AVANCES, AUTORES, FICCIÓN, NUEVAS VOCES

Putas en miniatura, de Jorge Alberto Aguiar Díaz



Tenía un culo de veinte, una cara de sesenta pero no llegaba a los quince años.
Todas las tardes la veía pasar por la calle Obispo hacia el café París o la Bodeguita del Medio.
Se llamaba Sailín. Yo le decía chica bonsái.
—¿Cuándo me vas a dedicar una noche, chica bonsái?
—Nunca, JAAD.,
—Aunque sea una hora, chica bonsái. Me conformo con una hora.
—Nunca, JAAD. Ustedes los cubanos no tienen fulas pa’pagarme.
—JAAD, no es cubano, chica bonsái. Soy un marciano que nació en Saturno y vive en la Tierra.
—No importa de dónde eres, JAAD. No tienes dólares. Estás liquidao.
Ella, sin embargo, era demasiado optimista. No había pensado que la buena suerte dura poco en La Habana Vieja.
Una noche necesitó ayuda.
Nunca supe por qué me buscó. Quizás por el miedo o la soledad en que vivía. Tal vez porque parecía un cura con mi calva o un tipo asexual por haber perdido cuatro dientes. Pesaba cincuenta kilos y parecía inofensivo. Me había confundido con un payaso.
Lo cierto es que estaba frente a mí provocativa y hermosa.
—Oye, JAAD. Estoy metí’a en tremendo lío.
Tenía una cicatriz en la mejilla derecha. Me gustaba su pelo largo y encrespado y su pavoneo todavía infantil.
—Hay un muerto. Yo no sé cómo fue pero hay un muerto.
Me abrazó.
—¿Te está buscando la policía?
—No sé. No sé na’, JAAD. Vámonos de aquí.
—¿Pero adónde? Yo no tengo un centavo ni dónde meterme.
—¿Me vas a ayudar, sí o no?
—Claro. Claro que te voy a ayudar
Abrió el monedero y me dio cinco dólares. Me dijo que iríamos a la casa donde ella algunas veces pasaba las noches con los extranjeros. Yo debía pagarle a la dueña y no decir nada más. La miré en silencio. Tragué en seco y la acompañé.
—Te advertí que aquí no quería cubanos —dijo la mujer cuando llegamos.
—No hay problemas, mi china. Este es JAAD, un amigo de confianza.
—¿JAAD? ¡Qué nombre tan feo!
Sailín le explicó que yo pagaba bien. La dueña, con sus trescientas libras, me miró de arriba a abajo y comentó que tenía aspecto de policía.
Pedí un poco de agua.
—¿Ves lo que te digo? Los cubanos no hacen otra cosa que pedir. Después, pagan una mierda, lo comentan todo en cualquier esquina y buscan problemas cuando se emborrachan.
Se fue hasta el fondo de la casa para traer el agua.
El lugar se veía limpio, decorado con objetos de yeso, flores plásticas y un altar para los santos lleno de caramelos, dulces y dinero.
Sailín me dio otros cinco dólares. Cuando la mujer regresó se los puse en las manos callosas y manchadas y le dije:
—JAAD, paga bien, no se emborracha, es mudo y si fuera policía la mitad de La Habana estuviera en el tanque.
La gorda quedó feliz con los diez fulas y habló bien de algunos cubanos.
Sailín y yo entramos en la habitación.
—¿Qué vamos a hacer aquí?
—Esperar.
Se sentó en la cama.
Conecté el ventilador.
Abrí la ventana y me asomé.
—¿Esperar? ¿Qué vamos a esperar?
La chica bonsai no contestó. Se quedó abstraída mientras fumaba.
El cuarto era pequeño. Paredes sin pintar. Cama con sábanas limpias, una silla, una mesa y una puerta que conducía al baño.
—¿Será conveniente estar aquí?
—No tengo adonde ir.
—¿Y dónde vives?
—Con Kenia. Alquilamos un cuarto en la calle Esperanza pero allí no puedo ir ¿entiendes? La policía ya debe estar buscándome.
—¿Quién es Kenia?
 Me senté a su lado.
—Mi amiga. Es de mi pueblo pero hace dos años que vive en La Habana.
—¿Qué edad tienes? ¿Catorce? ¿Quince?
—¡Qué importa eso, JAAD! ¿Me vas a ayudar si o no?
Acaricié su pelo.
Me gustaba su boca. Sus dientes. Su lengua rojísima, gorda, juguetona.
—Cuéntame lo que pasó. Si quieres que te ayude me tienes que contar lo qué pasó.
—No sé na’ JAAD, te lo juro. El alemán estaba con Kenia en el cuarto y yo estaba en el baño.
—¿Un turista? ¿El muerto es un turista?
—Sí, pero yo no sé lo qué pasó. Soy inocente.
—¿Dónde fue eso? ¿Dónde estaban ustedes?
—En un hotel. El yuma le pasó dinero a un policía y al tipo de la puerta y subimos sin problemas. ¿Quién se iba a imaginar que iba a pasar esto?
—¿Y dónde está tu amiga?
—¿Kenia? No sé. Yo me fui enseguida. Ella se quedó llorando pero yo me fui enseguida.
Le pedí un cigarro.
Me quedé mirando hacia la esquina de Cuba y Amargura.
Una ventana estrecha con un paisaje encantador.
—JAAD, ¿tú conoces a alguien en la policía?
Me miró con ojos desorbitados y llorosos. Fumaba sin parar y se mordía las uñas.
—Dime, ¿tú conoces a alguien en la policía?
Me gustaba cómo se recogía el pelo y la manera de sentarse con las piernas abiertas. Me fijé que no llevaba ajustadores y se le marcaban los pezones.
—Si tengo o no un amigo en la policía ¿de qué sirve?
—¿Cómo que de qué sirve? ¿Tú estás bien de la cabeza, JAAD? Con un socio en la policía to’ se resuelve.
Toqué sus manos.
Manos frías y pequeñas.
—¿Tienes o no un amigo en la policía?
No dije nada. Ella continuó:
—Yo no sé cómo fue la cosa pero no tengo na’ que ver con ese muerto.
Acaricié sus hombros y la besé en la cara.
Se mordió los labios.
—No te preocupes. Todo se va a resolver.
—Yo hago lo que tenga que hacer. Cualquier cosa, JAAD, pero no quiero ir presa. No hice na’.
—Relájate. Tienes que descansar.
—No hice na’ ¿entiendes?
—De acuerdo, pero tienes que descansar. Acuéstate un rato.
Se sentó en la cama y se echó a llorar.
La abracé y sequé sus lágrimas con mi boca.
Mi lengua recorrió la cicatriz.
—No me toques.
—¿Por qué no? No te voy a hacer daño.
—Todos los hombres dicen lo mismo. Todos quieren lo mismo. Dime, ¿no te gustaría acostarte conmigo?
Dejé de acariciarla.
Me quedé escuchando los ruidos que llegaban de la calle.
—¿Tienes algún amigo en la policía?
—¿Qué quieres que haga?
—Que me ayudes, JAAD. Dijiste que me podías ayudar.
—Bueno, está bien. Cuéntame
—Ya te dije que no sé. Yo estaba en el baño y cuando entré al cuarto el alemán estaba muerto.
—Pero, ¿cómo se murió? Que yo sepa nadie se muere así como así.
—No sé. Yo no sé na’. Dice Kenia que el tipo había comprao coca.
—¿Cocaína? ¿Dónde?
—¡Qué sé yo, JAAD! Me imagino que en la calle. En la calle se puede comprar cualquier cosa ¿no?
Me encogí de hombros. Yo llevaba treinta años comprando libros y preservativos. Una vez, anfetamina, y otra, marihuana. De ahí no pasaba.
Una vida de aficionado en una calle para profesionales.
—Bueno, a lo mejor fue una sobredosis.
—¿Y si Kenia lo mató? Mira, JAAD, Kenia y Jaime son uña y carne y nadie sabe lo que ellos planificaron.
—Espérate un momento, mi socia. ¿Quién coño es Jaime?
—El punto que nos busca a los yumas.
—Un chulo.
—No. Jaime no es ningún chulo. Jaime no nos quieta el dinero como el Negro. El Negro sí era un hijo de puta pero Jaime no.
—¿Y qué pinta El Negro en todo esto?
—Na’. El Negro era un singao. Me picó la cara. Mira. Se tocó la cicatriz.
—¿Por qué?
Se levantó y fue hasta la ventana.
