AVANCES, AUTORES, FICCIÓN, NUEVAS VOCES

Sra Teresa, un cuento de Jaime Cano








Por Jaime Cano


...y también el cielo una vez más.Enzensbeger
I
El edificio sobrevive al milenio en el barrio antiguo. 501, al final de una escalera en caracol que no pierde su gracia y me deja exhausto. Chapa y pomo dorados, la densa puerta de madera abre silenciosa. Agradable olor a cera en una atmósfera de tiempo detenido. Sin ostentación, mobiliario de buen gusto, conservado, que recuerda mejores épocas. Todavía funciona, pero no se usa, la radiola de mueble, como para mis acetatos de colección. Desde las paredes me sonríen fotografías que fueron a blanco y negro, rostros con los peinados de entonces y esa belleza que, creo, nunca pasará de moda. Clásico semiperfil de estudio con ella: los años apenas han logrado tallarle las líneas gestuales básicas, abonándole signos de madurez. Recuerdo las fotos de mujeres que hicieron historia en las viejas Cromos que de niño alcancé a ojear en casa.

Una tarde de sol y sala, y después de compartir uno de sus platos que me dejó con una alegría hacia adentro y elogié agradecido agradecido agradecido, se animó a mostrarme el obligado lugar común de las nostalgias empastadas en un grueso álbum. Eventos familiares, sociales, grandes cocteles con las y los que fueron personalidades, hoy acaso parte del olvido. Al final del mamotreto tres ampliaciones tamaño carta. La primera: de pie un grupo de hombres en trajes de paño oscuro, la mayoría con sombrero. Los Bad Boys del momento. Unos ríen a la cámara, los demás miran a la mujer del centro: la joven Teresa. Grueso abrigo, cartera espaciosa, de las que mi madre usara como depósito de documentos, y el obligado paraguas para este Londres suramericano. Su gesto, que apenas esboza toda Mona Lisa sepia, no oculta la secreta satisfacción de ser el corazón de aquella amable jauría de hombres. La siguiente: primer plano, ella, majestuosa, llegando custodiada por dos estilizados pastores Collie. Peinado, saco, hombreras, falda medio paso, estilo enamorada de Bogart (“Casablanca”, 1942). Mira con fijeza el centro de la lente, entra en la cámara y olvidando al fotógrafo salta atemporal y viva, y penetra con fuerza por nuestras pupilas diciéndonos: “Yo, reina”. La última, señala: de cuerpo entero, recostada al tronco rugoso de un eucalipto, al fondo un parque o un bosque. Guiño mullido de ángel tímido. Su cabellera ondulada, aún negra, cae por atrás de los hombros desnudos, a lo largo de sus brazos hasta la fina cintura. Vestido sencillo, ceñido, seguro sensible seda que resalta sinuosidades. Ha colocado las manos detrás de sus caderas que se desplazan hacia delante. Bajo su línea ecuatorial paisaje extraordinario: protuberante pubis impúdico. Obligada parálisis ocular del espectador, estado hipnótico, trance, conmoción generalizada. Sangre busca rostro propio. Y esa “ella” está a mi lado, huelo su voluptuoso Musk. Amilanado cambio de foto, de foco, de tema. Pero desde el álbum me observa, me llama, se muestra, me perturba. (“Una mujer que ofrece su retrato, promete el original”. Picasso, mal citado). ¡Y está a mi lado!

Toda historia, toda experiencia humana, tiene un punto de giro y es el instante de La Revelación. A partir de esa tarde se me despertó por este apartamento un amor cosquilloso. Cálido auténtico refugio sonrisa. (Afuera frívola fría ciudad funeraria). Me inundan sus olores, sus murmullos, su pasado, sus promesas. Hogar de señora bella acoge a eterno nómada, como para quedarse algún tiempo. “El Placer de Estar a tu Lado”, Señora Teresa. Muchas veces en mi cuarto pensándola y el deseo fibrilándome, las sombras del insomnio me llevaron por los puntuales peldaños de la noche.

