tag:blogger.com,1999:blog-4969942198884489082024-03-12T15:04:33.024-07:00REVISTA CORONICA | FICCIONAVANCES, AUTORES, FICCIÓN, NUEVAS VOCESRevista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.comBlogger71125tag:blogger.com,1999:blog-496994219888448908.post-80060655169085764042023-02-24T08:30:00.000-08:002023-02-24T08:30:53.112-08:00 El santo oficio de la envidia, un cuento de Marco Tulio Aguilera<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><tbody><tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhfiF4ICy-ynAvsvVBs2dfDVYFbc-HinyxW1JcKvYJr_cIdy2kUXrsz8xbZelSp6WjBDjKtGwiuOXI_cO5gG6b1wd-qgARztN413RKUvUPxlKWaNjXSLGlllqFj5popz1KVQe_D8CJv06fM2nJvxuTf7EMKmbXmJmbEQiPr3mqUNLoe1LMkdEXvEmlu/s3026/20181212_143153%20(2).jpg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="2157" data-original-width="3026" height="456" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhfiF4ICy-ynAvsvVBs2dfDVYFbc-HinyxW1JcKvYJr_cIdy2kUXrsz8xbZelSp6WjBDjKtGwiuOXI_cO5gG6b1wd-qgARztN413RKUvUPxlKWaNjXSLGlllqFj5popz1KVQe_D8CJv06fM2nJvxuTf7EMKmbXmJmbEQiPr3mqUNLoe1LMkdEXvEmlu/w640-h456/20181212_143153%20(2).jpg" width="640" /></a></td></tr><tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><span style="font-family: courier;">Grabado, Francisco Toledo, museo Oaxaca.</span></td></tr></tbody></table><p style="background-color: white; font-family: Georgia, Utopia, "Palatino Linotype", Palatino, serif; font-size: 19.8px;"><span class="firstcharacter" style="float: left; font-size: 75px; font-weight: bold; line-height: 60px; padding-left: 3px; padding-right: 8px; padding-top: 4px;"><span style="color: #ff00fe;">N</span></span></p><p>o sé en qué momento comenzamos a querer que Nario Veloz, el famoso o infame doctor honoris causa de nuestra universidad, muriera de un infarto, en un atropello vial, que le cayera un rayo o por lo menos que se suicidara de forma aparatosa o discreta. Nos daba lo mismo. Cansados hasta la más íntima bilis estábamos de sus premios, reconocimientos internacionales, viajes todo pagado a paraísos impensables, bonos de excelencia y sobre todo del homenaje de una especie de corte de mujeres apetecibles y jóvenes. Hace pocos días varios de nosotros comenzamos a comunicarnos (con alegría malsana, obviamente) las noticias del reciente estado de ánimo de Nario Veloz: sombrío, triste, deprimido. Su perfil de Facebook parecía contradecir el talante lúgubre de su personalidad social actual: es presidido el miserable y lastimoso perfil de Veloz por la foto de dos mujeres en edad frutescente: a lado y lado de la figura de Nario, hombre en el inevitable declive de la tercera edad, campaneaban las imágenes de dos frescas y saludables jovencitas con sonrisas de lo que parecía honesta felicidad. El mensaje que intentaba sin duda difundir ese perfil de Facebook era: miren, fisgones, las mujeres, las mujeres frescas, los mejores frutos de la tierra, me rodean, me celebran, yo soy su pastor. Pero bajo esa foto comenzaron a aparecer anuncios que presagiaban un insuceso. “La tristeza me cubre y acompaña como una nube”, “Del amor sólo restan los recuerdos”, “Cuando me vean, amigas, sonrían, podrían salvarme del suicidio”. Fácilmente se puede deducir que la salvación del espurio doctor Nario Veloz dependía exclusivamente de las mujeres. Y, sí, toda su vida estuvo determinada por ellas. Primero por su madre, luego por la Mimicha, después por la polaca importada, y en tiempos más recientes por las cubanas, además por las innumerables alumnas que lo rodeaban como un perfumado enjambre en la Facultad de Letras, donde ha trascurrido los cincuenta años de su lamentable vida laboral. A juzgar por sus mensajes en Facebook los hombres no cuentan en su vida ni siquiera como sombras entre bambalinas, aunque paradójicamente el grueso de su producción literaria y académica está dedicada a los hombres, con mayor énfasis a los homosexuales. El homosexualismo fue tema que le sirvió para organizar varias antologías, para dictar cátedras y conferencias en incontables universidades que padecieron su escolástica y soporífera erudición. Ahora recuerdo que yo mismo anoté sobre él en Facebook sin siquiera ocultar su nombre verdadero hace ocho años: “Quiero hablar sobre un personaje casi de Balzac, un papá Goriot clavado, que me ha perseguido desde un supuesto anonimato divulgando en memorando interno una solicitud para que los profesores se opusieran unánimemente a mi ingreso en la Facultad de Letras de nuestra universidad. ‘Personaje nefasto’, me calificaba. ‘Hombre pernicioso, sórdido e inmoral’. Pero, ay, amigos, en este rancho todo se sabe. Me enteré de la carta gracias a media docena de llamadas telefónicas. El caso es que no progresó mi intento de alcanzar la categoría de profesor titular, lo que es atribuible a la fementida carta, y también, no lo dudo, a mi productividad literaria algo sobredesarrollada. Porque he de decirlo: mi currículum es veinte veces más sólido y multifacético que el de Veloz. Pero regresemos al personaje. Paso a describirlo: Nario Veloz debe estar rozando hoy los 80 años. Su pelo intensamente negro denuncia su pertinaz adhesión a los tintes y la resistencia a las obras del tiempo. Otro dato: ha sometido su nariz, de forma original hoy desconocida, a varias operaciones, sin que ninguna lo haya dejado satisfecho. Lo que ha subsistido a la fecha en medio de su rostro anguloso y descarnado es una especie de rústica pirámide en carne viva. Esta insatisfacción con el apéndice nasal que le heredaron sus ancestros contrasta con su empecinamiento en seguir usando la misma indumentaria, cosida, recosida, sometida a estrechamientos bianuales por un sastre complaciente: a medida que el tiempo pasa, su cuerpo se seca, su ropa va disminuyendo gracias al sastre cómplice por lo menos dos tallas al año. Desde que lo conozco su aspecto no ha variado: el mismo espaldar encogido, la cabeza gacha, el mirar subrepticio, la cortesía de portero de hotel de cinco estrellas. Viste invariablemente con ropa fúnebre de baja calidad y en su rostro florece una sonrisita de don nadie. Y, siempre, llueva o luzca sobre el mundo un sol de creación reciente, porta como especie de alabarda su gran paraguas negro, un heroico alerón de seda impermeable.</p><p><span style="white-space: pre;"> </span> Pues fue la peregrina figura, la legendaria y oscura personalidad de Nario Veloz, de nuevo investido con otro ¡otro! doctorado honoris causa, ¡en Praga, además!, lo que nos convocó a La Parroquia a un par de escritores, entre los que me cuento. Comentamos la indignación que nos causa la nueva alta investidura y los homenajes que se anuncian en la próxima feria del libro. Decía J.J. Barrientos con merecida razón que ese mequetrefe había vuelto a aparecer en foto al lado de nuestra rectora celebrando que le habían dado el Premio al Decano, ¡30 000 pesos mensuales durante un año!; decía que el homúnculo insistía en seguir fatigando a morir a sus alumnos de Letras cuando ya debía haberse jubilado; decía que tuvo un infarto y que su amigo RHV lo llevó a un hospital de miseria donde para desventura del mundo lo regresaron a la circulación. </p><p><span style="white-space: pre;"> </span>Se me hace, maestro, comentaba Publio Octavio, que Nario Veloz tiene los poderes de Rasputín; si no, cómo entender el abejorreo de las alumnas en torno a ese anciano encorvado como un Mefistófeles o un Fausto, bicho que a los ochenta años sigue presidiendo la Junta de Gobierno, publicando sus insufribles ensayos en la revista institucional y sus antologías de putitos en las mejores editoriales. Por qué, preguntaba Publio, si yo tengo veinte libros publicados y el reconocimiento unánime de la crítica internacional, permanezco en la penumbra mientras los reflectores iluminan a ese mediocre. </p><p><span style="white-space: pre;"> </span>Es cierto, respondió Barrientos, Nario Veloz no es nadie en el mundo intelectual y sin embargo figura como la gran eminencia de nuestra universidad, mientras nosotros, lo digo sin modestia y sin vanagloria, tenemos una obra sólida. </p><p><span style="white-space: pre;"> </span>No te limites, J.J, respondió Publio, hoy en día eres el mejor cuentista local: mejor que Petrol y menos aburridor; con una prosa más limpia de pedanterías que Ramudsen; sin las obnubilaciones de Menelao: eres el mejor narrador cuento a cuento, así como Carmelo Reyes es el mejor boxeador del mundo kilo a kilo, aunque he de decirlo, como novelista te tengo algunos reparos. </p><p><span style="white-space: pre;"> </span>Perfectamente justificados, Publio: tú eres el novelista de esta ciudad y de este país, ni más faltaba, eres el excelso por excelencia, un grande de las letras no locales o nacionales sino mundiales: eres del tamaño de Nabokov, casi de Dostoievski. (Exageraba, claro, pero pasemos por alto la minucia).</p><p><span style="white-space: pre;"> </span>Publio Octavio aspiró a profundidad. Un elogio de ese tamaño viniendo de J.J. valía su peso, no en oro sino en litio, que como se sabe es hoy en día el elemento más preciado. </p><p><span style="white-space: pre;"> </span>Y esa conversación, amigos, tres lujos de la humanidad reunidos, como tres estrellas remotas alineadas en el infinito del universo, sucedía aquí nomás, en nuestra modesta parroquia, el restaurante La Parroquia, de tan ilustre historia, éramos tres estatuas vivas almorzando carne enchilada, enfrijoladas y agua de horchata, menú económico, aclaremos, a cuenta de mi persona, que, digámoslo sin temor a cansar al lector, acababa de realizar la desmesurada hazaña de vender un ejemplar de su más reciente novela ¡publicada en España!, obra acapitada por un críptico y conmovedor título que ni Umberto Eco habría elucubrado: Ladrillo. ¿A quién diablos se le ocurre escribir una novela a la que va a titular Ladrillo? ¿Y sobre todo, quién demonios va a comprar una novela con semejante título? ¡Ladrillo! Y sí, tras una presentación más deshabitada que un edificio en ruinas, yo, este eminente literato que soy, vendí ¡un libro! 500 páginas de alta literatura, no puterías. </p><p><span style="white-space: pre;"> </span>Salgamos del fementido almuerzo en La Parroquia y pesquemos algunos datos sobre Nario Veloz antes que el aire del tiempo, l’ air du temps, se los lleve. Veamos: nuevas noticias sobre el pasado del personaje: sus matrimonios (con Svieta, la polaca, luego con Yahaira, la cubana), su tímida iniciación en las artes venales a los catorce intonsos años en manos, boca y bajo vientre de la famosa prostituta Mimicha, a cuya casa de lenocinio fue llevado como res al matadero por RHV, el más grande mentiroso del pueblo, y por la Lola Flores, gigantón gay, compañero de andanzas de Nario Veloz. En el cuarto de pecado de la Mimicha, la profesional del amor pagado más económica y asistida del pueblo, se cumplió la ceremonia del desvirgamiento del chiquillo quien salió llorando y seis meses más tarde se dio cuenta de que tenía en su órgano urinario crestas como de gallo viejo, de las que se curó con dosis masivas de penicilina y agua de borrajas, pero lo que no logró superar fue la impotencia, que marcaría la pauta de su perversa, retorcida y anómala vida. </p><p><span style="white-space: pre;"> </span>Todo lo anterior fue recopilado por este notario gracias a una llamada telefónica que le hizo (le hice) a RHV. Regresemos a La Parroquia. El mejor cuentista veracruzano escuchaba con deleite lo que yo le estaba revelando. Y también aportaba. Nario Veloz era, es, personaje de una riqueza literaria insondable, decía, personaje para Hitckock o Tarantino. Deben considerarse, según RHV, el más grande mentiroso del pueblo, la acendrada religiosidad de Nario, que lo lleva a confesarse una vez a la semana, a ir a misa de cinco de la mañana todos los días y a comulgar todos los domingos; deben tomarse en cuenta su avaricia y tacañería, es fama que a sus viajes a Europa Oriental, no infrecuentes y siempre con becas y apoyos de los sucesivos rectores de la universidad, lleva una reserva de pan Bimbo, mayonesa y jamón, lo que parece improbable dadas las severas reglas de las líneas aéreas. No olvidar su sobretodo tres cuartos rígido y desteñido que da la impresión de no haber sido lavado en siglos; imagino que con ese mismo sobretodo sobrevivió a los inviernos de Varsovia y Lodz durante los años en que logró colarse a las residencias universitarias y a los restaurantes de caridad de esas ciudades, costumbres que le permitieron ahorrar sin duda una fortuna que en alguna parte de su casa de Usher debe estar. </p><p><span style="white-space: pre;"> </span>Entrevistada Nana Cristiana, una de las menos opacas y agraciadas alumnas de Nario, quien de ninguna manera cayó subyugada por los extraños efluvios mesméricos del profesor Veloz, comentó que a ella le tocó asistir a la etapa más reciente de los cursos del profesor en cuestión y que el hombre llegaba a clase con una especie de nube de melancolía sobre la cabeza, se quitaba el saco tres cuartos, lo que permitía ver su camisa blanca de manga larga con lamparones de color amarillo bajo los sobacos y un insoportable olor a moho o chivo en desuso que hacía que las alumnas de toda la primera fila de bancas permaneciera deshabitada; colgaba Nario el saco tras cuartos, rígido como si fuera de cuero de cabra asoleado, de un gancho, colocaba su infatigable paraguas negro, ya desteñido, con la contera apuntando al suelo cerca de su escritorio si estaba seco, o abierto, fuera del aula, en el corredor, como la capa de un vampiro que entra a su castillo y pone a secar sus alas. Exhibía el profesor Veloz su sonrisita de abrepuertas, sacaba de su maletín con las esquinas luidas un cuaderno en el que traía apuntadas las clases que había dictado veinte o treinta años antes y comenzaba a leerlas. Lo que, decía Nana, le ocasionaba a ella un sopor de muerte que propiciaba el descanso, de modo que cuando despertaba la clase ya había terminado. Y sin embargo sus compañeras, algunas, bebían las palabras del doctor Nario e iban descifrando lo que en el puro fondo les quería revelar, que, niñas, cada obra literaria tiene un trocito de corazón del mundo, a ese núcleo esencial y a ese trocito de corazón, es a donde debemos llegar. Terminada la clase no faltaban tres o cuatro acólitas que seguían a Veloz como apóstoles al profeta y lo acompañaban a sus actividades académicas y extraacadémicas. Nunca se murmuró que tuviera comercios inconvenientes con ellas, particularmente porque su figura era tan estrafalariamente deplorable que no invitaba a la murmuración. Nana soportó durante dos años sus clases, lo que le permitió dormir a sus anchas y rumiar una carrera literaria secreta que no estaba dispuesta a hacer pública. Lo suyo era convertirse en una poeta secreta estilo Ajmatova, o una loca como la argentina aquella que pasó de la cama de Cortázar al manicomio y del manicomio al río Sena. Lo que sí se puede pregonar a ciencia cierta sobre Nario Veloz es que todos los profesores de la Facultad lo detestaban por la facilidad con que lograba acomodarse a la sombrita de los rectores de la Universidad a lo largo de los años y por la cantidad de invitaciones que recibía a las grandes universidades de París, Montepllier, Sevilla, Madrid, y sobre todo a instituciones abstrusas detrás de la antigua cortina de hierro. </p><p><span style="white-space: pre;"> </span>Nuevos datos sobre el pasado de Nario Veloz, aportados por el siempre comunicativo RHV, esa inagotable máquina fabuladora. No puedo soslayar mi interés, bien sabes, gran RHV: te comento muy en privado que estoy escribiendo con toda la mala leche del mundo una novela sobre Nario Veloz; necesito unos datos, su madre, por ejemplo, su madre, ¿qué me puedes decir de ella? Uuu, la señora Cuquita de Veloz fue una tremenda rezandera cuya fama estaba fincada en vestir las imágenes de las iglesias de Santa Rosa de Lima y Santísimo Redentor, todas en Ciudad Mendoza, natal ciudad del doctor en mención, gastaba la señora su fortuna, grande, se sabe, y habrá de investigarse su origen, en importar telas de las más chirriantes y lujosas para disfrazar con particular y a veces extravagante minucia a Santa Rosa de Lima, patrona de los tuberculosos, con modas bien poco convencionales aderezaba a la muy santa como emperadora romana, odalisca púdica o ninfa de la Hesperia. El niño Nario Veloz, criado en ese ambiente con olor a incienso y tufo a semen de seminarista, no tuvo otro destino que convertirse en mamasantos, ir a misa todos los días, comulgar los domingos, costumbre que conserva hasta la fecha, cuando ya cumplió los ochenta años y parece el pergamino de un papiro griego con una respetable joroba que comparte con su madre, eso sí con el pelo teñido y las cejas con cuatro pelos bien peinados, nunca se ha dejado el bigote o la barba, su nariz convertida en el suplicio de Tántalo, desde que se le ocurrió hacer que se la alargaran, en los días en que fue estudiante de teatro, pues antes tenía una nariz que consideraba excesivamente pequeña, casi como una espinilla más en su rostro, se la mandó operar con un injerto de la nalga en la punta y le quedó como la trompa de un tapir, apéndice que se siguió operando cada cuatro o cinco años, con el resultado de que nunca ha quedado satisfecho y ha pasado temporadas escondiéndose, apoyando sus ausencias de la academia mediante licencias con goce de sueldo, naturalmente, gracias al favor de casi todos los rectores, que uno tras otro han caído en sus embaucaciones, desde que fue becario en Polonia, tradujo algunos libros, con la ayuda, naturalmente de académicos acreditados que a cambio de dinero nunca revelaron sus labores de negros literarios. Pues, dijo RHV por medio de una enciclopédica llamada telefónica, un día Nario decidió importar a su madre de Ciudad Mendoza a su casa en Xalapa, para que pasara sus últimos años, que fueron más de la cuenta, y Nario comenzó a desesperarse porque la mujer insistía en no morirse y molesto por la constante vigilancia de doña Cuquita, que le criticaba las visitas de jovencitas a la sala donde, decía, quién sabe qué perversiones practicaban porque eso eran vinos, humos negros y carcajadas hasta altas horas de la noche. Y por ello Nario se ausentaba para liberarse de su madre, iba a Cuba, a Varsovia, a Madrid y Barcelona, donde dictaba o decía dictar conferencias, y cuando regresaba ahí estaba su mamá, ya con 97 años, con esos ojos de arpía, que a dónde fuiste, hijo amado, tan lejos de nuestra parroquia, no dudo que visitaste ese mundo de pecadores y comunistas, y eso siguió sucediendo hasta que un día regresó de dictar sus clases en la Facultad de Humanidades y encontró a la vieja tirada en medio de la sala, perdido el aliento y el pálpito de su corazón, lo que sin duda le dio alivio pero le planteó nuevos conflictos. ¿Qué hacer con el cuerpo? Estuvo estudiando el caso y buscó en su memoria libros que pudieran ayudarlo, algo que tuviera valor literario como El perfume o por lo menos valor científico, por ejemplo, obras técnicas sobre embalsamamiento, de modo que insomne leyó todo lo indispensable, buscó los implementos, los químicos, el instrumental quirúrgico, le sacó las tripas a su madre, le chupó la masa encefálica según la técnica sugerida por el Libro tibetano de los muertos, extrajo con una pajuela los sesos y conociéndolo como lo conozco, dijo RHV, no dudo que haya recordado una escena de la famosa obra teatral Tito Andrónico, que como bien sabes es de Shakespeare, es decir, fritó los sesos de su madre, eso fue naturalmente después de esconder el cuerpo en proceso de embalsamamiento, invitó a sus alumnas preferidas y les ofreció un platillo verdaderamente de cardenal, sesos maternales, las chicas pidieron la receta pero Nario con sonrisa de alquimista dijo que algún día, cuando escribiera sus memorias, anotaría la fórmula. El caso es que embalsamó a su madre y comenzó a manejarla como a una muñeca transportable a la que acostaba en su cama, le rezaba sus rosarios, bañaba con esponjas de manzanilla y romero, la sentaba al lado de la ventana que da a la calle, tras una discreta cortina y ponía al imbunche a contraluz de una lámpara, lo que es, claro, una reviviscencia de aquella película de Hitchkock, recuerdas. </p><p><span style="white-space: pre;"> </span>Preguntado RHV de cómo sabía tantos detalles, respondió que los había escuchado de labios del durmiente Nario Veloz, que acostumbraba a hablar dormido y que no sólo hablaba sino que respondía a las preguntas de quien estuviera a su lado. Preguntado sobre las circunstancias, bastante sospechosas, de que RHV hubiera compartido habitaciones nocturnas con el académico honoris causa, respondió sin turbación alguna que desde el infarto en la Ciudad de México, don Nario había optado por invitarlo a todos sus viajes, no sólo como amigo y enfermero, sino como albacea, en caso de fallecimiento. </p><p><span style="white-space: pre;"> </span>Dejemos el asunto del infarto a un lado, dije en el ya citado almuerzo en La Parroquia, hay varias vertientes del asunto que no tengo muy documentados. Por ejemplo lo de las cubanas. Ah, las cubanas, exclamó el mejor cuentista veracruzano, digamos que ese es mi campo. Y pasó a explayarse. En una de las frecuentes escapatorias de la mezquindad provinciana (voces en las sombras no dejaban de incordiar al pobre Nario con anónimos en los que se le acusaba de extorsionar a los rectores para que le concedieran prebendas, premios, doctorados y en los que se le sindicaba como militante homosexual y hasta traficante de mozalbetes guapos y atléticos) Nario logró ligar una invitación a la Universidad de La Habana para pronunciar una serie de conferencias sobre un famoso poeta también homofílico. Por las noches salía el doctor solitario a caminar por el malecón de La Habana, sabiendo sin duda que ese era el mejor territorio de caza de jovencitas y que su aspecto de extranjero, particularmente destacado por la estrafalaria costumbre de portar siempre su paraguas y el ya famoso saco tres cuartos apestoso, eran la mejor carnada. </p><p><span style="white-space: pre;"> </span>Cabe aquí preguntarse por qué, si todos los indicios hacían sospechar que el doctor Nario era adicto a los goces helénicos, siempre lograba conseguir la compañía de mujeres, en general bastante frescas y tiernas; también cabe responderse, en calidad de conjetura, claro, que ello se debía a que pagaba por la compañía, ello para liberarse del terror a que se le achacara una desviada tendencia sexual. Las mujercitas eran su escudo contra las murmuraciones. Y contra la soledad. De ahí su eterno plañido en Facebook. La soledad y la ansiedad van de la mano. En muchos casos, como en el mío, no hay salida / El camino nunca termina. Lo que termina es la vida. Nada extraño pues que lo abordara una de las desprevenidas jovencitas, apenas al borde de lo legalmente permitido, con la cabellera aleteando al viento del malecón y que le contara al compasivo Nario sus penas: madre diabética, abuela con Alzeimer, hermanitos sin zapatos para ir a la escuela, levantarse a las cuatro de la mañana para hacer la fila del pan, el jabón, el dentífrico, la carne de pollo una vez al mes. Terminaron Nario y la chica, claro, en un bar y después en la habitación del Hotel Imperial sin que el hombre apurara una copa y sin que usara de las artes amatorias de la linda jovencita y después de una semana en la que visitaron todos los días los almacenes donde se compra con dólares y en los que ajuareó a la bella casi adolescente con todos los últimos modelos de Nike, Adidas, Puma, y después de hacer colaboraciones solidarias un día sí y otro no de 5o, 100, 200 dólares para tapar goteras, impermeabilizar la casita de la amiga, comprar zapatos, un pastel de cumpleaños para la abuela, la invitó el doctor Nario a viajar con él a México, sin compromiso alguno, trato que aceptó Yahaira, que así se llamaba o decía llamarse la mujercita preciosa. Y de tal manera fue como llegó el doctor a nuestro pueblo con aquel trozo de hembrita deliciosa como no se había visto otro en nuestro rancho. Amorosa la chica y con talento, se inscribió en la Facultad de odontología gracias a su beca, “la beca Cente-Naria”, decía con leve ingenio que celebraron sus compañeros. Y se los podía ver con aires de gran romance, ella del brazo del vejestorio, con una carcajada perpetua instalada en un rostro que bien podía envidiar la más sólida debutante de una película de bajo presupuesto en Hollywood. No pasó un mes sin que Yahaira le encareciera a Nario que salvara a su mejor amiga, Carmenza Duque, de las torturas del régimen comunista. Lo que hizo Nario de buen grado. Pagó el boleto de Carmenza Duque, que resultó ser todo un trasatlántico de mujer, aún más estrepitosamente espectacular que la primera. Pero luego de Yahaira, fue necesario traer de Cuba a doña Sofronia, mujer de noventa y cinco kilos, abuela de la primera inmigrada, para salvarla de la inminente muerte por coma diabético y del inevitable desalojo. Y después tuvo que importar a la hija de Sofronia, mujer escandalosa y malhablada, madre de Yahaira, porque era la única persona en el mundo que podía soportar el humor solferino de la vieja de noventa y cinco kilos. Total, que al año de la llegada de Yahaira, eran ya cinco personas las integradas a la familia, todas con grandes aspavientos, grandes carencias y naturales apetencias. Y eso sucedió hasta que llegó a su casa una noche Nario tras faltar a sus cátedras nocturnas en la Facultad de Letras y encontrar a Yahaira y Carmenza Duque trenzadas como dos serpientes nauyacas hechas un cerrado nudo de lujuria. Las estuvo mirando, tembloroso y emocionado, un rato sin que ellas se dieran cuenta y según parece aquello era una escena del dantesco séptimo círculo, salía un humo, un vapor de sahumerio de los cuerpos (me contó Nario) y cuando se dieron cuenta de la presencia del testigo indiscreto en lugar de avergonzarse, le apuntaron con sus deditos índices doblados en la última falangeta invitándolo a unirse al aquelarre. Lo que obviamente Nario no hizo porque, como ya se sabe, su aparato no funcionaba desde los tiempos del descalabro con la Mimicha, más bien les dijo con su habitual timidez, “por mí no se preocupen, niñas, sigan jugando, que yo nada más las miro”. Y no se piense que Nario las echó de la casa por esa íntima inmoralidad, que terminó gustándole al extremo que después, como se verá, trató de revivir con sus alumnas, sino por el hecho de que la invasión de cubanos amenazaba con expulsarlo de la casa. Y es que Carmenza también tenía parientes en extrema necesidad, algunos de ellos perseguidos políticos, que era necesario extraer de Cuba antes de… Etcétera. La solución a aquel desastre inmigrativo la maquinó y llevó a cabo Nario mediante un acto radical matemáticamente planeado. Invitó a toda su nueva familia a pasar una semana en el Hotel del IPE en Chachalacas. Todos los gastos pagados. Cuando regresaron bronceadas y con sobrepeso de mariscos las cubanas encontraron todas sus pertenencias en la calle, la casa blindada con rejas, candados y un par de guardias privados que informaron: el doctor viajó a Belgrado y no va a regresar hasta que termine un doctorado. ¿Qué pasó con la manada de invasoras cubanas? Nada grave: todas se instalaron en la ciudad, Yahaira terminó su carrera, Carmenza entró a Medicina, la abuela murió y la madre se empleó como capturista en una empresa fantasma. Dicen que tienen casa propia y la verdad es que ya no necesitan del apoyo del doctor. </p><p><span style="white-space: pre;"> </span>Mi espionaje por medio de Facebook es cada vez más tedioso. Ya el doctor Veloz no aporta nada a mi curiosidad. Y no. No se ha suicidado ni lo ha carbonizado un piadoso rayo. Hago frecuentes llamadas telefónicas a los que alguna vez consideré amigos. Casi ninguno me contesta. Y si contesta lo hace lacónicamente. No tienen nada que decir sobre Nario. Imagino con frecuencia ir al sepelio del personaje. A veces pienso que al entierro no asistirán sino los enterradores. En ocasiones conjeturo una multitud conformada por mujeres y por académicos satisfechos que quieren asegurarse de que es cierto: ha muerto el doctoradísimo Nario Veloz. Y voy más allá: casi puedo apostar que le harán una estatua en la explanada de rectoría. Y una década más adelante comenzarán a aflorar volúmenes de novelas que harían palidecer a Proust, a Faulkner y hasta el mediocre de García Márquez. Pero, ay, amigos, todo esto son imaginaciones. Nario Veloz sigue vivo mientras no se demuestre que está muerto. Y quizás ni siquiera cuando muera podré estar seguro de que no va a regresar. Y tal vez lo haga ya descaradamente como el vampiro que es y que nunca pudo ocultar. Pues bien: ya no puedo soslayar lo que es evidente: este texto fue dictado por el odio y la envidia; si vale algo hay que atribuírselo al doctor Nario Veloz. Quizás éste sea el único mérito destacado que se pueda atribuir al personaje.</p><p>_____</p><p><b><span style="background-color: #fcff01;">Marco Tulio Aguilera Garramuño</span>: cuentista, novelista, crítico y periodista colombiano. Cursó la licenciatura en Filosofía en la Universidad del Valle; Maestría en Literatura de la Universidad de Kansas. </b></p>Revista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-496994219888448908.post-50952246386469501262023-02-06T07:08:00.003-08:002023-02-06T10:45:11.241-08:00 La Zona Fantasma, un cuento de Carlos Polo<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><tbody><tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiyJt76zEZNWPcJNSPPBLrk8br0Ko2GnbbHNpCFyybZEYXHzWTM5S_g6yQ8Nw5JU2PkRGbUCD2RbCtDI8PHrPjrrCJ0gkvEYnE_UKIeUGvM_893ApyAT5TSYy8ha97Amo6UlhBNYEDsuIjuHmc55imFiHBIjTv_kSsYezZ8ouBmD0r1VdL4OhUR120u/s2626/DSC_0890.jpg" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="2304" data-original-width="2626" height="562" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiyJt76zEZNWPcJNSPPBLrk8br0Ko2GnbbHNpCFyybZEYXHzWTM5S_g6yQ8Nw5JU2PkRGbUCD2RbCtDI8PHrPjrrCJ0gkvEYnE_UKIeUGvM_893ApyAT5TSYy8ha97Amo6UlhBNYEDsuIjuHmc55imFiHBIjTv_kSsYezZ8ouBmD0r1VdL4OhUR120u/w640-h562/DSC_0890.jpg" width="640" /></a></td></tr><tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><a href="https://www.youtube.com/watch?v=TiaZPCHivOA"><span style="font-family: courier;">Distrito Grafiti</span></a></td></tr></tbody></table><p style="background-color: white; font-family: Georgia, Utopia, "Palatino Linotype", Palatino, serif; font-size: 19.8px;"><span class="firstcharacter" style="float: left; font-size: 75px; font-weight: bold; line-height: 60px; padding-left: 3px; padding-right: 8px; padding-top: 4px;"><span style="color: #2b00fe;">L</span></span></p><p style="background-color: white; font-family: Georgia, Utopia, "Palatino Linotype", Palatino, serif;"><span style="background-color: transparent;">o primero que golpea al pisar la Zona Fantasma no es precisamente el roñoso panorama, la suciedad, los desechos desparramados por todos lados, las edificaciones en ruinas; no: lo que realmente se te viene encima como un ramalazo es el mal olor. Una especie de presencia sólida y penetrante que te sacude entera.</span></p><p>Avanzo intentando sortear el detritus, la descomposición, las bacterias, las bacterias, las bacterias… los microbios, los microbios, los microbios…</p><p>Me esfuerzo en controlar las arcadas mientras me adentro en estas calles atestadas de sucios muertos en vida, con la firme intención de pasar desapercibida entre el ir y venir de todos estos desconocidos, en este pedazo de tierra de nadie, de estos miles de nadie que deambulan sin prisa y sin tiempo, con la marca del exilio pintada en sus caras.</p><p>Avanzo entre todos estos desahuciados que van por ahí compartiendo sus fluidos, su vaho, su sudor, su halitosis, su mugre y sus despojos.</p><p>En la Zona Fantasma habitan no solo alimañas y bichos de toda índole, sino miles de empaques desperfectos y en avanzado proceso de deterioro, enseñando a plena luz las claras alteraciones moleculares que presenta su organismo, la falta de regeneración de sus células y el descarado avance de la muerte, una real, definitiva e irrevocable muerte…</p><p>¿Cómo se puede subsistir en semejantes condiciones?, ¿cómo puede ser ésta una consciente y libre elección? No solo resulta difícil de creer, sino obsceno y repulsivo. Son fantasmas, sombras imperfectas, fieles discípulos del caos y la apoptosis, comemuertos impenitentes que decidieron huir del sistema y negar toda norma, toda ley, toda autoridad y regirse según sus propios términos.</p><p>A la Zona Fantasma se accede atravesando el Desierto de las Medusas, y luego este cuadro decadente en donde reinan como únicos dioses de bolsillo el individualismo, la fuerza, el engaño, la astucia y la recursividad. Aquí todo está en venta, todo es susceptible de negociar, hasta la esencia. Incluso lo que no se ha inventado, si no existe, en la Zona simplemente lo hacen realidad.</p><p>Mi IAI se apresura a descontaminar el oxígeno, un sujeto alto, extremadamente delgado, se atraviesa en la acera.</p><p>La cosa va ataviada con una vieja gorra gris, de la cual se desprende un par de orejeras largas que le penden sobre los hombros. Una especie de viejo gabán del mismo color, roído y deshilachado que le llega hasta las rodillas, le cubre una camiseta a rayas agujereada y un pantalón demasiado ancho y holgado que le baila sobre los huesos.</p><p>Se despoja de unas gafas oscuras con una extraña lentitud y solemnidad que me resulta curiosa y luego hace una mueca y muestra unas encías desdentadas. Su ojo derecho es una prótesis vieja por donde se puede observar una cuenca vacía y una serie de cables y conectores eléctricos, su ojo no es más que una pelotica que se mueve para todos lados como si no existiera conexión alguna entre los comandos cerebrales y la misma prótesis.</p><p>Su rostro ajado, excesivamente marcado por las arrugas, está enmarcado entre un cabello largo y completamente blanco, sin vida. Hace un gesto adusto, circunspecto, y enseguida vuelve a cubrir sus ojos con los lentes.</p><p>“¿Tiene alguna idea sobre cuánto tiempo habrá que mantener oculta esta historia?”, dice.</p><p>No entiendo de qué habla, y lo peor es que sigue como si nada, como si nunca se hubiera atravesado en mi camino. Un pequeño vehículo con dispositivo autónomo lo sigue como un satélite; en el interior de la máquina, expuestas a la vista, se pueden observar varias prótesis, algunas oculares, otras de extremidades inferiores y superiores, órganos biológicos e implantes cerebrales de vieja generación IA20050, completamente descontinuados.</p><p>Un ventarrón inesperado levanta una enorme nube de polvo. Sobre la acera y tirado como un trasto inservible, me encuentro con un cuerpo que yace boca abajo. Mi primer impulso es continuar mi camino sin que nada me distraiga, pero hay algo dentro de mí que siempre termina por imponerse a la lógica y a la razón.</p><p>“Esa no es una buena idea”, dice Eloysa, la IAP conectada a mi dispositivo.</p><p>“Y según su sabia majestad, ¿qué se supone que se debe hacer en estos casos?”. </p><p>“Nada. Todo lo que no esté conectado con la operación está de sobra”.</p><p>“Y según… Me estoy saliendo de los parámetros que competen a la operación. Vaya, muchas gracias”.</p><p>“De nada”.</p><p>“Siempre es bueno tener presente estas cosas”. “Descuida, para eso estoy aquí”.</p><p>“De manera. Muy bien, gracias por todo, ciao …”. “Por favor, no me vayas a…”.</p><p>“Ciao, hasta la vista. En este momento no necesito sermones”.</p><p>Me agacho y toco el hombro del desconocido. “Hola, ¿está bien?, ¿se siente bien?”, le pregunto, mis poros reciben otro embate del viento como respuesta, trago algo de polvo, lo cual me desata un momentáneo ataque de tos. Giro el cuerpo, que me parece liviano en exceso, como si tuviera entre mis brazos una cáscara vacía.</p><p>Del otro lado de la acera alcanzo a divisar unos viejos y roídos tenderetes atestados de compradores atraídos por el humo y los fuertes olores que producen los animales procesados para la ingestión. La triste panorámica me provoca un ligero ataque de asco y repugnancia.</p><p>En esta tierra de perros hambrientos y famélicos, nadie, absolutamente nadie, se interesa en otra cosa que no sea saciar sus propias tripas.</p><p>El cuerpo ya frío y acusando el rigor de la muerte, me enseña las cuencas vacías de unos ojos abiertos de par en par, que miran fijo hacia el oscuro infinito, hacia la nada. Automáticamente caigo en la cuenta de la inutilidad de mi gesto. De su boca escapa una enorme cucaracha que hace que retroceda de manera instintiva.</p><p>Era un hombre joven, famélico, sin un solo asomo de grasa corporal. No lleva calzado, ni abrigo, tampoco corazón, en su lugar hay un agujero y conectores desordenados y desprendidos. Otra cucaracha se desliza por su boca, y esta vez sí que resulta suficiente para mí.</p><p>“Eloysa, dame un mapeo completo de la zona, evalúa los posibles elementos hostiles circundantes y, por favor, dame la ubicación exacta del primer elemento”.</p><p>“Te dije que no era buena idea”.</p><p>“Tienes toda la razón, debí escucharte”.</p><p>“Por el momento no hay registro de posibles elementos hostiles a la redonda. Latitud Oeste, antigua capital portuaria. Divisado primer elemento a 2500 metros latitud norte”.</p><p>“Gracias, Eloysa”.</p><p>“No está de más recordarte que debes evitar el contacto con estos salvajes”. “Sí, ya lo sé”.</p><p>“Podría enumerarte una a una las 5325 posibilidades en las que esta exagerada exposición de tu parte puede terminar mal”.</p><p>“No hay ninguna necesidad de exagerar”.</p><p>“Yo solo pinto un cuadro fáctico de la realidad circundante”. “¿Y qué se supone que tengo que hacer?”.</p><p>“Ser mucho más cuidadosa y menos confiada. Por lo menos con un mimetismo adecuado llamarías mucho menos la atención”.</p><p>“Muy bien. Sugerencia procesada. Lo tendré en cuenta para la próxima”. “Deberías hacerlo en este mismo momento”.</p><p>“Gracias, pero no me apetece. Hasta luego”. “No se te…”.</p><p>“Ciao”.</p><p><br /></p><p><b>Lascivia- bar.</b></p><p><br /></p><p>Sobre el escenario tres jóvenes danzan mientras se van despojando de la ropa al compás monocorde y acelerado de una canción popular. Rodeando el escenario varias mujeres sonríen levantando sus vasos al aire. Algunas aprietan sus labios contra los de sus compañeras de mesa, otras se toquetean, otras aplauden mientras beben.</p><p>En la barra, uno que otro sujeto solitario contempla ensimismado su bebida destilada. El chico ubicado en el centro del trío de bailarines realiza una acrobacia que sus piernas modificadas le permiten, que no son otra cosa más que un par de implantes descontinuados, de esos que se empleaban antes de la revolución molecular.</p><p>Un sujeto excesivamente alto, que atiende los pedidos detrás de la barra, sonríe sin motivo mientras realiza unos ridículos pasos de baile y su cabello le cambia de rubio a moreno, de blanco a rojo, de azul a castaño, al ritmo de los beats acelerados de la canción que se escapa de los reproductores de sonido.</p><p>Cuando los jovencitos se despojan de toda la ropa, el bar entra en calor y la salva de aplausos y el vitoreo no se hace esperar. El rubio del extremo izquierdo se roba la atención de todos gracias a las erecciones espontáneas y a los movimientos rápidos y exagerados de su miembro que maneja a total voluntad. Alrededor de su glande se pueden observar los filamentos electrónicos y los conductos modificados que le permiten su espectáculo.</p><p>“¡Eloysa, Eloysa, necesito contacto visual con el elemento!”.</p><p>“Dame un minuto. La recomendación es dejar este lugar lo más pronto posible; todos y cada uno de los presentes se constituyen en elementos potencialmente hostiles”.</p><p>“A veces siento que olvidas toda mi experiencia y mis años de entrenamiento”. “No se trata de eso, es… No sé cómo explicarlo…”.</p><p>“Olvídalo, concéntrate en el elemento”.</p><p><br /></p><p><b>Ilda la Desertora.</b></p><p><br /></p><p>“De acuerdo. Reconocimiento facial, lectura biométrica concordante. Esquina derecha junto al rincón. Ilda Val Kiriart, más conocida como Ilda la Desertora, ex miembro importante de la FA perteneciente a las primeras falanges, fue degradada y expulsada durante la cuarta oleada de purgas. Fue acusada de apropiación de recursos, desacato y conspiración”.</p><p>“¿Por qué repites todo eso, Eloysa, si sabes que yo tengo esa información más que procesada?”.</p><p>“Porque lo considero necesario y práctico, lo siento. ¡Cuidado, arma letal!”.</p><p>“Eso sí que es importante. Pero tranquila, en esta ecuación a ella le resulta de mucho mejor provecho mantenerme intacta, sin un solo rasguño, o de lo contrario jamás conocerá lo que es un empaque nuevo. Es más, podríamos estar seguras de que de ahora en adelante contamos con una guía y con seguridad personalizada”.</p><p>“Contacto visual y reconocimiento asegurado. Preparados”.</p><p>“No hay problema”.</p><p>Alta, robusta, de facciones duras, Ilda es una mujer que lleva marcado el paso del tiempo en su rostro. La mujer es poseedora de un raro temple, una especie de rudeza salvaje que habita en su mirada.</p><p>El barman sirve un par de tragos dejando las copas al alcance de sus manos, la larga barra poco a poco se ha ido poblando de curiosos que buscan de cualquier manera acercarse para observar mejor el particular espectáculo.</p><p>Ilda vacía la copa de un solo envión y la vuelve a poner sobre la barra de un golpetazo seco y enérgico. Escanea completa a la delicada mujer que tiene enfrente, la esculca de arriba abajo, empleando esos ojos fríos cansados ya de tanto trasegar por un mundo que no ofrece treguas ni concesiones.</p><p>“Es hora de largarse de aquí, niña, antes de que toque abrirse paso a punta de pistola. Uno no puede meterse en un nido de víboras como este con un empaque así de inmaculado. Allá atrás ya están negociando desde tus ojos hasta tus tetas. ¡Muévete, niña!”.</p><p>Dice con un tono de voz igual de áspero al de sus bruscos ademanes.</p><p>La noche sube de temperatura, los cuerpos de alquiler, de estos jovencitos desesperados, brindan y sonríen, entre el humo de cigarrillos de colores y sabores estrambóticos, entre exóticos licores que fungen como aperitivo para invitar los discretos placeres de la carne, entre alegres conversaciones de mero tránsito, antes de concretar la transacción.</p><p>Cada una de las luces están dispuestas para invitar a la intimidad y la discreción, en medio de una abundancia de cuero, piel al descubierto, risas, bebidas, danza. Todo lo que está ocurriendo frente a mis ojos es ilegal, prohibido y fue erradicado completamente a lo largo y ancho de las cinco localidades.</p><p><br /></p><p><b>La música del océano.</b></p><p><br /></p><p>Ganan la calle y se enfrentan a otra noche desprovista de luna y estrellas, a un cielo, que no es otra cosa que un agujero negro y oscuro, un hueco gris del que empiezan a caer delicadamente pequeñas motas blancas. El frío arrecia, la calle es una boca hambrienta y abierta que las engulle sin masticar.</p><p>Rodean la calle con lentitud desplazándose con disimulado sigilo entre charcos y agua estancada. Rezagos del fuerte aguacero que cayó mientras ellas estuvieron bajo las luces estroboscópicas del bar.</p><p>Ahora acusan un persistente goteo fragmentado, lo suficientemente fastidioso para generar incomodidad. En especial las calles de la Zona Fantasma no gozan de una gran vitalidad y no se trata precisamente de la lluvia. En los pocos rostros de los atrevidos y necesitados cuerpos de alquiler que caminan la acera como si nada, se adivina el miedo y la desconfianza.</p><p>Ilda marca un paso rápido y firme. Doblamos la esquina para desembocar en un callejón oscuro. Se detiene, me toma de la mano y se lleva el dedo índice a la boca. Nos volvemos a mover, esta vez con mucho sigilo. Se vuelve a detener y se pega a la pared, recostando la cabeza y la espalda, me hace un par de señas ordenando que haga lo mismo. Bate un par de palmas y ordena con firmeza a su IAP.</p><p>“¡Camaleón!”.</p><p>Quedamos envueltas en una falsa fachada holográfica, que nos permite ver de adentro hacia afuera y nos proporciona un mimetismo perfecto. A escasos centímetros vemos pasar a un grupo de cuatro mujeres y dos sujetos que llevan armas desenfundadas. Todos estaban departiendo hace unos momentos en el mismo bar de mala muerte que acabamos de abandonar. Durante varios minutos se dedican a revisar y a hurgar por los alrededores, luego se dispersan, tomando cada cual un camino diferente.</p><p>Una vez que se pierden de nuestro alcance focal, Ilda se pone de nuevo en movimiento y volvemos a tomar la calle. Regresamos por donde vinimos, como recogiendo los pasos, y luego tomamos la bocacalle buscando el oeste por un callejón largo que desemboca en las postrimerías del Desierto de las Medusas.</p><p>Gracias a los conocimientos de la zona y a la ya curtida relación de Ilda con estos recovecos y estas callejuelas desamparadas y sin ley, logramos ponernos a buen resguardo. Ingresamos a una vieja edificación que parece abandonada. La primera habitación tiene una extraña forma redonda, es un recinto amplio, espacioso. Ilda se detiene en el centro de la habitación, cierra por completo los ojos y me dice.</p><p>“Cierra los ojos y escucha; sé que eres demasiado joven para reconocer de golpe este sonido, pero solo inténtalo”.</p><p>“Qué, cómo”. </p><p>“Shhhhhhhh”, ordena, convocando el silencio o, mejor, a los sonidos que solo son percibidos precisamente cuando intentamos que el mundo se detenga.</p><p>Una especie de rumor que crece y crece me empieza a recorrer el cuerpo, una especie de rugido cadencioso, acompasado y tranquilo. Algo que no logro asir ni interpretar con las palabras, una energía pura y tranquilizadora que me empieza a arrullar.</p><p>“¡Eloysa, Eloysa!, ¿me puedes sacar de esta vergonzante ignorancia?”.</p><p>“Cómo no. Revisando en los archivos. Esto que escuchas no es más que un fenómeno natural. La llamada música del océano, los sonidos producidos por las olas del mar, que siempre estaban en constante movimiento. Cuando la fuerza del agua tocaba la costa o embestía contra las rocas generaba esa vibración acústica, que terminaba reproduciendo esa especie de bramido”.</p><p>“Bienvenida al Caracol, el único lugar de toda la Zona Fantasma en el que se produce esta cosa maravillosa. Ahora sí podemos seguir adelante con nuestro asunto. Aquí nadie nos puede interrumpir, nadie puede intervenir con nuestra transacción. ¿Están listo los códigos de acceso?, ¿el indulto? Y…”</p><p>“Todo está listo y debidamente coordinado. Todo: el acceso a los recursos y a la información solicitada. Y lo más importante, el nuevo empaque. No serás perseguida, la FAS borró ya el expediente. Lo único que no tienes permitido es la reincorporación, seguirás confinada a la Zona Fantasma”.</p><p>“Les puedes comunicar a las culos fríos de tus jefas que no tengo ningún interés en su mentira y en su mierda de sociedad perfecta. ¡Qué se jodan todas! Hasta tú, bonita criatura valiente. Jajajajajajaja. Tienes esas tetas bien grandes niña bonita para meterte así sin protección a la Zona Fantasma. Jajajajajajajaja. Diles a tus jefas que lo único que necesito es que me cumplan”.</p><p>“Aquí quien ha cometido delitos y ha infringido la ley es…” “Podrías callar a ese bicho no-biológico”.</p><p>“Adiós, Eloysa, gracias por los datos”. “¿Cuáles son mis garantías?”, pregunta Ilda con los puños cerrados, que reposan sobre su gruesa cintura.</p><p>“Todas. Todo aquel que le sirve bien a la FA siempre será recompensado. Extiende tu brazo”.</p><p>Ilda extiende su brazo derecho ofreciendo la palma de su mano. “Dame acceso”.</p><p>Ambas digitan sobre sus muñecas los respectivos códigos, luego las acercan a centímetros y el trato queda sellado.</p><p>“Es hora de irme. Hasta aquí llega mi responsabilidad y mi parte del trato”. “¿Y dónde encuentro a mi elemento?”.</p><p>“Después de esta habitación debes seguir hasta el final del callejón oscuro que precede a esta estancia; una vez culmine, allí encontrarás lo que buscas.”.</p><p>Me da la espalda y se marcha sin más, sin un gesto ni una palabra de sobra. El callejón es un agujero húmedo y oscuro, prolongado, casi interminable.</p><p>“Eloysa, necesito luces, no tengo idea de hacia dónde voy”.</p><p>“Realizando diagnóstico. Te quedan menos de 20 pasos para ganar la salida; no registro por el momento amenazas o elementos hostiles”.</p><p>“Muchas gracias”.</p><p>“Siempre lista para el servicio”.</p><p>“A veces sería bueno que no lo estés tanto”. “No entiendo”.</p><p>“No es nada”.</p><p>“Nada, esa frase no es coherente con lo que acabas de expresar”. “Olvídalo. Por el momento necesito volverte a bloquear”.</p><p>“Pero aú…”. </p><p><br /></p><p><b>Los soñadores.</b></p><p><br /></p><p>El callejón conduce a otra enorme estancia ocupada por cientos de cuerpos en reposo que yacen en pequeñas camas ordenadas en hileras. La mayoría conectados vía intravenosa a soluciones salinas y suero de sustento. El terrible olor hace imposible la respiración, una mezcla de sudor, heces y orina concentrado. Todos y cada uno de estos seres en reposo están conectados a dispositivos IAI, que a su vez están conectados a una matriz que les da acceso a la plataforma.</p><p>Un hombrecito de rostro oval y bigotes delineados, casi que milimétricamente dibujados, se acerca a mí con un particular modo de caminar que me resulta gracioso, además de sus enormes orejas y la extraña bata blanca atiborrada de polvo y suciedad; el hombrecito no camina, se balancea de un lado para otro como un antiguo autómata de esos fallidos que terminaron descartados precisamente por su antinatural despliegue motriz.</p><p>“Bienvenida. ¿Cuántos meses de conexión desea? Antes de asignarle un cupo necesito que llene estas formas, por favor”.</p><p>No solo se trata de su rostro, de su forma de caminar, ahora me sorprende mucho más su extraño tono de voz, grave, profundo, bien modelado, en completo contraste con su extraño cuerpo asimétrico.</p><p>“No, no vine a eso. Ilda me dijo que todo estaba arreglado”. “¿Ilda, cuál Ilda?”</p><p>“Ilda, la Desertora”.</p><p>“Ahhhh, la Desertora. Muy bien, disculpe la confusión, pero ya está claro. Haberlo dicho desde el principio. Ilda La Desertora, claro que sí. Muy bien, nos ponemos en ejercicio de ipso facto. Cupo 225, hilera 23. Acompáñeme, por favor”.