Los senos le saltaban debajo de la ropa.
—Me metió a jinetera. Tenía un amigo italiano que le gustaban las señoritas.
—Pero, ¿por qué te cortó la cara?
—Me dijo que con él iba a ganar un baro largo.
Me presentó al italiano y gané cincuenta faos. Todo fue rápido. Una hora.
—¿Cincuenta dólares por la primera vez? ¿Eso fue lo que pagó el italiano?
—Cien. Fifty-fifty con el Negro.
—Te pagó una mierda. Una virgen vale una fortuna...
—Nadie es adivino, JAAD. Yo tenía doce años. ¿Cómo coño iba a saberlo? En ese momento pensé que era mucho dinero.
Cogió su mochilita y la abrazó como un salvavidas.
Pasaron dos, tres, cuatro minutos. No sé.
Imaginé que La Habana ya no era una ciudad sino un océano. Cada cual abrazaba lo que podía y se dejaba llevar por la corriente.
—¿Y qué pasó después con El Negro?
—Na’. Jineteé pa’ él casi dos años y siempre me daba una mierda.  Entonces le robé.
Recostó su cabeza en mi hombro.
Respiré otra vez su perfume.
Su olor a hembra joven.
Acaricié sus manos.
Sus pies desnudos.
Ella sonrió.
—JAAD, dime una cosa. ¿Tú me hubieras defendido cuando el Negro me picó la cara?
Traté de imaginarme al Negro.
Traté de imaginármela desnuda.
—¿Por qué no fuiste a la policía?
—¿Pa’ qué? No iba a resolver na’.
—¿Cómo que nada? Tú eres menor de edad. La policía iba a creer en ti.
—¿Qué hora es, JAAD?
—¿Por qué no fuiste con tus padres a la policía?
La chica bonsai se echó a reir.
—¿Qué padres, JAAD? Mi mamá es una borracha y vive en Ciego y a mi padre no lo veo desde los ocho años. ¿Qué podía hacer yo sola? El Negro conocía a una pila de policías. Si yo lo denunciaba no iba a pasar na’.
Toqué su vientre por encima de la ropa.
Quedó inmóvil.
—¿No te gustaría vivir de otra forma?
—¿De otra forma? ¿De qué forma, JAAD?
Me arrodillé frente a ella.
Acaricié sus hombros.
Ella reaccionó. Se erizó de pies a cabeza.
Busqué sus labios.
La besé con suavidad.
Un roce.
—Te puedo ayudar.
—Eso es lo que quiero que hagas. Ayúdame.
¿Conoces a alguien en la policía?
—Relájate. Eres inocente. Todo va a salir bien.
Se echó a reír.
—Los hombres siempre dicen lo mismo. To’ va a salir bien y después to’ es una mierda.
Me empujó y caí de nalgas.
—Cuando el italiano me fue a partir me dijo que to’ iba a salir bien. Y fue mentira. Me dolió y a nadie le importó.
—¿Te dolió mucho?
—¿Y a ti qué te importa, JAAD? Siempre duele. Pero después de to’ salí bien. No me dio golpes como le hicieron a Daymaris.
—¿Daymaris es la mulata que anda contigo?
—No. Esa es una comemierda. Daymaris es la prima de Kenia. La partieron a los trece, pero tuvo suerte. Le dieron cien fulas pa’ ella sola y después se empató con un español que vivía en Matanzas.
Tragué en seco. Necesitaba tomar ron.
—¿Cuándo vas a ver a tu amigo?
—¿A quién?
—A tu amigo el policía. ¿Tienes o no un amigo policía? ¿Tú no me estás engañando, JAAD?
—Rélajate. Duerme hasta mañana. Mañana vas a pensar con más claridad.
—¿Hasta mañana? ¿Qué estás diciendo, JAAD? Lo que le pagamos a la gorda es por tres horas.
Regresé a la ventana.
En la esquina de Cuba y Amargura los gatos merodeaban el basurero. Un viejo en muletas azoró a los animales y se sentó a comer los desperdicios.
—¿Por qué Jaime es diferente? Jaime y el Negro no son diferentes Sailín ¿entiendes? Todos los chulos son iguales.
—¡Qué importa eso ahora, JAAD!
—¿No quieres que te ayude? Te estoy ayudando. Dime, ¿por qué Jaime es diferente?
—Jaime nos busca hombres normales. Gente que no sea morbosa. Hay turistas que lo que quieren es que hagamos tortilla o que se la mamemos a un perro o quieren filmar una película porno. Los tipos que busca Jaime están en otra cuerda ¿entiendes? Vienen buscando pareja pa’ lago serio. Con Jaime tengo la oportunidad de conocer un yuma pa’ casarme y olvidarme de este país de mierda.
—¿Y dónde se quedó Jaime?
—No sé. La última vez que lo vi le estaba vendiendo ron y tabacos a unos franceses.
Me quedé en silencio.
—Tienes que ayudarme, JAAd.
—¿Ayudarte? ¿De qué forma te puedo ayudar? No vas a entender nada. Nada. Ni una palabra.
—Sí, JAAD, tú me puedes ayudar. Ve y habla con tu amigo.
Acaricié su mejilla y mis dedos delinearon sus labios y ella cerró los ojos y yo contuve la respiración y me pegué a su cuerpo y estaba fría y la besé en la boca.
—Si me ayudas te prometo una cosa.
—¿Qué cosa?
—Ya sabes, podemos echar un palo.
—¿Un palo?
—Sí, un palo. Pero uno solo. Te va a salir gratis.
—¿Siempre lo haces por dinero?
—Claro, JAAD. La vida está muy dura.
Me quedé contemplándola.
—Verte desnuda sería un sueño. Verte desnuda y hacerte el amor.
—Me da risa tu manera de hablar. Hacer el amor y echar un palo es lo mismo. Dime, ¿vas a ir a ver a tu amigo?
Contemplé sus teticas saltarinas y su cintura estrecha.
Sus nalgas compactas debajo del vestido.
Su abdomen sin una gota de grasa.
Y se quitó la blusa y acaricié su pelo y sonrió y cruzó los muslos para que yo viera su entrepierna y quedó inmóvil esperando una respuesta.
—Sí. Cuando salga de aquí voy a ver a mi amigo.
—Pero no me engañes, JAAD, que se lo digo a Jaime.
—No, no te engaño. Te lo prometo.
Me besó y me mordió los labios.
—Yo no hice na’. Soy inocente.
Nos besamos. Y toqué sus muslos y toqué entre sus muslos y nos besamos y la abracé y la volví a tocar y la abracé y nos besamos.
Me quité los pantalones y ella cogió mi cosa entre sus manos.
—¿De verdad que tienes a un amigo en la policía?
Estaba arrodillada frente a mí.
Me miró con picardía. Una mirada tan maliciosa en unos ojos tan ingenuos.
—Sí. Ya te dije que sí. Se llama Carlos. Capitán Carlos.
Y La chica bonsai abrió la boca.
Estuvimos tres horas sudando. Nos olvidamos del mundo y los turistas y de la esquina de Cuba y    Amargura y de los gatos vagabundos y los viejos pordioseros. Respiré el olor de la lluvia. Iba a llover.
Cuando terminamos la abracé.
Besé la cicatriz.
Besé sus pies.
Ella se reía. Nunca había visto un hombre besándole los pies a una mujer.
Le canté una canción y me dijo payaso. Se burló de mis idioteces.
Rompió a llover y me recordó que tenía que ayudarla, que no la engañara, que Jaime no es fácil, hombre a tó’, te raja la cabeza y te corta la cara y le canté otra canción y llovió mucho, muchísimo. Casi una tormenta.
Desde la cama y a través de la ventana miré al cielo. Sailín se había dormido.
Imaginé que un platillo volador me recogía para largarme de este planeta.
A lo lejos escuché una sirena.
Me vestí en silencio.
Recogí mis documentos y las llaves.
No tenía un centavo. Recordé que estaba liquidado.
Abrí su bolso.
Preservativos. Pintalabios rojo. Un cepillo. Veinte dólares.
También una muñeca. Pequeña. De ojos azules.
No cogí el dinero.
Escuché la sirena más cerca.
Bajé las escaleras pensando que la buena suerte dura poco en cualquier parte del mundo.
Salí a la calle. Todavía estaba lloviendo.