Cielo azul azul y limpia nube blanca de mañana de domingo. En su alcoba Teresa se despierta, se libera de perezas y cobijas, bosteza la cama. Pocos carros rompen la calle. Sale. Sus pasos cruzan frente a mi pieza y entra en el baño. El clic de la cerradura dura, segura. Silencio con cuerpo propio. Oigo su respiración tranquila, su mirada en el espejo. Se acomodará el pelo. Desatará el nudo mudo en la cintura y al abrirse la levantadora rozará sus pezones y expondrá sus senos, se despedirá de hombros y brazos. Cascada de seda que rebotará en sus nalgas y se esparcirá por el suelo. Silencio desnudo. A veces, antes de meterse bajo la ducha, se sienta en la taza del sanitario y un chorro grueso de tambor redoblante, al comienzo, se adelgaza en metales para terminar con unas semicorcheas de champaña tibia. La escucho con una claridad estereoscópica. Ahora el alboroto de ida y vuelta de argollas de la cortina. Abre la llave oxidada de la ducha, chirrido, como de gato que intenta detenerse con todas sus garras cristal abajo. El agua tiene voz de diluvio sobre el piso. Mete un pie, luego el otro. Percibo el leve cambio. Ahora son las piernas, después el cuerpo. Fiesta de notas los hilos de agua que pegan en una u otra parte, que rebotan en el plástico, que chocan libres en las baldosas, burbujean y se ahogan gorgojeantes por el caño. La luz entrará a través de la ventana. En solo, su protesta cuando gira y coloca las espaldas a las agujas del helaje. Golpe del jabón en una pared y luego contra el suelo donde girará como una gorda brújula loca. Me parece ver el movimiento de su brazo alargándose, la flexión de la cintura, sus nalgas abriéndose al agacharse, cara quejido abotagado, sordo, para recoger a don jabón caído. Lluvia esponjosa en su cabello, sonido espeso de espuma de champú. Enjuague. Chapoteo de manos entre piernas y nalgas, enjuague final. Cierra la llave, otro gato arañando el mismo vidrio. Segundo escándalo de cortina. Y la fricción de la toalla contra la piel. Puedo seguirla en el ritual del baño, en el ajetreo de lociones y ropas en su habitación, en su viajar por el apartamento. Me he transformado en el Jean Baptiste Grenouille auditivo. Ya no son mis orejas de murciélago. Tengo radares, tecnología de punta. Hi-Jack.

