AVANCES, AUTORES, FICCIÓN, NUEVAS VOCES

Las últimas flores rumbo al hospital, por John Better

John Better. Cronista, poeta y novelista colombiano. En breve aparecerá su primera novela A la caza del chico espantapájaros. 

La entrada a la Clínica Santa Epifanía está antecedida por una fuente de mármol en cuyo centro se levanta un ángel custodio portando en sus manos un arco y una flecha, que si decidiera lanzar, iría directo contra los vidrios de la cafetería Roma, lugar en el que ahora me encuentro. Han pasado diez minutos desde que llegué y todavía faltan quince más (eso espero) para que Sandy llegue con las flores que le encargué y que ojala haya comprado en el lugar que le pedí. Desde este punto, miro el alto edificio donde funciona la Clínica, en una de esas habitaciones está R, que ha recaído nuevamente por culpa de la “fiebre rosa” (entiéndase esto: a causa del sida). Pido otro café Express y en eso suena mi teléfono móvil.

–No, Sandy, ¡te dije flores amarillas!

El café Roma es un sitio perfecto para esperar, casi siempre está lleno, la mayoría de gente que se reúne aquí lo hace para matar el tiempo mientras llega la hora de visitas en la Clínica Santa Epifanía. En la mesa del lado estaban sentadas una mujer y una chica de unos diecisiete años que jugaba indiferente con un par de dados, los cuales hacía rodar con insistencia sobre la mesa. La que supuse era su madre, fumaba un cigarrillo. Estaba tan cerca de ellas, como para poder escuchar lo que hablaban:

–¿Crees que él dirá a alguien lo que sucedió cuando despierte?

–No lo sé, Ángela.

–¿Crees que se muera?

–No sé.

–¿A lo mejor eso podría pasar hoy?

–¡Ángela, cállate!

Una ambulancia salió de los parqueaderos de la Clínica y emprendió su agónica carrera contra el tiempo. De seguro alguien en algún lugar de la ciudad tuvo la mala suerte de confundir el veneno con el azúcar o se tomaría adrede todas las pastillas de Nembutal que encontró en algún rincón de la casa. Las alegres ambulancias llenando de algarabía las calles, sobresaltando algún transeúnte desprevenido que se cruza con su loco afán. Las dos mujeres salieron de la cafetería faltando cinco minutos para la hora de visita. La más joven dejó olvidados sus dados en la mesa. Me levanté y, antes de tomarlos y guardarlos en el bolsillo de mi camisa, vi que habían marcado un estupendo doble seis, lo cual me llevó a pensar que aquella chica llamada Ángela tenía la suerte de su lado.

–¡Hola, primor!

Era Sandy. Traía un corte de pelo reciente a lo Sinnead O Connor. Sus bellos ojos grises estaban blindados por unos lentes negros. Traía puesto un vestido azul pálido y zapatos blancos de goma. No llevaba nada de maquillaje.

–Pareces una enfermera, Junkie –le dije.

Pero las flores en sus manos avivaban su indiscutible belleza. La chica más guapa de esta ciudad estaba ahora en el café Roma, con todas las miradas puestas sobre ella.

–Estoy seca.

–Ni lo pienses, querida, no hay tiempo de tomar nada, démonos prisa.

Entramos al edificio. Las baldosas brillaban como tallados espejos. Tomamos el ascensor junto a un par de ancianas vestidas con trajes de franela, la del pelo tinturado llevaba una caja de chocolates en las manos. Marqué la tecla doce. Ese es el número del piso donde se encuentran hospitalizados los enfermos terminales.

–Veo que vamos al mismo sitio –dijo la otra anciana que cargaba en brazos un travieso persa de color cobrizo.

–Así es, vamos al mismo piso –dijo Sandy.

–No sé por qué traje estos chocolates. Total, la pobre de Gertrude está en coma hace tanto tiempo. Toma Wally, come uno tú, precioso minino.

–Virginia, es Virginia, Gertrude murió hace treinta años, ¿ya lo olvidaste?

–¿Les provoca un chocolate? –pregunto la mujer ofreciéndonos el mismo dulce que la mascota había rechazado con un desprecio casi humano.

No alcanzamos a contestar cuando el pling del ascensor nos sacó de la extraña escena con aquellas mujeres. La habitación donde estaba R quedaba al fondo del pasillo. Tenía un inmenso ventanal desde donde se podía ver el río en toda su magnitud, pero R prefería no descorrer las cortinas últimamente. En el estado que se encontraba hasta la luz hacía daño. Al entrar a su cuarto, una enfermera iba saliendo:

–Acaba de reponerse de un desmayo. Por favor, traten de que no se esfuerce demasiado.

–¡Hola, encanto!

La voz chillona de Sandy fue como un cascabel tratando de llamar la atención de R, que empezó a abrir los ojos y a dibujar en su rostro lo que con sus pocas fuerzas podría llegar a ser una sonrisa. Ver a R reducido a esto no dejaba de ser doloroso porque no es solo el cuerpo lo que una enfermedad como esa va mermando, son también otras cosas: el buen humor, la genialidad, la potencia de una voz como la de R que era como un trueno que hacía rodar las piedras de la montaña.

–Vinieron, hijos de puta –dijo R al vernos ya claramente.

–Y te trajimos esto –agregó Sandy extendiéndole las flores.

–La perra de la Sandy. Déjame verte, pareces una maldita lesbiana con ese corte de cabello. Y tú, acércate un poco, estás algo ojeroso, ¿es que no duermes bien o qué?

–A veces me desvelo escribiendo –contesté a R.

–Espero que nunca cuentes esta fea historia, no te lo perdonaría.

–No lo haré, te lo prometo.

Un rato después, Sandy se había acomodado en un sofá a hojear una revista médica. R se había quedado dormido. Fui hasta el ventanal y descorrí las cortinas para que el sol entrara en la habitación. Ella se acercó hasta mí y pasó su mano por mi cintura. Nos quedamos en silencio mirando correr el Río a lo lejos.

–¿Estás pensando lo mismo que yo? –dijo Sandy.

–No lo creo.

–Hace rato que acabó la hora de visitas, es extraño que no nos hayan venido a sacar.

–Muy extraño –dije.

–¿Crees que R despierte? No quiero irme sin despedirme de él.

–No lo sé, Sandy, no puedo saberlo todo.

–¿Piensas que pueda morirse, verdad?

(Silencio)

–Voy a poner esta pastilla en el agua del florero. La chica de la tienda de flores me dijo que así durarían vivas más de una semana, aunque...

–Sandy.

–Dime.

–¿Tú qué crees?

–Tan solo una semana, eso es todo.
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Imagen: Google

Adriana en el andén, un cuento de Andrés Mauricio Muñoz



El edificio lo reconoce de inmediato. Hace por lo menos ocho años no había pasado por ahí; tal vez un poco más, porque aquella vez había hablado con Adriana un par de noches atrás y en eso pensó cuando lo vio aquella tarde. Era la época en que aún hablaban con cierta regularidad, aunque cada vez que lo hacían podía intuir cómo una suerte de incomodidad se instalaba complaciente entre los dos. Ya para entonces eran llamadas cortas; un comentario vago sobre lo que había visto en el pueblo en su última visita o alguna mención halagadora sobre lo feliz que lo hacía verla tan bien ubicada. Sortear las preguntas de ella sobre su situación laboral no era tan terrible; a veces aventuraba una que otra mentira o bien exageraba al referir ciertas labores que le permitían unos cuantos pesos para subsistir. De eso habían hablado: estoy restaurando un pequeño aplicativo de nómina para una empresa de abarrotes, le dijo. Recuerda muy bien el énfasis que puso al decir pequeño aplicativo, como una forma de restarle importancia aunque en verdad se aferraba a la posibilidad de que surtiera el efecto contrario. La restauración, en realidad, consistía en instalarle un antivirus y activar una licencia pirata de Windows a un computador de un vecino, que trabajaba en una empresa de abarrotes. El edificio está ahí de nuevo. Un poco más deteriorado y es evidente que más chico. A su lado han construido dos modernas torres de apartamentos que parecen esmerarse en opacarlo. Entonces se detiene. Parquea la moto en un lugar conveniente y se sienta sobre el andén a mirarlo con detenimiento.

          Hace trece años había llegado con Adriana a Bogotá. Fue él quien la convenció de viajar. Vamos, no seas bobita, acá no hay nada. Adriana lo miraba sonriente, diciendo que no con la cabeza, un poco intimidada por el entusiasmo con el que su mejor amigo le pintaba maravillas sobre la capital. No es que ella quisiera permanecer en el pueblo toda su vida; de alguna manera mamá, agobiada por una vida difícil, le había sembrado la certeza de que tenía que explorar otros horizontes para aspirar a una vida digna. Pero esos horizontes siempre los imaginó en Cali o Popayán, ciudades que le permitirían ir y venir sin problema; Bogotá, en cambio, suponía un viaje de más de doce horas por tierra y la siempre latente posibilidad de perderse de por vida o ser arrancada de raíz. Pero Fabián insistía. El futuro nos espera; no sé tú, pero yo arranco, aunque del putas si nos vamos los dos. Ve tú que yo te caigo, contestaba Adriana; entonces él arrugaba la boca con mucha incredulidad. Pero después empezaba a cantar un estribillo que improvisaba con mucha picardía, uno que hablaba sobre un tren que se disponía a partir reservando para ellos el mejor vagón, uno que hacía sonar su silbato estridente para que no vacilaran más en la estación. Fabián, mientras mira cómo una mujer entra al edificio con un paquete de supermercado, recuerda que era un sonsonete desastroso. Pero Adriana se reía. Parecía disfrutarlo. En realidad siempre era así ante cualquier estupidez suya. Todo se lo celebraba y en todo lo seguía sin importar cuán absurdo pudiera parecerle. Tal vez por eso a Fabián le resultaba inadmisible que ante su propuesta, que había ido madurando desde hacía un tiempo, dudara. La decisión, como todas las que de algún modo pretenden alterar la vida, no fue fácil; sin embargo, el futuro esperaba por ellos, y cualquier desaire adquiriría la dimensión de un desatino de vida.