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Este texto pertenece al volumen de cuentos Adiós a las almas. Revista Corónica lo reproduce con autorización de su autor.

Imagen: Alexander Deineka

Tres escenas para títeres, por Nikai Igaido



Laberinto 3
(Memoria)


(En un escenario oscuro donde sólo se ve una mesa, una pequeña cama sobresale. Una pequeña cama y adentro de ella bajo las mantas, recostada su cabeza sobre almohadas altas, un títere hermoso que representa a una mujer joven y enferma. Eso es todo. Una habitación. Desde el fondo se acercan dos inmensas sombras, los titiriteros vestidos de negro. La titiritera espera y su sombra apenas se entrevé. El titiritero se acerca más y entra de un modo más pleno al chorro de luz cenital que ilumina la mesa; lleva un muñeco en las manos que representa también a un hombre joven pero su rostro no es hermoso sino deformado por el miedo y la duda. El titiritero juega con el títere detrás de la mesa, le da vueltas en el aire, lo contorsiona extrañamente, cosa a la que el muñeco no se resiste: se deja manipular como si en ello encontrara un placer de movimiento. En un momento dado el titiritero aterriza sobre la mesa los pies del muñeco y entonces toda su energía se enfoca en la cama donde está la otra muñeca, es evidente que quiere llegar donde ella y hablarle).

Títere de Hombre Joven : (Se acerca mira a la mujer dormida, dice como para sí:) Hermana.

(La titiritera se acerca desde la penumbra y toma posesión de la muñeca. Es un momento intenso, como si energía de pronto reanimara un cuerpo. Viene de atrás, y sus manos evidentes son como aves que se posan sobre la Títere de Mujer Joven que hasta ese momento estaba dormida.)

Títere de Mujer Joven: (Se despierta) ¿Usted? ¿Cómo?
T.H.J: (Emocionado) Les pedí que me dejaran entrar... lloré... sólo les pedí estar a solas con usted un momento. (Se detiene a tocarle la cara...) Hermana...
T.M.J: (Le retira la mano de la cara, como asustada o preocupada de repente) No me diga así que pueden estar cerca.
T.H.J: ¿Pero ahora qué importa?
T.M.J: Importa... Él nunca me dijo si sí o no (Señala al titiritero),  yo le pregunté, le insistí, al final sólo me dijo que no sabía.
T.H.J: (El titiritero abre inmensamente su boca como si fuera a reír, pero no ríe, justo antes de la carcajada se detiene y vuelve a la expresión neutra con la que se le conoció antes, como si no estuviera presente en estos dramas pasionales de muñecos) ¿Que no sabía? Si cuando hemos hablado nunca me lo niega. Me da mucha rabia que sea tan...
T.M.J: No, mejor no hablemos otra vez de esto... (Baja la voz) Ya sabes que para mí tú eres mi hermano, pero no podemos decirlo en voz alta, eso es todo... mejor no hablemos de él,   (Señala vagamente la sombra gigante de hombre que hay detrás del otro muñeco, éste intenta mirar atrás  de sí pero al parecer no ve nada)... Igual, hablar de eso es perder el tiempo y más ahora que sabemos que ella ya está acá.
T.H.J: No la nombres, por favor, ella es precisamente lo que no se sabe (La titiritera en este punto mira para todos lados, lentamente, como preocupada de que la puedan estar viendo, pero no asustada, más bien con una mirada incisiva de serpiente, después de un momento de revisarlo todo y tal vez al no sentir ningún peligro de ser vista vuelve a posar su mirada fría sobre la muñeca). Yo todavía te quiero ver feliz, jugando conmigo, separarnos justo ahora que estamos juntos...
T.M.J: Yo sé que te duele, pero no podemos hacer nada... (Silencio) Pero no te quedes así (Una luz azul invade la mesa, ella se incorpora en la cama hasta sentarse), siempre podemos imaginar los campos que no caminaremos, y soñar los atardeceres que no veremos... tú eres tan dulce cuando quieres... sueña un poco para mí esos campos ¿si?, y cuéntame de esas tardes, tu sabes que es más lindo porque nunca han sido y ya no van a ser posibles.
T.H.J: Hablas como si la conocieras, pero te repito que ella es precisamente lo que no se sabe... (La titiritera vuelve a repetir su mirada incisiva sobre el espacio, pero esta vez parece un poco más incómoda, además de mirar olfatea, olfatea ruidosamente.. se acerca al Títere de hombre Joven y lo huele profundamente, después de olerlo vuelve a su posición neutra. Todo esto debe hacerlo sin que en lo posible se noten alteraciones físicas de la muñeca que manipula; no debe nunca separar sus manos de ella)      
T.M.J: Mejor cuéntame una historia, no digas cosas que ya sé. Nadie la conoce, pero yo puedo sentir que ella ya está presente (De nuevo la titiritera se siente aludida, esta vez su mirada es un poco nerviosa, y en su cara se dibuja una sonrisa antes de volver al estado neutro)
T.H.J: ¿Puede ser una historia triste?
T.M.J: Sólo si no significa nada.
T.H.J: Es muy difícil.
T.M.J: Entonces más bien inventa para mí todos los recuerdos de los juegos que no jugamos cuando niños (la luz cambia de azul a roja y a amarilla una y otra vez rítmica y suavemente) voy a tratar de recordarte, en esos días, debiste haber sido un niño muy lindo, parecido a mí.
T.H.J: (Sonríe) Ese juego me gusta, podemos incluso recordar la casa donde no vivimos, sus largos corredores, su patio interior tan grande bajo cuyas plantas altas no nos acostamos.
T.M.J: Sí... ¿te acuerdas de los gatos?
(Una suave música alegre empieza a sonar)
T.H.J: Claro, a ti te gustaba más jugar con ellos.
T.M.J: Tú eras uno de esos niños que prefieren siempre lo que no tienen. Dragones, gnomos, apariciones... yo nunca pude entender bien por qué no te bastaba con los gatos. Para mí los gatos y los buhos son más increíbles que esos gnomos que nunca pude ver.
T.H.J: Yo una vez vi uno, y cuando te conté dijiste que me creías, pero yo sabía que no. A mí me hubiera gustado ser uno de esos gatos.
T.M.J: ¿Y no recuerdas cuando te disfrazaste de gato?
T.H.J: Sí, (sonríe) era una broma... era para que me acariciaras pero maullé tanto en tus brazos que todos se escandalizaron, tus tías, tus primas... tú estabas vestida de Atenas.
T.M.J: Lo mejor fue la cara de mis tías cuando tú te paraste bamboleando la cola y les querías pegar con ella como si fuera un látigo.
T.H.J: Hasta tu papá se rió ese día. (Se corta la música y la iluminación vuelve a ser tan simple como al inicio. El titiritero abre inmensamente los ojos. Y dice en voz alta: “¡No!, yo no estuve en esa fiesta”. Y luego sonoramente escupe en la muñeca y después en el muñeco. Ellos parecen no darse cuenta. La titiritera mira complacida al titiritero mientras hace todo esto, sonríe sutilmente. Después de escupir el titiritero vuelve a su expresión neutra).
T.M.J: (Se acomoda en la cama, carraspea, seria de repente) ¿Mi papá? La verdad no me acuerdo si él estaba... (Se quedan callados y se miran... él se acerca para tocarla, mira al suelo, lentamente. De un momento a otro ella grita contenidamente y se lleva las manos a la cabeza) Me ha comenzado a doler de nuevo, creo que está vez será más fuerte, vete, no quiero que me veas... y si ella me lleva quiero que sepas que no importa (La titiritera vuelve a abrir los ojos, mira a todos lados y dice, como dirigiéndose especialmente al Títere del Hombre Joven, su voz es lenta y profunda: “¡Tres veces, tres veces me ha nombrado!, tranquilo joven, ¡sólo te volverá a hablar en sueños!”, ríe, es grosera, burda por momentos como una hiena con su larga carcajada, babea. Luego vuelve a mirar neutramente a su muñeca, ella continua hablando, es evidente que ninguno de los dos títeres ha escuchado nada), imagina cualquier cosa y será un recuerdo compartido... los muertos nos acomodamos bien en todas las memorias (intenta sonreír) por eso es cierto... vete, llama a la enfermera. Discúlpame, perdóname (bajando la voz) hermano...
T.H.J: No digas eso, trata de ser fuerte... voy por la enfermera (sale corriendo).