</p><p>Por sus ojos desfilan cientos y cientos de cuerpos famélicos, pegados al hueso y al tuétano, algunos en completo reposo, como si hubiesen entrado ya en la total desconexión que supone la muerte real. Otros menos desgastados y muy activos, moviendo los brazos o las piernas; otros solo con la cabeza en movimiento, el rostro enjuto, adusto, marcado por el tiempo. Algunos tan famélicos que ya no son más que cadáveres momificados en los que aún se percibe un mínimo impulso vital y nervioso. Todos y cada uno de ellos idos y con los ojos apagados, como si la presencia de sus cuerpos fuera solo un reflejo, una ilusión, un espectro…</p><p>“Perdóneme, por un momento pensé que usted era otra soñadora; aunque, pensándolo bien, por su aspecto, dudo mucho de que alguna vez haya probado de estas amargas mieles”.</p><p>“Está usted en toda la razón. ¡Eloysa, Eloysa! Dame la ubicación exacta del elemento”.</p><p>“Divisado el elemento, estamos a pocos pasos de su encuentro. Signos vitales funcionando y óptimas condiciones, estado físico en orden. En reposo inducido y contemplado desde hace 45 días”.</p><p>El hombrecito se detiene frente a una de las angostas camas, revisa unos ficheros que cuelgan de una de las esquinas.</p><p>“Aquí está, El Colorado Tourette, un consuetudinario asiduo de esta Casa de los Sueños. Tourette es un soñador regular y controlado, nunca ha extendido su viaje por más de 120 días”.</p><p>Retira con mucho cuidado el dispositivo IAI de la sien del Colorado y este se incorpora en la cama casi que de un salto. Sacude con fuerza su cabeza e inicia con una rápida y repetitiva contracción y distención involuntaria de su rostro. Saca la lengua, la esconde y arranca con una sarta de maldiciones.</p><p>“Mierdas andantes, putos culisucios, comemuertos, matasoles, alimañas necrófagas, tragaculos…”.</p><p>Virgil espera que se calme un poco y lo mira directo a los ojos para soltarle una sentencia.</p><p>“La máxima jerarca de la FA envió por ti. Te necesitamos, Colorado. Tenemos un importante encargo para ti y no tienes una solo opción, una sola posibilidad de negarte”.</p><p>Su cabeza comienza a sacudirse una vez más, contrae y abre la boca, los pómulos, luego cierra y abre el ojo derecho, después el izquierdo, saca la lengua y la vuelve a guardar para terminar con otra ráfaga de maldiciones y puterías.</p><p>“Pero quién es el puto comemuertos, culisucio, salvaje marrano, mataestrellas, tragapalos, malnacido, masticahuevos que se atreve a interrumpir mi…”.</p><p>_____</p><p><b>Carlos Polo (Barranquilla, 1973). Autor de <i>Polifonía de Colores, Testamento de la barriada, La suerte del perdedor</i>. Dirigió la editorial Labra Palabra.</b></p>Revista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.com11tag:blogger.com,1999:blog-496994219888448908.post-90907040274495893002022-12-11T06:01:00.004-08:002022-12-11T10:00:19.007-08:00 Truenos de agua, un cuento de Keren Marín<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj6VXdvWEQ8onhtdzUCW9vlS82PPhqqZFIrrPRr_am7I1s5aYtshMAiR2iCPpjFTjU3kEf4nZhuCJ64pTsOFqtC5bdiqR_uTxh4YF1dDduuZKGRlqOM078AAyzX6GMNI7VNpEXIp9XEuSjU8r4VSx6G0ZRsZfLs1vQCDcOrH61BHLUlmUf4EVvpubja/s4000/DSC01211-01.jpeg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="2248" data-original-width="4000" height="360" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj6VXdvWEQ8onhtdzUCW9vlS82PPhqqZFIrrPRr_am7I1s5aYtshMAiR2iCPpjFTjU3kEf4nZhuCJ64pTsOFqtC5bdiqR_uTxh4YF1dDduuZKGRlqOM078AAyzX6GMNI7VNpEXIp9XEuSjU8r4VSx6G0ZRsZfLs1vQCDcOrH61BHLUlmUf4EVvpubja/w640-h360/DSC01211-01.jpeg" width="640" /></a></div><span class="firstcharacter" style="background-color: white; float: left; font-family: Georgia, Utopia, "Palatino Linotype", Palatino, serif; font-size: 75px; font-weight: bold; line-height: 60px; padding-left: 3px; padding-right: 8px; padding-top: 4px;"><span style="color: #e06666;">D</span></span><p>esde la ventana podía observar las cataratas. Deslizó la mirada y contempló la caída del agua y el estremecimiento que se producía cuando esta se estrellaba contra las piedras. Ensimismado se acercó al albornoz durante algunos minutos, olvidando por completo lo angosto de la habitación y el modo en que la humedad iba carcomiendo las paredes. Con lentitud desempacó sus maletas, ordenó el dormitorio y colgó al lado de la ventana una filmina a color de aquel paraíso tantas veces soñado. Quería ver si aquella imagen coincidía con lo que divisaba a través del vidrio. “Es igual” susurró. </p><p>El reloj ya marcaba las 9 p.m., se acomodó con dificultad en la cama estrecha y apreció con los ojos apenas entreabiertos los saltos de las cataratas. Durante treinta y cinco años su vida se consagró únicamente a tal propósito: desde que descubrió aquel mágico paisaje en las imágenes de colores que atesoraba su hija con esmero, se empeñó en conocer aquel lugar. Fue tanta su obsesión que destinó un tercio de su salario para el viaje, renunció por completo a toda actividad que lo desviara de aquella pasión febril y en el ímpetu de su delirio abandonó su hogar llevando únicamente consigo la minúscula filmina. Tras un largo suspiro cerró sus ojos y trató de dormir, pero el sonido del agua irrumpiendo en el vacío le impidió conciliar el sueño: “Es cuestión de tiempo, pronto me acostumbraré a su presencia”. Sin embargo, los días discurrieron y con ellos la impaciencia al no poder conseguir tan anhelado descanso. </p><p>De día la belleza de las cataratas era muda, pero bajo el claro de la luna su sonido hacía eco en las paredes y lo aturdía de tal modo que al día siguiente permanecía desorientado. Agobiado, preguntó al encargado del hotel el nombre de algún somnífero que le permitiera descansar, pero este respondió secamente: </p><p>—Ya debería saber usted que las cataratas hacen demasiado ruido.</p><p>Después de aquella conversación tensa e infructífera, abandonó el hotel y recorrió durante varias horas los alrededores hasta que el cansancio lo venció y decidió volver a la habitación de paredes mohosas. Con el sueño a cuestas se acomodó sigilosamente en la cama, entrecerró los ojos y trató de obviar el sonido del agua saltando de los peñascos. Durante unos minutos la habitación se llenó de silencio, pero luego y sin previo aviso volvió aquel sonido monótono, el ruido de sus propios pensamientos abalanzándose hacia el precipicio. </p><p>En los días siguientes su aspecto demacrado llamó la atención a varios de los huéspedes: algunos le invitaron tragos en el bar mientras otros le ofrecieron cambiar de habitación. Pero él desechaba cualquier propuesta. Justificaba su decisión diciendo que solo desde aquella ventana podía apreciarse la caída del agua y la espesa bruma que cubría la cima de su salto. Frente a tal determinación los demás comentaron que era demasiado huraño y optaron por dejarlo solo. En la hora de la cena evitaban su compañía y cuando entraba sigiloso en el bar se apartaban hacia el rincón más alejado, pero eso no le importaba, pues él se devanaba los sesos en un único pensamiento: dormir. </p><p>Las semanas transcurrieron sin mayor novedad. En el día cruzaba el vestíbulo de baldosas naranjas y recorría una y otra vez el puente colgante que conectaba aquella casona con las montañas. Si se cansaba se acostaba debajo de dos coníferas a observar el trasegar del río y volvía a deambular por el puente una vez recobraba las ganas de dormir. Durante la noche permanecía desvelado, rodeado por el murmullo que provenía de la sala de bailes y que le recordaba una y otra vez el sonido trémulo del agua. </p><p>Cada día andaba de un lado a otro, se arañaba la coronilla despoblada y golpeaba con sus puños las paredes, se encerraba en los baños comunes y abría todos los grifos en un vano intento de contener la realidad que le perseguía y apresaba. Una mañana la filmina con la imagen de las cataratas clavada en la pared cayó al suelo. El hombre levantó la imagen, empacó sus pertenencias y se acostó en la cama. Si aquel había sido el paraíso que había imaginado, logró soportarlo. Cerró la maleta y abrió la puerta. No había vuelta atrás. Treinta y cinco años no podían ser en vano. </p><p>Al día siguiente cruzó el vestíbulo con maleta en mano. </p><p>Alrededor silencio. </p><p>____</p><p><span style="background-color: #fcff01;"><b>Keren Marín</b></span>. <i>Politóloga de la Universidad de Antioquia y Magíster en Antropología en la Universidad de los Andes.</i></p><p><span style="font-family: inherit; font-size: x-small;"><b>Imagen: Salto del tequendama, <span style="background-color: #fcff01;">Stanislaus Bhor</span></b></span></p>Revista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-496994219888448908.post-44386257226397087672022-10-14T12:30:00.001-07:002022-10-14T12:30:36.620-07:00 Es algo temporal, un cuento de William Tamayo Agudelo<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><tbody><tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiuH30DLjvfgEZv_SCF9YCpcfYsM6TOqFBxa9_xHXtIMphO7LMejjkYnAA247lkaGzeRAf9ZDm14ZdfnjPz8qOayEuOe4ro-QTwy3bQSzjx_dx1awRM9oPj_i7gHK-o3Z5Gr7BzTfdv58hwClmC2erHcNxtu4NuPtVE2PHtbVGrjNs_9NC_pyWKsJFg/s640/Zapatos_en_cables_en_la_Av._Heroico_Colegio_Militar_02.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="480" data-original-width="640" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiuH30DLjvfgEZv_SCF9YCpcfYsM6TOqFBxa9_xHXtIMphO7LMejjkYnAA247lkaGzeRAf9ZDm14ZdfnjPz8qOayEuOe4ro-QTwy3bQSzjx_dx1awRM9oPj_i7gHK-o3Z5Gr7BzTfdv58hwClmC2erHcNxtu4NuPtVE2PHtbVGrjNs_9NC_pyWKsJFg/s16000/Zapatos_en_cables_en_la_Av._Heroico_Colegio_Militar_02.jpg" /></a></td></tr><tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><span style="font-family: courier;">Imagen: Wikimedia Commons</span></td></tr></tbody></table><p style="background-color: white; font-family: Georgia, Utopia, "Palatino Linotype", Palatino, serif; font-size: 19.8px;"><span class="firstcharacter" style="float: left; font-size: 75px; font-weight: bold; line-height: 60px; padding-left: 3px; padding-right: 8px; padding-top: 4px;"><span style="color: #783f04;">L</span></span></p><p>os gritos de Lina empujan la madrugada hasta mis pestañas. Busca a Manuel, mi sobrino. Todavía una fracción de mi cuerpo le pertenece al sueño, me doy la vuelta mientras un martilleo de pasos desesperados se clava en el piso de madera. Manuel debe prepararse para el colegio, dice, y, al parecer, está metido en una habitación diferente a la suya o continúa dormido o detenido en alguna estación de un juego de escondite, porque Lina grita cada vez más molesta sin importarle que su huésped se revuelque en el mueble de la sala cansado y con un poco de dolor de cabeza. ¿Cuántos años puede tener Manuel si aún disfruta jugándole bromas a su madre antes de las seis de la mañana?</p><p>El vuelo de Londres se retrasó. Por ese motivo hube de estar tirado en un rincón del aeropuerto por quince horas, arrebujado en las mínimas frazadas que guardaba en el equipaje de mano. La elemental sobriedad por la falta de recursos luego de un viaje de estudio y trabajo que fracasó, me acompañó en aquella espera, duplicada al siguiente día en el aeropuerto de Rionegro, donde permanecí ocho horas expectante por la decisión que tomaría mi hermano Luis, quien se debatía, estoy seguro, entre no responder de nuevo el teléfono, permitirme dormir en su casa o pagarme un hotel por cerca de una semana para evitar algún contacto conmigo. Al final, aceptó entregar su dirección y pagar un taxi que me llevara a su casa. </p><p>Estoy en la sala, acostado en un mullido sofá de cuero marrón, con los ojos cerrados y escuchando la voz fuerte de Lina. La misma voz que con desgano, en la madrugada, me preguntó por el valor del transporte una vez abrió la puerta. Lina, su esposa, a quien no conocía en persona ni tenía por qué conocer. </p><p>—Usted es el hermano de Luis, mi nombre es Lina, al amanecer hablará con él —dijo, luego de recibir el cambio. </p><p>Mi sonrisa en el umbral no encontró reflejo en su rostro, pero tampoco leí en él molestia o rencor.</p><p>—Evite hacer ruido. Manuel, el niño, tiene un sueño ligero, cuando se despierta a esta hora no duerme más. Allí —Y señaló el sofá— puede dormir. Quédese con la ropa puesta. </p><p>Como un ensalmo, el nombre Manuel resuena en la cocina, el patio, la escalera, el garaje, la biblioteca. Tendrá cinco años, tal vez seis. Supe del matrimonio de Luis hace siete años a través de su Facebook, pero en las fotos todos eran desconocidos para mí, incluso él mismo: calvo y más gordo. Lina no se veía en embarazo; por lo tanto, Manuel debe ser un pequeño en preescolar. </p><p>¿Invitaría a mamá a su matrimonio? Aunque no aparecía en las fotos, dudo de su ausencia y de su presencia, simultáneamente. Con ella y Luis cualquier hecho cotidiano podía convertirse en un acto desquiciado: una camisa perdida en el fondo de la canasta de ropa sucia se transformaba, en pocos minutos, en una búsqueda desenfrenada por toda la casa hasta llegar a las casas vecinas y a las de los familiares más cercanos. El repiqueteo del teléfono, un día cualquiera, descorría el velo de la ferocidad hacia todas aquellas personas que pudiesen estar importunando su tranquilidad por el hecho de realizar una llamada; así que empezaban a insultar en orden alfabético a los posibles culpables, incluidos los bancos, las empresas de televisión por cable y servicios públicos. Por acciones como estas es imposible saber si mamá asistió a la boda o prefirió vestirse de novia o de viuda, chocar el carro nupcial antes de su llegada o, al final, decantarse por mantener una sonrisa para todos los invitados, lanzada desde una pantalla táctil dispuesta en el salón de recepción. </p><p>Lina arrecia la búsqueda de Manuel. Desde el segundo piso baja la voz gruesa de Luis:</p><p>—Manuel no está hoy, preocúpate por Manuela, ve a su habitación. </p><p>Lina, molesta, farfulla algo incomprensible. Luego grita: </p><p>—¡Él debería estar aquí, entonces es tu turno! </p><p>La escucho subir las escaleras y abrir una puerta. En la madrugada, antes de acostarme, recorrí el primer piso ayudado por la luz del celular, entré a la cocina, robé un banano, luego entré al patio, a la biblioteca y, al final, atisbé dos carros blancos en el garaje. Todo organizado, en orden, pulcro. Hay un niño y una niña en la casa, de acuerdo con los gritos de mi cuñada; sin embargo, en la cocina no encontré cereales, dulces o cualquier otro alimento que delatase su presencia. En el piso tampoco hay juguetes o rastros del desorden esperable de un par de pequeños. De nuevo la voz gruesa de Luis, ahora en un tono apenas audible, le pide a alguien que se levante. Podrían ser gemelos. Quizás, hermanos con poca diferencia de edad. Tengo dos sobrinos, en todo caso. </p><p>—¡Está acostado en la sala! —Lina alza la voz.</p><p>Escucho abrir una puerta y cerrar otra. Mantengo los ojos apretados y mi cabeza está vuelta hacia el espaldar del sofá. Quisiera evitar la voz de Luis cerca de mi cara por mucho más tiempo, algunos meses si fuera posible, para evadir cualquier tipo de recriminación. Hace diez años fue nuestro último encuentro.</p><p>El sofá se hunde, la gutural y tumultuosa voz de Luis sube desde mis pies doblados: </p><p>—Ricardo, Ricardo, despierta, son las seis de la mañana, aquí no dormimos hasta tarde y debes salir temprano, puedes volver después de las siete de la noche, por lo menos este día, ya veremos mañana. </p><p>Doy la vuelta en el mueble y finjo que acabo de despertar, pero mi actuación es pésima. Luis es un hombre gordo y calvo envuelto en una bata blanca de dormir. Su rostro está mal afeitado y la mirada es seca, más de lo que recordaba. </p><p>—Hola, Luis. Muchos años sin verte, tenías cabello entonces.</p><p>—El estrés —responde—. Asumir responsabilidades acelera el envejecimiento, tu rostro, en cambio, está lozano. No tengo mucho tiempo para hablar, deja la maleta en el garaje y vete.</p><p>—¿Para dónde? —le digo. </p><p>—Visita a mamá, vive en el mismo sitio —dice. </p><p>—¿En Belén? Está muy lejos de aquí y no tengo un céntimo. </p><p>—Si sales temprano, llegas en tres o cuatro horas a pie. </p><p>—¿Puedes llevarme? </p><p>Luis mira mi maleta, luego mira las escaleras. Escucho ruido en el piso superior, pasos ligeros, de niño. Una puerta se cierra. </p><p>—Mantener una familia es costoso, Ricardo: dos hijos, casa, los carros, colegios, Lina no trabaja. En dos o tres días tendré algo de efectivo para entregarte, lo mínimo para un hotel económico. Por el momento, puedes venir en las noches, estrictamente en las noches, cuando estemos acostados. </p><p>El sonido de una ducha baja hasta nosotros. </p><p>—¿Puedo usar el baño? </p><p>—Rápido —exclama—. Tienes que salir ya. </p><p>—Acércame un poco, cuando lleves a Manuela al colegio. </p><p>—¿Escuchaste a Lina? Estabas despierto, entonces. Decidimos en la madrugada que evitaremos que te conozcan. No voy a llevarte. </p><p>—Luis, papá optó por invertir su dinero en mi educación en Londres. Era su sueño…</p><p>—A las 6:20 debes estar en la puerta —sentenció. </p><p>Son las 6:20 de la mañana cuando salgo de la casa. Busco la vía principal y desciendo por la calle central de la unidad residencial. Son lotes individuales en los que cada uno ha hecho su casa tan ostentosa como ha querido. El frío es soportable y juego con el aire caliente que sale de mi boca, mientras me hago a la idea de caminar hasta Belén; sin embargo, ver a mamá no agita mis emociones. Tal vez quiera practicar el juego del olvido o la ignorancia y se permita hacerme presentar durante algunas horas, preguntar cada tanto mi nombre, apellidos e insultarme cada vez que le diga mamá. Eso hizo una tarde por Skype, hace seis años. Le colgué y, unos minutos después, le marqué de nuevo. De inmediato, me dijo que no recibía llamadas de desconocidos. Luego, recibió algunas llamadas telefónicas, pero solo para decirme que mi voz le parecía vagamente familiar. </p><p>Antes de las 7 de la mañana, dos policías de la estación de Las Palmas me preguntan mi procedencia y la razón para, en lugar de tomar un bus, caminar por la vía a esa hora. Cuando menciono a Luis, se muestran extrañados y dicen que lo vieron pasar en la camioneta hace un rato con doña Lina y el niño. Si soy su hermano, podría haber ido con ellos. Respondo con un encogimiento de hombros y una sonrisa. Además, deben estar equivocados, Manuela va con ellos, a menos que Manuel hubiese, finalmente, salido de su escondite. Una mujer policía me pide mi cédula, escribe el número en una especie de celular policiaco y luego me la devuelve, agradece mirándome a los ojos y le agradezco de igual manera. </p><p>—¿Quiere que lo llevemos a alguna parte? —dice el policía. </p><p>—Si son amables, a Belén Rosales. Se ríen y mencionan la extrema lejanía del barrio, algo que sé y por lo cual necesito el apoyo. Sin embargo, me dejan cerca de un paradero de una ruta integrada del metro. Desde allí, comienzo a caminar rumbo hacia Belén.</p><p>El celular marca las 10:13 cuando llego a la casa de mamá. Luego de tocar el timbre durante unos cinco minutos, escucho su voz desde el balcón. </p><p>—¡Dalia, mamá, soy Ricardo! —grito y cubro mi rostro del sol con la mano abierta sobre la frente. Seco el sudor de mi cara con la manga del grueso buzo que utilizaba para evadir el frío de los inviernos de Londres.</p><p>—¿Quién? </p><p>—¡Ricardo, mamá, llegué en la madrugada, vine a saludarte! </p><p>No responde, abandona el balcón. De nuevo el timbre. Otros cinco minutos y al fin abre ella con un vaso de agua en una mano y unos lentes oscuros en la otra. </p><p>—Debe tener sed —exclama, y se pone los lentes con ánimo de escrutar mi rostro. De un tirón me bebo el agua, mientras observo cómo mamá contrae su cara en una mueca de interrogación. </p><p>—Lo que usted haya sido —dice—, ahora lo es un poco menos; si fue mi hijo, hoy le falta un pedazo de eso. </p><p>Después de la frase, se da vuelta y sube por las escalas. Como no me invita, pero tampoco cierra la puerta, vacilo antes de empezar a seguirla con lentitud por aquellas gradas que en mis recuerdos son un poco más espaciosas y menos empinadas. La sensación de opresión en mi cabeza es igual a la que sentía cuando en la adolescencia abría la puerta y miraba antes de entrar.</p><p>Me gustaría iniciar una conversación diciéndole que soy huésped de Luis; sin embargo, al llegar a la última escala, veo que estoy frente a la gran sala vacía: sin muebles, cuadros, alacenas, ornamentos. </p><p>—¡Dalia! —grito de nuevo, y la voz de mamá se alza desde el fondo de la casa.</p><p>—¡Un momento, señor! </p><p>—¿Has tenido problemas? —pregunto mientras la veo venir con una taza de chocolate y algunas galletas de soda en la mano.</p><p>—Eso a usted no le interesa. Tome, coma algo.</p><p>—Aquí había cuadros y porcelanas costosas, mamá, ¿pasó algo? </p><p>—No importa.</p><p>—Cómo no va a importar…</p><p>—El robo de un hijo —dice con fastidio y da la espalda para ir de nuevo a la cocina.</p><p>—¿Robo? </p><p>—La verdad, de los hijos. De uno para viajar, del otro para educar una descendencia que no conozco —responde, mientras camina. </p><p>—Aquí había cuadros de Manzur, Caballero, Grau y uno pequeño de Romero Ressendi traído por papá de España…</p><p>—No hay nada. Todo se vendió. Incluidos los cristales orientales. ¡Todo! </p><p>—Pero…</p><p>—¡Ya! Se fueron y es suficiente explicación. Dígame a qué vino tan temprano.</p><p>—A saludar, saber cómo estás... Las acciones normales que emprende un hijo cuando regresa de un viaje —Mi voz retumba en la casa como un eco.</p><p>—Acciones inútiles. Por cierto, no recuerdo su presencia en el entierro de su papá. ¿Estuvo?</p><p>—No, mamá. Él mismo me pidió que detuviera el viaje. Me despedí por teléfono cuando aún estaba en el hospital.</p><p>—¿Sí? Muy obediente usted.</p><p>—Estoy seguro de que lo recuerdas.</p><p>—Eso no es de su incumbencia. ¿Me repite para qué vino?</p><p>—Voy a evitar entrar en el incómodo juego de las repeticiones, mamá. Estoy en la casa de Luis. Me quedaré allá dos o tres días, luego buscaré un hotel o una pensión, mientras logro reconocer la ciudad y recuperar viejas amistades que puedan ayudarme.</p><p>—¿Ayuda? ¿Otra vez? Mi casa es un monumento a la ayuda. Pero lo voy a demoler. ¿Terminó la merienda?</p><p>—Pensé que podría estar aquí durante el día. Luis me permite llegar en la noche a la casa, a dormir, únicamente. Necesito un sitio donde descansar, y si puedes, algo de dinero para el transporte, porque caminé desde Las Palmas. Luis, sabrás, vive alto, en una parcelación. </p><p>—A las dos peticiones respondo no —dice—. Si va a estar aquí por algunos minutos debe ayudar con la limpieza. Segundo: evito dar limosnas. Decida. </p><p>—Ayudo con la limpieza, como lo hice casi siempre.</p><p>Escucho una llave de agua abierta en la cocina y el sonido de un balde. Desde el balcón veo la contaminación cubrir de gris las montañas orientales. Huelo mi ropa y siento el hedor a humo y sudor, producto de la larga caminata.</p><p>—¿Belén está tan contaminado como el resto de Medellín? —pregunto.</p><p>—Otro asunto que no le debe importar. Averígüelo, si es de su interés. Aquí está el balde con la trapeadora. Con esa agua debe limpiar toda la casa, la cuenta de servicios es cara y debo ahorrar en todo. Espere un momento, voy a traer una silla. </p><p>—¿Tienes desinfectante o algo con aroma para mezclar con el agua? </p><p>—No hay nada, señor. Solo eso. Empiece y yo superviso.</p><p>Con la primera lavada de la trapeadora, el agua del balde ha quedado negra. Mamá está sentada en una silla de plástico en un rincón de la sala. Tiene los ojos cerrados. El sonido de la trapeadora al deslizarse por el piso comienza a adormecerme y de la sala se eleva un olor a tierra húmeda. Las baldosas están desgastadas, opacas, y muchas de ellas muestran grietas profundas.</p><p>—Dalia, ¿cuándo limpiaste por última vez? </p><p>No responde. Llego a la primera habitación, la que fue mía: está completamente desocupada. La misma pared lateral pintada de rosa, ahora descascarada como si los cuadros y los afiches que allí estaban hubiesen sido arrancados con fuerza. Trapeo con descuido y salgo rápido. Prefiero evitar cualquier recuerdo nuevo levantado por la configuración tradicional, el techo con arabescos o el clóset de pino. El vacío de la habitación no aumenta mi desánimo por la casa o por mi madre. Es una oquedad a la que quisiera poner forma de recuerdo disipado. Es un espacio en el cual no quisiera dejar ninguna sensación del presente, creo.</p><p>Mamá está sentada con la cabeza baja y los ojos cerrados, esperando. Sospecho que, sin embargo, me ha visto por el rabillo del ojo. Tomo el balde, ella se para, agarra la silla y me sigue. Intento entablar una conversación en dos o tres ocasiones más y la respuesta es el sonido de carros y pájaros que sube por el balcón. Continúo. Dormitorio de Luis: sucio, aunque su cama, nochero, mesa y cuadros permanecen en los mismos lugares. Habitación principal: cerrada. Segunda sala para juego y televisión: sofá cama raído con ropa doblada encima y una lámpara de piso alta junto a una pequeña mesa para el computador personal. En el comedor solo quedan los muebles de caoba pulida empotrados en la pared. Algunas copas de cristal permanecen en la parte alta. Al acercarme a la cocina, mamá detiene la persecución.</p><p>—Suficiente. Pare aquí. La cocina está limpia. Puedo darle algo de comer más tarde. Espéreme en la puerta. </p><p>—Mamá, no voy a robarte. Además, la casa está desvalijada casi por completo. </p><p>—Aunque no haya nada, haber tenido familia me enseñó que siempre queda algo por llevarse. </p><p>—Todavía tienes familia.</p><p>—¿Quiénes?</p><p>—Luis, sus hijos, Lina…, yo.</p><p>—¿Quiénes?</p><p>—Ya sé, permanezco sin perdón por parte tuya. Papá me entregó casi todo para cumplir su deseo…</p><p>—Escúcheme…</p><p>—Espera...</p><p>—¡Espere usted! Solo reconozco a Luis. ¿Hijos?</p><p>—Tiene dos: Manuel y Manuela.</p><p>—¿Lina? ¿Usted?</p><p>—Mamá, aunque parezca insensible o tranquilo, me siento un poco…</p><p>—¡Sin dolores! No conozco a ninguna Lina, Manuel o Manuela. Creí que Luis tenía un hijo, únicamente. Poco importa, no me incumbe. En cuanto a usted…, espere en la puerta. </p><p>Un rato después, sentado en la jardinera de la casa, recibo de mamá un plato de plástico con arroz, huevo estrellado y papas fritas de paquete.</p><p>—Aprendí a comer toda clase de comida en el extranjero, aquí era más selectivo, importunaba por lo que me servían tú o la empleada. ¿Recuerdas? ¿Qué fue de ella?</p><p>Su respuesta: una mirada lanzada a mi boca y una mano en el aire. El rostro de mamá es inescrutable, recio, sus ojos grises y pequeños me miran con desgano. Tiene puesta una blusa vieja de lino blanco, un pantalón vaquero y tenis azules de suela baja. Su cabello es corto y de color castaño. Al mismo tiempo la percibo fuerte y cansada. En dos oportunidades se esfuerza en iniciar una frase, pero se detiene. Luego de un rato, cierra la puerta. Un mediodía gris cae sobre nuestras cabezas. El barrio siempre fue silencioso, no parece haber cambiado mucho durante estos años. A mi espalda se mueven algunas flores y las ramas del chirimoyo de la niñez se bambolean con lentitud. Estamos solos frente a la puerta: yo, sentado en el borde de la jardinera con el plato en la mano, ella con el brazo apoyado contra la pared. </p><p>—Supuse que tenías una relación más fluida con Luis —le digo en un intento por buscar su voz, sin tomar en cuenta el gesto de la puerta—. Conmigo entiendo tu distancia, mi decisión fue marcharme. Me alentó papá, fui mediocre en mis estudios, eso lo sabíamos, pero él tenía esperanzas. Después, todo se vino abajo. Luis era tu soporte. Sin embargo, quedaron algunos ahorros y la pensión. Eso le entendí a él la última vez que hablamos. ¿Por qué, entonces, pareces desconocer la vida de Luis? Es el hijo mayor, al que más quieres o querías…</p><p>—Eso no debe interesarle a usted, no es de su incumbencia. Hace parte de la familia que fuimos. </p><p>—¿Qué hace Luis? ¿Ayuda con tus gastos? En la mañana me contó acerca de sus obligaciones, Lina está desempleada y los niños deben estudiar en buenos colegios, imagino. Yo llegué sin un céntimo, literal.</p><p>—Ya todo se lo había quitado a su papá… A nosotros.</p><p>—¡A ninguno le quité nada! También hago parte de la familia. Era un derecho, la apuesta de papá.</p><p>—Siento cansancio, me reconfortaría que se fuera. No le agradezco la visita porque no lo invité. Luego de escucharlo, reconozco un poco su voz y no me gusta. Tampoco recuerdo si antes me gustaba.</p><p>—¡Mamá! Está bien, no es necesario querernos, tenemos suficiente con tolerarnos, buscar algo soportable del pasado. ¿Tengo que pedir disculpas? Ahora mismo, si quieres…</p><p>—Es absolutamente inútil. Para eso tendría que reconocerlo de nuevo, señor, y, la verdad, lo siento como un… extraño, alguien a quien no es necesario ver ni escuchar. Hace mucho tiempo perdí lo que tenía y carezco de la fuerza para buscar viejos cariños.</p><p>—¡Cómo que no me reconoces! Al comienzo de mi viaje hablábamos por teléfono casi a diario, aunque solo fuese porque papá buscase nuestra reconciliación. Soy tu hijo y lo seguiré siendo. </p><p>—Su papá era quien lo reconocía. Yo quería una niña, una hija. Así estaría libre de la ingratitud. Mire el resultado, señor: este desastre de casa, unos muros, unas paredes solas, sin alma, sin otra mujer.</p><p>Dalia está parada en frente de la casa y me golpea con sus ojos grises.</p><p>—No fui mujer, en contra de tu voluntad.</p><p>—¡Y tiene que decir lo sabido! En su regreso lo evidencia: una mujer estaría aquí conmigo.</p><p>—¿Quién lo asegura?</p><p>—¡Yo!, que sé cómo obraron ustedes y cómo lo harán en el futuro. Por suerte, queda poco, de lo contrario, acabarían conmigo más rápido.</p><p>—¡Mamá!</p><p>—¡Silencio! Nada de mamá. Esa es una palabra muy pesada. Apelo al desconocido que siento que es: váyase ahora. </p><p>En los aeropuertos aprendí a entregar los documentos de identificación a cualquier policía sin buscar razones. Por eso, cuando de nuevo me piden la cédula y me preguntan por qué estoy sentado en la orilla de la carretera, sonrío con amabilidad y digo la verdad. Recorrí el camino más largo desde Belén, tomé la vía principal hasta cruzar el puente de la estación Industriales del metro, de allí busqué la avenida El Poblado hasta llegar a la vía Las Palmas y empecé a subir; por lo tanto, estoy cansado y huelo mal. A los policías les hace gracia el relato del viaje y quieren saber en dónde termina. Se sorprenden cuando les doy el nombre del sitio hacia el cual me dirijo, pero dicen que no pueden ayudarme. Luego se van. </p><p>Durante buena parte de la caminata tuve la imagen de mamá incrustada en la cabeza, pero intenté no hacer caso a pensamientos felices o nostálgicos sobre ella o la familia. «Es algo temporal», exclamé en voz alta, como solía hacerlo cuando atravesaba Tottenham Road al salir de clases, y pensaba en los malos resultados y en cómo terminar la universidad. «Es algo temporal», dije, cuando papá al fin descansó y su verdadera ausencia me hizo sufrir. «Es algo temporal», digo, sentado en la hierba, al lado de esta carretera que lleva a la gran casa de Luis, Lina, Manuel, Manuela.</p><p>Esperé lo suficiente para llamar a la puerta. Luis abre. La casa está a oscuras. Antes de que intente ingresar, cierra la puerta y me señala una banca larga de madera, justo debajo de un farol.</p><p>—¿Visitaste a mamá hoy? —pregunta con interés.</p><p>—Sí. Hablamos, le ayudé a limpiar un poco. Actúa parecido a ti, como si temieran que yo les fuera a saquear la casa o les hubiese robado algo. Al final, me sacó a la calle y luego me echó.</p><p>—¿Te contó algo?</p><p>—¿Sobre qué?</p><p>—Nosotros, mi familia.</p><p>—Dice que no sabe nada acerca de tus dos hijos. Tampoco reconoce a Lina. En la casa faltan los cuadros y los objetos de valor, está casi vacía. Nos acusa a los dos.</p><p>—Luego de la muerte de Roberto, lo vendí todo —dijo y sonrió—. Tenía que recuperar algo después de que te llevaste la mayor parte para tus supuestos estudios. Ella encontró la casa así como la viste, pero se sentía culpable conmigo. No defendió mi patrimonio. Inmediatamente, me alejé. He ido algunas veces más desde ese día. Tiene la pensión de Roberto, es una cantidad suficiente para que viva tranquila. </p><p>—Yo vi lo contrario.</p><p>—Con el tiempo concluí que es la culpa. Eso la cambió.</p><p>—O la soledad o la venganza o la frustración. A ti, te quiso más. Eso siempre lo supe. Con esa certeza acallé el malestar cuando me fui. Supuse que continuaban unidos, cercanos, cómplices como en la niñez. Hizo un reclamo por no conocer tu descendencia. Así la llamó.</p><p>—Yo quería que algún día sintieras las consecuencias de tu rebeldía. Si hubieras rechazado la oferta de Roberto, aún vivirías con ella y yo habría administrado el capital. Estaría todo bien ahora. ¡Botar el dinero en estudios costosos! Roberto soñaba con un hijo dócil: tú. Y nos robaste. A él también. </p><p>—Dalia me dijo que hubiese preferido una niña.</p><p>—¡Exacto!</p><p>—¿Cómo que exacto?</p><p>—Yo hubiera tenido el control. En una familia debe existir una independencia parcial. Al final los asuntos se reducen, como en un embudo, y debe quedar un filtro. Alguien por quien pasen las decisiones, otra persona que acompañe, una protegida. El resto del mundo se organiza alrededor de estos personajes. </p><p>—Entonces, ¿mi rol era de acompañante?</p><p>—Tal vez. También de protegida.</p><p>Al escuchar a Luis lograba captar su convencimiento. Su cabeza calva estaba iluminada por la luz del farol y su cara tenía un gesto de autocomplacencia, de solemnidad.</p><p>—En tu familia, supongo, las cosas son así —barboté.</p><p>Al decir esto, el semblante de Luis cambió por unos segundos, me miró sin molestia, con sorpresa. </p><p>—Con los años, lo será. Estamos en formación. </p><p>—Por fortuna, tienes un niño y una niña, ¿no? Les vas a dar roles a uno y otra.</p><p>—Lo que sea —respondió con molestia, por primera vez—. Mañana te vas y deseo que no regreses. Si viviera en otro lugar, te pediría que durmieras afuera, pero debo dejarte dormir adentro, como anoche. Lina no es tan mala persona. Toma cien mil pesos, aunque no debería darte nada. </p><p>—Muy bien. ¿Puedo bañarme?</p><p>Luis abrió la puerta y dejó que entrara. Miró un momento mi maleta y cerró con todos los seguros. Luego de usar el inodoro y darme un baño, me tiré en el mullido sofá. Sin embargo, no pude dormir. Deambulé por la cocina, tomé leche con pan, abrí algunos cajones con cuidado, descubrí un jardín detrás de la cocina con salida hacia un pequeño bosque de pinos y luego me concentré en el garaje interno. Un ruido a mis espaldas me alteró.</p><p>—¿Y tú quién eres?</p><p>—Debes ser Manuel —digo en voz baja, casi susurrando y un poco asustado. La casa está a oscuras, pero la luz de los faroles de la calle ilumina una parte de la sala. En frente, tengo a un niño soñoliento con el pelo alborotado que me mira con cara de asombro, vestido con un pijama de color melocotón.</p><p>—¿¡Y cómo sabes mi nombre, vienes de otro planeta!?</p><p>—Casi.</p><p>—¿Viniste en la nave Oumuamua? —pregunta excitado, mientras levanta las dos manos y figura un objeto alargado sobre su cabeza.</p><p>—¿Aprendiste eso en el colegio?</p><p>—En internet. Internet es un sitio muy grande y que sabe muchas cosas. Muchas más que el colegio. Luego te voy a enseñar cómo usarlo. </p><p>—Muchas gracias, Manuel.</p><p>—Manuela. Soy Manuela.</p><p>—¿Manuela?</p><p>—Hoy me llamo Manuela. ¿Cuál es tu nombre alienígena?</p><p>—Ricardo. </p><p>—¿Solamente? —exclama decepcionado.</p><p>—Sí. Soy hermano de tu papá. Soy tu tío.</p><p>—Uhmmmmm… ¿Pero sigues siendo extraterrestre aunque seas mi tío?</p><p>—No sé. Quizás. Si quieres.</p><p>—¿Puedo pensarlo unos segundos? </p><p>—Claro.</p><p>—Ya. Yo quiero. Y también quiero ser una extraterrestre. ¿Me puedes conceder las dos cosas?</p><p>—Es difícil en este momento. Se me agotaron todos los poderes en el último viaje —respondo en un susurro.</p><p>—¿Y cuáles poderes se te acabaron? ¿El viaje fue muy largo? ¿Cuándo vuelves a tener poderes? ¿En la nave había más extraterrestres hermanos de mi papá?</p><p>—Son muchas preguntas al mismo tiempo, Manuela, y estamos de madrugada. Luego te las contesto. Yo tengo solo una, ¿por qué hoy eres Manuela?</p><p>—Porque mi mamá me dijo. Mañana me llamo Manuel y voy a otro colegio. </p><p>—¿Y qué haces en cada colegio?</p><p>—Lo mismo, tareas y jugar con mis amiguitas —responde con despreocupación—. ¿Ya reconociste toda mi casa?</p><p>—Un poco, estaba haciéndolo cuando llegaste. </p><p>—¿Te enseño?</p><p>Con delicadeza, toma mi mano y comienza a guiarme despacio por la cocina, el baño, la sala, el comedor, me explica el uso de los cubiertos, la nevera, el horno microondas, los platos. Después, se ubica delante de mí y empieza a subir por las escaleras, halando de mi brazo. En su habitación, enciende una pequeña lámpara de Disney y alcanzo a observar la cama doble con sábanas blancas, afiches de Toy Story, Frozen y de un grupo de K-Pop surcoreano pegados en las paredes. Una ventana pequeña, con una persiana color hueso, se encuentra al lado izquierdo de la cama. </p><p>—La otra habitación es mía también, pero de Manuel. Es casi igual, nada más tiene un clóset más grande. Ahí estoy mañana. En las dos tengo ropa. Al otro lado está la de mis papás, con una cama grande y cortinas vino tinto.</p><p>En silencio, sale de su habitación y sigue con el recorrido hasta mostrarme una sala de estar rematada por una ventana de doble altura. En la pared frontal se ve un televisor de 50 pulgadas, un sistema de sonido en las esquinas y sillas de descanso. En ninguna de las paredes reconozco alguno de los cuadros de nuestra niñez. Aunque todo es exuberante, relleno, como de catálogo de exhibición, no logro detectar objetos de mucho valor, pero en la penumbra podría pasar por alto algo verdaderamente importante.</p><p>—Aquí me tiro cuando llego del colegio todos los días —me dice al oído. </p><p>—Bueno, Manuela. Llévame al garaje —le digo y repito en mi mente: «es algo temporal».</p><p>—¿Dónde te encontré? ¿Por ahí entraste?</p><p>—Sí, es algo temporal.</p><p>—¿Cómo, Ricardo?</p><p>—Es una frase de nosotros los extraterrestres.</p><p>—¿De verdad? ¿Yo también la puedo decir?</p><p>—Sí, de esa manera te vas transformando.</p><p>—¡En serio! —dice con excitación infantil. </p><p>—Claro. El universo es más sencillo de lo que te imaginas, Manuela. Ahora hazme un favor: voy a bajar al garaje. Acuéstate después, mañana no me verás y por eso vas a decirle algo a tu papá cuando se dirijan al colegio, ¿me ayudas?</p><p>—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¿Qué?</p><p>—Le dices que un extraterrestre, Ricardo, o sea, yo, recorrió la casa contigo, de la mano, y luego solo, para llevarse algunas cosas a su planeta y aprender de sus objetos y costumbres.</p><p>—Está bien. </p><p>—Muchas gracias, Manuela.</p><p>—Me repites la frase alienígena.</p><p>—Es algo temporal.</p><p>—¿Y vas a dejarme algo?</p><p>—Otras palabras: cuando te transformes, deja a tus papás, pero mientras los acompañes no les prestes mucha atención. Ellos no reconocen los secretos. Deja de hacerles caso rápidamente.</p><p>—Uhmmm, ¿así es en el espacio?</p><p>—Claro, por eso viajamos desde tan lejos sin familia.</p><p>—Eso tiene sentido. Yo nunca oigo que hablen del papá extraterrestre.</p><p>—¿Sabes cómo salir de la casa sin abrir la puerta de la calle?</p><p>—Por la cocina, se pasa al jardín y con tus pocos poderes puedes brincar la reja. ¿Cuándo te vuelves a montar en Oumuamua?</p><p>—Muy pronto. No me verás más desde mañana. Eso espero. En cambio, yo te veré cuando crezcas y seas Manuel o Manuela. Lo que quieras.</p><p>—Me parece bien. «Es algo temporal».</p><p>—Excelente, Manuela. Aprendes muy rápido. Esa frase la puedes decir cuando quieras. Incluso, en algunos días se la puedes enseñar a Luis y Lina. Diles que te la dejé. ¿Vale?</p><p>—Vale, Ricardo. ¿Y tú qué eras antes de empezar a decir la frase?</p><p>—No… no entiendo, Manuela.</p><p>—Te explico: si me puedo transformar diciendo…</p><p>—Sí…sí…sí, Manuela. Hasta ahora me lo pregunto. Tú me lo preguntas.</p><p>—¿Lo olvidaste?</p><p>—No, exactamente. Quizás, no era alguien…</p><p>—¿Cómo así?</p><p>—Creo que era alguien que no quería ser una niña.</p><p>—Ser niña es difícil. Te lo aseguro. Pero ¿ahora qué eres? ¿Nada más un extraterrestre?</p><p>—Alguien que sabe que no fue un tipo de niña —respondo, golpeado por la pregunta.</p><p>—Eso no lo entiendo, pero parece muy bobo. </p><p>—Lo es, chica lista; sin embargo, a veces lo bobo también es importante para completar el universo.</p><p>—¿De verdad?</p><p>—Quizás, después me enseñarás si estaba equivocado. ¿Vale?</p><p>—Vale, Ricardo —dice sonriendo, mientras extiende el pulgar—. Buen viaje. «Es algo temporal».</p><p>—«Es algo temporal», Manuela.</p><div>_____</div><div><div><b><span style="background-color: #fcff01;">William Tamayo Agudelo</span> (Medellín, Colombia). Psicólogo. Colaborador habitual en revistas literarias.</b></div></div><div><br /></div>Revista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-496994219888448908.post-80099124307477309802022-08-05T13:22:00.004-07:002022-08-05T13:28:45.958-07:00 Estigmas de la promiscuidad, un cuento de Rodolfo Lara Mendoza<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><tbody><tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhLftixP10X4118ug-A34jPdOqp-Kan2PJ1fM13dSt6RkvAa1Ngzun7AVxvH11EdqV1jKSgLZ9H9t7ouW75RdmCbNmHfGC1mhLc7ruuCRPv8crSIBqnHaelKFmnH8JmlpKOJGsJzaK8-gniq6Ic-knnek9dxS4VLJn1JhbxnOjdqOBlZnM9VTqzrHe_/s906/640px-Ex-voto_attributed_to_the_Almond_Eye_Painter.jpg" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="906" data-original-width="640" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhLftixP10X4118ug-A34jPdOqp-Kan2PJ1fM13dSt6RkvAa1Ngzun7AVxvH11EdqV1jKSgLZ9H9t7ouW75RdmCbNmHfGC1mhLc7ruuCRPv8crSIBqnHaelKFmnH8JmlpKOJGsJzaK8-gniq6Ic-knnek9dxS4VLJn1JhbxnOjdqOBlZnM9VTqzrHe_/s16000/640px-Ex-voto_attributed_to_the_Almond_Eye_Painter.jpg" /></a></td></tr><tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><span style="font-family: courier;"><a href="https://commons.wikimedia.org/w/index.php?search=ex+voto&title=Special:MediaSearch&go=Go&type=image">Ex-voto | Almond Eye Painter, Wikimedia Commons</a> </span></td></tr></tbody></table><p style="background-color: white; font-family: Georgia, Utopia, "Palatino Linotype", Palatino, serif; font-size: 19.8px;"><span class="firstcharacter" style="float: left; font-size: 75px; font-weight: bold; line-height: 60px; padding-left: 3px; padding-right: 8px; padding-top: 4px;"><span style="color: #3d85c6;">H</span></span></p><p>ace casi una semana aparecieron los estigmas. Primero fueron dos pequeñas llagas en las manos que me sorprendieron dolorosamente en la mañana al lavarme la cara. Tres días después las marcas de Cristo aparecieron en mis pies. Esa noche había soñado que yo era un santón hindú que intentaba caminar sobre tizones incendiados. Hoy me ha despertado un fuerte dolor en la espalda. El espejo ha revelado siete surcos en la carne.</p><p>Hasta entonces no había creído posibles estas cosas. Al menos no para mí que no me aproximo ni remotamente a la santidad aunque haya dedicado gran parte de mi vida al estudio de ella: soy profesor de teología, pero también un mujeriego empedernido, un bebedor sin consuelo y un buscapleitos de primera. A pesar de mi vida disoluta nunca me ha gustado lidiar con lo ajeno, lo cual incluye, por supuesto, a las mujeres de otros hombres. Si en esta ocasión me acosté con la mujer de mi hermano ha sido por mero accidente, y recae más la culpa sobre el parecido que tienen nuestras casas y mi embriaguez de esa noche que sobre mí mismo.</p><p>Como hermano menor Ramiro siempre ha querido imitarme. Si es profesor de teología y un apasionado por las antigüedades, es porque antes yo lo he sido; si se metió a vivir con una extranjera alta y de cabellos dorados, fue envidiándome la mía; si tiene una casa con amplios vanos y diseño minimalista justo enfrente de mi casa, ha sido por esa obsesión enfermiza de ser mi reflejo.</p><p>Días antes de la aparición de los estigmas llegué borracho a casa. El taxi me dejó justo a la entrada del jardín, pero opté por entrar por la puerta de atrás para no hacerme un lío con las llaves. Mi mujer dormía de lado, plácidamente. La sábana le dejaba al descubierto la dorada cabellera y una pierna hasta el inicio de las nalgas. La visión de su cuerpo desnudo me encendió. La besé desde los pies hasta más allá de donde la sábana tapaba. En esa posición ladeada le hice el amor. Luego me quedé dormido. Me despertaron los puñetazos en la espalda y los gritos de Ramiro. Tardé algo en entender hasta que vi el rostro de su mujer sorprendiéndose a mi lado. Traté de explicarle a mi hermano que había sido una confusión, que seguro el taxista había entrado por el lado opuesto de la calle y por eso me había equivocado de casa. Que todo era consecuencia de su maldita manía de copiarme hasta el cansancio. Cegado por el orgullo y la rabia volvió a golpearme y nos agarramos hasta que los vecinos llamaron a la policía. En la comisaría, a duras penas, conciliamos.</p><p>Cuando volví a casa mi mujer se había largado. Hallé el armario vacío y sobre la cama una carta en la que me felicitaba por lo lejos que había llegado con mi promiscuidad. Me enteré de que la mujer de Ramiro también lo había dejado, luego de reprocharle su deseo enfermizo de imitarme. Como buenos hermanos solidarizamos en la desgracia y nos emborrachamos juntos. Después de la segunda borrachera aparecieron en mis manos los primeros estigmas. Ese día y los dos que siguieron me los pasé sin poder agarrar nada. Anteayer volvimos a beber. Cuando le mostré las heridas Ramiro sonrió y me dijo que seguro eran un premio por mi santidad. Creí sentir un dejo de ironía en sus palabras, pero me confortó el hecho de que él mismo, ante la inutilidad de mis manos, me acercara el trago a los labios.</p><p>Ayer desperté con la sorpresa de los estigmas en los pies. Como las heridas de las manos aún no habían sanado, tuve que arreglármelas con esa nueva discapacidad. Debido a ello, anoche nos emborrachamos en mi casa, y hoy ‒tras un sueño que en lugar de aclarar las cosas las confunde‒ me he levantado con la espalda cruzada a latigazos. En el sueño Ramiro me reprochaba por el abandono de su mujer. Y aunque es cierto que no soy culpable de ello, tampoco soy inocente. Contrario a lo que pudiera pensarse, un santo puede ser capaz de los mayores males, del mismo modo en que el diablo puede, sin saberlo, llevar una aureola entre sus cuernos.</p><p>Simulando inocencia frente a los estigmas, le he mostrado esta noche los azotes. Al igual que él, también he fingido estar preocupado. Con la botella de whisky en las manos me ha dicho que no hay nada que unos buenos tragos no puedan sanar. Me he dado a la tarea de servirlos yo para llevar cuenta clara de lo bebido. Hablamos de todo un poco: del rapto de Santa Teresa de Jesús y su visión del Infierno, de los estigmas de San Francisco de Asís, de la película de Rupert Wainwright, del martirio de San Esteban. Hacia la medianoche he fingido embriaguez. Simulo ahora estar dormido en un sillón. Por la ventana lo he visto cruzar la calle. Lo imagino en este instante buscando entre sus cosas, eligiendo entre sus antigüedades la punta de una lanza, cuidando de que la corona de espinas que me tiene preparada no le chuce los dedos.</p><p>_______</p><p><span style="background-color: #fcff01;"><b>Rodolfo Lara Mendoza</b></span> (Cartagena de Indias, 1973) </p><p>Es autor de los libros de poesía <i>Esquina de días contados</i>, <i>Y pensar que aún nos falta esperar el invierno,</i> <i>Alguna vez, algún lugar</i>. En 2016 obtuvo el XI Premio Nacional de Libro de Cuentos de la Universidad Industrial de Santander por <i>La gravedad de los amantes</i>.</p>Revista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-496994219888448908.post-8669808190193635232022-05-03T10:20:00.003-07:002022-05-03T10:57:05.685-07:00 La casa, un cuento de Lorena Aguilar<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><tbody><tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhyvTdOdNxmviltvwa8mkVgiPVRPyElQjtxNCemN2x6Z9F2c0YJeW2zPPPcv000gR8quhWiB8n5t0jk5RCIkwLAis_6DxFmzAEE2l-wCj7JPvBgS6J3HrVLYH4SL6pGzDN5p-TlPsMPTjfVHrasEkGQqCe8VNKvsOCgxv5LByHCLr0DDXLjc-m7xfJV/s1104/5eeb9cca59bf5b67ac3afd08.jpg" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="622" data-original-width="1104" height="360" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhyvTdOdNxmviltvwa8mkVgiPVRPyElQjtxNCemN2x6Z9F2c0YJeW2zPPPcv000gR8quhWiB8n5t0jk5RCIkwLAis_6DxFmzAEE2l-wCj7JPvBgS6J3HrVLYH4SL6pGzDN5p-TlPsMPTjfVHrasEkGQqCe8VNKvsOCgxv5LByHCLr0DDXLjc-m7xfJV/w640-h360/5eeb9cca59bf5b67ac3afd08.jpg" width="640" /></a></td></tr><tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><span style="background-color: white; color: #888888; font-size: 14px; text-align: start;"><span style="font-family: courier;">Pixabay / graphisstudio</span></span></td></tr></tbody></table><p style="background-color: white; font-family: Georgia, Utopia, "Palatino Linotype", Palatino, serif; font-size: 19.8px;"><span class="firstcharacter" style="float: left; font-size: 75px; font-weight: bold; line-height: 60px; padding-left: 3px; padding-right: 8px; padding-top: 4px;"><span style="color: #990000;">L</span></span></p><p>a casa tiene olor a humedad. Las paredes aún vibran por los gritos de la Señora, lanzados con la misma fuerza con la que tiró a la calle la maleta gris con la ropa de su marido. La casa está fría por las gotas de agua que se filtran a través del techo como se filtran las ficciones y las voces en su cabeza.</p><p>La casa cambia. Un día huele a cera roja, a navidad, al ajiaco preparado para los invitados, a la colonia que su marido usará para la celebración. Otro día, el perfume es el olor a la sangre que asegura haber visto en la camisa de su esposo, quien huía trepando la pared como un insecto.</p><p>El lunes la casa reluce, todos pasan a la mesa cuando el Señor llega hambriento. El viernes la casa cae de mugre apilada como trinchera para esconderse del susurro en su cabeza que le asegura que su esposo es un criminal. Se esconde de las cámaras ocultas entre las paredes, visibles solo para ella.</p><p>Cuando huele a comida provoca entrar por las puertas pintadas de rojo, como el piso, como la cera, como la sangre en la camisa del Señor. Si las puertas están rojas, es una invitación a seguir. Es la señal de su tranquilidad, no hay susurros ni advertencias en sus oídos. Pueden pasar, ha olvidado los motivos que la obligaban a atrincherarse.</p><p>Pero otras veces, las puertas son grises. Advierten que ella no le abrirá a nadie, que le recordaron todo: las cámaras, la camisa manchada, su marido huyendo, el peligro que corre si no se esconde detrás de la mugre. </p><p>Todos huyen de ella, husmean desde las ventanas protegidos por las cortinas, como él, que sólo tiene valentía para abrir la puerta de su cuarto lo suficiente para que salgan un índice y un pulgar obesos apretando un par de billetes. Grita el nombre de su hija, ella rapa los billetes con la valentía que a su padre le falta y a ella por obligación le sobra.</p><p>La jovencita camina entre la basura regada por el piso hasta llegar al teléfono, con temor susurra la dirección. La casa sabe el significado de esa llamada. La puerta se hace más pequeña. La joven lo nota y se apresura a convencer a su mamá de que salgan a dar una vuelta por la ciudad, le dice que es Día de Velitas y que sería hermoso ver las luces. La toma de la mano con temor vestido de delicadeza. La lleva hacia la salida con pasos que se hacen lentos al tiempo que el marco de la pequeña puerta se llena de una extraña secreción. Salen atravesando esa viscosidad pegachenta anhelante de mantener dentro de la casa lo que es de la casa. </p><p>El Señor escucha el sonido de un carro poniéndose en marcha. Piensa que es el taxi que se lleva el castigo con que Dios le desposó. Piensa en cuánto va a durar esta hospitalización. Su mente es numérica, suma y resta billetes todo el tiempo. Dos billetes para llevar a su mujer a la clínica de reposo. Diez billetes para la salida de la Señora, para que vuelva a lavar camisas, portones y pisos.</p><p>El Señor sale del cuarto. No reconoce lo que ve. Pareciera que cada elemento de su casa flotara. Huele a cobardía, a orines en los pantalones. Siente húmedo su ombligo. Observa su voluminoso estómago. Su camisa está manchada por la sangre que gotea su nariz, como cuando era niño y su mamá lo arrastraba de una mano mientras huía de su esposo que amenazaba, machete en mano, con llenarlos de planazos.</p><p>Se quita la camisa y limpia su nariz con ella. Se está asfixiando y necesita salir. No soporta más. Observa las paredes. Se acerca a una de ellas, la detalla, la corteja. Cierra los ojos. La huele mientras la acaricia placenteramente con las yemas de sus dedos. Manos y pies expelen un sudor espeso. </p><p>De repente, como si saliera de un trance, abre los ojos detallando cada milímetro del espacio. Ágilmente sube su mano derecha por la pared, luego su pie derecho, mano izquierda, pie izquierdo. Sigue la ruta dibujada en su pequeña cabeza: pared, techo de la sala, pasillo, techo del patio. Llega hasta el lugar por donde entra el olor al aire citadino y la imagen del cielo pintado con nubes grises que se cuela por una teja rota que intenta arrancar el viento. Él se detiene para sentir con el rocío que empieza a caer, el inicio de su soledad. Sale dejando un rastro pegajoso y maloliente que borra la lluvia filtrada por las paredes de una casa vacía.</p><p>___________</p><div><b>Lorena Aguilar</b>. Bogotá, 1991. Ganadora del concurso de cuento El Túnel 2018 (Cámara de comercio de Montería). Actualmente estudiante de Trabajo Social en la Universidad Nacional de Colombia.</div>Revista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-496994219888448908.post-47763719973506543072022-04-21T17:01:00.004-07:002022-04-21T17:01:33.160-07:00Lo recuerdo todo, un cuento de Rodolfo Calzada Alfaro<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><tbody><tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjLcJoWDJSrfGobIC_Dr3d9sTf1ZD9jrHUWKGdDmTCymqgHOFSFgPXyGMIMbtPbPWMKwN27M9imST2Hu5JhWE5rgheRgS23wveVYIMYoUWSVoSdjMsL1FjKnd-B5XpiS-mrT18r9CylGxP8KMtTtJa0l9A2M2uZ1tKF2gmoSQazVpC0BIrynnVluvCq/s800/800px-Doll_%28AM_2017.117.23-15%29.jpg" style="display: block; margin-left: auto; margin-right: auto; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="533" data-original-width="800" height="426" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjLcJoWDJSrfGobIC_Dr3d9sTf1ZD9jrHUWKGdDmTCymqgHOFSFgPXyGMIMbtPbPWMKwN27M9imST2Hu5JhWE5rgheRgS23wveVYIMYoUWSVoSdjMsL1FjKnd-B5XpiS-mrT18r9CylGxP8KMtTtJa0l9A2M2uZ1tKF2gmoSQazVpC0BIrynnVluvCq/w640-h426/800px-Doll_(AM_2017.117.23-15).jpg" width="640" /></a></td></tr><tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><span style="background-color: #f8f9fa; color: #202122; font-size: 13.3px; text-align: start;"><span style="font-family: courier;">Baby boy doll, <a href="https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Doll_(AM_2017.117.23-15).jpg">Wikimedia Commons</a></span></span></td></tr></tbody></table>
