AVANCES, AUTORES, FICCIÓN, NUEVAS VOCES

Gente rara en el balcón, de Carlos Castillo Quintero

Capítulo de una reciente novela de Carlos Castillo Quintero


Natalia Castillo Verdugo.
"Retrato de una obsesión".
Pastel sobre cartulina negra, 2012.


Capítulo seis
Un juguete sin su niño
15
The past has always had a great charisma for me (El pasado siempre ha tenido un gran carisma para mí)
Midnight in Paris, 2011
En el barrio La Macarena, en una alacena a la entrada de un parqueadero, había visto muñecas parecidas: sentadas una después de otra, sin brazos, sin piernas, tuertas y semidesnudas. Eran unas veinte. Le pregunté al encargado del sitio por esas muñecas.
—Son de María Teresa —me contestó, como si yo supiera quién era María Teresa. Se quedó aguardando la próxima pregunta, pero yo no dije nada más. Me miró con desdén.
Liz no las colecciona, como pensé al principio. Las recoge de la basura y se las lleva para su casa, para salvarlas de la intemperie y para que vivan con ella.
—Cada una de estas muñecas está llena de los sueños de una niña, así esa niña ya no se acuerde —me dijo—: No colecciono muñecas, sino sueños.
Las muñecas están en un rincón del cuarto, organizadas en grupos de tres, cinco o más, sentadas, como si estuvieran conversando. Me atraen unas que en torno a una mesa diminuta parecen hacer visita. Liz dice:
—Ese es el grupo de las barbie. La barbie médico, a pesar de que le falta el brazo derecho y está tuerta, es original. Igual la barbie tenista que está completa, pero perdió su uniforme. Las demás son imitaciones. Pero aquí, en mi casa, todas son iguales y por eso comparten la misma mesa.
Me cuenta que hace mucho tiempo, cuando ella apenas tenía seis o siete años, le pidió a su papá una barbie como regalo de navidad. Él cumplió su deseo. La muñeca, delgada, con el cabello rubio recogido en una cola de caballo, vestía una bata de dril color verde con unos zapaticos blancos que a cada rato se le caían.
—¿Y esta cuál barbie es?
—Esa es la barbie viajera —contestó su papá.
Por esos días vivían en un caserío que estaba colgado de una montaña. Las calles, para que la gente no se desbarrancara, estaban llenas de escaleras. No había carros, ni bicicletas ya que todo lo que tuviera ruedas tendía hacia el abismo. Abajo, se veían las nubes, y de vez en cuando pasaba un pájaro gigante planeando sobre las corrientes cálidas de aire.
Liz, al día siguiente de la navidad, fue a jugar con sus amigas: la hija del inspector de policía, una niña que ya había cumplido diez años y vivía media cuadra arriba de la casa de Liz, y la hija del dueño del supermercado.
—Mi barbie es actriz y está reunida con su amiga enfermera. La tuya es la empleada y les sirve limonada.
Liz protestó. La hija del inspector le explicó que las muñecas de ellas eran originales, con vestidos y accesorios de lujo, traídas directamente de Medellín, mientras que la de ella era una imitación barata que vendían en los puestos de juguetes de la plaza de mercado. La mía es una Barbie Golden Dreams, ¿se fija? Ahí terminó el juego para Liz. Lloró durante toda la noche y no quiso ver más a su muñeca: la lanzó sobre el lomo de algodón de las nubes.
—¿Te conté que mi papá nunca me quiso?
Cuando habla de su papá se le quiebra la voz y se pone un poco pálida. Le pregunto por la foto de la escultura de Ron Mueck.
—Alguien la dejó en el bar, para respaldar una cuenta, y nunca regresó.
Habría jurado que me iba a contar una historia relacionada con la muerte de su papá. Quizá esa no sea la verdad, pienso. Yo nunca digo mentiras, dice ella. Tardo unos segundos en darme cuenta de que otra vez me ha leído la cabeza. Es una bruja, alcanzo a pensar, pero desisto por temor a que me lea.