(La Muñeca se queja cada vez más y se pone una almohada en la boca para asfixiar un grito. Entra la enfermera seguida de un grupo. Con ellos viene el Títere del Hombre Joven que no se atreve a atravesar la puerta y se devuelve. La puerta la cierra el último familiar que entra. La titiritera alza el cuerpo de la muñeca y se lo lleva. La luz se corta y todo es más oscuro incluso que al principio.)



Laberinto-1   

En un espacio teatral oscuro, abierto únicamente en el frente para los espectadores, un espacio digamos de 3 metros de ancho, tres metros de fondo y dos de alto, suenan pesuñas, pesuñas corriendo sobre la arena. Poco a poco sobre las paredes oscuras del fondo, de los lados y de arriba empiezan a aparecer diminutas luces brillantes organizadas según la imagen de un mapa estelar de una noche de San Juan (la noche del 24 de junio) en las coordenadas 35º N 24º E, que son las coordenadas de Creta. A pesar de las pequeñas luces sigue oscuro, pero se empiezan a escuchar al fondo pesuñas que corren sobre la arena y también los bufidos ocasionales de un toro, sus respiraciones que varían de volumen, desde el susurro hasta la inequívoca respiración de un toro exhausto. En oscuridad, desde  que aparecen por completo las estrellas, transcurre un minuto. Poco a poco, y al tiempo que el sonido de los bufidos y la respiración del toro, se escucha un gentío lejano que chifla y aplaude a lo lejos. A veces suenan cornetas. Es ambiente de fiesta, se escucha cada vez más fuerte esta alegría exaltada junto a la respiración del toro, incluso a veces se distinguen algunas ¡vivas! lejanas y también sonido de cornetas. Pasados treinta segundos desde que se escucha por primera vez la muchedumbre y a medida que sube su volumen tres luces rojas frontales que nacen desde el piso a  treinta centímetros una de la otra y que tienen su foco en la pared del fondo del escenario empiezan a alumbrar paulatinamente a dos figuras diminutas enfrentadas: una es la de un toro, otra la de un hombre con espada. Las dos figuras son rojas, casi invisibles ante la luz y es su sombra grande en la pared del fondo lo que más se ve. A medida que sube el volumen del gentío y la luz es más fuerte, las dos figuras se acercan con un mecanismo que tiene un sonido amplificado y que recuerda el segundero de un reloj, y mientras esto sucede empiezan a sonar eventualmente el sonido del flash de una cámara y cada sonido es acompañado por el repentino fulgor de alguna de las estrellas que  rodea el escenario. Mientras las figuras siguen acercándose es más y más frecuente el fulgor explosivo de la luz de algunas estrellas acompañados por su sonido fotográfico y este fulgor hace que se desdibuje por instantes la sombra del toro y el torero en la pared. Cuando las dos figuras finalmente se encuentran el volumen del gentío es lo más fuerte posible, la luz roja es también muy fuerte, de pronto hay un gran flash, las figuras caen, las luces rojas se apagan y cuatro luces color día se activan en cada una de las esquinas de la pared superior del escenario iluminándolo todo: ahora se ve que junto a la pared del fondo había un grabador de cinta magnética que todavía gira, de repente de una de las paredes laterales entra una mano y hundiendo un botón rojo apaga la grabadora y todos los sonidos de la escena cesan. Así, en silencio y con las cuatro luces día del escenario encendidas transcurren doce segundos, después la mano hunde de nuevo el botón rojo del grabador y las figuras del toro y el torero vuelven lentamente con sonido de segundero a sus puntos de origen y empieza a escucharse la voz de un hombre que sale también del grabador. A medida que la voz del hombre habla las cuatro luces día encendidas empiezan a apagarse y cuando la grabación termina todo está exactamente como al inicio de la escena. En ese momento y pasados algunos segundos vuelve a repetirse todo hasta el punto que el director quiera.