<p><span class="firstcharacter" style="background-color: white; float: left; font-family: Georgia, Utopia, "Palatino Linotype", Palatino, serif; font-size: 75px; font-weight: bold; line-height: 60px; padding-left: 3px; padding-right: 8px; padding-top: 4px;"><span style="color: #ffa400;">C</span></span></p><p style="background-color: white;"><span style="background-color: transparent;"><span style="font-family: inherit;">aminé enlazado de la mano de Citlali, como novios, a través de calles poco alumbradas. Anduve despacio, demorando la llegada al lugar. A su lado, la noche parecía más bonita. El silencio nocturno me hizo recordar aquella velada cuando la besé por primera vez. El beso fue iniciativa de ella. Siempre fui pésimo en las declaraciones y yo interpreté ese beso como una declaración formal. Aún recuerdo cómo mis labios y sus labios se encontraron en un contacto lleno de sueños, palabras y silencios.</span></span></p><p>Citlali estaba sigilosa, pensativa y caminaba sin conversar. Su mirada guardaba incertidumbre. Pensé las palabras que debía modular en mis labios para que comprendiera por qué no deseaba quedarme con ella.</p><p>Llegamos a la dirección. Me detuve frente al portón. Todo comenzó.</p><p>― No quiero celebrar Navidad, amor ― dije, mientras tocaba las manos suaves de Citlali. Puede decirse que cuando admiraba sus ojos tan perfectos y su boquita con sabor a miel, me sentía muy feliz.</p><p>― Emilio, quédate conmigo. Por favor ― respondió.</p><p>En ese tiempo, yo tenía treinta y dos años. No gozaba de los encantos de la Navidad. Nunca había disfrutado de esa época. Me hubiera gustado celebrar esa fecha, pero siempre que festejaba ese día, llegaban esos malos recuerdos a mi memoria; habitaban en mi tristeza, y las imágenes de mis viejas nostalgias pululaban en mis emociones con perdurabilidad.</p><p>― Anda pequeña, ve con tu familia, prefiero dormir. Me siento cansado por el trabajo ― le contesté y de inmediato, observé su negativa indisoluble en su rostro ante mi respuesta.</p><p>― No me hagas esto. Me causa amargura saber que te quedarás solo ― mencionó. Aún recuerdo cómo sus ojos amenazaron con llorar.</p><p>Jamás me había gustado mirar su manera de sollozar, sabía que yo era débil ante sus lágrimas. Que no toleraba ver esa parte de ella. Siempre había accedido a sus caprichos sólo para evitar ver que derramara gotas de agua salada sobre sus pómulos redondos y rosas; pero en esa ocasión, una parte de mí se mantuvo firme.</p><p>― No puedo quedarme. Tú sabes que ésta es una fecha que prefiero no celebrar. No lo hagas más difícil. Considero lo más prudente ir a descansar. Fue un día demasiado agotador.</p><p>― Quédate, no se me hace justo que te vayas y me dejes ― agregó. Sus ojos se comenzaron a llenar de esa sustancia líquida.</p><p>La escuché, haciendo lo posible para que su drama no funcionara y que no me convenciera de quedarme. Entonces brotó mi negativa:</p><p>― No te quiero hacer sentir mal cariño, prefiero que no escuches aquellas cosas nostálgicas que cuento cuando estoy con alguien en Navidad. Me harías un gran favor si hicieras caso a mi voluntad. Mañana nos vemos y hacemos lo que tú quieras. ¿Qué te parece si vamos a comer a ese lugar bonito que tanto te gusta y te compro una cerveza artesanal? Te quiero, te quiero, pero hoy no puedo estar contigo; por favor, entiéndeme.</p><p>Habíamos acordado aquella vez que la llevaría a casa de su abuela y que me retiraría sin mayor inconveniente, pero siempre fue una necia. Anhelaba que estuviera con ella.</p><p>― Estoy triste porque te quedarás solo, quiero estar contigo Emilio. Pero tú no quieres. No tengo más que decir, no te puedo obligar.</p><p>Enseguida comenzó a llorar. En esa ocasión su llanto era diferente. Me di cuenta cuando permanecí por más de un minuto mirándola. Al verla triste, me quedé pensando en marcharme o quedarme a su lado. Me pareció descortés no acompañar a Citlali en ese día que era especial para ella; pero, al final me fui. Fue obvio que le disgustó que me alejara y puse cara de sentimiento al saber que terminó llorando.</p><p><br /></p><p>Eran las doce de la madrugada. Sonó el teléfono celular:</p><p>― ¿Estás ocupado Emilio? Quiero hablar contigo.</p><p>― No, no estoy ocupado ― contesté, al tiempo que observaba por la ventana luces como de color oro que subían de manera veloz, que se alargaban, que explotaban y se esparcían como pájaros en parvada.</p><p>― Te estoy hablando, Emilio ¿Estás ahí?</p><p>― Sí corazón, aquí estoy. Te escucho.</p><p>― ¿Por qué no te gusta la Navidad?</p><p>La pregunta zumbó en mis oídos. Me quedé callado, caminando con el teléfono, con gran capacidad de retentiva, sin contestar y evocando que a lo largo de mi vida he tenido una multitud de malas experiencias en esa fecha, que guardo en lo más profundo de mis recuerdos, de las que prefiero no hablar.</p><p>Citlali no es capaz de comprender por sí sola que no quiero celebrar Navidad. Me parece fastidioso contarle todo. Rememorar y explicarle a ella que hace quince años en este día asesinaron a mi abuelo cuando yo era un adolescente. Tener que dar detalle de todos esos traumas que viven en mi imaginario como si fuese un niño y que se han quedado atrapados en mi sistema límbico por el resto de mis días. <span style="white-space: pre;"> </span></p><p>Decido colgar el teléfono y no contestar su pregunta. Vuelve a llamar, contesto. Entre un mar de lágrimas dice:</p><p>― Perdóname. No quería hacer esto. </p><p>Y terminó la llamada.</p><p>Soy una persona incomprensiva. Se encuentra melancólica porque no quiero estar con ella. ¿Acaso debo ir a casa de su abuela y sorprenderla con mi llegada? La culpa de que odie esta celebración no es suya, es mía. Lo que me molesta no es la Navidad, sino aquellos desagradables recuerdos que brotan de mi pasado al escuchar esa palabrita que hostiga a mis oídos, como un mosquito cuando no deja dormir. ¿Navidad? ¿Por qué no me gusta? ¿A quién no le va a gustar la Navidad? Me pregunté.</p><p>No sé qué estoy haciendo aquí en este cuarto con olor apestoso y amargo. Podría vivir con mi madre, dejar de pagar el alquiler. Estar con ella en este momento, disfrutando de los sagrados alimentos. Hace años mamá y papá se divorciaron ― un veintitrés de diciembre ― después de que ella le reclamó por sus infidelidades. Hace tiempo que no celebro con mamá.</p><p>A dos años de la separación de mis padres, decidimos reunirnos mi padre, mi hermano mayor y yo. A punto de empezar a merendar los alimentos, mi hermano después de beber un poco se levantó de la mesa enfadado y comenzó a culpar a papá por un fraude fiscal que lo llevó a la quiebra y que acabó con su vida empresarial. El jefe de la casa era un intento de contador y ayudaba a su primogénito con la contabilidad de su empresa. Al escuchar los reproches, él respondió:</p><p>― Tú no tienes nada que reclamar. ¿Acaso, tú te hiciste solo? Yo te pagué tus estudios, soy tu padre. Escucha cómo me hablas. Yo te di la vida, malagradecido. ¿Cómo te atreves a juzgar mis errores?, ¿con qué derecho? ¡Dime, dime, dime, ingrato!</p><p>¿Cuándo se ha permitido que un hijo grite e intente golpear a su padre? Yo, como buen hijo, tuve que defender a papá porque empezaron a discutir, forcejearon y las cosas se complicaron. Juraría que estuve a punto de perder el conocimiento. Los golpes que recibía de mi hermano mayor ganaron movimiento sobre los míos. Sentía el eco que se diluía dentro de mi cabeza ante sus pesados puños. Caí lentamente como un boxeador que está a punto de perder en el doceavo asalto. Él me tumbó. Cuando estaba en el suelo no me golpeó más. Sólo dijo:<span style="white-space: pre;"> </span></p><p>― Papá lo destruye todo, nos roba, no nos quiere. No servirá de nada decirte esto. Es tu héroe, por eso lo defiendes. Nada va a cambiar, nada va a mejorar en tu vida durante el tiempo que él esté contigo. En cuanto pueda, se aprovechará del cariño que le tienes y te traicionará. Es un estafador. Eso no es todo. Es más… Esto que me hizo, no es nada en comparación de lo que es capaz de hacer. Algún día me entenderás y mis palabras caerán, caerán, caerán de repente como un golpe aquí adentro. En lo más profundo de tu corazón.</p><p>Mi padre y yo nos quedamos en silencio, absortos al escuchar lo que él decía. Desde entonces casi no hablamos y él no ha podido perdonar a papá. Mi alma en esta fecha, ante tantos recuerdos, queda encogida.</p><p>Con mamá tengo comunicación, aunque ha sido difícil mantener una relación armoniosa con ella; siempre que la visito me aconseja cuidarme de papá. Dice que debo guardar bien mi dinero, que es mejor que no se entere que estoy ahorrando mis salarios para comprarle una casa a Citlali.</p><p>No sé por qué no lo quieren. No soy quién para juzgarlo. Él no es malo. Es cierto, durante nuestra infancia estuvimos limitados de recursos económicos y mal vestidos, pero nunca nos faltó de comer. Ahora, soy necesario y útil para papá; su vida es un fracaso económico. Le doy parte de mi dinero para que cubra sus gastos personales. Es grato saber que puedo ayudarlo. Mi hermano lo dejó de apoyar, se molesta por mis acciones, comenta que no debo darle billetes, que proporcionar dinero a mi padre saldrá contraproducente, y que me pasará lo mismo que a él. Dice que él es como un camaleón… que cambia de color de piel según su conveniencia.</p><p>No entiende que mis decisiones se orientan por el afecto, por el amor. A su tiempo, Dios se encargará de hacerlo reflexionar. El tiempo desvanecerá el rencor que mi hermano y mamá tienen por él y ambos comprenderán que hago lo correcto.</p><p>Estoy solo, podría estar con mi padre, ¿con mi padre? Él estará con la abuela. Estoy enojado con él. No quiere que comparta mi vida con Citlali. Hace tres días estuvo en este cuarto. Lo siento aislado de mí. Cuando descubrió el costal donde escondo mi dinero dijo:</p><p>― No debes tener ese dinero aquí. Generalmente, este tipo de edificios son asaltados con frecuencia cuando las personas salen a trabajar; es mejor que yo guarde tu dinero. Los bancos no son seguros. Tendrías que pagar muchos impuestos por tener tu dinero depositado en el banco.</p><p>Me quedé pensando en lo que había dicho, tenía razón, era peligroso tener mis ahorros en un costal; sin embargo, me negué ante su propuesta. Mi hermano y él tuvieron problemas por el dinero, no quiero que pase lo mismo entre nosotros. Al día siguiente, decidí que Citlali guardara mis ahorros y dinero que obtuve de un préstamo bancario. Nos vamos a casar en dos meses, no me importan las deudas, lo que deseo es hacerla feliz. Espero que nuestra relación sea eterna. Pronto cumpliremos aquel sueño de contraer nupcias frente al mar. Dejaré de rentar este departamento y por fin podré tener un hogar propio. Disfrutaré de mi trabajo después de tantos años de esfuerzo.</p><p>Amo a Citlali. Conforme pasan los años, mi amor por ella se vuelve más fuerte. Pienso en sus ojos bellos hechos en flor. Recuerdo cuando la conocí. Se veía bonita y tuve muy claro que reunía todos los encantos de esta tierra en su ser. Encontrarla, fue la mejor suerte que he tenido en mi vida. Es una gran mujer. Desde que la encontré en mi camino, no ha pasado un solo día que no piense en ella. Ayer la soñé, estaba frente al mar esperándome con un vestido blanco. Me acercaba de manera paulatina, tomaba su carita tierna entre mis manos y la besaba con los ojos cerrados, navegando en medio de emociones, acariciando su cintura perfecta, comiéndome sus labios color manzana. Le decía con mis besos, aquello que no puede decirse con palabras. Vivía en carne propia las metáforas, mientras sus labios y mis labios, se besaban, se tocaban… se acariciaban. Fue un sueño lúcido, que pronto sería realidad. Estoy trabajando por los dos, para poder escribir nuestra propia historia de amor. Una historia que, yo lo sé, podremos escribir juntos.</p><p>Esta muchachita me acompañará durante todas las noches de mi vida y yo soy terriblemente egoísta con ella. Únicamente pienso en mis sentimientos. ¿No puedo obsequiarle una noche de Navidad conmigo? Tenemos tanto tiempo por vivir juntos. Quizá en el futuro podamos hablar de la primera Navidad que pasamos con su familia y del disfrute secreto de esta fecha. Tengo que ir a su encuentro; en este momento me han dado muchas ganas de estar con ella y cerquita de su corazón. Escuchar palabras suyas. Eso es lo que quiero.</p><p>Llevo años sin comprar ropa nueva. He ahorrado todo para nuestra boda y la casa. Desde hace un año ella anhela que nos casemos, pero no deseo que viva en mi departamento. Se merece algo diferente. Tampoco quiero vivir en casa de sus padres.</p><p>Busco el pantalón menos roto y la ropa más formal que tengo. Ayer por la tarde compré un ramo de girasoles. Pensaba entregárselos a Citlali, pero papá fue a visitarme y me dijo que pasaría la Navidad con la abuela. Le dije que le regalara los girasoles a su madre. Noté a papá extraño cuando mencioné que Citlali será mamá. Hace poco me dio la noticia. Tiene dos meses de embarazo.</p><p>Pienso en la bendición que Dios me ha dado por tener un hijo con la mujer que amo. Es incorrecto que no esté con ella. Esta Navidad tiene que ser diferente. Es el momento de dar la noticia a los padres de Citlali: serán abuelos. Sí, eso es. Hoy es el momento indicado.</p><p><br /></p><p>Toco el portón. Son las dos de la mañana. El frío es inmenso y el viento me pica el rostro como con agujas de hielo. A mi encuentro sale el papá de Citlali.</p><p>― Señor buenas noches. ¿Puedo pasar?</p><p>― Puedes pasar. Pero no está aquí, tuvo mareos, prefirió ir a casa y descansar. Hace rato llamó y dijo que se encontraba mejor. Ten la llave. Mi casa siempre será tu casa. Sé que para ustedes inicia una nueva vida. Felicidades, serás papá. Antes de irse, Citlali expresó que a partir de este momento para ella todo será distinto. La noté extraña, tal vez son los síntomas del embarazo. ¿Por qué no me lo habían dicho?</p><p>― Lo siento señor, era una sorpresa. Felicidades a usted también, será abuelo ― dije al abrazar de manera fraternal al padre de Citlali. Después agarré la llave. Me despedí y decidí ir a casa de mi linda novia.</p><p><br /></p><p>Subo las escaleras. Abro la puerta de la casa. Me dirijo a la habitación de Citlali. Toco la puerta. No me contesta. Suena el teléfono celular. Contesto. Es ella.</p><p>― Emilio, discúlpame. Comenzaré una nueva vida con alguien más. El hijo que espero no es tuyo. No sabes cómo me duele haberme enamorado de alguien que no eres tú. No te merezco. Hoy, no lloré porque no estarías conmigo en Navidad. Estaba llorando porque me remuerde la conciencia. No sé por qué te hice esto. No me mereces. Hace rato que te hablé por celular quería decírtelo. Pero no tuve el valor. Por eso terminé la llamada… Encontré a otra persona que se convirtió en el motivo de mi vida. Qué más te puedo decir. Por ti ya no siento nada. No te puedo mirar más a los ojos. Disculpa por haber disfrazado mis sentimientos y mis palabras durante todo este tiempo.</p><p>― Cálmate. ¿Por qué me dices eso?</p><p>― Emilio, te veo en un futuro cargando la tristeza sobre el pecho. Debes ser fuerte, continuar con tu vida. Empezar desde cero. Iniciaré un viaje. En este viaje no estarás tú.</p><p>― ¿Qué te pasa? ¿Por qué dices que a mi lado ya no quieres estar? Por piedad no me digas eso.</p><p>― No tengo palabras para consolarte. Lo siento mucho. Fue muy lindo haber estado a tu lado durante tanto tiempo. Perdóname… Prometo no llamarte más.</p><p><br /></p><p><br /></p><p>Hoy, es de nuevo Navidad. En muchos lugares del mundo, las familias empiezan con los preparativos para las fiestas. Sobre esta fecha se han hilvanado en mi vida historias nostálgicas que no pretendo contar. Historias regidas por un vacío en mi corazón. Vacío que pregona infelicidad… Catástrofe.</p><p><br /></p><p>― Emilio. ¿Celebrarás esta Navidad con nosotros?</p><p>― No, abuelita.</p><p>― Hijo, no puedes ser tan rencoroso. Han pasado siete años. No puedes vivir con ese odio en tu corazón. Es tiempo para perdonar. Tu padre está enfermo, necesita dinero. A ti, y a tu hermano les ha sonreído la vida económicamente gracias a su trabajo. Debes conocer a tu hermano pequeño. El niño necesita de ustedes y tu padre también. La culpa de esto la tuvo Citlali. Ella fue la que lo sedujo. Debes entenderlo.</p><p>Cuelgo el teléfono. Lo recuerdo todo.</p><p>_______</p><p><b><span style="background-color: #fcff01;">Rodolfo Calzada Alfaro</span> (México). Licenciado en Sociología por la Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Xochimilco. Especialista en Educación Socioemocional por la Universidad Iberoamericana Ciudad de México. Ha colaborado en revistas literarias nacionales e internacionales con cuentos y poemas. </b></p>Revista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-496994219888448908.post-90943176422051602152022-01-18T13:09:00.001-08:002022-01-18T13:09:14.635-08:00Los ojos vacíos de la muerte, un cuento de Liana Pacheco<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><tbody><tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/a/AVvXsEhRt0AjM_4HP0bo9phAyliVMfxEyk_TnCb9s7yuebM7KlbxLUDdMqzb7tmB9in1LMUNURaLApodz3NM_UsoLU_pvkXtFcG3dUi2W4JBwE-XiiU9WB68vYO66190O7wBqja1g2XjVJv53fOhiHC-PxvHDfJ_JS34on9mzDZBDSo4TQFoJZ3m0OIWZ0MH=s951" style="display: block; margin-left: auto; margin-right: auto; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="951" data-original-width="564" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/a/AVvXsEhRt0AjM_4HP0bo9phAyliVMfxEyk_TnCb9s7yuebM7KlbxLUDdMqzb7tmB9in1LMUNURaLApodz3NM_UsoLU_pvkXtFcG3dUi2W4JBwE-XiiU9WB68vYO66190O7wBqja1g2XjVJv53fOhiHC-PxvHDfJ_JS34on9mzDZBDSo4TQFoJZ3m0OIWZ0MH=s16000" /></a></td></tr><tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><b><span style="font-family: courier;">Chucho Reyes, Pinterets</span></b></td></tr></tbody></table><span class="firstcharacter" style="background-color: white; float: left; font-family: Georgia, Utopia, "Palatino Linotype", Palatino, serif; font-size: 75px; font-weight: bold; line-height: 60px; padding-left: 3px; padding-right: 8px; padding-top: 4px;"><span style="color: #e06666;">C</span></span><p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: left;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;"><span style="font-family: inherit;">reo
que perdí el miedo a la muerte cuando ayudaba a la abuela Cata a matar el
guajolote para la fiesta de muertos o <i>“todosantos”,</i> como decía
arrejuntando sus palabras. Cata era la madrina de bautizo de mi mamá, que,
cuando ésta murió, desocupó un espacio en su casa y me permitió vivir con ella,
pero como la abuela dijo al poco tiempo que llegué: <i>“aquí el que no trabaja,
no come”,</i> tuve que ser partícipe de las tareas de la casa. <o:p></o:p></span></span></p>
<p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: left;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;"><span style="font-family: inherit;">Sin
embargo, en el mes de octubre se añadía el trabajo de cuidar y alimentar al
guajolote que mataría para preparar el caldo y mole negro. En ocasiones Rogelio
me ayudaba a barrer las cacas que terminaban secas y pegadas al suelo. Él sí
era nieto de la abuela Cata y su padre se lo dejó a cargo porque fue a trabajar
a Estados Unidos. La abuela lo mandó al que, durante un año, había sido mi
cuarto, y así terminé durmiendo en un petate junto a la cama de ella. Cuando
Rogelio llegó tuve que ayudarlo a acomodar sus cosas, que no eran muchas: un
par de pantalones, tres camisas, un cuaderno y unos lápices. En un descuido su
mochila cayó al suelo y me di cuenta de lo que traía oculto. <o:p></o:p></span></span></p>
<p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: left;"><span style="font-family: inherit;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;">—Rogelio,
¿de qué es esa botella?</span><span lang="ES"><o:p></o:p></span></span></p>
<p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: left;"><span style="font-family: inherit;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;">—¡Cállate!,
si mi papá se entera va a venir por mí y yo no quiero irme al norte a trabajar.</span><span lang="ES"><o:p></o:p></span></span></p>
<p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: left;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;"><span style="font-family: inherit;">Escondió
la botella debajo del colchón y yo no le dije nada a la abuela, no porque él me
importara sino porque no nos convenía verla enojada. Algo que ocurría a menudo,
luego de la llegada de su nieto: “<i>que si volvía hasta entrada la noche, que
lo veía vagando por el pueblo en lugar de ir a la escuela”.</i> Pero el enojo
se le borraba del rostro cuando acudía a cobrar el dinero que el papá de
Rogelio mandaba. <o:p></o:p></span></span></p>
<p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: left;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;"><span style="font-family: inherit;">Con
el transcurso de los meses nos acoplamos los tres en esa casa, como retazos
sobrantes de otras familias, pero que juntos formábamos un lienzo. <o:p></o:p></span></span></p>
<p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: left;"><span style="font-family: inherit;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;">En
la última semana del mes de octubre era el momento de matar al guajolote. La
abuela lo amarraba del marco de la puerta del patio, con la cabeza colgando al
suelo. Yo debía sujetar el cuerpo mientras ella de un tajo le rebanaba el
pescuezo. Una vez le pidió ayuda a Rogelio, pero él se negó, dijo que no quería
llevar un cargo de conciencia por matar. Así que me mantuve como ayudante del
verdugo hasta que el animal dejaba de retorcerse, con los ojos abiertos, bien
abiertos y vacíos, para no perder de vista cómo cercenaban su cuerpo.</span><span lang="ES"><o:p></o:p></span></span></p>
<p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: left;"><span style="font-family: inherit;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;">Esa
mañana de aquel ultimo día de octubre, la abuela salió temprano en dirección al
molino, cargando la cubeta con los chiles y el recaudo para el mole. Pero volvió
fúrica, con el rostro enrojecido como si acabara de comer de un bocado los
chiles de la molienda. Detrás de ella venía Rogelio tambaleante.</span><span lang="ES"><o:p></o:p></span></span></p>
<p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: left;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;"><span style="font-family: inherit;">—¡Ahí
lo encontré! Tirado en el atrio de la iglesia con los pantalones meados.<o:p></o:p></span></span></p>
<p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: left;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;"><span style="font-family: inherit;">Como
era apremiante terminar las cosas para la ofrenda lo dejó dormido en su cuarto
y nosotras volvimos a la cocina. Cuando terminamos de preparar los tamales,
sacamos el anafre al patio. Uno por uno los acomodé en la vaporera y encima ella
colocó una cruz de palma bendita, <i>“para que Dios cuide que no vayan a quedar
crudos”</i>, dijo.<o:p></o:p></span></span></p>
<p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: left;"><span style="font-family: inherit;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;">Al
día siguiente, era la visita al panteón. Ella prefería ir temprano, antes de
que se llenara de gente. A Rogelio le correspondía cargar los gruesos rollos de
flores de cempaxúchitl y borla, suficiente para repartir entre las tumbas de
los padres de la abuela Cata. Mientras nos encaminamos en aquel laberinto de lápidas
descoloridas, Rogelio me pidió que lo ayudara con las flores porque tenía
retortijones.</span><span lang="ES"><o:p></o:p></span></span></p>
<p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: left;"><span style="font-family: inherit;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;">—Debe
ser por tantos tamales que cenaste ayer.</span><span lang="ES"><o:p></o:p></span></span></p>
<p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: left;"><span style="font-family: inherit;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;">—¡Espérame!
Ya vuelvo. Dile a mi abuela que fui al baño.</span><span lang="ES"><o:p></o:p></span></span></p>
<p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: left;"><span style="font-family: inherit;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;">Y
antes de que pudiera pronunciar palabra, él se alejó. Sólo vi el polvo de sus
pasos hacia la salida donde lo esperaban sus amigos para seguir la borrachera
del día anterior. Esa noche no llegó a dormir y la abuela en lugar de salir a
buscarlo, como solía hacer, preparó un jarrón de chocolate que tomamos con un
poco de pan de yema.</span><span lang="ES"><o:p></o:p></span></span></p>
<p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: left;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;"><span style="font-family: inherit;">Pasó
la fiesta de día de muertos. Luego llegó el mes de diciembre y aquel año lo
terminamos así: con la abuela castigando a Rogelio cada vez que lo sorprendía
en sus escapadas a la cantina. A veces quería resignarse a la rebeldía de su
nieto y abandonarlo a la suerte; sin embargo, al final terminábamos trayéndolo
entre las dos a rastras a la casa.<o:p></o:p></span></span></p>
<p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: left;"><span style="font-family: inherit;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;">—Cada
quien labra su camino que lo lleva directito a su destino. A su papá ni le
digo, no merece tener preocupaciones, está trabajando para mandarnos dinero. </span><span lang="ES"><o:p></o:p></span></span></p>
<p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: left;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;"><span style="font-family: inherit;">Pero
a mitad de ese año, sucedieron cosas que en ese momento fueron inadvertidas.
Primero el sueño de la abuela; dijo que la casa se quemaba con ella adentro,
hasta recordó que, en su sueño, el incendio inició por una ramita de ocote con
la que prendió el copal. Desde esa noche, ella exigía que revisara que no
hubiera ninguna veladora encendida antes de irnos a dormir. <o:p></o:p></span></span></p>
<p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: left;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;"><span style="font-family: inherit;">Después
encontré una mariposa grande y negra en la parte alta del corredor, Rogelio la
aplastó con una escoba y la tiramos a la basura. Aunque sí conocía el rumor de
que esas mariposas auguran la muerte, nadie le dio importancia. <o:p></o:p></span></span></p>
<p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: left;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;"><span style="font-family: inherit;">—Son
creencias, hija —me dijo la abuela—. Algunas para despertarnos el miedo y
sobretodo el respeto a la Muerte. Porque ella viene a llevarnos sin previo
aviso y en el justo momento que nos corresponde. Por eso ponemos suficiente
comida y fruta en el altar de noviembre, para que nuestros “<i>muertitos</i>”
sepan que aún nos acordamos de ellos. <o:p></o:p></span></span></p>
<p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: left;"><span style="font-family: inherit;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;">Así
aconteció de manera imprevista, varios meses después, cuando el sueño de la
abuela y el incidente de la mariposa eran tan lejanos que ninguna de nosotras
los relacionó con su muerte.</span><span lang="ES"><o:p></o:p></span></span></p>
<p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: left;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;"><span style="font-family: inherit;">Los
testigos dijeron que mi primo junto con otro sujeto, que escapó, intentaron
robar a un anciano en una calle del pueblo. El hombre, en su defensa, asestó un
golpe a mi primo y éste respondió con un navajazo en el rostro, con mal acierto
que el arma cayó de sus manos. La víctima aprovechó el descuido, tomó la navaja
y la enterró varias veces en el pecho del nieto de la abuela Cata. <o:p></o:p></span></span></p>
<p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: left;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;"><span style="font-family: inherit;">Cuando
llegamos, Rogelio, o el despellejo que era, seguía tirado en el suelo. En
cuanto lo miré no pude evitar pensar en el sacrificio que hacíamos cada año para
<i>“todosantos”</i>. Así quedó Rogelio, igual que el guajolote: con los ojos
abiertos y la mirada vacía en dirección al cielo; la carne del pecho
desgarrada, la sangre impregnada en su ropa y desparramada en el suelo, hasta
que alguien consiguió una sábana y lo cubrió. En los prolongados minutos que lo
contemplé me di cuenta que no sentí nada, ni una punzada de tristeza o pena
dentro de mi pecho, estaba vacío. Ahí pensé que tal vez le había perdido el
miedo a la muerte, pero no le dije nada a la abuela Cata.<o:p></o:p></span></span></p>
<p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: left;"><span style="font-family: inherit;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;">Los
rituales funerarios de Rogelio carecieron de abundancia, a diferencia de las
tareas que hacíamos para la festividad del día de muertos. En la noche
del velorio, se colocó un lazo blanco en la puerta de la casa, en señal de la
pérdida de un hombre joven que no alcanzó a tener vida conyugal, eso dijo la
abuela Cata. Yo me encargué de repartir tazas con café y chocolate a las pocas
personas que nos acompañaron.</span><span lang="ES"> <span style="background: white; color: #202122;">Al día siguiente se
enterró. El sacerdote se negó a oficiar la misa de cuerpo presente, aludiendo
que mi primo faltó al mandamiento de “No robarás”. El padre de Rogelio únicamente
mandó dinero para pagar el ataúd y dijo que no podía venir a despedirse de su
hijo en el sepulcro.</span><o:p></o:p></span></span></p>
<p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: left;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;"><span style="font-family: inherit;">En
los siguientes años, los preparativos para la fiesta de “<i>todosantos”</i> se
volvieron simples. Se dejó de tostar chiles, ya no se compró guajolote, incluso
la ofrenda era cada vez más raquítica. A veces yo conseguía la comida preparada
de una fonda en el pueblo, porque la abuela ya no volvió a cocinar tamales de
mole, sólo de frijol. <o:p></o:p></span></span></p>
<p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: left;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;"><span style="font-family: inherit;">Después
de la muerte de su nieto, ella mencionó otra creencia que nunca antes había escuchado:
<i>“el alma de aquellos que fueron asesinados no tiene derecho a visitar la
ofrenda el día primero, sino hasta el ocho de noviembre. No se les debe poner
tamales de mole en el altar, a ellos se le coloca tamales de frijol sobre un
petate extendido en el suelo”.</i></span></span><span lang="ES" style="font-family: "Times New Roman",serif; mso-ansi-language: ES; mso-fareast-font-family: "Times New Roman"; mso-fareast-language: ES-MX;"><o:p></o:p></span></p><p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: justify;"><span lang="ES" style="background: white; color: #202122;"><span style="font-family: inherit;"><i>________</i></span></span></p><p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: justify;"><span style="color: #202122;"><b><a href="https://lianapacheco.wordpress.com">Liana Pacheco</a></b></span></p><p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: justify;"><span style="color: #202122;"><span lang="ES" style="background: white;"></span></span></p><p class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: justify;"><span style="color: #202122;">Ciudad de Oaxaca, México. En 2018 fue seleccionada para el taller de Novela Corta de la Editorial Almadía. Ha publicado en diarios locales y revistas como <i>Monolito</i>, <i>Palabrerías</i>, <i>Punto de Partida</i> UNAM. Dos de sus cuentos forman parte de las antologías de </span><span style="color: red;">Editorial Endora</span><span style="color: #202122;">.</span></p>Revista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-496994219888448908.post-73982481718905370352021-12-02T09:12:00.007-08:002021-12-17T10:01:28.547-08:00Elevador, un cuento de Charles Reinhardt<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><tbody><tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhw_KtvLEmCtkOY9y6TrI8K2BRSUZWlhfQ45OsE_j6jaHZikewYlJK7v2vOTJvR5jIE4QMxFy_-gxMD-gLhSWhjxhraDjLZVO4DSJYR_-OS-72i28hedDhF1jLj99uYQb0QNBVyfprSw-M/s640/640px-Skylight_in_the_abandoned_City_Hall_Station_%252832155%2529.jpg" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="461" data-original-width="640" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhw_KtvLEmCtkOY9y6TrI8K2BRSUZWlhfQ45OsE_j6jaHZikewYlJK7v2vOTJvR5jIE4QMxFy_-gxMD-gLhSWhjxhraDjLZVO4DSJYR_-OS-72i28hedDhF1jLj99uYQb0QNBVyfprSw-M/s16000/640px-Skylight_in_the_abandoned_City_Hall_Station_%252832155%2529.jpg" /></a></td></tr><tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><b>City Hall Station, NY || <a href="https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Skylight_in_the_abandoned_City_Hall_Station_(32155).jpg">Wikimedia Commons</a></b></td></tr></tbody></table><span class="firstcharacter" style="background-color: white; float: left; font-family: Georgia, Utopia, "Palatino Linotype", Palatino, serif; font-size: 75px; font-weight: bold; line-height: 60px; padding-left: 3px; padding-right: 8px; padding-top: 4px;"><span style="color: #38761d;">S</span></span><p>ofía estaba un poco cansada. Había estado trabajando todo el día para sus clientes habituales y no estaba de humor para conocer nuevos prospectos. Cuando recibió la invitación dos días antes para mostrar unos diseños a una empresa de tecnología en el centro de la ciudad, no pudo rechazarla. No le gustaba este vecindario, un bosque de torres de cemento casi idénticas. Sin embargo, desde hace tres años estaba haciendo todo lo necesario para establecer su reputación como artista y diseñadora, y agradecía que tales oportunidades empezaran a presentarse con más frecuencia. En el reflejo del espejo del elevador ascendente, ella se miró los tatuajes casi industriales en sus antebrazos, los que los hacían parecer mitad máquina. Normalmente los cubriría con mangas durante una entrevista, pero con este tipo de cliente, no pensó que sería necesario. Ella era artista, de las mejores, y un artista con un portafolio como el suyo podía permitirse mostrar excentricidades. </p><p>El elevador temblaba un poco cuando llegó al piso treinta y cinco. Las puertas se abrieron otra vez, dando sobre una oficina oscura y vacía. Ella miró el reloj en su celular: eran las cuatro y media, como estaba planeado. Salió del elevador y llamó tímidamente: </p><p>—¿Hola? ¿Hay alguien? </p><p>La oficina parecía normal, con un mostrador y salas de reuniones con paredes de vidrio. </p><p>No había nadie. </p><p>Ella andó hacia un corredor entre dos paredes de vidrio. Podía ver los salvapantallas en las computadoras sobre los escritorios en frente de las sillas vacías. Intentó saludar otra vez:</p><p>—¿Hola? </p><p>—Hola —, contestó una voz detrás de ella. </p><p>Se dio una vuelta y vio a un hombre sonriendo, tendiéndole la mano. A Sofia se le escapó un pequeño grito y se excusó, riendo y estrechando su mano. </p><p>—Disculpa, me he asustado un poco. </p><p>El hombre le sonrió, sacudiendo la cabeza, excusándose. Era de estatura media, con gafas grandes y rojas y cabello teñido de azul. </p><p>—No, no, es mi culpa. ¡Una disculpa! ¿Supongo que eres Sofia? </p><p>—¡Si, soy yo! </p><p>—Claro, soy tan tonto, yo habría debido explicar que el equipo está de vacaciones ahorita. </p><p>—Dale, si hoy no es un buen momento, podemos reprogramar . . . </p><p>—De ninguna manera —respondió —, este es el momento perfecto para este trabajo. De hecho, ¡sígame, por favor! </p><p>Señaló con la mano que lo siguiera y caminó bajo el corredor. Llevaba zapatillas de deporte de colores, de las que se diseñan y se compran online. Sofía se preguntaba si los trabajadores de tecnología tiñen sus cabellos y compran zapatos de colores brillantes para compensar el aburrimiento de su diario vivir. Llegaron a una pequeña sala como las otras, pero con paredes negras, lisas y brillantes. Había una mesa en el centro, con dos sillas a cada lado. </p><p>—Por favor, siéntese —dijo el hombre —. ¿Y dónde he dejado mis modales? Me llamo Christian. </p><p>—Un gusto, Christian. </p><p>—Igualmente. Bueno, ¿usted sabe lo que hacemos en Makeify? </p><p>—Sí, busqué un poquito en internet. Sé que ustedes hacen diseños para las postales digitales, ¿cierto? </p><p>—Si, entre otras cosas, sí. Se diría que este es nuestra gallina de los huevos de oro. Pero estamos creciendo nuestra huella tanto en el ámbito digital como físico, con nuevos colaboradores y socios en estos días. Estamos buscando talentos creativos como usted. ¡Su portafolio realmente nos impresionó! </p><p>Ella asintió, complacida. </p><p>—Estoy halagada por tener esa oportunidad. </p><p>Christian asintió también. </p><p>—Nosotros estamos halagados que usted quiera darnos la oportunidad igualmente. </p><p> Él sonrió y señaló la mesa. Era negra, lisa y brillante como las paredes. </p><p>—Lo que queremos son unos diseños nuevos aquí. Mira, es una tecnología propia. </p><p>Él pasó su dedo por la superficie de la mesa. Un hilo blanco siguió el sendero que dibujó. </p><p>Ella abrió mucho los ojos. </p><p>—¡Es increíble! ¿Dibujo todo en este escritorio? ¿Con los dedos? </p><p>—Si, todos nuestros artistas lo hacen así. </p><p>Hubo una pausa. Ella quebró el silencio. </p><p>—Bueno, estoy súper emocionada por comenzar. ¿Qué quiere que diseñe para ustedes? </p><p>Él sonrió. </p><p>—Empezamos con algo sencillo. ¿Usted puede hacer un pez? </p><p>—Sí. ¿De qué tipo? </p><p>—¡Cualquier tipo!</p><p>Había llegado el momento de la prueba. Con cautela, asegurándose de mostrar todo su talento y atención a los detalles, ella se inclinó sobre la mesa y trazó la silueta de un pez payaso con la punta de los dedos. Christian le explicó cómo seleccionar colores y texturas, suavemente tocando y después deslizando sus dedos en el rincón de la mesa. El miraba su progreso, los brazos cruzados, dando los consejos necesarios sobre la interfaz. Al cabo de unos seis minutos ella había casi terminado. Refinó sus pinceladas en las aletas, se recostó en su silla y señaló su dibujo con ambas manos. </p><p>—Ta-da! Creo que esto se parece más o menos a un pez. ¿Qué le parece? </p><p>Él no dijo nada. Examinó la imagen sobre la superficie y lentamente sacó el celular de su bolsillo. Ella pensó que tal vez iba a tomar una foto. En cambio, sin mirar, presionó algo en la pantalla con el pulgar. </p><p>El pez comenzó a nadar. Las animaciones de sus movimientos estaban perfectas. Fue como si todo un estudio de animadores hubiera trabajado en su dibujo. Mientras ella miraba, el pez nadó hasta el borde de la mesa y de repente, apareció en la pantalla de la pared. Continuó nadando sobre la superficie de la pared hacia el techo, como si toda la sala fuera su pecera. </p><p>—Me parece muy bueno, dijo. ¿Qué le parece a usted? </p><p>Ella no supo qué contestar. Sintió una combinación de emoción y confusión al mismo tiempo. No sabía por qué, pero sintió que se le erizaba la piel de los brazos. </p><p>—¡De ninguna manera! No lo puedo creer. </p><p>Él hizo otro gesto con su celular y el pez desapareció. Guardó su celular y se quedó allí con las manos en sus bolsillos. </p><p>—Eso es lo que hacemos realmente aquí. Somos conocidos como animadores, pero nuestro proyecto es más que eso. Hizo un gesto a su alrededor con las manos. </p><p>—Todo este edificio pertenece a nuestra empresa. Y todos los pisos inferiores están llenos de filas y filas de los procesadores informáticos más potentes del mundo. Usted es una gran dibujante, pero con nosotros, con Makeify, podría ser una creadora, una “maker” digamos. </p><p>—Es realmente increíble. Nunca vi una animación parecida. </p><p>Él se echó a reír. </p><p>—¡Yo tampoco, antes de venir a trabajar aquí! </p><p>Se puso serio de nuevo y señaló la mesa otra vez. </p><p>—Ok, próxima cosa, hacemos algo un poco más complicado. Normalmente esperamos una segunda reunión, pero confiamos en usted. ¿Cómo le parece una motocicleta? Hemos visto en su portafolio que tiene un don para dibujar máquinas. Este es un don muy particular, y cada vez más importante para nosotros en estos días. ¿Qué le parece? </p><p>Ella se encogió los hombros. </p><p>—Vale, de motocicletas he dibujado unas antes. </p><p>—¡Perfecto! ¿Quiere tomar algo? </p><p>—Agua, por favor. </p><p>—Ya vuelvo. </p><p>Él salió, cerrando la puerta silenciosamente. Ella se puso a dibujar con los dedos. Lo hacía con más tiempo esta vez, para hacer correctamente las ruedas, el asiento, los tubos de escape. Él volvió con una taza de agua, y salió de nuevo para dejarla trabajar en paz. Después de veinte minutos, ella terminó; tomando y exhalando aire, su cuerpo se derrumbó sobre la silla. Christian entró casi inmediatamente. Tenía el celular en la mano mientras entraba, como si hubiera estado hablando en el corredor. Como la vez anterior, tocó algo en la pantalla de su celular y la motocicleta se animó, trasladándose a través de la mesa y hacia la pared, con las ruedas girando y el humo saliendo por el tubo de escape. </p><p>Ella rio. </p><p>—¡Es increíble! </p><p>Él rehízo el ademán con su celular y la imagen animada de la moto se disolvió. </p><p>—Lo que es increíble es su talento para dibujar los diseños mecánicos —respondió él —. Esa es la razón principal por la cual nos pusimos en contacto con usted. Nuestra tecnología funciona mejor cuando el diseño es concebido con una creatividad coherente. </p><p>Ella sonrió. </p><p>—Me alegra escuchar eso, gracias. Pero tengo que admitir que mi inspiración siempre han sido fuentes fantásticas, como la ciencia ficción, libros gráficos, películas de horror etcétera. No soy ingeniera... </p><p>Christian no pudo contener su emoción. La señaló mientras hablaba. </p><p>—Ese es el punto, eso exactamente. Para usted, los objetos mecánicos son asociados con emociones. Es eso que necesitamos, esta visión personal y fantástica. La realidad es otra cosa. Carga nuestra. </p><p>Se sentó frente a ella. </p><p>—El próximo diseño es lo más importante de esta sesión. Si sale bien, vamos a tener más trabajo juntos en los días por venir. </p><p>—¡Excelente! Entonces, ¿qué le gustaría que dibujara?</p><p>Él hizo una pausa, como si estuviera buscando las palabras justas. </p><p>—Sabemos por su portafolio que le gustan los diseños un poco góticos, ¿no? </p><p>Mientras hablaba, dio una mirada a los tatuajes oscuros e industriales sobre sus antebrazos. De repente, ella sentía el deseo de cubrirse los brazos. </p><p>—Sí. Es mi especialidad. </p><p>—Bueno, es por eso que la anotamos a usted para empezar. La verdad es que tenemos un nuevo cliente al que queremos impresionar y no supimos cómo hacerlo. Necesitábamos alguien como usted, que entienda este tipo de diseño. </p><p>—Ok. ¿Cuál es el diseño? </p><p>—Un robot que vuela. Tipo militar, con armas. Usted sabe, como en las películas, como Terminator, Robocop, de este género. </p><p>—Vale, creo que soy capaz de hacer esto. </p><p>—Intenta hacerlo asustador, ¿sabes? Necesitamos una visión muy creativa y original. Estamos buscando miedo. </p><p>Como la vez anterior, Christian dejó la sala. </p><p>Con sus dedos, Sofía empezó a dibujar lo que Christian había pedido. Ella creía saber el estilo que quería. Comenzó con las alas del helicóptero, luego con las armas y el torso blindado. Convocó toda su habilidad y todos sus puntos de referencia favoritos, como los diseños de H.R. Giger, Sydney Mead, William Gibson. Intentó acordarse de la mezcla de temor y asombro que sentía viendo sus películas favoritas por primera vez. Finalmente, inspirada un poco en Terminator, dibujó una cara que parecía a una calavera sonriente. </p><p>Ahora acostumbrada a la tecnología del escritorio, giró la imagen y agregó los toques finales con la punta de los dedos. </p><p>La máquina era compacta y negra, puntiaguda y cubierta de cuchillas. Las mini-astas del helicóptero parecían capaces de volar y cortar extremidades. Su rostro sonreía con malicia, lucía como un cruce entre un cráneo humano y las mandíbulas de un insecto. </p><p>Por la última vez, Christian entró justo después del último trazo de Sofía. </p><p>—¿Qué tal? —, preguntó señalando el diseño con las manos. </p><p>—Es perfecto —contestó Christian—. Perfecto. </p><p>Christian se acercó al escritorio, visiblemente feliz. Asintió con la cabeza. </p><p>—Eso —dijo—. Ya está. </p><p>Levantó su dedo, como si estuviera pensando en qué decir. </p><p>—Con permiso, ¿le molestaría esperar aquí unos minutos? Yo tengo que ir a ver algo, pero vuelvo enseguida. </p><p>Ella asintió, sonriendo, totalmente cansada por el esfuerzo que acababa de hacer. </p><p>—Bueno, me queda bien esperar. ¿Pero entiendo por eso que ustedes quieren trabajar conmigo? </p><p>—¡Sí! Claro que sí. ¡Considérese contratada! </p><p>—Vale, entonces no me molesta esperar un poquito. O sea, solo un poquito. Tengo que irme pronto. </p><p>—¡Vuelvo enseguida! —, dijo—. ¡Por favor, no cambie del dibujo hasta que regrese! </p><p>Ella levantó las manos. </p><p>—¡Dale! </p><p>Él le mostró un pulgar hacia arriba y salió enseguida.