Miro la hora en mi celular: 2:20 p.m. Liz, vestida sólo con mi camisa, está pegada a mi costado derecho. Estoy completamente desnudo, atrapado por su perfume. Pienso que debería contarle algo de mí, decirle cómo me llamo, qué hago. ¿Qué importa eso? Mejor debería decirle que desde hace unas semanas estoy muy enfermo. Pero no, a nadie le gusta meterse con gente que escupe sangre. Debo ir al médico, subrayo la frase y la dejó allá, en la pizarra más iluminada de mi cabeza.
No digo nada, pero dentro de mí un recuerdo de infancia se agita:
Bajo por el camino real que lleva de la Escuela Anexa al pueblo. Es una serpiente de piedra que desde hace varios siglos habita por allí. Para mí ese camino es parte de mi casa. Si uno baja, a ritmo normal, se demora unos diez minutos pero yo gasto más de media hora: recojo moras pequeñas y amargas, con una rama de sauce persigo a los matacaballos y, a veces, me quedó un buen rato escuchando el canto de las chicharras. Cuando tengo plata paso por el estanco de La Manca y compro una arepa de queso y una gaseosa. Finalmente llego al pueblo. No soy del pueblo, pero tampoco soy campesino y me siento bien así. Camino hacia el parque principal, a ver si de pronto me cruzo con mi papá. En el parque hay una fila de niños que comienza en el matadero, sube por la consistorial y llega hasta la puerta de la alcaldía. Me acerco. Veo a Germán, a Jefer y a otros de mi curso. Haga fila, están regalando juguetes para celebrar el aguinaldo del niño pobre, me dice Pequeño Alf, uno de mis mejores amigos, y me deja colar. La puerta de la alcaldía es grande, casi igual a la de la iglesia. En esa misma casona funciona la cárcel municipal y el concejo. La primera dama y las esposas de los concejales son las que reparten los juguetes. Ya han empezado a salir los niños que estaban primero, felices, cada uno con un paquete envuelto en papel de regalo. Yo también estoy feliz. La fila avanza con lentitud: aprietan, empujan, gritan, pero qué importa, todo es parte de la fiesta. De pronto siento que alguien me toma de un brazo, me jala, y me saca de la fila. Es Esteban, mi hermano.
—¿Y usted qué hace ahí?
Me regaña. Me arrastra unas dos cuadras hasta que considera que me ha quedado claro que no debo mezclarme con los del aguinaldo del niño pobre. No digo nada. Me dice que me vaya para la casa y me voy. Llego hasta donde comienza el camino real, en la orilla del pueblo. Miro y Esteban no está. Regreso a toda carrera. Mis amigos me han guardado el puesto.
Destapo el regalo: es una volqueta pequeña, con el platón color anaranjado, la trompa verde, el tanque de la gasolina amarillo y toda la parte inferior negra. Tiene una palanca que levanta el platón como si fuera una volqueta de verdad. Las llantas tienen grabada una marca en altorrelieve. Regreso a la casa con mi volqueta escondida debajo de la camiseta. Ese día transporté arena hasta bien entrada la noche. Y así durante las semanas que siguieron, los meses, los años… Ese fue mi único juguete. Después tuve un Llanero Solitario y un Toro de plástico, que me sirvieron de pasajeros de la volqueta.
—¿Quieres arroz chino?
Su voz me trae. Pedimos el domicilio. Mientras llega, Liz sigue contándome de los viajes que hizo con su papá. Éramos como gitanos..., dice, y entrelaza sus piernas con las mías. Interrumpe su relato y me besa. Pienso que nunca antes había sido tan feliz. Siento frío pero no me importa. Me gusta verme desnudo con ella.
Mientras tanto, en el rincón, la barbie médico ha sacado a las advenedizas de la pequeña mesa, ayudada por Isadora, Mikaela y Offenbach que, entre gruñidos, se disputan la cabeza rubia de una maltrecha barbie viajera.