          Es por eso que ahí están. Cada uno por su lado, pues la ciudad que tanto atemorizaba a Adriana los ha arropado de manera diferente. A ella con galantería fina y a él con un poco de saña, una suerte de crueldad que se le antoja morbosa. Adriana es una importante ejecutiva. Vive en un suntuoso apartamento en Chapinero. Sale con gente bonita, bien arreglada e importante. Ella, en sí misma, es ahora una mujer con mucha clase. Dueña de una belleza mesurada y una manera de vestir sobria, franca y elegante. Lo sabe porque siempre, desde que la encontró en Facebook luego de haber perdido el contacto, entra a su perfil para ver qué es de su vida. Él, en cambio, no ha hecho otra cosa que ir de tumbo en tumbo. Cree con mucha convicción que una especie de enemigo afantasmado se esmera en propinarle cada vez mejores golpes. Tal vez sea esa la razón por la que buscarla no es una opción para él. Verse frente a ella haciéndola reír ya no le resulta natural. Atrás quedaron los días en que hacían campeonatos de serios; ella inflaba con mucha gracia las fosas de la nariz cuando se sentía derrotada. Fabián calcula que hace más de cuatro años no hablan; es decir, hablar como lo hacían antes, pues hace algún tiempo cruzaron algunos pálidos mensajes por correo. Ese futuro que tanto anheló lo tiene ahí, sentado en ese andén, mirando cómo entra y sale gente que no repara en el hombre sentado en la acera del frente con una moto repleta de hamburguesas que parecieran que jamás van a repartirse.

          Fabián mira hacia arriba, a la ventana. Entre la cortina se abre una pequeña hendidura por la que le es posible mirar una porción del interior. Es la habitación donde pasó la noche con ella. Estaban recién llegados y la prima de un tío político de un tendero del pueblo les dio hospedaje por unos cuantos días. La primera noche tendrían que dormir juntos. Pero no lo hicieron. Estuvieron recordando los años en el pueblo y aventurando hipótesis sobre el futuro en la ciudad. Hablaron sobre lo que harían, siempre juntos, cuando cada uno tuviera las cuentas bancarias abultadas. Él quería ser ingeniero de sistemas, en lo cual había dado ya algunos pasos, pues antes de venir, su tierra lo había mandado convertido en el más inquieto tecnólogo en computación. Adriana, que solo tenía un diploma de bachiller que permanecía ajado dentro de su maleta, estudiaría administración de empresas en algún instituto nocturno. Aunque no aspiraba a grandes cosas, pues en asuntos de la vida solía ser un poco cauta, esa noche se concedió la libertad de fantasear un poco. También recordaron cómo se hicieron amigos. Hasta entonces habían sido solo conocidos que no intuían que después estar juntos sería todo un ritual. Adriana sabía de su afición creciente por las motos; varias veces lo había visto atravesando el parque picando una motico de un tío, haciéndola sonar como si fuera de alto cilindraje. En algunas ocasiones lo veía en la calle cuando caminaba con algunas compañeras de colegio; todas hablaban de lo apuesto y bien vestido que era, su naricita fina, los labios gruesos y ese corte al rape que le quedaba tan bien. A sus amigas les parecía un buen partido. O bien coincidían en la tienda cuando ella iba por verduras con su uniforme de colegio y él acumulaba botellas de cerveza con quien tuviera el coraje de seguirle el ritmo. Ella lo saludaba con una rápida sonrisa y él se limitaba a mandarle pequeños besitos; nada seductor o que llevara implícito algún tipo de hombría arrogante en busca de algún tipo de avanzada, no, eran picos infantiles como los que un niño lanza a su mamá después de alguna picardía. Así de básico era y a ella eso le gustaba.

          Se hicieron amigos cuando él ganó un campeonato de merengue en Paradise, la única discoteca capaz de alojar a todo el pueblo los viernes por la noche. Adriana lo había estado observando fascinada dando vueltas con una rapidez vertiginosa, ceñido con firmeza al cuerpo menudo de una chica que no sabía que, un par de años más tarde, moriría despeñada en una carretera camino al Santuario de Las Lajas. No lo sabía. Entonces se movía con la convicción genuina de que bailaría con ese frenesí hasta entrada la vejez, como lo había hecho su abuela. Fue un amigo en común quien desafió a Fabián para que bailara con Adriana; esta carajita, ahí donde la ve, se mueve delicioso. Bailaron casi toda la noche. Muchos imaginaron que al final terminarían en la cama. Pero no fue así sino hasta aquella noche en Bogotá, muchos años después, en esa habitación en la que alguien acaba de encender la luz. Fabián ve cómo una sombra se mueve de un lado para otro mientras recuerda que, aunque no la deseó, sí alcanzó a contemplar la posibilidad de besarla. Entonces le había sostenido la mirada con firmeza mientras ella se esmeraba en contarle lo feliz que había quedado mamá con su partida; lo único que no la convencía, se lo dijo varias veces, era que fuera con ese loco del Fabián. Ese que se volaba con ella llevándola de parrillera en esa moto a la máxima velocidad que diera el aparato. Ese mismo que estaba a punto de besarla pero que, asistido por algún tipo de lógica que se abrió paso en su cabeza en el último segundo, optó por una guerra de cosquillas.

          Unos minutos después la sombra desiste de su andar arbitrario y de nuevo apaga la luz. Fabián siente cómo un gas le viene desde adentro. Se inclina hacia un costado y deja que tome camino. Un malestar estomacal lo aqueja desde hace más de tres años; sin embargo, las pocas veces en que ha estado afiliado a salud no ha sacado el tiempo para examinarse. Qué cagada, se dice; mira hacia abajo y comprueba, una vez más, que aquella combustión dentro de sus intestinos le mantiene el estómago abultado con una obstinación tenaz. La barriga, y una calvicie que se anuncia victoriosa, lo hacen parecer mayor de lo que es. Parece de cuarenta aunque en realidad aún no llega mayo para celebrar los treinta y cinco. Después siente una vibración en el pantalón; no contesta, tan solo mete la mano y silencia el celular. Sabe que es su jefe para averiguar dónde diablos se metió. De seguro los clientes han llamado angustiados para preguntar qué pasó con sus pedidos. No le importa.

          Entonces trata de recordar en qué momento comenzó a alejarse de Adriana. Fue hace más de seis años, cuando a ella la ascendieron a directora comercial de aquella sucursal de equipos médicos. Por aquella época él no tenía trabajo. Aún no lo atormentaba la sospecha, aunque lo rondaba con malicia, de que esto sería una constante en su vida. Pasaba todo el tiempo sin saber qué hacer, de tal manera que entre ires y venires a un café internet se consumía el día. Ahí se gastaba las pocas monedas que tenía mandando hojas de vida o en espera de algún tipo de respuesta. Varias veces se vio obligado a almorzar en los supermercados con bocados de queso o jamón que alguna señorita repartía como muestra comercial. El poco dinero que tenía, que por lo general conseguía cediendo su turno en las interminables filas para renovar el pasaporte o tramitar el pasado judicial, prefería ahorrarlo para pagar la pieza y comprar algo de ropa; bajo ningún motivo podía permitir que el deterioro, que comenzaba a consumirlo, se hiciera evidente. Hablar con Adriana comenzó a inquietarlo. Al principio había sido una especie de reserva, una suerte de retraimiento menor ante la auténtica preocupación de ella cada vez que se veían. Todavía era la época en que consideraba su situación económica un accidente pasajero; sin embargo con el tiempo, cuando empezó a comprender que la vida les había señalado ya caminos diferentes, al final de los encuentros terminaba abatido. Entonces el orden entre los dos se trastocaba. Dejaban de hablar por unos cuantos días. Cuando recuperaban el contacto, cualquier intento de ella por entusiasmarlo solo conseguía en él una lánguida sonrisa. Los viernes por la noche, cuando ella lo invitaba a salir con otros amigos del pueblo que también habían sido seducidos por la capital y sus múltiples posibilidades, prefería quedarse en casa; no soportaba oírlos hablar de sus trabajos, jefes, líos y rutinas laborales. Recibía como si fuese una agresión que alguien quisiera saber en lo que andaba él. Unos años atrás había evadido las preguntas sobre su situación con relativa soltura; un comentario gracioso sobre lo que le tocaba en suerte, una maldición al sistema o respuestas tibias seguidas de un enérgico brindis eran suficientes. Pero con el tiempo no sabía qué decir. Entonces ensayaba gestos de resignación poco convincentes o balbuceaba alguna que otra incoherencia ante lo que comenzaba a considerar como una afrenta, una confabulación, un pacto silencioso al que todos se entregaban con mucha devoción buscando humillarlo. Adriana no, ella solía socorrerlo cambiando de tema cuando lo sentía sofocado, acorralado por bromas o agudos comentarios. Aun así prefería no salir. Dormir hasta el embotamiento para levantarse cuando fuera la hora del almuerzo era lo indicado, no solo porque le ahorraba lo del desayuno sino porque lo consideraba bastante conveniente.

