AVANCES, AUTORES, FICCIÓN, NUEVAS VOCES

Esta figura no me corresponde, un cuento de Jhonathan E. Villegas Betancourth


 Jhonathan E. Villegas Betancourth

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Elías Fernández es un tipo afortunado. Toca el piano como un dios negro. Su cuerpo y sus dedos son los de un personaje huraño que se mueve con cautela por alguna de las calles de Luisiana. Él lo sabe y no se enorgullece de esa estampa: portentosa, ávida y extraña. “Esta figura no me corresponde”, imagino que se dice antes de interpretar con solemnidad lo que su corazón le dicta y baja hacia sus dedos. La melodía es exquisita.

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Elías Fernández era un ebanista, joven, dedicado, con unas manos, eso sí, hábiles para el tallado, prodigiosas como las de un artista del renacimiento. Sus manos grandes y de dedos largos y delgados, parecían contrastar con algo de la rudeza que implica el trabajo de ebanista; una verdadera rareza en la labor. Su destreza proviene, dicen quienes lo conocieron antes, de una aguda observación a la que lo confinó su padre en largas tardes en el taller. Su padre le heredó su saber, sus mañas, sus odios, su carácter, eso que hacen los padres con uno, ¿se fija? Es que uno puede ser una copia de ellos…
Retraído casi siempre. Callado como una piedra milenaria, salvo observaciones precisas que le gustaba hacer. Eso comenta mucha de la gente que lo conoció en su antigua actividad.

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El azar tiene trazados caminos misteriosos. Elías Fernández sufre un accidente en su taller. Un accidente ridículo, dicen quienes vieron lo sucedido: Se dirige a sacar sus herramientas de una vitrina donde se cuelgan, en orden ascendente, dependiendo del tamaño y del uso frecuente, cada una de las piezas (martillos, serruchos, cepillos, destornilladores, escofinas, escoplos…). Al lado de la vitrina, están ubicadas, en el mismo orden, las diferentes brocas y las herramientas de medición. Diagonal, se hallan todos los instrumentos eléctricos (sierras, lijadoras, amoladoras, fresadoras…). Todo está dispuesto como le enseñó su padre cuando él era un niño, además de las explicaciones de los usos y los nombres de cada uno de los utensilios de la labor. En su camino a la vitrina escucha que alguien silba en la calle. Echa un vistazo rápido. Uno de sus cordones, que había quedado a medio amarrar, se desanuda. Su esposa en la mañana le dijo, como solía hacerlo siempre al salir Elías de casa, “métete los cordones dentro de los zapatos”. Él la miró con ternura, pero lo olvidó. Sara, su esposa, una joven de una belleza genuina, sin maquillaje, una belleza de pueblo, cuya naturaleza parece extraña en cada una de las partes en que su presencia hace presencia, se lamentaría de ese olvido siempre: un cordón, ya ve usted cómo es la vida de extraña, un cordón desatado me cambió la vida. Y vaya si lo hizo. Ese cordón largo que se desanuda y que no metió en la mañana dentro del zapato, hace que se enrede al pisarlo con su otro pie. Su cuerpo macizo, de bruces, se estrella contra una de las mesas de más envergadura, una mesa de roble duro, donde usualmente trabaja. 
  

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Un mes y medio después del accidente, Elías Fernández, el nuevo Elías Fernández, despierta de un coma. No reconoce a nadie. No sabe quién es, solo se percata de que ve notas musicales danzando en su cerebro: “sinestesia”, se dice para sus adentros.

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Salió del hospital. Regresó a una casa extraña para él, a vivir entre personas que no recuerda y al lado de una joven mujer que dice ser su esposa. No sabe nada de su antiguo empleo, pero puede tocar con virtuosismo cualquier instrumento musical. ¡Pero el piano!, el piano es su extensión natural. Muy pronto su historia se filtró entre los medios de comunicación. Su adquirida habilidad lo hizo ser objeto de entrevistas, propuestas, atenciones, y una fama inusitada que ni quería y que le cayó sobre la cara como cachetadas inmerecidas.
“El hombre al que le vino la música de golpe”, decía un titular de prensa que me intrigó y por el que conocí la historia.   

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Elías Fernández comenzó a dedicarse de lleno a la música, tocaba todo el día, todos los días. A sus vecinos, trabajadores, amigos y familiares los sorprendió, más que al propio Elías, encontrarse con un genio musical. Una cosa condujo a la otra: una entrevista, una propuesta, un concierto, una gira, todo de golpe. La virtud y lo inusual de la historia se juntaron para acrecentar la imagen de Elías. La seguidilla de situaciones lo transformó en un músico famoso, idolatrado. Compuso melodías que hicieron poner de pie a sus espectadores. Generó celos entre sus colegas, la envidia que se presenta en todos cuando se está ante una creación que uno no pudo realizar. Muchos de ellos debatían sobre viejos y rancios problemas de la creación artística: la idea del genio, del azar, del trabajo, de la habilidad natural. Conversaciones absurdas que no tenían mucho sentido.
La figura pública de Elías contrastaba con el extrañamiento en su vida personal. Como una ironía, cada una de sus virtudes musicales chocaba con lo que le acontecía cada vez que dejaba de dedicarse a la música: se tornaba en un tipo torpe, infeliz, ensombrecido. Solo se veía en él satisfacción cuando componía o tocaba su música.
Su esposa, aquella joven, tenía dos esposos. Ninguno de los dos era con el que se había casado aquel día del mes de mayo en la tarde. Esa ceremonia austera es evocada con visible congoja por Sara, mientras la entrevisto. Su esposo no era ese pianista y mucho menos el tipo hosco en que se convertía una vez dejaba su música y tenía que vivir en el mundo. Una de tantas noches en que terminó de componer, se nubló. Me fui a dormir. Él se bebió una botella de whiskey. Se intoxicó.   

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Elías Fernández es hospitalizado producto de una intoxicación etílica aguda producida por la ingesta de licor de forma rápida y en cantidad excesiva. Su recuperación dura un par de días. Un médico neurólogo, admirador de su trabajo, pasa por su cuarto para visitarlo. Una vez allí, detecta unos movimientos involuntarios en sus ojos que, desde su experiencia, están asociados con problemas cerebrales. El neurólogo solicitó, después de hablar con el colega que atendía al músico, unos exámenes.
El golpe le produjo el síndrome de Savant adquirido con sinestesia que le otorgó la música, pero que le quitó la felicidad plena. El mismo golpe le había desarrollado una inflamación en diferentes partes del cerebro: “En el sistema límbico y en los lóbulos frontales, relacionados estos con la conducta social humana”, diría después el neurólogo en una entrevista para los medios que, a pesar de lo sucedido con Elías Fernández, elogiaban su pericia y su agudeza en el diagnóstico. El síndrome de Savant adquirido con sinestesia, lo atrofió.
Esa inflamación no detectada antes, le generó un tumor que se esparció por el cerebro. El dictamen es implacable. Le quedan, si mucho, un par de meses de vida. No hay nada que hacer.
 
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Elías Fernández compuso frenético, en el tiempo que le quedó de vida, diez piezas excepcionales. Pienso que si sus manos pudieran hablar, dirían que fueron felices. Sin embargo, sus ojos eran ambivalentes. Cuando lo miré y me miró, vi en su mirada encontrándose con la mía un aire polar, vi un iceberg. Desde esa mirada me decía: “esta figura no me corresponde”. Quizá en algún lugar o resquicio de su cerebro se alojaba un recuerdo de su vida pasada, de su esposa, de la virtud de sus dedos y de sus manos para tallar la madera. Mientras escribo esto, y recuerdo a esa belleza de pueblo, ahora afeada por la profunda tristeza del giro que dio su vida, pienso en Capote. Afirmaba: “Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo, y el látigo es únicamente para autoflagelarse”.   

Cristales sentidos, un cuento de Jhon Better





Para Greg


Noche: calles desiertas, sombras felinas alargándose en los andenes. Una luna apenas visible entre espesas nubes, algo de frío, un ambiente poco probable en una ciudad como esta, a merced del calor infernal. «No debí salir», me digo mientras avanzo.
¿A dónde me dirijo? No sé, mi memoria se reduce a un par de instantáneas donde estoy junto a mi padre en un viejo circo o en un parque de la ciudad con inmensas cabezas de personajes de Disney.
De pronto veo moverse algo a un costado de la calle, algo que emite un raro sonido. Me acerco, medio cierro los ojos y me inclino hacia aquello con cautela: un perro emerge de la sombra de un árbol, rasga bolsas de basura. Me ladra, enseña sus dientes y gruñe tomando posición de ataque. Me muestro apacible y me marcho. Sigo mi camino sin saber a dónde. Antes de alejarme le enseño los dientes, el animal no deja de pelar sus colmillos. Casi llegando a una esquina presiento alguien a mis espaldas; viro el rostro y veo a una mujer vestida con trapos viejos y rasgados, luce un escobajo entre las piernas.
–¿Crees que puedo volar? –dice ella.
A esta hora de la noche todo es posible, pienso, mientras prosigo mi marcha en una ciudad que entra en una incipiente madrugada. Alzo la mirada hasta un alto edificio y desde una ventana iluminada alguien arroja tirillas de papel dorado.
–¿A dónde vas a esta hora, muchacha?
Hago que no he escuchado nada. La voz volvió:
–Dame un poco de lo que llevas en la mano.
Bebo de la botella que traía en la mano y sigo sin mirar atrás. Las paredes llenas de grafitis cuentan una historia, a esta hora es más fácil entender cada letra encriptada en los muros: «Mi alma ya no resiste este cuerpo inmundo», dice ese grafiti pintado en la fachada de la horrible alcaldía municipal. Un auto pasa veloz del otro lado de la calle:
–¡Lena!, ¡Lena! Le... –grita una voz de hombre.
Sigo caminando. Camino, siento el aire helado entrando por mis fosas nasales. Una patrulla policial pasa lenta.
–¡Lena! –dice el oficial negro.
–Ese no es mi nombre, contesto.
–¿Estás de mal humor hoy, nena?, dice el otro uniformado.
Acelero el paso. La patrulla sigue su rumbo.
–¡Lena! –dice una voz que viene de ninguna parte. Camino más rápido, intuyo que algo no anda bien. Empino un trago de la botella. Otro perro se cruza en mi camino, me sonríe. Los perros no sonríen, me digo, algo no está bien. Desde otras ventanas descienden tirillas de papel dorado. Una lluvia de papeles centelleantes. Un coche de bebé yace solitario junto a la estatua de Bolívar en la plaza. Algo no está bien, me digo otra vez.