16
Se llama Carlos Juan pero en la universidad le decimos profesor Skinner. No es muy brillante, pero está al tanto de todo: nunca falta a clase, se sabe el nombre de los profesores, saca las fotocopias que son, consigue los libros, desarrolla los talleres… De alguna forma todos hemos terminado debiéndole favores. Al principio vivía con la mamá, pero a ella la internaron en un sanatorio. No está loca, ni vieja, pero sufre un leve retraso mental que la deja expuesta a múltiples accidentes. Después de uno de ellos, uno grave en el que casi la matan[1], el profesor Skinner logró que la aceptaran, de caridad, en una institución a las afueras de la ciudad. El padre Ricardo, un cura jacobino, fue quien le hizo el favor de recibirla.
Ahora el profesor Skinner vive en el centro, en una pieza cerca a la plazoleta de las Nieves. Usa bluyines y de vez en cuando sale con nosotros. No bebe mucho y sólo habla de la universidad y de un curso de alemán que está haciendo, pero nos cae bien. Es el único que tiene claro lo que desea en la vida: terminar la carrera, conseguir un empleo, pagar el crédito del Icetex y, ojalá, irse del país. De ese crédito algunos nos hemos beneficiado: el profesor Skinner hace pequeños préstamos, al 3% de interés.
Sandra fue la que comenzó con el tema. Ella no es de nuestro semestre, pero se ha ido quedando y ahora ve la mayoría de materias con nosotros. Ella, además de bonita y rumbera, colecciona hombres: es una leyenda en la facultad. Cuando notó que el profesor Skinner había abandonado su tradicional corte militar y lucía una incipiente melena, dijo: Ese, todavía es virgen. Y comenzó con las apuestas: diez a uno a que se lo llevaría a la cama. Así fue.
Esa noche él estuvo feliz. Sandra lo sacó a bailar y todos los del semestre bebimos a su cuenta. Ella pasó los cinco minutos que dura Mujer divina mirándolo a los ojos, diciéndole cosas al oído, babeando. Al parecer el profesor Skinner tenía un encanto que Sandra no había calculado. Hacia la una de la mañana se fueron. Él no se despidió de nadie. Sandra, sonriente, lo siguió rumbo a la pieza en la plazoleta de las Nieves.
El próximo lunes cobraría las apuestas.
Pero ese lunes no fue a clase. Nada raro. No fue en toda la semana y después nos enteramos de que había abandonado la carrera. Sandra regresó a su casa, en Manizales, y allí consiguió trabajo en una oficina de abogados. No tiene novio y nunca sale de noche. Dicen que sus padres le insisten para que regrese a la universidad, pero ella no quiere saber nada de eso.
Carlos Juan ahora luce una melena rubia que casi le llega a la cintura, no presta plata, y ya nadie le dice profesor Skinner.