Mientras ella esperaba, admiró su diseño y sacó su celular para tomar una foto. Ya sospechaba que no podía compartirlo en su portafolio ni en sus redes sociales, pero quería tener un registro de su trabajo. En ausencia de Christian, finalmente ella podía mostrar su agotamiento; colocó su cabeza en un lugar vacío del escritorio, para no perturbar su dibujo, que quedaba inmóvil sobre la mesa. Cerró los ojos y se dispuso a tomar una pequeña siesta.</p><p>Veinte minutos después, abrió los ojos, se sentó abruptamente en su silla, mirando la hora en su celular, que guardaba en su mano. Miró el escritorio: la superficie negra y lisa se sentaba impasible ante ella. Su dibujo había desaparecido. Se puso de pie, y salió de la sala. En el pasillo, la oficina estaba todavía vacía y oscura, iluminada solo por una luz suave cerca del elevador, y las luces parpadeantes de las computadoras. Alcanzó el elevador y presionó el botón. Las puertas se abrieron y ella entró. </p><p>Dentro del elevador, la luz clara de las bombillas le hacía doler los ojos. Se apoyó contra la pared lejana, la noticia de reparo todavía colgada en el muro opuesto. Con fatiga, tendió la mano para seleccionar la planta baja. Antes de tocar el botón, el elevador ya empezó a bajar. Ella frunció el ceño y extendió la mano para seleccionar la planta baja otra vez. El botón se iluminó de manera normal, pero parecía que el elevador ya tenía un destino. En el tercer piso, las puertas se abrieron. Al principio no podía ver nada. Después de un segundo, pudo distinguir una vasta cámara oscura, como un almacén que se extendía tres pisos hacia arriba. Filas de máquinas altas parpadearon en la oscuridad. Podía escuchar un zumbido desde arriba acercándose cada vez más. Por el rabillo del ojo, vio un pequeño charco de luz a dos metros de distancia, iluminando una zapatilla de colores brillantes, exactamente como la de Christian, que se asomaba por detrás de una de las máquinas. Yacía de lado, pero no podía ver si estaba pegada a una persona. Se sentía helada mientras las puertas comenzaban de nuevo a cerrarse, y pensó que vislumbró una forma indistinta moviéndose rápidamente en el aire. Pero las puertas terminaron de cerrarse antes de que pudiera verla claramente y el elevador comenzó a bajar otra vez. </p><p>Las puertas del elevador se abrieron. Sin mirar atrás, ella corrió, casi tropezando, por el vestíbulo hasta la entrada del edificio. Mientras salía corriendo, quedaba en el fondo de su mente un arrepentimiento de no haber visto la animación de su último dibujo. Como artista, estaba todavía orgullosa de su diseño. Lástima que no pudiera usarlo para su portafolio.</p><p>___</p><h3 style="text-align: left;"><span style="color: #222222; font-family: inherit;"><a href="https://autores.revistacoronica.com/2021/12/charles-reinhardt.html">Charles Reinhardt </a></span></h3><p><b><span style="color: #222222; font-family: inherit;">Neoyorquino. Ha escrito ensayos y reseñas de libros para varias publicaciones como Barnes & Noble Review, Jacobin, Hazlitt, Maclean's. El presente relato, </span><span style="color: #222222;"><i style="background-color: #fcff01;">Elevador</i>, fue escrito originalmente en español.</span></b></p>Revista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-496994219888448908.post-40582763468432390592021-07-10T01:00:00.008-07:002021-07-10T10:05:34.474-07:00Shadowplay (Juego de sombras), un cuento de Kristian David Otxoa<br /><table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><tbody><tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg83IJcW4yi4LOdHSTPLgigzFACp77Hux-BfEb_RMVYzeEB200smPcBBvmjNBlRjz9O6wLKwLWNjcklMlK1tjNBFL5v24RjNDBMSaEKeHI8OoObBC2LXx1z9Ck2HRT3WVlu_omV3OgaQw8/s889/Sombras_kuwami.jpg" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="889" data-original-width="640" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg83IJcW4yi4LOdHSTPLgigzFACp77Hux-BfEb_RMVYzeEB200smPcBBvmjNBlRjz9O6wLKwLWNjcklMlK1tjNBFL5v24RjNDBMSaEKeHI8OoObBC2LXx1z9Ck2HRT3WVlu_omV3OgaQw8/s16000/Sombras_kuwami.jpg" /></a></td></tr><tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><b><span style="font-size: x-small;">Wikimedia Commons | Kuwami</span></b></td></tr></tbody></table><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><br /></div><span class="firstcharacter" style="background-color: white; float: left; font-family: Georgia, Utopia, "Palatino Linotype", Palatino, serif; font-size: 75px; font-weight: bold; line-height: 60px; padding-left: 3px; padding-right: 8px; padding-top: 4px;"><span style="color: #999999;">T</span></span>oda mi vida voy a detestar a Fabiola Camacho. Se apropió de una edición que yo tenía, firmada y dedicada por Raymond Carver, del libro <i>Winter Insomnia (Insomnio invernal</i>). Año tras año el valor de esa obra crece y la muy cabrona nunca me la regresó. Le rogué un par de lustros. De nada sirvió. Aunque en su defensa, hay que decir que no aplicó la táctica de pedir el libro prestado. Para nada. Fui yo quien lo dejó en su cómoda luego de que me acogiera, un domingo en la tarde, cuando terminé mi relación con Liliana. Fabiola me recibió en su departamento con las cosas que pude rescatar de aquella ruptura y nos embriagamos mientras en la televisión transmitían el debate de los candidatos a la presidencia. Nos conocimos en la UNAM (Fabiola y yo). Ahí mi amiga también conoció a Ramón, el amor de su vida. Luego de un par de semanas la pareja decidió compartir casa. Ramón era guapo y de Xalapa. También le gustaba madreársela cada tanto. Claro que nadie sabía de ese hábito. En el pasado esas cosas no se denunciaban. Las madrizas duraron hasta que me tocó presenciar una. Fue en la graduación de Fabiola. Luego de los trámites oficiales organizamos una verbena en el departamento de la pareja. Después del baile, los brindis y la algarabía, ambos se fueron a dormir. Me dejaron a cargo del lugar y de los borrachos sobrevivientes. Estábamos en esas horas de la madrugada donde solamente los desesperados por vivir continúan despiertos y, de la nada, en medio de gritos, Fabiola salió de su dormitorio para pedir ayuda. Llevaba puesto un camisón de algodón azul con un estampado<i> vintage</i>. Sus pechos y nalgas se notaban sobre la exangüe tela. No usaba bragas. Yo creo que a Ramón, por el alcohol, se le olvidó que yo estaba ahí. A Fabiola le escurría sangre de la nariz y lloraba granizos con sal. Entre toda la banda que estaba en la sala conmigo y los que se despertaron por el desmadre, impidieron que el cuerpo del Ramoncito terminara estampado en el corazón del barrio chino. Es decir, no me permitieron lanzarlo desde el balcón. <div><br /></div><div>A partir de ese día Fabiola comenzó vivir sola. No quiso alquilar con allegados. La vida social en el departamento se hizo abundante. Hubo jolgorios ininterrumpidos de hasta noventa y seis horas. Creo que nunca falté a ninguno. La cosa con La Fabis era de llevarnos con cariño. A veces dormíamos juntos, semidesnudos. Nunca tuvimos coitos ni ondas de ese tipo. Nos quitábamos la ropa cuando hacía calor y en el invierno nos tapábamos con doble calceta. En una ocasión una amiga de Fabiola me preguntó si nosotros, Fabiola y yo, tuvimos sexo alguna vez. Ella es demasiado hermosa y si no lo has intentado seguro eres homosexual, me dijo. Le respondí que hay cosas más importantes que pensar en meter la verga todo el tiempo. Bernard Shaw lo escribió pero que seguro tú, por el tipo de comentarios que haces, nunca leíste al autor irlandés. Es más, le dije, apuesto que hasta este momento nunca lo escuchaste mencionar. Por supuesto la amiga se encabronó. Pero sin duda, su curiosidad quedó satisfecha porque no preguntó otra vez. </div><div><br /></div><div>Un día Fabiola me llamó muy emocionada para avisarme que le iban a publicar un artículo en la revista que el poeta, promotor cultural, editor y periodista, Carlos Martínez Rentería, gestiona. Martínez Rentería ha sido un férreo defensor de la contracultura desde 1988 cuando fundó su revista <i>Generación</i>. Su intención es ser moralmente incómodo y políticamente incorrecto, me dijo Fabiola. No mames, Fabi, ¿por qué hablas como si fueras un artículo escrito?, le pregunté. Tienes razón, me dijo. Ambos reímos con la ocurrencia. La felicité por su buena estrella y sobre todo por su dedicación a la escritura. Entonces me reveló el fundamento principal de su llamada: era probable que Guillermo Fandelli asistiera a la celebración que se realizaría, después del evento oficial, en el departamento de Dolores y Avenida Independencia. Desde que conocí a Fabiola ella estaba empecinada con que Fandelli y yo, Cristóbal Zubizarreta, teníamos que conocernos. Mi amiga se había propuesto, como una de sus metas en la vida, lograr que sus dos queridos machos, así nos llamaba, nos encontráramos en algún momento del espacio y el tiempo por algún motivo sentimental que sólo ella conocía. Yo no sé qué le contestaba Fandelli cuando se lo proponía, pero en mi caso puedo decir que siempre me hacía pendejo. Postergaba el asunto o desviaba el tema hacia otro lado. Yo a ese señor ya lo conocía. Y también puedo decir que no me fue muy bien con él en nuestro primer encuentro. Pero eso a Fabiola no se lo conté. Detesto desilusionar a mis amigos. </div><div><br /></div><div>El tiempo tiene la perversa costumbre de ocurrir y el día para presentar el número 94 de la revista <i>Generación</i>, llegó. Fue trabajo arduo porque la falta de presupuesto, como siempre, aplazó algunos meses la publicación. Pero, a pesar de todos los escollos, el hecho se consumó. Aquellos señores, los editores de la revista, siempre logran lo que se proponen. Llevan décadas con ese procedimiento. Sus empresas se postergan y dificultan tanto que, cuando resultan, se convierten en gestas heroicas. En esa ocasión Fabiola era parte del equipo que repitió la proeza. Era inevitable acompañarla. Para realizar la presentación oficial los organizadores eligieron el salón Covadonga. Eludí ese primer compromiso con un pretexto tan típico y alcalino que ya lo olvidé. Fabiola no se molestó por mi ausencia. Además, le ayudé con la corrección de su artículo. Para ella lo importante era mi presencia en el festejo privado, donde me presentaría al tal Fandelli. Yo estaba muy nervioso. Tenía miedo de que el escritor me reconociera. Aparte, ese hombre es imponente y muchas leyendas lo preceden. En todos esos mitos él, Fandelli, siempre vence y nadie se atrevía a negarlo. Digamos que en aquellos años (y en la actualidad también), era y es, el regente de la bohemia en Ciudad de México. No sé si exagero con la afirmación anterior. Pero la ansiedad que, a mi pesar, tuve antes de llegar a la fiesta de mi amiga, sí fue real. Por eso me demoré en aparecer por ahí todo el tiempo que me fue posible. Confiaba en llegar y que todos estuvieran tan borrachos y drogados como para pasar inadvertido. Quería que Fabiola se ligara a alguien, lo llevara a su habitación y no salieran de ahí hasta la mañana siguiente. Sin Fabiola presente o con Fabiola borracha yo sería un elemento más entre la multitud y no el amigo que ella tanto deseaba exhibir. Además, a mí no me gusta resaltar; prefiero disimular y quedar medianamente ignorado. No tanto como para que nadie me recuerde pero sí lo suficiente para no ser el centro de todas la miradas. Y como era ingenuo dejar todo en manos del azar, elaboré un plan. Si mi idea fracasó fue debido a que Fabiola era, tal vez aún se comporte así, lo desconozco, una mujer con voluntad inquebrantable. Por eso conseguía cualquier propósito, incluso los proyectos caprichosos que se le metían en la cabeza. Como el de reencontrar a dos viejos conocidos. </div><div><br /></div><div>En primer, lugar ese día llegué temprano al Centro Histórico. No quería estar atrapado en el tránsito vehicular y además no tenía nada que hacer. Estacioné mi<i> Jeep</i> atrás del mercado de San Juan, en la calle Ernesto Pugibet. A un costado del mercado está la plaza con el mismo nombre. En este lugar hay unas barras y los tipos que ahí se ejercitan venden el mejor perico de la ciudad. Yo los conocía de años. Así que bajé del auto a comprarles algo de polvo. Después fui a la vinatería por un seis de cervezas, una pachita de ginebra y me dispuse a embriagarme. Necesitaba valor para presentarme en la fiesta. Estuve ahí desde las siete de la tarde hasta las once de la noche. Durante ese tiempo traté de entender el miedo que me provocaba Fandelli y sólo pude recordar la siguiente anécdota: creo que Fandelli estudió ingeniería; es decir, nada que ver con el mundillo de la literatura en la UNAM. Yo, por supuesto, estudié en Filosofía y letras. Tuve que coexistir con toda la inmundicia que implica cursar estudios profesionales en ese lugar. Y a pesar de aquella deshonestidad intelectual, formé un grupo literario. Se llamaba <i>El círculo sin rostro</i>. El clan pasó sin pena ni gloria y desde el nombre ya era una pretensión vergonzosa. Lo que podría tener de interesante es que lo realizamos durante dos años en la morgue de la facultad de medicina. Y de cierta manera, Fandelli estuvo involucrado en el fin de aquel periodo. Nos atraparon por leer su obra y así perdimos el recinto. </div><div><br /></div><div>Ese lugar lo descubrí accidentalmente durante la huelga del año noventa y nueve. Regresé a Ciudad Universitaria luego de un par de días en casa de mis padres. Eran las jornadas más estalinistas de la huelga. Si no te conocían las brigadas de vigilancia el ingreso estaba prohibido. Eso me ocurrió en la entrada de la calle Cerro del agua. No quisieron reconocerme. Yo pertenecía a otra corriente política. Por eso caminé a la calle Filosofía y letras y salté la barda de la planta que trata las aguas negras de CU. Lo hice sin problemas (tenía diecinueve años). Cuando llegué al circuito avancé con sigilo entre las sombras para no ser descubierto por los grupos de seguridad. Tenía que llegar a mi facultad para estar a salvo. Corría de manera furtiva cuando un trio de chicas me sorprendió. Eran la cuadrilla de trabajo social. Lo supe porque sus voces femeninas me gritaron «Somos la patrulla de trabajo social ¡Alto!» Tenían fama de ser inclementes con los que atrapaban. Por eso desobedecí cuando me ordenaron parar. Aceleré y escapé hacia la facultad de medicina, por la parte trasera del circuito automovilístico. A pesar de la oscuridad escuchaba sus voces. Ellas tenían linternas de largo alcance. Alargué mis zancadas. El objetivo era llegar a los jardines de odontología y perderme entre la maleza. Estaba a cuarenta metros de lograrlo cuando perdí el piso. Caí en un foso con tres metros de profundidad. La escotilla estaba abierta (seguro fueron los huelguistas quienes arrancaron los candados). El sonido que mi cuerpo hizo al estrellarse con el piso me recordó el crujir de los muros en el sismo del ochenta y cinco. La asfixia del impacto se extendió un par de minutos. Las chicas de la patrulla pasaron y yo quería pedirles auxilio pero no tuve aliento. Las escuché alejarse. No me desmayé pero estuve casi inconsciente parte de la madrugada. Creo que cuando respiré con normalidad dormí algo. Desperté con el frío que el Ajusco bufa y me incorporé. Estaba en penumbras. Saqué mi encendedor y me arrodillé. Extendí mi mano izquierda y batí la nada. La flama del adminículo alumbró una portezuela por donde cabría arrastrándome. Tuve la suerte de que también estaba sin candado (después de siete meses de huelga la falta de mantenimiento tenía a la Universidad en la ruina). Cuando tuve fuerza abrí la puertezuela y entré en una habitación inmensa. Como no había electricidad seguí con el encendedor como farol. Encontré una mesa de hierro y me recosté en ella. Me dormí al instante. </div><div><br /></div><div>Al despertar de inmediato supe dónde estaba. Por fortuna el depósito estaba sin cadáveres. Dos años después sí que había muertos. Cuando hacíamos el taller nos colábamos por donde caí. Nunca pusieron un candado hasta que nos descubrieron. Es difícil de creer pero el sindicato de trabajadores de la UNAM nunca fue muy eficaz. Entonces, se nos ocurrió fundar <i>El círculo sin rostro.</i> Yo propuse usar el depósito de fiambres como proscenio y todos estuvieron de acuerdo. Cuánta hilaridad. Leíamos autores contemporáneos y también nuestros empeños de escritura. Realizábamos los encuentros los lunes y sólo cuando el semestre estaba en marcha. Jamás en vacaciones o fines de semana. Se permitía beber poco y nada de drogas. Los muertos en sí ya eran un mal viaje. Pero nos gustaba el aura de correría que suscitaba aquella travesura. Todo funcionó de maravilla hasta que invitaron al Jabalí. El problema con este animal fue que se sentía un tipo duro. En realidad creía ser algo así como Tim Madden, el personaje de <i>Los tipos duros no bailan, la novela</i> de Norman Mailer. También decía que era especialista en literatura estadounidense aunque jamás hubiera leído un libro en inglés. Y obvio, le gustaba tomar y drogarse con ansiolíticos. El Jabalí pensaba que era inmune a los efectos de los sicotrópicos. Sólo participó en tres reuniones y con eso bastó para que las cosas se fueron al carajo. Como era obeso le costaba arrastrarse por la rendija de ingreso. El asistir ebrio tampoco lo ayudaba. En la ocasión final rasgó sus pantalones en medio del culo y a pesar de que nos reímos poco, la tomó contra nosotros por ser testigos de su deshonra. En fin, esa noche comentaríamos<i> El día que la vea la voy a matar</i>, de Fandelli. No teníamos ningún tipo de ceremonial. Yo hacía una breve introducción pero a esas alturas las cosas ya se daban solas. Entonces El Jabalí dijo que Fandelli era una mala copia de Joe Fante y que deberíamos pasar a otra cosa. Alargó el brazo derecho y sacó mi copia de <i>Winter Insomnia.</i> Abrió el libro con ambas manos y leyó la dedicatoria con la firma. No es cierto, me dijo mientras me veía fijamente a los ojos. Me estiré para arrebatarle lo que consideraba mío y le dije que era un pelafustán. Sus baladronadas no me intimidaban. El Jabalí nunca leyó a Fandelli. Por eso desconocía que la influencia real de este autor son los escritores rusos. La discusión se incrementó y terminamos a los golpes. No me avergüenza reconocer que me noqueó. Con un gancho en el mentón perdí el conocimiento. El Jabalí, igual que yo, amaba boxear. Recobré la conciencia en las oficinas de seguridad UNAM. Al parecer nos trasladarían a la autoridad civil y también amenazaban con expulsarnos. Después de muchas horas y cientos de preguntas nos dejaron ir. No llevar drogas y alcohol convenció a las autoridades de que lo nuestro, sólo era literatura. </div><div><br /></div><div>Fue el timbre de mi celular lo que ahuyentó a los espectros del pasado. Era Fabiola. Que dónde estaba yo. Apuré la última dosis de coca y vacíe el trago final de ginebra. Salí del Jeep, le puse la alarma y me fui a reabastecer (detesto llegar con las manos vacías a cualquier lugar). Después caminé por López hasta Victoria. En esa esquina doblé a la izquierda y al llegar a la calle de Dolores giré a la derecha. Mi andar era cansino. Cuando aparecí en la intersección de Dolores con Independencia pude oír y admirar desde la vereda lo que ya sucedía en el departamento de Fabiola. Era hermoso. Pero yo estaba inquieto. Poseía una copia de las llaves. Entré y subí sin prisa los cinco pisos que me separaban de mi destino. Las penumbras de los pasillos me dieron algo confianza. Me hicieron creer que la memoria del escritor podría ser difusa. Pero, una vez más, me equivocaba. Traspasé la puerta del departamento 503 y al primero que vi fue a Martínez Rentería. Vestía una camisa color vino, pantalón negro, chaqueta gris y mocasines de gamuza cafés. La verdad nada contracultural. Lo divertido era que tenía tres globos de los que venden en los semáforos amarrados en los dedos índice, medio y anular. También usaba lentes oscuros a media noche. Entre risas le decía a un grupo de jóvenes que «la contracultura no es una época determinada, sino la manera de nombrar al movimiento de la cultura. En la medida que la cultura se mueve hacia un punto donde se define ese movimiento. Lo que el científico Timothy Leary llamaba la cresta de la ola». No pude escuchar más porque me encaucé hacia la cocina. Mi plan consistía en mezclarme entre la gente y torear a Fabiola. Pero Fabiola era Fabiola. Yo hablaba con un par de extranjeras cuando me tomaron del bíceps derecho y me jalaron con fuerza. Era ella. Gritó, me besó y me abrazó. Todo en el mismo instante. Ni bien terminó su saludo cuando profirió la sentencia que yo temía: «ven, te espera desde hace rato». No pude evitarlo y me resigné a obedecer. </div><div><br /></div><div>Alrededor de Guillermo Fandelli siempre se congrega una pequeña multitud. Aunque para Fabiola eso no figuró un obstáculo. Se abrió pasó entre el gentío con la seguridad de ser amiga íntima de la celebridad y me insertó en el grupo: «¡Willy! Él es de quien te hablé». Y me reconoció, supe por cómo me miró, que él sabía quién era yo. Sin embargo no dijo nada. Guillermo Fandelli sonrió y me alargó su delgada y firme mano. Vestía una gabardina negra, pantalón y camisa del mismo color con unas botas rojas. Sin duda, su gran distintivo era el sombrero panamá que portaba. «Así que te gusta cómo escribe Fandelli. ¿Cuál de sus libros te parece el mejor? Sé que lo preguntó en tercera persona para acojonarme pero no me arredré. Le hablé de las últimas novelas que leí, <i>Malacara y Educar a los topos</i>. Pero le dije que sin duda, los ensayos eran lo mejor de su producción. <i>Elogio de la vagancia</i> y <i>En busca de un lugar habitable</i> superan toda tu narrativa, le dije. En su rostro estaba la sempiterna sonrisa irónica que lo caracteriza. «Es halagador que alguien como tú conozca mi obra. Pero no hablemos de mí. Hoy es el día de Fabiola». No quise preguntar qué significaba la expresión alguien como yo. Así que continuamos con nuestro juego. Les invité de mi coca a él y a Martínez Rentería. Quedaron muy satisfechos con el producto. Estuvimos así hasta la madrugada. En algún momento quedé a cargo de la música. Si algún talento me destaca es saber amenizar una fiesta. Justo programé Shadowplay de Joy Division y se acercó Fandelli. Me dijo: «Excelente rola. Con que juego de sombras ¿eh? Vamos a ver si sabes jugar. Me dijo Fabiola que ese material que nos regalaste se consigue cerca. Vamos por más», ordenó. Negarme era imposible. Tomé mi reproductor de música y le contesté: «vamos». Salimos del departamento en silencio. Bajamos a la calle con parsimonia y sin hablar. Cerré el portón y caminamos hacia el sur; poco en realidad. «Oye cabrón, me dijo, ¿por qué lo hiciste?». Fandelli intentó sujetarme del hombro pero no lo consiguió. Me zafe y corrí en sentido inverso. Hacía la Alameda. En mi mente aparecían todas las entrevistas que leí. Fandelli, al parecer, jugó basquetbol y era un buen deportista. Pero no me persiguió. Su ilimitada figura se hizo pequeña mientras yo escapaba de él. Esa noche dormí en las bancas de la Alameda y el gusano blanco del alba me despertó. Cuando reaccioné sabía que tenía que regresar con Fabiola. Oriné en los árboles del parque y fui hacia allá. En mis bolsillos estaban las llaves del Jeep y la coca. Parecía un día triste. </div><div><br /></div><div>Cuando llegué al departamento la atmosfera era un desastre que nadie desea limpiar sobrio. Entré en el cuarto de Fabiola y ella dormía. Sola. Abrió los ojos, sonrió y extendió las sábanas para que entrara con ella en la cama. Nos abrazamos hasta las dos de la tarde. Cuando desperté ella tenía preparadas dos rayas, una caguama y un plato con Ramen extra picante. Me incorporé y antes de cualquier cosa me dijo «Explícame qué pasó. Willy siempre hace eso de largarse sin avisar y creí que te llevaba con él. Pero regresó para decirme que a pesar de tu silencio tenías crímenes qué confesar, ¿qué pedo?» Ella era mi mejor amiga así que le conté lo qué pasó trece años atrás. Todo tiene que ver con el libro, le dije. «¿Cuál libro?» Me preguntó. «Ese, el que dejé cuando Liliana me echó. El de Carver. Mira, era 1995. En aquellos años no había nada de la tecnología que hay ahora. Buscar a alguien era complicadísimo. Tú eras muy nena y seguro no lo acuerdas. Total que yo era un lector fervoroso, mejor dicho fanático, de la revista <i>Moho</i>. Mi gran sueño era publicar un cuento ahí. Así que puse manos a la obra y escribí un relato que se llamaba <i>Shadowplay</i> (juego de sombras). Cuando lo terminé lo más sensato hubiera sido enviarlo por correo a la revista y ya está. Pero no. Yo también anhelaba ser amigo de Fandelli. Conocerlo. Ser como él. Así que me di a la tarea de buscarlo para entregarle personalmente mi cuento. No fue sencillo localizarlo. Su zona de dominio era lo que llamaban el Centro Histérico. Así que cuando encontraba una oportunidad salía a buscarlo. No me dejaban entrar en las cantinas y cuando oscurecía tenía que devolverme a casa (hay que recordar que yo era menor de edad). Insistí por meses hasta que lo encontré. Fue en la Antigua Academia de San Carlos. Sabía que esas eran las calles en las que se movía. Yo estaba sentado afuera del edificio. En una mano mi cuento adentro de un folder y en la otra una Coca Cola en bolsa de plástico. Entonces lo vi. Usaba un pantalón de cuero negro, una camiseta también negra sin mangas con la leyenda <i>Kill your tv,</i> botas largas sin anudar y un abrigo de plumas rosa. Sentí una punzada de goce en los testículos, el vientre y el pecho me estallaron en el cerebro. La realidad se convirtió en una gama de luces sordas dentro de mis ojos. No lo podía creer. Ahí estaba a quien yo tanto admiraba». </div><div><br /></div><div>Fandelli salió acompañado de dos mujeres, su pareja y una performancera a la que llamaban la Congelada de Uva. Escuché que se dirigían a la cantina El Nivel. En aquellos años esa cantina era el lugar predilecto de los artistas contraculturales. Fue el primer establecimiento que vendió bebidas embriagantes en la Ciudad Universitaria y la UNAM lo clausuró. En fin, que yo estaba en un dilema porque si no lo abordaba en la calle no me dejarían entrar a la cantina. Los perseguí por la calle Academia y después en Moneda. Sabía que se me acaba el tiempo. Entonces, animado por un destello orgánico, alejado de cualquier decisión propia, los alcancé y me paré enfrente de ellos. A escasos metros de la puerta del nivel. Mi presencia los detuvo y dije: «¡Hola! ¿Tú eres Memo Fandelli, verdad? –pregunté mientras que, igual que un enfermo de Parkinson, estiré mi brazo con movimientos trastornados y le extendí el folder». «Depende quien lo pregunte soy lo que puedo ser», me respondió; sus palabras provocaron que sus acompañantes y él se carcajearan con vehemencia. «Es que quiero publicar mi cuento en tu revista. Toma. Por favor», supliqué. «Hay gente que lee porque hay gente que escribe, quita a ambos y queda <i>Moho</i>», me dijo Fandelli ya con seriedad. </div><div><br /></div><div>Hoy entiendo lo que esas palabras significan. Pero aquella tarde para mí fue como si me sacrificaran ahí, en el Templo Mayor. </div><div><br /></div><div>«¿Sabes qué hice? ¿Recuerdas que te conté que mi padre me enseñó a boxear desde pequeño? Pues bueno, no pude contenerme. Fandelli tomó mi folder y lo emparejó con ese libro, el de la cómoda. Él lo llevaba ese día. Por mi edad y mi velocidad le arrebaté el folder con el libro y le descargué un jab izquierdo que lo derrumbó. Ni bien terminé de lanzarle el golpe y me largué a correr hacía el Zócalo para perderme entre el gentío. No supe qué pasó después con él. Lo único real era que yo le había robado un libro súper valioso». </div><div><br /></div><div>Entonces paré mi historia, fui por el libro, y le mostré a Fabiola la primera página. « ¡Ah no mames!», dijo. «Y al parecer no es apócrifo», continué. «Cuando el internet lo permitió me puse a investigar en la red y allá en Estados Unidos mucha gente busca este libro. Raymond Carver se lo firmó a alguien incluso más chingón que él», concluí. </div><div><br /></div><div>Lo primero que Fabiola atinó a decir fue: «No mames, escribe esto. Está súper chingón».</div><div><br /></div><div>Después se vistió y me pidió que la llevara a las barras del mercado de San Juan. Lo que me pareció perfecto porque me urgía ver cómo estaba mi Jeep. Regresamos a su casa y dejamos morir otro domingo de cruda. Cuando me disponía a partir pensaba llevarme el libro pero ella me pidió que se lo dejara. Quería leerlo, me dijo. </div><div><br /></div><div>Como era previsible, no pasó mucho tiempo antes de que Fabiola se enamorara otra vez. En esta ocasión fue de un escritor que conoció en el programa Jóvenes Creadores donde ambos estaban becados. Y, como también era pronosticable, este tipo se la madrea. Ahora es madre de dos niñas y diario está a punto de divorciarse del marido. A mí, obvio, dejó de hablarme. El cabrón ese es un autor de éxito pero le aterra un wey como yo. Como sea. Le insistí mucho para que me entregara el libro. Hasta que en una ocasión me mandó a decir con Brixx, mi nueva gran amiga y con quien Fabiola comparte un cubículo en el posgrado de sociología de la UAM, que no pensaba darme nada. Que se puso a investigar y Fandelli también se lo robó. Así que ladrón que roba a ladrón… En fin, al buen entendedor, malas palabras.
</div><div><br /></div><div>________________________</div><h3 style="text-align: left;"><a href="https://autores.revistacoronica.com/2020/09/kristian-david-otxoa.html" target="_blank">Kristian David Otxoa </a></h3><div>Escritor mexicano. Estudió en la Universidad Nacional Autónoma de México la licenciatura, Maestría y Doctorado en Estudios Latinoamericanos. Actualmente vive en Chile. Cuida a su hijo y prepara un volumen de cuentos que todavía no tiene nombre.</div><div><br /></div><div><br /></div>Revista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-496994219888448908.post-28120335363285604402021-04-16T22:00:00.010-07:002021-04-18T15:00:19.949-07:00El oído por corazón, un cuento de Jhonathan Villegas<p> </p><table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><tbody><tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjSiLVAHyMg9AFXNuyvKifEZ1wBZTYVIEFPrvbMZu_sPRWsAFZdt-O4TPTmCU3eJzG_fFQKUHlPLnjXbrU60qk5u8DX3DzzERJiwUsObL6J8Enar-uRGVu2mkzvaUcVzYjH9_OQvGeXEk0/s1350/Cuento+Jhonathan.png" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="1350" data-original-width="1080" height="640" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjSiLVAHyMg9AFXNuyvKifEZ1wBZTYVIEFPrvbMZu_sPRWsAFZdt-O4TPTmCU3eJzG_fFQKUHlPLnjXbrU60qk5u8DX3DzzERJiwUsObL6J8Enar-uRGVu2mkzvaUcVzYjH9_OQvGeXEk0/w512-h640/Cuento+Jhonathan.png" width="512" /></a></td></tr><tr><td class="tr-caption" style="text-align: right;"><b>Ilustraciones d<span style="background-color: white;">e</span><span style="background-color: white;"><span> </span><a href="https://www.instagram.com/ambar_m9/?hl=es" target="_blank">Manuela Muriel Pinzón</a></span></b></td></tr></tbody></table><br /><p></p><div style="text-align: center;">*</div><div style="text-align: center;"><br /></div><div>Habitación 1-3-5</div><div><br /></div><div><i>No tengo sueño, ni hambre, solo siento que estoy algo cansado de oír. El piso está gélido, puedo percibir el sonido de la temperatura. El frío se escucha como una canción de cuna, quizá por eso la lluvia, como el frío, son condiciones que atraen el sueño, la modorra, las ganas de ser gato. Cuando era tan solo un chico que jugaba a comprender cada aleteo del viento, cada ínfimo sonido, quise ser un gato. De su naturaleza me atraía, sobre todo, su capacidad para observar, lo agudo de su visión nocturna, su agilidad para saltar y caer de pie. Quise ser un gato y perderme en las noches por los tejados de las casas vecinas. Ronronearle a la luna. Lamer mis extremidades con encanto. Ser contemplado con veneración. Comprender qué se siente habitar, en cuerpo, el enigma. Perseguir un ratón y jugar con su vida, sentir el vértigo de su corazón agitado mientras le muerdo la panza. Pero lo único que tengo de gato es el oído. Claro está que mi sentido del oído es mil veces superior al de un gato y, además, puedo identificar cualquier nota musical, hasta la del sonido de una gota de agua en un grifo abierto de una casa abandonada.
Definitivamente estoy cansado, debí ser un gato, antes que lo que soy… </i></div><div><i><br /></i></div><div>Archivo 13, folio 7, grabación 9. </div><div style="text-align: center;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: center;"><br /></div><div> <span face="arial, sans-serif" style="background-color: white; color: #4d5156; font-size: 14px;">—</span>Solo muy pocas personas tienen la habilidad de tener oído absoluto. Y entre ellas, un número aún más reducido, poseen un oído absoluto muy fino. Algunas lo aprovechan, muchas otras ni saben que lo tienen. Los dones de la naturaleza son misteriosos, doña Julia, la clave está en aprovecharlos y que la vida no se le haga a uno una miseria. Cualquier tipo de genialidad trae soledad, incomprensión, atascos. Hay que saber equilibrarse, hacer parte del “mundo” y encajar. El mundo está habitado, en su gran mayoría, por gente normal, como usted y yo. Algunos son la excepción a la regla, como su hijo. </div><div><br /></div><div><span face="arial, sans-serif" style="background-color: white; color: #4d5156; font-size: 14px;">—</span>Pues no lo veo de esa manera, fíjese usted. Parece que intenta decirme que más que un mal, la genialidad de mi hijo es un don que lo diferencia. ¿Acaso usted se ha preguntado qué se siente ser un “genio” ?, como le dice. ¿Alguna vez ha escuchado a mi hijo? ¿Sabe la tortura por la que pasa? ¿Sabe si él quiere ser lo que es? El mundo está lleno de sonidos y él, ¡idiota!, él, los siente como una cuchillada en el tímpano. Escuchar se le volvió una tortura. </div><div><br /></div><div><span face="arial, sans-serif" style="background-color: white; color: #4d5156; font-size: 14px;">—</span>Por supuesto que lo comprendo, doña Julia. </div><div><br /></div><div><span face="arial, sans-serif" style="background-color: white; color: #4d5156; font-size: 14px;">—</span>Usted no comprende absolutamente nada.</div><div><br /></div><div><span face="arial, sans-serif" style="background-color: white; color: #4d5156; font-size: 14px;">—</span>Doña Julia, espéreme. </div><div><span face="arial, sans-serif" style="background-color: white; color: #4d5156; font-size: 14px;"><br /></span></div><div><span face="arial, sans-serif" style="background-color: white; color: #4d5156; font-size: 14px;">—</span>No me interesa escucharlo, usted y sus putos músicos se pueden ir con sus instrumentos de mierda a la esquina del mundo. Déjeme en paz y deje en paz a mi hijo, ya le jodió la vida. Haga la mía menos compleja. </div><div><br /></div><div><span face="arial, sans-serif" style="background-color: white; color: #4d5156; font-size: 14px;">—</span>Doña Julia, usted no entiende, para Andrés la música lo es todo. Su capacidad es excepcional. Nosotros no podemos escuchar lo que él escucha. Él es nuestro oído. </div><div><br /></div><div><span face="arial, sans-serif" style="background-color: white; color: #4d5156; font-size: 14px;">—</span>Claro que lo entiendo, es la mediocridad del mundo. Antes de él la música no era lo que es hoy. Pero en realidad me vale un comino el mundo, la música. Antes que Andrés apareciera teníamos música y no pensábamos que era buena o mala. La disfrutábamos. Espere a que aparezca otro genio, uno que…</div><div><br /></div><div>Doña Julia, antes de terminar la frase, rompió en llanto. Huyó del parque. El lugar estaba lleno de niños enérgicos que saltaban, corrían y se lanzaban a la grama, en los rostros adultos había risas; la luz serpenteaba entre los árboles y el viento traía sonidos acompasados desde la avenida, el atardecer arrebolado se traducía en una atmósfera festiva, el ambiente de placidez parecía sugerir cosas, un mantra edénico. La ciudad se iluminaba mientras los ojos de doña Julia estaban ensombrecidos. Su cuerpo huyendo del parque parecía una línea quebrada o una prenda cualquiera que el viento lleva a su amaño. Se dirigió por la avenida sin mirar hacia ningún costado. Los ojos estaban clavados en el piso y sus pensamientos se debatían entre un amago de turbulencia y una pena honda. Si para Andrés los sonidos se habían tornado en una cuchillada en su tímpano – tal como lo había manifestado-, para ella, la situación de Andrés era una puñalada en el corazón. Ver a su hijo enloquecido, desfigurándose por lo que antes era una pasión y ahora era un suplicio, la hacía sufrir, igual o peor que al propio Andrés. Verlo temblar, oírlo gritar y maldecir, era un eco en cada una de las fibras de su piel, un eco y un palpitar que la recorrían toda y le anidaban en el oído. Allí, en los oídos, sentía vibrar el cuerpo de su hijo y los gritos se convertían en una caja de resonancia amplificada por un sonido cuadrafónico. Ella veía a su hijo enloquecer, mientras enloquecía. El corazón ya no estaba encerrado en su tórax, asumía que se había desplazado hacia arriba y que se dividía después de subir por la tráquea y llegar hasta la boca. Su corazón, creía, se dilataba en la boca. De ahí, se fragmentaba y reptaba hasta las orejas, adentrándose por sus cavidades, siendo un corazón-oído, un oído por corazón. </div><div><br /></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgfpeiIuH7YgOSC_Vztj4APYI1aROabfBRvihexP1Fr-HkvbsjwHVujuP_ZGxrHeDDKNXwqIuPE67lM9FVlkiS4sKId0r9K94W-t3nIGa2dykKyLXaSW0jVJqtaOgJDy-Ltal0LGHC-HKc/s1350/Cuento+Jhonahan+2.png" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1350" data-original-width="1080" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgfpeiIuH7YgOSC_Vztj4APYI1aROabfBRvihexP1Fr-HkvbsjwHVujuP_ZGxrHeDDKNXwqIuPE67lM9FVlkiS4sKId0r9K94W-t3nIGa2dykKyLXaSW0jVJqtaOgJDy-Ltal0LGHC-HKc/s320/Cuento+Jhonahan+2.png" /></a></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><br /></div><div>Esto lo sé porque la vi irse del parque, presencié la conversación con incredulidad y distancia, pero también porque el día anterior había pasado por su casa, la visité y saludé a Andrés, o al menos a sus ojos perdidos en un punto fijo del cual yo era solo parte del paisaje. La conversación con doña Julia fue extraña, por momentos hablaba con lucidez y profundidad, luego mencionó lo de su corazón: estaba enloqueciendo… </div><div><br /></div><div>Antes de irme de su casa, me dio un abrazo extenso. Sentí que sus manos eran más largas de lo que a simple vista parecían. Me rodeó el cuerpo. Me dijo que Andrés me quería. Le dije que el afecto era mutuo. Me puso un beso tibio en la frente y me echó la bendición tres veces, acción que consideré extraña ya que doña Julia siempre había sido escéptica. Me miró como nunca en su vida lo había hecho, me intimidó. Me dijo: “Hay habilidades que alguien tiene y ya nadie valora porque están en desuso, son habilidades inútiles. Hay otras que la gente valora porque les ofrece algún tipo de satisfacción. También puede pasar que alguien tiene una virtud que es valorada por todos, pero que quien la posee se siente desafortunado con ella. Adivine, joven, en cuál de esas opciones está mi hijo. La fortuna es cuestión de perspectiva”. Escucharla me hizo pensar de inmediato que tal vez así eran sus clases en la universidad, esas a las que había renunciado hacía un par de años. </div><div><br /></div><div>Salí casi corriendo de su casa. Fue algo instintivo, biológico, me sentí encerrado por aquellas palabras y mi cabeza se hizo líquida, pura agua. El cuerpo suele huir cuando lo atraviesa una idea que sabemos cierta, pero que nos estremece. Temí. Mientras caminaba de forma vertiginosa, mi cabeza reseteaba la frase “la fortuna es cuestión de perspectiva”, una y otra vez. A veces me sorprendo diciéndola con cierto aire de solemnidad, como quien le da un consejo a un amigo o quiere levantarse a una chica fingiendo ser interesante.
Andrés y doña Julia enloquecieron, cada uno a su manera. De no haber sucedido, pienso que ella habría matado a Andrés, liberándolo del caos de escuchar siempre ruidos disonantes, de terminar aborreciendo la música, de encontrarle fallas. El sonido, ese que antes disfrutaba y del cual podía identificar cualquier nota musical, se volvió su miseria. Para Andrés ya no había forma de disfrutar de su antigua pasión, su agudeza auditiva, su oído absoluto, finísimo, lo llevó a encontrar zonas grises, siempre había algo que no sonaba como debería. Todo se echó a perder. <i>La fortuna es cuestión de perspectiva. </i></div><div><br /></div><div style="text-align: center;">* </div><div style="text-align: center;"><br /></div><div><i>Quiero ser un gato para saber qué se siente ser gato. Pensar en gatos es lo único que me hace evadir las ráfagas de sonidos que me atropellan, que se estrellan entre sí, que se cuelan por mis oídos, se dirigen hacia mis venas, toman todas las direcciones, hasta invadir todo mi cuerpo. Justo ahí dejo de ser yo. Me vuelvo una vibración, una onda, una frecuencia, solo que suena mal, todo suena mal. Mi cuerpo se transforma en una nota de un pentagrama tachada con una X y no puedo borrarla, corregirla. Nada, no puedo hacer nada, el mundo suena mal, yo estoy mal, sueno mal, mal, mal, mal, mal, mal, maaaaaaaal.</i></div><div><br /></div><div><i>¡Gatos! No recuerdo exactamente el momento en el que comenzó mi devoción por los gatos. Quiero ser un gato, pero no un gato cualquiera. Creo que yo sería un gato músico y haría de los sonidos de las peleas gatunas, aquellas en las que participe o presencie, una composición en Re Bemol para piano. Luego tocaría con mis uñas cada tecla, hasta que me canse. Tendría dos lugares favoritos: los techos y el sofá que hay junto a la ventana en el estudio de mi madre. Desde los techos podría observar a otros gatos vecinos y a los mismos vecinos. Ellos, los vecinos, no se percatarían que soy yo. Ya los imagino tocándome el lomo y dándome alguna sobra o un puñado de concentrado. Desde el sofá vería llover, contemplaría las gotas y sería una completa abstracción en forma de pelo…</i></div><div><br /></div><div>Archivo 13, folio 7, grabación 11. </div><div><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div><br /></div><div>La última vez que pude hablar con Andrés, comenzó a mencionar lo de los gatos. Fue divertido escucharlo. Mi risa, producto de su simpática ocurrencia, era inocultable, hecho que no juzgué molesto porque las expresiones de Andrés no me dieron ese indicio. Decía que quería ser un gato y cada una de sus palabras parecía ensayada, como si no fuera algo espontáneo y las estuviera aprendiendo antes de mi visita. Ese día fue posible hablar con algo de precisión, por lo menos unos treinta minutos. Le pude preguntar cómo se sentía, qué había pasado, alcancé hasta preguntarle por la música. Algunas de las cosas las respondió con marcada acentuación, en otras ni se interesó. Por un momento reparé en su cuarto, nunca lo había hecho con tanto detalle. Ahí me di cuenta que todo se había ido al carajo, que su cabeza ya no estaba aquí. Su cuarto estaba insonorizado, todo, absolutamente todo, cada rincón, cada objeto que pudiese provocar algún sonido. Consternado, intenté hablar con Andrés, había pasado una hora desde que cerró la puerta de su habitación y los dos quedamos adentro, aislados. </div><div><br /></div><div><span face="arial, sans-serif" style="background-color: white; color: #4d5156; font-size: 14px;">—</span>Alexander -pronunció mi nombre sibilinamente-<span face="arial, sans-serif" style="color: #4d5156;"><span style="background-color: white; font-size: 14px;"> </span></span>¿Ya te vas? </div><div><br /></div><div><span face="arial, sans-serif" style="background-color: white; color: #4d5156; font-size: 14px;">—</span>Creo que sí, Andrés. </div><div><br /></div><div><span face="arial, sans-serif" style="background-color: white; color: #4d5156; font-size: 14px;">—</span> Es algo pronto, ¿no lo crees? </div><div><br /></div><div><span face="arial, sans-serif" style="background-color: white; color: #4d5156; font-size: 14px;">—</span>¡Dímelo tú!, si lo consideras puedo quedarme otro rato. </div><div><br /></div><div><span face="arial, sans-serif" style="background-color: white; color: #4d5156; font-size: 14px;">—</span>¿Rato?, eso es como un largo instante… </div><div><br /></div><div>Se abstrajo después de decir esa última palabra. Retornó unos minutos después.</div><div><br /></div><div><span face="arial, sans-serif" style="background-color: white; color: #4d5156; font-size: 14px;">—</span>Alexander, no sabes cuánto aprecio el silencio. La soledad es la forma del silencio, luego solo tienes que intentar apagar tu voz. La de la cabeza es la más difícil. Hay que procurar que se disperse, hacer que baje por el cuerpo hasta que se haga inaudible. Casi nunca lo logro. Por eso me pasa lo que pasa- me explicó. </div><div><br /></div><div>No supe qué decir, no tenía palabra alguna. </div><div><br /></div><div><span face="arial, sans-serif" style="background-color: white; color: #4d5156; font-size: 14px;">—</span> Aprecio que no digas nada -continuó. Quisiera ser otro. Una gota de agua en el grifo, el sonido de los zapatos de la gente en la calle, el paso de una hoja a otra del libro abierto que ocupa la mirada de un lector en el café Torino, el movimiento de la falda tras el roce de los dedos de un joven que desea a su amada, los aplausos en un concierto, la ciudad toda, la música en general, todo estalla en mis oídos. Es como si una fuerza invisible y siniestra condujera el sonido de cada acción, de cada cosa, hasta mí y lo amplificara… </div><div><br /></div><div>La habitación se tornó densa, un mutismo pesado abarcó la distancia que me separaba de Andrés. Sentí como si estuviera debajo del agua y todo mi cuerpo fuera de hierro. Mi propio peso me empujaba hacia la profundidad y yo solo podía mirar. </div><div><span face="arial, sans-serif" style="background-color: white; color: #4d5156; font-size: 14px;"><br /></span></div><div><span face="arial, sans-serif" style="background-color: white; color: #4d5156; font-size: 14px;">—</span> Andrés, Andrés. Se me ocurrió decir para conjurar el hechizo. Él solo me miró. </div><div><br /></div><div>Mi voz empezó a molestarlo. Vi sus ojos nublados, estaba perdido. El delirio ya lo tenía preso. Se acercó, me dio un abrazo y su cuerpo temblaba. Comprendí que debía irme, y que Andrés ya no estaba allí.