Ahora corro, pasan veloces imágenes ante mis ojos: nada concreto. Tropiezo, la botella se hace trizas, una de mis manos sangra. Me levanto, mi imagen se refleja en el inmenso vidrio de un almacén de ropa. Dos maniquíes me observan, uno lleva un hermoso vestido color turquesa, al otro le falta un brazo y yace totalmente desnudo como yo en el reflejo de la vitrina. Sería tan fácil tomar esa piedra que me hizo tropezar y quebrar el vidrio, tomar el maniquí manco y ponerme a bailar con él hasta que amanezca.

El mar se fue a dormir con las palomas, un cuento de Javier Zamudio





Javier Zamudio*

Luis soltó el libro empezado una semana atrás, una colección de cuentos de Cortázar, y miró a su madre, quien con manos temblorosas lavaba el pescuezo de un pollo para hacer una sopa; quitaba algunas plumas, cortaba la piel y pasaba los dedos sobre unos ojos acristalados mientras dejaba el agua correr. Se fijó en los pies hinchados y en las varices que ascendían desde los talones buscando los muslos. Las piernas de su madre parecían un mapa surcado por diferentes ríos a punto de desbordarse.

Abrió la boca con la intención de decir algo, pero se contuvo. Algunas prendas de ropa se escurrían de una maleta ubicada cerca de la cama; varios papeles descansaban sobre el cristal agrietado de la mesa de café. Una fotografía de su padre estaba pegada en uno de ellos. Había sido un hombre esbelto, cabellera abundante y unos ojos negros perforados por un brillo diminuto. Lo extrañó.
Se acercó a la maleta, buscó una chaqueta y, luego de ponérsela, se dirigió a la puerta principal.
“Voy a la librería”, dijo antes de abandonar el apartamento.

Se plantó frente a la entrada, en un corredor perfumado con lavanda, y agachó la cabeza para comprobar si su pantalón estaba limpio. Se sintió ridículo, preocupándose por algo que no tenía importancia. Giró el rostro, deteniéndose en la cerradura, a punto de arrepentirse, y esperando el grito de su madre en el que le decía que no demorase. Pero el grito no llegó. Volvió la vista al corredor y avanzó hacia la puerta que conducía a la calle.

Salió. Miró a dos mujeres que cruzaban. Una de ellas le devolvió la mirada. Luis no supo si interpretar aquello como una provocación, pero no hizo el menor intento de averiguarlo. No tenía más que una moneda en los bolsillos y sus zapatos mostraban una boca abierta a un costado, que parecía tragar polvo con gusto.

Empezó a caminar. No recordaba cuánto tiempo llevaba en Quito, pero lo que conocía se reducía a un tramo de la avenida Amazonas que empezaba en la Cristóbal Colón y terminaba en el parque El Ejido, y varias calles con una arquitectura entre colonial y contemporánea, cuyos nombres no sabía de memoria, pero iba leyendo a medida que caminaba: General Robles, Ulpiano Páez, 9 de octubre.
Entró a un restaurante y pidió un café. Esculcó sus bolsillos y sacó la moneda que tenía: un dólar que había robado a su madre. Le sirvió una mujer menuda con la cara redonda; cargaba un niño a la espalda. Pagó y bebió el café tratando de demorarlo, sentado en una butaca solitaria que había en la calle y mientras miraba un cielo demasiado azul para ser el cielo. “El mar se fue a dormir con las palomas”, dijo en voz alta. Se le ocurrió así, de la nada, que se volvería escritor y pareció tan cierto que no pudo ocultar el deseo de sonreír.

El restaurante estaba a un costado de la iglesia de Santa Teresita y, además de comida, vendía velones, estatuillas de la virgen y escapularios. La dueña se sentó detrás de una vitrina y contempló, a través de un espejo redondo que colgaba en la entrada, el rostro de Luis: sus ojos persistían sobre aquella piel tiznada y agrietada; los dedos cruzados alrededor de la taza y una sonrisa que había aparecido sin aparente motivación.

Luis terminó el café y se puso de pie. Sintió dolor en la rodilla derecha y, cojeando un poco, se aproximó a la vitrina para pedir el cambio a la mujer. Ella le pasó una moneda de cincuenta centavos. El niño estaba sobre la vitrina. Luis lo miró con ternura y pensó que tenía suerte de estar en Quito. Su padre no había llegado tan lejos.

“Gracias”, dijo. Esbozó una sonrisa al niño y continuó caminando. Se sorprendió de aquella cojera. No recordaba estar enfermo de una pierna. El dolor se le presentaba como una novedad. Miró las paredes grises de la iglesia e imaginó que él, Luis Carlos Beltrán, escribía un libro determinante desde el exilio. Permaneció congelado, sintiendo el frío subir por las uñas de sus dedos, encumbrarse silencioso por su piel ajada, dejándole una sensación dolorosa en los huesos. Cruzó los brazos en el pecho, antes de seguir su camino, sin quitar los ojos de la enorme cruz que parecía rasgar aquel mar dormido, donde las nubes eran la espuma de un oleaje triste. Reanudó su marcha, imaginando, todavía, el gran libro que escribiría. “Me cambiará la vida”, susurró convencido de que sería un libro importante, capaz de llamar la atención de cualquier lector. “Cien años de soledad le quedará pendejo”, volvió a susurrar con timidez, mirando a todos lados, como si estuviese mentando el nombre de Dios en vano.

Se detuvo en la avenida Amazonas, echó un vistazo en ambas direcciones, aguardando el momento oportuno para cruzar. Los carros adelantaban a toda velocidad y dejaban un ruido que explotaba en sus oídos. El dolor se había intensificado, sintiendo una aguja clavada en la rodilla que iba perforando más a cada paso. Agachó la cabeza para mirar su pierna, estiró la mano derecha y la apretó. Los dedos le temblaban. Cuando apretaba, el dolor aumentaba irradiándose hasta la ingle. De repente, como si fuera un sueño, llegó un recuerdo: en un trayecto nocturno desde la cama al baño se había estrellado con una silla. Había escuchado el lamento de su rodilla al chocar: un crujido que le expulsó un grito del pecho como si se tratase de un demonio. ¿Dónde estaba su madre durante aquel accidente? ¿Por qué no se había despertado? Se preguntó mientras dudaba del recuerdo. Sin embargo, la noche aparecía completa en su memoria: la ausencia de luz que había participado en aquella trampa para dejar fuera de combate a su rodilla. La fragancia del incienso: un olor penetrante a canela escurriéndose desde el apartamento vecino, donde vivía un venezolano, hasta la cama que compartía con su madre. “Tiene que ser un recuerdo”, pensó sintiendo otra vez el frío de aquella noche en las plantas de los pies.
 
Una mano apretó su brazo izquierdo, regresándolo a la avenida.

“¿Le ayudo a cruzar?”

Se desprendió con violencia y giró el rostro buscando a quién había pronunciado esas palabras, pero no encontró a nadie. La mujer, que había agarrado su brazo, se alejaba con indiferencia. Pensó en ir tras ella e increparla, pero el dolor en la rodilla se lo impidió. Cruzó la avenida despacio, cobijado por las bocinas de varios vehículos, y avanzó por la otra acera en dirección a la librería Círculo de Lectores. Era la tercera vez durante esa semana que hacía el mismo recorrido para ver el libro que quería robar.

Guardó las manos en los bolsillos de la chaqueta y aceleró el paso sin preocuparse por el dolor. Avanzaba repitiéndose a sí mismo que éste sólo podía existir en su mente. Si lograba olvidarlo, podría sustraerlo del mundo. Imaginó, entonces, que empezaba a restar cosas en su memoria y que después de olvidadas, éstas iban abandonando la realidad. “Puedo incluir esto en el libro que voy a escribir. Puede ser la historia de un hombre que va olvidando el mundo que lo rodea y éste va desapareciendo. Mucho mejor que el Realismo Mágico”, se dijo en el mismo instante en que se detenía para ver el libro en la vitrina de la librería.

Entró, una mujer lo saludó con efusividad, le pidió la chaqueta y le preguntó si deseaba un café. Adentro hacía un calor agradable. Luis se dejó quitar la chaqueta y se sentó en un sofá de cuero, donde un joven leía.

“Sin azúcar, como le gusta”, dijo la mujer pasándole la taza.

Bebió la taza. El joven había dejado el libro sobre una pequeña mesa y, dando la espalda a la sección de Psicología, empezó a hablar de una novela que estaba escribiendo.