          Replegarse en casa, además, le daba la posibilidad de reflexionar. Se hacía un ocho la cabeza tratando de descifrar por qué la estabilidad le resultaba tan esquiva. En cada una de las faenas laborales se había aplicado con rigor. Incluso cuando ejerció como mensajero de una oficina de abogados: las carpetas muy bien organizadas, pruebas de entrega debidamente legajadas, de todo guardaba fotocopias. Además era eficaz con las entregas; de algún modo la pericia que desarrolló con las motos le resultaba útil a la hora de sortear las calles bogotanas, evadiendo los trancones con destreza, llegando siempre a punto a cada lado. No fue suficiente. El trabajo se esfumó cuando ya comenzaba a darle forma a la esperanza de estudiar sistemas en las noches. Sus tropiezos no eran un asunto de falta de devoción o incompetencia; eso lo tenía claro, aunque no atinara a descifrar dónde residía la clave de sus reveses. Sin embargo, es evidente, aquella moto con ese cajón empotrado en la parte de atrás y repleto de hamburguesas en cierta forma lo contradice. Pero hay veces que la realidad vulnera toda posibilidad de defensa; en ocasiones así, como ahora en que el portero del edificio lo mira con recelo, tal vez lo más sensato sea bajar los brazos en señal de rendición. A lo mejor así cesen los golpes de su contrincante afantasmado. Regresar a su pueblo siempre ha sido una idea que ha latido con constancia, mas no una posibilidad real; hacerlo equivaldría a claudicar, dejar a ojos de todos su fracaso, exponer su frustración como si fuera una exótica pieza de museo. El portero ha abandonado la caseta y camina hacia él. Entretanto Fabián piensa que tal vez fue un error haber anunciado a viva voz la prosperidad que le esperaba. Era muy joven, apenas superaba los veinte, una edad en que ser cauto era lo mismo que un defecto. El portero le pregunta algo pero él decide ignorarlo. En su defensa considera que tal vez tanto brío en su partida obedecía al hecho de no viajar solo; iba con ella, de alguna manera no había sido irresponsable. Adriana estaría a su lado y estando juntos todo era posible.  

          En alguna ocasión consiguió trabajo como mesero en un bar de Galerías. Entonces le aterraba la posibilidad, una vez el sitio comenzaba a llenarse, de que Adriana o alguno de sus conocidos pudieran descubrirlo; registraba con angustia, agazapado atrás de la barra, cada una de las caras. Al comienzo, en los primeros años, no le hubiera importado; pero ahora sí, cómo no, si todos sus amigos estaban bien ubicados. No tanto como Adriana, cuyos logros le mantenían un deslumbramiento siempre renovado, pero tenían trabajos estables que les permitían trazarse metas, soñar con algo, sin la preocupación que lo asaltaba a él por las noches sobre lo que le depararía el otro día. En el bar le pagaban con propinas y por lo general no resultaban buenas. El portero parece ofuscarse; saca su radio y habla con una voz que ganguea al otro lado. Entonces Fabián se pone de pie. Camina hasta su moto. Se sube. La prende de un solo zapatazo. Se pone en marcha. Sabe muy bien lo que hará.

          Al cabo de un rato está frente al otro edificio. Es el apartamento de Adriana. Hace un par de años ella le dio sus datos para que fuera a visitarla. Pero nunca se sintió capaz. Ahora está ahí, sentado en el andén del frente. Tiene una ramita en la mano izquierda y se esmera en perturbar la marcha de unas hormigas que entran y salen de un pequeño orificio en el cemento. No se atreve a anunciarse; tal vez está con él, el hombre con el que vive desde hace seis meses. El tipo que ahora ocupa el lugar que algún día fue de él. Uno que la merece ahora como él la mereció antes. El hombre que la rodea con el brazo en casi todas las fotos que sube a su Facebook. En todas Adriana parece una mujer feliz. Piensa que a lo mejor la misión de él en la vida ya está del todo cumplida; tal vez su tarea tan solo consistía en acercarla a su verdadero mundo, llevarla donde pudiera ser ella y no esa otra que se le parecía tanto y que había conocido en el pueblo. Su celular suena cada vez con más insistencia. Lo apaga. Admite que estuvo bien aceptar sin remilgos cuando ella le contó, algunas semanas después de haber llegado, que se iría a compartir apartamento con dos estudiantes de la Universidad Nacional. Hasta entonces habían vivido los dos en una austera pensión en la parte más occidental de Bogotá. De haberse ido con ella tal vez la habría arrastrado hacia su propio lodo. Mientras piensa esto Fabián siente cómo algo le ensombrece la mirada, distraída en ver cómo las hormigas han comenzado a treparle por la mano. Levanta la cabeza.


          Es Adriana. Desde arriba lo mira con una ternura infinita. Se sienta a su lado. Está ahí con él en el andén. Ella le pasa la mano por el hombro y recuesta su cabeza como si no hubiese lugar en el mundo más confortable que ese. No dicen nada. Celebra los azares de la vida que aunque sea por un momento lo han dispuesto todo como muchos años atrás. Piensa en el tiempo que ha pasado; siente que en realidad no le afecta el tiempo transcurrido como le teme al que está por venir. Aguza su oído para escuchar la sutil respiración de su amiga. Ahí están de nuevo. Él un poco más viejo y en cierta forma apocado por la vida. Adriana, en cambio, continúa luciendo su belleza mesurada e intuye que, de algún modo, también una suerte de arrogancia que sin embargo lleva con recato. Tal vez su temeridad, el hambre con que pretendía devorar la ciudad, lo indispuso para las cosas buenas; ella, por el contrario, había dejado que la vida fluyera y recibía todo como fuera llegando. Comprende que el tiempo no sería nada si no fuera por esa capacidad obscena para transformarnos. Con la mano izquierda mueve su ramita; ella solo lo mira, lo deja hacer. Fabián piensa que Adriana, tal vez, había estado esperando ese momento en que él volviera derrotado; entonces continúa aplicado en arruinar la marcha de las hormiguitas mientras siente cómo sus ojos comienzan a irritarse y un gas se abre camino desde sus entrañas con una fuerza inusual. Aprieta las nalgas. No puede permitirse una falta de decoro como esa. No en ese momento. Pero es inevitable. El gas sale con la fuerza de un tsunami produciendo un sonido seco, acolchado y constante que poco a poco se extingue en un silbido. Adriana se para de un brinco y camina hasta la moto. Venga, le dice, en vez de estarse ahí cagando; lléveme a dar una vuelta antes de que ese tren vuelva a silbar. Nos vamos de regreso, le dice, picando el ojo con mucha picardía. Fabián se levanta. Camina hasta ella. Lo hace despacio, como quien después de una paliza al fin se pone en pie. Le parece percibir en su nariz el aire cálido del pueblo. Se deja invadir por esa súbita humedad del trópico. Sube en la moto. Tiene que dar tres zapatazos para poder encenderla. Ella se sube con delicadeza y no de un brinco como solía hacerlo antes. Rodea su barriga distendida con los brazos. Se aferra a él como si de esa sujeción dependiera la vida. Entonces Fabián le pregunta si quiere comer algo; ahí tengo como cinco hamburguesas, le dice mientras se ponen en marcha.


Andrés Mauricio Muñoz (Colombia, 1974). 

Su libro de cuentos Desasosiegos menores, Premio Nacional de Cuento UIS 2010, publicado también bajo el título Hombres sin epitafio, por Ediciones Pluma de Mompox, fue considerado en los Premios Nacionales de Literatura Libros y Letras 2011 como uno de los cinco mejores libros de ficción publicados ese año en Colombia. Textos suyos han sido traducidos al árabe, alemán e italiano y aparecido en antologías de Colombia, España y México. Editorial Universidad de Antioquia publicó en 2015 Un lugar para que rece Adela, su más reciente libro de cuentos y del cual hace parte el relato aquí publicado.

La manzana de Adán, un cuento de Marco Tulio Aguilera Garramuño


No comas nunca nada que no seas capaz de digerir
Nada que no seas capaz de vomitar