17
            La primera era de caucho, inflable, barata, pero me hizo feliz. Después, con pequeños recortes al préstamo del Icetex, con lo que gano en intereses y con lo que cobro por hacer trabajos, ensayos, y tesis de grado, reuní el dinero para encargar a Rubiela. En el formulario preguntaban qué nombre quería que le pusieran y yo dije Rubiela. Así se llama mi mamá, pero fue el primero que se me ocurrió. También pedí que le pusieran ojos azules como los de ella y cabello rubio. Senos copa 34B. Uno sesenta de estatura. Boca succionadora, vagina y ano estándar.
            Rubiela es de silicona. Nació en San Marcos, USA, a dos horas de Los Ángeles, y desde hace ocho meses es mi mujer. Suena un poco raro, pero no. A mí no me resulta nada fácil ligar. Soy negado para la conquista, a pesar de mis esfuerzos: ropa limpia, cabello en orden, loción, dinero en el bolsillo… Nada. No consigo traer a nadie a la pieza. Hablo de gente bien. Mi mamá nunca me perdonaría si metiera a una furcia en mi cama. Rubiela ha sido una gran solución. No la mejor, pero sé de gente que la pasa peor.
            Una vez vi en un accidente automovilístico a un hombre con las piernas aplastadas. Intentaba hacer una llamada por celular. Lloraba. Su cuerpo, atrapado en la parte delantera de un Mazda, prácticamente estaba cortado por la mitad. Pero él insistía. Entró la llamada, se escuchó música al otro lado de la línea: Aló, aló, amor, estás ahí… pero nadie le contestó. Antes de que reabrieran el paso vehicular, ya se habían llevado su cadáver en una ambulancia. El celular quedó botado a un lado de la carretera. Era diciembre. Por eso a veces es mejor no tener a quién llamar. Yo ni siquiera uso celular. Es muy caro, prefiero ahorrar para otra Rubiela. Creo que lo que sonaba en ese celular era La lambada.
            Al fin traje a alguien a la pieza: Sandra, una compañera de la universidad. Entramos. En el tocadiscos pongo Strangers in the night, de Frank Sinatra, y bailamos. Seguimos bailando, porque ya lo habíamos hecho en el bar. Strangers in the night es el único acetato que tengo, así que lo escuchamos todo el tiempo. Saco una botella de Casillero del Diablo que tenía lista para un momento como éste y bebemos. Sandra me besa, apasionada. Ella es un poco loca, se ha metido con varios del semestre pero eso a mí no me importa. Al final de cuentas es gente bien. Sandra empieza a desvestirse, pero no se lo permito. No puedo. A pesar de que Rubiela está guardada en el armario, sé que nos ha escuchado llegar.
Antes de Rubiela todo hubiera sido diferente. Es cierto. Yo quería encontrar una mujer para hacer las cosas que ahora hago con ella, pero ya no. Ya no es necesario. En realidad a Sandra yo no le dije que viniera, ella vino sola y yo pensé que era buena idea que con Rubiela hiciéramos vida social. Y otras cosas. Con ella, con Rubiela, ya habíamos hablado de eso. Además, sé que está esperando que le sirva un vino.
Sandra, sorprendida, se abotona la blusa y se arregla el cabello. La beso. Le digo que espere un poco, que la noche es joven todavía. Sonríe. Toma la botella y sirve vino para los dos. Yo voy por otra copa y con un gesto le pido que sirva. Mira a su alrededor, curiosa. Antes, en el bar, me había dicho al oído:
—Hoy no es viernes de siluetas.
Con Sandra estamos sentados en un pequeño sofá, al lado de la cama. Me levanto, voy al armario y saco a Rubiela: viste ropa interior roja, prendas que he encargado especialmente para ella a los almacenes de Victoria’s Secret en Columbus, Ohio. Como el sofá no es suficiente para los tres, Rubiela se sienta en la cama. Dejo su copa de vino sobre la mesita de noche.
Sandra está confundida. No entiende muy bien qué está pasando. Intento besarla pero me rechaza. Ríe, nerviosa. Toca a Rubiela. Ella se deja. La curiosidad de Sandra se va convirtiendo en caricia. A pesar de que no hablan el mismo idioma, se están entendiendo bien. Yo me acerco. Abrazo a Sandra por detrás. La beso en el cuello. Le desabotono el bluyín, pero cuando voy a quitárselo se levanta. Va hacia la puerta. Intenta irse pero he puesto doble seguro. Grita. Frank Sinatra ahoga su grito. Voy por ella. Ya en la cama me mira: está un poco borracha. Se entrega. Rubiela se anima y los tres la pasamos bien durante un buen rato. Les sirvo más vino, pero Sandra no toma.
—Déjeme ir —dice.
Con Rubiela la acompañamos al taxi. Antes de salir le hemos hecho jurar que regresará el próximo viernes, y el siguiente. Rubiela, incluso, prometió regalarle la peluca rubia y la lencería que usó hoy. Sandra a todo ha dicho que sí. Siento que la amo. Que las amo a las dos. Si para llevar a Sandra a mi pieza hubiera tenido que rellenar un formulario, hubiese escrito: boca succionadora, vagina y ano estándar.
Soy feliz. Solamente extraño que Rubiela no sepa preparar la sopa de letras con zanahorias, apio y tomate que hacía mi mamá, mi plato preferido.
Álbum de recortes. Agencia Eme. Tokio, 2009. Ayano Tsukimi da vida a Nagoro, un pueblo olvidado de Japón habitándolo con muñecos. Este pequeño pueblo, en el valle de Iya, situado en la isla de Shikoku se ha ido poblando de seres rellenos de paja. Nagoro no aparece en los mapas y apenas tiene 50 habitantes de carne y hueso.
Un día Tsukimi decidió hacer un muñeco por cada persona que se iba o que fallecía. En la actualidad hay más de 150 repartidos por todo el pueblo, sustituyendo a los antiguos habitantes: la escuela está llena de estudiantes y profesores que lucen sus cabelleras de lana, hay ancianos sentados a la puerta de sus casas, agricultores al lado de sus herramientas. Cada muñeco encuentra el lugar y la actividad que le place. Se sabe porque las costuras de su boca curvan sus labios en una mueca feliz. Estos habitantes cuidan los caminos, siembran los campos, acuden a fiestas y ceremonias, mantienen el pueblo con vida y, mientras tanto, esperan. Hay quien dice que Ayano Tsukimi no es de la isla, que apareció no se sabe de dónde y que fue la primera habitante de paja.