Luis lo oyó atento, pensando en que un día ese muchacho estaría comprando su gran libro escrito desde el exilio, el retrato de ese hombre perdido en una geografía extraña, mordido por el fantasma del olvido, reinventándose a través de calles coloniales que olían a indios muertos. Restando, por supuesto, el mundo en su memoria y fuera de ella. Igual que un dios escapado del Olimpo, pensó.
Cuando el muchacho se calló, le entregó la taza a la vendedora y se puso de pie, omitiendo cualquier juicio sobre el proyecto de novela. El dolor de rodilla, que había olvidado, regresó con ímpetu, obligándolo a cojear y a caminar más despacio. Avanzó por el corredor de Psicología, sintiendo la mirada de la mujer en su espalda. Oyó una voz:

“¿Busca algo en particular, don Luis?”

Oír su nombre, lo estremeció. Negó con un movimiento de la cabeza, sin voltearse, y continuó avanzando. Se detuvo un minuto frente a la colección de Filosofía y se preguntó en qué circunstancias había dado su nombre a esa mujer. Se imaginó a sí mismo preguntando por un libro y añadiendo: “Mi nombre es Luis, si le llega por favor guárdemelo”. Esta explicación lo dejó satisfecho, continuó su camino, cruzando la sección de Filosofía para entrar en un corredor amplio, cercado por dos bibliotecas, donde se apilaban los libros de literatura. Desde allí se podía observar una pequeña mesa que exhibía algunos clásicos, en la mitad estaba el objeto de su deseo.
Se aproximó a la mesa, agarró el libro y, después de comprobar que nadie lo vigilaba, intentó meterlo entre sus pantalones, pero era imposible guardarlo y salir sin ser descubierto. Desistió y se acercó a la caja.

“Me gustaría llevar este libro”, dijo, “pero he dejado la billetera en casa”. Abandonó el libro sobre una barra de madera y empezó a palparse los bolsillos.

“No hay problema”, dijo la mujer, “puede llevarlo señor, Luis, se lo obsequiamos”.

La mujer empacó el libro en una bolsa y se lo ofreció endulzado con una sonrisa. Luis lo agarró y salió de la tienda, atónito por lo que había pasado. El joven, que había escuchado en la librería, salió detrás de él y caminó a su lado. “¿Puedo preguntarle algo?”. Luis estaba de muy buen humor, se detuvo y asintió en silencio. “¿Es verdad que en noviembre saldrá otra novela?”. Luis no entendió la pregunta, subió los hombros y añadió: “Pronto escribiré una obra maestra”. Se despidió del joven de un apretón de manos y se dirigió a su apartamento.

Imaginó la sopa de pollo de su madre servida sobre el mesón de la cocina. Metió la llave en la cerradura y entró al corredor del edificio. Lo atravesó mientras sonreía pensando en el libro conseguido. Guardaría el tomo de Cortázar y, después de almorzar, se sentaría en el sofá a leer el resto de la tarde. Abrió la puerta del apartamento y entró. Llamó a su madre a gritos. Se acercó a la cocina y contempló el fregadero vacío, con polvo acumulado en las esquinas. En la mesa vio una foto de su madre: una lámina amarillenta con los bordes resquebrajados. “Habrá salido”, dijo sentándose en el sofá, quitando el libro de Cortázar y abriendo el nuevo. En la contraportada estaba la fotografía de un escritor colombiano, el cabello grisáceo, la piel agrietada. Un nombre que venía a su mente como un sueño. Alzó el rostro tratando de recordar dónde había escuchado ese nombre, le parecía que en boca de su madre. Miró hacia el cuarto sin encontrar un rastro de ella, ni sus viejas sandalias, ni alguno de sus vestidos. “Habrá que esperar a que llegue”, pensó.

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*Narrador caleño radicado en Santa Marta
Imagen: Infobae

El hotel de los difíciles, de Javier Zamudio

Adelanto del libro El hotel de los difíciles, de Javier Zamudio*, que será publicado en el mes de octubre por la editorial hispano-canadiense Lugar Común y durante el 2018 por la editorial argentina Wu Wei. Lugar Común es una editorial que cuenta con nueve años trayectoria en el mundo editorial, un catálogo con más de una veintena de títulos, dos de los cuales han sido galardonados con el International Latino Book Awards. Se publica con autorización del autor.

1


Según mi abuelo, soy el resultado de un español que no aguantó tantos días lejos de su mujer y se consiguió una negra con el culo como una manzana, a quien violó tantas veces y tan seguido, que se volvió del color del algodón. De allí que a mis ojos claros y a mi piel blanca, o casi blanca, se le arremolinaran unos crespos ásperos, como las marañas de los bosques. Fue por esta razón que cuando la mujer negra del hotel me besó a la fuerza sentí que estaba besando a mi madre y me dieron ganas de vomitar, me agarré de su brazo y le pedí que esperara un momento con las maletas.

—Bueno, pero no te vayas lejos, papi —respondió.

Cuando regresé estaba sentada detrás del mostrador acariciando una baraja de cartas. Me miró de arriba abajo antes de preguntar dónde lo íbamos hacer. Confundido busqué mi equipaje.

—No están —me dijo—. Las mandé a subir a la habitación.

—¿Cuál habitación? No reservé ninguna.

—La 504, papi —respondió—. Yo te la reservé.

Le pedí las llaves, pero se negó a dármelas.

—Yo te abro —me dijo.

Entonces, supe que de alguna manera los antepasados no me dejarían en paz hasta que me fuese a la cama con Nora. Tenía nombre de marca de espaguetis, sus pies parecían dos flores pisoteadas y sus manos eran toscas y gruesas como las de un hombre. Lo hicimos, no una, sino muchas veces y en muchas posiciones. Era una mujer inagotable y me exprimió hasta el último aliento. Tomamos una botella de aguardiente mientras lo hacíamos y me contó todo sobre ella, tenía dieciocho aunque parecía de treinta y era hija de un cortero de caña del valle a quien la guerrilla le había arrancado el corazón. Había llegado al hotel huyendo, como yo. Sin embargo, ella había huido de la violencia del campo, yo de una rutina que amenazaba con sepultarme y de un divorcio que se había convertido en un cuarto con las paredes muy estrechas.

Había abandonado a su madre y a sus hermanos y, desde que se separaron, no había vuelto a saber de ellos. «Uno hace lo que sea para sobrevivir, aunque le duela, papi», me había dicho y yo la había imaginado corriendo en medio de ese combate sangriento que es la muerte por la espalda y el corazón abandonado. Así estábamos todos. Corriendo, agachando la cabeza y esquivando las balas, sin importar de dónde viniesen. Luego de matar a su papá, uno de los guerrilleros había regresado por ella. Uno de los jefes la había pedido por su fama de querendona que tenía bien ganada. Pero ella se había esfumado antes y había dado la espalda a su madre y a sus hermanos, quienes seguramente habían pagado con su muerte. Me quedé estupefacto, preguntándome lo qué había sentido al abandonar a su familia a un destino horrible. Pero no me había atrevido a preguntar. Ella tenía razón: uno hace cualquier cosa para sobrevivir.

—Aquí todos vienen huyendo, papi —dijo Nora.

—¿Todos?

—Sí, todos…. puros locos, papi, tú eres el más cuerdo... lo supe cuando te vi, por eso me fui a la cama contigo. Te he estado esperando hace tanto tiempo, papi.

—¿Esperando?

—Sí, papi, esperando.

—Esperando, ¿para qué?

—Para muchas cosas papi. Pa una vida normal, mi amor. Pa salir de acá. Es que me aburro tanto y no conozco casi a nadie en esta ciudad.

—¿Y hace cuánto vives acá? —pregunté.

—¡Ay, papi! desde los quince… recién cumpliditos los tenía cuando llegué acá.

—¿Llevas tres años y no conoces a nadie?

—Es que aquí hay puros locos, mi amor, y yo a esos les tengo miedo.

Ella había llegado un diciembre, se había presentado en la puerta del hotel y había preguntado si necesitaban una cocinera. El dueño era un viejo a quien le encantaban las muchachitas y de inmediato respondió que sí. Ella lo contaba con gracia y riéndose mientras me lo decía. El tipo la había acogido con alegría, como si ella hubiese sido su regalo de navidad.

—Pobrecito —dijo Nora—, estaba tan encariñado conmigo que me quería tener encima todo el tiempo. Y a mí me gustaba, sin importar las arruguitas que se las contaba como pecas, me gustaba, papi, y él se esforzaba por llenarme. Pero se me murió en una de esas, y ahí sí se apareció todo el mundo, y resulta que tenía hijos, esposa, amante, hijos regados, el viejo había sido tremendo y se la había pasado haciendo de las suyas. ¡Ay, papi! y entonces aparecieron todos y a reclamar la herencia y a culparme a mí de la muerte del pobre, pero el médico dijo que se había muerto del corazón —una risita burlona salió de los labios de Nora. Seguía sobre la cama con las piernas abiertas. Miré su sexo e imaginé lo loco que había estado el viejo con esa muchachita.

—¿Qué pasó, entonces? —pregunté.

—De todo, papi, resulta que en los papeles el viejito me había dejado parte del hotel, la otra mitad se la había dejado a una tal Luna, una puta que solía venir por acá y que vivía en el centro, pero hace rato que no la veo, y todo el mundo se quedó viendo un chispero, así era de tremendo el viejo ese. Todavía me acuerdo cuando se murió, papi, porque yo estaba encima y lo tenía agarrado con las piernas, y él estaba dentro, y estaba duro, y se murió y yo ni me di cuenta porque él siguió duro, durito, con el miembro como el garrote de un policía, y yo seguí con lo mío hasta que ya caí rendida, y cuándo fui a verle la cara era otro, se veía hasta más joven.