Siempre contrasto esta última imagen de Andrés, que tengo en mi memoria, con la del primer día en que tocamos juntos. Estaba radiante. Todo fue perfecto. Cada instrumento sonó como si fuera un dios el que lo estuviera interpretando. Y éramos dioses. Andrés nos hacía serlos, o al menos parecerlo. Pero él era el verdadero dios. Si no estaba él, éramos unos pobres diablos y no porque fuéramos malos músicos, sino porque Andrés había transformado la música. Antes de él, todo sonaba de cierta manera, una manera a la que ya nos habíamos acostumbrado. Era la música que teníamos. Después de Andrés, la música fue otra y el mundo también fue otro. Andrés reemplazó lo que antes sonaba por sus composiciones. Andrés era la música, era el nuevo referente, el mundo sonaba como Andrés quería que sonara. ¿Qué hacer con eso? ¡Nada!, fuimos unos privilegiados. Nos pasó, o al menos a mí, lo que a Panegyotis cuando perdió el habla al encontrarse a las Nereidas desnudas: fue testigo de la belleza absoluta, metafísica, ideal. La música de Andrés, esa que pude tocar con mis dedos, es la música absoluta, metafísica, ideal. Tuve la oportunidad de tocar la perfección de la mano de Andrés. <div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiEJyzP6vwor-1_OOjtzAOZ4V4BxzdBp2LHHQQJItR8ZVB1GRfNm4smsgG332r_Wnt8gkFG8vNxEh415bu4uq1NSaw-4sREOgP1nN3fSAbPJ-cLCxTwoH4Si4sPhaHbvsLuF8iClXHDMDA/s2048/Cuento+Jhonatha+3.png" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="2048" data-original-width="1820" height="640" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiEJyzP6vwor-1_OOjtzAOZ4V4BxzdBp2LHHQQJItR8ZVB1GRfNm4smsgG332r_Wnt8gkFG8vNxEh415bu4uq1NSaw-4sREOgP1nN3fSAbPJ-cLCxTwoH4Si4sPhaHbvsLuF8iClXHDMDA/w568-h640/Cuento+Jhonatha+3.png" width="568" /></a></div></div><div><br /></div><div style="text-align: center;">* </div><div><br /></div><div><i>¡Miauuuu, miau, miaaaaauuuuuu, miau, miau, miau, miau!</i></div><div><br /></div><div>Archivo 13, folio 7, grabación 13. </div><div><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div><br /></div><div>Pude obtener clandestinamente algunas grabaciones del archivo del caso de Andrés, además de unas anotaciones, no sé si realizadas por los profesionales que lo estaban atendiendo. Había unas muy particulares. Transcribo: </div><div><br /></div><div>“Tortura: tener un don no deseado”. </div><div><br /></div><div>“Ironía: huir del sonido creyendo ser gato”. </div><div><br /></div><div>“Gato: posee treinta músculos en las orejas, lo que le permite realizar un movimiento de rotación hasta de 180°. Puede distinguir los tonos del sonido y su procedencia. Es uno de los animales que posee el sentido del oído más desarrollado. Puede escuchar frecuencias mucho más bajas que los perros”.</div><div><br /></div><div style="text-align: center;">“Toda revelación es una agonía”.</div><div style="text-align: center;"><br /></div><div><i>Toda revelación es una agonía</i>, me lo repito mientras mi memoria intenta reconstruir todo lo sucedido, me pregunto si hubo algún rasgo o gesto de Andrés, previo al desastre lento en que todo se tornó, que nos alertara. Quizás sí lo hubo, pero fuimos dioses en su compañía y cuando se es dios se suele mirar para otro lado.</div><div><br /></div><div><br /></div><div>***</div><div>Este cuento se publica ciento catorce años después de que Victor Segalen escribiera <i style="background-color: #fcff01;">En un mundo sonoro</i>, un libro sobre un hombre que queda preso del sonido en una habitación de su casa. </div><div>________________</div><div style="text-align: left;"><b><a href="https://autores.revistacoronica.com/2021/04/jhonathan-villegas.html" target="_blank">Jhonathan Villegas</a></b></div><div style="text-align: left;">Profesional en filosofía de la Universidad del Quindío. Magíster en filosofía de la Universidad Tecnológica de Pereira (UTP). Integrante del comité editorial de la <i>Revista Cultural Conjuro</i> y director de la revista <i>La Expuesta</i> del Programa de Artes Visuales de la Universidad del Quindío. Escribe para <a href="https://www.blogtortillaflat.com/" target="_blank">Tortilla Flat</a>, un blog de difusión filosófica y literaria. </div><div style="text-align: left;"><br /></div><div style="text-align: left;"><br /></div>Revista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-496994219888448908.post-28629680977440048512021-03-25T23:30:00.002-07:002021-03-29T20:45:33.302-07:00Bogotá Acid Road Trip, un cuento de Fabián Mauricio Martínez<p></p><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhQ7yPiwIilAO30sFB_9-E8gYX59flARf3x4E7qYFLeNSIU3JBhpKeIuORhldQd5TxTsZKWsQEZ0wGad1-FOuaYngdizJ8c8J4gQeP0AQyzSzO4fXdArcwrIT9HHfQUQM0D9V76NcNYKYo/s1080/bogota-nevado+del+huila-.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1080" data-original-width="1080" height="640" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhQ7yPiwIilAO30sFB_9-E8gYX59flARf3x4E7qYFLeNSIU3JBhpKeIuORhldQd5TxTsZKWsQEZ0wGad1-FOuaYngdizJ8c8J4gQeP0AQyzSzO4fXdArcwrIT9HHfQUQM0D9V76NcNYKYo/w640-h640/bogota-nevado+del+huila-.jpg" width="640" /></a></div><p></p><div><span class="firstcharacter" style="background-color: white; float: left; font-family: Georgia, Utopia, "Palatino Linotype", Palatino, serif; font-size: 75px; font-weight: bold; line-height: 60px; padding-left: 3px; padding-right: 8px; padding-top: 4px;"><span style="color: #0b5394;">B</span></span><p>ART era el nombre de la empresa que Yohei Yamamoto y Shuta Hirata contrataron antes de salir de Japón. Los dos amigos, estudiantes de último semestre de publicidad en la Universidad de Tokio, investigaron en la dark web sobre planes insólitos para hacer en Bogotá. Shuta y Yohei desecharon las redes de pedofilia, el ofrecimiento de esclavas sexuales encadenadas en sótanos y las catas de aguardiente con abundante cocaína, en exclusivos bares de la ciudad. Lo de la cocaína ya lo habían contratado en Bolivia, en un circuito de bares <i>underground</i>, en La Paz. Todo lo demás les pareció de mal gusto, así que siguieron con su búsqueda hasta encontrar los servicios ofrecidos por Bogotá Acid Road Trip (BART), y compraron, muy emocionados, los paquetes turísticos. </p><p>Los dos jóvenes eran asiduos practicantes de osmolagnia y ozolagnia. Es decir, les fascinaban los olores corporales, más aún cuando se trataba de aromas asociados con excrementos, flatulencias y partes íntimas. Encontrar en el menú del BART la satisfacción de este fetiche, junto a otros que exploraban los límites de sus sentidos, los llenó de expectativas y emoción ante lo que les ofrecería la capital colombiana. Este tipo de turismo extremo era el que les interesaba a los japoneses, quienes tenían el pelo negro y la piel color ambarino. Yohei usaba un bigote poco tupido; Shuta era lampiño. </p><p>Los japoneses visitaron Perú, Bolivia y Argentina. En Buenos Aires tomaron un vuelo hasta Bogotá. Llegaron un día antes del comienzo del frenético tour. Se instalaron en un hostal de La Candelaria, caminaron por el centro de la ciudad, tomaron algunas fotos de murales y grafitis, cenaron pizza en el restaurante de un italiano cerca de la Luis Ángel Arango, y se fueron temprano a la cama porque a las seis de la mañana los recogería una camioneta oficial del BART. </p><p>La camioneta los llevó al Terminal del sur donde un colectivo los esperaba. Los dos japoneses compartían el tour con tres alemanes, dos francesas y un italiano, quienes también compraron la membresía en la dark web. El guía se llamaban Johnny, un hombre de San Andrés que hablaba un inglés perfecto. La primera parada, según el itinerario que les fue entregado en un programa de mano, era a las afueras de la ciudad, en el Salto del Tequendama. Un escenario recomendado por olfactofílicos del mundo entero. </p><p>El bus escolar llevó a los extranjeros a observar la caída de agua, y Johnny, el guía sanandresano, los invitó a que se embriagaran con los efluvios pestilentes que se desprendían de la gran cascada. Los aventureros no se inhibieron, y aspiraron a bocas llenas el olor a mierda y cañería que reinaba en el lugar. Al cabo de un rato, el asunto resultó insuficiente; los turistas querían algo más fuerte, y Johnny lo sabía. El isleño los tranquilizó contándoles que ese era el preámbulo del verdadero manjar. La siguiente parada era la planta de tratamiento de aguas residuales del occidente de Bogotá. Por ahora los invitaba a que se hicieran fotos y selfis con la cascada de fondo. Los extranjeros se tomaron varias fotos y se montaron al bus escolar hacia el siguiente destino. </p><p>Durante el recorrido, uno de los alemanes –pelo naranja y ojos verdes– pidió un porro extragrande de marihuana. Lo encendió y lo compartió con los demás miembros del grupo. En el BART el consumo de drogas estaba permitido, y los participantes podían pedir lo que quisieran en el momento que lo desearan. El plato fuerte era un ácido que se tomarían cerca del mediodía, según se leía en el programa entregado. Una de las francesas –pelo rojo y ojos azules– pidió un vodka doble. Su compañera –pelo negro muy corto, ojos azules y facciones finas– ordenó una línea de cocaína. Johnny, el hombre de rastas cafés, los atendió a todos con premura. Los otros dos alemanes, muy rubios y blancos, y los dos japoneses pidieron agua y café. El italiano no quiso nada. </p><p>Al llegar a la Planta de Tratamiento de Aguas Residuales El Salitre, los viajeros, como si fueran animales hambrientos, aspiraron con delectación la acumulación de gases nauseabundos. «Me encanta», dijo uno de los alemanes rubios; «delicioso», se relamió la francesa de pelo corto; y Johnny les regaló un dato que aumentó su éxtasis: «Esta planta trata las aguas negras del 30 % de Bogotá. Nuestra ciudad tiene alrededor de nueve millones de habitantes; es decir que estamos aspirando el olor de la mierda de más de tres millones de culos», y todos estallaron en carcajadas, mientras husmeaban con frenesí, como sabuesos de dos patas. «Esto es casi como el <i>jenkem</i>», afirmó el italiano –calvo y de barba negra–, que les contó a todos cómo solía drogarse con un grupo de amigos en Nápoles, tras llenar con mierda y orina una botella de plástico, taparla con un globo y dejarla fermentar unos días bajo el sol, con el fin de aspirar sus gases. </p><p>Los japoneses estaban fascinados. Les divertía mucho encontrar personas de otros países con sus mismas aficiones. «Esto es muy bello», dijo Yohei, y su bigote desordenado se ensanchó con placer. Johnny, con sus rastas gruesas y quemadas, los invitó a que bajaran al pozo donde buena parte de la materia fecal se empleaba para hacer fertilizante para plantas. El grupo bajó y se sentó alrededor de la laguna de lodo en donde la caca era convertida en toneladas de biosólido Tipo B. Los extranjeros abrieron las bocas y con las manos se ayudaron a tragar las hediondas vaharadas. Allí los esperaba un funcionario de la planta –casco amarillo y gafas industriales– que recibió un fajo de billetes de Johnny. El empleado le entregó al isleño un sobre de manila. Luego, el funcionario industrial, con un acento bogotano muy marcado, les dijo a los turistas: </p><p>—Enjoy the ride, guys. I hope you all have a strange trip —y sonrió antes de alejarse cuesta arriba.</p><p>Johnny invitó al grupo a que formara un círculo a su alrededor. Les dijo, mirando su reloj de pulsera, que eran las 11:30 de la mañana y había llegado el momento de tomar LSD, tal y como estaba planeado. Repartió unos ositos de goma de varios colores, impregnados con dietilamida de ácido lisérgico, uno por persona, y los invitó a comerlos:</p><p>—Welcome to Bogota Acid Road Trip —les dijo en tono ceremonial. </p><p>Los viajeros se comieron los ositos de goma, se tomaron de las manos, formaron un círculo y aspiraron al unísono el hálito de la planta de tratamiento de aguas negras. Luego se soltaron y se dirigieron al bus escolar. Los tres alemanes entonaron una especie de himno; las dos francesas se detuvieron y se besaron largamente bajo el cielo azul; Shuta y Yohei gritaron con acento japonés y en español: ¡Viva Bogotá!</p><p>Durante el nuevo trayecto se preguntaron unos a otros si el LSD ya les había hecho efecto. Todos dijeron sentirse raros, pero aún se encontraban en el plano ordinario de la realidad. El microbús tomó la avenida 68 y cruzó por encima de la 26, y a la altura del Parque Simón Bolívar el calvo de barba negra gritó que se le había estallado el ácido. Se carcajeó señalando una buseta de transporte público, en la que la gente se apretaba con rostros malhumorados. Todos observaron la buseta, pero el único que también le encontró gracia fue el alemán de pelo naranja, que describió los ojos de los pasajeros como pelotas de ping pong y los dientes salidos como los de las ardillas. El italiano repetía que la buseta parecía un triceratops con ventanas en los costados, y la gente un montón de gusanos que infectaban al dinosaurio. «Está muy loco», dijo otro de los alemanes, fastidiado por la alharaca del calvo italiano. </p><p>El bus se detuvo. Los viajeros se bajaron y caminaron hacia la entrada, encantados con las curvas amarillas y rojas de las montañas rusas, y con los rayos de luz del inicio de la tarde golpeando la superficie del barco pirata. Todos ya habían emprendido el viaje lisérgico, y se encontraban en medio de la embriaguez ascendente del ácido. Johnny repartió los brazaletes del parque de diversiones, un par de botellas de agua, unas manzanas y unos bocadillos. Les dijo que con ese brazalete tenían acceso a todas las atracciones y los juegos del parque. Les advirtió que luego de cuatro horas los vería en ese mismo punto para partir a la siguiente estación del Bogotá Acid Road Trip. Él y otras personas del <i>staff </i>estarían muy pendientes de ellos, porque eran conscientes de que el LSD extraviaba la noción del tiempo. También les dijo que podían presentarse problemas nerviosos debido a la sobreestimulación del parque, pero que esa era precisamente la idea y el espíritu del BART: el turismo extremo en todo su esplendor.</p><p>Los extranjeros se dispersaron. Shuta y Yohei decidieron ir a la rueda de Chicago, al igual que la pareja de francesas. Tomaron la misma góndola, y desde la parte más alta de la noria contemplaron la belleza de la gran arboleda del Parque Simón Bolívar. La francesa de pelo largo y rojo dijo que le parecía un racimo de brócolis y espinacas. La otra mujer, de pelo corto y tatuajes en los dedos, le pidió que le regalara ese ramo de hierbas en el altar de su matrimonio, y la besó. Los japoneses observaron boquiabiertos ese beso rojo y frutal, que parecía salírseles de las bocas como pétalos de carne arrastrados por el viento. Uno de los ojos azules de las francesas se abrió y miró a los japoneses. El ojo azul escogió a Shuta y una mano rosada de lúnulas blancas lo tomó de la camiseta y lo atrajo hacia ellas. El japonés sintió el mareo del desbalance de la cabina y se pegó a los labios húmedos y vertiginosos. </p><p>Shuta cerró los ojos y vio peces azules que nadaban a gran velocidad y se desintegraban formando una erupción de energía multicolor. Abrió los párpados y se sentó nuevamente en su puesto. Yohei se abalanzó contra las francesas, pero la misma mano rosada que había traído a Shuta, lo rechazó. La rueda de Chicago se tambaleó y descendió. Se detuvo a la altura del suelo, y el operario los invitó a bajar. Los japoneses lo hicieron, pero las francesas alegaron que se querían quedar mucho tiempo en la rueda. El operario insistió, pero una de ellas le mostró el brazalete con mucho énfasis. El operario se encogió de hombros y accionó la máquina. </p><p>Shuta vio la góndola subir y a las francesas fundirse en un nuevo beso. Le pareció que las mujeres eran de plastilina y se derretían sobre el plástico amarillo de la cabina. Los japoneses acordaron ir al castillo del terror. En el camino se distrajeron disparando al blanco, en la casa de los espejos donde se abrumaron con sus múltiples imágenes desvaneciéndose en los cristales, y tomaron el sol, sentados en una amplia zona verde. </p><p>El castillo del terror emulaba una torre medieval pintada de negro y rojo. Adentro, después de hacer una larga fila, apagaron las luces. En la primera recámara, un hombre con capucha de verdugo dejó caer un hacha muy cerca de donde estaban; Shuta y Yohei corrieron espantados, ahogándose entre la risa, el miedo y las oleadas de ácido lisérgico. </p><p>En la siguiente habitación, sobre una cama, estaba una niña retorciéndose, botando babaza y doblando su espalda como una araña, con la cara cortada y los ojos verdes como desechos radioactivos. Junto a los japoneses se encontraban el italiano calvo de barba negra y un grupo de clientes del parque de diversiones. </p><p>El siguiente escenario era una especie de anfiteatro. Varios cuerpos yacían bajo sábanas aguamarinas. Los japoneses, el italiano y lo demás visitantes atravesaron la sala, unos agarrados de otros, al tiempo que dos de los cuerpos se levantaron con enormes cuchillos. Los muertos, maquillados como zombis, espantaron al grupo. Yohei no podía controlar la risa, y se detuvo en el pasillo antes de ingresar a la siguiente sala. Shuta lo esperó con lágrimas en los ojos. El italiano, que también se quedó con ellos, estaba pálido y serio; alucinaba con demonios y calaveras que lo cazaban. Cerraba los ojos y veía dentro de sí a la muerte con la guadaña acercándose con interés. Abría los ojos y se encontraba con el horror sobredimensionado del castillo del terror. Tenía la frente verde, al igual que las comisuras de los labios rodeadas por la espesa barba. </p><p>Los tres atravesaron la próxima sala. Estaba iluminada con luz amarilla y tenía un tubo rojo como el que usan los bomberos para descolgarse desde el techo. Arriba de ese tubo había un hoyo del que descendió un payaso con dientes largos, vestido negro y zapatones rojos. Al aterrizar, frente a ellos, desenfundó una motosierra, que encendió al instante. Los japoneses escaparon, pero el italiano, en el colmo del mal viaje, colapsó. Cayó fulminado y convulsionó en el suelo. Los japoneses huyeron convencidos de que el payaso había hecho trizas al italiano. </p><p>Shuta y Yohei salieron del castillo. Corrían a toda velocidad, en medio del terror y las risas alborotadas. Fueron abordados por una mujer que los obligó a parar, tomar agua y calmarse. La mujer los condujo al bus escolar. Era la hora de partir hacia la siguiente parada. Shuta observó la rueda de Chicago. De una de las góndolas sobresalían las pantorrillas rosadas de una de las mujeres francesas; las piernas se agitaban al igual que la cabina que las sostenía. Shuta sonrió y caminó hacia el bus, al igual que Yohei, que mordía una manzana muy roja, bajo una tarde extraordinariamente azul que agonizaba en Bogotá.</p><p>En el bus, Johnny anunció que las francesas se quedaban, al igual que el italiano, quien estaba siendo atendido por los médicos. Solo restaban para esta última parte del BART los tres alemanes y los dos japoneses como tripulantes de la extraña caravana. Durante el trayecto a la cuarta estación, Johnny les ofreció cerveza y puso<i> minimal techno</i> en el sistema de sonido. Los alemanes pidieron cocaína e inhalaron con gran escándalo. La música los puso a bailar en los asientos. El bus se dirigió al sur de la ciudad, en medio de un atardecer dorado, como si el cielo fuera un gran incendio y los psiconáutas estuvieran rodeados por el fuego. </p><p>Los <i>beats</i> del <i>minimal techno</i> se transformaron en distintas atmósferas para cada uno. Shuta cerró los ojos y se vio atravesando una nube inmensa, blanda y rosada como de algodón de azúcar. Yohei estaba en un viaje más <i>sci-fi.</i> El techno y la noche que ya se cernía sobre la ciudad crearon alrededor del joven japonés la ilusión compacta de una nave espacial, que recién ingresaba a la Vía Láctea, avanzaba por el Sistema Solar, atravesaba la órbita de la Tierra, surcaba su atmósfera, rompía varias capas de nubes, sobrevolaba el cielo bogotano y caía en el bus escolar que se detenía en el siguiente destino.</p><p>Johnny y sus rastas quemadas, que a esta altura del viaje eran las serpientes de la cabeza de Medusa, abrió la puerta corredera del bus y les dio la bienvenida al nuevo destino: </p><p>—Welcome to hell, dear strangers —y con su mano señaló un callejón por donde entraban y salían muchas personas, que vistas a contraluz parecían los extras de una película de una guerra atómica y devastadora. </p><p>El lugar era una especie de mercado al aire libre, con toldos armados con madera y plásticos negros, poltronas y sofás sucios, en donde mujeres, niños y hombres fumaban marihuana y bazuco, inhalaban pegante, cocaína y bebían cerveza, aguardiente y alcohol antiséptico con total tranquilidad. Johnny los condujo por el callejón, en medio de fantasmas con los párpados rojos, el pelo inmundo pegado al cráneo y la ropa sucia. Yohei notó que en ese mercado, además de drogas, se vendían bicicletas, zapatos y electrodomésticos. De alguna manera, aquel infierno le recordó los mercados de pulgas que había visto en otras partes del mundo, pero con habitantes de la calle y gente del común consumiendo drogas como si la vida se fuera a acabar en ese mismo momento. O como si la vida ya se hubiese acabado y no importara nada más. </p><p>Se sentaron en un sofá verde manzana tachonado de quemaduras de cigarrillos, y en dos sillones manchados de pegante amarillo. Pidieron cerveza y marihuana, que les fueron llevados al instante. </p><p>—I love this shit —dijo el alemán de pelo naranja, y se dispuso a liar un porro para todos. </p><p>Shuta observó a la gente que iba y venía en una procesión incesante. Viejos y niños con una botella pegada a la boca, arrastrando sus pies como soldados heridos de una guerra perdida hace mucho tiempo. Una pareja se acercó. El hombre era rosado y calvo, con los ojos verdes y la cara redonda. A Yohei le recordó al futbolista inglés Wayne Rooney. La mujer que lo acompañaba era flaca y morena, vestida con una camiseta rota de la que sobresalía una barriga grande, de varios meses de embarazo, en cuya piel Yohei creyó ver el rostro delineado de un bebé con mala cara. </p><p>Wayne Rooney sostenía una botella de alcohol antiséptico con grumos de pegante industrial, de la que bebió un largo sorbo. Se secó la boca con el dorso de la mano y pasó la botella a su compañera, que tomó del brebaje con bastante sed. La mujer volvió a beber y escupió el trago a los pies de los extranjeros. Rooney les dijo: «Una moneda, gonorreas». Ellos no entendieron, y sonrieron pensando que se trataba de un acto del BART. Se acomodaron en los sillones y miraron a la pareja con expectativa. Rooney sacó un puñal que reverberó en medio de las luces callejeras. Tres hombres, con gorras y pantalones anchos, emergieron de las paredes –o así lo percibieron los japoneses–, y de un golpe en el cuello desarmaron al futbolista inglés, que cayó de rodillas al suelo. </p><p>Los hombres con gorras patearon en el suelo a Rooney y lo arrastraron al interior de una de las casas, mientras la morena y su inmensa barriga imploraban por su compañero. Otros dos hombres, con gorras y pantalones anchos, empujaron a la mujer y la obligaron a ir detrás, en medio de unos alaridos que debieron oírse varias cuadras a la redonda. La morena miraba y gritaba a los japoneses suplicándoles ayuda. Yohei vio el rostro del bebé dibujarse en la piel de la barriga. El niño gesticulaba terror. Una puerta se abrió, y allí metieron, a patadas y puños, a Rooney y a la morena, mientras de la casa emergían los ladridos y gruñidos violentos de una jauría de perros. La puerta se cerró, y no se oyó nada más. Los extranjeros se miraron un poco confundidos, hasta que el alemán que había armado el porro lo encendió y se lo pasó a sus compañeros: </p><p>—I love this shit —dijo emocionado. </p><p>La marihuana exacerbó el viaje de LSD. Johnny apareció de nuevo y les pidió que lo siguieran. Esta vez iban escoltados por los hombres de pantalones anchos y gorras de colores. Caminaron, adentrándose en el callejón, en donde descubrieron a varios ojos mirándolos con resentimiento. Johnny descendió por unas escaleras que llevaban a un sótano de luces rojas. Varias mesas y mujeres los estaban esperando. Había una de ellas desnudándose en el escenario; tenía el pecho y los brazos tatuados y varias mariposas revoloteaban sobre su pubis.</p><p>Los cinco hombres se sentaron y pidieron una botella de ron. Al rato, los alemanes solicitaron una habitación grande para ellos y la compañía de tres chicas. Los dos japoneses se quedaron en la mesa, y fueron rodeados por varias manos que se les enredaron en las piernas y las braguetas. Shuta se emocionó con la mujer rubia del tatuaje de mariposas en el clítoris, y se fue con ella a uno de los cuartos. Yohei bebió unos tragos más de ron e intentó pensar con claridad, pero le era imposible; se encontraba demasiado intoxicado, y la imagen del rostro del bebé en la barriga de la morena no lo dejaba en paz. Una mujer muy voluptuosa de pelo negro y piel blanca se sentó a su lado. La mujer era bellísima y pronto logró que Yohei se fijara en sus labios y escote. La mujer tomó la mano derecha del japonés y se la puso entre los muslos bajo la minifalda del vestido. Yohei se olió los dedos y se puso como un animal. Se metió con ella en uno de los cuartos iluminados por la luz roja. La mujer se quitó el vestido, se acostó en la cama y se sacó la ropa interior. Yohei vio que debajo del ombligo de la mujer había una frase tatuada. Se acercó y reconoció una caligrafía confusa en la que creyó leer: «Do you wanna kill?». </p><p>Al terminar, Yohei salió de la habitación, y se encontró en la mesa con Shuta y Johnny, que les informó que era el momento de regresar al hostal. Caminaron hasta el bus escolar que los esperaba a la salida del callejón del infierno. El microbús arrancó solo con los dos japoneses. Shuta preguntó por los alemanes. Johnny miró por la ventana; sus rastas siseaban y se movían como un nido de serpientes: </p><p>—Tuvieron problemas con esas mujeres en la habitación; y si allí hay problemas, lo mejor es no meterse —respondió sin mirarlo. Y Shuta creyó que si lo miraba lo convertiría en piedra. </p><p>Yohei se recostó contra su asiento y miró por la ventana. Se repasó el bigote negro con los dedos y sintió alivio al recordar que al día siguiente regresaría a Tokio. Observó en la calle, junto a un semáforo en rojo, a un par de sombras tiradas en el suelo que intentaban prenderle fuego a una pipa hecha con un lapicero y una tapa de gaseosa.
El bus arrancó. Yohei cerró los ojos, pero no pudo descansar; solo podía ver una imagen en rojo intenso y con variaciones caleidoscópicas que se repetía en su mente. Se trataba de la barriga hinchada de la mujer morena con el rostro monstruoso del niño, que se mezclaba con el vientre blanco y dispuesto de la mujer voluptuosa, que le preguntaba, en una caligrafía insistente y violenta: «Do you wanna kill? Do you wanna kill? Do you wanna kill?».
</p></div><div><br /></div><div><br /></div><div>**Este cuento hace parte del libro <i style="background-color: #fcff01;"><b>El encanto podrido de Bogotá</b></i>, ganador del <b>XV Premio Nacional de Libro de Cuentos de la UIS</b>. Primera edición, febrero de 2021, Ediciones UIS. </div><div><br /></div><div><b>_________</b></div><div><b>Fabián Mauricio Martínez G. </b></div><div>Escritor y periodista. Autor de los libros de cuentos <i style="background-color: #fcff01;">El encanto podrido de Bogotá</i> (2021), <i style="background-color: #fcff01;">Cuervos en la ventana</i> (2013) y <i style="background-color: #fcff01;">Una ciudad llamada Bucaranada</i> (2010). Autor de la novela<span style="background-color: #fcff01;"> <i>El sexo de las salamandras</i></span> (2015) y de la biografía <i style="background-color: #fcff01;">Me llamo José Antonio Galán</i> (2010). </div><div><b>Imagen: <a href="https://twitter.com/bogotarteurbano/status/909547016170156033">@bogotarteurbano</a></b></div><p></p>Revista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-496994219888448908.post-28665820683778376302021-03-05T22:00:00.012-08:002021-03-05T22:14:20.236-08:00Mami está enferma, un cuento de Itzel Guevara del Angel<br /><table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><tbody><tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg-Orpr7QduT-97b5-WVBNeWIPUYMOnPdgvzOVaZ-3BqAMQ-9NyGv7MZWNipyHJOtJepIKM5vpp2FhvjVWL_gQwBPp3c9CbZgEtxVRkz5Y3YeTHw_ILCCJ2WUY82lNPs9bEp_bqsxT228Y/s1920/Azul+Gato+en+bus.jpeg" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="1457" data-original-width="1920" height="486" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg-Orpr7QduT-97b5-WVBNeWIPUYMOnPdgvzOVaZ-3BqAMQ-9NyGv7MZWNipyHJOtJepIKM5vpp2FhvjVWL_gQwBPp3c9CbZgEtxVRkz5Y3YeTHw_ILCCJ2WUY82lNPs9bEp_bqsxT228Y/w640-h486/Azul+Gato+en+bus.jpeg" width="640" /></a></td></tr><tr><td class="tr-caption" style="text-align: right;"><b>Ilustración de <a href="https://www.instagram.com/gatoenbus/?hl=es" target="_blank">Gatoenbús</a></b></td></tr></tbody></table>
<div><span class="firstcharacter" style="background-color: white; float: left; font-family: Georgia, Utopia, "Palatino Linotype", Palatino, serif; font-size: 75px; font-weight: bold; line-height: 60px; padding-left: 3px; padding-right: 8px; padding-top: 4px;"><span style="color: #e69138;">E</span></span><p>l agua de la bañera seguía tibia, cada tanto él se aseguraba que así fuera. Ni demasiado caliente para que pudiera lastimar el cuerpo de por sí lastimado de Mami ni demasiado fría para que la hiciera temblar, o incluso, provocarle un resfriado. Eso sería el colmo, enfermar a Mami por tonto y negligente. Como ella no se quejaba, el baño se había convertido en una tarea que requería toda su atención y cuidado. Bajó la mirada y descubrió sus pantalones salpicados, aunque sabía que era sólo agua, resultado del chapoteo, no pudo evitar pensar en sí mismo como un niño meón. </p></div><div><div>Había pasado parte de la tarde entrevistando a una mujer que tenía un albergue casero-clandestino de gatos y que ante la imposibilidad de seguir manteniendo por sí misma la titánica labor, accedió a salir del anonimato, jugándose el futuro de sus animales. No pedía mucho, no quería dinero, tan sólo alimento porque usted no se imagina cómo maúllan cuando están hambrientos y a mí se me parte el corazón de no tener más nada que darles, no podría verlos sufrir, primero me encierro con ellos y le prendo fuego a la casa, antes que se me mueran de hambre, mire qué flacos están. </div><div><br /></div><div>La mujer tenía una mirada resuelta y él no dudó por un segundo de sus palabras. Ya había sucedido un par de casos en la ciudad; recordaba el de los apartamentos Villa Santa Fe, que él mismo cubrió, donde la policía tuvo que echar abajo la puerta después de que un vecino los alertó ante las amenazas de una mujer. La encontraron en el sofá, dormida y completamente borracha, con restos de periódico incinerado sobre la alfombra. La breve fogata de la sala se extinguió sin que la mujer se diera cuenta, dejando apenas un trozo de alfombra ennegrecida. La policía terminó llevándose a su medio centenar de conejos. </div><div><br /></div><div>Independientemente de las circunstancias de cada una, le pareció que había tanto amor y misericordia en estas mujeres, tanto que dar y nadie a quien dárselo, que sólo quedaban ellos y por ellos estaban dispuestas a morir. </div><div><br /></div><div>Excitado ante las posibilidades de la historia, pasó por alto el olor a orines mezclado con el de mierda de gatos. Sudaba y sudaba porque a mediados de agosto, aunque el sol se esté escondiendo, el calor es sofocante, y como siempre le sucedía, dos círculos enormes se formaron sobre su camisa, a la altura de las axilas. Con el estilo que lo caracterizaba decidió titular la nota: <i>Sueño de una noche de verano</i>.</div><div><br /></div><div>Estaba hincado frente a la bañera, sobre un cojín que había traído de la recámara para no lastimarse las rodillas de nueva cuenta, ya le había pasado el lunes, el martes y el miércoles. Generalmente era así, nunca aprendía al primer error, tenía que equivocarse varias veces antes de ser capaz de actuar. Mami estaba dentro de la bañera, con su cuerpo arrugado y húmedo, con su cuerpo hecho una bolita. Él le restregaba delicadamente la espalda con una esponja y le platicaba de los gatos. Si el dueño del edificio permitiera tener mascotas le habría traído uno, le prometo que en cuanto pueda nos mudamos a un apartamentito con balcón o con un pequeño jardín, y entonces sí, tendrá sus macetas llenas de flores, ¿le gustaría, Mami?, y donde pueda tener un gato, ¿le gustaría que fuera rayado, o todo blanco?, ¿qué nombre le va a poner? Mami, que hasta entonces no había dicho nada, se limitó a decir: Navidad. </div><div><br /></div><div>Unas semanas atrás había comenzado a sangrar cuando iba al baño, y los insoportables dolores que sentía a la altura del vientre la mantenían en cama, casi sin comer. Por las noches la sentía quejarse. A pesar de lo calladita que era, la escuchaba, sabía que se aguantaba para no incomodarlo. Por muy pesado que tuviera el sueño, por muy acostumbrado que estuviera a dormir en cualquier sofá, en cualquier colchón o hasta en un auto -como hizo tantas veces al llegar aquí, antes de conseguir empleo y de que Mami pudiera venir a vivir con él-, la tenía tan cerca que era imposible no percatarse de cuánto sufría. Otra cama, pensaba por las noches, necesitamos otra cama. </div><div><br /></div><div>¡Navidad!, repitió él con ese vozarrón tan atractivo que hacía que las mujeres voltearan a verlo cuando hablaba, y que en otro tiempo, todavía estando en la isla, le valió un pase directo a la televisión como comentarista de noticias. Desde entonces, ya tenía ese estilo melodramático para abordar las notas, ese sentimentalismo exagerado que desarrolló hasta hacer de él su distintivo. Ahora estaba encargado de los acontecimientos locales, generando gran empatía entre los lectores, en especial en las mujeres quienes escribían continuamente al periódico para mandarle bendiciones. Y para ejemplo estaban los titulares de sus reportajes: <i>Mujer centenaria aún cree en el amor</i>, el especial de 14 de febrero; <i>Sabe que pronto morirá pero desde el cielo, convertida en ángel, seguirá su lucha</i>, sobre una activista enferma de cáncer;<i> La sensibilidad tiene nombre de mujer</i>, sobre la directora huésped de la orquesta sinfónica. </div><div><br /></div><div>Ay Mami, pero si es usted una chiquilla, pensar en llamar a un bichito Navidad, qué cosas se le ocurren, le dijo mientras veía cómo se le iba llenando la espalda de jabón y por un momento, las manchas, las arrugas, se ocultaron; por un momento su cuerpo no tenía edad. Ella no dijo nada, no cambió su postura ni dio señales de escucharlo. </div><div><br /></div><div>Ahora que lo pensaba, cómo no iba a tener sentido, si la Navidad era la recordación del nacimiento de Jesús que vino a salvarnos de nuestros pecados, a enseñarnos con su ejemplo el verdadero significado de las palabras amor y sacrificio. Navidad había sido por mucho tiempo la clandestinidad, en esa isla donde el amor a la patria era lo único que no se escondía, porque cualquier otro amor declarado o sin declarar pero que oliera a devoción o exceso de entusiasmo despertaba la duda, y la duda llevaba a la sospecha, y la sospecha tarde o temprano se convertía en traición; y en esa isla que siempre estaba en guerra, con las armas listas para defenderse, no había algo peor que ser un traidor. Navidad era cuidarse de que los vecinos-espías no vieran cuando sacaban la vajilla especial, la que en época de los abuelos era para doce personas, doce, como los apóstoles, los que no abandonaron a Jesús cuando les dijo que debían <i>comer su cuerpo y beber su sangre </i>para alcanzar la vida eterna, pero que el tiempo y la patria habían reducido a cinco platos extendidos y tres para sopa. Todos, aunque desportillados, aún conservaban ese aire imperecedero de nobleza, porque como Mami siempre decía, la buena cuna se lleva en la sangre, se nace con ella. De los cubiertos de plata no había quedado ninguno, fueron los primeros en venderse porque de qué servía tener cuchillo para carne o tenedor para ensalada cuando no había sobre qué clavarlos. Navidad era cuidarse al sacar la botella de vino tinto, guardada con celo y conseguida bajo quién sabe qué circunstancias, justo para este día. Pero ahora, Navidad se podía decir en voz alta, sin miedo, y se podía adornar la casa, y servir la mesa con comida especial, incluso ahora, Navidad podía ser el nombre de un gato. </div><div><br /></div><div>Mami, pero qué bonitas tetitas tiene, parecen las de una jovencita, le dijo haciendo ademán de tocarlas. Mami fingió enojarse, pero no pudo contener la risa mientras intentaba regañarlo. ¿Pero por qué me dice esas cosas? ¿Cómo que le estoy faltando al respeto? si usted es mi novia, sí, sí, es mi novia, <i>novia mía, novia mía, cascabel de plata y oro, tienes que ser mi mujer, novia mía, novia mía, con tu cara de azucenas, mucho, mucho te voy a querer</i>. Mami se sonrió y le apretó los cachetes. Anda, muchacho, acércame la toalla; él la obedeció y Mami comenzó a secarse mientras observaba el remolino de agua que se iba formando entre sus piernas y que pronto dejaría la bañera vacía. </div><div><br /></div><div>Mañana tocaba nuevamente ir al hospital, y aunque al jefe de redacción no le agradó la idea de justificarle otra falta, las palabras <i>madre enferma</i> constituyen un irrebatible binomio emocional al que difícilmente se le puede negar algo. </div><div><br /></div><div>Esta vez sería diferente, lo peor ya había pasado, no estaría tan nerviosa como en la primera visita, tan angustiada por el tacto rectal obligatorio y luego por la introducción de la manguera dura y fría. No es que no sepa lo que me van a hacer ni es que tenga vergüenza, pero hace muchos años que no… y tengo miedo, le había dicho Mami completamente asustada, recostada sobre la camilla y vestida con la batita azul. Pero Mami, no hay nada de qué asustarse, quite esa carita, que si no lo hace me bajo los pantalones. Y como Mami no cambió la cara, tiró del cinturón con un movimiento brusco, se volteó de espaldas y le mostró sus nalgas blancas y peludas. La enfermera no supo qué hacer, claramente había escuchado la advertencia, pero jamás pensó que fuera en serio. Aunque no hizo ni dijo nada, su rostro de sorpresa pronto se convirtió en uno de reproche. Mami reía y reía, a pesar del dolor volvía a ser una niña feliz. </div><div><br /></div><div>Mami salió de la bañera oliendo a lavanda, con su cabello húmedo y pesado pegado al cráneo. Despacito, despacito, la ayudó a ponerse las pantaletas y el camisón, y le untó crema en brazos y piernas. Lo hizo sin dejar de sorprenderse por la blancura de su piel, como cuando era niño y la veía absorto mientras se polveaba la cara para lucir aún más pálida, porque cómo no iba a estar orgullosa de su color en un país con tanto sol y tanto mulato, cómo no resaltarlo hasta la exageración. </div><div><br /></div><div>La llevó del brazo hasta la cama y ahí la recostó, fue entonces que vio el parpadeo de la luz verde en el teléfono y recordó que en algún punto de la tarde lo había cambiado a modo de vibrador. En lugar de la <i>Sonata para Elisa</i> con sonido de sintetizador, utilizada para anunciar las llamadas y que había elegido desde el día que lo compró, había un bip que habría notado de haberlo traído en el bolsillo de la camisa o del pantalón, pero lo había dejado sobre la mesita de noche.
Tomó el teléfono mudo y parpadeante y se fue a la cocina para calentar un poco de agua. Cinco llamadas perdidas hechas desde un número que reconoció al instante, en la última llamada, él le había dejado un mensaje: Esperaba verte en la cena, ¿dónde estás?, creí que vendrías, bueno, si quieres aún puedes llegar, llámame, te espero.</div><div><br /></div><div>Se quedó quieto, como anclado al piso de baldosas verde menta de la cocina. Tuvo el impulso de bajar corriendo, tomar el auto y manejar hasta el restaurante donde se celebraba el cumpleaños de un fotógrafo colega del periódico, de correr así como estaba, sudoroso, con los pantalones salpicados de agua y los dos grandes aros marcados en la camisa, alrededor de las axilas. Tuvo el impulso de devolverle la llamada, tal como la voz de él se lo había pedido en el mensaje, y decirle que no se fuera, que se le había hecho tarde pero ya estaba en camino; tuvo el impulso de decirle: espérame. Entonces se percató de que el agua estaba hirviendo, de que era momento de vaciarla en una taza y agregar las bolsitas de té, de que Mami estaba esperándolo, de que no se podría dormir si él se iba. Se sintió como un traidor. Esta vez había llegado muy lejos.
Mami está enferma, le diría mañana al verlo en el trabajo, y eso sería todo, no más llamadas, no más sugerencias. Es un milagro tener a Mami aquí, poder abrazarla, cuidarla. Lo siento, pero no puedo, Mami está enferma. Él entendería. Amor y sacrificio, pensó, amor y sacrificio como Jesús. </div><div><br /></div><div>Sí, él entendería, desde luego que entendería.
</div></div><div><br /></div><div><br /></div><div>** Este cuento hace parte del libro <i><span style="font-size: medium;"><b style="background-color: #fcff01;"><a href="https://libreriaparaisoperdido.com/collections/novedades/products/domingo-summertime" target="_blank">Domingo de summertime</a></b></span></i>, editado por la editorial mexicana <a href="https://www.instagram.com/eparaisoperdido/?hl=es" target="_blank">Paraiso Perdido</a>, 2019. Con este libro obtuvo el Premio Bellas Artes de Cuento Hispanoamericano Nellie Campobello 2020.</div><div>Agradecemos a la editorial por permitirnos reproducir este cuento. </div><div><br /></div><div>_______________________</div><div style="text-align: left;"><b><a href="https://autores.revistacoronica.com/2021/03/itzel-guevara-del-angel.html" target="_blank">Itzel Guevara del Angel </a></b></div><div style="text-align: left;">Narradora y especialista en promoción de lectura. Autora de los libros: <i style="background-color: #fcff01;">Santas Madrecitas</i> (2008); <i style="background-color: #fcff01;">Morderse las uñas</i> (2017), con el que obtuvo 2º Lugar en el Premio de Novela Corta de la Pontificia Universidad Javeriana de Colombia; <i><span style="background-color: #fcff01;">A qué le temen los niños</span> </i>(2018);<i> El jardín de las preocupaciones</i> (2018), ganador del Premio de Cuento Infantil del Estado de Veracruz; la Antología personal <i style="background-color: #fcff01;">Mami está enferma</i> (2019); <i style="background-color: #fcff01;">Una casa con jardín</i> (2019), finalista del Premio Herralde de Novela y <i><span style="background-color: #fcff01;">Domingo de summertime</span> </i> (2019).</div><div><br /></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><br /></div><br />Revista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-496994219888448908.post-78712737398955310432021-02-16T11:17:00.001-08:002021-02-16T13:34:55.652-08:00El eclipse, un cuento de Heider Rojas<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhklwvor_VKJlZ7oHDvfyX6qV7o9g6v-7gBqM0gspwrYa3kopt6s15z0rygBpmuDRj8_W2sZImFZj_PQb7SgVnsVrTs_Y62G0mfGtiifH7roFOUo4DaYOiFkCR6zmW4L2C7CmclcerBwZI/s853/antorio+turok%252C+eclipse+solar%252C+chiapas+1991.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="562" data-original-width="853" height="421" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhklwvor_VKJlZ7oHDvfyX6qV7o9g6v-7gBqM0gspwrYa3kopt6s15z0rygBpmuDRj8_W2sZImFZj_PQb7SgVnsVrTs_Y62G0mfGtiifH7roFOUo4DaYOiFkCR6zmW4L2C7CmclcerBwZI/w640-h421/antorio+turok%252C+eclipse+solar%252C+chiapas+1991.jpg" width="640" /></a>
<h2 style="text-align: left;"> <b>3:25</b></h2><span class="firstcharacter" style="background-color: white; float: left; font-family: Georgia, Utopia, "Palatino Linotype", Palatino, serif; font-size: 75px; font-weight: bold; line-height: 60px; padding-left: 3px; padding-right: 8px; padding-top: 4px;"><span style="font-family: inherit; vertical-align: inherit;"><span style="color: #ffa400;">E</span></span></span><p>s apenas media tarde, pero la noche se extiende por el Desierto de La Tatacoa.</p><p>Es una sombra intensa de unos 300 kilómetros de diámetro, más la penumbra alrededor en otros 3.500, si son ciertos los datos que nos suministró Joluis.</p><p>Mientras veníamos, en la larga fila de carros que avanzaban lentos en la caravana por la carretera angosta y destapada, amarilla de sol de mediodía, entre los riscos de piedra caliza y las hierbas a veces como calcinadas, Joluis también nos contó, para llenar el silencio en el que caímos en el automóvil, que de tanto en tanto se rozaba con los salientes de la carretera, la historia de Josué, un militar que en la mitad de una de sus muchas batallas victoriosas al lado de Dios, el mismo Dios de Joluis, le dijo al sol que se detuviera en no sé dónde, y a la luna en otra parte.</p><p>Y ahora, en la repentina oscuridad, se oyen cantos de gallos y currucucus y bramidos apresurados, asustados, en el desierto hay muchos más animales de los que a plena luz uno estaría dispuesto a aceptar que lo habitan. Los animales se asustan porque todos los días de sus vidas la luz perdura una misma longitud, y aquí en el desierto todo es excesivamente regular.</p><p> Algunos de esos animales sólo viven un puñado de años, y hay unos que únicamente meses, o semanas o días, tal vez algunos unas cuantas horas, y esa es toda su posible eternidad, todo el ámbito de su evolución, lo mismo que para nosotros, que duramos más que muchos de ellos, implica la frontera de setenta años.</p><p>Los que pueden corren a sus madrigueras y otros huyen sin orientación, mientras que bandadas de pájaros echan a volar con chillidos y fuertes aleteos en busca de la luz. Mientras compruebo que no alcanzo a ver la luz en el horizonte, de acuerdo con Joluis el desierto tiene alrededor de 110 kilómetros, lo que indica que toda La Tatacoa está a oscuras, pienso en las mariposas y miro alrededor, me gustaría hallar alguna, pero no veo a ninguna. Mariposa viene de María y de posar y su existencia es un regalo de color, ¿pero qué termina siendo una mariposa en la oscuridad?, y siento que es mejor no hallarla.</p><p>Cuando la penumbra empezó, hacia las 2:30, ya se percibía la inquietud en los animales. En los pájaros y las lagartijas y chicharras. En los gallos y gallinas y las cabras y jamelgos de los campesinos que tienen su casa con corrales de guadua cerca, en el altozano, y de los que viven más distantes, unas distancias que, en la espera, calculé por algunos balidos, cantos y chillidos que se anticiparon. Pero al llegar la oscuridad no tuvieron más opción, los domésticos, que hacer atropelladamente lo que siempre han hecho al anochecer, y los salvajes correr a campo abierto a refugiarse. </p><p>Algunos de estos olfatean que morirán, aunque sus depredadores deben estar tan confundidos como ellos, de algún modo sienten lo que sería perder la vida y saben que no han tenido tiempo de escapar. </p><p><br /></p><h2 style="text-align: left;"> <b> 3:26</b></h2><p>Para tranquilidad de Joluis nos vimos obligados a estacionar en la periferia de la muchedumbre y lo que hizo fue salirse de la carretera y adentrarse por una planicie que a la luz era como una gran piedra pómez, alejándonos lo más posible.</p><p>Él fue el de la idea de venir, pero ahora cree que puede haber amigos suyos de Neiva en la caravana y no quiere que nos vean y eso enfurece al pequeño Ric. Cuando están alegres poco importa que los vean, pero así de alterados o tristes sería fácil darse cuenta que se quieren a pesar de que discuten, y Joluis sabe que cualquier cosa podría hacer que el pequeño Ric estallara, que echara a gritar. Así que quedamos a buena distancia de las diez mil o más personas que murmullan en la oscuridad, disparan flashes como fosforescencias de luciérnagas e interfieren los caminos de huida de los animales, algunos de los cuales morirán bajo sus pies.</p><p>Los ruidos, los chillidos, los cantos pierden fuerza y continuidad. Los que lograron refugiarse callan y esperan mientras en el cielo oscuro el sol es como un botón de girasol ennegrecido.</p><p>–Protégete, dice Joluis, pasándole dos tiras de placas de rayos X.</p><p>Están de pie, apoyados en el capó.</p><p>–En este momento no hay peligro, se puede mirar directamente.</p><p>–Te puedes quemar la retina.</p><p>–Ay, gordito. Sá, grita, ¿en este momento puedo o no ver directamente?</p><p>En realidad no estoy seguro y ya sé que es mejor que se arreglen ellos mismos.</p><p>–Dejen de pelear, les digo, el eclipse dura sólo unos minutos y tal vez no puedan ver ninguno otro en el resto de sus vidas.</p><p>–Úsalos, por precaución, le dice Joluis, con una voz conminatoria.</p><p>Durante el viaje de casi cuatro horas, desde que tomamos la Autopista Sur, han discutido todo el tiempo. Cuando me recogieron estaban felices, sobre todo Ric, él siempre está feliz o en la peor de las depresiones. Estuvo riéndose de las peripecias que debió hacer para escapársele a su novia, una adolescente atractiva, de ojos azules y pelo castaño en tirabuzones, que siempre que la he visto junto a él ha dado muestras de estar muy apegada. Hoy quería que hicieran no sé qué, pero él ya tenía planes de venirse a ver con Joluis el eclipse, le parece un acontecimiento especial, fantástico, y cada día parece más enamorado y quiere compartir con su gordito momentos como éste. </p><p>–¿Estás seguro que sigue sin saber?, le preguntó Joluis luego de que él nos terminó de contar las peripecias. </p><p>–Sí, se rió. Sí, gordito, le deslizó la mano por el antebrazo, y como Joluis continuó en silencio: Supongo que también irá al desierto gente de Neiva, pero puedes estar tranquilo, voy a comportarme como un simple amigo, se acomodó contra la portezuela, enojado. </p><p>A Ric le gustaría que los vieran, que todos lo supieran, le gustaría dejar de ocultarse, poder abrazar y besar y coger de la mano a Joluis en cualquier lugar, todas las veces que lo desee. Se conocieron hace cinco meses, en la universidad, al comenzar Ric primer semestre de arquitectura y Joluis noveno de ingeniería, y para Ric ha sido un tiempo suficiente para afirmarse con claridad en lo que quiere, en su preferencia sexual. ¡Los tipos, y entre todos el que más me gusta es el gordito!, ha repetido riéndose. Y creo que en cualquier momento, en uno de sus arranques, le dirá a su novia que la quiere mucho, muchísimo, pero como su mejor amiga. Creo que calcula cuándo le dirá de quién exactamente está enamorado, por quién vive en las últimas semanas tantos altibajos de ánimo, y siente que ese momento será el inicio de su verdadera vida.</p><p>Joluis, en cambio, no quiere que los vean en la universidad o fuera de ella en circunstancias que los delate. Es su primera relación homosexual, al menos la primera de la que se ha atrevido a comentarme, y es católico y practicante, en Neiva durante años estuvo cerca de la curia. Aunque es cinco años mayor que Ric no sabe cómo manejar la situación. Desde que se vieron por primera vez sus días rotan para él.</p><p>–A partir de que nos cruzamos la mirada en los baños ha sido como si nos hubiéramos lanzado una red en la que vivimos hasta hoy, me confesó una madrugada, en la cocina del apartamento que comparte con otros dos estudiantes de provincia, en el barrio Palermo.</p><p>Salió del baño y Ric lo siguió. Durante un trayecto Joluis no lo volteó a mirar. Pero luego lo esperó.</p><p> –Y cuando estuvimos cerca me di cuenta que lo que quería era estrecharlo y besarlo, de inmediato, como si nos reencontráramos después de una larga separación. Él sentía lo mismo. </p><p>Pasados cinco meses hacen planes porque Joluis terminará este año la carrera y piensa trabajar y radicarse en Bogotá y ambos creen que entonces podrán ser mucho más felices, mucho más libres de expresarse.</p><p><br /></p><h2 style="text-align: left;"> <b> 3:27</b></h2><p>Al otro lado de la línea del teléfono estaba Joluis.</p><p>–Lo tienen en una comisaría, retenido.</p><p> –¿Por qué?</p><p>–No sé bien, supe que lanzó el televisor por la ventana del apartamento. Es un quinto piso. Imagínese cómo sería el alboroto en el condominio. Creo que seguía botando cosas por la ventana cuando lograron abrir la habitación y agarrarlo. Discutimos antes de separarnos, pero no sé si tiene que ver con eso. Visítelo por mí, puede que siga disgustado conmigo y en ese caso sería contraproducente que yo fuera, usted ya lo conoce. </p><p>Era mediodía del domingo, y yo tenía resaca, pero me hizo prometerle que iría lo más pronto posible.</p><p>Iban a ser las tres de la tarde cuando salí a verlo y hacía uno de esos días despejados, rutilantes, que siguen a los días de lluvia intensa, y no sé porqué, tal vez por la profusa claridad, empecé a acordarme en el trayecto de una serie de amigos de niñez y fue como tocarse la cicatriz que es el ombligo: porque todos estaban físicamente desaparecidos. Tal vez todos o algunos vivos en algún lugar de la ciudad, o del país, o del mundo, pero desaparecidos de mi vida como yo de las de ellos. ¿Alguno me recordaba? Pensar en eso me causó cierto mareo, como si por un instante hubiera percibido un movimiento brusco y generalizado alrededor.</p><p>La cara de Ric me sacó del brocal en que me había dejado la impresión de mis amigos niños.</p><p>Como es usual cuando retorna el sol, hacía un frío que calaba en el interior del edificio.</p><p>Y Ric estaba literalmente a la sombra: en una habitación bastante oscura para ser media tarde, al parecer utilizada para el descanso de los funcionarios aunque también podía albergar retenidos, ubicada entre el salón con el pesado escritorio de madera y las sillas destartaladas y los archivadores, que constituía la oficina del comisario, y el patio interior que la separaba de los calabozos en los que los detenidos se asomaban y sacaban los brazos por las puertas de barrotes de hierro. A Ric no lo habían metido allí seguramente porque apenas tenía diecisiete años y por haberse identificado con el carné de la universidad.</p><p>No se alegró al verme.</p><p> –¿Viene de parte del gordito?, sonrió con desconfianza.</p><p>–Queríamos saber cómo estaba.</p><p>–Muy bien.</p><p>Tenía los brazos cruzados, sentado a lo largo en una cama sencilla, cubierta con un colchón forrado por la sábana limpia pero desteñida, ubicada contra la pared que separaba la habitación de la oficina del comisario, con las piernas una sobre la otra. No me invitó a sentarme pero lo hice, al final de sus pies calzados con unos zapatos de gamuza.</p><p>–¿Hay algo que yo pueda hacer?, le pregunté.</p><p>–Nada, me replicó de inmediato, pero luego se demoró antes de agregar: Mi mamá vendrá más temprano que tarde a firmar el compromiso. Ella y mi hermana ya se deben estar dando cuenta que sería peor para ellas que yo amaneciera aquí.</p><p> En la penumbra parecía más moreno de lo que era en realidad y los dientes más blancos. Visto con detenimiento, me pareció que carecía de belleza física, al menos la que yo buscaría en una mujer, pero tal vez yo no estaba en condiciones de apreciarlo bien, de hecho su novia me parecía una beldad. El mechón de siempre le caía sobre la frente. Y aunque se reía, como era su costumbre, me resultó claro que lo hacía para aparentar.</p><p> –¿Para qué llegar a esto?, le dije.</p><p> –Mijito, respondió, no me meta los dedos a la boca. ¿Lo mandó a interrogarme? ¿Por qué no vino él, si le intereso un poco?</p><p>–Me importa un pito lo que piense y que me tenga desconfianza, le dije con mi mejor tono de amistad. Y me importa un pito el futuro de ustedes dos. Si él no me lo hubiera pedido de todos modos habría pasado por aquí. Simplemente porque a usted lo he visto ya más de medio centenar de veces y me cae bien. Como persona, sonreí. </p><p>Tuve la idea de confesarle que tenía la convicción de que Joluis lo amaba, que nunca antes, desde que lo conocía en la universidad, lo había visto amar a alguien como ahora a él, pero me levanté; ¿era yo quien se lo debía transmitir de forma que no tuviera dudas?</p><p> –No se empute, me sonrió, tratando de aparecer más cálido. Dígale lo que le parezca.</p><p>Me contó lo que había sucedido, escuetamente, sin mayor deseo de hablar. Saqué en claro que Joluis y él habían discutido, lo cual ya lo sabía, y que cuando llegó al apartamento la mamá lo esperaba. Le hizo no sé qué preguntas sobre su comportamiento de las últimas semanas y sobre Joluis y en lugar de no mentirse más y despacharle toda la verdad se encerró en el cuarto y empezó a romper las cosas, furioso con todos, con Joluis porque se enfurecería si las cosas se aclararan de esa forma y con él mismo por abstenerse de decirlo sólo para que Joluis le sonriera.</p><p><br /></p><h2 style="text-align: left;"> <b>3:28</b></h2><p>Se besan en la oscuridad. </p><p>Muchas veces los he visto besarse así, con violencia, con urgencia o con pasión incontenida.</p><p>–Estás llorando, dice Joluis. ¿Por qué?</p><p>No responde.</p><p>–Deja de llorar.</p><p>Joluis lo dice con firmeza aunque trata de ser afectuoso. Podría disculparse por lo que ocurrió durante el viaje, pero se limita a abrazarlo, por la espalda, y a besarlo. Se funden en una sola sombra.</p><p>Creo que Joluis le teme, a su sonrisa irreverente, a su vitalidad, a que lo desborde, a que desaparezca de su vida tan repentinamente como apareció, y por eso, para conservarlo, lo que hace ante sus explosiones es demostrar que es más fuerte.</p><p>Además de ser cinco años mayor, Joluis es bajito pero robusto, pasa de ochenta kilos. Ric tiene la misma estatura y cincuentaicinco kilos más o menos, y es delgado y macizo pero frágil, parece uno de esos bailarines que saben algo único que los hace encantadores.</p><p>Cuando lo conocí se burlaba permanentemente de Joluis, de su manera de vestir y de peinarse, para él más que anticuadas desprovistas de intenciones, y de sus ideas prosopopéyicas y desconectadas del futuro, del que en cambio él parecía tener bien claros sus contornos. Unía su risa corrosiva a su desinhibición para expresarle con palabras y caricias que en todo caso lo quería tal como era, de modo que Joluis quedaba desarmado. Pero a medida que la relación se ha profundizado y prolongado, que se ha vuelto cotidiana y excluyente, que ha pasado de los momentos de amor compulsivo a la necesidad de compartir la vida, parece haber perdido el dominio que tenía.</p><p>Es rabiosamente inteligente, y muy sagaz. Ha sido capaz de engañar o sobrellevar a la psicóloga a la que lo llevó la mamá luego del incidente del televisor por la ventana. Le armó una historia relacionada con el divorcio de sus padres, la falta de atención para con él y la ira que le causa la actitud de la mamá ante sus desánimos, y se reía contando lo que ocurría en cada una de las tres sesiones a las que sin ninguna oposición asistió puntual y alegremente.</p><p>–Ya es mi amiga, comentó la última vez. No sabe nada de los dos, miró a Joluis brillándole los ojos, pero un día de estos te la presento a ver si te dejas delatar. A ver si dejas que descubra que mientras alzaba el televisor e iba a tirarlo por la ventana, consciente que le podía partir a alguien la cabeza, no hacía más que pensar en ti.</p><p>Pero cada vez más pasan sin transición de la alegría de estar juntos a la franca riña.</p><p>De hecho hoy salieron muy contentos de venirse al desierto, tan lejos de Bogotá, en el carro que Ric le suele sonsacar a la mamá cuando quieren salir de la ciudad y le entrega a Joluis apenas se ven para que él conduzca, un Renault 21 blanco, pero las prevenciones de Joluis le quitaron la alegría de la cara como si le hubieran arrojado un ácido. Estuvo un trayecto ensimismado, derrumbado en el asiento, con la cara contra la ventanilla, y cuando Joluis le reclamó se volteó y empezó a gritarle que no creía que su miedo a que los vieran fuera un problema de carácter sino que en realidad no lo quería. Joluis le respondió en el mismo tono y Ric subió la voz: fue un largo ping pong a raquetazos que culminó como con una bola estrellada en la pared por Ric:</p><p>–¿Es porque no puedo darte hijos?</p><p>Y repentinamente abrió la portezuela con el carro en marcha. Joluis reaccionó, sujetándolo del brazo. Lo atrajo al interior mientras el carro zigzagueaba. Manteniéndolo agarrado se orilló y parqueó al borde de la carretera, apagó el carro, sacó la llave y empezó a darle puñetazos y Ric no le respondía. Tuve que intervenir. No me gusta intervenir entre estos dos. Nunca se sabe de qué forma lo tomen. Cada vez que veo pelear a una pareja recuerdo el viejo dicho. Pero logré que se callaran, que se sentaran mirando al frente, y luego Joluis encendió el motor y reanudó la marcha. Me mantuve unos minutos encorvado entre los dos, cacharreando con el pasacintas.</p><p>Y cuando me acomodé otra vez en el asiento recordé el artículo que leí en el periódico sobre el caso policial de una mujer de veintitantos años que fue asesinada por su marido, iracundo porque ella llegó a su casa “tarde”, en el barrio Quiroga, como a las once de la noche, y oliendo a cerveza: le clavó un palo por la vagina, destrozándola por dentro, y la remató a golpes. </p><p>Algo frío me bajó por la columna. Es una de las sensaciones inconscientes por las que no me gusta preguntarme cómo es el amor. </p><p><br /></p><h2 style="text-align: left;"> <b> 3:29</b></h2><p>La sombra que formaban se divide en dos, una gruesa, otra delgada, y ésta avanza un par de metros y mira al sol directamente. Yo también lo hago, miro al sol directamente. En mucho tiempo, tal vez en todo el tiempo que les resta a nuestras vidas, sólo nos queda un instante para hacerlo, este instante, y es antes y después de la totalidad que no se debe hacer, porque mirar al sol mismo cuando brilla enceguece.</p><p>–¿Siente el frío?, dice Joluis, acercándoseme.</p><p>Es cierto, ha habido un cambio brusco de temperatura. Sigue hablando mientras mira a través de las placas radiológicas, en un tono que claramente incluye a Ric, o más bien le habla a él en un tono que me incluye a mí. Habla de las propiedades de la luz infrarroja y del perigeo de la luna, de tanto en tanto a Joluis le gusta hacernos recordar que ya casi es ingeniero. </p><p>Su cháchara va diluyéndose hasta que deja de hablar. No le oímos. De pronto ha empezado a clarear y a la vez, apresuradamente, los animales del desierto reaccionan, se oyen cantos de gallos y balidos y uno, dos relinchos, y gorjeos, unos más intensos que otros, unos animales más desconcertados que otros. ¿Cuál de ellos sabe que en tres horas volverá a oscurecer? A los de vidas simplemente fulgurantes tal vez ésta ya no les alcance para sentir que el día y la noche han recuperado su regularidad. </p><p>A medio kilómetro, entre los diez mil, la multitud de siluetas sitiadas por los carros, se siente la animación que trae la luz. La penumbra durará alrededor de una hora, se irá disipando lentamente, igual que en tantas alboradas, pero con la primera luz la masa se alivia, se revuelve, adquiere movimiento, como cuando empieza a conjurarse un prolongado apagón. </p><p>–Es mejor que nos vayamos antes de que quedemos atrapados en la caravana, dice Joluis.</p><p>Como única respuesta, Ric se sienta en el lugar sobre el que ha estado de pie mirando al sol. Se queda viendo las extensiones del desierto débilmente iluminadas, los focos de erosión, los surcos y las cárcavas que parecen cordilleras a escala, los cactus y arbustos aislados, fantasmagóricos. </p><p>Joluis se entra al carro y pone el motor en marcha y Ric se levanta, pero echa a caminar hacia el borde del risco y al llegar allí se agacha, se apoya con la mano en el borde y salta. Desciende rápidamente, da la sensación que resbalándose, en un segundo desaparece en la cárcava.</p><p>Voy a sentarme al lado de Joluis. Apaga el motor y esperamos. Me cuenta que la mamá de Ric ha averiguado o sospecha y que lo ha llamado un par de veces en tono amenazante. </p><p>–Cualquier día puede meterme en líos con la policía, inventarse algo para involucrarme. La vieja es jodida y tiene influencias. Ha hecho cuentas y dice que los altibajos de Ric empezaron cuando aparecí.</p><p>–En eso la suegra tiene toda la razón. </p><p>Me suelta un puño en el bíceps. Menos mal que es bromeando, al gordito le pesa la mano, pobre Ric, debe tener sus buenos moretones allí mismo donde le ha estampado besos. Y luego me repite que lo quiere, que nunca ha querido a nadie como a él. La retahíla que ya sé. Se ha vuelto monotemático como tantos enamorados. Me cuenta que ya no pueden utilizar la fachada con la que había entrado en el apartamento de Ric. </p><p>–Empecé a darle clases de álgebra. Fue idea de él, conoce bien a la mamá y piensa velozmente. Al comienzo a la vieja el asunto le sonó, podía irse tranquila a su oficina, es Gerente en un banco y tiene la esperanza de que Ric se vaya a estudiar a Madrid, como lo hizo el año anterior la hija, para recuperar toda su libertad. Permanecíamos solos la mayor parte del tiempo, poníamos la cadena para asegurarnos y no hacíamos otra cosa que querernos.</p><p>Un sábado en la tarde que la vieja había viajado a Cartagena a un congreso, Joluis me llamó y al llegar al apartamento los encontré a los dos en calzoncillos. Luego de asegurar la puerta con la cadenilla dorada fueron a sentarse en el sofá, Ric en las piernas gruesas, blancas y peludas de Joluis, a gusto entre los brazos de él, también gruesos, blancos y peludos. La pasaban bien, pero solos, y querían que alguien viera su felicidad.</p><p><br /></p><h2 style="text-align: left;"> <b> 3:47</b></h2><p>–Ya sería mejor esperar, dice, mirando a la carretera.</p><p>–La caravana tardará varias horas y Cenicienta podría alcanzar a convertirse en fregona.</p><p>Otro puño hacia el bíceps que logro esquivar, como un esparrin.</p><p>A pesar de que todavía falta alcanzar la claridad total, algunos grupos entre los diez mil han empezado a movilizarse en los carros y la lenta caravana se alarga levantando polvo.</p><p>Dejo el carro y voy hasta el borde del risco en donde Ric desapareció. En tiempos prehistóricos pudo pasar por la hondonada, formada de altibajos y en la que abundan los pedruscos, sin vegetación, un río caudaloso. A partir de cierta altura reaparecen los arbustos y los cactus desperdigados. Ric no se ve. Puede estar detrás de un promontorio o sentado en alguna hendidura o al otro lado, en la casa de los campesinos en el altozano.</p><p>Una bandada de pájaros regresa, o llega sin enterarse de la oscuridad, son puntos perdidos en el occidente.</p><p>La presencia de los animales de nuevo se ha silenciado, se ha disipado, vuelve a ser el viento el que se oye a pesar de la lejana algarabía de los diez mil y la erosión con sus rugosidades y formas caprichosas, en sectores rojizas, en otros como cenizas petrificadas, lo que acapara la vista.