AVANCES, AUTORES, FICCIÓN, NUEVAS VOCES

El pastor alemán, un cuento de Juan Sebastián Rueda Peñaloza


El otro día me preguntaste «¿por qué no compras un perro?», y yo me lo pensé durante un rato. Como una mariposa oscura esa idea estuvo revoloteando en mi cabeza, pero al final recuerdo que sonreí y terminé diciéndote que todo andaba bien, que la tristeza ya se me pasaría y que al fin y al cabo he aprendido a vivir solo en este mundo. Si supieras que hace dos años yo tenía uno al que adoraba… Esta casa no siempre ha estado tan sola, ¿sabes? En otro tiempo sus ladridos y pisadas la habitaban, era como un pequeño batallón que dejaba motas y pelos al pasar, que me daba más trabajo del que ahora tengo.
Siempre me han gustado las aves y las flores, pero su presencia no es lo mismo, y es que pienso que el perro me hacía compañía. Cuando comíamos, por ejemplo, él se paraba junto a su plato y yo me sentaba en el comedor a verlo chasquear. Eso era lo que más le gustaba, comer. Siempre a la misma hora comenzaba a ladrarme para que le sirviera, y cuando al fin le servía, él se ponía a tragar rápidamente hasta que terminaba. Luego se sentaba, cruzaba las patas y se ponía esperar a que yo acabara. Era nuestro momento… Había días en que no tenía ganas de cocinar, entonces entraba a la cocina y preparaba una sopa, picaba la verdura, la papa, le echaba un pedazo de hueso, plátano verde, y encendía la estufa; mientras hervía me iba al cuarto a tender la cama o doblaba la ropa, pero a veces me lo encontraba por el pasillo y él se quedaba mirándome… en esos instantes yo encontraba un propósito, una motivación, ¿entiendes? Me obligaba a freír un par de salchichas para sorprenderlo, para excusarme por el repentino desánimo y le pedía disculpas por darle un plato tan miserable. ¡Cómo quería yo a ese perro! Pensar en otro es imposible, no sería capaz de criarlo.
Mucho antes de que apareciera yo me entretenía en otras cosas. Claro que era joven, mucho más, chiquita, mis piernas todavía tenían fuerza… En esos días solía pasear por los caminos en dirección al pueblo y algunos campesinos me saludaban; era la época en la que mis manos todavía servían, cuando ayudé a construir algunas de las casas que se ven alrededor. Recuerdo que el muchacho de la casa con barandas –esa de allá, la de barro– era uno de los más agradecidos conmigo, aún hoy su esposa suele ayudarme cuando estoy cansado y no puedo ir hasta la plaza. Siempre que pasaba por allí él o ella me regalaban algo: naranjas, zanahorias, cebollas, lo que tuvieran; pero un día la perra que habían comprado para cuidar su tierra resultó preñada, y se les dio por regalarme uno de los pastores alemanes que había parido. Ese día me dejaron entrar a su pequeño galpón y me pidieron que escogiera. Entonces entré y miré los cachorros con detenimiento, sus pelajes negros y pardos, su caminar endeble y a tropezones, y entre los cinco que había allí yo sentí que uno me escogió porque se quedó mirándome y abrió su hocico para… es tan difícil recordarlo. Ahí comprendí que seríamos amigos y que me acompañaría…
Otra vez me he puesto triste, aunque esta no es una tristeza cualquiera, ¿sabes? Es difícil de explicarlo. Quizá tú no me entiendes todavía porque estás muy joven, porque a ti en verdad no te ha hecho falta nadie; a lo sumo has extrañado a tus padres cuando te dejan en la escuela o cuando no te llevan al parque, porque tienen otras cosas por hacer antes que estar contigo, pero eso no se compara con la falta que te puede hacer alguien cuando ya no existe. La tristeza de la que te hablo es diferente, es como un dolor que crece dentro, una punzada que te llega con los años y te hiere en lo más hondo…
No, la verdad es que no podría tener un nuevo perro.
Cuando tu abuela murió él y yo la echamos mucho de menos. Por esos días te conocí a ti, cuando aún estabas en el vientre de tu madre. Me consolé con la idea de pensar que tu abuela encarnaría en el cuerpo de una niña como tú y nacería nuevamente, y eso me bastó para soportar esa conversación entre tu tío y tu madre. «¿Qué haremos con la casa cuando el viejo se nos muera?», dijo él, «venderla» respondió tu madre, «no estoy dispuesta a comprar tu parte ni a quedármela».
Así de cruel y mezquino es el mundo, pequeña, pero tú no tienes por qué entenderlo todavía…
¡Cuánta falta me hace ese perro! Era divertido estar leyendo la prensa y de repente comenzar a escuchar sus latidos que iban creciendo poco a  poco, que se acercaban desde la colina para avisarme que llegaba. Cuando al fin estaba aquí, se estacionaba a un par de metros y no paraba de ladrarme; yo, en cambio, fingía que no lo percibía y de a poco me iba asomando por el filo del periódico, cuando él se daba cuenta se ponía a brincar como una cabra. Salía a correr como un loco, entraba veloz a la casa y se resbalaba sobre las baldosas, chocaba contra las paredes y las puertas, iba de aquí para allá como poseído por un saltamontes, y cuando al fin encontraba la pelota salía de nuevo al pasto con ella entre el hocico. La tiraba y esperaba a que yo me levantara para ir a lanzársela. Al principio se ponía en guardia, me mostraba los dientes como queriendo impedir que se la arrebatara, entones comenzaba el forcejeo y los gruñidos; pero al rato la soltaba llena de babas y yo se la tiraba para que la trajera. Tu abuela a veces nos veía y se carcajeaba…
Pero ya no están, ella se ha ido y yo jamás volveré a tener un perro. Su muerte también hizo que algo en mí muriera, ¿sabes? No creo que me entiendas pero es así. La mañana en que lo vi tan cabizbajo, sin la energía que tenía para sus paseos matutinos ni para ladrar, sin aliento para comer; esas dos semanas que duró su enfermedad, la súbita pérdida de fuerza, sus patas inservibles y el dolor en aumento, la mengua de sus ganas de vivir, y pese a todo su resistencia para no dejarme solo… Es triste, pero eso también es la vida a veces y hay que agradecerlo, porque de otro modo no conoceríamos la felicidad.
Pero tú no te pongas triste, no te preocupes por mí que estaré bien. Vete ya que tu mamá te espera. Yo estaré bien. Todavía me queda este lugar y los vecinos de la casa de barro; aún están las plantas y los pájaros que vienen a comer cuando les riego alpiste en las bandejas; me quedas tú y tu sonrisa que me trae de vuelta a tu abuela… Cuando quieras puedes venir. Sólo insístele a tu madre, dile que mande a alguien si ella no quiere traerte, pero no dejes de venir a visitarme.