Nora se puso de pie y comenzó a vestirse. Mientras lo hacía, siguió hablando del antiguo dueño del hotel y de lo tremendo que había sido. La tarde estaba cayendo y comenzaban a encenderse las luces en la calle. Se ajustó los zapatos y caminó hacia la puerta, antes de marcharse me prometió que alguien me subiría la comida al cuarto. Dejó su olor en toda la habitación, una fragancia sucia que me gustó. Tenía el sexo como para volverse loco, me quedé dormido y soñé con él. Yo estaba en el hotel, pero en vez de Nora en la recepción, estaba su vagina que me perseguía hasta el cuarto y al final me tragaba, como una anaconda. En alguna parte había leído que la anaconda no trituraba a su presa, sino que la tragaba entera, eso hacía la vagina de Nora. Me desperté excitado, me masturbé y me senté frente al computador, tenía trabajo que hacer.

Eran las siete de la noche cuando alguien golpeó la puerta.

—¿Quién?

—La comida, señor.

Abrí sin prisa. Un chico, quien no tendría más de veinte años, vestido como enfermero, empujaba un carro con una bandeja. Colocó los platos sobre la mesa y salió. Pescado frito, arroz, papa china, un vaso de limonada y de postre gelatina de naranja. Junto al plato había una nota de Nora: «Quiero verte, papi. Me paso más tarde por el cuarto a ver qué hacemos» Apagué el computador y comí en silencio. En mi cabeza aún estaba el sueño, aquella vagina gigante con vellos enormes como árboles, que me perseguía hasta engullirme. Traté en vano de recordar qué había pasado después. Pero allí despertaba, justo en el instante en que un par de labios carnosos se abrían para tragarme. Pensar en el sueño me excitaba sobremanera. Nora no era linda, pero sí adictiva y ansiaba que llegara ese más tarde.

Luego de comer me duché y bajé al salón de bienvenida. Estaba más lleno de lo que había imaginado. En la recepción había otra mujer, al verme, corrió hacia mí.

—¿Usted es Julián? —me preguntó.

—Sí, ¿pasa algo?

—¿El que se hospeda en la 504?

—Sí. ¿Sucede algo?

—Nora le dejó dicho que sube más tarde, que ya lo extraña.

La mujer regresó a su lugar. Yo continué mirando a las personas que estaban en el salón. En la entrada el chico que había llevado la comida repartía un folleto, el mismo boletín publicitario que había leído antes de tomar la decisión de hospedarme en aquel hotel.

—¿Ya tiene mesa, señor?

Negué. No había ninguna disponible. El chico miró la sala varías veces y contó los huéspedes.

—¿Le molesta si lo siento con alguien, señor?

—No —respondí.

El chico recorrió la sala hasta una pequeña mesa ubicada en un extremo, era un lugar poco iluminado en donde un hombre, quien supuse estaría atravesando los cincuenta, bebía de una botella de ron y estaba inmerso en un monólogo. Intercambiaron unas palabras, luego el chico se volteó y me hizo señas para que me acercara. No estaba mal. Apenas me senté el tipo se presentó y me ofreció un trago.

—Soy Antonio. ¿Quiere ron?

Agarré la botella y serví un buen trago en un vaso de cristal.

—Soy Julián —dije.

La fiesta en la sala de bienvenida parecía más bien un funeral. Éramos nueve hombres y dos mujeres, sin contar el personal del hotel. En una mesa, las dos mujeres conversaban. Casi todos los hombres estaban repartidos de manera individual, menos Antonio y yo. Uno de ellos bebía de una botella de tequila y golpeaba de manera esporádica la mesa. En una esquina estaba sentado otro con aspecto de actor de cine, quien tomaba una cerveza y miraba la pantalla de un celular. En la mitad uno con aspecto de profesor leía el periódico y a su lado un gordo vestido de traje, a quien de inmediato asocié con una rata de cuello blanco, parecía beber un café y miraba en silencio lo que sucedía a su alrededor.

Le eché otra ojeada al folleto. «Hotel Spa, un lugar para descansar, salir de la rutina en un ambiente completamente bohemio. Nuestro extenso personal le ayudará a vivir unos días agradables. Nuestra fantástica administradora, Nora» —recordé a La Anaconda— «lo llevará en un viaje hacia la felicidad» —totalmente cierto— «y hará que su estadía aquí sea inolvidable» —totalmente cierto.

Escuché un ligero sollozo, era Antonio, quien tenía la cabeza entre los brazos. No sentí interés en saber lo qué pasaba, era evidente que todos los que nos hospedábamos en aquel lugar estábamos jodidos. Agarré la botella de ron y serví otro trago.

—Estamos perdidos, perdidos —dijo Antonio luego de levantar la cabeza, se limpiaba las lágrimas y hacía un puchero—. ¿Crees que estamos bien, Julián?

Negué con la cabeza.

—Sirven Coca Cola en este lugar. ¿Lo has notado?

Negué de nuevo. En todas partes servían Coca Cola, así que no le di mucha importancia al comentario. Incluso en Cuba y recordé la foto de un amigo en un restaurante de La Habana con una Coca Cola en lata.

—Los he visto, te lo juro. ¿Sabes cómo la hacen? Una Coca Cola es igual a un sindicalista. Los matan, Julián, te juro que lo hacen. Los tiran a una licuadora gigante y listo. ¿Me entiendes? Y listo, de allí a la botella. Todos esos huesos y carne y sangre van a la botella y después a nuestras tripas.

Agachó la cabeza y continuó gimoteando un rato más, luego se quedó dormido. La botella se estaba terminando. Me bebí el último sorbo. El aburrimiento nos tenía a todos atrapados. El gordo se entretenía lanzando una moneda a la mesa para saber si salía cara o cruz, el profesor había soltado el periódico y ahora hablaba por celular. El más animado parecía ser el de la botella de tequila, quien había pedido a gritos al mesero que le pusiera una canción y trataba de sacar a una de las chicas a bailar. Ellas lo ignoraban y miraban hacia otro lado cuando lo veían aproximarse, pero él no se daba por vencido, subía el tono de la voz en un intento de llamar su atención. «¿Bailamos?», preguntaba una y otra vez. Una de ellas respondió en voz alta, como para que todos escucháramos: «No, muchas gracias, no sabemos bailar». Era mentira, lo había dicho para sacarlo de taquito. El tipo regresó a la botella de tequila y continuó golpeando la mesa con los dedos. Antonio empezó a roncar. Fingí que no estaba allí y seguí observando un poco más el espectáculo antes de ir a la habitación. El que parecía actor de cine se había quedado dormido con la cara sobre la mesa. Por un momento pensé que apagarían las luces y la música y todo el mundo se marcharía a sus habitaciones, sin embargo, eso no pasó.

A la mañana siguiente Antonio continuaba en el mismo lugar. Roncaba demasiado fuerte. Salí de mi habitación con el fin de hacer un recorrido por las instalaciones. La mujer, que la noche anterior me había dado el mensaje de Nora, limpiaba el salón, quitaba los adornos, las frases de bienvenida y los anuncios publicitarios. Al verme se aproximó.

—¿Cómo pasó la noche?

—Bien, muchas gracias.

—Debe estar agotado. Ja, ja, ja. Mire cómo pasó la noche don Antonio, borracho como una cuba. A veces me dan ganas de matarlo, sabe. No es la primera vez, no señor. Lo peor es que lleva dos meses aquí y no quiere irse. ¿Va a desayunar? Nora me dijo que le preparara un desayuno especial.

—En un rato —respondí—. Quiero dar un paseo por el hotel.

—No se vaya muy lejos.

Me despedí y seguí caminando. Antonio continuaba con la cabeza escondida entre los brazos. Se había orinado, una mancha se extendía por su pantalón blanco desde la cintura hasta los pies. Sentí lástima por él, pero no la suficiente como para tomarme el tiempo de despertarlo. Las cosas se le habían descontrolado un poco. Yo, por mi parte, me había ido temprano al cuarto, mucho antes de que comenzara la comida que había organizado el hotel y me había puesto a trabajar en la nueva traducción. Una cosa inmunda para el momento que estaba viviendo, pero necesitaba el dinero. Una correspondencia vieja entre dos esposos, uno de esos matrimonios que parecen ser una copia exacta de «vivieron felices para siempre». Treinta años de casados y habían decidido celebrarlos regalando a la familia la correspondencia que se habían enviado cuando eran novios. Toda una novela rosa, un arsenal de cursilería que apenas lograba soportar. La familia de ella era española y la de él, francesa. Cada vez que me sentaba a trabajar no podía evitar imaginar a ambas familias leyendo y vomitando. Incluso se me ocurría que en la gala tendrían que poner algunos baños extra de esos que se colocan en los conciertos o en las obras en construcción, porque los del lugar del evento, con seguridad no darían abasto.

A las doce, resignado a que Nora no iría, había apagado el computador y me había ido a la cama. Pero a la madrugada, ella había entrado de puntillas y se había quitado la ropa antes de meterse a la cama. Lo habíamos hecho de nuevo, muchas veces y en muchas posiciones. Había sentido el olor de su cuerpo como un perfume diabólico, entorpecedor, y me había entregado a su anaconda sin ningún prejuicio. La había dejado engullirme y yo mismo me había alimentado de ella. «¡Ay, papi! que cansada estoy. Me muero, papi, y me dejas molida», me había dicho. Después se había tirado a la cama y se había quedado dormida hasta que aparecieron las primeras luces de la mañana. Había recogido las cosas y había salido del cuarto. La había sentido levantarse, pero apenas había abierto un ojo para ver su cuerpo desnudo mientras se vestía. Yo había dormido hasta las seis de la mañana, cuando escuché a un gallo cantar el himno nacional.

Penetré por un corredor. Según el folleto, el hotel contaba con una sala de masajes, una enfermería, una piscina, una sauna, un jardín con dos senderos ecológicos, un zoológico pequeño, un gimnasio, una sala de conferencias, una cafetería-bar, una capilla y el personal ideal para una estadía inolvidable. Me parecía sorprendente que existiese un sitio así en Bogotá, un lugar que servía para abandonar la ciudad sin hacerlo realmente, un mundillo donde era posible perderse una semana y vivir como si el planeta por fin hubiese dejado de existir.