Rosario Castellanos

¿Quién eres?, le pregunté al verla por un segundo libre de la horda de sus asediantes. Había pasado de los brazos de uno a los brazos de otro con una impudicia que tenía en vilo a la concurrencia. Se plegaba a los cuerpos ajenos con pasión de enamorada o de loca, súbitamente abría los brazos como si quisiera volar y se lanzaba al abismo. No terminaba de caer porque siempre había algún individuo dispuesto a recogerla.
—Soy un mal necesario, soy una mujer —, dijo sonriente sin separar los labios de la copa y los ojos de su propio ensimismamiento.
—¿Te llamas?
—Lilith, como la primera mujer de Adán —. Indiferente por completo a las miradas de los que la estaban acechando, era consciente sin embargo del odio que como una baba de tlaconete liberaban las mujeres  (nada hay tan detestable para las hembras como una seductora escandalosa) y que fluía hacia su cuerpo en una neblina de humo y sudor.
—¿Quieres conocer el infierno? búscame y lo encontrarás. Creí que era un papel bien ensayado, el resultado del alcohol o tal vez la recidiva de una simple frustración, la cola de lagartija del deseo de ir más allá. Quizás una hembra en su etapa de liberación, un mal matrimonio, un amante infiel. ¿Estás seguro que quieres conocer el infierno?, preguntó, tomando los botones superiores de mi camisa entre los dedos índice y pulgar con poca delicadeza. Un gesto cinematográfico y ridículo, me dije.
—Sí es usted voy hasta la cocina nada más—, respondí con desidia—. Llevo cien días de abstinencia y le aseguro no estoy dispuesto a subir al primer tren.
—Conmigo el infierno está en cualquier parte, dijo, sígueme.
Me tomó de la mano y me llevó al baño. Se sentó en la taza, abrió las piernas, unas piernas soberbias, de atleta o de mujer que vive del cuerpo, colocó sus manos sobre las rodillas y dijo:
Muéstrame tus argumentos.
Me miraba retadora, aleteando con sus piernas. Me dije casi con desilusión: es una prostituta colada en una fiesta de borrachos, quiere un encuentro rápido y billetes fáciles, luego huir a su caverna. Y sin embargo no había en ella esa abyección, ese cálculo de las mujeres de la vida.
¿Qué tienes que ofrecerle a una mujer como yo? No esperó que le respondieraTodo lo tengo, agregó, tomó una de mis manos y se la llevó al pecho.¿Qué sientes? No supe precisarlo. Era como una extraña aspereza, supuse un tejido rústico, uno de esos trajes de firma que ocultan lo inesperado, la piel de un tiburón, lija pura. Bajo esa especie de armadura una robusta maquinaria le hacía vibrar el pecho.
—No soy solo una mujer, soy algo más. Tengo alas, ¿quieres tocarlas?
Le dije que no.
—No alas de ángel, sería una falta de estilo, sino alas membranosas. En mí encontrarás sólo desgracia y terror. ¿Todavía me quieres?
Le dije que sí.
Entonces ven, dijo, te voy a usar.
Con prisa de profesional organizó mi cuerpo para obtener un placer estrepitoso, casi mecánico. No puedo jurarlo, pero incluso en su brusquedad aquello me pareció auténtico. Compuso su ropa y luego dijo:
Ahora olvídame, no soy para ti ni para nadie. Cuando te necesite yo te buscaré, concluyó.
Salí mareado del baño, la perdí de vista. Tomé un trago que me supo al lavar de manos de cirujano tras la operación exitosa. Casi con desinterés comencé a buscarla con los ojos.
¿Quién era? Nadie supo decirme. Conjeturas sí: una maniática escapada de la reclusión familiar, una millonaria hija de la mala fortuna, la esposa de un alto funcionario, una alcohólica sin redención. Nadie estaba seguro.
Como yo, había media docena de individuos haciendo preguntas sobre la misma criatura. Llegó en taxi y desapareció en escoba, dijo uno de sus dolientes. Creo que se escurrió por la taza del baño, comentó otro.
Bastó la ausencia de Lilith para que la fiesta cayera en un marasmo de misa de difuntos. Uno a uno fueron desfilando los invitados, muchos de ellos contritos, con el rostro bajo y sintiendo sin duda la espada de los ojos de sus mujeres caer sobre sus nucas. Ya en la calle florecerían las lenguas. 
Regresé a mis rutinas, quise olvidarla, pero en sueños comenzó a visitarme y cada noche abusaba de mí hasta dejarme exánime. Súbitamente despertaba húmedo y en medio de la oscuridad y adivinaba su presencia a mi lado, vigilándome. Soy un hombre de rutinas, de pesos y medidas, y aquel gasto de energía estéril me dejaba convertido en un sonriente e inútil pedazo de carne. Comencé a obsesionarme por sus palabras. Tenía razón: había algo de infierno en el hecho de haberla conocido. Quien te vio jamás te pudo olvidar. ¿Dónde leí o escuché esa frase?
Recurrí a mi amigo, el erudito.
—¿Lilith?—, dijo Marcio Antonio, sacando de su biblioteca el Fausto de Goethe. (Antes de hacerlo se lavó las manos y se las secó concienzudamente.) Me leyó un parlamento:—“Fausto: ¿Quién es aquella?; Mefistófeles: Obsérvala con atención. Es Lilith; Fausto: ¿Quién?; Mefistófeles: La primera mujer de Adán. Ponte en guardia contra sus hermosos cabellos, el único adorno de que hace gala. Cuando su cabellera logra atrapar a un hombre, no lo suelta tan fácilmente”.
—Así que conociste a Lilith, dijo cerrando el libro —, no te asustes, disfruta de ella. Si le muestras temor, acabará contigo. A todos los hombres nos llega por lo menos una de su especie en la vida. Lilith ha sido definida como una serpiente tortuosa, que hace reír a los niños de noche. Recoge las emisiones nocturnas de los hombres y está presente cuando las parejas copulan. Lilith gobierna legiones de demonios.
Marcio Antonio es el tipo de hombre que no vive la vida sino en los libros. Lo único que vale para él es la sabiduría. Un hijo suyo se suicidó porque no pudo estar a la altura de las expectativas de su padre. Marcio quiso que el muchacho estudiara griego eleático, arameo y otras siete lenguas, entre ellas el náhuatl. El chico quería ser futbolista, terminó una licenciatura en filosofía a golpe de latigazos, le entregó el título a su padre y luego se lanzó de cabeza desde el puente de Xallitic. Marcio le dio un entierro económico y volvió a sus libros.
—No hay que sufrir por nada, hermanito. Por nada. El mal es una necesidad metafísica. Eso ya lo sabían los presocráticos. El dolor, la desgracia, no sólo son útiles sino indispensables. Sin ellos el mundo sería un caos. Todavía viviríamos en cavernas.
Marcio Antonio colocó el libro en su lugar y volvió a lavarse las manos. Mientras se las secaba dijo:
—Cuando murió el nené, le di su sepultura y cerré el capítulo correspondiente.
Extendió con delicadeza la toalla, se miró en el espejo y habló dándome la espalda:
—Mujeres como esa han existido desde siempre y en todas las culturas. La Lilith que te visita es la encarnación del mal, es tu parte oscura.
Tomó un vaso de agua. Marcio no bebe sino agua. Es parte de su disciplina. Un vaso de agua cada treinta minutos, 36 vasos en el curso de 24 horas. Duerme seis horas. Lee el resto del tiempo y hace pausas de media hora para comer lo mínimo. Es pensionado. Su mujer huyó tras la muerte del nené.
—No se trata de entidades divinas, sino de imágenes numinosas, imágenes que atrapan a los hombres, los conmueven y generalmente los llevan a la perdición—, dijo como emitiendo una sentencia.
Volvió a lavarse las manos, se las secó y tomó un segundo libro. Leyó:
—“Todos quieren a la mujer-nahual. Ella nunca se niega. Les dice: ‘Estoy lista para usted. Haga conmigo lo que quiera’. Les pone una cita en lo oculto del monte. Los espera desnuda. Súbitamente el hombre descubre que la mujer no tiene espalda, sino un hueco que está recubierto por una corteza de árbol. A partir de ese instante el hombre está perdido.”
Leía con absoluta severidad, adoptando un gesto de sumo sacerdote.
—Aunque también puede ser una farsante, una empusa.
— ¿Empusa?
—Un demonio inmundo—, dijo Marcio —, hija de Hécate, divinidad infernal. Cuídate, porque un día de estos vas a amanecer en la cama con un ser hecho de excremento y con zapatillas de bronce.
Salí de casa de Marcio de buen humor, con muchas ganas de ver a mi empusa de cabecera. A mi primitivo entender los viejos dioses, evidentemente más imaginativos que los contemporáneos, ya no tienen jurisdicción en un mundo de computadoras y amores desechables. Horus, Hécate, Orfeo, Semele, la Coatlicue y toda la pléyade de deidades y subsidiarias sólo podían seguir habitando en cabezas como la de mi Marcio Antonio, bendito sea.
Tengo 40 años y estoy solo. Quiero reiterarlo. Si no lo declaré antes, lo digo ahora. Tuve dos esposas que terminaron neurotizadas por mis manías y como premio a mi libertad recibieron lo que les correspondía legalmente. Yo vivo con poco y en mi caso poco es mucho.
Abandoné mis citas en el consultorio y me dediqué a cazar a Lilith. Entendí que ella me había privilegiado a mí, entre la multitud de sus asediantes, pues me ofreció el infierno. Me dediqué a buscar información en Internet. Referencias talmúdicas:
Lilith se hace crecer una larga cabellera. Lilith es una demonia con aspecto humano, sólo se diferencia de otras mujeres porque tiene alas. El Rabí Hanina dijo: “Un hombre no debe dormir solo en una casa porque Lilith se apropia de los que duermen solos”.
Entonces recordé, o por lo menos le di su justa importancia, al detalle de su cabellera. ¿Cómo pude haberlo olvidado? Al girar en el baile, sus cabellos se aferraban húmedos a los cuerpos de sus asediantes. Lilith tenía la sorprendente habilidad de deshacer esas marañas con un paso de baile invertido. Me arrepentí de no haber aceptado la oferta de tocar sus alas. Hice el experimento de dormir acompañado por mi perro —confieso que se llama Lacan, y espero disculpen la obviedad— y el resultado fue que la criatura no me visitó y amanecí incólume, con vigor de adolescente y empeñado en liquidar el asunto de mi demonia de cabecera.
Le comenté a Marcio mi triunfo sobre los sueños.
—Bravo, respondió. Ahora duerme lejos del perro. Si te visita en sueños todas las noches, no le temas, espérala. Si ella insiste en que es Lilith, la verdadera Lilith, y que ella no es una mujer común y corriente, sino una diablesa mayor, tú infórmale que no eres un hombre común y corriente.
—¿No soy un hombre común y corriente?
—¿Recuerdas esa frase de Borges que dice que un hombre es todos los hombres?
—Sí—, le dije —, pero me parece solamente un argumento retórico, filosofías de esas que inventan los escritores para tener su propio aire y para dar de qué hablar.