Texto de la voz de Hombre en el grabador:

Las pesuñas no se escuchan, cuando pasan al lado de uno las pesuñas sólo se perciben como arena levantada entre las patas. La historia es antigua: entre las luces nos buscamos para hacernos foto, para aparecer entre los ojos, vida de la gente. Queríamos un lugar así, que nos recordara el laberinto al medio día, y también tenía que estar el rojo que brillante es lo que los dos tenemos dentro y que nos une. Aparecimos solos, justo en el instante de esta representación teatral y nos perseguimos, nos buscamos en todos las imaginaciones, todos los sueños, las pinturas, desde los tiempos del primer sacrificio, acaso en Knossos. El plateado de las playas de Creta en ciertos días luminosos también tenía que estar acá. Creamos el escenario donde aparecemos, donde somos, cruzamos el río juntos y bailamos. Las pesuñas no se escuchan, no somos sonido, sólo imagen detenida, y al fondo, claro, tenía que estar esa barrera circular que representa, que es también, un callejón del laberinto. El laberinto no es cerrado, es abierto, y en su playa abierta al sol del medio día se va la sombra del suelo y puede aparecer el mayor prodigio que es la muerte: él siempre busca que yo muera y yo también busco que se muera, pero la muerte la alejamos con la luz en esta escena que perpetúa a eternidad la danza.


Laberinto -2


Preliminares:

En una mesa hay un marco de dos metros de ancho por uno y medio de alto, el marco es sostenido por dos manos que salen de la mesa y que lo empuñan desde la base de lado y lado. Las manos pueden ser de cualquier material, pero es importante que impriman la sensación de que son manos de verdad las que sostienen desde las dos esquinas este marco. Justo en el centro hay otro marco más pequeño de cincuenta centímetros de ancho por treinta centímetros de alto sostenido por un cordel negro atado del travesaño superior del marco grande. Ambos marcos son parecidos y sería bueno que tuvieran algún tipo de trabajo de ebanistería que los orne, esto para buscar que atraigan la atención sobre su ser de marcos. A ambos lados y arriba del marco superior una tela negra se extiende ocultando todo lo que está afuera, y detrás del marco pequeño también se extiende una tela negra, dejando solamente el espacio suficiente como para que algunos objetos se muevan ahí detrás del marco pequeño; este sería el telón de fondo.

En un primer momento en la escena sólo se ve un diminuto títere de guante que representa a una persona bastante común (y aquí cada uno imagine lo que quiera) sentado en una silla mecedora en  la esquina derecha, sólo esto y el marco pequeño colgado en la mitad del espacio.        

Primer momento:

Después de unos momentos en silencio empieza a reclinarse la silla, y este ir de una lado al otro pendular, tan característico de las sillas es singularmente sonoro y pareciera atraer sonidos del campo o de la selva ya que inexplicablemente muchos insectos, pájaros, trotes de animales, ocasionales peleas fieras se empiezan a escuchar a lo lejos cada vez más fuerte a medida que la silla se inclina y se reclina más y más rápido. Ahora es completamente evidente que alguna relación tiene que haber en todo esto, pero al menos por ahora es un misterio.

De un momento a otro, por la izquierda, entra un muñeco de cuerpo entero, vestido de persona bastante común (y aquí también cada uno imagina lo que quiera), empujado por una mano, vestida de azul, desde la espalda. Justo en el momento en que este muñeco empujado desde la espalda entra, el sonido de los animales y el reclinarse de la silla se detienen al parecer coincidencialmente, aunque en el aire queda una inquietante incertidumbre de si no se estará ocultando alguna cosa. El muñeco entonces se desplaza muy lentamente en dirección del marco pequeño colgado en el centro, no camina, es empujado y no opone resistencia a esa mano azul que es casi del tamaño de su espalda, sin embargo sus manos, y este detalle, también inquietante, no señalan la dirección hacia la cual lo arrastran, sino que señalan la dirección contraria, pero ¿y cómo podría oponer resistencia?

En el momento que surge esta legítima pregunta entra una mano roja desde la derecha, y en su paso, empuja la silla ya casi olvidada de la derecha que empieza a balancearse de nuevo con su ya casi conocido, pero no por eso menos inexplicable, acompañamiento insecto-animal-musical con el que desde ahora se le reconoce. La mano roja, después de empujar la silla sigue su camino, es claro que no le importa nada todo ese ruido, o es sorda, porque no se altera, sólo sigue, va al encuentro del muñeco que en este punto ya casi ha llegado al marco pequeño y lo empuja desde el frente hacia atrás impidiendo que avance; incluso algunas veces le gana terreno a su opositora pero entonces siempre la mano azul lo recupera. Ahora nuestro muñeco ya tiene las manos arriba, seguramente como suplicando, y la fuerza de las dos manos hace que de vueltas, vueltas y más vueltas en medio de ese extraño cuarto con marco que ahora vemos. En ocasiones, dando vueltas pasa por en frente del intrigante marco central colgado y cuando esto pasa y por el breve instante en que lo cruza se enciende una luz azul, si viene de derecha a izquierda, o también mientras lo cruza, es roja la luz si se devuelve.

Cuando es evidente que nuestro muñeco está cansado y casi angustiado por esta inusitada y violenta manipulación a la que se le somete, y tal vez ya se han prendido las luces  rojas y azules unas tres veces, se escucha un grito al fondo que poco a poco va subiendo la intensidad hasta hacerse bastante abrumador y es evidente que aunque al principio no era un grito de él, ahora el grito casa exactamente con un grito de la nunca escuchada hasta ahora voz del muñeco vapuleado. Mientras el grito llegaba a estos niveles de unión con el ser del muñeco, éste había seguido dando vueltas, girando entre las manos roja y azul e incluso se levantaba por momentos del suelo con las manos abiertas como si fuera un helicóptero que hace los primeros intentos para despegar. Al terminar el grito nuestro muñeco cae al suelo abandonado por ambas manos, extenuado y las manos también se retiran. Ahora sólo está la silla que ha seguido moviéndose desde que la mano roja la empujara y los muchos insectos y animales que afuera acompañan a nuestro personaje con su ruido.

Segundo momento

Inesperadamente la mano roja aparece de nuevo y levanta el títere que hasta ahora sólo había sido un espectador en su silla. El títere que ahora es levantado por la mano vuela por todo el escenario y se acerca y parece estudiar el cuerpo de nuestro muñeco tirado en el piso. Se acerca a él desde el aire, lo huele, lo inspecciona, y después se aleja; al parecer va a volver a sentarse en el sillón pero a último momento se devuelve y de manera decidida se calza en la mano del muñeco que la mano roja que lo lleva ha levantado previamente.

Ahora es evidente que el títere ha poseído al muñeco, que lo dirige inexorable desde la altura de su brazo levantado. En un primer momento el títere no sabe qué hacer con su nuevo cuerpo, se queda quieto, pero después lo hace girar y se nota que la mano roja es su aliada porque es ella la que aplica la fuerza muscular que anima al muñeco. Da vueltas ahora por una de las mitades del extraño cuarto el muñeco del títere, cuidando nunca de ponerse en frente del marco que ahora en realidad también es un espejo, a veces salta y se eleva por los aires y es grácil y fluido su movimiento por los aires, incluso a veces parece detenerse mágicamente por los aires, y baila como si fuera un bailarín encantado que ha encontrado la forma de nunca tocar de nuevo el piso: cruza hasta la otra mitad del cuarto pero lo hace por los aires sin ponerse nunca en frente del espejo. Al volver a la tierra el muñeco del títere se sienta en la silla reclinable y parece pensar pero es en realidad el títere el que piensa. Al sentarse detiene la silla que a su vez acalla la música animal de afuera, ahora está todo en silencio de nuevo.