En el folleto había un mapa que era un poco difícil de entender, así que no me interesé en echarle un vistazo. Además, el sitio no era tan grande como parecía, bastaba con seguir las señales que estaban en las paredes: «Piscina», gire a la derecha. «Sauna», siga derecho hasta la piscina y voltee a la izquierda. «Capilla», siga derecho. «Zoológico», siga derecho hasta el sendero ecológico, gire a la derecha y continúe derecho. Decidí caminar sin una dirección fija, me parecía una excelente manera de conocer el lugar sin querer hacerlo, dejando que se familiarizase conmigo.

Los corredores estaban vacíos, como si no hubiese ningún huésped en el hotel. Pensé que quizá se habían marchado temprano y sólo quedaba Antonio, quien dormía meado y yo. Las paredes y el piso tenían una fragancia a lavanda. Daba la impresión de que en vez de un hotel fuese un hospital. Recordé a un chico que había conocido en la universidad, un joven inteligente, quien solía oler la lavanda hasta quedar trabado. Era un caos de muchacho, pero uno se podía divertir mucho con él. Se acostaba en los pasillos de la universidad con la nariz pegada en las baldosas y cuando se ponía de pie ya estaba todo ido y se iba para clase de ese modo. Hacía todo tipo de monerías. La mayoría de los profesores lo detestaban, pero las profesoras tenían una debilidad por él. Lo recordé con agrado, habíamos sido buenos amigos en la universidad.

Después de cruzar el corredor encontré un jardín pequeño. El chico que me había llevado la comida a la habitación estaba agachado arreglando unas flores.

—Buenos días —dije.

—Buenos días, señor.

Se puso de pie. Usaba un mono de albañil. Tenía las manos llenas de tierra y las pasaba a través de su cabello.

—¿Qué tal su estadía, señor?

—Todo perfecto, gracias.

—¿Has visto a Nora? —pregunté.

—La administradora salió temprano, señor.

—¿Y los otros huéspedes?

—No lo sé, señor, quizá duermen todavía.

—Muchas gracias.

—Gracias a usted, señor. ¿Necesita algo más?

Negué con la cabeza y giré en dirección a la piscina.

Yo usaba unos shorts, una camisa deportiva y unas chancletas que sonaban mientras caminaba. Odiaba aquel sonido, pero Julieta, mi hija, había insistido en que debía traerlas. Atravesé un corredor pequeño y salí a la piscina. En realidad era un estanque de piedra construido al aire libre, con algunas sillas y mesas a su alrededor. Uno de los huéspedes estaba en el agua. Al verme levantó la mano.

—Se ha perdido tremenda fiesta —dijo.

—¿Cómo?

—Anoche, se ha ido temprano y se ha perdido tremenda fiesta.

Sabía que mentía, la reunión de bienvenida había sido un fiasco. Recordé a aquel tipo, había estado bebiendo tequila y golpeando la mesa, después se había puesto de pie para invitar a bailar a una de las dos únicas mujeres que se hospedaban con nosotros. Me sorprendía que siguiera en pie después de verlo beber unas tres botellas.

—Soy Claudio —dijo.

—Julián, mucho gusto.

De la piscina sacó una botella de tequila.

—¿Quiere?

No había nada mejor que hacer, acerqué una silla a la piscina. Eran las siete de la mañana, no había desayunado, pero tampoco tenía hambre, como estaban las cosas lo mejor era beber.

—Tenga —Claudio me pasó la botella.

Bebí un sorbo largo del pico, el cual entró quemándome las entrañas. Mi estómago crujió tan fuerte que Claudio se alarmó.

—¿Está bien?

—Sí, no se preocupe —dije.

Apuré otro trago largo. Un par de lágrimas salieron de mis ojos y las atrapé con la lengua. Regresé la botella a Claudio, quien repitió la misma operación y comenzó a hablarme sobre su vida. Había llegado al hotel cinco días antes en una noche lluviosa en la que se mojó hasta el tuétano. Lo habían asaltado a la salida de la terminal, dos niños que no llegaban a los quince años. Le habían quitado la maleta más pequeña después de apuntarle con un arma en el estómago. «No se llevaron la otra, porque no podían cargarla. Un par de culicagados, ¿puede creer?». Pero no le había importado. Las cosas ya no podían estar peor. Estaba casado, pero había decidido abandonar a su esposa, porque ella le había sido infiel. Él había hecho lo mismo mucho antes sin que ella se enterase. «Ojos que no ven, corazón que no siente», me dijo. En cambio, él había encontrado a Maribel con el lechero en la cama haciendo el sesenta y nueve y ella ni siquiera se había inmutado.

—Sentí unas ganas terribles de matarlos. Las manos me temblaron y empecé a imaginarme cómo hacerlo. Pensé en traer un cuchillo o en buscar una pistola que tenía por ahí y pegarles algunos pepazos, pero en vez de hacerlo, me puse a llorar como un niño. ¿Puede creerlo? Y lo peor de todo es que aquellos dos terminaron poniéndome caliente y fui al baño y me masturbé cuatro veces seguidas, hasta que el miembro me dolió. El mejor sexo que he tenido en mi vida.

Era abogado, el peor de todos, según su propia descripción. Tenía una oficina pequeña donde atendía narcotraficantes, policías y políticos corruptos. «Son los que mejor pagan, tienen comprado todo el sistema judicial, así que ganar es fácil. ¿Me entiende? Basta con ir al juzgado, visitar la fiscalía y firmar un papel o dos. Plata fácil». A Maribel la había conocido en un juicio por abuso sexual y había terminado engatusándola. Apenas era una niña en último grado de bachillerato.

—Ese es el problema con ella —dijo el abogado—. Para ella se trata solo de experimentar. ¿Me entiende? Yo en cambio me había enamorado. Yo la desvirgué. ¿Lo capta? Pensé que se iba a quedar conmigo toda la vida, que me iba a cuidar.

No lo había «captado» y me quedé esperando a que Claudio me diera una explicación.

—A ver, se lo explico con plastilina —dijo—. A la niña nadie la había violado, ella le había agarrado bronca a un profesor del colegio, eso había sido todo, y yo había montado de todo para ganar ese caso. ¿Si me entiende? Por eso es que ando tan dolido. Falsificamos los exámenes médicos, compramos los testigos. En otras palabras, hicimos de todo para ganar. Le sacamos plata al colegio, al profesor, además lo mandamos a la cárcel… Lo arruinamos, pero así es la ley… y la vida.

El tequila se estaba terminando. Claudio dejó de hablar. Yo ya no sentía frío. Alcé la cabeza para echarle un vistazo al cielo bogotano. El gris de las nubes se confundía con el gris del cemento de las edificaciones. El sol se había puesto cuadrado. A nuestro lado las hojas de los árboles bailaban empujadas por una brisa ligera, perezosa. Miré de nuevo a Claudio, tenía la cabeza en el agua. Me bebí el último trago de la botella.

—Se acabó —dije. Me sentía borracho. Mi estómago continuaba quejándose, pero todavía no deseaba comer algo.

—Eso no es problema—respondió el abogado. Después de sacar la cabeza del agua, buscó otra botella de tequila y me la pasó.

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*Javier Zamudio. Novelista caleño. Ha publicado ficción en diversos medios, entre ellos en la revista El Malpensante.

Imagen: Portada, El hotel de los difíciles

En la mesa de Miguel Manrique


Miguel Manrique cultiva la novela (Disturbio), el cuento de terror (Ellas se están comiendo el gato) y el ensayo (Carlos Fuentes: una lección del tiempo y la circunstancia). Desde hace un tiempo coordina un taller de escritura creativa dirigido a los interesados en la novela corta. Formado en la academia, Manrique –como podrá comprobarlo quien lea los siguientes párrafos– es un tipo sensato en sus afirmaciones, conocedor de la tradición literaria. Su huella de lector se puede notar en Planeta Lector, uno de los sellos de la editorial Planeta. En medio de sus múltiples oficios, con gentileza abrió un respiro en su agenda para contestar estas preguntas.-Ángel Castaño Guzmán

En su calidad de escritor y de editor, ¿cuáles son los ingredientes que debe tener una novela para que sea un acierto estético?

La novela, como género literario, se ha ido transformando a lo largo de la historia. Hay enormes diferencias en la estructura dramática, narrativa y lingüística entre las novelas que se escribieron en el siglo XI y las que se escribieron en los siglos XVII, XVIII, XIX, XX y el siglo actual. El héroe novelesco, Don Quijote o el príncipe Genji, es parte fundamental en una novela. Deben ser personajes complejos, marcados por la historia, la sociedad, los ideales, las obsesiones de su época. Como el doctor Zhivago y Emma Bovary. Pero deben ser también personajes cotidianos, mediocres, llenos de defectos y contradicciones, como Leopoldo Bloom. Los personajes de la novela son personajes comunes y corrientes. Provienen de los bajos fondos de la sociedad y la historia. No son como los de la épica que eran dioses y héroes, o como los de la novela fantástica que son monstruos o magos. También es importante la ilusión de completitud de la historia, es decir, que esté acabada, que sea redonda, como se dice vulgarmente. Debe parecer, cuando uno la lee, que una vida comienza, entra en crisis, se resuelve y termina. Una novela es la narración de un viaje interior, como le ocurre a Gregorio Samsa, o exterior como le sucede a la jueza Roslin. Una novela es el relato de una búsqueda, en la que el protagonista se enfrenta a obstáculos, a miedos, a otros personajes, a la naturaleza, al crimen, a los prejuicios de su pueblo. En esa lucha aprende, halla la verdad, un tesoro, el amor, la desilusión o la muerte. Una novela es una propuesta estética, un artefacto bello a pesar de sus imperfecciones: un trabajo que el escritor desarrolla usando una materia maleable e indisciplinada llamada el lenguaje. Con el lenguaje, el escritor le da forma a su oficio, construye una voz, un ritmo, un estilo. Esto es, una forma particular de ver el mundo a través de la literatura. Una novela parece un universo ilusoriamente acabado y perfecto en forma de libro, pero en realidad es una máquina inacabada y defectuosa en la que de manera indispensable interviene el lector, que es, en últimas, el que la llena de sentido. Una novela es una máquina de generar sentido.