—Exacto: son palabras, como palabras son las de tu amiga. Simplemente enfréntala con sus propias armas. Si ella es el demonio en mujer, tú eres el demonio en hombre. La fórmula es muy sencilla, casi de caricatura: todos los hombres tenemos a Dios y al Diablo adentro. Sólo que los hemos arrinconado con tanto aspaviento y desglose—. Así habla Marcio a veces. Lo importante es que se le entiende. —Todos los hombres tenemos al demonio adentro, ¿lo sabes o no?
—Yo debo de tener un demonio doméstico, un daimoncito como el socrático, pero ya casi sin pilas: nunca he podido practicar el mal sin tener escrúpulos y regurgitaciones. A mis pacientes les recomiendo practicar sus perversiones con mesura.
—Te falta seriedad, amigo. No debes jugar con las potencias.
—¿Qué debo hacer?
—Si no la encuentras a pesar de llamados y conjuros, olvídala, que ella te olvidará.
Pero no me olvidó o tal vez fui yo quien se empeñó en tenerla presente. Comencé a verla en todas partes. Seguí a mujeres por la calle, me senté en los cafés, entré al cine, y allí estaba, seguro que allí estaba, con su cabellera casi arrastrando tras ella y un efluvio espantoso de almizcle o menta o hierbabuena o ruda. En el último instante, cuando iba a abordarla, cambiaba de forma. Supuse que había dos posibilidades. O me estaba enfermando de imaginaciones o ella efectivamente era un ser protéico. Tracé planes para sorprenderla antes de que cambiara de forma. Llegué al extremo ridículo de disfrazarme para llegar a su lado sin que tuviera tiempo de metamorfosearse.
Mírenme, un respetable doctor en psiquiatría, sujeto a los juegos de aquella adolescente.
¿Ya dije que era muy joven? Sí. Lilith tendría apenas entre quince y veinte años. A veces aparentaba treinta o más. Dependía de la luz, de sus gestos, todo contribuía a hacerla movible.
La vi sentada, fumando con displicencia acodada en el bar Los Cazadores, un sitio de ínfima reputación —supe que algún crimen se había cometido en sus penumbras—. Yo portaba, ay Dios, qué gilipollez, anteojos oscuros, una de esas gabardinas amplias de detective de serie televisiva y un maletín de cuero que me hacía asemejar a un ejecutivo de los que caminan en manada por la Quinta Avenida de Nueva York.
Me acerqué en puntas de pies temiendo que volteara y en un acto de celérica prestidigitación dejara de ser esa criatura inquietante, de cabellera como obsidiana, para convertirse en una matrona con olor a cebolla y perejil. Sin voltear me dijo:
—Está bien, doctor, me encontraste. ¿Estás dispuesto a visitar el infierno?
Le dije que sí.
—Tú pagas—, dijo.
Se prendió de mi brazo en pantomima conyugal y salimos. Entramos en el primer hotel, que se llamaba justamente El Infierno. (La imaginación de los alcahuetes puede ser erudita sin esfuerzo alguno. No necesitan leer a Dante para encontrar ideas.) Caminamos sobre una alfombra color melón, raída por el tiempo y el descuido. Pagué una suma irrisoria. Lilith desde la puerta de un elevador que parecía un cadalso gritó con menos delicadeza que simpatía:
—¡Una botella de buen vino blanco alemán y cacahuates japoneses, pronto, que tenemos prisa!
Subimos al cadalso obviando el estupor del recepcionista.
—¿Tenemos prisa?
—No. Solamente lo dije para marcar la diferencia.
—¿Así que éste es tu infierno?
—No—, respondió indignada—, es el infierno de todos—. Y cambiando de tema, tal vez tratando de desarmar la situación: —¿Cómo estás? ¿Te sientes bien? Te necesito fuerte —. Al tiempo que apretaba el botón del décimo piso me aferró las dos virtudes que penden de mi bajo vientre. —¿Estás cargadito?
En ese momento pensé que la aventura estaba yendo más lejos de lo que podría imaginar la mente de un paranoico delirante. Esa mujer no era una ramera común y corriente, sino una, perdónenme la imbecilidad, una auténtica bestia, una cualquiera, una de tres por cinco, quizás con más enfermedades que las aportadas por los jinetes del mismo Apocalipsis. 
Lilith vio mi vacilación, que poco a poco se convertía en espanto. Bajó los ojos. Noté que sus pestañas se humedecían. Parecía una virgen al borde de la inmolación, había castidad en su rostro y un abatimiento total en su cuerpo. Detuvo el elevador. Apretó el botón de la planta baja.
—Ya no quiero llevarte al infierno—, dijo. —La verdad, amigo, es que estoy un poco loquita. Nunca había hecho lo que hice contigo en la fiesta.
      Entonces se desencadenaron las confesiones:
—Hace una semana salí de un colegio de monjas, donde me tuvieron recluida por seis años—. El ascensor se detuvo, se abrió la puerta, y volvió a cerrarse. Permanecimos en el interior. —Mis padres  son unos vulgares millonarios que me encerraron en Suiza y se olvidaron de mí. Pasé mis soledades leyendo libros prohibidos que me proporcionaba un curita lujurioso y medio desorientado.
De su bolso sacó un espejo y comenzó a pulirse el maquillaje con una pequeña brocha. Sentí algo de alivio (alivio risueño, casi escéptico, si es que tal cosa existe) al ver que su rostro se reflejaba convencionalmente.
—Mi imaginación está llena de las escenas más sicalípticas y descabelladas. Todo por culpa de ese curita. El pobre estuvo enamorado de mí durante los seis años de clausura  y no halló otro consuelo que acariciarme las piernas en el confesionario, avanzando centímetro a centímetro, sin nunca llegar más allá de medio muslo. Como castigo tenía que conseguirme una novela debauché por semana. Leí todo Sade, Huysmans, Bataille, Vargas Vila, Pierre Loti y llegué a creer que ése era el mundo real.
Supuse que había llegado el momento de acercarme a ella. Y aun entonces no me dejé llevar por el lugar común del instinto. Permanecí a distancia, estudiándola.
—Cuando te conocí pensé que podía jugar a la Mesalina contigo. De todos los que me asediaban me pareciste el más manejable, un tipo innocuo.
Encajó el calificativo con buen talante. Casi con superioridad.
Su confesión me enterneció. Era una mujercita equivocada, un ser humano elemental, víctima de las circunstancias, de todos modos, mujer, y tenía los instintos normales y yo era un hombre—no todos los hombres, sino el doctor Equis, cuya reputación se tasaba en honorarios de varias cifras— de modo que la llevé (o me llevó, no sé) al cuarto y tras el vino —que no fue ni blanco ni alemán, sino simplemente espantoso— y los rituales de costumbre, nos desnudamos sin dejar de hablar, la tendí en la cama de espaldas. Súbitamente noté que sus ojos fulguraban y su rostro sufría una transfiguración inefable.
—¿Quieres que yo me acueste de espaldas? ¿Quieres acostarte encima? ¿Quieres penetrarme, abrirme como a una vaca muerta, quieres humillarme? No, doctor. Yo también fui hecha de polvo y soy tu igual. No tengo por qué someterme.
Aquella actitud contradictoria me enfureció. Quise forzarla y tengo que confesarlo, el forzado fui yo. Con un hábil y violento movimiento de luchador olímpico me puso de espaldas contra la cama, colocó las manos como garras sobre mi pecho y dijo:
—No soy una niña de las monjas, imbécil, soy el demonio, y tienes que darme placer o no sales vivo de este cuchitril.
¿Tengo que decirles que me asusté? No, no me asusté. Recordé las palabras de Marcio: si ella es mi igual, yo también soy su igual. Somos de carne y hueso. Si ella es todas las mujeres, yo soy todos los hombres. Ella y yo tenemos a Dios y al Diablo en el cuerpo. Cerré los ojos, sintiendo que mi parte más sensible era una estaca enterrada en el pecho del vampiro, y comencé a rememorar a mis dos hipocondriacas ex esposas: nunca hubo mejor revulsivo contra el placer: Aurelia me llamaba Canguro, por alguna razón que nunca comprendí; Astrid en los últimos días se comía las uñas y las escupía en mi plato; Aurelia, entre sueños, me pasaba una de sus jamonas piernas sobre el vientre; Astrid roncaba como un trailero... Esos recuerdos me permitieron guardar el vigor hasta el último instante.
—Ya—, dijo Lilith cuando apenas habían pasado dos o tres escenas algo rústicas de la vida conyugal. —¡Ya!—, dijo casi con rabia.
Y yo, abriendo los ojos, pregunté:
—¿Ya qué?
—Quiero que vengas.
—Aquí estoy.
—Quiero que te vengas, hijo de puta, triple hijo de puta, marrano despreciable.
Esas imprecaciones, que entendí como una forma de suplicarme compasión, me la entregaron inerme. Supe que demonio o mujer, la tenía en mi poder y me dejé ir.
—¿Qué soy para ti?—, dijo jugando con el vello de mi pecho, como recuperando un aire retozón de doncella.
—Un intento fallido de mujer fatal—, dije. Lanzó una carcajada desagradable.
—Cómo eres inocente. ¿Has oído hablar del Zohar?
—Muy poco, y todo lo he olvidado, creo que Borges lo menciona con frecuencia.
—Ese tonto—, dijo Lilith. Me asombró la coincidencia en juicios literarios. —Barajó dos o tres libros y engañó a millones de snobs que no habían leído las verdaderas fuentes. En el Zohar se habla de mí: soy una hetaira perversa, la madre y maestra de todas las traidoras, actriz insuperable, tengo relación con los demonios lascivos y me acosté con el mismo Salomón y con el rey David. Si lo quisiera en este mismo instante me mostraría ante ti con mi verdadero aspecto: mitad humana, mitad ave de rapiña. ¿Sabes que he logrado vivir tantos siglos como tiene el hombre sobre la tierra?
Ya me estaba cansando, quería regresar a casa, cumplir con mi rutina de consultorio, olvidar tanta insensatez. El hecho de que permaneciera impávido en aquella situación del todo inusual me hacía barajar posibilidades del todo distantes. Uno: la mujer estaba loca y yo era un imprudente o un abusivo al usar su cuerpo para mi deleite. Dos: los límites de la realidad habían sido trascendidos en algún momento y ella era de verdad un ente de otro plano. Tres: quien estaba delirando era yo.
Lo que sí era muy claro es que yo aceptaba aquello con una actitud tan deportiva que no lograba entenderme.
Es cierto que la escena anterior había tenido colores brutales, pero no tan fuertes como para espantar a un visitante asiduo de los peores manicomios. He visto a hombres correr, tomar vuelo y lanzarse de cabeza contra el pavimento. Los he visto levantarse sonrientes, bañados en sangre, tomar vuelo y volver a clavar el cráneo en el cemento. Caminar por el fuego o clavarse puñales en el rostro son escenas frecuentes en oriente. Lo he visto todo. Nada de lo humano me es ajeno.
La criatura parecía no haberse dado cuenta de mi indiferencia.
—He logrado vivir tantos años porque todas las noches me dedico a drenar los fluidos masculinos—, dijo Lilith.
Bah, aquello ya pasaba al otro lado y llegaba hasta el borde de la insania. La pobre: era una hija aventajada del Quijote. Tanta pornografía le había hecho mierda el sentido de la realidad. Vade retro, Satanás, dije cansinamente, para hacerla sentir en casa. Me vestí y la dejé rumiando sus fantasías.