II
Pero. Me he cansado de vigilarla con mis oídos. La puerta tiene una altura inusual respecto al piso. Suficiente para el espejito que en cuclillas coloco. Veloz como mi pulso palpita en la punta de mis dedos, tintinea contra las baldosas, tamborilea contra el borde de la puerta. Aunque sé que no puede descubrirme, he esperado a que abriese la regadera, tiemblo. Por el momento estoy a salvo, relajo cuanto puedo este nerviosismo de mercurio y me concentro. Veo la base de columna del lavamanos que está frente a la puerta. Lo hundo más y encuentro el gabinete. Lo inclino a la derecha y relampaguean segundos de ventana, la piscina del cielo donde nada un trozo de nube. Ondea la nueva cortina de vinilo transparente que inquilino bueno solícito ha cambiado recientemente por viejo lechoso plástico de hongos. Siento un tirón de tiburón desde mi estómago: Teresa acaba de entrar en mi espejito. Siento en mis mejillas la caricia de mi palidez. Mis pies y mis manos están fríos. El corazón delator resuena, ¿no lo escuchan? En esta posición apenas puedo respirar. Fatigado retiro el espejito y me estiro un poco. Los listones del entablado vociferan un quejido que se toma por asalto la edificación. Tarde recuerdo que este piso habla. ¡Debió sentirnos! Lo introduzco cuando oigo que cierra la llave. Tengo unos segundos, quizá logre una mejor perspectiva. Mis latidos desbocados orientan el ángulo, ella corre la cortina, la tendré de frente, la busco, y es cuando me encuentro con sus ojos mirándome en el espejo, es apenas un instante, pero me ha visto. Aprisa se envuelve en la toalla y viene hacia acá. Sin desencalambrarme enderezo mi sobresalto, giro, tropiezo con una matera. Corro a mi cuarto que cierro con el más controlado de los portazos. Taquicárdico, mareado del miedo, me tiendo en la cama para no caerme. Teresa abre la puerta del baño con violencia y viene. Sus nudillos ametrallarán mi puerta. Peor, golpeará con la palma de la reclamación, me condenará con su grito indignado. Saboreo en mi boca algo pastoso, amargo. Me duele el pecho y no puedo respirar. El techo se llena de lucecitas. Los pasos siguen de largo a su pieza. Se vestirá para dar la batalla, para expulsarme de su apartamento. ¡Yo, culpable, translúcido, paralizado y en indefensos calzoncillos! Pasan dos eternidades. Como una alarma de bomberos suena el teléfono. Brinco. A ella sólo la llaman sus hijas, les contará que comparte su espacio con un criminal. Avisarán al portero, al administrador, a la policía. Vendrán todos a cercar y condenar al monstruo lascivo. Atención, habla:
-...en este momento salgo, allá les cuento... –creo entender.
Huye con rabia, con asco de mí. Retornará con toda la familia, estrategia tribal de ataque.
-Hasta luego -dice.
-...
Apenas no puedo contestar sin voz a su voz ¿amable? Y sólo ahora me doy cuenta del palpitante sangroso dedito herido en mi pie.
Los días han curado mi dedo y mi amedrantamiento, dando paso a la calma y ésta al deseo renovado y al perfeccionamiento de mi arte del deleite. Prefiero aparecer como un criminal reincidente, que volver al tedio de una vida aséptica y su insípido discurso normatizador. Esta pasión es más pura e irreversible que todas las fiebres de amores adolescentes. Y el deseo tiene la lógica del delirio. Describiré la imagen de esta mujer espléndida que en este momento tengo en mis manos. Carnes firmes de un rosado limpio. Dedos bien formados y pies hermosos, pantorrillas torneadas y muslos de gimnasta o amazona. Caderas amplias para los amantes y la felicidad. Nalgas, no: poderosas ancas de las que a su paso volvemos latinamente nuestras cabezas tercermundistas. Grupas para caricias redondas, mi idea global. Bajo el ombligo el vientre abultadito, que iluminados escultores clásicos eternizaron. Voluminoso el escudo de armas, de llamas negras con límites difusos, como despeinado por una tormenta tropical. Turgentes, sus senos planetarios donde la edad y la gravedad poco han podido. Pezoncitos inverosímiles de virgen y areolas como girasoles de fresa. Mata de pelo de sirena sin mar ni marino. En su frente, como un pincelazo de Obregón, el elegante mechón de canas que gira a un lado del rostro, que acaricia con largueza ante el lago del espejo. Partes de la ceremonia y de su cuerpo demandan más atención y manufactura. Poesía visual cuando Teresa cuida su sexo: entreabre las piernas, adelanta las caderas y se da a revisar, oler, podar, lavar, secar de nuevo y peinarlo. Teresa: madura, conocedora, virgen a su manera, la única aceptable forma de ser virgen. Tiene 60 años. Se tiñe las canas y queda de 40. Se desnuda y queda de 30.
He perdido peso y materias, pesos y sueños. No volví a la universidad, ni al servicio paramédico, poco al trabajo. He abandonado a las amigas, esas mediocres hembras con las que la rutina o la necesidad me acostaban los fines de semana. Y por primera vez en mi vida deseo, en contra de lo que soy, que reencarne día a día la dulce prisión de la cotidianidad de este sitio. Entre el asombro y la estupidez, este amor clandestino me acerca al éxtasis. Espiarla es mi mejor actividad, programa, deporte, pasión, manjar, religión, vicio. La terapia perfecta, el mayor placer, la máxima estética. Vivo para contemplarla, Señora Teresa.