</p><p>Retorno al vehículo y le digo a Joluis que su tormento ha desaparecido. Se enfurece. Creo estar viendo a mi padre enfurecido con mi madre porque se demoraba en alguna gestión fuera de la casa. La quería siempre a la vista, como ahora Joluis lo quiere a él. Era violento mi padre, sus puños pesaban como yunques de hierro, solía jactarse que de joven le habían “multado” una mano. ¿Necesitará hijos Joluis, como los necesitaba mi padre? </p><p>Me lo pregunto mientras él habla, bota la bilis, y yo pongo algo de música para matizar y esperar. Suena rara la música en esta inmensidad sin música. </p><p><br /></p><h2 style="text-align: left;"> <b>4:27</b></h2><p>El sol resplandece y el desierto ciega de luz cuando Ric reaparece. Ya es el sol de siempre, el que hace de estas extensiones un lugar desamparado, el que no puede mirarse directamente como si se tratara de los ojos de un padre autoritario, nada de tierno girasol, una combustión perenne: ¿cuándo terminará de consumirse?</p><p>A través del parabrisas Ric me parece un fauno del desierto; es fibroso, ágil y su piel de un cobrizo intenso.</p><p>Se acerca al carro por el lado de mi ventanilla.</p><p>–Quédese ahí, empuja la portezuela cuando la abro. </p><p>Todavía tiene los párpados hinchados de llorar, pero le ha vuelto la sonrisa corrosiva.</p><p>Se mete como un zorro en el asiento posterior.</p><p>Joluis da reverso bruscamente y haciendo rechinar las llantas se enfila hacia la carretera. La larga caravana se mueve con dificultad, tiene por lo menos dos kilómetros y en algunas zonas se forman nubes de polvo que se engullen a los carros.</p><p>–Sá, me dice Ric, alcánceme el cuaderno que hay en la guantera.</p><p>Lo saco. Es un cuaderno de colegio, ajado, ¿un diario? Se lo paso. Se acomoda poniendo las rodillas contra la parte posterior de mi asiento, escribe algo, pero luego, en un arranque, lo tira fuerte por la ventanilla, y el cuaderno vuela como una mariposa desgarrada.</p><p>Joluis grita, mirándolo por el retrovisor.</p><p>–Gordito, no peleemos más: nos queda muy poco tiempo juntos, sonríe.</p><p>Joluis me voltea a mirar; si su enamorado, la única relación de amor que le conozco, hubiera estado en mi lugar, su puño se hubiera disparado como un arpón mecánico.</p><p>_____</p><p><b><span style="background-color: #fcff01;">Heider Rojas</span>. Abogado y escritor colombiano. Autor de la novela <i>Los Rizos</i> y del volumen de ensayos <i>Simpatía con el asesino</i>. El presente cuento hace parte del libro </b><b> <i style="background-color: #fcff01;">Escopolamina</i></b><b>. </b></p><p><b>Imagen: <span style="color: red;">Antonio Turok</span>, eclipse solar, Chiapas 1991. </b></p><p></p><p></p>Revista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-496994219888448908.post-40056868363293707932020-12-08T07:00:00.001-08:002021-02-25T18:55:58.923-08:00Lluvia colorada, un cuento de Camilo Rodríguez<p></p><p></p><table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><tbody><tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiqBM2oo0cyT8AjsLybEHJXzXMLIIP9jObwdr5RK5wAnbnn383CRf2oIcxv4pan2C647X-Nw3aAh63URIfaBQDTWdEMcspRmhYHKCYf6icUJKOOwHKE3OUwuBb5TcFCkJ5b-ms9aqXyEZ0/s650/erupcion-del-paricutin-1.jpg" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="485" data-original-width="650" height="478" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiqBM2oo0cyT8AjsLybEHJXzXMLIIP9jObwdr5RK5wAnbnn383CRf2oIcxv4pan2C647X-Nw3aAh63URIfaBQDTWdEMcspRmhYHKCYf6icUJKOOwHKE3OUwuBb5TcFCkJ5b-ms9aqXyEZ0/w640-h478/erupcion-del-paricutin-1.jpg" width="640" /></a></td></tr><tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><b style="text-align: left;"><span style="font-size: x-small;"> Erupción del Paricutín, 1943, Gerardo Murillo <span><span style="color: red;">Dr. Atl<br /></span></span></span></b><blockquote style="border: none; margin: 0px 0px 0px 40px; padding: 0px;"><p style="text-align: left;"><b style="font-size: small; text-align: right;"><span style="font-size: x-small;"><span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span><span> </span></span></span></b></p><span style="text-align: left;"><div style="text-align: right;"><b>"Para N" </b></div></span><p style="text-align: left;"><b style="font-size: small; text-align: right;"><span style="font-size: x-small;"><span><span> </span><span> </span></span></span></b><span style="text-align: center;"> </span></p></blockquote></td></tr></tbody></table><p></p><blockquote><p style="text-align: right;"><i>Till she came along </i></p><p style="text-align: right;"><i>There was nothing but an empty space</i></p><p style="text-align: right;"><b>―Eric Burdon</b></p></blockquote><p><br /></p><p><b></b></p><span class="firstcharacter" style="background-color: white; float: left; font-family: Georgia, Utopia, "Palatino Linotype", Palatino, serif; font-size: 75px; font-weight: bold; line-height: 60px; padding-left: 3px; padding-right: 8px; padding-top: 4px;"><span style="font-family: inherit; vertical-align: inherit;"><span style="color: red;">E</span></span></span><p>l domingo en la mañana Abril y yo salimos a tomar aire. No era precisamente un día bonito para ir a la montaña, pero llevábamos demasiado tiempo encerrados en la ciudad. Hasta el sexo había desmejorado. “Vamos, que ya pareces un gato asustado”, me dijo. Entonces me miró con sus ojos azules y esgrimió su sonrisa especial, esa sonrisita que le encendía el cabello de rojo, iluminaba las pecas de sus hombros, los pómulos y podía convencerme de cualquier cosa. En menos de veinte minutos preparamos lo necesario para el picnic, tomamos su coche, llenamos el tanque de gasolina y fuimos. </p><p>Íbamos al Teuhtli, uno de esos volcanes dormidos que rodean la ciudad desde tiempos inmemoriales. Leí que su nombre quería decir <i>el de furia latente</i>. Cuando se lo conté a Abril, me corrigió mientras hacía un giro prohibido: “Teuhtli es una volcana, debería ser la de furia latente”. Para mí eso no cambiaba mucho las cosas, pero Abril se la pasa diciendo que los hombres lo acomodamos todo a nuestra conveniencia, que escribimos las reglas del juego para ganarlo desde antes de empezar. Rara vez he leído sobre exploradoras, botánicas o arqueólogas, así que algo de razón debe tener. Yo simplemente le sonreí, busqué el CD de Eric Burdon en el estuche de discos y lo metí en la vieja radio. La primera rola era C.C. Rider, que combinaba a la perfección con la carretera despejada. Mientras Abril aceleraba yo iba pensando en esa palabra: rola. En algún lugar me habían dicho que venía de la primera sílaba de las palabras rock y latino, pero inmediatamente otra persona refutó a la primera arguyendo que rola venía de rolar, que es algo así como andar en círculos, y pensándolo bien no es del todo idiota, las canciones dan vueltas como los perros tontos que se muerden la cola. </p><p>***</p><p>Recién dejamos la ciudad, el camino empezó a erguirse como una culebra al ataque. Nuestros cuerpos se reclinaron y alcanzamos a ver las faldas verdes de la montaña recubierta por una cortina de nubes. Abril tuvo que andar más despacio, siempre con el embrague en primera o tercera. “Las velocidades de fuerza”, me decía. Me puse los lentes para ver mejor los obstáculos que podían aparecer a nuestro paso. Sonaba <i>Don’t let me be misunderstood</i>, lo cual me recordó que Eric Burdon le escribió la canción a su ex esposa Angela, que lo había dejado por Jimmy Hendrix poco antes del famoso concierto del 67 en Monterrey, donde Burdon tuvo la brillante idea de vengarse incendiando la guitarra de Hendrix, pero cuando éste vio su amada Izabella en llamas —así se llamaba su guitarra favorita— le gustó tanto la idea que salió con ella al escenario y desde entonces la usó como un número recurrente en su show. “Ojalá los hubiera dejado a ambos” se limitó a responder Abril tan pronto le conté la historia, y agregó que los músicos seguramente quisieron más a sus guitarras que a Ángela y que en general los hombres tratan a las mujeres como objetos. No me atreví corroborar su reclamo recordándole que un par de años más tarde Jimmy Hendrix murió ahogado en su propio vómito.</p><p>Conforme subíamos las piedras se hicieron cada vez más resbaladizas y el coche empezó a patinar. Me bajé para quitarle un peso de encima y así subimos un tramo, Abril en primera y yo a pie. Un par de veces la vi detenerse, pues las ruedas rechinaban y el humo blanco flotaba en el aire. Entonces ponía el freno de mano, tomaba impulso y volvía a arrancar. Yo la miraba fijamente para evaluar la situación. Sus ojos seguían siendo igual de azules, sus pecas brillaban todavía, no había de qué preocuparse. Aproveché las pausas para tomar del suelo las piedras más filudas, las eché afuera del camino y le indiqué cuál era el mejor ángulo para avanzar. El viento frío soplaba pero el esfuerzo de la subida me había calentado el cuerpo, solo sentía una brisita subiendo por mi espalda cada vez que la mochila rebotaba contra mis nalgas.</p><p>Al rato Abril hizo un gesto para que me subiera de nuevo. Obedecí. Avanzamos un kilómetro en segunda, tranquilamente. La vegetación era espesa, de un verde muy intenso. El sendero se hacía más y más estrecho. No tardamos en concluir que lo mejor era dejar el coche. Según el GPS estábamos cerca del volcán. Nos paramos bajo la única higuera del lugar. Era alta, de ramas fuertes, y sus hojas en forma de mano gigante nos daban seguridad. Antes de continuar, marqué el punto en el mapa virtual. Si mal no recuerdo, la última canción que escuchamos fue Coloured Rain y yo sólo esperaba que no nos cayera una tormenta.</p><p>***</p><p>A mediodía nos internamos en la espesura. Aunque el sol no se veía por el tapete de nubes grises, sus destellos de luz eran tan fuertes que se reflejaban justo encima de nosotros y podíamos adivinar su posición. Abril me contó algunos datos curiosos sobre el nombre de las plantas y la historia del lugar. “Esos islotes que ves allá son las chinampas”, dijo, y señaló el centro de un lago circular donde flotaban tres o cuatro granjas. Las flores y hortalizas brotaban del suelo e iban moviéndose en el agua, era una imagen bella y amable. “Hace quinientos años todo esto era una balsa flotante, qué bueno que todavía se conserva algo y ahora las mujeres pueden trabajar ahí”, cerró, sonriente. Y así retomamos el paso firme con dirección al volcán, o la volcana más bien. </p><p>El sendero plano dio paso a una subida, ante nosotros aparecieron las milpas, los extensos cultivos de nopal, maíz y frijol. Leí que las llamaban las tres hermanas y me alegré de que no fueran hermanos, pero lo pensé un rato y entendí que les decían así porque eran las que alimentaban a la población y supuse que Abril tenía razón otra vez. Después de sortear el primer monte vimos al fin la falda de la Teuhtli. Ahora estábamos sobre tierra rocosa, para subir debía encorvarme y a veces apoyarme con las manos. Sentí pesada la maleta y las botas montañeras, como si fueran un obstáculo más. Abril no tardó en adelantarse. Pensé en lo fuerte y ágil que es. Recordé que otra tarde de domingo, después de una maratón de sexo, concluimos que si alguna vez peleábamos cuerpo a cuerpo ella me aplastaría como a una cucaracha. Mientras nos pasábamos un porro encendido medimos nuestros brazos y piernas, que tenían exactamente el mismo grosor. Además, en las sesiones de yoga ella lograba poner sus dos piernas detrás de la cabeza y alcanzaba otras posiciones que parecían normales para un alien pero eran imposibles para un tipo como yo. Como una cucaracha, eso era algo seguro. Cuando perdí de vista su pelo brillante traté de acelerar el paso. </p><p>***</p><p>El olor a huevos podridos del azufre me dio gusto por primera vez en la vida, ¡al fin había llegado! Respiré por la boca mientras trepaba el último tramo a zancadas de compás abierto. Subí triunfante, con la sonrisa de un conquistador estampada en la cara. “¡Aquí estoy, vente, estoy vente, ‘toy vente!”, el eco del grito de Abril retumbó varias veces en la cavidad de la volcana. Se veía diminuta en la boca del cráter. Nunca me había parecido más pequeña que yo pero ahora se veía como una enanita ondeando el brazo al fondo de una taza de té. También me impresionó que el olor de la volcana seguía flotando en el ambiente a pesar de que estaba apagada. Bajé corriendo por la pradera, como un niño en recreo. Abril estaba de espaldas, agachada, palpando algo en el suelo. A su lado había un círculo de piedras y los restos de lo que parecía un fuego ritual. Las piedras tenían unos glifos raros que me recordaron los garabatos de un niño. </p><p>“Las cenizas todavía están calientes”, dijo Abril. Yo sentí un calor extraño en la boca del vientre, me embargó una rabia malsana, un deseo incontenible de saciar mi rencor. En ese momento Abril me miró y el azul de sus ojos fue más intenso que antes. Me agaché para tomar una de las piedras y golpearla pero ella se adelantó y me acertó una pedrada en la frente. Aunque no me dolió, el porrazo me tumbó de espaldas. Intenté reaccionar pero ella llegó enseguida y me golpeó una y otra vez con la piedra caliza. Por unos segundos vi el cielo vespertino que empujaba las nubes y anticipaba un azul más profundo que el de los ojos de Abril. Una llovizna colorada comenzó a rociar el cielo vespertino. Ahora oigo el chillido agudo de los pájaros pero no siento el viento, tal vez porque ya formo parte de él.</p><div style="text-align: left;">________________<br /><b><a href="https://draft.blogger.com/u/1/blog/post/edit/preview/3250101744598399853/7047419830475493179" target="_blank">Camilo Rodríguez<br /></a></b>Traductor y escritor colombiano. Profesor de la Universidad La Salle México. </div><div style="text-align: left;">Twitter: @Cajme</div>Revista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-496994219888448908.post-57898041654024628832020-11-14T05:18:00.004-08:002021-02-25T19:01:50.030-08:00 Faroeste caboclo, un cuento de Mauricio Collares<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjet50hTKM_kh6IxmAUqRyFlcodnoPKz_vbuMxz009VLnreWxEWSESglmNaP_U6ciz6FrOZaRV2jFUke4suqEFoEobJihOo8kyW3i-6xiil2nsr4VxYRAVV_ixLC6fL-lrF_q8-4LuGKTU/s2048/Manaos+2008-+Daniel+Ferreira-para+cuento+de+Mauricio+Collares.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1536" data-original-width="2048" height="480" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjet50hTKM_kh6IxmAUqRyFlcodnoPKz_vbuMxz009VLnreWxEWSESglmNaP_U6ciz6FrOZaRV2jFUke4suqEFoEobJihOo8kyW3i-6xiil2nsr4VxYRAVV_ixLC6fL-lrF_q8-4LuGKTU/w640-h480/Manaos+2008-+Daniel+Ferreira-para+cuento+de+Mauricio+Collares.jpg" width="640" /></a></div><span class="firstcharacter" style="background-color: white; float: left; font-family: Georgia, Utopia, "Palatino Linotype", Palatino, serif; font-size: 75px; font-weight: bold; line-height: 60px; padding-left: 3px; padding-right: 8px; padding-top: 4px;"><span style="font-family: inherit; vertical-align: inherit;"><span style="color: #fcff01;">A</span></span></span><p>demás de la zuela que compuse para mi sobrina Hannah y una partecita del “Danubio Azul” que en momentos de inspiración logro tararear, no sé casi nada de música. Casi nada es una letra que de tan larga bate en minutos a “Hurricane” de Dylan. Más admirable que alguien tan amusical haya logrado aprenderla es la forma como la aprendió, lo que quizá explica cómo sigue inscripta en su memoria después de más de tres décadas. Me la enseñó el sobrino de un ex-profesor de educación física de la escuelita del poblado de Bellavista. Tiempo después, cuando ya vivíamos en la ciudad de Manacapurú, mi mamá encuentra a dicho profesor y le pide que me haga un lugar en su fábrica de escobas. A alguien involucrado en la política local, como el Profesor Dorado, un favor de esos significaba la garantía de un voto. Además no llevaba las de perder en contratarme, pues se dice que a los niños advenidos del interior les gusta más el trabajo que a los de la ciudad. A mis 14 años necesitaba guita para ayudar en casa, para comprar algo de ropa y soñaba con tener una bicicleta Caloi Cross, por ende ayudaba a corroborar nuestra superioridad laboral. Como el pago no era por horas de trabajo, sino por cantidad de escobas producidas durante la semana, llegaba a la escobería a las cuatro de la madrugada y trabajaba hasta las seis de la tarde. Eso para poder ir a la escuela en turno nocturno. En los días que no había clases seguía trabajando hasta las ocho o nueve de la noche. La única parada era para almorzar el arroz con huevo duro frío que había traído de casa. Fuera de ese bocadillo, tomaba una que otra vez un trago de café. No solo yo solía cumplir esa jornada, de igual modo la cumplía el que estaba antes de que yo llegara a laburar ahí, quien me enseñó a hacer los tapones de piasava y a ponerlos en la base de madera. Tal como enseñé, cuando él se fue, las técnicas y costumbres a otro y otro y otro… porque todos se iban en cuanto conseguían algo mejor o que al menos les permitiera variar de curro. Yo quedaba. Siento que sigo igual. Siempre fui de acomodarme a las peores situaciones de sobrevivencia si alguien no me ayuda a salir mostrándome que peor no puede ponerse. En ese caso, me ayudó el propio sobrino de la persona que me hacía esclavo. Es que él, tal como yo, estaba siendo esclavizado por su tío. Era hijo de la hermana del Profesor Dorado y antes vivía en Manaos con el padre, quien lo envió a la casa de la madre después de que el chico tuvo problemas con la policía a causa de robos intranscendentes, alguna tuca de marihuana u otro pretexto cualquiera que sirviera para librarse de él. La madre lo puso prontamente a trabajar con el tío. Me causó impresión: bermudas largas, zapatillas Vans, remera con la S de Sepultura, un tatuaje de calavera en el brazo izquierdo. Como un skater, lo que era poco común a la época en esa ciudadcita. No era solo una forma de trajearse, al día siguiente ya vino con la patineta. Y llegó a las siete, aunque el día anterior, enseñándole los menesteres de la profesión, le hubiera dicho que podía llegar a las cuatro de la mañana. Fue el peor hacedor de escobas que he visto. El primer día hizo tan solo dos, y eso que las arreglé porque estaban muy mal hechas. El segundo hizo un poco más, pero lo máximo que llegó a hacer con regularidad fue veinte por jornada, siendo que mi media eran cincuenta. En realidad no tardó en agarrar la mano, su baja producción tenía más que ver con sus hábitos. Luego al tercer o cuarto día de la primera semana, a las nueve paró y, sin decir palabra, salió del galpón. Volvió con una botella de guaraná Baré y un paquete de galletitas Negresco.</p><p><span style="white-space: pre;"> </span>― Quer? Toma.</p><p><span style="white-space: pre;"> </span>¿Cómo no amar a un pibe de tu edad que compartiera de tan buena gana algo así en medio de la esclavitud? El horario de merienda a las nueve de la mañana y a las tres de la tarde fue el primer cambio que introdujo. No siempre algo tan rico como lo de esa ocasión, porque era un casi nada de plata que su papá le había regalado al deshacerse de él, pero llevábamos de casa una tapioca, piquiá, pupuña, marimarí, algo en fin. Como retribución, le conté del juego que los otros chicos y yo hacíamos para engañar el tedio y el cansancio y que consistía en decir el nombre de una chica al tiempo que la punta de hierro del aparato de hacer escobas introducía los tapones de piasava en la base de madera. Yo empecé pero, habiendo gritado el nombre de media docena de mis colegas de la escuela, me sonó ridículo sin que el otro me secundara. Quedamos trabajando un buen rato en silencio. Cuando aún somos niños y no nos acostumbramos totalmente a la rutina, no hay nada más cansador en un trabajo repetitivo que el silencio. Quizá intuyendo eso, y por no querer sumarse a mi tarúpido juego, sin previo aviso, mi compañero comenzó a cantar, lo que de alguna manera sirvió para regular el ritmo de la tarea que realizábamos o más bien para alejar nuestra mente de la materia. En su repertorio estaban esencialmente Metallica y Iron Maiden. No creo que supiera inglés, sino que era de esas personas que sienten facilidad en ponerse a canturrear un hit internacional como si supieran otras lenguas. Siguió cantando hasta las once, cuando agarró el monopatín y se fue a almorzar a su casa. Regresó a eso de las dos de la tarde. En la primera semana así lo hizo. En la siguiente, como yo, trajo su comida en un táper. No obstante, llegada la hora del almuerzo, juntó unos palos, hizo una fogata y la calentó en una olla vieja. Y ese fue otro cambio que introdujo. Pronto pasamos a preparar nuestra comida en el propio sitio de trabajo. A juzgar por la cara que puso el Profesor Dorado el día que llegó y nos vio asando nuestro jaraquí no le gustó la idea, pero no verbalizó objeción y, posteriormente, en algunas oportunidades se puso a compartir de nuestro almuerzo. Quien lo viera ahí manteniendo agradables sobremesas no diría que era un cabrón capaz de explotar la mano de obra de esos dos niños de la edad de sus hijos, siendo que uno de ellos era su sobrino. Durante las horas de trabajo seguíamos con lo nuestro: él el cantante, yo el oyente. A las dos bandas principales se agregaron las participaciones especiales de otras como Slayer, Motörhead o Judas Priest. Al terminar una escoba, antes de ponerla junto a las demás ya listas, la transformábamos momentáneamente en una guitarra.</p><p><span style="white-space: pre;"> </span>― Ohooo… Ohooo…</p><p><span style="white-space: pre;"> </span>Una vez le pregunté si no sabía cantar algo brasuca. Aunque su repertorio no fuera la gran cosa como lo era en inglés, sabía algo de Ratos de Porão, Cólera y Garotos Podres, entre otros grupos. Pero lo que me enganchó fue cuando interpretó la balada “Faroeste caboclo” de Legião Urbana. Por primera vez intenté secundarlo cantando. Eso lo entusiasmó a enseñármela. La letra yo la agarraba con facilidad, ya la melodía… A veces pasábamos toda una mañana para que saliera una sufrible estrofa. Nunca vi un maestro tan atento y paciente con su pupilo. Por mucho menos otros me habrían desechado del mundo de la música. En algunas ocasiones llegamos a parar completamente el trabajo a fin de concentrarnos en determinados pasajes… No fueron esas pausas que hicieron decaer tanto mi producción de escobas. Es que poco a poco fui asimilando los hábitos de mi nuevo amigo, incluso al igual que él empecé a llegar después de las siete de la mañana y no por la madrugada como antes. Me di cuenta por lógica matemática que con los centavos que ganaba por escoba, por más que hiciera cien por día jamás iba a poder materializar mis sueños de consumo. Una vez que nos atrapó en profunda y extendida siesta a las tres de la tarde, el Profesor Dorado se enojó. Le dije como justificación que mi mamá me había dicho que no descuidara la escuela a causa de trabajar tanto. No sé si pensó en un voto asegurado en la elección que se avecinaba pero, como patrón, aminoró el tono amenazante de despedirme. En vez de eso, me entregó un par de volantes y un calendario con su cara en tamaño natural y su número como candidato. Si antes iba al menos a preparar las bases y los cabos de madera y a buscar las escobas para venderlas a los comercios, ahora en el período electoral difícilmente pasaba por la fábrica, por lo que podíamos hacer lo que les diera la gana a dos zagales de 14 años. Muy a menudo hacíamos intervalos. Mi amigo organizaba obstáculos con los troncos de madera para entrenar piruetas con su tabla y yo, rehusando la invitación de sumarme a eso, iba a practicar salto mortal en el monte de serrín. Pasadas las elecciones no pudimos seguir haciéndolo porque el Profesor Dorado había invertido mucho en su campaña y necesitaba recuperar la plata perdida. Contrató a un tipo más grande que nosotros y ahora pasaba el día en el lugar. Así nos vigilaba para exigir que produjéramos más, a la vez que producía su cuota de escobas. Al mediodía del primer sábado pasadas las elecciones, como regularmente se hacía, esperábamos recibir el pago semanal, pero llegada la gran hora el patrón nos bicicleteó, diciendo que solo nos podría pagar en la próxima semana. No nos quedaba otra que esperar. Pero después de haber concurrido a la escobería todos los días, justo el sábado siguiente él no apareció. Su nuevo empleado tampoco. A las dos de la tarde nos cansamos de esperarlo sentados y decidimos ir a su casa a cobrarle. Del final de la Coronel Madeira a la Av. Manoel Urbano era lejos, pero fuimos. Total íbamos jugando por la calle: mi amigo con su skate y yo ejercitando con un cabo de escoba técnicas con bastón de kung-fu chino por el método ninja. Antes de las cinco llegamos a la casa del Profesor Dorado. Tocamos una y otra vez el timbre y nadie salió. Gritamos varias veces su nombre, cada vez más fuerte, y no contestó. Entonces empezamos a probar la estrategia de reemplazar el mote de Profesor por algunos insultos. Algo como:</p><p><span style="white-space: pre;"> </span>― Lacra Dorado, Salame Dorado, Garca Dorado, Sorete Dorado, Rata Dorado…</p><p><span style="white-space: pre;"> </span>Por fin abrió de sopetón la puerta y vino rojo de cólera en nuestra dirección. Dimos unos pasos hacia atrás. Lo suficiente para que me pusiera en una rebuscada posición de combate con el cabo de escoba y su sobrino agarrara la tabla con ambas manos. Nos midió y, aunque estuviera recaliente y fuera un tipo grandote, reconsideró la embestida. Volvió adentro amenazándonos con chumbo grueso.</p><p><span style="white-space: pre;"> </span>― Sabem o que vai fazer meu 38 com isso?</p><p><span style="white-space: pre;"> </span>Iba a ponerme a correr, pero el chico a mi lado me sostuvo e hizo señas para que escuchara lo que se habían puesto a discutir adentro el explotador con su mujer. Tras un largo altercado en que hacía entender a su marido de que no éramos más que dos niños, salió ella a decirnos que fuéramos el lunes a las nueve de la mañana y nos pagarían sin falta. Salimos de ahí bordeando hacia la plaza de la Iglesia Matriz, donde mi amigo se puso a practicar el skateboarding en los bancos y escaleras de concreto, mientras yo seguía perfeccionando movimientos con el bastón. Me cansó el brazo de tanto golpear al Profesor Dorado en árboles y postes de luz. Cuando el skater, sintiéndose exhausto, también se sentó, utilizando el cabo de escoba como si fuera un micrófono empecé a cantar “Faroeste caboclo”. Por primera vez la canté por completo de inicio a fin. ¡Bravísimo! No tanto. Me dijo mi profesor que debía ensayar un par de pasajes, pero que no estaba del todo mal. Muertos de hambre, al final de la tarde fuimos a robar mamón en la subestación de Eletronorte y enseguida bajamos al muelle para descansar viendo el anochecer púrpura recubrir el barro de las aguas. El lunes a las nueve yo estaba en la escobería. Solo yo. El nuevo tipo me entregó el pago de las dos semanas que el Profesor Dorado me había dejado. Le pregunté sobre lo del otro pibe. Contestó que ya había recibido lo suyo el día anterior. Salí de ahí y pasé por su casa para mostrarle las partes de la música que el domingo había estado retocando. Su mamá me atendió muy mal y casi a los gritos me tiró que, tras la injuria que habíamos cometido en contra de su hermano, le había enviado al hijo de vuelta a Manaos para que el padre se hiciera cargo de él.</p><p><span style="white-space: pre;"> </span>Tiempo después oí por primera vez en una radio “Faroeste caboclo” cantada por Renato Russo. No me gustó. Quizá porque la interpretación que me habían enseñado era algo más punk, quizá porque en esa época ya llegaban al interior del Amazonas los primeros casetes de hip-hop, una indignación con la que me identificaba más. Sin duda las dos cosas. Pero “Faroeste caboclo” no dejó de interesarme, tanto que mi único intento como rapero fue haciendo una versión de ese tema. Como obviamente no me resultó, siempre soñaba con oírlo cantado por un Mano Brawn o un Rappin Hood. Hoy, en puro errar tantas noches sin lunas ni soles, todavía puedo desafinar cada palabra de la larga letra de esa canción, aunque se hayan borrado de mi memoria de baratija la cara y el nombre del pibe que me la enseñó.</p><p>*</p><p>Esta escritura no es optimista. No pienso que las Fuerzas Progresistas de la Sociedad trabajen con seriedad para que en un futuro próximo sean reivindicados los Derechos del Niño y del Adolescente. ¡Oh infamia sin nombre!</p><div style="text-align: left;">________________</div><div style="text-align: left;"><b><span style="background-color: white;"><span><a href="https://autores.revistacoronica.com/2020/11/mauricio-collares.html" target="_blank">Mauricio Collares</a></span> </span><br /></b>Manaos. Estudió Letras en la Universidad Federal de Amazonas. Desde 2012 vivió en Buenos Aires, donde publicó los relatos <i>Caléndula blanca</i> (ed. Ojo de Poeta, 2016) y <i>El tambor de la memoria gira</i> (Ojo de Poeta, 2017). Tradujo al castellano <i>El infierno de Wall Street y otros poemas</i> de Joaquim de Sousândrade (con Laura Posternak, ed. Corregidor, 2018). En este momento se encuentra en aislamiento social en Manaos.</div><p><b>Imagen: <span style="background-color: #fcff01;">Stanislaus Bhor</span>, Manaos, 2008.</b></p>Revista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-496994219888448908.post-89754565280272791532020-10-24T07:20:00.007-07:002021-02-25T19:01:29.353-08:00El Cristo en Aucayacu, un cuento de Richard Parra<p></p><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjbTvdlo1zJSeYSDGNtTs0prWd9ThrBFURjJ5qzZM8HPmg7nhTiI0GeSMhcqiJLPGjP-FE_nVXWYZKIWqLkh_AzXxv9eX6OKMtBXC2EB8dxvo8Q3jrz2ehxyK-77_mZUosRQw43I1BI92s/s1508/ni%25C3%25B1a+ayacucho+guerra+peru+sendero+luminoso.png" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1508" data-original-width="916" height="849" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjbTvdlo1zJSeYSDGNtTs0prWd9ThrBFURjJ5qzZM8HPmg7nhTiI0GeSMhcqiJLPGjP-FE_nVXWYZKIWqLkh_AzXxv9eX6OKMtBXC2EB8dxvo8Q3jrz2ehxyK-77_mZUosRQw43I1BI92s/w514-h849/ni%25C3%25B1a+ayacucho+guerra+peru+sendero+luminoso.png" width="514" /></a></div><br /><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: left;"><div class="separator" style="clear: both;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><b>I</b></div><div class="separator" style="clear: both;"><span class="firstcharacter" style="background-color: white; float: left; font-family: Georgia, Utopia, "Palatino Linotype", Palatino, serif; font-size: 75px; font-weight: bold; line-height: 60px; padding-left: 3px; padding-right: 8px; padding-top: 4px;"><span style="font-family: inherit; vertical-align: inherit;"><span style="color: #800180;">C</span></span></span>uando el Cristo llegó a Aucayacu nos dio esperanza. El anterior oficial no había tenido las verijas para arremeter contra los subversivos y, por eso, lo asesinaron en una emboscada en la que también cayó el profeta Salvador. </div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Recuerdo que a Salvador lo trajeron hecho pedazos. Sucumbió como andaba anunciándolo: decapitado, esparcidas sus entrañas sobre la pestilente tierra. </div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Los sobrevivientes contaron que, a Salvador, herido de bala, una terruca le colocó un petardo entre las piernas. Según cuentan, antes de estallar, Salvador lanzó un presagio: que vendría uno del Cielo con espada para castigarlos.</div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"><br /></span></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Un soldado lisiado nos contaba de Durante García, el Cristo:</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>“Yo estuve presente cuando el puta bautizó a su primer terruco. Pensábamos que se mearía de miedo como los demás novatos. Pero no. Yo vi que una luz le auró el rostro cuando sujetó el puñal que, de un golpe, se lo clavó a un chiquillo por el cuello hasta el corazón”. </div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>“Y rápido se ganó fama”, agregó el soldado. “A los días, se le ocurrieron otros métodos de martirio como la penetración de clavos por las narices, las orejas y otros huecos. Desde entonces, lo llamábamos el Cristo. Una vez, detuvimos a un terruco desertor que se había vuelto evangelista. El hijo de puta ese se la pasaba rezando, pidiendo por su alma, pensando que así lo dejaríamos vivir. Pero lo colgamos de un árbol y el mismo Cristo lo clavó de las muñecas y los pies. Allí, delante del crucificado, el Cristo les dijo a los demás detenidos que no importaba si el mismo Jehová los perdonaba, que nadie se escaparía de su vesania”.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Decían que el padre del Cristo era descendiente ilegítimo de terratenientes, que llegó nadie sabe de dónde a Huamanga con su negra mujer —llevada de chiquilla a la fuerza decían— desde las haciendas algodoneras de la costa. Por eso, el Cristo era un cholo zambo que atemorizaba con su cara de mandingo. Era macetón y andaba como le daba la regalada gana: con la camisa abierta, los chancabuques desatados y con la melena espesa crecida para cólera de ciertos superiores.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>El Cristo se ejercitaba por las mañanas en la explanada pasando el crematorio. Hacía piques, planchas, abdominales, levantaba rocones. Había días en que, sazonado de cañazo, se dirigía a la plaza, correteaba hembras y las alzaba en peso.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Que yo recuerde, Confesor, ninguno de los que hizo cachudos lo escarmentó. Es más, cuando su fama de ser elegido se extendió, hubo quienes toleraron sus pendejadas creyendo que estas eran una forma de castigo divino.</div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><b>II</b></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Los habladores contaban que a su madre la dinamitó Sendero Luminoso. Ella y el Cristo, que ya en ese entonces era militar, viajaban en la tolva de un camión Chevrolet. Justo cuando el vehículo cruzaba por sobre un puente una bomba estalló. Durante salió volando, cayó al río, pero se salvó.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Las crónicas señalan que el rescate de los cuerpos duró dos jornadas debido al agreste terreno. Describen que los cadáveres estaban esparcidos por las peñas, entre espinas y fierros retorcidos, y que el tufo producía arcadas.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>En el velorio, el Cristo dijo que su madre era misericordiosa y que eso le aseguraba el Cielo. Luego, la enterraron en una modesta tumba junto a su marido, a quien, años antes, unos indios contaminados de comunismo asesinaron durante los disturbios posteriores a la Reforma Agraria. </div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>El Cristo era el único fruto de aquel matrimonio. No tenía hermanos. Por eso, cuando, años más tarde, cayó en desgracia, solo su mujer, una arrepentida, estuvo allí para asistirlo.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span></div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Decían que el Cristo era sanador, medio brujo por su madre macumbera y porque sabía de enfermería. Y esto no era mito: el puta curó a muchos. A mí me practicó una traqueotomía cuando una esquirla me hirió el cuello. El Cristo también hacía limpias, pero no como los curanderos, rezándole a Dios y a la Pachamama, sino puteándolo a uno y echando gomeadas y pateaduras.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Los serranos supersticiosos le tenían miedo. Afirmaban que al Cristo el diablo se le presentaba en sueños y que le daba ideas para enfrentarse al comunismo. Hasta decían que lo veían en las chicherías bailando como poseído. </div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Ahora el Cristo vive retirado, Confesor. Si lo viera: parece un hombre sereno, plantado. Nadie sospecharía de su turbulento pasado. Trata de mantenerse digno, sí, lúcido, pero a veces pierde el sentido. Qué duda cabe: ese balazo que le pegaron en la cabeza lo ha dejado medio tarado.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>A mí me dijo, Confesor, que está resentido con el Gobierno y los oficiales de la plana mayor que se olvidaron de él. Sobre todo, con aquellos que hicieron plata con la pichicata en Aucayacu y no le dieron ni un cobre. Y es cierto: ahora el Cristo recibe una cicatera pensión y vive con el miedo de que Sendero lo busque y se lo chife.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>A veces, cuando toma caña, el Cristo se lamenta: dice que cometió un irremediable error al declararle su vida a la Comisión de la Verdad y Reconciliación, recua de rojetes comechados, oportunistas, traidores.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>—Estaba débil de carácter —me dijo el Cristo—. Además, en el psiquiátrico me tenían dopado.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>También cuenta el Cristo que Jesús Dios, el Verdadero, ciertas noches se le aparece en sueños y lo bendice con sangre. Así se expresa: que le vienen visiones iluminadas, que ha comido de la carne del Señor, que ha relamido sus costras. </div><div class="separator" style="clear: both;">¿Será eso o serán delirios, Confesor?</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>—Su mujer —la alzada arrepentida— dice que el Cristo se encierra a tomar cañazo y a hablar solo, que lo ha escuchado conversándoles a las ánimas de quienes fue verdugo. Menos mal que esa mujer es prudente y, antes de que el Cristo se cruce con trago y culebrón, le esconde la pistola. No vaya a ser que las cosas no se salgan de control.</div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><b>III</b></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Los que lo aborrecen no consideran la irrealidad que vivió. Si hubieran estado en su pellejo, si tuvieran sus ojos, su conciencia, su corazón. Tendrían que ser su carne y su sangre, estar en sus heridas. En los machetazos que le pegaron a traición. En el balazo que le asestó la perra esa y que lo dejó medio orate.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Tendrían que comprender que cuando descendió del helicóptero por primera vez en Aucayacu, allá se vivía una locura. No solo eran dos bandos: Fuerzas Armadas, Sendero. Estaban los narcos, los paramilitares, las rondas armadas, los soplones. Todos querían una tajada. Todos veían su interés. Todos se sacaban los ojos.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Recuerdo que, en cierto momento, los pobladores empezaron a delatar a los sinchis con los terrucos. Se los ponían en bandeja para que Sendero los matara. Es que la policía les arrebataba la coca y les intervenía sus pozas. Sí, pues, los sinchis se fueron contra el pueblo y este les respondió aliándose con Sendero.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>¡Póngase en sus zapatos, Confesor! Esa gente tenía familia, necesidades, no les quedaba otra que trabajar para el narco. Además, allá en la selva no había buenas chacras, ni industrias, ni escuelas, ni postas, son pueblos aislados. Mucha hambre se padecía, pestes, sabandijas, abusos. ¿Qué más podía hacer un joven sino meterse a la subversión o de narco? ¿Qué más, Confesor?</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Por eso, ante la pregunta "¿droga o Sendero?", una noche el Cristo dijo "droga" y secuestró a unos narcos para exigir dinero por su liberación. Con esa plata, el Cristo sobornó terrucos. Así logró que los mismos senderistas pro narcos les entregaran a los cuadros más politizados. Todos se venden.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>El Cristo sí que fue un visionario. En su apogeo, en la selva se llegó a decir que más allá de su palabra no había otra verdad. Con él, les metíamos terror a las bases de apoyo de Sendero Luminoso, que hasta pidieron treguas. Recuerdo que en las batidas amenazábamos con castrar y violar inocentes. Solo así, con mano dura, los pobladores se pusieron de nuestro lado, colaboraron, y los que no pagaron su cuota de sangre. Con esa política, Confesor, la gente entraba en cintura. ¿O ya no se acuerda? Usted también estaba allí. Usted también ha matado gente. Porque allá en Aucayacu ninguno era inocente. La culpa recaía sobre todos nosotros en la Tierra, la pus, las espinas de Dios. A todos nos habían parido con dolor, condenados, resignados y avergonzados, así como sermoneaba el profeta Salvador.</div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><b>IV</b></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>El Cristo convertía al más chúcaro de los conscriptos en uno de sus perros. Nos obligaba a arrodillarnos, a lavarle y lamerle los pies, a hacer hostias con su mierda y comulgar. Pero, después del maleteo, merendaba con nosotros en las rancherías. A veces, incluso pasaba el chuchuhuasi y la copita. Los sábados nos llevaba a cazar monos, a pescar al río Huallaga y a jugar pelota con los chunchos. Ciertas noches, leía su Biblia Reina Valera en silencio y luego nos contaba, con sus propias y procaces palabras, lo que acababa de leer. Hablaba del Dios de los judíos, de la Tierra Prometida, de cuando Nabucodonosor II destruyó el templo de Salomón. El Cristo improvisaba misas cuando no hallábamos curas, nos confesaba y, en el combate, hasta suministraba santos óleos, incluso a los terrucos. </div><div class="separator" style="clear: both;">El Cristo nos contaba historias de la guerra de Troya, del ejército de Adolfo Hitler en África, de cómo los milicos bolivianos con ayuda del nazi Klaus Barbie golpearon a la guerrilla del Che Guevara, de los excesos que cometieron los franceses en Argelia, de las estrategias contrainsurgentes de la Escuela de las Américas y la CIA. Con las enseñanzas del Cristo, entendí la grandeza de Túpac Amaru II, el mariscal Cáceres y Grau. Yo que casi nada sabía de este país, así empecé a amarlo. Y también a odiar a los chilenos y a comprender lo hijos de puta que fueron cuando invadieron y humillaron al Perú.</div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>A los detenidos primero los oficiales les sacaban información y plata, y luego nos los mandaban a nosotros para la chifadera.</div><div class="separator" style="clear: both;"> ¿Que cómo lo hacíamos, Confesor? Usted ya sabe. Chupábamos culebrón para envalentonarnos, luego los degollábamos, les abríamos la panza, les sacábamos las tripas, los llenábamos de piedras, los cosíamos con soguilla y los aventábamos al Huallaga.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Al inicio, los cuerpos flotaban y tuve que lanzarme al río y hacerlo de nuevo. Pero con el tiempo agarramos la maña. Nos repartíamos el trabajo. Todo funcionaba como una máquina.</div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Los oficiales nos mandaban terrucas ya abusadas. Esas mujeres apenas resistían. Las echábamos sobre unos trapos sucios y allí entrábamos a tallarles. Recuerdo a una chola recia que se puso tiesa y no había cómo abrirla. Con un alicate, entonces, le saqué las uñas, pero como seguía aguantándose tuvimos que amarrarla de las cuatro patas. </div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Pero no lo hacíamos de malos. ¿De verdad usted cree que andábamos arrechos las veinticuatro horas? Sendero hacía lo mismo. A las hijas gemelas del alcalde de Aucayacu los sacos les metieron pinga hasta morir. A una viejita, la raparon y la agarraron como a hijo solo por ser la madre de un búfalo aprista y por financiar a paramilitares. Se metieron también a una posta médica a robar medicinas y se tiraron a las enfermas sobre sus propias camas. Ni crea, Confesor, esos comunistas también meten pinga que da miedo.</div><div class="separator" style="clear: both;"> Y, recuérdese, Confesor: el pueblo patriota aprobaba nuestros escarmientos. Cuando las rondas pescaban terrucas, nos las traían como tributo, como botín. Sí, Confesor, esas harpías eran unas hijas de la gramperra y se merecían la muerte que, con su bendición, les dábamos.</div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both;"> El Cristo nos enseñó que el propósito del castigo no solo era obtener la verdad, sino convertir el alma del pecador y disponerlo para su encuentro con la Providencia. </div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Los desnudábamos, les colocábamos agujas oxidadas y les metíamos corriente. Sea lo que sea, hombre o mujer, viejo o chico. Eran unas personas tan equivocadas, inmorales y fanatizadas que no soltaban así nomás sus secretos. A veces, era duro, Confesor, porque igual esas mierdas eran gente, aunque el Cristo lo negaba.</div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><b>V</b></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Yo, Señor, soy su siervo. Líbreme de mi prisión y le haré sacrificio. Mi corazón, mi lengua, mis sentidos y potencias serán suyos. Mis testículos cercenados. Usted es mi salud, mi refugio.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>¿Que quién soy yo?: vicio y pecado, retorcido deseo, un animal sin voluntad. Por eso, Señor, en lo profundo de la muerte, me encuentro sumergido, ahogado. </div><div class="separator" style="clear: both;">Ahora lo escucho y repito: “Mi corazón homicida es un abismo de corrupción e iniquidad”.</div><div class="separator" style="clear: both;">“Mi corazón homicida”.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Deme libertad, Señor, para sujetarme a su suave yugo. Deme la ansiada muerte.</div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><b>VI</b></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Unos periodistas vinieron y lo trataron de cachaco bruto al Cristo, pero él se cobró.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Entramos a su hotel pasada la medianoche. Les rompimos sus cámaras, les quitamos sus rollos y casetes, los desnudamos, con las cachas de los fusiles los golpeamos, les pateamos los huevos, luego, con un fiscal, los acusamos de apoyar a la subversión y se fueron de Aucayacu. </div><div class="separator" style="clear: both;">Cierta noche llegó un infiltrado a contarle al Cristo de una profesora blancona, a quien a la mañana siguiente detuvimos.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>—Usted no se ha confesado —le dijo el Cristo—. Vive en el pecado, necesita comulgar.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>—El infiltrado dijo que se trataba de la furcia del terruco Abraham, un camarada —dicen— que compañero de colegio de Abimael Guzmán. Interrogamos a otros maestros y alguien, poco antes de fallecer, nos dio una dirección. Resultó que los terrucos estaban camuflados en una iglesia abandonada de Los Santos de los Últimos Días. En pleno pueblo estaban los mierdas: encaletados en nuestras narices. El Cristo se enojó. Estaba hecho una fiera. En la iglesia evangélica, hallamos enterradas fals, granadas, una instalaza, panfletos, libros de Stalin, Mao y Mariátegui. Un retrato hecho a lápiz del Cristo. Pero no encontramos a nadie.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Luego el Cristo se metió con la blancona al “País de las maravillas”, como llamábamos a la sala de torturas. Seguro adentro el Cristo le habría dicho "serás perdonada, hermana, confía, encomiéndate". Asumo esto porque eso hizo después con otra terruca. Seguro se habría ofrecido llevarla él mismo a un hospital después del maltrato, le habría prometido seguridad, un futuro, pero para eso primero tendría que hablar.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Sí, Confesor, las hembras de Sendero eran más duras y sanguinarias. ¿Por qué cree que el cabecilla Abimael Guzmán andaba rodeado de hembras? ¿Se acuerda cuando Fujimori capturó a la cúpula de Sendero Luminoso? ¿Vio cómo gritaban esas rameras, la Garrido Lecca y la Iparraguirre? ¿Cómo arengaban? Algunos cuentan incluso que la primera mujer del cachetón Guzmán era la líder de la organización y que, por poder y para sacársela de encima porque estorbaba, la ejecutaron a sangre fría. </div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>El Cristo tiró el cuerpo al suelo.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>—Puta madre, esta terruca estaba bien rica —dijo Arana—. ¡Cómo se la habrán tirado los oficiales, carajo! Qué lecheros. Carne blanca.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>—Acuérdate, Timoteo —me dijo Arana—, este tipo de hembras te vas a tirar cuando seas teniente.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Luego Arana la cogió de las piernas y la arrastró hasta el lavadero. Allá, le pasó el trapo por abajo y le limpió la sangre. La mujer de Abraham estaba degollada, sin uñas. La habían rapado a la mala, a tijerazos, e incrustado tachuelas en las tetas y las nalgas.<span style="white-space: pre;"> </span></div><div class="separator" style="clear: both;"> ¿Que para qué Arana limpió el cuerpo, Confesor? Pues dijo que todavía estaba caliente, que aún quedaba algo. Entonces le cubrió la cabeza con un costal y le abrió las piernas. Pichuzo fue el siguiente, luego Hermoza y así.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>¿Y yo, Confesor? Pues me fui a un lado a fumar hierba. Luego Arana me dijo que yo tendría que hacerme cargo del cuerpo.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>—Que Dios te bendiga, Timoteo —me dijo—. Eres un rosquete de mierda.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Así que le llené de piedras el vientre, la cosí y la aventé al río Huallaga.</div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><b>VII</b></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>El Cristo: un alma disciplinada y coherente. Si no fuera por él, ¿dónde estaríamos?</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>¿Por qué nos toman por gente simplona?, ¿que no diferenciamos el bien del mal? Nosotros, el Cristo, Arana, Pichuzo, el profeta Salvador, todos cumplimos con el país, con Dios. Hicimos lo correcto.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>En la guerra, el Cristo jodió al enemigo, eso es lo que vale. ¿No se acuerda, Confesor, que su presencia era omnipresente?, ¿que siempre nos vigilaba? En los ejercicios, en las misas. Hasta cuando merendábamos el rancho estaban allí sus ojos negros, su caraza de condenado. ¿No se acuerda del miedo que le teníamos? Era como un ardor que nos colmaba de odio.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Su reinado terminó cuando una chibola le pegó un tiro saliendo de una chichería y lo arrojó por un despeñadero. Apenas nos pasaron la voz, empezamos a descender en el abismo. A lo lejos, el Cristo parecía muerto, pero cuando llegamos al fondo advertí que todavía le latía la panza. Su cuerpo ya estaba cubierto de moscas. Arana quiso darle la extremaunción, pero el Cristo resistió.</div><div class="separator" style="clear: both;"> —Llévenme donde el brujo Eleodoro —balbuceó.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Y lo cargamos. Unas mujeres lloraban y le imploraban a Dios y a la Mamacha Cocharcas y al mismo Cristo como si fuera un santo.</div><div class="separator" style="clear: both;"> —Su camino será tedioso —dijo Eleodoro—. Veo ánimas que se arrastran tras él y claman venganza, pero no podrán. El Cristo prevalecerá en cada ruina y ceniza de su tiranía.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Dijeron que quien le disparó fue la hija de la blancona y el terruco Abraham, una perra a quien yo mismo estrangulé y cuyo cuerpo luego arrojé a un basurero.</div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><b>VIII</b></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>El cielo manchado de suciedad: una costra. El aire pesado y frío, tanto que cuarteaba el rostro. Yo sostenía mi fusil, presto a disparar. </div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Por el sendero aparecieron Abraham y sus terrucos y el Cristo nos dijo "hay que reventarlos a todos, ahora nos la cobraremos por el profeta Salvador”. </div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>Toda la primavera habíamos esperado el soplo.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>—Timoteo, dispara —me ordenó el Cristo.</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="white-space: pre;"> </span>—Sí, Confesor, aquel fue nuestro gran escarmiento.</div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both;">__________</div><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="font-size: x-small;"></span></div><blockquote><div class="separator" style="clear: both;"><span style="font-size: x-small;"><b style="background-color: #fcff01;">Del léxico:</b></span></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="font-size: x-small;"><b>Terruco: Miembro del grupo subversivo Sendero
Luminoso. Terrorista. </b></span></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="font-size: x-small;"><b>Sinchi: Miembro de la unidad policial
contrainsurgente peruana. </b></span></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="font-size: x-small;"><b>Chúcaro: Salvaje, huraño, maleducado. </b></span></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="font-size: x-small;"><b>Macumbera: De “macumba”. Rito que mezcla
elementos religiosos populares africanos, católicos y
andinos. Bruja. </b></span></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="font-size: x-small;"><b>Chunchos: Término despectivo para indios de la
selva. </b></span></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="font-size: x-small;"><b>Chuchuhuasi: Licor afrodisiaco de la selva peruana
preparado con la corteza del árbol Maytenus
macrocarpa. </b></span></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="font-size: x-small;"><b>Chifadera: De “chifar”. Matar, torturar, maltratar,
violar. </b></span></div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="font-size: x-small;"><b>Aucayacu: Distrito ubicado en la región Huánuco, en
la selva peruana. Desde el año 1982, el grupo
subversivo Sendero Luminoso llevó a cabo acciones
armadas en la zona. En Aucayacu también
operaban diversas bandas de narcotraficantes. | <i><span style="color: red;">N. de A.</span></i></b></span></div><div class="separator" style="clear: both;"></div></blockquote><div class="separator" style="clear: both;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both;">_____________</div><div class="separator" style="clear: both;"><span style="background-color: white;"><b>Richard Parra</b></span></div><div class="separator" style="clear: both;">Lima, 1976. Autor de la novela <i style="background-color: #fcff01;">Los niños muertos</i>. De las novelas cortas <i><span style="background-color: #fcff01;">Necrofucker</span></i> y<span style="background-color: #fcff01;"> <i>La pasión de Enrique Lynch</i></span>. Ha publicado los volúmenes de relatos <i>Resina</i> y <i>Contemplación del abismo</i>. Obtuvo el premio Copé de ensayo 2014 con <i style="background-color: #fcff01;">La tiranía del Inca</i>, un estudio sobre la escritura política del Inca Garcilaso de Vega. Doctor en Literatura latinoamericana en New York University. </div><div class="separator" style="clear: both;">_________</div><div class="separator" style="clear: both;"><b>Imagen: Vanguardia Liberal/AP, Ayacucho, 1989.</b></div></div></div><p></p>
Revista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-496994219888448908.post-77110075771390996442020-09-23T07:59:00.004-07:002021-02-25T19:00:58.100-08:00Historia de cigotos, un cuento de Elma Correa<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><img border="0" data-original-height="1694" data-original-width="1280" height="640" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgOcexjsW2oO2-kBOLjihoCeoir0rJwpYdgH63xcDH8pa_I5bwdeJtrYxggX3-IcaovlDnttdDFp6yKrKJHjkuQ0KhzHNjpysSbk1xHln3vCV1ONuqMFrHMw5UGy4kRuLgJhUlaVeQ-rzg/w483-h640/Diane-Arbus_Andanafoto-3.jpg" width="483" /></div><br />
<span class="firstcharacter" face=""pt sans", sans-serif" style="background-color: white; float: left; font-size: 75px; line-height: 60px; padding-left: 3px; padding-right: 8px; padding-top: 4px; text-align: justify;"><span style="color: red; vertical-align: inherit;">P</span></span><p>or segunda vez en la tarde tuvieron que lavar la suciedad de su hermano el tarado. </p><div>No podía realizar ninguna tarea por sí mismo. Ni comer ni trasladarse, mucho menos evitar ser inundado por sus propias heces. Su organismo no le pertenecía en lo absoluto. Su cuerpo respondía a reflejos básicos dictados por un cerebro que no se llegó a desarrollar. Si estaba molesto o incómodo lanzaba gritos agudos que recordaban a una colonia de micos. Si estaba relajado, su garganta vibraba emitiendo un sonido ronco, muy parecido a un ronroneo. Si le daban natillas, aullaba de placer lanzando manotazos. </div><div><br /></div><div>Al tarado le gustaban las flores. De cualquier tipo. Cuando lo acercaban a la ventana en las horas de más luz con algunos botones de margarita en el regazo de sus piernas inútiles, los apresaba en los puños y se quedaba dormido, arrullado por el rumor de su propia respiración. Un día antes había pasado al departamento contiguo después de clases, porque su vecina, una anciana ciega llamada Ruth, había hecho renacer unas viejas raíces de campanillas que ahora florecían en el comedor, muy azules, en una enorme maceta para el tarado. </div><div><br /></div><div>Eran gemelos. Cuando nacieron uno era robusto y rosa, completo, sano. El otro una tripa roja sin forma reconocible. El doctor explicó que esas cosas pasaban, que un embrión era débil y otro, el embrión alfa que se apropiaba de los nutrientes que les correspondían a los dos. Que conocía casos en los que el feto endeble moría en el vientre o era absorbido por el feto dominante, que en esa ocasión había sido lo bastante generoso como para dejar sobrevivir a su hermano. </div><div><br /></div><div>Habían pasado ya dieciséis años y el gemelo alfa era un chico opaco, delgaducho, cansado de atender a su hermano, resentido por el trabajo que su madre le imponía, pero del que secretamente se sentía responsable. Había sido él quien se adueñó de la placenta, quien engrosando
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su cordón umbilical había absorbido el calcio y las vitaminas de su madre, que aunque no era mayor, también pagaba las consecuencias en la espalda encorvada, en el rostro ceniciento que presentaba las marcas de la preocupación y que ella pintaba de polvos, con esa dignidad vacía que surge de la vergüenza de tener un hijo idiota. </div><div><br /></div><div>Aquel día todo resultó mal. La madre no pudo ir a la oficina de correos donde se empleaba como despachadora de paquetes y donde tenía una relación más o menos formal con el guardia de seguridad de una empresa subcontratada, porque a medianoche hubo una sobrecarga en el centro de energía del edificio y estaban sin electricidad. Toda la madrugada la pasaron envueltos en los gritos del tarado, que no soportaba la habitación a oscuras y sólo pudo tranquilizarse con la llegada del amanecer. </div><div><br /></div><div>Entonces él debió salir a buscar pan y leche para el desayuno y al bajar la escalera había tropezado, hiriéndose en el codo. Era una escalera deteriorada que rechinaba bajo el peso de los inquilinos, una escalera de barandas sueltas de las que nadie se fiaba para sostenerse. El dolor lo había acompañado durante el recorrido, punzando bajo la piel lechosa de su brazo, extendiéndose hacia su hombro y envolviendo su garganta hasta estacionarse en su tórax, de donde no se iría nunca más. </div><div><br /></div><div>El único establecimiento cercano estaba clausurado con los sellos de la comisión de salubridad del municipio. </div><div><br /></div><div>Estuvo parado frente a las calcomanías de letras negras y rojas. Sin leerlas. Sólo ahí, de pie, pensando que él y su madre beberían el café negro. </div><div><br /></div><div>Al volver, un pichón con las alas fracturadas le cerró el paso. Revoloteaba, visiblemente adolorido, sin lograr elevarse más de unos centímetros. Tuvo el impulso de levantarlo pero un gato de lomo sarnoso arrastró al pájaro hasta un contenedor de basura. </div><div><br /></div><div>La madre sirvió las tazas de café. Bebieron callados y no escuchó su voz hasta después del mediodía, cuando el guardia de seguridad pasó a verlos para revisar que ella estuviera bien y se encerraron quince minutos exactos en el baño. No le interesaba demasiado, pero sentía curiosidad por ese hombre canoso que desde que estaba mudando los dientes frecuentaba a su madre. </div><div><br /></div><div>Lo cierto es que no la hacía más feliz. O no de modo evidente. Y tampoco resolvía las premuras que mes a mes le acentuaban las marcas bajo los ojos y la volvían más seria que de costumbre. </div><div><br /></div><div>Apenas podía recordar ocasiones en las que el guardia hubiera sido particularmente amable con él o atento con el tarado, pero las había. Como aquella vez en que enfermaron de sarampión. Siempre enfermaban juntos y siempre se sobreentendía que él era el culpable por llevar a casa los virus de afuera, y por razones muy claras, el tarado era la prioridad. Él debía esperar en medio de la fiebre y el escozor por una atención de su madre que casi nunca llegaba. Y una noche en que las ronchas se multiplicaron, hinchándolo, amoratándolo como a un cadáver que respiraba, el guardia se había sentado junto a su cama y le había untado loción en las erupciones y le había contado historias de guardias de seguridad en oficinas de correos que ejecutaban actos heroicos
salvaguardando la correspondencia de los ciudadanos, hasta que se quedó dormido. </div><div><br /></div><div>O como cuando el tarado se asustó con <i>Ringo</i> y se estaba ahogando con sus mocos y gritos y sus lágrimas de miedo, y él deseó que se ahogara de verdad, pero el guardia se llevó a la tortuga, la única mascota que pudo conservar por más de unas cuantas horas en su infancia y entonces fue él quien lloró y Leo lo consoló diciéndole que la había soltado en la mar para que encontrara a su familia de tortugas. Se lo agradecía, aunque ahora supiera que si <i>Ringo</i> terminó en el océano había sido solamente a través del escusado. </div><div><br /></div><div>Un pudor maternal la hizo salir primero, alisando algunos mechones que caían sobre su frente como las antenas de un bicho triste. Y detrás salió Leo, el guardia de seguridad, con la camisa fajada y el rostro húmedo de sudor. Casi de inmediato, como si fuese obligatorio compensar esos pocos momentos que se procuraban, comenzaron a discutir y el tarado empezó a aullar.</div><div><br /></div><div>El guardia salió azotando la puerta, la madre se fue a su habitación y él se quedó ahí, el gemelo sano, sentado a la mesa mirando las campanillas de Ruth en distintos tonos de azul brillante. Celeste, cobalto, turquesa, marino. </div><div><br /></div><div>Se turbó un poco al pensar en que todas terminarían desmenuzadas en los puños bestiales de su hermano. Entonces las palabras de su madre lo sobresaltaron, como si le hubiera descubierto el pensamiento y quisiera cobrárselo, llamándolo para limpiar al tarado.</div><div><br /></div><div>No le estaba permitido escapar. Debía ayudar a su madre sosteniéndolo por las axilas mientras ella le sacaba los pantalones y los calzoncillos manchados. La mujer era inmune al mal olor, a los chillidos, a la espuma babosa que escupía. Dejaba la ropa sucia a un lado y con ayuda de una toalla mojada quitaba los desechos entre sus nalgas y los genitales. Los pequeños testículos se empequeñecían aún más al contacto del paño frío y algunas veces, aparecía una erección frágil que ignoraban de modo deliberado.</div><div><br /></div><div>Un tiempo intentaron los pañales, pero los destrozaba con sus uñas de comadreja y comía el relleno de algodones plásticos. También probaron mantenerlo desnudo, cubierto con una manta de la cintura para abajo, pero se clavó las uñas en el vientre, tan profundo, que había requerido sutura. Desde entonces, cada cierto tiempo, la madre trituraba dos tabletas de alprazolam en su cena y llenaba sus manos de lidocaína, para probar una especie de manicura al límite. Cortar, rebanar, lijar, raspar. Hasta que, los dedos insensibles del tarado sangraban. </div><div><br /></div><div>Pronto caería la noche y la madre lo envió a pedir velas prestadas entre los vecinos. Hizo sonar con su dedo tímido el timbre de Ruth. Era un estupidez que una ciega tuviera velas, pero le gustaba su compañía, aunque fuera unos minutos. Hubiera querido que Ruth le confesara que había abonado y cuidado la maceta de campanillas sólo para invitarle un té helado cuando él pasó a recogerla para entregarla a su hermano. </div><div><br /></div><div>Escuchó los pasos de la anciana arrastrarse y dedicó una sonrisa llena de dientes a sus pupilas nevadas. Otra estupidez, porque incluso si ella hubiera podido verlo, a esa hora la penumbra del pasillo ya los había convertido en sombras. Una sombra mustia la de él y una sombra bajita y rechoncha la de ella. La viejecita sirvió dos vasos de algo fresco y cítrico que no pudo distinguir y se sentaron en el único sillón de la estancia. Le preguntó por los avances de su hermano y él respondió que seguía tan tarado como siempre. </div><div><br /></div><div>Ruth le reñía como un juego cuando se expresaba así, pero sabía que no lo juzgaba. Se sentía cómodo compartiendo con ella la oscuridad. Ella siempre había vivido así. Su vida había sido un espacio negro por el que se movía segura y a la vez cautelosa. Igual que sus manos: cautelosas cuando avanzaban bajo su camisa hacia sus pezones pálidos, unos que ella sólo podía intuir al tocarlos; firmes, cuando se detenían entre sus piernas y él contrastaba la suavidad de su tacto con la aspereza de la piel arrugada que las cubría. </div><div><br /></div><div>Entró al departamento sin hacer ruido, deseando que su madre estuviera dormida para no tener que explicar la ausencia de las velas, cuando se restableció la energía. Un triunfo tan exiguo que no valía la pena festejar. Sin decir nada, fue hasta la cómoda para tomar otra toalla, la humedeció en el lavabo, la entregó a su madre y levantó al tarado por las axilas. </div><div><br /></div><div>Al terminar, la madre cortó tres campanillas de la maceta y las entregó a su hermano. </div><div><br /></div><div>Rumiaba. La cabeza colgando de lado, vaciando una cantidad de saliva imposible sobre su hombro, la mirada perdida. Quiso lanzar las flores por la ventana. Durante los últimos años no habría podido decir si deseaba más que no fuera tarado o que no fuera su hermano. Le parecía increíble que ese pedazo de carne y ruidos pudiera ser algo suyo. Pero eran gemelos. Eran iguales. Así como el tarado era por fuera, él era por dentro. Algo inútil, torpe, sin importancia. Algo que estorba. </div><div><br /></div><div><br /></div><div><span style="color: red;"><b>***</b></span></div><div><br /></div><div>Tocan a la puerta.</div><div><br /></div><div>El tarado aprieta en sus tenazas las campanillas. </div><div><br /></div><div>Es una muchacha insignificante. Consumida, de no ser por la protuberancia que le crece debajo de los senos. Un quiste que le presiona el diafragma y ha dispuesto una nueva distribución de sus intestinos y su vejiga. Se apoya en el barandal para recuperar el aliento. Sus manos son minúsculas, sin fuerza en unos dedos flacos esmaltados de coral. </div><div><br /></div><div>Él sale y cierra la puerta. Se acerca lo más que puede a la chica. Escucha. La vocecilla apenas le roza el oído. Busca al guardia de seguridad porque el tumor que se le mueve dentro llevará su nombre.</div><div><br /></div><div>Sería tan fácil empujarla. </div><div><br /></div><div>El estertor ronco del tarado atraviesa las paredes. </div><div><br /></div><div>Desde la cocina, su madre pregunta quién es.