El crimen del siglo, de Paul Brito

Por Paul Brito. Barranquilla, Colombia.  “El proletariado de los dioses” es su libro más reciente.

Para esa época Superman ha comenzado a perder el oído. Y ha perdido fuerza al volar, como un carro cuando se le acaba la gasolina o tiene sucio el carburador. Por otro lado, Luisa Lane ha cometido sus errores en el pasado y ahora es que Superman se entera.
Según los rumores, ella le ha puesto los cuernos más de dos veces con otros periodistas de El Planeta, y no es para menos con todo el tiempo que Superman la desatiende por tratar de arreglar el mundo, cuando el mundo no lo arregla nadie. Ella no está obligada a aguantar de por vida que su novio, además de la jornada de periodista, dedique el tiempo libre a no estar con ella. Cualquier mujer se aburre. Si al menos le pagaran a Superman por ejercer de superhéroe, entonces las cosas serían distintas, porque así podría dejar el periodismo y destinar ocho horas diarias, como cualquier cristiano, a ganarse la vida de esa forma, y el resto del tiempo para dedicarlo a su mujercita. Pero no. A nadie le pagan por arreglar el mundo o le pagan mal. Si no me creen, miren a los poetas o a las prostitutas.
El asunto es que un amigo le cuenta a Superman que Luisa Lane le fue infiel hace un tiempo y quién sabe si ahora también, digamos que fue el fotógrafo ese, cuyo nombre no recuerdo en este momento y que le servía de alcahuete a Luisa hasta ahora que pelearon y se sacaron los trapitos al aire. Entonces Superman va directo adonde Luisa y se lo echa en cara dolido afirmándole que no sabe si va a poder perdonarla, pero Luisa no se queda atrás y saca a relucir todo ese tumulto de rencores y reproches que las mujeres van almacenando disciplinadamente para restregarlo en la cara a los hombres en el momento oportuno y hundirlos en la culpabilidad. Le dice que es ella la que no aguanta más y le hace ver a Superman que los errores de él son mucho más graves que esas canitas que alguna vez ella por culpa del mismo Superman echó al aire, porque si no, qué hubiera sido de mí esas largas horas en que atendías un terremoto, equilibrabas una falla tectónica, apagabas un gigantesco incendio. Qué iba a hacer cuando me sentía tan sola y desamparada por ti, que supuestamente eres el protector de los débiles y los desdichados. Por eso, más de una vez había tenido que buscar cobijo en algún compañero de trabajo que la comprendiera, la abrazara, la escuchara, la acariciara, le hiciera el amor, en fin, la hiciera sentir importante. Y Superman, que puede ser todo lo superhéroe que quieras, pero también es hombre y está enamorado y expuesto a humillarse, percibe el peligro de perderla definitivamente y de inmediato la comprende, asume toda la culpa y promete que va cambiar, que ahora le dedicará más tiempo, que las cosas van a ser distintas y que quizá ahora sí podrían tener el hijo que siempre han deseado, porque entre otras cosas él ya tiene que pensar en un sucesor, pues mira mi Luisita linda, fíjate, ahora vengo sintiendo que me quedo sin fuerzas al volar y si antes escuchaba hasta el zumbido de una abeja a mil metros de distancia, ahora tengo que ponerle vibrador a mi teléfono celular porque si no, no lo escucho, mira qué vaina.
Pero Luisa, al ver que tiene a Superman a sus pies y que ya no es tan superhombre como antes, considera que puede ser el momento oportuno de aspirar a una mejor vida, a un mejor hombre, a un súper superhombre. Decide que es el momento de espantar de una vez por todas esa mosca fastidiosa que revolotea alrededor del mundo, ese ridículo ser en calzoncillos rojos paseándose por ahí como un niño pequeño pensando que el mundo es de buenos y malos, de policías y rateros, en vez de conseguirse un hombre de verdad verdad que llegue a su casa y le eche un buen polvo a su mujer y se encargue de arreglar las cosas de su hogar, no las del vecino, no sea tan huevón.
Pero Superman sigue enumerando el inventario de su decadencia pensando que con ello invocará la compasión de Luisa o la seguridad de que ahora todo va a cambiar, pero lo que está haciendo es confirmarle que así menos le sirve, pues ahora, además de superhéroe, es uno en deterioro. Hasta que al fin ella, al ver que no puede mandarlo a volar, le pide que se den un tiempo para pensar mejor las cosas, así tendrás más libertad de volar y arreglar los entuertos que quieras sin estar pensando en volver temprano para verme. Pero Superman no tiene ganas de hacerse el héroe sino de recuperarla, de estar a su lado mimándola. Que el mundo se las arregle como pueda. Le ruega que sigan juntos, pero Luisa ya ha tomado la decisión y él ya no puede hacer otra cosa que consolarse con la esperanza que ella le ha dado.
Así están las cosas cuando se despiden. Él se dispone a volar pero apenas puede llegar hasta la azotea del edificio siguiente. Tiene que bajar por las escaleras porque ni siquiera hay ascensor. Cuando llega a su casa, mete el disfraz en una bolsa y lo guarda en el armario. Desde ese día comienza a escuchar rumores de que Luisa estaba en una discoteca bailando con nosequiencito, que se estaba besando con el director de no sé qué sección, que la vieron en una taberna de mala muerte con un misterioso hombre de impermeable verde, y él mismo a ver que ella viste ahora de otra forma, que ya no usa gafas sino lentes de contacto, que lleva el cabello de otro color.
Superman sufre mucho por estos detalles y se torna más débil, como si llevara kriptonita en el corazón. Al mismo tiempo el mundo vuelve a ser el mundo que Dios hizo, con peligros, muertes y catástrofes. Pero a Luisa Lane le importa un carajo lo que le pase al mundo o se cura en salud pensando que ella ya ha cumplido con su conciencia al dejar libre a Superman. Allá el mundo y allá Superman, ella lo que quiere es vivir su propia vida, agotar sus posibilidades, ser feliz, en fin, lo que cada uno debe buscar por sí mismo sin asistencia de superhéroes, milagros, billetes de lotería ni nada por el estilo. Atrás quedó el tiempo en que tenía fe en Superman, en que era una mujer sumisa y abnegada, entregada a los caprichos de un hombre egoísta que solo pensaba en el beneficio ajeno, en el beneficio del mundo.
Va pasando el tiempo. Superman se cambia a otro periódico para no ver más a Luisa, para no escuchar más rumores ni percibir su nueva y desenfadada vida. Y poco a poco va superando el despecho como cualquier hombre, sin apoyo de ningún poder especial. Y conoce a otra mujer –una secretaria del suplemento dominical– y comienza a salir con ella. Se divierte y se da cuenta de que el mundo no es Luisa Lane, que existen otras personas: miles de seres anónimos que antes precisamente él salvaba, rescataba y defendía, pero que desde hace un tiempo están abandonados a la buena de Dios.
Entonces remueve el armario y saca el viejo disfraz que ya huele a sótano y a cucaracha. Y lo lava y lo plancha y se lo pone. Y sube a la azotea a ver si puede volar, y efectivamente lo hace, no con la levedad y la desenvoltura de sus mejores años ni con esa sonrisa de tranquilidad que parece estar diciendo esto es pan comido, sino con la cara de alguien que está pariendo o tratando de extraer algo indócil de sus entrañas. Pero al menos así puede cubrir el radio de su barrio y atajar a un par de atracadores de poca monta dándose trompadas como cualquier hijo del vecino. Pero todo eso, viéndolo positivamente, le sirve de entrenamiento para ejercicios mayores, para alcanzar poco a poco el nivel de antes.
Mientras tanto sigue viéndose con esta chica del dominical, que es una mujer menos compleja que Luisa Lane, más ingenua y menos exigente… al menos por ahora.
Para esa época Superman comienza a abarcar otros barrios de los alrededores y a recobrar hasta donde le es posible su estado físico. Lo que sí parece estancado es su oído; escucha menos que el común de la gente y eso es el colmo, porque una cosa es dejar de ser superhombre para ser un hombre cualquiera y otra cosa es pasar directamente a ser un discapacitado. Estas cosas le preocupan mucho. Además, la secretaria del dominical posee un tono de voz muy bajo y Superman debe pedirle que le repita lo que acaba de decirle. Eso se torna más crítico en los momentos íntimos, cuando ella quiere hablarle en susurros.
Entonces casi sin darse cuenta comienza a añorar el tono chillón con que Luisa Lane acostumbraba a implorar sus servicios. Y al parecer ella, para la misma época, también comenzaba a echar en falta la ternura de acero de nuestro superhéroe, pues un buen día Superman percibe la vibración de su móvil y a continuación el timbre cimbreante de la voz de Luisa, un tono que desbarata en cuestión de segundos el modesto fortín que él ha levantado. Entonces ella le pide que se encuentren para hablar como amigos y Superman, que aún puede rescatar unos trozos de dignidad, le responde que quizás otro día porque ahora está muy ocupado. Pero ella parece no escucharlo, salgo a las seis, te espero y cuelga.
 Superman queda totalmente confundido. No acierta a formular ninguna decisión. Acaba llamando a ese fotógrafo que todavía es la hora y no me acuerdo cómo se llama y que al fin y al cabo es amigo de ambos y puede aconsejarle. El consejo inmediato que recibe es que vaya a buscarla, claro que sí, cómo no, dense otra oportunidad, el muy pastelero. Y el bobo de Superman se llena de romanticismo barato y vuela o, más bien, flota para buscarla sin siquiera poner la cara de alguien que se viene herniando. Y encuentra a Luisa Lane muy segura esperándolo, sigamos juntos, volvamos a intentarlo, y Superman, en vez de –por lo menos– hacerse el rogado, le responde qué casualidad mi Luisita linda, yo también te iba a decir lo mismo.
Reanudan la relación. Superman va cada día a buscarla al trabajo, pero muchas veces tiene que dejarla en cualquier esquina porque ha visto un movimiento sospechoso en la ciudad. Si bien su oído no funciona correctamente, su vista es óptima, de eso no se puede quejar. La que comienza a quejarse es Luisa, que no entiende cómo ha vuelto a caer en lo mismo. Pero algo logra suavizar su temperamento y volverla más tolerante: está embarazada. Superman se siente feliz y eso le da más fuerzas para luchar contra el mal.
Pero una vez nace el niño y Luisa ve que Superman no le ayuda mucho, se le cae de golpe toda la tolerancia. Anda amargada paseándose infeliz por la casa, arrullando a ese niño que no para de llorar y de pedir comida. Finalmente decide dejar a Superman por segunda y última vez.
La ciudad, acostumbrada a un Superman como el de los viejos tiempos, tiene que habituarse de nuevo a un superhéroe de medio pelo. Y Luisa comienza a recibir visitas diarias del fotógrafo ese, amigo de ambos. ¿Será posible que todavía no recuerde el nombre y que nadie sea capaz de recordármelo? Pues bien, allí donde lo ven, como personaje secundario, como personaje que a todo el mundo se le olvida el nombre, se ha enamorado de Luisa (la verdad, siempre lo estuvo) y la está conquistando, le está robando protagonismo a Superman.
Al principio, cuando nuestro superhéroe visitaba a su hijo y encontraba al fotógrafo, no sospechaba nada, no le metía malicia al asunto o quizás lo subestimó. Pero una noche Luisa le comunica la decisión de aceptarlo como novio. A Superman se le viene el mundo abajo. Le advierte que está cometiendo un grave error, pero ella le contesta que el peor error fue haberse fijado alguna vez en él.
Superman sale derrotado a la calle. Camina desinflado bajo la lluvia. A través de su ropa empapada se adivinan los colores chillones del traje. Pero a él no le importa, no le importa nada. Es un Superman anestesiado, sin poderes ya, sin fuerzas. No puede caminar más y cae derrumbado en un charco. De todas partes de la metrópolis lo están llamando, están invocando su auxilio, pero él no escucha nada; está completamente sordo. Apenas puede percibir un chillido lejano, un hilo sonoro a punto de quebrarse y que es lo único que lo mantiene unido al mundo, quizás el eco de un viejo grito de Luisa.
A unos metros del charco, con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza hundida en la capucha de un impermeable (un impermeable verde), un hombre de pie y ligeramente encorvado observa con mucha atención los últimos chapoteos del superhéroe.
Dejemos a Superman derretido en este charco inmundo compartiendo espacio con colillas de cigarrillo, latas de cerveza y papeles inciertos, y sigamos de vuelta al misterioso hombre del impermeable verde que ha estado siguiendo a Superman desde que salió del apartamento de Luisa. Sigámoslo con desconcierto y expectación durante las cinco calles de regreso al apartamento. Subamos con él las escaleras escuchando el ta-ta-tatán de sus pasos y, luego, los tres golpes suspensivos a la puerta de Luisa. Aguardemos en el rellano preguntándonos qué carajo es lo que está pasando, quién demonios es este tipo.
Abren la puerta Luisa y el fotógrafo. Reciben al visitante con efusividad. El niño ya está durmiendo (ese niño que al final de cuentas es de Jimmy Olsen; así se llama el fotógrafo: no volvamos a olvidar este nombre). En ese momento el personaje misterioso se endereza y echa hacia atrás la capucha del sobretodo, de modo que podemos apreciar por fin, en toda su extensión, el brillo y la circunferencia de una calva perfecta.
¡Sí, señores, es Lex Luthor que estalla en una risa maquiavélica irguiendo todo su volumen y estatura! Felicita animosamente a Luisa y al fotógrafo y aplaude con regocijo y satisfacción. Por último se frota las manos con siniestra fruición dirigiéndose a la mesa del comedor, donde están dispuestos ya planos, papeles y lápices...
Ahora que se han deshecho de Superman, pueden darle los últimos retoques al robo del siglo.
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Imagen: captura de pantalla de Superman, google