III
-Por favor, la tía Teresa -me suplica una vocecita de cristal en el teléfono.
Mi cerebro ordena Señora Teresa, pero oigo mi boca producir tía Teresa...
-Voy, sobrino -escucho incrédulo.
Dentro de esta persona que creo soy yo, y que se dirige a pasos normales hacia su habitación de inquilino, salta eufórica la alegría de un saltimbanqui. Desde entonces somos tía Teresa y sobrino, y hago lo imposible para que nuestras coincidencias gastronómicas o cinematográficas o familiares se vuelvan frecuentes. Ya compartíamos algo: no nos gusta la televisión. Días y charlas felices en los que me dedico a acariciarla con mis palabras, con mis ojos ciegos a todo lo que no sea teresidad, hasta que me llega la revista con el artículo: “Las Mujeres Maduras Aman Mejor”: Está escrito sobre medidas, allí están mis palabras que no tengo. Con mis sentidos en vilo se lo extiendo. El texto pretexto debe operar el milagro. Optimismo de circo pobre: el efecto es todo lo contrario, un diálogo destemplado, sin perspectivas:
-¿Para qué? Para oír roncar a otro viejo como yo y aguantarle sus manías. Sólo pensarlo me deprime.
-Entonces uno joven -digo con una ingenuidad teatral.
-Para terminar de criarlo, ¡menos!
-Pero los jóvenes... -intento ya sin fe y sin palabras: “Tenemos la edad de aquello que amamos”. (¿Florence Thomas?).
-Sin peros. Las viejas no tenemos alternativas. O viejos verdes y sus chochadas o jóvenes pegajosos que creen que una es tía con dinero. Además del ridículo, qué tal: Adiós, suegra. Me muero. Y lo dejo, Señor, porque se me hizo tarde.
Su voz ha recobrado la distancia de los primeros días. Buenos Días Señor, Buenas Tardes Señor, Buenas Noches Señor. Señor... Tenía al alcance de mis manos un pote de esperanza y miel, he empujado demasiado, se ha caído y fragmentado. Abre la puerta del apartamento. El peinado en moña deja al descubierto la magnitud de su belleza otoñal. Entre su abrigo y sobre sus tacones casi ocupa el marco. Sale y gira para cerrar.
-Que tenga buen día -dice.
Estoy de pie, aturdido, ido por el centro del corredor del desamparo y el desespero, con un ánimo de perro extraviado. Entonces, irreductible, la corazonada final:
-Tía, usted me gusta megusta megusta megusta, oigo el eco de un grito que no he proferido. Tía, usted me gusta, me escucho decir, asombrado por mi cuerpo a cuerpo con el miedo. Tía, usted me gusta, y mi propio espejo tiembla. La puerta que estaba a punto de cerrarse se reabre con una lentitud amenazante. ¡Carajo, lo sé, imprudente he pasado el punto de no retorno! La Institución Edad, la Viudez Implacable, la Señora Teresa, tres entidades distintas se han devuelto en un solo tiempo verdadero. Brillante, afilada, la mirada del Poder. Silencio que detiene el mundo, rigidez de roca que va a explotar. Breve taconeo del paraguas-bastón-espada, y:
-Señor, necesito hablar con Usted, esta noche.
Y se va.
Shock posparto. Estoy agotado. De aquí a la noche hay ocho horas, suficientes para recuperarme y reptar, si sobrevivo, y saber dónde voy a meter la cabeza, si he tenido, si aún tengo. Necesito salir. Escapar, más que salir. Salgo y regreso tan tarde como puedo, a esta hora estará dormida. Entro como un ladrón, y Don Ladrón cierra con mayor cuidado. Pero me encuentro con la sorpresa de Señora Teresa Despierta, en su lecho real, y con toda su voz de mando:
-Ángel, venga por favor.
Hielo estomacal. Ángel de mi guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche, ni que m... (Ahora recuerdo que no sé rezar, soy ateo). Arrastro mi humanidad hasta su puerta. Mira el televisor apagado. La pantalla la reproduce en la cama, y a la cama en la alcoba, y al fondo, en el marco de una puerta, a un hombre casi virtual, minimizado.
-Pero siga, siéntese aquí. -Y me señala una silla.
Frente al abismo un paso adelante, pienso, y obedezco.
-Bien. Creí que nunca llegaría -comienza pausada-. Usted me ha dicho saber cómo manejar ésto:
Aparta las cobijas y me enseña un tobillo vendado.

Y todavía no salgo de mi aturdimiento cuando las retira más y aparece la suavidad de una pantorrilla torneada, y más aún y surge la firmeza de un muslo de gimnasta, y un camisón de aire y el perfume de intimidad de su lineal ropa interior de fuego. Su interior de fuego.

  1. libaniel marulanda velásquez10 de junio de 2016, 10:42

    Un cuento erótico de antología, de esos que se leen y siempre afloran cuando alguien nos pide un ejemplo de un buen cuento.

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