</div><div><br /></div><div>____________</div><div style="text-align: left;"><span><a href="https://autores.revistacoronica.com/2020/09/elma-correa.html" target="_blank"><b style="background-color: white;">Elma Correa</b></a></span></div><div>México. Narradora. Coordina un encuentro
internacional de escritores en Baja California y gestiona la cuenta <a href="https://www.instagram.com/habitaciones_propias/?hl=es" target="_blank">Habitaciones propias</a>, una
comunidad virtual donde las mujeres del mundo comparten los espacios donde crean. <i><span style="background-color: #fcff01;">Que parezca un accidente</span> </i>(Nitro/Press, 2018) es su primer libro de relatos.</div><div><b><br /></b></div><div><b><u><span>Imagen</span></u></b></div><div><span style="text-align: center;"><span style="background-color: white;">Diane Arbus</span></span></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><br /></div>Revista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-496994219888448908.post-11973962166273794432020-08-28T08:26:00.003-07:002021-02-25T18:58:33.714-08:00El mensaje, un cuento de John Martínez Arango<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><tbody><tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh2RTe6XTqN_DqLopFok2BZSLSHIu6iAodns0IN0Eg0RRKODkpewL8B9d9zuPirPnTvmqTdF0q9pfSkHgp06ZRRQwgaHZB6qcf10zBwlaTsOydOk11KgV0MtXiDzoBN-UOkxXZkWo2ZtU4/s730/alfonso+quijano+1968.jpg" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="447" data-original-width="730" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh2RTe6XTqN_DqLopFok2BZSLSHIu6iAodns0IN0Eg0RRKODkpewL8B9d9zuPirPnTvmqTdF0q9pfSkHgp06ZRRQwgaHZB6qcf10zBwlaTsOydOk11KgV0MtXiDzoBN-UOkxXZkWo2ZtU4/s640/alfonso+quijano+1968.jpg" width="640" /></a></td></tr><tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><span style="font-size: xx-small;"><b>La cosecha de los violentos. Xilografia de <span style="background-color: #fcff01;">Alfonso Quijano</span>, 1968. Coleccion Museo de Arte Moderno de Bogotá. Reg. 126 | <a href="http://www.revistacredencial.com/credencial/historia/temas/hilos-conductores">Revista Credencial</a></b><br /></span></td></tr></tbody></table><div><br /></div><span class="firstcharacter" style="background-color: white; float: left; font-family: Georgia, Utopia, "Palatino Linotype", Palatino, serif; font-size: 75px; font-weight: bold; line-height: 60px; padding-left: 3px; padding-right: 8px; padding-top: 4px;"><span style="font-family: inherit; vertical-align: inherit;"><span style="color: #01ffff;">I</span></span></span>ntentó controlarse. No se podía desmayar. Cerró los ojos y respiró profundo por cinco segundos. Luego, miró el mesón de baldosas blancas percudías y de inmediato recordó con gracia aquella vez que Juan, su único hijo, le puso encima por error un bulto de papa. Las baldosas crujieron y Juan de inmediato hizo un gesto de rana degollada. «Esa carita…», pensó recordándolo. Esbozaba una sonrisa cuando, de golpe, cayó de bruces contra la realidad. Uno de los hombres sentados alrededor de la mesa tenía en ella una mirada fría y penetrante. De inmediato, al darse cuenta, Azucena se irguió y se obligó a pensar en la comida que tenía por delante sintiendo en su cuello la mirada de aquel hombre. Partió en pedazos el panelón, echó algunos de éstos a la olleta con agua y la puso en el fogón de leña. Sus movimientos eran rápidos. Quería demostrar control y dominio de sí misma para que el hombre la dejara de mirar. Entonces, desesperada, se agachó, metió la mano en la mesa, buscó sin saber qué buscar, se levantó, caminó hacia un lado sin saber a dónde ir hasta que el hombre por fin dejó de mirarla y ella pudo suspirar. Se ocultó al lado de la nevera. Estaba incontrolable. Respiraba mal y quería llorar. «Dios mío aleja los malos pensamientos y báñame con la sangre de Cristo», repitió hasta calmarse.<br />
<br />
Con la falda de la camiseta se secó el sudor de la frente mientras miraba la hora en el reloj de pared. Por primera vez en sus cuarenta y cinco años, Azucena sintió que el tiempo era una tortuga gigante a punto de aplastarla; que el segundero se demoraba intencionalmente y que la noche nunca terminaría. Eran las siete y sólo habían transcurrido diez minutos desde que llegaron los hombres. Irritada, prefirió olvidarse de la ilusión de los minutos y las horas y buscó el cuchillo de mango negro y hoja larga recién afilada en una piedra con forma de huevo. Al tomarlo se dio cuenta que le temblaba la mano como matraca. «¡Ay Diosito!», sintió pánico. Creyó que, como perros, los hombres olerían su miedo y se aprovecharían de <i>él</i>. «Tengo que calmarme, tengo que calmarme, ayúdame Diosito», pensó y volvió a mirar a los hombres que, en ese instante, tenían puesta su atención en el hombre que estaba encargado de vigilarla, aquel al que llamaban con respeto y miedo el <i>comandante. </i><br />
<br />
— Comandante, ¿qué pasa, pues, si se enteran mis superiores?— Susurró uno de los seis hombres con acento de otra región y el comandante respondió con un gesto arrogante y desinteresado que concluyó de inmediato el tema.<br />
<br />
A su lado, en la esquina de la sala, un hombre de nariz chata y fosas profundas y anchas estaba sentado en un banquillo a ras de piso, en completo silencio. Azucena lo miraba y lo miraba buscando ayuda, pero el hombre tenía la mirada perdida. Era su esposo, Pompilio Mina. Azucena nunca lo había visto en ese estado.<br />
<br />
Azucena se sintió sola, peor aún: desprotegida. De nuevo pensó en su hijo y en lo lejos que estaba. «Si estuviera aquí, ¡ay!, si estuviera aquí», repetía. Se acercó al fogón para verificar el agua. Sin embargo, de inmediato la invadió un sentimiento diferente. La alivió saber que él en realidad no estaba ahí con ella, que, por el contrario, se había ido de aquel lugar de hombres con malas intenciones. Pero para aumentar su confusión, pensó que no debería estar tan tranquila porque el sitio donde estaba su hijo no era más seguro que éste. El agua estaba bien. Así, en un laberinto emocional, tuvo la certeza de que ningún lugar en la tierra era seguro para ellos y que estaban condenados a sufrir por toda la eternidad.<br />
<br />
En eso, Azucena ahora observaba el fuego cuando recordó que había olvidado agregar su <i>toque secreto</i> al aguapanela, ese que tanto le gustaba a su hijo. Sacó entonces de un tarro blanco de tapa roja el toque secreto y lo echó al agua caliente. El objeto secreto flotaba ante la mirada pensativa de Azucena. Estaba sorprendida de sí misma. Pensó: «¡¿Cómo puedo eforzame en dale guto a eso’ señole’? Diosito, tu ere’ glande, po’ favo’, ¡¿qué quielen?!, po’ favó, has que se vayan, po’ favo’!». Y se preguntó si la motivaba cocinar bien el impulso de la costumbre o el miedo a que los hombres quedaran disgustados. Era obvio, pensó. Tenía miedo.<br />
<br />
El agua comenzó a hervir y el olor, ese olor que tanto le gustaba a su hijo, llegó a su nariz. «¡Ay! Mijito, ¡Ay! mijito», repetía como llamándolo. Su instinto de madre le decía que sufría. Juan no estaba hecho para la guerra. Él nunca había tocado un arma más allá del machete con el cual cortaba la maleza. «¡El machete!» Recordó Azucena. «¿Dónde etará?» se preguntó. Lo buscó con la mirada por toda la cocina y la sala, pero se detuvo al darse cuenta la estupidez que estaba cometiendo. En últimas, no sabía si los hombres tenían malas intenciones, ni mucho menos si sería capaz de utilizarlo al tenerlo en las manos. Examinó a los hombres mientras alistaba las ollas y los ingredientes de la comida. Quería descubrir en sus gestos, en sus miradas ¿qué pensaban?, ¿qué querían? pero los hombres seguían conversando sin levantar la voz y con las miradas fijas en el comandante. No escuchaba nada.<br />
<br />
Azucena tomó la única cacerola y la puso sobre el fogón. Como sólo quedaba un palo calcinándose, caminó con su andar rengo (había nacido con las piernas desproporcionadas) hacia Pompilio para tomar algunos troncos que estaban a su lado. Cerca de él, quiso preguntarle ¿qué pensaba? ¿qué iba hacer? Sin embargo, no pudo. Al acercarse a Pompilio inmediatamente los hombres la vigilaron hasta que tomó los troncos y los puso dentro del horno. Cortó en cubos la cebolla y el tomate y los puso a freír con la mantequilla que los hombres descargaron (junto al resto de ingredientes) minutos antes y sin previo aviso, de una lujosa camioneta blanca. En un pueblo tan pobre sólo una clase de hombres puede tener esos lujos, sabía Azucena. ¿Por qué su casa?<br />
<br />
En segundos el olor a guiso invadió la casa e hizo que los hombres soltaran lágrimas despojadas de afecto. En ese momento Azucena iba a lavar el arroz para echarlo al agua hirviente pero el comandante la interrumpió.<br />
<br />
—Negra, oíme, traéte pues un par de chontaduros mientras está la comida. ¡Hej! Qué hambre tan hijueputa, ome. Te veo como lentica, mi negrita. Apurále, mija, que estos manes se embejucan cuando tienen hambre. Y a éste se le da por comer gente— y señaló a un subalterno. Todos rieron.
<br />
<br />
—Es un… cómo se llaman esos que comen…. Un…<br />
<br />
—Un caníbal, mi comandante— respondió al que acusaban de <i>comehombres</i>.<br />
<br />
Pero de repente Pompilio cortó las risas al levantarse súbitamente. De golpe, todos quedaron en silencio y en modo alerta. Pompilio dio tres pasos y llegó al costal donde estaban los ingredientes. Azucena se paralizó y por un momento imaginó lo peor. Su mirada iba de Pompilio, que ahora sacaba acelerado los ingredientes del costal, al comandante, que, con un gesto, ordenó a sus hombres quedarse quietos. Pompilio sacó los chontaduros y los puso sobre la mesa con el mismo cuidado que, siglo atrás, sus abuelos servían a los amos blancos: sin decir una palabra y con la mirada en el suelo.<br />
<br />
El comandante, roca seca acorazada de ira, siguió con su mirada azul los pasos de Pompilio regresando a la patética sillita. Los subordinados, jóvenes veinteañeros que no superaban los 25 a pesar de que sus rostros desgastados los hacían ver de cuarenta, parecían confundidos. Querían actuar, Azucena lo notaba en sus miradas. De seguro pensaban que el hombre merecía una reprimenda por altanero. Entonces surgieron los susurros y uno de éstos estaba a punto de alzar la voz cuando el comandante ordenó:<br />
<br />
—¡Coman!<br />
<br />
Sin pensarlo demasiado, ya que llevaban horas sin probar bocado, según repitieron al llegar, los hombres se lanzaron sobre el fruto servido al cual bañaron en miel, y tragaron. Sólo uno parecía nervioso. Era el más joven de todos con apenas dieciocho años, o eso creyó Azucena. Comía despacio y desganado. Miraba al comandante con la intención de decirle algo. ¿Qué será? Se preguntaba Azucena, quien lo miraba disimulando. La mujer volvió a concentrarse en la cocina. A los pocos segundos el comandante debió también ver la ansiedad del muchacho porque le preguntó a viva voz: «¿Qué mierda quería?» Azucena volteó a mirar y vio la reacción cobarde del joven quien se asustó y desvió la mirada hacia sus compañeros esperando encontrar apoyo en ellos. Pero todos comían plácidamente, ignorándolo.
A cinco pasos, Azucena, irritada, devolvía los productos al costal. Quería golpear a su esposo. Quería golpear a los hombres. Sentía ira por el miedo que la embargaba tener a cinco o seis hombres vestidos de verde sentados en su comedor con puestos para cuatro. Sacudía y ultrajaba lo que cogía. El comandante carraspeó. Azucena entendió el mensaje.<br />
<br />
Minutos después la pequeña casa de bahareque quedó en completa calma. En mute, el televisor presentaba las noticias de las siete que los hombres miraban sin comentar mientras que en la cocina, sintiéndose en paz por un segundo, Azucena observaba tranquila el fuego alterado. De repente, uno de los troncos del fogón estalló en decenas de chispas que se dispersaron por toda la cocina e hicieron que azucena diera un salto y emitiera un quejido que contuvo al ver que los hombres voltearon a mirar. Así, como si nada hubiera pasado, comenzó a caminar de un lado a otro aparentando buscar algo hasta que los hombres volvieron a sus asuntos y ella pudo, por tercera o cuarta vez, respirar tranquila. Entonces recordó que, semanas atrás, la casa de su amiga Herminda por poco se cae en cenizas cuando un tronco en llamas saltó del fogón y cayó en una mesa de madera con hojas secas.<br />
<br />
Pensando en ello, Azucena observó su cocina y se le ocurrió una idea. Si pusiera yesca encendida en los muros de madera el fuego causaría una gran humareda que alertaría a los vecinos. En instantes todo se prendería en llamas y los hombres tendrían que salir corriendo. Quiso poner en marcha su plan, pero, de nuevo, se contuvo. ¿Y si el fuego no consumía la madera tan rápido como creía?, ¿Si los hombres lograban apagarlo antes de que hiciera suficiente humo? «No», se ordenó. Era un plan muy arriesgado. De seguro descubrirían que ella lo causó a propósito y… ¿Qué podrían hacer? Lo peor, pensó. No eran hombres, eran animales.<br />
<br />
Sudaba. Gotas recorrían su cara, caían al vacío y se estrellaban en el piso de tierra roja. Tapó la olla del arroz, la tomó con las manos cubiertas de trapos sucios y quemados y la puso en una esquina del fogón donde la candela no pegaba directamente. Terminado esto se puso los guantes, untó el estropajo con el jabón y comenzó a restregar la loza sucia. Quería estar activa, en movimiento, no pensar; sin embargo, la monótona labor hacía que volviera a pensar en la única cosa que había pensado desde que llegaron los hombres: su hijo. ¿Por qué? Porque él le brindaba seguridad. Pero, pensó: si seguía llamándolo con el pensamiento de seguro haría que algo malo le pasara. Intentó entonces concentrarse en las tareas de la finca: despulpar el cafecito, regar el abono y recoger… era inevitable, lo único que ocupaba su mente era su hijo: «¿Cómo etará? Diosito». Quería verlo y darle algo del dinero que obtendrá de la venta del café. Se lo imaginó delgado, pálido y se dijo que era mejor no contarle a él sobre los hombres, cuando la llamara. De todas formas, ¿para qué preocuparlo si no podía hacer nada? Lo importante es que estos no vuelvan.<br />
<br />
Dejó de restregar y se quedó quieta con el plato enjabonado en las manos. Lloraba. ¿A quién engañaba? Su hijo no podía volver a la casa y de seguro ella misma tendría que dejarla. Sollozaba. Estaba cansada, le dolía el cuerpo. Rezaba. Quería que los hombres se fueran; nada más el verlos susurrar le ponía los pelos de punta. Sin embargo, lo que más le alteraba era el miedo evidente de su esposo. Lo miró y este siguió camaleónico. Él, pensó Azucena, que era un hombre de carácter imponente, respetado por sus vecinos por ser un líder natural, parecía ahora un completo extraño paralizado en esa silla. Lo miró y lo miró y llegó a la conclusión de que no era miedo lo que sentía su esposo, sino, peor aún, un pánico paralizador. «Dio’ mío, Dio’ mío, ¡ayúdanos!, ¡báñanos con la sangre de tu hijo!», repetía Azucena. Miró de reojo a los hombres y vio que el comandante hablaba como si diera una orden.<br />
<br />
—Todos los que quieran hacer lo mismo que ése van a saber cómo funcionan las cosas.
Dijo en voz alta y Azucena lo escuchó. El más joven de los subalternos palideció; miró a su superior como suplicándole compasión, pero éste, mientras hablaba, tenía la mirada clavada en Pompilio.<br />
<br />
Cuando estuvo lista la comida, Azucena puso sobre el mesón seis platos: tres planos y tres hondos. Y a cada uno les sirvió una montaña de frijoles, arroz y una ración descomunal de carne de res. Al caminar hacia la mesa sintió pesadas las piernas y por varios segundos perdió la noción del tiempo. Cuando puso el plato al frente del comandante creyó que habían pasado horas o que todo era un sueño. Pero pudo despertar del todo y a tiempo antes de que su marido se levantara para ayudarle como parecía hacer cuando ella le ordenó que se quedara sentadito ahí. Al darse cuenta de esto, el comandante rio estruendoso con la boca llena de comida y dijo:<br />
—No jodás, con una miradita y ¿vos te quedás plantado? Andá, no seas marica, ayudá a tu mujer.<br />
<br />
Pompilio se quedó en su lugar, en silencio, y Azucena se devolvió por los demás platos. Al servir a cada hombre, las manos le temblaban y creía que si le decían algo se iba a desmayar. Al terminar, el comandante dijo:<br />
—¿Y ustedes, pues, es que no comen o qué?<br />
<br />
Los miró. Ninguno respondió. Se refería a Azucena y el esposo, quienes quedaron en silencio.<br />
<br />
—¡Hum!
Gimió y se dedicó a comer. Los hombres no tardaron en terminar y devolvieron los platos para que Azucena se los volviera llenar.<br />
<br />
—¡Qué negla pa’ cociná tan bueeeno!
Dijo un uniformado imitando con gestos exagerados el acento de la mujer y los demás lanzaron carcajadas estruendosas, eructos y exclamaciones de satisfacción. Hablaban fuerte, se burlaban unos de otros y contaban chistes racistas.<br />
<br />
—¿Saben cuánto se demora una negra en sacar la basura? —preguntó uno de los uniformados a punto de reír— Nueve meses.<br />
<br />
Todos reían a carcajadas incitadoras, más cuando el uniformado estripó su nariz con el dedo. Los únicos en silencio eran el comandante y el uniformado más joven. En un momento de silencio, el bromista se fijó en él y le pegó una palmada en la espalda:<br />
<br />
—Despertá que ya comimos y ahora sí tenemos energías, parce.<br />
<br />
Azucena estaba ansiosa, ya no los escuchaba, sólo esperaba que se levantaran y se fueran. En ese momento el señor Pompilio también estaba inquieto y por primera vez en la noche tenía la mirada fija en los uniformados. Azucena no sabía qué hacer, recogió los platos y de inmediato se dispuso a lavarlos. Entonces vio sobre el mesón el cuchillo de mango negro y hoja recién afilada y larga… tan larga que podría atravesar a una persona, pensó. Lo tomó y aparentó que lo lavaba cuando, de repente, se impuso un silencio escalofriante. El comandante corrió la silla para atrás, recogió el fusil del piso y dijo en voz alta:<br />
<br />
—Negra, ¿dónde está su hijo, pues?<br />
<br />
De inmediato, Azucena comenzó a temblar y soltó el cuchillo. El comandante volvió a preguntar, esta vez apuntándole con el fusil:<br />
<br />
—¿Dónde está pues? A ver, hablá, ¿dónde?<br />
—No etá, seño. Pero, seño, somos gente humilde, mire, no, nos haga daño…<br />
<br />
En eso Pompilio se levantó y gritó desesperado:<br />
<br />
—¡Largo, largo! Ya comieron, ya bebieron, ahora ¡lárguense! ¿Qué más quieren?<br />
—Quiero, ne-gro— dijo el comandante resaltando cada sílaba— que se siente y se quede quietico.<br />
<br />Al tiempo, los uniformados se levantaron y le apuntaron a Pompilio con sus armas, repitiéndole las órdenes de su superior. Sólo el más joven retrocedió y se pegó a la pared mientras Pompilio, sin importarle la mira de los fusiles apuntándole el pecho, se les acercó y los retó a disparar. Dio dos pasos y uno de los hombres le pegó un culetazo en el estómago y otro lo tiró al piso de una patada. De inmediato, entre varios lo sometieron.<br />
<br />
—Vamos a enviarle un mensaje a su hijito. Pa’ que sepa que se equivocó de bando. Dijo el comandante y se acercó a Azucena que, con las manos levantadas, suplicaba en susurros, con el llanto desbordado, que no le hiciera daño. El comandante le ordenó acostarse boca abajo y ella obedeció creyendo que en cualquier momento recibiría un disparo en la nuca. Pompilio la miraba, gritaba desesperado e intentaba liberarse. Siempre con la mirada fija en él, Azucena se arrodillo y se acostó. Su mente se puso en blanco. El comandante caminó hacia sus pies, dejó el fusil encima del mesón y se desabrochó el botón del pantalón.<br />
<br />
_______________<br />
<div style="text-align: left;"><a href="www.johnarango.co"><b>John Martínez Arango</b></a></div>
(Bogotá, 1991). Sociólogo,
docente y escritor. <br /><div><b><br /></b></div><div><b><br /></b></div>Revista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-496994219888448908.post-8278389339495277292020-07-22T00:00:00.002-07:002021-02-25T19:00:45.442-08:00La fecundación del fuego, un cuento de Liana Pacheco<table cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEii1EbrR9d3b9ShcFgltS_QjO6rJFiH4mTBazDOQQ03vV50Xyitw9ZKyjlTy420m94KKkYUPSj21FvuxlSDXd7dnxY_tpLKpJWl90fXqpJneZwAGhKyWs5LZCKz51pV1qNbbfGR3nJsnbM/s1600/Ilustracion-cuento-paraiso_gatoenbus.jpeg" style="clear: left; margin-bottom: 1em; margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="1026" data-original-width="1600" height="410" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEii1EbrR9d3b9ShcFgltS_QjO6rJFiH4mTBazDOQQ03vV50Xyitw9ZKyjlTy420m94KKkYUPSj21FvuxlSDXd7dnxY_tpLKpJWl90fXqpJneZwAGhKyWs5LZCKz51pV1qNbbfGR3nJsnbM/s640/Ilustracion-cuento-paraiso_gatoenbus.jpeg" width="640" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><b style="font-size: small; text-align: right;">Ilustración especial para Revista Corónica de <a href="https://www.instagram.com/gatoenbus/">Gatoenbús</a></b></td></tr>
</tbody></table>
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<h3 style="text-align: left;">
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<h3 style="text-align: left;">
Libro I. La primera esposa de Eva </h3>
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<br /></div>
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<span class="firstcharacter" style="background-color: white; float: left; font-size: 75px; font-weight: bold; line-height: 60px; padding-left: 3px; padding-right: 8px; padding-top: 4px;"><span style="color: red; font-family: inherit; vertical-align: inherit;">E</span></span>n el principio, Dios creó los cielos y la tierra. Pero en la tierra, vacía y desordenada, imperaba la oscuridad. A la orden de Dios se creó el sol, separando así el día de la noche. La luz hizo brotar la semilla de vida. En la tierra nacieron los animales y del huerto del Edén los árboles y plantas. Supo entonces que necesitaba un ser, a imagen y semejanza de su raciocinio, para compartir y preservar la belleza de ese lugar.<br />
<br /></div>
<span style="font-weight: normal;">Con polvo de la tierra, Dios formó una figura de pecho prominente con un corazón grande que nunca cesara de brindarle pleitesía, y con un soplo le otorgó la vida. “Te llamarás Eva. Las demás criaturas te respetarán como la mujer que habitará, cuidará y hará fructífera esta tierra”. El corazón de Eva se llenó de júbilo por la vida y la encomienda que Dios le brindó. </span><br />
<span style="font-weight: normal;"><br /></span><span style="font-weight: normal;">Él la observaba. Eva era agradecida y obediente con sus mandamientos. Tenía la certeza de que su creación estaba protegida. Sin embargo, pensó que ella no debería estar sola, ni todo el trabajo debía recaer en sus hombros, y decidió otorgarle una compañera. Tomó polvo de la tierra y creó otro ser a imagen y semejanza de Eva. “Te llamarás Lilyth. Tu encomienda será multiplicar la vida de las criaturas como ustedes en la tierra. La semilla será el fruto de tu vientre y junto con Eva cuidarán de ésta”. La mano de Dios se posó sobre Lilyth, preñándola.
Así culminó Dios su creación en el séptimo día y se retiró a descansar. </span><br />
<span style="font-weight: normal;"><br /></span><span style="font-weight: normal;">Eva se alegró de tener alguien que la ayudara y que le brindara compañía en las noches, cuando la inmensidad del cielo nocturno la hacían sentirse temerosa.
Lilyth escuchó las actividades que debía cumplir: labrar la tierra, cosechar los frutos maduros, pero cuestionó a Eva por qué debían trabajar y por qué precisamente ella debía llevar el peso de la vida en su vientre. Eva permaneció callada, nunca se atrevió a refutar las órdenes de su creador. “Dios nos otorgó la vida, el privilegio de residir en este lugar y nos compartió de su razonamiento”, fue su respuesta. “Entonces debemos ser iguales a Dios y no inferiores”, objetó Lilyth y prefirió deambular en el paraíso que ayudar a Eva. Sin embargo, cuando el atardecer resplandecía en el cielo, Lilyth regresó. Al día siguiente, de nuevo, ella se negó a cumplir las tareas, pero volvió en la noche. Siempre volvía a la cálida compañía de Eva.</span><br />
<span style="font-weight: normal;"><br /></span><span style="font-weight: normal;">Así transcurrieron varios meses. Lilyth con su vientre cada vez más grande, pero no su interés en cumplir las labores del paraíso. Y Eva trabajando; aunque no recibía ayuda de su compañera, era feliz. Cada tarde la esperaba, se sentaba a su lado para escucharla contar sobre lo que había visto. “Ayer el león montó a su hembra. Hoy la hembra lleva en su interior la semilla de él”.</span><br />
<span style="font-weight: normal;"><br /></span><span style="font-weight: normal;">Una noche, Lilyth le preguntó a Eva, “¿Porqué te conformas con este destino tan simple? ¿No te cuestionas sobre lo que hay más allá del paraíso?”. Eva levantó el rostro y dibujó una sonrisa al cruzar su mirada con la de su compañera. “Somos afortunadas. Tú eres la semilla que germinará este lugar. Aunque mi destino se vislumbra simple no lo será porque tengo el privilegio de ayudarte a cuidar el fruto de tu vientre”, dijo, y la respuesta de Lilyth fue una sonrisa que enmarcó sus sonrojados pómulos. </span><br />
<span style="font-weight: normal;"><br /></span><span style="font-weight: normal;">Varias semanas después, las estrellas iluminaban la noche y Lilyth todavía no regresaba. Eva estaba preocupada. Por el avanzado tamaño del vientre de su compañera, temió que su hora de parir hubiera llegado. Se encaminó a buscarla y la encontró en un paraje alejado, postrada ante una luz brillante. “Es un fragmento del sol. Quizá cayó a la tierra cuando Dios creó el mundo.” dijo Lilyth. </span><br />
<span style="font-weight: normal;"><br /></span><span style="font-weight: normal;">Las mujeres cavaron un hueco y lo colocaron ahí para evitar que sus rayos de fuego quemaran las ramas de los árboles. Sus ojos admiraban la danza que ejecutaban las flamas al ritmo del viento. Sus cuerpos desnudos, una junto a la otra, sintieron irradiar una calidez de felicidad en su interior, pero el momento fue interrumpido con un grito de dolor de Lilyth. </span><br />
<span style="font-weight: normal;"><br /></span><span style="font-weight: normal;">Eva la ayudó a ponerse de pie y oprimió el abultado vientre. El cuerpo sudoroso de Lilyth brillaba con el reflejo del fuego. Eva se colocó entre las piernas de la parturienta. Lilyth gemía por el esfuerzo y dolor, minutos después, la criatura salió dando sonoros alaridos. </span><br />
<span style="font-weight: normal;"><br /></span><span style="font-weight: normal;">Lilyth se reclinó cerca de la calidez del fuego y se negó a abrazar al bebé. Eva lo colocó en el suelo y se recostó junto a ella. Su mano acarició uno de sus inflamados senos y Lilyth suspiró de alivio. Eva dirigió sus labios a los pezones y succionó el néctar. Los ojos de Lilyth reflejaban el vaivén del fuego y sentía que se adentraba en su carne. La boca de Eva se deslizó hasta su vientre y acarició los pliegues de su sexo. Lilyth cerró sus ojos anhelando que ellas se fundieran en un solo cuerpo de luz y de fuego. </span><br />
<span style="font-weight: normal;"><br /></span><span style="font-weight: normal;">La noche se iluminó con el éxtasis, el roce de la piel de aquellas mujeres y a un lado el incesante llanto del bebé.</span><br />
<div>
<span style="font-weight: normal;"><br /></span></div>
<h3 style="text-align: left;">
Libro II. La condena del árbol de lujuria </h3>
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<br /></div>
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<span class="firstcharacter" style="background-color: white; float: left; font-size: 75px; font-weight: bold; line-height: 60px; padding-left: 3px; padding-right: 8px; padding-top: 4px;"><span style="color: red; font-family: inherit; vertical-align: inherit;">E</span></span>l designio dictaba que Dios volvería de su descanso. Y volvió, a la mañana siguiente de la danza erótica de fuego de Lilyth y Eva. Dios quedó absorto cuando encontró a las mujeres desnudas y con los cuerpos entrelazados, pero enfureció cuando vio que el bebé no sobrevivió al nuevo día. Puso la mano sobre ellas y con su poder supremo las despojó de sus recuerdos y de los deseos de lujuria que nacieron en su interior. Ocultó esos recuerdos y deseos debajo del suelo para que nadie los encontrara, sin saber que se arraigaron a la tierra, germinaron y nació una planta.<br />
<br /></div>
<span style="font-weight: normal;">Dios determinó castigar a las mujeres. A Eva la envió a un lugar en el que aún presidía la oscuridad. Lilyth fue obligada a permanecer en el paraíso, condenada a procrear y parir los hijos que poblarían su creación. </span><br />
<span style="font-weight: normal;"><br /></span><span style="font-weight: normal;">Dios comprendió que necesitaba un nuevo ser, uno fuerte e inteligente para controlar a Lilyth. Nuevamente, con polvo de tierra lo creó, en esta ocasión a imagen y semejanza de él. Con un soplo de aliento le brindó la vida. “Eres el hombre y Adán te has de llamar. Cuidarás de mi creación para que el fruto de la tierra sea alimento para ti y Lilyth, con ella serás una sola carne”. Dicho esto, Dios retomó su descanso, pensando que había restablecido el orden en el paraíso. </span><br />
<span style="font-weight: normal;"><br /></span><span style="font-weight: normal;">La vida era cómoda para Adán, y siguiendo el mandato de ser una sola carne con su compañera, se deleitaba copulando montado sobre ella. Sin embargo, Lilyth, a pesar de que olvidó su pasado con Eva, vivía indiferente a la orden dictada por Dios y transcurría los días sola, paseando en el jardín del paraíso, hasta que llegó al lugar donde estaban ocultos los sentimientos de lujuria. La planta había crecido hasta convertirse en un frondoso árbol y de las gruesas ramas colgaban brillantes frutos color carmín. Lilyth cortó uno, en el momento que sus labios lo probaron, sintió que su vientre enardecía. </span><span style="font-weight: normal;">Cuando regresó al lugar donde vivía con Adán, éste deseó poseerla, del modo que acostumbraba. Lilyth se negó. “No merezco estar debajo de ti. Fui creada de polvo, al igual que tú”. Él intentó forzarla, ella lo golpeó en el torso rompiéndole una costilla y cayó al suelo gimiendo de dolor. Antes de que Dios la descubriera, decidió escapar del paraíso. </span><br />
<span style="font-weight: normal;"><br /></span><span style="font-weight: normal;">En el momento en que Dios volvió para vigilar a Adán y Lilyth, encontró que él estaba inconsciente con una herida en el pecho y que ella había escapado. No quiso ir a buscarla, la dejó para que sufriera la desdicha de la vida alejada del paraíso. Curó a Adán y lo mantuvo con vida. Decidió crear una nueva compañera para él. Tomó restos de tierra y formó una figura femenina, pero las raíces del árbol de lujuria se entrañaron en la tierra provocando que se secara, cuando dio el soplo de vida su nuevo ser nunca despertó.</span><br />
<span style="font-weight: normal;"><br /></span><span style="font-weight: normal;">Dios se encaminó al lugar donde crecía el árbol para destruirlo, pero su fuerza no fue suficiente para arrancar las raíces que se profundizaban, cada vez más, al interior de la tierra.
Ante su imposibilidad de crear nueva vida en su jardín, optó por traer a Eva y la presentó a Adán como su compañera. Ella no recordaba nada del tiempo que pasó con Lilyth en el paraíso, y aceptó que había sido creada de la costilla de Adán, tal y como Dios dijo. También les ordenó cuidar el jardín del Edén y alimentarse de los frutos que ahí crecían, con la excepción de un árbol, que señaló al horizonte, al cual les prohibió acercarse. </span><br />
<span style="font-weight: normal;"><br /></span><span style="font-weight: normal;">Sin embargo, con la desobediencia de Adán y Eva y su inminente expulsión del paraíso, Dios declinó la encomienda de crear el mundo perfecto. La tierra estaba impregnada de la semilla de lujuria sin posibilidad de crear nueva vida. Fue así que decidió marcharse.</span><br />
<span style="font-weight: normal;"><br /></span>
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<div style="font-weight: normal; text-align: left;"><b><a href="https://lianapacheco.wordpress.com/">Liana Pacheco</a></b></div>
<span style="font-weight: normal;">Ciudad de Oaxaca, México. </span>En 2018 fue seleccionada para el taller de Novela Corta de la Editorial Almadía. Ha publicado en diarios locales y revistas como <i>Monolito</i>, <i>Palabrerías, Punto de Partida</i> UNAM. Dos de sus cuentos forman parte de las antologías de Editorial Endora.<br />
<div style="font-weight: normal;">
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Revista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-496994219888448908.post-69297706957068270952020-07-09T05:23:00.002-07:002021-02-25T18:59:00.730-08:00Sólo para gourmets, un cuento de Fabián Mauricio Martínez<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgXZZ5TaK6rH8eEiwBHiAlPbcP-POxeFMfKZbFarB3QGvebxyuXW942zrHsqncrQZoWXZ65CroINkw7MA4uzhBjyAF_2g3L6Ip_sEwUIwNnxbPhZtoasJvjS7JOKPgs4gWNG4cQeDctgbA/s1600/Gargantaua-Dor%25C3%25A9.jpg" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="778" data-original-width="1400" height="355" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgXZZ5TaK6rH8eEiwBHiAlPbcP-POxeFMfKZbFarB3QGvebxyuXW942zrHsqncrQZoWXZ65CroINkw7MA4uzhBjyAF_2g3L6Ip_sEwUIwNnxbPhZtoasJvjS7JOKPgs4gWNG4cQeDctgbA/s640/Gargantaua-Dor%25C3%25A9.jpg" width="640" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><div style="text-align: right;">
<b><span style="font-size: x-small;">Gargantua, Gustave Doré, <a href="https://i.pinimg.com/originals/fd/ac/0e/fdac0e11a62566ff5833c5fcabc7aa7b.jpg">Pinterets</a></span></b></div>
</td></tr>
</tbody></table>
<br />
<span class="firstcharacter" style="background-color: white; float: left; font-size: 75px; font-weight: bold; line-height: 60px; padding-left: 3px; padding-right: 8px; padding-top: 4px;"><span style="font-family: inherit; vertical-align: inherit;">M</span></span>e aficioné a este deporte hace poco. Lo vi por televisión en casa de mis tíos y me enamoré.