“Gente rara en el balcón”
Carlos Castillo Quintero
Premio de Novela CEAB 2015
Ediciones Gobernación de Boyaca, 2016
220 pág.






[1]              A lo lejos parece una niña, o mejor, una monja pequeña. Viste una bata gris que le llega a los tobillos y en la cabeza lleva un chal negro. Avanza dando saltitos, como si esquivara diminutos charcos de lluvia, pero hace días que no llueve. Del chal se escapan unos rizos dorados que se le pegan al rostro, le tapan los ojos, y la hacen detenerse. Sonríe. Los dientes son blancos, uniformes. Viene del supermercado, con la compra, no mucho, apenas lo necesario para preparar el plato preferido por su hijo universitario.
                Son tres. El mayor aún no cumple diecisiete años. Esa tarde no fueron al colegio porque jugaba la Selección Colombia. El segundo partido del Mundial Estados Unidos´94. Colombia 1 – USA 2, autogol de Andrés Escobar, fatalidad. Nada que hacer.
Han estado bebiendo cerveza en la tienda del barrio. No son de por ahí, pero el vecino los conoce. En la maleta tienen una botella de aguardiente: submarino va, submarino viene. Están borrachos. La ven. Ahora lleva el chal sobre los hombros y su cabellera brilla con los últimos rayos del sol. Ya antes habían hablado del asunto: Con una boba no es pecado... Pagan. Compran cigarrillos y se van, fumando, riendo, pateando una lata vacía. Dejan que abra la puerta. Un empujón y entran detrás de ella. Submarino va, submarino viene. Una hora después salen, satisfechos, y siguen tomando. Perder es ganar un poco, dice uno, y todos se ríen. El vecino también.

Virginidad, por Diana Ariza

Diana Ariza
@aspasiasegunda

Monet, puente de su jardín

Al cruzar bajo algún puente ocasionalmente imagino cómo podía verme allí arriba, mostrándole mi sexo a un señor que nunca más volví a ver. Era un hombre maduro, de verdad atractivo, no guapo como el arquetipo aburrido y mediático de belleza; tomaba el sol en pantaloneta corta sentado a la viera de un río, algunas canas le brillaban con los rayos y el rollo que se formaba en su barriga hacía juego con el resto del cuerpo que se acercaba más al de un jugador de ajedrez que al de un atleta. Un hombre corriente de mirada sostenida, sonrisa amable y barba corta.

Venía de mi camino cruzando el puente y comiendo una paleta de limón para contrarrestar el calor con algo frío en mi boca. Me recosté en una de las barandas para ver el río y lo vi a él casi debajo mío, entonces el río perdió mi atención. Siempre me gustaron los señores, a esa edad y en todas mis edades, de pronto se sintió observado, levantó su mirada y me sonrío, yo seguí chupando el hielo sin ningún otro gesto. No podía dejar de verlo y de lamer. Lo incomodé, comenzó a moverse en su silla, ya no cerró más los ojos y constantemente giraba su cabeza para subir su mirada a la mía, yo lamía mientras nos tostaba la tarde.

No pasó mucho para que el borde de mis calzones en la entre pierna empezara a mojarse, pero ya no de sudor. El señor me gustaba. Saqué mi pie derecho de la sandalia y lo subí sobre un barrote del puente para mostrarle mi humedad. Él ya no me quitó más la mirada, sacó su pene de la pantaloneta y empezó a frotarlo, yo aferré los dedos de mi pie al barrote. Su miembro empezó a crecer rosado y duro entre su mano, mientras la mía sostenía el madero de la paleta mientras me corría pierna abajo una hilera delgada y viscosa de eyaculación con sudor. No sé si alguien nos vio, no me importó y creo que a él tampoco, estábamos solos en esto. Veía cómo su rostro se tensionaba y su boca se entre abría de gusto, yo deseaba que una de mis gotas escurriera hasta su boca desde aquel puente en el que por primera vez sentí el deseo de meterme algo a la vagina.

Cuando el hielo saborizado de mi paleta acabó, empecé a morder el palo mientras él pasaba saliva y seguía masturbándose sin quitarme la mirada. Creo que de verdad estábamos solos, no lo sé, no recuerdo haber escuchado nada, ni pájaros, ni carros, ni otras voces… ni siquiera el río, tan solo sus gemidos, lejanos, que me pringaron el vientre por dentro. Me excitó tanto escucharlo que mi única reacción fue sacar el palo de mi boca, correrme el calzón a un lado y metérmelo hasta el fondo una y otra vez hasta que todos los dedos entraron en mi vagina y se humedecieron. El señor frunció el ceño, jadeó por última vez y reventó en sus manos hasta salpicar de semen su pecho y ombligo, al verse, recostó su cabeza y volvió a cerrar los ojos.


Yo me saqué el palo de paleta, mojado, roído por mis dientes y untado de sangre, ya no olía más a limón y lo tiré al río.