Hace un tiempo publicó usted la novela Disturbio, sobre la vida política y académica de las universidades colombianas. ¿Qué tanto se alimentó su obra de su tiempo de estudiante de la Nacional? Vista con la perspectiva de los años, ¿cuáles son, en su opinión, los aciertos y los fallos de esa ficción?

Disturbio fue el resultado de años de inquietud sobre cómo escribir una novela. El mundo que recreo en esta historia tiene que ver con el mundo que viví como estudiante de la Universidad Nacional. Con la forma como me relacioné con mis profesores, mis compañeros y mis amigos. Con la forma como viví esa época a finales de los ochenta y principios de los noventa del siglo pasado, con mis lecturas, mis pasiones y mis obsesiones literarias. Voy a recordar y a parafrasear algo que dijo Aldous Huxley a propósito de la publicación de Un mundo feliz, para referirme a los aciertos y los fallos que usted menciona. Los defectos de Disturbio como obra de arte son considerables, pero hoy soy otra persona. Así que no voy a llorar sobre los errores literarios de diez años atrás, no voy a intentar enmendar una obra imperfecta para darle la perfección que no logró en su primera ejecución, ni tampoco voy a perder los años de la madurez en el intento de corregir los pecados artísticos que cometí y legué cuando era joven, «todo ello, sin duda, es vano y fútil».

Sin embargo, ¿qué cambiaría en Disturbio si quisiera? Tal vez haría a Manuel Martínez un personaje más fuerte como outsider literario y cultural que, creo, fue el error que cometió el personaje: no defender radicalmente sus gustos literarios y culturales hasta el final, en contra del canon académico. No flaquear ante la cultura hegemónica y dominante que, en principio, era algo en contra de lo que iba a luchar. Pero esto ya lo ha resuelto la psicología. Disturbio es el resultado de enfrentar la pasión por la cultura, como un espacio amplio donde caben todas las manifestaciones estéticas, con las posiciones políticas más ingenuas. Disturbio es una novela de amor incomprendido e inconcluso. La historia de unos personajes despistados, jóvenes, ingenuos, ignorantes que desean salir de esa situación.
Disturbio está escrita con ese espíritu y creo que el resultado lo expresa. Me gusta la imperfección de esa novela, sus fallos y aciertos. Y no le cambiaría nada. Eso creía, eso pensaba y así escribía el joven Manrique que la escribió.

Volvamos un momento a su rol de editor. ¿Cuál cree usted que es el aporte del editor literario al debate público y cultural del país?

El editor literario es una especie de Prometeo. Roba el fuego a los dioses para dárselo a los hombres. En mi caso particular, ahora que estoy a cargo de un catálogo importante, es clave entender qué se lee en Colombia. Qué leen los niños, los jóvenes y los adultos. ¿Cuál es el perfil de estos lectores? Es muy complejo. Un editor es alguien que sufre de acoso textual. A mí me interesan mucho los géneros literarios: la poesía, el cuento, la novela, el teatro, el ensayo y la crónica porque hacen parte de la formación cultural de los niños y jóvenes del país. A pesar de las creencias, en Colombia se lee mucho el cuento y la poesía, y hay buenos cuentistas y grandes poetas. También me interesa publicar géneros literarios específicos como la novela negra, la novela policiaca, la ciencia ficción y los relatos de terror escritos por autores colombianos. Estos géneros estaban desaparecidos o escondidos, a causa tal vez de la violencia. Frankenstein no asustaba en Colombia porque eran más miedosos el Mono Jojoy y Jorge 40. Tengo la hipótesis de que ahora estamos más preparados para leer más este tipo de literatura. La literatura colombiana es mucho más amplia y diversa de lo que un simple editor como yo se imagina.

¿Cuáles son los temas que hoy obsesionan a los autores colombianos? ¿Qué tipo de virtudes y puntos flacos encuentra en general en los libros que llegan a su mesa de editor?

Por esa misma diversidad de la que hablé, los temas que obsesionan a los escritores colombianos, narradores y poetas, son asimismo variados: la violencia política bipartidista, el nueve de abril, el amor romántico, la soledad, la muerte, los próceres y conquistadores, quizás fueron temas dominantes en una época. Hoy el panorama es distinto: hay novelas y cuentos que narran los desastres naturales que ha vivido el país, como la avalancha de Armero y el terremoto del eje cafetero. Hay novelas y cuentos que hablan del conflicto y estigma que significa padecer de enfermedades mentales. Hay novelas y cuentos que narran la vida, aventuras y desventuras de los homosexuales. Novelas y cuentos que hablan del papel de las mujeres en las regiones, de la vida de los pobres, los afroamericanos, la clase media, los perros, los artistas y los escritores. Novelas y cuentos sobre la corrupción, el narcotráfico, el paramilitarismo y las masacres. Y mucha de esa narrativa es contada en clave de parodia y humor, de rabia y resentimiento. De autoficción, autobiografía y testimonio. Las formas son variadas, así como los tonos, los ritmos, la búsqueda de un estilo y la factura. Hay una especie de rescate de las formas de hablar regionales, barriales y populares. También la poesía colombiana es vigorosa por sus poetas, viejos y jóvenes, y los festivales, y las publicaciones. Pero sobre todo porque la poesía colombiana ha sobrevivido al lirismo bobo y a la falacia, repetida hasta el cansancio, de que aquí todo el mundo escribe poesía. Es falso. En Colombia sí se escribe poesía, y la hacen unos pocos buenos poetas, en todo el país, que siguen utilizando el verso como forma estética para hablar de la vida cotidiana y sus preocupaciones. En Colombia, el cuento y la novela hablan en voz alta, casi gritan, en cambio la poesía nos habla al oído. También me parece importante pensar en editar y publicar obras importantes de la dramaturgia colombiana, de autores que han escrito para las tablas, pero con un sentido estético del lenguaje.

¿Cuál cree usted que es el principal reto del libro en el mundo de hoy? ¿Tiene alguna idea que sirva para superarlo?


Creo que el libro es un objeto que goza, desde sus orígenes, de funcionalidad y perfección. Por su naturaleza, el libro siempre estará presente en las habitaciones y estudios de los lectores. Tener un libro es un privilegio. No sólo por lo que representa como símbolo de cultura y conocimiento, sino como receptáculo de la memoria. El libro ha superado la prueba del tiempo, a pesar de la fragilidad del papel. Compartirá el lugar de la lectura con otros dispositivos, pero su valor y nobleza creo que se incrementarán con el tiempo.


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Imágenes: Portadas de las publicaciones de Miguel Manrique

Unos tragos con David Betancourt


A la hora de hablar del cuento colombiano actual de inmediato vienen a la mente los nombres de Luis Noriega, Andrés Mauricio Muñoz y David Betancourt. Este último –filólogo de la Universidad de Antioquia, ganador de varios concursos nacionales– en menos de un semestre publicó dos libros de cuentos: Bebestiario y La vida me vive amargando la vida. Betancourt es un tipo juicioso, un lector muy atento y un bebedor de primera: casi nadie es capaz de tumbarlo libando aguardiente. Él, al igual que Chiquito –el personaje central de su más reciente libro–, ha hecho de la gorra un símbolo inconfundible de su indumentaria. Así sea de manera virtual, con él se conversa sabroso. Acá una muestra. -Ángel Castaño Guzmán

¿Por qué escribe?
Yo escribo para pasar bueno.
En menos de tres meses aparecieron dos libros suyos: Bebestiario y La vida me vive amargando la vida. ¿Cuáles son sus rituales a la hora de escribir? ¿Cuál es el secreto detrás de tal fecundidad?
Yo no escribo todos los días ni me pongo horario para escribir ni escribo para ejercitarme ni para soltar la mano ni para no dejar de sentirme escritor... El método mío es no tener método. Si tuviera horarios y esas cosas escribir se me volvería como un trabajo y no pasaría tan bueno como le digo. Desde hace casi un año no he escrito una sola línea, pero sí he leído parejo y comido ensalada y montado bicicleta. Dejar de leer si no me dejo, no me lo permito. Yo escribo únicamente cuando me dan ganas y tengo ideas y cosas en la cabeza y como no trabajo ni estudio me puedo dar el lujo de sentarme un año enterito y darle todos los días todo el día. Pero siempre voy sin afán. Eso sí, todo el tiempo, cuando estoy barriendo, trapeando, cocinando, sacudiendo, arreglando el solar, jugando con los gatos, matando zancudos, viendo partidos, remendando las medias… estoy escribiendo cuentos en la mente y apuntando cosas en un cuaderno. Ahora tengo un libro terminado, sobre vicios, que no me falta sino escribir.