Imagen: Pastor alemán modelo

La hijueputa luz del amor, un cuento de María Alejandra Barrios


Por María Alejandra Barrios


Pablo y yo nos conocimos hace poco y los dos estamos deprimidos. Yo estoy deprimida porque no tengo visa y no se dónde dormiré el próximo mes. Pablo está deprimido porque su negocio de marihuana es muy pequeño y además le preocupa que la policía lo capture.

            Su nombre real no es Pablo.

            Mis papás se rompieron el culo para pagarme educación en una Ivy League en Nueva York. Mi J1 está por expirar pronto y si no logro una extensión, me toca devolverme para Colombia. Pablo también es de Colombia, pero no es por eso que vende drogas. Él vende porque está andando con gente que no debe y sobre todo porque le gusta la plata fácil.

            También le gusta conocer gente nueva todas las semanas. De hecho, así fue como nos conocimos.

            ¿Fumas?, me preguntó durante una fiesta en una casa en Bushwick.

            Ahora sí, respondí quitándole el cigarrillo de las manos.

            Yo no sabía fumar marihuana. La carga de la violencia de mi país. La carga del colegio católico. La carga de la religión impuesta en mi casa.

            Pablo interrumpe mis pensamientos.

            Así no es como se fuma, tienes que retener el humo hasta que llegue a la garganta y te queme un poquito, dijo.

            Pensé en la promesa que les hice a mis papás de no fumar, pero el recuerdo no dura mucho. El dolor en mi garganta sí.

            Pablo y yo empezamos a salir casi todos los días. Él trabaja de noche vendiendo marihuana y yo me la paso pensando en qué pasaría si no llega la visa, en casa, en no tener un país. Pienso en cómo no parece haber fin para todo esto. Yo no duermo y Pablo tampoco. Él teme ser atrapado.

            Por eso me va tan mal en esta mierda. Estoy asustado.

            Yo también.

            Tú no haces un culo. Deberías venir conmigo mañana.

            Al día siguiente fuimos a vender marihuana. Hablamos con los clientes, fumamos con algunos de ellos y comemos pollo frito con una pareja.

            Cuando Pablo fuma se vuelve más dulce. Me besa la frente.

            No deberías hacer esto, preferiría que no hicieras nada.

            Estoy asustada, digo mientras siento que la tierra se abre bajo mis pies. Escucho la voz de mi mamá: vente para la casa, te estás volviendo loca. Escucho la voz de mi psicóloga: ¿estás durmiendo?

            La única voz que me importa es la de Pablo.

            Entiendo que estés asustada, dice. Me aprieta la mano y noto que está ansioso. ¿Podría estar así por la posibilidad de perderme?

            Pablo, ¿cómo te llamas?, le pregunto.

            Al día siguiente atrapan a Pablo. Me llama desde la cárcel, me dice que me extraña. No se queda en la cárcel mucho tiempo. Resulta que los papás de Pablo tienen mucha plata.

            Días después viene a mi casa en Bushwick y nos besamos. Me besa la espalda, los brazos, la frente y el pecho. Me dice que me ama en su acento paisa.

            Pablo enciende un porro y fumamos acostamos en mi cama.       

            ¿Pablo?, lo llamo. No responde.

            ¿Pablo? Otra vez.

            A ambos nos asusta la vida. Estamos en Nueva York, él con un negocio de hierba y yo sin una visa. Cuando toma mi mano la tierra parece juntarse de nuevo bajo mis pies. Dice que irá a la universidad, esta vez de verdad, y yo guardo silencio porque no tengo un plan.

            Pablo, Pablo, no te duermas. Pero se duerme igual.

            Y creo entonces que Pablo y yo no tenemos un país, pero tenemos algo juntos. Sus ronquidos cesan y todo lo que puedo oír en la habitación es el silencio. Otra vez siento cómo se abre la tierra y me traga, pero esta vez no tengo miedo.

            Sostengo la mano de Pablo, no me importa despertarlo. Siento la calidez de la tierra y el barro. Aprieto más fuerte y me preparo para seguir el camino que tengo por delante.

            Pablo despierta y me dice que duerma, pero no puedo cerrar los ojos. En esa habitación tragada por la tierra, todo lo que puedo sentir y ver es la luz.

            La hijueputa luz del amor.