Tercer momento      

El muñeco del títere rompe su inercia al observar cómo por el pequeño marco central colgado sale humo, este humo lo inquieta porque tiene el presentimiento de que está oscuramente ligado a su propia vida, no sólo lo inquieta, en realidad lo aterra. En un primer momento se levanta y se oculta, acurrucado, detrás de la silla, pero el humo sale cada vez más abundantemente, y ahora además tiene olor, huele al olor inconfundible del tabaco rubio procesado por las multinacionales.

La mano azul que hace tiempo que no hacía acto de presencia entra toda desplegada haciendo evidente cada uno de sus dedos y se dirige desde la izquierda, todo indica que va hacia donde el muñeco del títere tiembla envuelto además en la mano roja que indudablemente es aliada del títere, si es que no es también ella una esclava de él, pero esto por ahora no se sabe. La mano azul toma al muñeco del títere por las piernas y lo arrastra en dirección al espejo, la mano roja opone alguna resistencia, pero no mucha (¿es una traición al títere, o es todo un plan que no se entiende?). La mano azul ya casi ha llevado a nuestro muñeco al centro, ahora está de frente al espejo y se encienden ambas luces roja y azul y el títere, llevado por la mano roja sale de la mano del muñeco, que ahora vuelve a ser nuestro muñeco. El títere, evidentemente derrotado y furioso, entra por el espejo y ahora observa el rostro de su antiguo muñeco desde el otro lado. Ahora se hace plausible que todo era un plan de las manos para atrapar al títere del otro lado, pero esto sólo se supone, no se sabe. El títere se convulsiona en los márgenes del marco del espejo, grita, gruñe, pero por más que lo intenta no puede escaparse de la mano roja que de algún modo extraño lo lleva, lo aprisiona. Grita y pareciera morder el títere, pero nada de esto importa a la poderosa mano roja que ahora lo lleva.

Mientras tanto nuestro muñeco pareciera disfrutar ahora de una libertad inusitada, se mueve por el espacio, da vueltas, gira , y ya no le importa pasar frente al espejo desde donde el títere lo mira, pareciera incluso sentirse feliz con la mano azul que lo lleva, bailan juntos mientras el otro grita. Pero ¿qué sucede? Que el títere al parecer domina brevemente la voluntad de la mano roja (¿o es todo un plan que no entendemos?) y se retira por un momento hacia lo más profundo del otro lado del espejo y vuelve con un cigarrillo larguísimo encendido (es claro ahora que de ahí venía el olor) e intenta herir con la lumbre encendida al muñeco que aún no se ha dado cuenta de este peligro y baila. El cigarrillo que sale del marco sostenido por la mano roja (¿es ella o es el títere quien hace todo esto?) intenta quemar al muñeco que al darse cuenta de este peligro se tira al suelo, se acurruca y se cubre con la mano azul que ahora lo abriga.

Cuarto momento          

Al parecer el títere no da tregua con su resentimiento y ha mandado (¿o lo hace por voluntad propia, o siguiendo algún oscuro plan que aún no conocemos?) a la mano roja a que coloque el cigarrillo parado en medio del extraño cuarto donde toda esta realidad sucede. Es un cigarrillo largo, pero se entiende que cuando se acabe la vida del muñeco también habrá terminado. Ahora el títere se vuelve a mostrar detrás de su espejo, pero aparece feliz, y a su vez danza con la mano roja que ahora, al parecer, controla. El cigarrillo se consume lentamente en el piso. El Muñeco lo rodea y trata de apagar soplándolo pero es en vano, intenta ventilarlo con la mano, pero no se apaga. Incluso en un momento, y llevado indudablemente por la desesperación intenta apagarlo con su mano directamente en la braza pero sólo al acercarse grita. Es evidente que el fuego es demasiado grande para ser apagado por una mano tan pequeña. Detrás del espejo el títere se ríe. Al parecer a nuestro muñeco sólo le resta lo, hasta hace apenas un momento, impensable; seguramente tendrá que cruzar al otro lado del espejo y enfrentar al títere manipulador y a su posible mano roja. Hacía allá se encamina como un héroe; es llevado ágilmente por la amigable mano azul que ahora es su corcel guerrero, ya entra por medio del espejo, la cabeza primero, atrás los pies, el cigarrillo se sigue consumiendo ¿podrá hacer algo en ese universo al que se dirige tan desconocido?


Quinto momento

¿Qué ha pasado con ese espacio tan pequeño al otro lado del espejo que al parecer ha crecido tanto como si una tela negra que lo ocultaba todo hubiera caído? Tal vez precisamente eso, pero ahora se ven dos caras de seres humanos, dos cabezas llenas de pelo en la parte superior y poros por toda la piel que miran con los ojos muy abiertos, y como sorprendidos la llegada de este muñeco que ahora  está en sus dominios. Al lado de cada cabeza están cuatro manos que presumiblemente pertenecen de algún modo oscuro a estas cabezas. Las manos, una roja y una azul a lado y lado de las cabezas, se abren y se cierran mientras el muñeco mira todo abstraído, como ausente, parado sólo (seguramente la mano azul que lo servia es una de las manos azules que ahora se abren y cierran al frente y esto, es posible, lo confunde tanto que él ha quedado sin acción ninguna), y mientras en la esquina izquierda el conocido títere se reclina en una silla mecedora idéntica a la que ha quedado vacía en el otro lado del espejo. Ahora las manos vuelan por los aires, mientras las caras de las cabezas empiezan a abrir la boca y a cerrarla. Mueven los ojos a lado y lado... sí, las manos y las cabezas y sus caras están realizando una coreografía de gestos que seguramente es una bienvenida que le hacen al muñeco, pero de todos modos él parece no entender, sigue quieto y sin movimiento frente a todo lo que se le muestra.

De un momento para otro una mano roja y una azul atraviesan sin ningún problema a la dimensión de enfrente donde el cigarro ha seguido consumiéndose y ambas lo alzan y lo traen cerca a ellas, pasándolo también por el espejo, y mientras lo manipulan cooperativamente de esta extraña manera, dándole vueltas en el aire y pasándolo entre los dedos, las otras dos manos han ido por el títere que había continuado solo en su silla, y que ahora parece más inerte como si fuera sólo un objeto y no él títere que hasta hace poco conspiraba, tenebroso, para acortar, con la magia del cigarrillo, una vida. Mientras las manos que trajeron el cigarro juegan con él, como si no fuera un objeto precioso para nuestro muñeco, que oscuramente representa su vida, las otras manos también juegan con el títere, como si fuera sólo un juguete, y mientras tanto nuestro muñeco, aunque ya no sabemos si sigue siendo nuestro, sigue inerte, como si de alguna oscura manera el cambio de dimensión también lo hubiera insensibilizado....

