraciado, un solitario, que desde que su mamá había muerto, hacía ya unos veintitrés años, nadie se ocupaba de él. Le contó que había tenido mujer, hijas, amigos, perros, gatos… pero que al final del camino había quedado solo. Más solo que nadie en el mundo, dijo, y bebió de su botella desocupada.
El fantasma, sentado al lado del ebrio, no supo qué decir. Quiso abrazarlo como cuando era niño. Quiso arrullarlo, ponerlo en su regazo y arrullarlo en aquella fría y desolada noche, pero eso no le estaba permitido.
Así los encontró el día: el ebrio dormido en el andén, y el fantasma a su lado, sin saber qué hacer con su hijo, como en el pasado, como siempre.

*Ha publicado las novelas Alicia Cocaine (2016) y Gente rara en el balcón (2016 - Premio CEAB).  Los libros de cuento Dalila Dreaming (2015), Espiral al Sur y otros relatos de la noche (2013), Carroñera (2007), y Los inmortales (2000). Las antologías Sinfonía de los ocobos / Escritores del Lengupá (2015), Pisadas en la niebla / Nuevos cuentistas boyacenses (2010), y El placer de la brevedad / Seis escritores de minificción y un dinosaurio sentado (2005). Los poemarios Ab imo pectore / Antología personal (2010), Sin el azul del día (2008 - Premio CEAB), Rosa fragmentada (1995), Burdelianas (1994), y Piel de recuerdo (1990). 

Ha ganado varios premios entre los que se destacan: Premio de Novela CEAB, 2015. Premio Bienal de Novela Corta Universidad Javeriana, 2012. Premio Nacional de Cuento convocado por el Ministerio de Cultura y dirigido a directores de RENATA, años 2011 y 2012. Premio Nacional de Cuento Universidad Central, 2012. Premio Libro de Cuentos, CEAB 2012. Premio Libro de Poemas, CEAB 2007. Premio Nacional de Poesía Universidad Metropolitana de Barranquilla, 2002.

Actualmente es docente de la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia.
Los textos aquí publicados hacen parte del libro inédito Adiós del suicida y otros 100 microrrelatos.