Sra Teresa, un cuento de Jaime Cano








Por Jaime Cano


...y también el cielo una vez más.Enzensbeger
I
El edificio sobrevive al milenio en el barrio antiguo. 501, al final de una escalera en caracol que no pierde su gracia y me deja exhausto. Chapa y pomo dorados, la densa puerta de madera abre silenciosa. Agradable olor a cera en una atmósfera de tiempo detenido. Sin ostentación, mobiliario de buen gusto, conservado, que recuerda mejores épocas. Todavía funciona, pero no se usa, la radiola de mueble, como para mis acetatos de colección. Desde las paredes me sonríen fotografías que fueron a blanco y negro, rostros con los peinados de entonces y esa belleza que, creo, nunca pasará de moda. Clásico semiperfil de estudio con ella: los años apenas han logrado tallarle las líneas gestuales básicas, abonándole signos de madurez. Recuerdo las fotos de mujeres que hicieron historia en las viejas Cromos que de niño alcancé a ojear en casa.

Una tarde de sol y sala, y después de compartir uno de sus platos que me dejó con una alegría hacia adentro y elogié agradecido agradecido agradecido, se animó a mostrarme el obligado lugar común de las nostalgias empastadas en un grueso álbum. Eventos familiares, sociales, grandes cocteles con las y los que fueron personalidades, hoy acaso parte del olvido. Al final del mamotreto tres ampliaciones tamaño carta. La primera: de pie un grupo de hombres en trajes de paño oscuro, la mayoría con sombrero. Los Bad Boys del momento. Unos ríen a la cámara, los demás miran a la mujer del centro: la joven Teresa. Grueso abrigo, cartera espaciosa, de las que mi madre usara como depósito de documentos, y el obligado paraguas para este Londres suramericano. Su gesto, que apenas esboza toda Mona Lisa sepia, no oculta la secreta satisfacción de ser el corazón de aquella amable jauría de hombres. La siguiente: primer plano, ella, majestuosa, llegando custodiada por dos estilizados pastores Collie. Peinado, saco, hombreras, falda medio paso, estilo enamorada de Bogart (“Casablanca”, 1942). Mira con fijeza el centro de la lente, entra en la cámara y olvidando al fotógrafo salta atemporal y viva, y penetra con fuerza por nuestras pupilas diciéndonos: “Yo, reina”. La última, señala: de cuerpo entero, recostada al tronco rugoso de un eucalipto, al fondo un parque o un bosque. Guiño mullido de ángel tímido. Su cabellera ondulada, aún negra, cae por atrás de los hombros desnudos, a lo largo de sus brazos hasta la fina cintura. Vestido sencillo, ceñido, seguro sensible seda que resalta sinuosidades. Ha colocado las manos detrás de sus caderas que se desplazan hacia delante. Bajo su línea ecuatorial paisaje extraordinario: protuberante pubis impúdico. Obligada parálisis ocular del espectador, estado hipnótico, trance, conmoción generalizada. Sangre busca rostro propio. Y esa “ella” está a mi lado, huelo su voluptuoso Musk. Amilanado cambio de foto, de foco, de tema. Pero desde el álbum me observa, me llama, se muestra, me perturba. (“Una mujer que ofrece su retrato, promete el original”. Picasso, mal citado). ¡Y está a mi lado!

Toda historia, toda experiencia humana, tiene un punto de giro y es el instante de La Revelación. A partir de esa tarde se me despertó por este apartamento un amor cosquilloso. Cálido auténtico refugio sonrisa. (Afuera frívola fría ciudad funeraria). Me inundan sus olores, sus murmullos, su pasado, sus promesas. Hogar de señora bella acoge a eterno nómada, como para quedarse algún tiempo. “El Placer de Estar a tu Lado”, Señora Teresa. Muchas veces en mi cuarto pensándola y el deseo fibrilándome, las sombras del insomnio me llevaron por los puntuales peldaños de la noche.

Cielo azul azul y limpia nube blanca de mañana de domingo. En su alcoba Teresa se despierta, se libera de perezas y cobijas, bosteza la cama. Pocos carros rompen la calle. Sale. Sus pasos cruzan frente a mi pieza y entra en el baño. El clic de la cerradura dura, segura. Silencio con cuerpo propio. Oigo su respiración tranquila, su mirada en el espejo. Se acomodará el pelo. Desatará el nudo mudo en la cintura y al abrirse la levantadora rozará sus pezones y expondrá sus senos, se despedirá de hombros y brazos. Cascada de seda que rebotará en sus nalgas y se esparcirá por el suelo. Silencio desnudo. A veces, antes de meterse bajo la ducha, se sienta en la taza del sanitario y un chorro grueso de tambor redoblante, al comienzo, se adelgaza en metales para terminar con unas semicorcheas de champaña tibia. La escucho con una claridad estereoscópica. Ahora el alboroto de ida y vuelta de argollas de la cortina. Abre la llave oxidada de la ducha, chirrido, como de gato que intenta detenerse con todas sus garras cristal abajo. El agua tiene voz de diluvio sobre el piso. Mete un pie, luego el otro. Percibo el leve cambio. Ahora son las piernas, después el cuerpo. Fiesta de notas los hilos de agua que pegan en una u otra parte, que rebotan en el plástico, que chocan libres en las baldosas, burbujean y se ahogan gorgojeantes por el caño. La luz entrará a través de la ventana. En solo, su protesta cuando gira y coloca las espaldas a las agujas del helaje. Golpe del jabón en una pared y luego contra el suelo donde girará como una gorda brújula loca. Me parece ver el movimiento de su brazo alargándose, la flexión de la cintura, sus nalgas abriéndose al agacharse, cara quejido abotagado, sordo, para recoger a don jabón caído. Lluvia esponjosa en su cabello, sonido espeso de espuma de champú. Enjuague. Chapoteo de manos entre piernas y nalgas, enjuague final. Cierra la llave, otro gato arañando el mismo vidrio. Segundo escándalo de cortina. Y la fricción de la toalla contra la piel. Puedo seguirla en el ritual del baño, en el ajetreo de lociones y ropas en su habitación, en su viajar por el apartamento. Me he transformado en el Jean Baptiste Grenouille auditivo. Ya no son mis orejas de murciélago. Tengo radares, tecnología de punta. Hi-Jack.