¿Y qué pasa ahora? Una de la manos que se lleva el cigarrillo se acerca al muñeco y con sólo empujarlo levemente este cae, inerte y se queda tirado en el piso, y una de las manos que lleva el títere lo posa encima de su cuerpo que ahora es sólo el de un muñeco. La mano que se ha quedado con el cigarrillo lo acerca a la boca de una de las caras y ésta, con una boca precisa para una acción tan extraña le da una pitada larga que evidentemente lo consume más rápido, mientras la otra cara refleja una satisfacción grande, y estira los labios, para evidentemente, pedirle a su compañera fumar también un poco. El cuerpo del títere y del muñeco siguen inertes en el piso. El cigarrillo sigue siendo fumado, las manos y las bocas claramente aliadas se lo pasan de dedo en dedo y de labio a labio, y cuando ya está a punto de terminar dos manos una roja y una azul agarran al muñeco inerte y al títere y los devuelven por el espejo.

Ahora el muñeco tiene el títere puesto en la mano, y está sentado en suelo, como meditando. Así los han dejado las manos hace apenas un momento. La mano que lleva al títere está levantada, seguramente en señal de poder y autonomía, o al menos esto parece. Justo antes de que se acabe el cigarrillo las otras dos manos que no llevaron al muñeco y el títere al otro lado trasladan solemnemente el cigarrillo hacia donde el muñeco está sentado, tranquilo con su títere en la mano. Las caras ahora tienen un rostro neutro, atento, y miran al frente sin moverse. Las manos que sostienen el cigarro lo apagan sobre la cabeza del muñeco de sí mismo y este en vez de gritar por el dolor sonríe como quien ha llegado al éxtasis de una revelación que no se puede describir de tan oscura. Las caras de atrás sonríen y se miran entre sí, después cierran los ojos y toda acción allí termina.

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Imágenes: Jean Ignace Isidore Gerald Grandville (1803- 1847), caricaturista francés. Ilustró Los viajes de Gulliver. Más información.
               

Ver llover, un cuento de Julio César Mazo Gonzalez


Concluí que esos eran los pensamientos de un tipo que llevaba demasiado tiempo solo, ajustado a la sospechosa alegría que pueden provocar los libros, con sus simulacros de sueños y consuelos. 
Julio Paredes