Ataques de Risa y La vida me vive amargando la vida son libros de cuentos protagonizados por un personaje: en el primero una chica filóloga, en el segundo un filólogo cuarentón. Háblenos de la gestación de estos dos libros.
Yo, como estos dos personajes que mencionás, curiosamente también soy filólogo de la Universidad de Antioquia y pienso muy parecido a ellos y además los tres queremos ser escritores de cuentos y la vida nos la tiene montada. A veces la muchacha filóloga me recuerda mi adolescencia: por lo frenética, descontrolada, rebelde… Y Chiquito, el cuarentón filólogo, se me parece mucho a mí en cinco años: es como una caricatura mía, mi futuro yo. En Bebestiario, mi libro sobre el trago, también, casualmente, hay varios filólogos por ahí trabajando de mensajeros, arreglando jardines y caídos de la perra. Lo que yo quiero es que los filólogos se pongan de moda a ver si consigo trabajo algún día y abandono mi profesión actual de amo de casa. Estos tres libros son los que más he disfrutado escribiendo y los escribí como te dije: se me ocurre algo, leo o veo o escucho algo que me gusta, lo pienso bien, lo voy escribiendo en la cabeza y cuando ya está terminado en mi cabeza lo escribo en papel. Los libros con un personaje que protagonice todos los cuentos se me facilitan más, paso más bueno escribiéndolos porque no tengo que ponerme a buscarle un tono a cada cuento (diez o quince tonos en total por libro), ni un personaje por cuento (o sea diez o quince), ni necesito inventarme diez o quince maneras de hablar ni diez o quince estilos…, sino que el mismo personaje se despacha, se desahoga, se contradice, se equivoca solo y el escritor, creo, el autor del libro, no se ve o se ve menos. El que se ve es el personaje. Pero te repito: que mis personajes sean filólogos, les gusten los libros de Felisberto Hernández, vivan en Medellín o en México es pura casualidad.
Ahora que habla de Felisberto Hernández, cuéntenos cuáles son los cuentistas que le han ayudado a comprender los mecanismos de la ficción corta.
Yo no sé cuáles cuentistas me han ayudado a comprender los mecanismos de la ficción corta, como vos decís, pero sí sé que Felisberto Hernández hoy es el que más me gusta. Su humor, la espontaneidad, la ironía, la gracia, el personaje de sus libros, lo patético, lo raro. Felisberto no se pone a inventar cambiando de narrador cada dos renglones ni se inventa estructuras complejas ni se pone a inventar cambiando de tiempo todo el tiempo ni le interesa tener una “prosa potente” que vaya a mil ni lucírsele al lector ni quiere descrestarlo con trucos y experimentos… Lo que le interesa a Felisberto, como a mí, es contar una historia sencillita, cotidiana, en primera persona (excepto la novela corta Las Hortensias, que escribió en tercera persona) y listo. Pare de contar. Parecen cuentos chiquiticos, pero son inmensos y algunos llegan muy adentro de uno. También me gustan mucho Ibargüengoitia, Cepeda Samudio, García Márquez, Rulfo y muchos otros, por lo mismo.
A la luz de sus experiencias de lector y cultor del cuento, ¿cuáles son los ingredientes que para usted debe tener un cuento?
Antes te hubiera contestado que el cuento no debe desviarse, no debe irse por las ramas, que debe tener tensión e intensidad, que no debe contar más de una historia, que no puede ser más largo de la cuenta porque deja de ser cuento y se vuelve novela o más corto porque cambia de nombre, que debe ganar por nocaut y tener un inicio, un nudo y un desenlace y todas esas cosas que dicen los manuales y que la gente repite y que enseñan en algunos talleres. Ahora, hoy, te contesto que un cuento para mí puede ser cualquier cosa, que hay muchas maneras de escribirlo, que cada cuento tiene sus propias reglas, que nadie tiene la razón y todos la tienen cuando hablan de lo que es el cuento y que lo único que tiene que importar es que esté bien escrito. Un cuento necesita libertad, que lo escriban como se le antoje al escritor. A mí me gustan mucho los cuentos espontáneos, que son como narraciones orales, con gracia, sin lenguaje rebuscado o refinado, sabiendo que detrás de esa espontaneidad hay muchísimo trabajo, mucho cerebro para que se lea espontáneo, o sea cero espontaneidad.

La vida me vive amargando la vida sigue en detalle las travesuras que el día a día le juega a Chiquito. Este libro es su primero publicado en una editorial comercial grande. ¿Cuál fue la génesis de la idea? ¿Qué diferencia este trabajo de sus anteriores libros?
Hay gente que por más esfuerzos que haga, por más que quiera salir adelante en la vida siempre le va mal. Yo quería escribir una caricatura de esa gente de malas, de esas personas desafortunadas a las que la vida no los deja vivir tranquilos, se las tiene montada, les tiene bronca, como rabiecita o algo por el estilo y siempre terminan fracasando, perdiendo. Entonces, queriendo escribir sobre esa gente, se me ocurrió un personaje que se llama Chiquito, un cuarentón mantenido que vive con sus papás, el abuelo y Chigüira, la muchacha del servicio, que teniendo el título de filólogo hispanista de la Universidad de Antioquia se ve obligado, para pelechar, a trabajar repartiendo volantes disfrazado de empanada o a animar una primera comunión de un niño vegetariano disfrazado de zanahoria. Al final, siempre, en los diez cuentos, termina peleando con su vida, agarrado con ella, alegándole por portarse tan mal con él, con ganas de pegarle un tiro. ¿Qué diferencia este trabajo de mis anteriores libros? Que son cuentos mucho más extensos, que todo pasa en Medellín, el tema, etc. De los seis, este libro fue el que más disfruté escribiendo. Además tuve a Carolina López y Paula Marulanda, dos tremendas editoras, ayudándome.
En los últimos años su trabajo ha recibido varios premios literarios. ¿Qué importancia tuvieron los premios en la formación de su carrera literaria?
Los premios me han servido para motivarme a escribir, para agarrar confianza, para no tener que pasármela buscando editoriales que publiquen mis libros y para que lo que escribo sea más fácil de conseguir y la gente me lea más. Cuando uno no tiene amigos en este medio ni en los medios, cuando uno vive fuera del país, cuando uno no es de los que se mantiene tirando elogios por ahí a todo el que se le atraviese ni se mantiene metido en ferias y reuniones de escritores y redes sociales… ganar premios es una de las poquitas maneras de hacerse ver. Eso sí, ganar concursos también sirve, y mucho, para conseguir enemigos y gente que no lo quiera a uno ni poquito y, por eso mismo, que lo lea a uno todo el tiempo con juicio y hable de uno y lo mantenga vigente.
¿Qué le ha aportado a su trabajo literario la temporada que lleva radicado en México?
México me da lo que más necesita un escritor: tiempo. Mi tiempo se lo doy todo a la cocina y a la mal agradecida de la casa que se ensucia fácil, y, sobre todo, a la lectura y a la escritura. Bebestiario y La vida me vive amargando la vida los escribí en México. Acá no tengo los distractores que tenía en Colombia, como las visitas, los amigos fiesteros y eso tan horrible que se llama trabajo. Ahora más que todo estoy dedicado a leer mientras me dan ganas de escribir.
Antes hablaba usted de la malquerencia que se ha ganado por vencer en los concursos literarios. ¿Tal vez sea ese el origen de los rumores sobre supuestos plagios en sus textos? ¿Qué tiene para decir al respecto?
Con mis cuentos y con mis libros y con los premios que he ganado he conseguido más amigos y gente que me quiere y que piensa y habla bien de mí. Sin embargo, esta gente buena gente conmigo no ha logrado con sus comentarios positivos lo que sí han logrado los cinco que no me quieren. Por ejemplo: los cinco dicen algo malo sobre mí y entonces me entrevistan más, me buscan editoriales, revistas, aumenta la gente de la que es querida conmigo y por eso se venden más mis libros y a mí me va mejor. También me escriben escritores y me dicen puras cosas buenas y me apoyan y algunos me hablan de la frase famosa que una vez dijo Cochise. Además, me escribe gente contándome que los cinco que no me quieren aprovechan los talleres que dan para seguir hablando mal de mí. Eso pasa siempre en la vida. A muchos les duele que a los otros les vaya bien. Si los cinco que no me quieren tuvieran la razón y sus acusaciones fueran ciertas no me apoyarían escritores ni me buscarían editoriales ni me publicarían cuentos ni me invitarían a ferias del libro ni a charlas ni me estuvieras entrevistando vos ni llegaría tanta y tanta gente de la que es querida conmigo. Esto es algo personal que ya, y me lo han dicho varias personas, es evidente, patente. Ellos me acusan de algo que García Márquez, y solo lo menciono a él, hizo muchísimo: jugar, algunas veces, con una idea de otro escritor, sin copiar ni una sola línea. Desconocen que en la literatura las ideas no se protegen porque si se protegieran no existiría ni la mitad de los libros que existen. Yo a este tema no le paro bolas y no le voy a perder más tiempo. Mi tiempo lo invierto leyendo y escribiendo. Lo que iba a decir sobre esto lo dije ya en su momento respondiendo un ataque anónimo al que se le veía la rabia. Todo lo que acabo de comentarte se resume en un video que Luis Miguel Rivas me mandó una vez. “Vos sos el pájaro grande”, me dijo Rivas.
Video que menciona David Betancourt:
    Terminemos con su top cinco de cuentos imperdibles para cualquier lector.