II
Pero. Me he cansado de vigilarla con mis oídos. La puerta tiene una altura inusual respecto al piso. Suficiente para el espejito que en cuclillas coloco. Veloz como mi pulso palpita en la punta de mis dedos, tintinea contra las baldosas, tamborilea contra el borde de la puerta. Aunque sé que no puede descubrirme, he esperado a que abriese la regadera, tiemblo. Por el momento estoy a salvo, relajo cuanto puedo este nerviosismo de mercurio y me concentro. Veo la base de columna del lavamanos que está frente a la puerta. Lo hundo más y encuentro el gabinete. Lo inclino a la derecha y relampaguean segundos de ventana, la piscina del cielo donde nada un trozo de nube. Ondea la nueva cortina de vinilo transparente que inquilino bueno solícito ha cambiado recientemente por viejo lechoso plástico de hongos. Siento un tirón de tiburón desde mi estómago: Teresa acaba de entrar en mi espejito. Siento en mis mejillas la caricia de mi palidez. Mis pies y mis manos están fríos. El corazón delator resuena, ¿no lo escuchan? En esta posición apenas puedo respirar. Fatigado retiro el espejito y me estiro un poco. Los listones del entablado vociferan un quejido que se toma por asalto la edificación. Tarde recuerdo que este piso habla. ¡Debió sentirnos! Lo introduzco cuando oigo que cierra la llave. Tengo unos segundos, quizá logre una mejor perspectiva. Mis latidos desbocados orientan el ángulo, ella corre la cortina, la tendré de frente, la busco, y es cuando me encuentro con sus ojos mirándome en el espejo, es apenas un instante, pero me ha visto. Aprisa se envuelve en la toalla y viene hacia acá. Sin desencalambrarme enderezo mi sobresalto, giro, tropiezo con una matera. Corro a mi cuarto que cierro con el más controlado de los portazos. Taquicárdico, mareado del miedo, me tiendo en la cama para no caerme. Teresa abre la puerta del baño con violencia y viene. Sus nudillos ametrallarán mi puerta. Peor, golpeará con la palma de la reclamación, me condenará con su grito indignado. Saboreo en mi boca algo pastoso, amargo. Me duele el pecho y no puedo respirar. El techo se llena de lucecitas. Los pasos siguen de largo a su pieza. Se vestirá para dar la batalla, para expulsarme de su apartamento. ¡Yo, culpable, translúcido, paralizado y en indefensos calzoncillos! Pasan dos eternidades. Como una alarma de bomberos suena el teléfono. Brinco. A ella sólo la llaman sus hijas, les contará que comparte su espacio con un criminal. Avisarán al portero, al administrador, a la policía. Vendrán todos a cercar y condenar al monstruo lascivo. Atención, habla:
-...en este momento salgo, allá les cuento... –creo entender.
Huye con rabia, con asco de mí. Retornará con toda la familia, estrategia tribal de ataque.
-Hasta luego -dice.
-...
Apenas no puedo contestar sin voz a su voz ¿amable? Y sólo ahora me doy cuenta del palpitante sangroso dedito herido en mi pie.
Los días han curado mi dedo y mi amedrantamiento, dando paso a la calma y ésta al deseo renovado y al perfeccionamiento de mi arte del deleite. Prefiero aparecer como un criminal reincidente, que volver al tedio de una vida aséptica y su insípido discurso normatizador. Esta pasión es más pura e irreversible que todas las fiebres de amores adolescentes. Y el deseo tiene la lógica del delirio. Describiré la imagen de esta mujer espléndida que en este momento tengo en mis manos. Carnes firmes de un rosado limpio. Dedos bien formados y pies hermosos, pantorrillas torneadas y muslos de gimnasta o amazona. Caderas amplias para los amantes y la felicidad. Nalgas, no: poderosas ancas de las que a su paso volvemos latinamente nuestras cabezas tercermundistas. Grupas para caricias redondas, mi idea global. Bajo el ombligo el vientre abultadito, que iluminados escultores clásicos eternizaron. Voluminoso el escudo de armas, de llamas negras con límites difusos, como despeinado por una tormenta tropical. Turgentes, sus senos planetarios donde la edad y la gravedad poco han podido. Pezoncitos inverosímiles de virgen y areolas como girasoles de fresa. Mata de pelo de sirena sin mar ni marino. En su frente, como un pincelazo de Obregón, el elegante mechón de canas que gira a un lado del rostro, que acaricia con largueza ante el lago del espejo. Partes de la ceremonia y de su cuerpo demandan más atención y manufactura. Poesía visual cuando Teresa cuida su sexo: entreabre las piernas, adelanta las caderas y se da a revisar, oler, podar, lavar, secar de nuevo y peinarlo. Teresa: madura, conocedora, virgen a su manera, la única aceptable forma de ser virgen. Tiene 60 años. Se tiñe las canas y queda de 40. Se desnuda y queda de 30.
He perdido peso y materias, pesos y sueños. No volví a la universidad, ni al servicio paramédico, poco al trabajo. He abandonado a las amigas, esas mediocres hembras con las que la rutina o la necesidad me acostaban los fines de semana. Y por primera vez en mi vida deseo, en contra de lo que soy, que reencarne día a día la dulce prisión de la cotidianidad de este sitio. Entre el asombro y la estupidez, este amor clandestino me acerca al éxtasis. Espiarla es mi mejor actividad, programa, deporte, pasión, manjar, religión, vicio. La terapia perfecta, el mayor placer, la máxima estética. Vivo para contemplarla, Señora Teresa.

III
-Por favor, la tía Teresa -me suplica una vocecita de cristal en el teléfono.
Mi cerebro ordena Señora Teresa, pero oigo mi boca producir tía Teresa...
-Voy, sobrino -escucho incrédulo.
Dentro de esta persona que creo soy yo, y que se dirige a pasos normales hacia su habitación de inquilino, salta eufórica la alegría de un saltimbanqui. Desde entonces somos tía Teresa y sobrino, y hago lo imposible para que nuestras coincidencias gastronómicas o cinematográficas o familiares se vuelvan frecuentes. Ya compartíamos algo: no nos gusta la televisión. Días y charlas felices en los que me dedico a acariciarla con mis palabras, con mis ojos ciegos a todo lo que no sea teresidad, hasta que me llega la revista con el artículo: “Las Mujeres Maduras Aman Mejor”: Está escrito sobre medidas, allí están mis palabras que no tengo. Con mis sentidos en vilo se lo extiendo. El texto pretexto debe operar el milagro. Optimismo de circo pobre: el efecto es todo lo contrario, un diálogo destemplado, sin perspectivas:
-¿Para qué? Para oír roncar a otro viejo como yo y aguantarle sus manías. Sólo pensarlo me deprime.
-Entonces uno joven -digo con una ingenuidad teatral.
-Para terminar de criarlo, ¡menos!
-Pero los jóvenes... -intento ya sin fe y sin palabras: “Tenemos la edad de aquello que amamos”. (¿Florence Thomas?).
-Sin peros. Las viejas no tenemos alternativas. O viejos verdes y sus chochadas o jóvenes pegajosos que creen que una es tía con dinero. Además del ridículo, qué tal: Adiós, suegra. Me muero. Y lo dejo, Señor, porque se me hizo tarde.
Su voz ha recobrado la distancia de los primeros días. Buenos Días Señor, Buenas Tardes Señor, Buenas Noches Señor. Señor... Tenía al alcance de mis manos un pote de esperanza y miel, he empujado demasiado, se ha caído y fragmentado. Abre la puerta del apartamento. El peinado en moña deja al descubierto la magnitud de su belleza otoñal. Entre su abrigo y sobre sus tacones casi ocupa el marco. Sale y gira para cerrar.
-Que tenga buen día -dice.
Estoy de pie, aturdido, ido por el centro del corredor del desamparo y el desespero, con un ánimo de perro extraviado. Entonces, irreductible, la corazonada final:
-Tía, usted me gusta megusta megusta megusta, oigo el eco de un grito que no he proferido. Tía, usted me gusta, me escucho decir, asombrado por mi cuerpo a cuerpo con el miedo. Tía, usted me gusta, y mi propio espejo tiembla. La puerta que estaba a punto de cerrarse se reabre con una lentitud amenazante. ¡Carajo, lo sé, imprudente he pasado el punto de no retorno! La Institución Edad, la Viudez Implacable, la Señora Teresa, tres entidades distintas se han devuelto en un solo tiempo verdadero. Brillante, afilada, la mirada del Poder. Silencio que detiene el mundo, rigidez de roca que va a explotar. Breve taconeo del paraguas-bastón-espada, y:
-Señor, necesito hablar con Usted, esta noche.
Y se va.
Shock posparto. Estoy agotado. De aquí a la noche hay ocho horas, suficientes para recuperarme y reptar, si sobrevivo, y saber dónde voy a meter la cabeza, si he tenido, si aún tengo. Necesito salir. Escapar, más que salir. Salgo y regreso tan tarde como puedo, a esta hora estará dormida. Entro como un ladrón, y Don Ladrón cierra con mayor cuidado. Pero me encuentro con la sorpresa de Señora Teresa Despierta, en su lecho real, y con toda su voz de mando:
-Ángel, venga por favor.
Hielo estomacal. Ángel de mi guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche, ni que m... (Ahora recuerdo que no sé rezar, soy ateo). Arrastro mi humanidad hasta su puerta. Mira el televisor apagado. La pantalla la reproduce en la cama, y a la cama en la alcoba, y al fondo, en el marco de una puerta, a un hombre casi virtual, minimizado.
-Pero siga, siéntese aquí. -Y me señala una silla.
Frente al abismo un paso adelante, pienso, y obedezco.
-Bien. Creí que nunca llegaría -comienza pausada-. Usted me ha dicho saber cómo manejar ésto:
Aparta las cobijas y me enseña un tobillo vendado.

Y todavía no salgo de mi aturdimiento cuando las retira más y aparece la suavidad de una pantorrilla torneada, y más aún y surge la firmeza de un muslo de gimnasta, y un camisón de aire y el perfume de intimidad de su lineal ropa interior de fuego. Su interior de fuego.