Cuando le dije lo que le dije, cuando confesé, por primera vez, que la experiencia que tengo de esta ciudad comenzó con las palabras de un hombre fastidiado y simple, su reacción no pudo ser otra. Digamos que le sorprendió que un hombre como yo, cuya apariencia es la de un viajero incansable, jamás hubiera dado un paso, después de tantos años, fuera de su propia casa.
–Pues sí señorita, así fue como comenzó todo esto –le dije queriendo ignorar su rostro, olvidando quizás que esa sería la única expresión posible ante mis palabras. –Lo primero que supe fue que esta Bogotá era tan fría como la destemplanza interior de la abstinencia –entonces me detuve, no solo porque me sorprendiera el hecho de haber guardado en mi memoria estas palabras, sino porque noté la incomodidad de ella al ignorar por completo lo que le decía–. Sí, fue en una carta de Burroughs, una en la que describe mejor que nadie esta ciudad, incluso en eso de una ciudad triste y sombría, es más, creo que nadie pudo decir algo mejor –de nuevo guardé silencio, esta vez por el simple placer de repetir en mi interior aquellas palabras que hace ya tantos años me llevaron a conocer mis calles desde un sillón. Sí –sentencié como si me encontrara ante un juzgado– así comprendí que no hay nada afuera que desde aquí no pueda conocer.
A pesar de su confusión no pude detenerme, simplemente seguí, me perdí en razones mediadas todas por el eterno aburrimiento de la soledad. Ella me miraba, queriendo atrapar algo de todo ese tránsito de palabras, queriendo capturar, desde su ingrata posición de periodista, la razón de tanto silencio. En cuestión de minutos le conté mi corta vida, lo que vale la pena, solamente el tiempo que he pasado aquí. Comencé, como ya lo he dicho, por la carta del hombre aquel que por razones que ahora no importan terminó en esta Bogotá de grises. Le pregunté si no creía innecesario y peligroso que tantos caminaran estas calles, si no estaba de acuerdo conmigo al pensar que lo mejor es que otros se despedacen afuera, para que así el resto, los que permanecemos, podamos contar sus historias, si no era apenas lógico leer en el rostro de estos barrios un fatal anuncio, sobre todo si tenemos en cuenta sus nombres, que son como advertencias: Las Cruces, Los Mártires, La Soledad,  Babilonia, La Fiscala, El Retiro, y otro centenar que lo único que hacen es recordar al pasante su fragilidad. Tras las cruces vienen los mártires señorita, no le parece suficiente, pues a mí sí, y aun si esa fuera mi única razón me sentiría igual de satisfecho de hacer lo que hago, de estar sentado leyendo un mundo al que no le cambian nada más que los nombres, escribiendo día y noche las guías que a usted tanto interesan.
–Lo más difícil de mi trabajo… haber, déjeme pensar –la pregunta era difícil, no solo porque jamás consideré mi ocupación como un trabajo, ni siquiera creo que haya en ella algo excepcional, sino porque me resulta tan natural  hacer estos mapas y escribir estas líneas que entregarles semejante rótulo era también quitarles todo su encanto. –La verdad señorita –me decidí a contestar después de un largo silencio– creo que en lo que hago no hay nada difícil, y estoy tan seguro que la invito a probar, solo necesita paciencia y la perspicacia suficiente para entender que la nuestra es una ciudad terriblemente inmodificable –guardé silencio. Aquello de terriblemente inmodificable me gustó, tanto como a ella le debió molestar. Noté en su rostro una expresión de acaso no cree que el crecimiento de la ciudad y el aumento de… por eso le sonreí, quise ser amable y cambié así el tono de mis palabras. –Bueno, lo que quiero decir es que hay cosas que difícilmente pueden cambiar, usted sabe, todo eso de la violencia, la pobreza, la ignorancia, esos pequeños y siempre molestos baches que no pueden faltar en toda gran ciudad –hice un gran énfasis es esta última parte, queriendo inútilmente resaltar que estos eran inconvenientes comunes en todo el mundo, pero luego, casi inmediatamente, entendí que lejos de recomponer, mi respuesta lo único que hacía era aumentar en ella la incomodidad, la ira.
Habiéndose reavivado en mí cierta disposición hacía la cortesía, decidí comenzar nuevamente con mi historia, y así se lo hice saber, demostrándole también que mi interés no era hacerle pasar un mal rato, y muchos menos enviarla de regreso al periódico en el que trabajaba con un artículo tan desalentador como su rostro. Acepté que la lectura de Burroughs había generado en mí cierto impulso, uno que desde hacía tiempo se venía madurando y solo así logró estallar, que había decidido entregar mi vida a este oficio porque así conseguía liberar un poco de mi insatisfacción, que jamás, óigase bien, jamás creí engañar a nadie con lo que hago, más bien siento que les enseño algo nuevo, algo que quizás por su obviedad no logran distinguir. Luego le ofrecí un trago.
–Creo que en la cocina queda algo– dije a la mujer que al fin parecía tranquilizarse. Me levanté entonces del sillón y fui hasta la cocina. Mientras le servía el trago, un aguardiente doble con un poco de limón, le conté que en esta ciudad es tan popular tomar las onces porque son once las letras de la palabra aguardiente, y con esto logré al fin sacarle una sonrisa. Le dije que en algún lugar lo había leído, y que desde ese momento mis onces cabían en una copita. De nuevo sonrió, esta vez como queriendo sacar una gran carcajada que la vergüenza contuvo. Quise también contarle todo lo que pensaba acerca del licor, que en esta, como en toda gran ciudad, se había convertido en combustible para su crecimiento, pero preferí mantener su risa, que por momentos me recordaba a las actrices de las películas en blanco y negro que duran interminables minutos observando un punto en la distancia. Nuevamente guardé silencio y levanté la copa en señal de brindis, por Bogotá, dijo ella, por Bogotá, le contesté, seguro de que esta palabra cobraba fuerzas tan distintas como increíbles según quien la pronunciara.
–Bueno, en esto me inicié cuando entendí que podía recorrer mejor que nadie estas calles con la simple ayuda de los libros. Cada vez que en uno de ellos se describe la ciudad y sus detalles siento que la camino, y para esto me basta cerrar los ojos y esperar, por eso creo que no es difícil, por eso creo que cualquiera puede hacerlo. Es más señorita, a veces siento, como ahora, que lo que hago adquiere un valor exagerado… todo eso de mostrarles la ciudad, como si no la tuvieran enfrente, como si no la padecieran a diario –pensar en este padecimiento me estremeció, creo incluso que a mis ojos asomó alguna lágrima. La verdad es que permanecer tanto tiempo encerrado me producía cierta nostalgia. A ratos extrañaba sentir la brisa en mi rostro, el olor de la lluvia interminable, o el simple ruido de los pies al caminar, siempre como en una marcha eterna –ingenua– que no lleva a ninguna parte.
Ella notó mi repentina tristeza. Quiso saber qué me pasaba. Creo incluso que por su cabeza cruzó la idea de abrazarme, pues se me acercó extendiendo tímidamente sus manos. Al final simplemente me observó, mientras dejaba caer sus dedos sobre una de mis piernas. ¿Hace cuánto no beso a una mujer?, ¿cuánto tiempo desde la última vez que sentí el cuerpo tierno de una rozar el mío?, me preguntaba, como queriendo también que esto fuera suficiente para que ella se me abalanzara y terminara de una vez con todo esto. El beso nunca llegó, era obvio, y en cambio el silencio se hizo tan incómodo que faltó poco para que ella, valiéndose quizás de su habilidad periodística, retomara el hilo con una nueva pregunta. Esta vez quiso saber el tema de mi próximo “trabajo”. Respiré profundo, y contesté.
–Siempre me han gustado los cafés, y ahora que sabe cómo vivo imagino que esto le sorprenderá, pero la verdad no dejo de pensar en ellos como los lugares donde todo en esta ciudad se gesta, aquí donde nada se termina. Es allí, en los cafés, donde los habitantes perseveran en el cambio, donde todo, sin importar lo extraño que parezca, puede ser posible. Me sorprende su carácter inmutable, su permanencia, por eso los he sentido siempre como verdaderas máquinas del tiempo. Es increíble, por ejemplo, que hace más de setenta años un hombre sin más que una maquinita de café Faema, un pequeño radio y una registradora abriera el café San Moritz; un lugar que parece conservar en alcohol a tanto bogotano en desuso, un sitio repleto de Gaitanes, Torres y cantores que jamás se extinguirán –aquí tuve que tomar aire nuevamente, recobrar las fuerzas para continuar con una respuesta motivada casi en su totalidad por el aguardiente, pues si bien es cierto que jamás he dejado de escribir, también lo es que de mi capacidad para conversar no queda casi nada–. Usted disculpará tanta emoción, pero hace tanto que no recibo una visita que olvidé como es esto… alguna vez leí que la población de Bogotá vive en los cafés, y así lo creo, y si bien es cierto que la mayoría de ellos son ahora espacios infestados por la moda o el olvido, todos conservan el poder aquel de la palabra que se dice. En un café los bogotanos son lo que quieran ser –esto último fue como una sentencia, y creo que ella lo entendió así, porque recordó en voz alta los momentos pasados en estos lugares; al salir de la universidad, un domingo cualquiera o después de un agotador día de trabajo. Al fin nos poníamos de acuerdo, al fin dejé, por lo menos por un instante, de parecer un viejo huraño al que le cuesta encontrar placer en algo distinto a sí mismo.
–Pues sí, creo que mi próxima guía será sobre los cafés, algo así como breve guía de… –antes de poder decir cualquier cosa la mujer me silenció. Llenando una vez más su copa me dijo que le parecía un viejo desagradecido al hablar así del sitio que tan amablemente me acogía, que no podía creer cómo tanta gente visitaba esta ciudad después de haber leído lo que hacía, si tan solo pudieran pasar un rato a mi lado perderían para siempre el interés en estas calles, que yo no era más que un estafador, alguien que se ganaba la vida hablando de cosas que ni siquiera había visto, que lo único que yo necesitaba era salir, retomar las calles que tanto nombraba y convencerme así del error que cometía, que esta ciudad estaba entre las mejores, que ella, si yo estaba de acuerdo, podría darme un recorrido por una Bogotá que a pesar de presumir yo solo desconocía. Se quedó con la mirada fija en mis ojos, tenía el rostro rojo y se le notaba acalorada, no solo por el alcohol, sino por la ira que le recorría el cuerpo. Era evidente que se sentía ofendida con todo lo que yo hacía, y que si hace un rato había dado muestras de compasión había sido solo por lástima, por no atreverse desde un principio a cortar con esta entrevista estúpida. Yo no pude más que guardar silencio, dejar que se desahogara como yo unos minutos antes. Llené nuevamente las copas y pensé que tal vez tenía razón, quizás necesitaba refrescarme, dejar el miedo y salir.
 Mientras bebía el trago, anhelé como nunca regresar a la risa de hace unas horas, pensé en repetir mi comentario sobre las onces, decir algo sobre el río aquel que atraviesa el corazón de esta ciudad y quizás por eso está tan sucio. Anhelé gritarle que toda esta violencia es también pasión, y que es justamente eso lo que me mantiene aquí. De nuevo la imaginé como en una película. Recordé la última vez que había visto una, en el Teatro México, encarné su figura en la de Blanca Guerra, aquella bella actriz que como yo había muerto. Por primera vez sentí que mis esfuerzos habían sido en vano. ¿Alguien sabe quién es Blanca Guerra?, ¿alguno recuerda el teatro que ahora es solo escombro?, ¿cuántos como yo cierran los ojos y andan esta ciudad con los muertos?, porque son fantasmas los que me la cuentan. Libros plagados de estos espectros que ya nadie quiere, mientras yo insisto infantilmente en revivir una ciudad que un nuevo orden aplastó.
–Aquí ya no hay historia. En Bogotá ya no hay tranvías. Nadie usa corbata ni levanta el sombrero al saludar. Sí, señorita, aquí la memoria no es otra cosa que el recuerdo de viejos como yo, así que quizás usted tenga razón, quizás la perseverancia no sea más que el nombre de uno de estos barrios y yo no haga otra cosa que perder el tiempo con estas guías que tanto tiempo me llevan… aquí el recuerdo, todo lo pasado, esa sombra hedionda, se limpia con la lluvia, y así, todo junto, van a dar al mismo caño imágenes, letras… –me levanté, creo que no tenía más que decir, o simplemente estaban todas las palabras juntas en mi pecho, como peleando, así que levanté la copa y la miré a los ojos –¡Por Bogotá! –le dije, queriéndola ofender, intentando despertar en ella todo el abandono, la pasión, que me mantiene aquí, en este sillón.

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Imagen: Stanislaus Bhor