Es que no se me ocurren cinco cuentos. Mejor digo que vale la pena leer a Felisberto Hernández y a Roberto Arlt y a Ibargüengoitia y a Armonía Somers y a Cepeda Samudio.
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Imágenes: Portadas de las publicaciones de David Betancourt

Personajes a la obra, un cuento de Fabián Martínez

Fabián Mauricio Martínez G. Sus trabajos periodísticos han aparecido en la Revista DONJUAN de la Casa Editorial El Tiempo, la Revista DOMINGO de El Universal de México, la Revista VICE, Las2orillas y el portal de periodismo 070. En 2015 fue finalista del 5º Premio Latinoamericano de Crónica Nuevas Plumas y en 2014 recibió mención como finalista del Premio Nacional de Crónica Ciudad de Bogotá. En 2017 fue seleccionado por la FNPI, como uno de los ganadores de la Beca de Periodismo Cultural Gabriel García Márquez. Es autor de cuatro libros, dos de ellos de cuentos, Una Ciudad llamada Bucaranada y Cuervos en la Ventana, Editorial UIS; una novela, El sexo de las salamandras, Ambidiestro Taller Editorial; y una biografía juvenil, Me llamo José Antonio Galán, Editorial Norma.
Fffound

Conozco ese brillo en sus ojos, el minúsculo girasol alrededor de la pupila, la ceja alzada para enfatizar lo que dice. Sé lo que está pensando. Sé lo que está haciendo. Yo lo escribí. Yo lo inventé de la cabeza a los pies.
El escenario es un bar de oficinistas a las seis de la tarde. Mi personaje está sentado junto a una chica en la terraza del primer nivel. Considera que acostarse con ella en la agonía del jueves es la mejor recompensa para un día tan parecido al de ayer. Y al de anteayer.
Mi personaje prepara su próximo movimiento. Sabe que debe fingir interés por lo que ella dice. Sabe que debe mover las manos con gracia, hacer una pausa y susurrarle: Moría de ganas por estar a solas contigo.
—Escúchame bien.
—Cuéntame —le responde ella ensortijándose el pelo con un dedo.
—Nos están escribiendo.
— ¿Qué? —pregunta ella con los ojos desorbitados.
—No me pongas esa cara, nos están escribiendo —contesta él enarcando la ceja—. De hecho, la ceja que acabo de alzar fue obra del que nos escribe —continúa mientras busca las palabras de su siguiente frase—. Se supone que debo callarme y tú debes hablar.
— ¿Y cómo estás tan seguro?
—Soy su personaje principal. Escucho su voz y, a veces, los dedos golpeando las teclas. Por favor, habla.
— ¿Pero qué digo?, estoy muerta del miedo  —contesta la mujer tapándose la cara con las manos—. Desde que dijiste que nos escribían, un nudo se apretó en mi garganta.
—No le pares bolas a ese nudo, lo amarró el que nos escribe. Solo finge que hablas, y por favor quítate las manos de la cara. Se supone que te estoy seduciendo.
—No es fácil, me siento extraña —dice ella incorporándose y sobándose el cuello.
—No te preocupes, tenemos una ventaja —asegura él retomando su carácter de seductor irresistible.
— ¿Cuál? —pregunta la mujer aclarándose la garganta.
—El escritor no conoce nuestras voces. Se cree el cuento del narrador que lo ve y conoce todo. La patraña del narrador omnisciente.
—Oh, Dios mío —exclama ella con indignación—. Los peores son los que se creen Dios.
— ¿Ves? No hay que tener miedo —le dice él mientras le acaricia una oreja—. Yo me inclinaré, te susurraré algo y tú sentirás cosas ricas.
—De hecho, las siento —dice ella cruzando las piernas cubiertas por medias veladas, apretándolas bajo la falda roja.
—Te lo dije, primor, nos están escribiendo —afirma él con tono triunfante—. Ahora deja que te bese.
Mi personaje besa a la mujer. Ella lo atrae hacia su pecho palpitante.
—Qué maravilla, sobre esto nunca nos hablaron en la Escuela —dice ella apretándose contra el hombre.
— ¿De qué cosa?
—Sobre esta extraña sensación de sometimiento —responde la mujer, separándose.
—Exacto, se supone que ni siquiera nos íbamos a dar cuenta cuando nos escribieran —reflexiona el hombre tomándose la barbilla—. Definitivamente estamos frente a un mal escritor.
Mi personaje masculino le dice que vayan a su apartamento, el cual queda muy cerca, en las Torres del Parque Amarillo, a pocas cuadras del bar.
—Levántate y camina.
— ¿A dónde vamos?
—A mi apartamento.
— ¿Y por qué?
—Este tipo quiere que concluyamos el asunto.
—No me digas que es de esos autores que no puede pensar en otra cosa cuando chico conoce chica.
—Exacto querida —le confirma besándole la mano derecha.
—Bueno, por mí está bien. Solo te pido que no uses el módulo Marqués de Sade- Miller-Bukowski. Hoy me siento especialmente tierna.
— ¿Quieres que concluyamos el asunto?
—Sería delicioso.
—Tienes razón, quiero quitarte la ropa.
—Vamos entonces. Seré una chica muy mala.
—Muero de ganas, pero me interesa encontrar a nuestro autor.
—Olvídate de eso. Nos seguirá escribiendo cuando hayamos acabado y entonces podremos encontrarlo.
—Pero cada caricia, cada beso, cada arremetida de nuestros cuerpos será obra de él. No nuestra.
—No importa, bésame.
Él la toma por la cintura, la aprieta contra su vientre, la besa. Ella lo abraza, le acaricia la pierna. Sus lenguas son dos salmones saltando contra las piedras de sus dientes, nadando a contracorriente de las bocas.
—Espera, esto me encanta, pero realmente quiero descubrir al que nos escribe —dice él separándose del beso.
—Pero estamos en llamas —dice ella acercándose.
—Lo sé, estoy hecho un animal —responde él mientras la aparta de su regazo—. Ya tendremos tiempo para esto, te lo juro. Por ahora encontrémoslo, debe andar cerca.
— ¿En serio?
—En serio.
— ¿Por qué estás tan seguro que vamos a encontrarlo?
—El muy tarado escribió Parque Amarillo.
—No te lo puedo creer.
—Te lo dije primor, es de lo más predecible. Según la Teoría de la Creación Autor-Tropo-Personaje de Yulian Kieslowski, el Parque Amarillo es un café para intelectuales de izquierda.
—Por supuesto —dice ella riéndose con ganas.
—Vamos a buscarlo.
—Quiero que vayamos a tu apartamento y me arranques la falda.
—Lo haré, pero primero encontrémoslo.
—Eres de lo más aburrido cuando te empeñas en algo.
—No lo seré cuando me empeñe en ti.
Una llovizna cae sobre la ciudad. La pareja camina abrazada. Él le señala la esquina del Parque Amarillo, y junto a un urapán, las torres de apartamentos donde vive.
— ¿Ya vamos a llegar? —pregunta ella.
—Supongo, nos acaba de ubicar en la esquina del Parque Amarillo.
—Eso quiere decir que el autor debe estar metido en ese local, el de los maniquíes en la vitrina.
—Debe ser. No hay más locales. Además eso de poner maniquíes y máquinas de escribir en la vitrina es de puro café de intelectuales de izquierda.
—En la Escuela sí nos advirtieron sobre este peligro: piojos y poesía —dice ella entrando al café.
—Bufandas, caspa, tinto, impostura y afectación —agrega él—. Pero qué diablos, hay que correr el riesgo.
—Por lo menos hay tres hombres que escriben —observa ella—. Dos lo hacen a mano, fíjate.
—Debe ser el del portátil, escucho las teclas en mi cabeza.
Entran a las Torres del Parque Amarillo. En el ascensor, las bocas reconocen el veneno de la sangre caliente. El vaho del deseo cociéndoles las encías. En el pasillo, antes de abrir la puerta del apartamento, mi personaje rasga las medias veladas de la mujer.
—Disculpe señor —dice el personaje masculino tocándole el hombro al autor sentado a una de las mesas del café.
El autor salta de su silla. Se para frente al personaje masculino como un pugilista. Le lanza un par de ganchos, sin éxito.
—No se atreva a interrumpirme, mequetrefe —dice el autor mientras lanza un jab de izquierda—. Estoy a punto de concluir mi mejor relato, estoy a punto de noquear a mi lector.
          — El peor y más predecible de los relatos, querrá decir —lo enfrenta la mujer—. ¿Me va a pegar? ¿Le va a pegar a una mujer?
El autor baja sus puños. Se acerca a la mujer. Toca su falda roja. Acaricia su melena ensortijada. Dibuja con su dedo la línea de la nariz. Se dirige hacía el personaje masculino y con una lupa que saca del bolsillo, examina los ojos del hombre. Reconoce el minúsculo girasol alrededor de la pupila y, tambaleando, se ubica detrás de la mesa en la que segundos antes escribía.
—Deje de escribirnos —ordena el personaje masculino levantando la ceja.
—Esto es imposible —dice el autor—. Ustedes no pueden salir de mi historia y venir a reclamarme.
—Sí podemos. Fuimos a la Escuela de Personajes y aprendimos cómo lidiar con escritorzuelos como usted —dice la mujer con alboroto.
El autor, pálido como una hoja aún por escribirse, niega con la cabeza:
—No puede ser posible, porque yo ya no estoy escribiendo —dice el autor—. La historia sigue contándose —y señala con el dedo al ordenador sobre la mesa.
El intelectual de izquierda y los dos personajes se asoman a la pantalla luminosa. Letra por letra, las palabras se forman en el monitor. Acaecen en oraciones, en párrafos, en páginas. Se percatan que la mesa que sostiene el ordenador no está hecha de madera. Está compuesta por extrañas sucesiones de emes, ées, eses y aes. Las bufandas, los cigarrillos, los maniquíes, la vitrina, los urapanes, el cielo y la llovizna tienen la misma estructura caligramática. Letras apretadas que caen, ruedan, tiemblan, ascienden y resoplan sobre un mundo azotado por las teclas del que escribe.
Aterrados —el personaje masculino, la mujer de falda roja y el intelectual de izquierda— comprenden que hacen parte de la obra de otro escritor.