Estaba con mi primo haciendo zapping y después de varias vueltas, nos quedamos en el canal 754. Transmitían la final del Campeonato Mundial de Alitas de Pollo, y pensé que Bronco Stewart, un enorme gordo de Cincinnati, ganaría sin problemas. Los otros finalistas, de distinto sexo y procedencia, no se veían capaces de superar la gula de aquella bestia humana. En los videos de presentación quedaba claro que Bronco Stewart los dejaría en ridículo. Imposible predecir que Vanesa Jackson, una ex adicta al crack, forrada en los huesos, le ganaría al animal de Cincinnati. Mucho menos que Hau Kiut Siow, un coreano al que los mechones de pelo le ocultaban los ojos, lo derrotaría también.<br />
<br />
El coreano impuso la marca mundial engullendo ciento ochenta y cuatro alitas de pollo en doce minutos. Ciento setenta y nueve alitas pasaron por la garganta de la negra Jackson. Y ciento sesenta y ocho las que Bronco Stewart contabilizó para su derrota inesperada. Hau Kiut Siow recibió el cheque de 10.000 dólares entregado por la MLE (Major League Eating), y yo supe esa tarde de domingo, mientras sorbía los hielos de un vaso, que tenía una oportunidad sobre la Tierra.<br />
<br />
Seguí las competencias de distintas especialidades: salchichas, hamburguesas, ostras, pizza, albóndigas, hot dogs, tortas de manzana, spaghetti y croquetas. La idea era tragar. Tragar rápido. Tragar sin saborear. Desaparecer la comida tras la garganta como una serpiente pitón. Desde que era niño me gustó comer y siempre me comparé con las garrapatas que son capaces de ingerir cien veces su peso en sangre. Mi abuela solía golpearme porque me colaba en la cocina y desocupaba los tarros de galletas, acababa con los embutidos y no dejaba una gota de leche. Ella achacaba el hecho a que mi padre era un borrachín y nunca tenía plata para alimentarme. Si mi padre nació para beber, yo nací para comer. Y voy a hacer de mi don una profesión que me llevará al estrellato.<br />
<br />
Voy todos los domingos a casa de mi primo para ver las <i>competitive eatings</i>, tomar apuntes y entrenar. Mis tíos no se molestan, tienen dinero y siempre la nevera está a pedir de boca. “Siéntete como en tú casa, Danielito”, y eso es lo que hago: sentarme frente al televisor, poner el canal 754 e hincharme como un sapo de Discovery Channel. Croac. Croac. Luego de ver la ronda eliminatoria para la final del World Hamburger Eating Championship, mi primo me propuso asar dos paquetes de hamburguesas y contabilizar –cronómetro en mano- el tiempo que me tomaba comerlas. Ni siquiera pude terminarlas: las vomité. Mi primo me pasó una toalla de papel y dijo con un tono de sabio prematuro: “primo, si quiere ser alguien hay que entrenar”.<br />
<br />
Me mudé a la casa de mis tíos y a partir de la primera mañana salí a trotar. Mi primo me acompañaba en su carro y me daba ánimos desde la ventana. Volvíamos a casa y practicábamos con tomates y manzanas. Una semana después pasé a las alitas de pollo, luego a los huevos duros y finalmente a los filetes. En una entrevista publicada en Major league Eating News, Hau Kiut Siow dijo que era aconsejable comer hojas de lechuga todos los días, pues éstas aumentan tu capacidad estomacal y además ayudan a absorber mejor las grasas. Dijo también que beber cuatro litros de agua en treinta segundos expande tu estómago, y que,
al momento de la competencia es recomendable lubricar la comida con agua, despedazarla
con las manos y una vez en la boca, apretarla contra el paladar.<br />
<br />
Mi primo es el encargado de promocionarme por Internet. Tengo una página web y aunque tengo pocas visitas, he recibido buenos comentarios. En el video donde devoro un balde repleto con ostras, una tal Alexandra85 escribió: “Lo haces muy bien, qué manera de chupar. Escríbeme un correíto. Besos”. Creo que la tal Alexandra se equivoca, soy un deportista y no tengo tiempo para chats privados, ni encuentros virtuales; mucho menos desde que la MLE llegó a la ciudad y, como parte de una agresiva campaña de posicionamiento, está organizando concursos en distintos lugares. De este domingo en ocho hará uno de mediana importancia en la Cancha del barrio Olaya. Es una eliminatoria interregional a la que mi primo, por supuesto, me inscribió. Se tomó la tarea de anunciar todo el asunto en mi página web, de moverlo por redes sociales, de conseguir, incluso, un par de entrevistas con la radio local.<br />
<br />
Cada quien tiene sus capacidades y poco importa si éstas parecen extravagantes. Mi amigo Eliseo se tatuó todo el cuerpo con manchas de leopardo. Además de ser aficionado al Atlético Bucaramanga –los leopardos de la liga colombiana de fútbol- Eliseo ahora se hace llamar el Hombre tigrillo, y anda con el cuento de que quiere trabajar en el Circo de la Carpa Negra. Yo respeto eso. El mundo está lleno de dóciles y no pienso convertirme en uno. Por eso el campeonato del próximo domingo es fundamental y aunque se trate de algo local, hay que empezar por conquistar la ciudad. Poco a poco, el mundo caerá como una hermosa sucesión de fichas de dominó. Hay que hacerse un nombre para sacar la visa y participar en competitive eatings de gran nivel y recompensa.<br />
<br />
No he vuelto a casa y mi papá tiene que venir para saber cómo estoy. “Yo muy bien, gracias, dándole duro al deporte”, le digo con la boca llena de huevos cocidos. Mi papá me aconseja buscar trabajo. “Tranquilo padre, ya encontré mi vocación”, y continúo atiborrándome el hocico con huevos duros. Bebo un vaso de agua y le pregunto a mi primo “qué tal”, él mira el cronómetro y con una sonrisa me responde: “Mejoró cinco segundos, champion”.<br />
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La cosa va así: es el Primer Concurso Interregional Pescuezo de Pollo Relleno. Vienen participantes de Barbosa, Mesitas del Colegio, San Gil, Ubaté, El Valle de San José, Zipaquirá y Bogotá. Los premios consisten en 500.000 pesos para el primero, 300.000 para el segundo, 100.000 para el tercero y un pollo gordo para el cuarto. El ganador concursará en Boyacá, en el Primer Concurso Nacional de Papa y Longaniza, donde estará el Cóndor, un campesino de Sutamarchán, capaz de engullir una oveja, según dicen, de un solo bocado. El único de los participantes que me preocupa es el Flaco Melgarejo, un pelado del Valle de San José que viene entrenando a punta de chorizos cocinados en guarapo. Tiene la marca de haber comido ochenta y nueve de esos choricitos en diez minutos, y cualquiera que conozca los chorizos del Valle de San José, sabrá que son un manjar de esos que caen pesado al estómago, y el hecho de que un flaco sin gracia los trague como si nada, le da a uno qué pensar. Pero bueno, si voy a ser el campeón del Primer Concurso Interregional Pescuezo de Pollo Relleno, no habrá chorizo que valga.<br />
<br />
Poco a poco voy superando mis records personales, y cada día me siento más motivado, porque el objetivo es llegar a lo más alto. Me fascinaría competir en Estados Unidos con Joey Chestnut, Hau Kiut Siow y demás luminarias de este deporte. Para ello tengo que ganar el domingo a como dé lugar. Por eso mi primo ha traído veinte pescuezos de pollo. Hay que entrenar con el elemento, convertirme en un arma de digestión masiva. En dos sesiones, una por la mañana, otra por la tarde, los he devorado con prisa. Bebo agua y como lechuga a lo loco. Faltan pocos días y no hay tiempo que perder.<br />
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Me fastidia que hayan empezado las manifestaciones en contra de la competencia. Hoy en el noticiero pasaron que cientos de desplazados se agolparon en las puertas de la nueva sede de la MLE en el occidente de Bogotá. Las personas exigían que les regalaran la comida de los concursos. Lo peor fue cuando llegó un camión de la MLE y la gente se abalanzó contra el vehículo. Los guardias de seguridad abrieron fuego, y aunque la sangre y los muertos se evidenciaron en la pantalla, las personas no renunciaron al ataque y se produjo, según la presentadora del noticiero, “una masacre de grandes proporciones”. Qué lástima que no se apoye el deporte en esta ciudad, qué fastidio que no se valoren a los nuevos talentos locales.<br />
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Por otro lado, están los que luchan contra las competitive eatings desde sus blogs y redes sociales. Se han divulgado videos de los certámenes en USA, y la gente está aterrada con la cantidad de comida que se desperdicia. Hay una gran masa de personas que se opone a que esto ocurra en nuestro país. Por eso me quiero ir, porque no dejan que los deportistas nos desarrollemos con libertad. La gente debería sacudirse y hacer algo por sí misma y no fastidiar a aquellos que intentamos salir adelante; además, yo no me voy a olvidar de dónde salí y cuando me corone campeón mundial en Houston o en San Francisco, voy a donar un billete largo para que construyan comedores y alimenten a todos esos muertos de hambre.<br />
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Hace muy buen clima. 18 grados centígrados anuncian en los parlantes. Un domingo soleado para ganar mi primera competencia. Buen augurio. Han dispuesto una carpa larga en la mitad de la cancha de fútbol, con una mesa de madera que alberga siete bandejas con pescuezos de pollo. Bajo la carpa sólo podemos ubicarnos competidores y jueces. Siete plazas ubicadas de izquierda a derecha de la siguiente manera: José, el pescaíto Durán de Mesitas del Colegio; Uriel, el carnicero Romero de Zipaquirá; Chucho, el Sopitas Flórez de Ubaté; Magaly, la reina del barrio de Barbosa; Carlos, el Flaco Melgarejo del Valle de San José; Daniel, la Garrapata Garrido de Bogotá (o sea yo); y John Freddy, la Cachaza Galindo de San Gil.<br />
<br />
Los jueces se ubican en los dos extremos de la mesa. Con cronómetro en mano se disponen a registrar el primer record de la MLE, en la modalidad pescuezo de pollo relleno, en nuestro país. Alrededor de la carpa, una multitud de curiosos se agolpa, quienes son custodiados por un cordón de seguridad de hombres armados de la MLE. Los Mágicos del Vallenato tocan en la tarima principal, suenan a todo dar y el aguardiente, la cerveza y el guarapo corren como ríos desbordados entre las personas. Los manifestantes, desplazados y estudiantes de la universidad pública llegan con pancartas y altavoces, pero la rechifla de los enfiestados, comandada por el vocalista vallenato, es más fuerte y los que se quejan quedan relegados a la bullaranga de la muchedumbre.<br />
<br />
Una mujer en vestido de baño rojo sube a la tarima y baila una puya intensa, el guacharaquero ataca su instrumento y el de la caja saca la lengua como el lobo de las caricaturas. La música se detiene por unos momentos. La mujer, que ostenta la banda de MISS MLE, avanza hasta el micrófono, y el público la recibe con toda clase de piropos sucios:
“Primero que todo, gracias a los directivos de la MLE por traer sus magníficos eventos a nuestra ciudad (la mujer ríe y lanza un beso a la mesa directiva del evento). Estamos reunidos para celebrar el Primer Concurso Interregional Pescuezo de Pollo Relleno. Queremos darles las gracias a los participantes, a Los Mágicos del Vallenato por sus estupendas melodías, y a todos ustedes, querido público, porque sin ustedes nada de esto sería posible (la mujer saca un rollo de papel de su escote y lee). La competencia de hoy consta de un procedimiento sencillo, el ganador será el que se coma todos los pescuezos de pollo en el menor tiempo posible. Cada uno de los participantes tiene al frente una bandeja con diez pescuezos de pollo rellenos de arroz y salchichón, con un peso de 350gr cada uno. Junto a la bandeja, hay un balde con agua donde le es permitido a cada concursante sumergir los alimentos, y si es el caso devolver los mismos. Junto a los deportistas, se ubicará un miembro de la MLE para inspeccionar y aprobar la efectiva ingesta de la totalidad de los pescuezos. Los jueces pararán sus cronómetros al terminar el primer, el segundo y el tercer lugar, que serán premiados con...”<br />
<br />
“¡Tenemos hambre! ¡HIJUEPUTAS, HIJUEPUTAS, HIJUEPUTAS!”, y los manifestantes intentan traspasar el cordón de seguridad, pero son neutralizados con bolillos y culatazos de los guardias y miembros de la policía, quienes acaban de llegar enviados por la alcaldesa (reciente socia de la MLE), para brindar mayor seguridad al evento. Los Mágicos del Vallenato salvan el incidente, tocando una canción que vuelve locos a los que no protestan, y en menos de un minuto, tienen a más de un centenar de personas brincando en un sólo pie. Detrás de la tarima está aparcado el camión de bomberos. Una de las mangueras es desenrollada sobre el escenario y la mujer de vestido de baño rojo juega con ella. Dos bomberos sonrientes accionan la manguera y el chorro a presión se desparrama por el cielo. Cerveza. Lluvia de cerveza. Cerveza donada por la alcaldía que empapa a las cabezas enloquecidas. Son las 4:20 de la tarde y la mujer del vestido de baño anuncia: “ahora sí, tragones; ahora sí, comelones... en sus marcas... listos... YA”.<br />
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Yo no me fijé en nada. Yo solo abrí la boca y devoré los pescuezos, uno tras otro. Concentrado. Recogía con la mano los pedazos de arroz y salchichón y los metía entre mis cachetes. Me eché agua por la cara y como pude mojé la comida en mi boca, la cual empezó a bajar por el esófago como Dios manda. Me volví imparable y al llevarme la última cabeza de pollo a la garganta, miré a mis adversarios y noté que les llevaba ventaja. Feliz, enseñé la boca vacía y uno de los jueces gritó tiempo. Levanté los brazos y supe lo que sienten los boxeadores cuando ganan su primera pelea. Busqué a mi primo para celebrar y vi que la gente estaba alborotada. Eran un mar agitado de cabezas, brazos y piernas. Un océano sangriento en medio de una batalla de buques armados. Vi el cuerpo de Miss MLE, caído en la tarima, con el pelo pegoteado de sangre, y al cantante del grupo vallenato derrumbándose fuera del escenario. Los manifestantes habían logrado quitarles las armas a los policías y las disparaban en todas las direcciones. Se habían metido dentro de la carpa y un grupo de ellos mordía los cachetes del Carnicero de Zipaquirá, mientras una mujer le despedazaba una de las manos a mordiscos. Otro grupo de personas, agachadas, hurgaba a manos llenas en el ombligo del Sopitas de Ubaté, repartiéndose la longaniza fresca del pobre hombre.<br />
<br />
Yo corrí como alma que lleva el diablo. Corrí sobre los cuerpos diseminados. Pisé cabezas, aplasté pies, trituré orejas. Los gritos se oían por todas partes. Un hombre flaco se me vino encima con la boca abierta. Yo enterré mi puño en su boca hasta asfixiarlo. Me lo quité de encima y corrí más rápido. Olía a pólvora. Olía a sangre. Trepé en el primer árbol que encontré escondiéndome en la rama más alta. Observé a la gente desmembrándose, devorándose, vomitándose. Vi los dientes y las uñas empapadas en sangre y fluidos corporales. Me quedé muy quieto. Inmóvil. Llegó la noche y con ella, uno a uno, los comensales se fueron alejando de la cancha, dando tumbos y eructando con orgullo. Solo cuando el último de ellos se retiró, bajé del árbol. Busqué entre las ropas desgarradas a mis tíos y mi primo, esculqué en sus bolsillos sanguinolentos y tomando las llaves de la casa me fui para allá.<br />
<br />
Fue una larga caminata en la que solo podía pensar en una cosa: yo había ganado el Primer Concurso Interregional Pescuezo de Pollo Relleno. Yo era el ganador, yo era el campeón, así que debía visitar la sede de la MLE y exigir mi certificado. Llegué a casa de mis tíos, tomé una ducha caliente, me metí en la cama y puse el reloj despertador a las 6:00 de la mañana, como lo hacíamos con mi primo para entrenar. Debo seguir, honrar su memoria; retroceder nunca, rendirse jamás, como él mismo decía.
<br />
<br />
Antes de dormirme, sentí un poco de pesar por él y por mis tíos, luego recapitulé los momentos de mi victoria: la manera cómo vencí a mis contrincantes, la forma en que el uso de la técnica y el entrenamiento había dado buen resultado, el cómo yo era ahora el Campeón Interregional de Pescuezo de Pollo. Sonreí y me di vuelta abrazando a la almohada. Imaginé mi coronación inevitable en Las Vegas, Houston o San Francisco. Y así, con el sabor de la victoria en la boca me quedé dormido.<br />
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<div style="text-align: left;"><b>
Fabián Mauricio Martínez G</b></div>
Escritor y periodista colombiano.
Ha publicado<b style="font-style: italic;"> <span style="background-color: yellow;">Una Ciudad llamada Bucaranada</span> </b><b>y</b><b> <span style="background-color: yellow; font-style: italic;">Cuervos en la Ventana</span><i>,</i><span style="font-size: x-small;"><i> </i>Editorial UIS</span>;</b><b> <span style="background-color: yellow; font-style: italic;">El sexo de las salamandras</span><i>, </i><span style="font-size: x-small;">Ambidiestro, Taller Editorial</span>;</b><b> y</b><b style="font-style: italic;"> </b><b>una biografía</b><b style="font-style: italic;"> </b><b>juvenil,</b><b> <span style="background-color: yellow; font-style: italic;">Me llamo José Antonio Galán,</span><i> </i><span style="font-size: x-small;">Editorial Norma</span>.</b><br />
<b><br /></b>
<b><br /></b>Revista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-496994219888448908.post-71351316670487374752020-05-09T06:00:00.001-07:002021-02-25T19:00:28.647-08:00Una caja y cuatro velas, un cuento de Antonio Asunción Pacheco<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiT9hkKuGnHWVJTJwiRxGePBFdKyPigX8_Fh4NO8FjFVkHSsOcW6LE5HGuBBkpbwOkSaKcI4dDF_VLCmqZWS6587FpAZkZGap-tASGI_HcfiLDaq5qoXoDio7qw1NxQBU8ixwHaw_sMNfQ/s1600/b27fe2cbc4dde13a04a03abbe522c6c1.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="512" data-original-width="337" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiT9hkKuGnHWVJTJwiRxGePBFdKyPigX8_Fh4NO8FjFVkHSsOcW6LE5HGuBBkpbwOkSaKcI4dDF_VLCmqZWS6587FpAZkZGap-tASGI_HcfiLDaq5qoXoDio7qw1NxQBU8ixwHaw_sMNfQ/s1600/b27fe2cbc4dde13a04a03abbe522c6c1.jpg" /></a></div>
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<br /></div>
Una tolvanera envolvió por sorpresa al anciano. Trastabilló hasta detenerse de golpe flaqueando una pierna. Dibujó un gesto de dolor. Torció el pie sobre la goma del calzado y miró. Le escurría un hilillo de sangre.<br />
Atravesó el patio, apurado y renqueando. Tuvo que aventar a manotazos el alborozo del perro para conseguir abrir la desvencijada portezuela de la cocina, separada del dormitorio por una tela amarrada con cintas. Ambos espacios eran pequeños, de tablas deterioradas por el tiempo, piso de tierra, grandes rendijas por las que escapaba el humo o se colaba el viento. Todas las casas alrededor mostraban las mismas condiciones sobre un paisaje esculpido por las sequías.<br />
Su mujer quitó una tortilla de maíz del comal y lo miró con fastidio.<br />
—Cierra esa puerta, caramba, que ya conoces al mañoso de tu perro —dijo. Él obedeció—. Acuérdate de lo que nos hizo con la bolsa de galletas que me regaló nuestra ahijada. ¡En nuestras narices se dio mejor cena que nosotros!<br />
El anciano se sentó y se quitó una sandalia. La levantó pasando suavemente la mano por ambos lados.<br />
—¿Qué haces? ¡Te he hablado mil veces de la diferencia entre pobreza y suciedad! —dijo la mujer mientras apagaba el fuego del comal. Luego destapó una olla de barro, de donde se elevó un vapor denso, y agregó—: ve a lavarte las manos, que ya vamos a comer.<br />
Dejó caer la sandalia y apretó el talón contra la pata de la mesa. Ella retomó el asunto del perro.<br />
—Desde hace tiempo debimos quemarle el hocico para quitarle lo cusco. Si nos descuidamos, cualquier día de estos nos deja sin comer.<br />
—Me da lástima. Lo que se les quema es la campanilla, no el hocico. El dolor ha de tardar varios días.<br />
—Pero él no tiene lástima de nosotros. —Le puso enfrente un caldo en el que flotaban algunos frijoles.<br />
—A este paso —dijo mirando el plato—, en lugar de entrar, el perro va a querer salir corriendo. —Un gesto de dolor interrumpió el intento de una sonrisa.<br />
—A este paso nos lo vamos a comer a él después de vender la gallina que nos queda —alegó ella sentándose a la mesa.<br />
—No debiste vender ninguna. Ese dinero se nos fue como el agua.<br />
—Había que pagar las deudas —le gritó mientras iba camino al lavadero en el patio. Miró otra vez la puerta abierta y fue hacia allá—. La que nos quedamos es ponedora, no tarda en estar culeca. Primero Dios este año sí llueva y tengamos chepiles. Y con un poco de suerte, hasta chicatanas.<br />
El anciano flexionó la pierna para lavarse el pie a jicarazos; ya no sangraba.<br />
—¿Qué te pasó?<br />
—Nada, mujer, nada.<br />
—¿Cómo nada? ¡Déjame ver!<br />
—Seguro fue una espina.<br />
—¿Y si fue un clavo? —Insistió en mirar—. Tú no tienes la vacuna del tétanos. Deberíamos ir al doctor.<br />
El perro se acercó a ellos. La mujer le lanzó una advertencia. El animal, con la cola entre las patas, corrió a echarse por el brocal del pozo.<br />
—Decía nuestra hija que no sólo en los metales está el tétanos. ¿Y qué doctor me querrá atender gratis? El centro de salud hace meses que lo quitaron.<br />
—Vendemos la gallina.<br />
—No, mujer, no. Al rato busco allá enfrente. —Señaló el lugar sin mirar—. Si encuentro el clavo, lo pones a hervir y me tomo la infusión y ya. De algo me tengo que morir de todos modos.<br />
La conversación continuó en la mesa.<br />
—Cuando ese día llegue, compra la caja más barata y cuatro velas. El dinero que traiga la gente, guárdalo, no lo uses en esa tontería del novenario de rezos y el cabo de año. Yo me encargo de hacerles saber allá arriba que me tengo bien ganada la gloria, después de tantos años de malvivir esperando a que se acordaran de nosotros.<br />
—¡No reniegues! Y menos en la mesa, que aunque tortilla con sal y agua, Dios no nos abandona.<br />
—Hace rato que para seguir, a mí ya no me alcanza ni la fe, mujer.<br />
Ella no le rebatió.<br />
—Después del entierro, vende este terreno y vete a casa de alguna de tus hermanas. A ella entrégale las tres cuartas partes del producto de la venta…<br />
—¡Las tres cuartas partes!<br />
—Sí, que sepan que después de eso te quedas con apenas nada para cualquier necesidad. Así no te tomarán por una arrimada. Y procura que mucha gente se entere del trato. Pregúntale a la hermana que tenga a bien recibirte si puedes llevar contigo al perro. Así no tendrías que abandonarlo a su suerte.<br />
—Ese animal dañino. ¿Quién me aceptaría con él? Y de hacerlo nos corren el mismo día. Ahora que, pensándolo bien, con el genio que me cargo es más probable que decidan quedarse al perro y me corran a mí —dijo, echándose a reír de forma tan contagiosa que rieron por un buen rato los dos—. ¿Por qué me dices estas cosas? —preguntó ya recuperada.<br />
—Estamos viejos. Tenemos que pensar con la cabeza fría. No tardo en morirme o, peor aún, en ser una carga. Creímos que nuestra hija cuidaría de nosotros y mira: allá arriba, donde todavía confías que nos procuran, decidieron llevársela antes.<br />
—Él sabe por qué hace las cosas y cuándo. No me gusta escucharte hablar como si desearas morir.<br />
—En mi situación, el deseo y el presentimiento son la misma cosa. Lo que más me preocupa ahora es que tú te vayas a enfermar de algo grave y no sepamos ni qué hacer, y desde este lugar resultará más difícil todavía si te quedas sola. Por eso quiero que te vayas al pueblo con alguna de tus hermanas.<br />
—Tú lo que andas buscando es deshacerte de mí de una vez para buscarte otra.<br />
—Una que no se queje de mi perro —completó con seriedad, el índice levantado, Después, apartó el plato y se incorporó.<br />
—¿A dónde vas?<br />
—A frotarme un poco de alcohol en los pies y recostarme un rato.<br />
<br />
Sentado en el borde de la cama, el anciano entrecerró los ojos y examinó otra vez el calzado. Con la sandalia en la mano, el pie descalzo en puntillas, fue a levantar la tela que cubría la ventana. En la calle, su mujer buscaba afanosa en el suelo, cerca de donde recibiera el pinchazo. Ella se enderezó mirando hacia arriba. Las primeras gotas de lluvia rebotaron en el tejado.<br />
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<h3 style="text-align: justify;">
<b>_______________</b></h3><div style="text-align: justify;"><b>Antonio Asunción Pacheco </b></div>
<div style="text-align: right;">
<div style="text-align: justify;">
Nació en Santa Catarina Juquila, Oaxaca, México. </div>
</div>
<div style="text-align: right;">
<div style="text-align: justify;">
Twitter: @antonio_zaratte</div>
</div><br />
<b>Imagen: Graciela Itúrbide, los gallos de Juchitán, Pinterets</b><br />
<b><br /></b>
<b><br /></b>Revista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-496994219888448908.post-53148308084454723782020-04-23T22:05:00.001-07:002021-02-25T19:00:05.400-08:00Sombra, un cuento de Mar Melendez<div style="text-align: right;">
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<span style="font-family: "georgia" , "times new roman" , serif; margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1600" data-original-width="1274" height="640" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhsEnCO69PqSwjDaXdQUfME4C9uPoPB3BQJtYXkiyAgBBkt-cNdD-f2zldZcfRGgwifNaWlzp_z2Ng-OObidVQLxlFpxRgUCjYBpqg19OXqHHXZjujed76mkUv-wApbf9dzy4UvejqkXU0/s640/Rafael+Bosio+II.jpg" width="508" /></span></div>
</div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; text-align: center;">
<h4 style="clear: both; text-align: center;">
<span style="font-family: "georgia" , "times new roman" , serif; font-size: x-small;">Fotografía <span style="background-color: white; color: #222222;">Rafael Bossio </span><b style="background-color: white; color: #222222;">@</b><span style="background-color: white; color: #222222;">kabezarodante</span></span></h4>
</div>
Esa mañana la sentí un poco rara, incluso cabizbaja mientras que yo tenía la frente en alto. Entré a la cocina buscando algo para comer, nada me apetecía. Mi sombra estaba un poco más gruesa, me pareció algo sospechoso, pero cuando caminé hasta el baño y ella decidió no seguirme, la sospecha se hizo latente. De manera que ella respondía sola por sus movimientos, y yo que pensaba que eran pura imitación de los míos.<br />
<br />
Quise llamarte y contarte, pero al principio tu no contestabas el teléfono, luego cuando dijiste aló, mi sombra ya estaba a mi lado y no pude más que preguntarte cómo habías amanecido, tu respondiste: no sé, creo que ha sido una mañana un poco extraña. Yo respondí: totalmente de acuerdo, te llamo luego para saber cómo sigue esta extraña mañana y colgamos.<br />
<br />
Mi sombra me miró, no tiene ojos, pero ese día sentí que me atravesaba con la mirada, y me dejó la sensación de que podría también atravesarme el pensamiento. Algo estaba pasando y decidí averiguarlo. Fingí dormir, quizás así se trasladaría a algún lugar y podría seguirla. Pero no funcionó porque el cansancio me jugó una mala pasada y quedé profundamente dormido.<br />
<br />
Para cuando desperté habían pasado cinco horas y me sentía muy cansado y sin hambre, sin embargo me acerqué al refrigerador e intenté comer algo. Fue en vano, al mínimo contacto vomité lo que había ingerido.<br />
<br />
Mi sombra crecía, ya me sobrepasaba casi diez centímetros. Caminé al baño, había poca luz y no sé por qué, creí que no me seguiría hasta allí, me equivoqué. Intenté llamarte, pero tu teléfono parecía mal colgado. ¿A quién más acudía? Sabía que no era el cansancio el que me estaba haciendo creer cosas que no eran. ¿Pero quién creería la historia de que mi sombra estaba tramando algo contra mí? Era absurdo.
El cansancio me venció nuevamente y caí rendido, desperté a la mañana siguiente, aún más débil y casi sin color. Mi sombra por el contrario se veía fuerte. Como pude, cogí el teléfono para llamarte, sentí tu voz débil, y dijiste que te sentías extraña. Extraña parece ser la palabra para ese día. Yo tampoco podía hablar muy bien, te dije que de inmediato saldría hacia tu casa, y al colgar lo intenté, te juro que lo intenté, pero no pude, caí al piso cansado, débil, deshidratado. Estuve a punto de dormirme, pero hice un acopio de fuerza y solo lo fingí: necesitaba saber qué estaba pasando.<br />
<br />
No sé con certeza cuantos minutos habían pasado desde que empecé a fingir que dormía, pero de repente vi como mi sombra acercaba lo que creo era su boca a mi muñeca derecha y empezaba a succionar lo que parecía mi esencia. No puedo explicar cómo ni qué era lo que la componía, porque cuando quise reaccionar, era demasiado tarde. Ella empezó a reír a través de mí, y miraba mis brazos. Se levantaba del piso con mis piernas y vocalizaba a través de mi boca, y yo seguía e imitaba involuntariamente sus movimientos. La sensación de levedad y pérdida me acompañaban, y me vi totalmente negro y unido a aquel cuerpo que anteriormente era mío.<div><br /></div><div><h3><div style="text-align: right;"><div style="text-align: left;"><span style="font-size: small;">______________________<br />
Marleys Meléndez Moré<br />
</span><span style="font-weight: normal;"><span style="font-size: small;">Profesional en lingüística y literatura de la Universidad de Cartagena, especialista en Promoción a la lectura de la Universidad Veracruzana y actualmente cursa la Maestría en Estudios de la Cultura y la Comunicación en la Universidad Veracruzana en México.</span> </span><br /><br /></div></div><b><div style="text-align: right;">
</div>
</b></h3>
</div>Revista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-496994219888448908.post-64107478767607080192020-03-23T16:06:00.000-07:002020-05-31T16:38:02.146-07:00En la pista de baile, un cuento de Ollin García Pliego <blockquote class="tr_bq">
<span style="font-size: small;"><b><span style="color: red;">Ollin García Pliego</span>. Estudiante de doctorado en Letras Hispánicas en la Universidad de Indiana-Bloomington. Estudió Filología Hispánica en la Universidad de Lawrence (2015), y una maestría en Escritura Creativa en la Universidad de Iowa (2018).</b></span></blockquote>
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi1OCTw-sUmhrogaP9e-VECPIEEkm1_v6pjBwrF4gCFllnro8TiV5vQCWpOwJLuzG09GsTZrVQdV5jicKww0O2-b7Rp9EPJ7QmMbRxwpStMQkhOughlgBnUDr4nHnCjg7UZajRvi29KZ78/s1600/En+la+pista+de+baile+Ollin+Gac%25C3%25ADa+Pliego.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="620" data-original-width="1101" height="360" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi1OCTw-sUmhrogaP9e-VECPIEEkm1_v6pjBwrF4gCFllnro8TiV5vQCWpOwJLuzG09GsTZrVQdV5jicKww0O2-b7Rp9EPJ7QmMbRxwpStMQkhOughlgBnUDr4nHnCjg7UZajRvi29KZ78/s640/En+la+pista+de+baile+Ollin+Gac%25C3%25ADa+Pliego.jpg" width="640" /></a></div>
<div align="center" class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: .5pt; margin-right: -.75pt; margin-top: 0cm; text-align: center;">
<em style="background-color: white; font-family: Calibri, Arial, Helvetica, sans-serif; font-size: 16px; text-align: start;"><br /></em></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: -.75pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm; text-indent: 0cm;">
El
joven se da cuenta de que ha transcurrido mucho tiempo, pero no sabe cuánto.
Sigue acostado y algo adormilado por los efectos de los analgésicos:
posiblemente algo de propofol, tramadol, fentanil, ketorolaco o morfina. Le
escurren lágrimas involuntarias por las mejillas y es consciente del sabor
agridulce en su paladar. El joven tiene la boca seca y los labios levemente
humectados, producto del sudor, el suero, las lágrimas y la mugre. Los músculos
de su espalda tienen múltiples contracturas y su movilidad es limitada. El
joven tiene el ojo derecho considerablemente abultado y siente un dolor
punzante en la parte superior derecha de la cabeza: la placa de metal
incrustada en el tejido óseo, resultado de una operación de seis horas, hasta
el momento, exitosa. El joven, con un considerable derrame en el ojo derecho,
percibe el ferroso olor a sangre que despiden las vendas y su herida. <o:p></o:p></div>
<br />
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin: 0cm; text-indent: 0cm;">
Lo último que recuerda Tonatiuh es estar en el piso cuarenta
y seis, en el antro, en el Sky Bar del World Trade Center de la Ciudad de México, bailando con
Charlotte, su novia estadounidense una noche de julio de 2012. <span style="text-indent: 0cm;">Tonatiuh, delgado, va de pantalón de mezclilla y camisa rosa
de manga larga, y Charlotte, un poco más bajita que él, y con las mejillas
sonrojadas por el baile, lleva puesto un vestido negro ajustado que le llega
hasta las rodillas. Ambos bailan risueños “La Tortura”, de Shakira con
Alejandro Sanz, mientras beben de sus vasos con hielos, tequila adulterado y
Coca Cola. El Sky Bar forma parte de la torre giratoria del World Trade Center,
que da una vuelta de trescientos sesenta grados cada hora. Tonatiuh y Charlotte
pueden ver los cuatro puntos cardinales de la ciudad varias veces a lo largo de
su velada. A decir verdad, al asomarse por las ventanas del antro solo ven
puntitos de luz diminutos que terminan en las faldas de los cerros, avenidas
sin fin, focos rojos de automóviles y más edificios a lo lejos. El chipi chipi
que sacude ligeramente la ciudad torna borrosas las imágenes a través del
cristal. </span></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin: 0cm; text-indent: 0cm;">
<o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: -.75pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm; text-indent: 0cm;">
<br /></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: -.75pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm; text-indent: 0cm;">
El
Sky Bar es el antro preferido de Tonatiuh por las luces de neón que se
encienden después de la media noche y por la pantalla gigante que pone el video
musical de la canción en turno. El Sky Bar es el antro preferido de Tonatiuh
porque disfruta de noches enteras con alcohol ilimitado y dosis generosas de
cocaína y éxtasis que le compra discretamente a uno de los bármanes. Charlotte
sabe que Tonatiuh bebe y fuma, pero no tiene ni idea de sus otros gustos. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: -.75pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm; text-indent: 0cm;">
<br /></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: -.75pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm; text-indent: 0cm;">
Con
un poco más de esfuerzos, Tonatiuh, recostado sobre la moderna cama del
Hospital Ángeles, en el sur de la ciudad, logra recordar que se besa con
Charlotte en la pista de baile, y que después voltea a ver su reloj Casio y son
las dos treinta de la mañana. Le vienen a la cabeza más imágenes borrosas.
Después de unos minutos de estar mirando el techo de la habitación, Tonatiuh
inspecciona a su alrededor para ver si encuentra señales de que Charlotte o sus
padres lo hayan visitado en el cuarto: una bolsa, una cartera, una chamarra,
algo. No halla nada. Voltea a ver a la ventana, pero las persianas están
cerradas. El collarín le impide terminar de inspeccionar la habitación. Le
truena el cuello, posiblemente una vértebra, y siente un hormigueo en toda la
columna vertebral. Posiblemente no grita del dolor por tantas sustancias en su
sistema sanguíneo. Escucha voces, de gente conversando, pero no puede entender
qué dicen ni adivinar quiénes son. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: -.75pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm; text-indent: 0cm;">
<br /></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: -.75pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm; text-indent: 0cm;">
Entonces,
Tonatiuh recuerda que se topa con un conocido suyo de la preparatoria en el
baño mientras le compra una cajetilla de Marlboro rojo al intendente de
limpieza que vende, entre otras cosas, dulces, cigarros y condones. Tonatiuh
lleva varios minutos bajo el efecto de la cocaína y, con un trago de tequila y
Coca Cola, se pasa la pastilla de éxtasis enfrente del espejo del lavabo. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm;">
Tonatiuh y su conocido no se llevan bien, pero tampoco se dicen
enemigos. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm;">
<br /></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: -.75pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm; text-indent: 36.0pt;">
̶ Tonaquín, qué pasó, mi rey. Te escondes.
¿Esa gringa es tu novia? ¿La trajiste de tu universidad? <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: 36.5pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm;">
̶ Te vale madres. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: 36.5pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm;">
̶ Uy, qué agresivo. ¿También te pone el
cuerno? <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: 36.5pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm;">
̶ Cállate, cabrón, respétala. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: -.75pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm; text-indent: 36.0pt;">
̶ No mames, Tonaquiu, aún nos acordamos de
cómo se corrió el rumor de que tenías gonorrea. No le gustabas a ninguna
niña. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: 36.5pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm;">
̶ Eres un pendejo. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: 36.5pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm;">
̶ Tona el infectado, Tona el impotente,
decían. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: 36.5pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm;">
̶ Eran una bola de hienas fresas petulantes. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: 36.5pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm;">
̶ Eres un fosforito y un naco, que tiene un
gusto de lo peor. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: 36.5pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm;">
̶ Me lo tomo de quien viene. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: 36.5pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm;">
̶ Además de naco, morocho y medio indito. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: 36.5pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm;">
̶ Me das pena, atorado aquí, con tu círculo de
pedantería neocolonial. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: 36.5pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm;">
̶ Tona, recuerdo cómo te madreábamos, eras el
hazmerreír y no tenías amigos. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: -.75pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm; text-indent: 0cm;">
<br /></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: -.75pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm; text-indent: 0cm;">
Tonatiuh
le pega un puñetazo en la nariz y lo avienta contra los mingitorios. Su
conocido cae de espaldas y se pega en la cabeza con uno de los urinarios. Se
abre una herida en el cuero cabelludo y comienza a sangrar. Su conocido se
intenta levantar, pero antes de que pueda hacerlo, <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm;">
Tonatiuh le asesta una patada karateka en la cara y le fractura la nariz.
A pesar de los esfuerzos, Tonatiuh, recostado en su cama, con las lágrimas
involuntarias escurriéndole del ojo derecho, no se acuerda de nada más. Llega
la enfermera. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: -.75pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm; text-indent: 0cm;">
<br /></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: -.75pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm; text-indent: 0cm;">
Por
más esfuerzos que hace, Tonatiuh no puede hilvanar más detalles. La enfermera
le dice que su familia ha bajado a la cafetería y que no tardan en volver.
Mientras tanto, la enfermera camina hacia la ventana y abre las persianas.
Afuera de la habitación, sentado, se encuentra un agente del ministerio público,
y a su lado, están dos elementos de la policía de la ciudad. La enfermera le
dice a Tonatiuh que el agente está esperando órdenes del neurocirujano para
poder tomarle la declaración. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: -.75pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm; text-indent: 0cm;">
<br /></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: 36.5pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm;">
̶ Señorita, ¿cómo llegué aquí? ¿Qué tengo?
¿Qué me hicieron? <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: -.75pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm; text-indent: 36.0pt;">
̶ Ahorita que regrese su familia puede hablar
con ellos. Le puedo decir que su abogado ya vino y está con sus padres. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: -.75pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm; text-indent: 0cm;">
<br /></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: -.75pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm; text-indent: 0cm;">
Tonatiuh
se le queda viendo a la enfermera unos instantes. Lo tranquiliza
momentáneamente su perfume corporal, un olor a bosque de coníferas. Unos
momentos después, Tonatiuh se les queda viendo fijamente al agente del ministerio
público y a los dos policías. Ellos, a su vez, lo voltean a mirar a través de
la ventana del cuarto, serios y continúan con su plática. Tonatiuh, preso de un
ataque de nervios, comienza a sentir un hormigueo en la cabeza, cada vez más
agudo, al punto de que cree que puede perder de nuevo el conocimiento. Le
escurren gotas de sudor por la frente. Su cuerpo continúa transpirando las
medicinas. Tonatiuh no sabe cuánto tiempo lleva internado, pero sí se da cuenta
de que despide un olor rancio, una combinación de sudor, medicinas y residuos
de desechos corporales. Tonatiuh respira su propio hedor e intenta no volver el
estómago. También advierte que lleva puestos unos calcetines azules, con fondo
pachoncito y una bata blanca. Tonatiuh siente molestias en el pecho y le arde
la piel, producto de los electrodos que tiene adheridos en esa parte del
cuerpo. El cardiofrecuencímetro suena rítmicamente, arrullándolo: bip, bip,
bip. El traumatismo craneoencefálico, la fractura de cráneo, la operación y el
hematoma cerebral de poco más de un milímetro de diámetro lo deben mantener
internado por lo menos un par de semanas más, si nada se complica. Entonces le
vienen más imágenes de la pelea. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: -.75pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm; text-indent: 0cm;">
<br /></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: -.75pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm; text-indent: 0cm;">
Su
conocido se levanta, tapándose la herida en la parte trasera de la cabeza con
ambas manos, asustado, insultándolo, y Tonatiuh lo manda de regreso contra los
mingitorios, amenazándolo con buscarlo en la universidad o en su casa de Polanco
con una pistola calibre .45 que, según él, tiene guardada en su casa, hecho que
es más una amenaza que una realidad. Tonatiuh solamente sabe karate-do y corre
con un poco de suerte de recordar las lecciones de su pubertad. El señor
encargado del puesto en el baño intenta separarlos sin éxito y sale corriendo a
reportar el incidente con los guardias de seguridad. El conocido de Tonatiuh no
se levanta. Queda tirado en el suelo, noqueado. El guardaespaldas de su
conocido está en la barra pidiendo bebidas. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: -.75pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm; text-indent: 0cm;">
<br /></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: -.75pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm; text-indent: 0cm;">
Entonces
Tonatiuh, recostado en su cama con tecnología de punta, siente el peso de diez
cuerpos humanos en el pecho y se pone morado ante la falta de aire. Recupera el
aliento y comienza a gritar, a insultar, a azotar las manos contra sus muslos.
Intenta levantarse, pero advierte que tiene la mano derecha esposada a la cama
y se le zafa el catéter del brazo. Comienza a sangrarle la vena. Llegan
corriendo otras dos enfermeras e irrumpen en el cuarto los dos policías para
ver qué sucede. Tonatiuh no puede incorporarse, correr y escapar de la
habitación. Siente que la cabeza le estalla, y entre todos, le dicen de cosas.
Tonatiuh se siente a punto del colapso. Permanece rendido, en la cama,
bocarriba, a punto de desmayarse. Las enfermeras le inyectan una dosis generosa
de midazolam. <o:p></o:p></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: -.75pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm; text-indent: 0cm;">
<br /></div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 24px; margin: 0cm 0cm 0.0001pt -0.75pt; text-align: justify; text-indent: 0cm;">
</div>
<div class="MsoNormal" style="line-height: 150%; margin-bottom: .0001pt; margin-bottom: 0cm; margin-left: -.75pt; margin-right: 0cm; margin-top: 0cm; text-indent: 0cm;">
En
los segundos previos a quedarse profundamente sedado, Tonatiuh recuerda que al
salir del baño y al dirigirse hacia la pista de baile, suena la canción de
“Payaso de Rodeo”, de Caballo Dorado, y ve que Charlotte corre hacia él con la
intención de abrazarlo, sonriente. Justo en el momento antes de encontrarse con
ella, siente cómo le estrellan una botella de Grey Goose en la cabeza. </div>
____________<br />
<br />
<b>Imagen: Vista aérea alcaldía Benito Juarez, CDMX, google imágenes</b>Revista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-496994219888448908.post-46310891755332280952020-01-05T08:49:00.001-08:002020-05-22T18:51:22.069-07:0010-02, un cuento de Juandiego Serrano Durán<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjjwC_LdO0Jo89QwLernXZtkuruSJ9LgYqEPpRlfb1zTq04bog7EUn5ZqVeGD345F12C7j4Sncz3Y01PfA3saGdXoKbFn0sM_1N4y-rcOf4xROtSeaWzNsuw3AWEYRBLbBrEcNxtkeICfA/s1600/CUENTO+-+10-02+%2528Ilustracio%25CC%2581n%2529.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1600" data-original-width="1247" height="640" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjjwC_LdO0Jo89QwLernXZtkuruSJ9LgYqEPpRlfb1zTq04bog7EUn5ZqVeGD345F12C7j4Sncz3Y01PfA3saGdXoKbFn0sM_1N4y-rcOf4xROtSeaWzNsuw3AWEYRBLbBrEcNxtkeICfA/s640/CUENTO+-+10-02+%2528Ilustracio%25CC%2581n%2529.jpg" width="498" /></a></div>
<br />
<h3 style="text-align: center;">
<b>1</b></h3>
<br />
TRAS GIMOTEAR POR ASOCIAL, bajé lentamente los dieciséis escalones del segundo piso de la torre y me dirigí al parqueadero contiguo al edificio, desde donde era amplificada la música enternecedora que se entrometía con las notas profundas que intentaba disfrutar en mi sala de estar. Ofendí mis deseos de soledad musical, y bajé a encontrarme con la felicidad inmediata, con música popular proveniente de la costa, que siempre suena después de la música enternecedora.<br />
Bajé cada peldaño con paciencia, cuestionando en todo momento mis despóticas maneras de estar solo. Bajé cada peldaño con cinismo, a por la alegoría subjetiva de un encuentro con la municipalidad de los otros.<br />
Si existe un pequeño e insignificante espacio en el tiempo para el decadente espíritu comunal, ese espacio se da en diciembre. En la Navidad, no sé si transitados por la angustia o discutidos por el interés, los vecinos de un espacio comunal nos reunimos para sonreír, o para intentar hacerlo al danzón de los dulces villancicos. Ponemos a leer a los niños, les damos panderetas a los viejos, repartimos equitativamente los gastos logísticos de cada uno de los días de la novena y nos ponemos a corear, con una extraña sonrisa, el ven, ven, ven del Niño Jesús.<br />
Rezamos como rezaban nuestros antepasados católicos: rezamos con abnegación, y con ganas de cenar. Nueve días rezanderos a cualquier nivel espiritual, en especial, un tiempo de cenas gratuitas y a la mano, de congelamientos mutuos del hambre.<br />
<br />
<br />
<h3 style="text-align: center;">
2</h3>
<br />
Esa noche correspondía al tercer día de la novena en el edificio. No había asistido las dos noches previas. Bajé en el momento en que bajan los maldadosos, que es cuando suena la música popular. Bajé como bajan los maldadosos, con una sorna curiosa, a fin de aprovechar las festividades, y las plantas de audio prendidas, para algo más que un rezo. Fui atendido como se atiende a los maldadosos, con una empanada y un vaso con gaseosa colorada puestos en mis manos, y con un abrazo adjunto, discurrido en las siguientes palabras: “¡Qué milagro verlo, carambas!”.<br />
Un buen conocedor de las costumbres decembrinas de herencia española sabe identificar con inconfundible claridad la descomposición de esa oración. El “milagro” es la indirecta del vecino decente, otorgado con hipocresía coqueta hacia el vecino pusilánime, para que éste convierta el milagro en una acción comunal venidera. El “carambas” es el perdón con que el vecino decente acepta la indecencia del otro vecino, y la hipotética de sí mismo en el entorno.<br />
“¡Qué milagro verlo, carambas!”, me fueron diciendo hasta que, en un santiamén, me vi rodeado por los únicos individuos que prescinden de tal saludo, los maldadosos del edificio, quienes vinieron a darme quejas de lo único que critica un maldadoso en las novenas comunales: la empanada.<br />
—¡Qué empanada más vieja y garruda! —dijo Judancio Álvarez, el vecino del 8-03.<br />
Regordete y desgalichado, a este viejo le podían ofrecer una empanada recién hecha y cocinada con esmero, y para él seguiría siendo una empanada vieja y garruda, porque sencillamente no lo dejaron repetir. Si la bandeja de empanadas pasaba una segunda vez ante sus ojos, él no dudaba en decir: “¿Puedo? Es que me quedó el buen sabor en la boca…”.<br />
—¡Imagínense! ¿Servir una empanada sin ají? No lo puedo creer. Parecemos de vecindario pobre —replicó don Jaime Luis Gutiérrez, el único vecino del edificio con doctorado, viviente del 5-01.<br />
—Sin ají… ¡y fría! ¡Horrible! La mía estaba como para dársela a comer a los perros —respondió Juan Manuel, vecino del 7-01, un padre separado y, por ende, el alcohólico de la torre, motete por el que media vecindad lo llama ‘Juanma’, por desprecio, y la otra mitad, por camaradería.<br />
Al oír los graznidos de entuerto, el señor Moisés Franco, presidente de la junta comunal, llegó para hablarnos en secreto.<br />
—Es que no hay nada como los buñuelos de anoche, definitivamente. ¡Si los hubieran probado! —nos dijo anunciando la cena del día anterior, que él mismo había brindado, pero que ninguno de los maldadosos habíamos probado.<br />
—¡De seguro! —le dije—. No hay nada como los buñuelos de anoche. Que yo sepa, sé que no hay nada, ni un gramito, ¡nada!, de los buñuelos de anoche.<br />
—Ojo que mañana le toca a usted… —me contestó el señor Franco.<br />
—Lo sé. Yo mañana les voy a dar vino a todos, así que coman hartos buñuelos, porque, si no, se emborrachan muy rápido —insistí.<br />
Moisés se fue cacheteado, y, de paso, pronuncié las palabras mágicas que, en silencio, todos y cada uno de los maldadosos estaban esperando.<br />
—Bueno, ¿y qué traguito nos vamos a tomar hoy? —dijo Juanma.<br />
—A mí no me miren… —dijo don Jaime Luis, de quien se sabe que guarda cinco botellas de sello azul en su licorera.<br />
—Eso es mejor que hagamos la vaca. ¡Yo quiero ron! —insistió Juanma.<br />
—Yo quiero vino —agregué.<br />
—Yo quiero cerveza —dijo Judancio.<br />
Ante la indecisión, don Jaime Luis se paró de su asiento y, antes de entrar al edificio, dijo:<br />
—Ahí está, señores: yo pongo dos de whisky, ya que nadie quiere tomar whisky…<br />
Todos sabíamos lo que sus palabras significaban.<br />
<br />
<br />
<h3 style="text-align: center;">
<b>3</b></h3>
<br />
Una pista accidental de baile. Libertad en botella. Vecinos.<br />
La noche parecía tenerlo todo, pero esa noche era una noche especial.<br />
Esa noche la saludé por primera vez, habiéndola visto toda una vida. Vino hacia mí con irruptora presencia, y me saludó. Era como si ella nunca hubiese existido en mi vida, pero con su saludo pudiera afirmar que la conocía de toda una vida. O, todavía mejor, que ella me conocía de toda la vida.<br />
La observé con placidez, mientras me dejaba llevar por su recóndita y bella combinación de lentes con ojos. De piel blanca y tersa, vistiendo un conjunto afrancesado de falda larga y blusa ligera, dibujaba la imagen de una mujer tan sencilla como insípida.<br />
Parecía estar tan contenta como yo, pero lo estaba por razones distintas de las mías.<br />
Ella es una de esas personas que hace de las novenas un lugar en el que nadie puede sentirse incómodo, incluso para quienes consideran, como lo hago yo, que asistir a una novena no es para nada cómodo. Ella es quien saluda a todos los presentes, quien ubica a los llegados en su lugar, quien supervisa la llegada de las empanadas, quien deja en la mesa el novenario, quien coordina con los celadores el llamado a los vecinos. Ella es quien saluda a todos y los observa con un candor extremo.<br />
Es de una belleza de instante, en un instante de pocos segundos.<br />
Su belleza se esconde. Hay algo raro en su belleza. Enemiga de la brillantez, su belleza emerge de actos sutiles. A pesar de estar en todos lados, en ninguno es protagonista.<br />
Es de ojos pequeños, de cachetes generosos. Su cuerpo de cuarentona sin entrenamiento, su gentileza sin reservas. Oculta… ella es de una belleza oculta, como si sus gestos de generosidad fuesen absolutamente controlados por su moral, como si la sensualidad de su exportación cayera en el descontrol de un panorama accidentado. Intangible belleza que calmó tácitamente mis devaneos al saludarme, y decirme:<br />
—¡Qué milagro verte, carambas!<br />
Su vestido común y corriente, sus gafas comunes y corrientes, sus aretes comunes y corrientes, sus sandalias comunes y corrientes. Ante lo suyo, tan común y tan corriente, abrí los ojos al arte.<br />
Sin decirme mucho más que eso, me abrí a su calidez lejos de las flamas con que otros de mis vecinos me dijeron las mismas palabras. Con su inocencia, que no me sería entregada a terso anhelo por cuenta de uno de mis caprichos, me encontré encorvado en una audaz visión, mientras masticaba la empanada de carne.<br />
Una empanada deliciosa, sabrosa, del mordisco al paladar y de la boca a la sustancia. Una empanada fría, sin ají, pero servida por ella.<br />
Frondosa aparición secundaria en una farsa que me tuvo por su cazatalentos.<br />
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<b>4</b></h3>
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—¿Quieren que les pague otra horita de música? —dijo la señora Teresa de Jesús, la vecina del 1-01.<br />
—¡Hurra para doña Jesusa! —asentimos todos, aplaudiendo.<br />
Por una extraña razón, doña Jesusa hace veinte años está por cumplir cien años, y ni los cumple ni fallece. A todos nos regaló un abrazo, y se fue a dormir.<br />
Abrazar es algo que nace, pues por más hipócrita que pueda parecer un abrazo decembrino, es el dejar de abrazar lo que es realmente contradictorio. Los abrazos decembrinos son abrazos horneados, porque combaten al frío de todo un año.<br />
Con la música en el ambiente, llegaron los pegados. A punta de abrazos, saludaron a los maldadosos y fueron tomando su puesto en el círculo espontáneo.<br />
Llegaron Andresito, Luis Miguel, Dalton, Laurita y Daniela, que vienen a ser el combo de chicos que ya cumplieron la edad suficiente como para dejar de ser lanzados al micrófono en las novenas y tener el permiso para quedarse en la juerga posempanada. Llegaron como llegan los chicos grandes, con sed alcohólica y ganas de oír chistes, y con ningún problema ante la posibilidad de tener que llevar a algún borracho hasta su puerta.<br />
Llegaron también doña Vilma y don Cristóbal, los esposos del 6-03, junto con don Alfonso y doña María Helena, los del 3-03. Detrás de ellos, doña Rosita, la animosa vecina del 2-01. Ellos colmaron la cuota de ajenos en juerga, personas que no toman trago, y que no tomarán trago durante toda la noche, pero decidieron que esa noche se acostarían un poco más tarde que el resto de sus noches. Doña Vilma trajo un pito de celador de cicla; don Alfonso, una caja de discos de vallenato antiguo, y doña Rosita, una bandeja de postre de limón.<br />
—No le digan a nadie que yo estoy acá, señores —dijo don Jorge Jiménez, que llegó para agarrarnos los hombros de repente, por la espalda—. Pongo las botellas de lo que quieran y pago otra hora de música, pero no le digan a nadie que ya llegué.<br />
Tarde, y un poco borracho, llegó ‘Jota-Jota’, como se le conoce a don Jorge Jiménez. Es el mejor peor esposo del edificio, y vive en el 5-01, con su señora, que lo adora con el corazón y asimismo se la pasa regañándolo porque siempre que llega borracho no hace caso.<br />
Y, venida de lo lejos, llegó mi contemporánea, Jada Schenker, la vecina del 10-02. Llegó con cara de ponqué, tras hablar con su padre, un viejo comerciante alemán que abandonó a su familia original y se estableció en el edificio con la señora Ariza, a quien desposó y con quien ha vivido aquí desde que se construyó la edificación. Pasados sus cuarenta, Jadita ostenta el título de solterona sin prospecto del edificio.<br />
Cerca de las cuatro de la madrugada dejó de sonar la música, y se silenciaron las carcajadas y los chistes y los gritos de algarabía.<br />
Las botellas de don Jaime Luis fueron abiertas. Las horas de música de doña Jesusa y de don Jorge fueron pagas. Los discos de don Alfonso fueron puestos en la cajuela del carro de Juanma. Doña Rosita bailó con todos los presentes sin parar. Jota-Jota se quedó dormido dentro del carro de Juanma. Dalton y Laurita se fueron a besar a la vuelta del edificio. Don Jaime Luis no contó un chiste, pero no paró de sonreír. Judancio se comió media bandeja del postre de limón y se perdió media hora, para ir a tragar hamburguesa, como suele hacerlo, solo y sin testigos. Moisés corrió las cortinas para mirar hacia el parqueadero durante toda la noche, cada veinte minutos. Doña Jesusa durmió como si la música y la alharaca fuesen un silencio veredal. Doña Vilma y don Cristóbal llegaron abrazados y se fueron entre abrazos, después de dar una quincena de abrazos entre nosotros. A Juanma se le trabó la lengua, porque se puso a comer un hongo que había encontrado en el jardín, con leche condensada. A Andresito y a Luis Miguel les pareció increíble que Juanma y yo compráramos un pan del largo de un antebrazo y una gaseosa litro con lo que ahora alcanza para media menta, cuando tuvimos más o menos su edad. A nosotros nos parecieron admirables sus esófagos juveniles, capaces de engañar brutalmente a la borrachera. Jadita no habló mucho, pero sirvió los tragos y bailó seis canciones conmigo, contándome su vida. Yo hablé hasta por los codos, y bajé tres de las diez botellas de vino que tenía preparadas para la novena del cuarto día.<br />
Se dio por terminada la novena del tercer día.<br />
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<b>5</b></h3>
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2 p. m. Llamada entrante.<br />
—¿Sí, buenas?<br />
—¿Aló, hermano?<br />
—¿Juan Manuel?<br />
—Sí. ¿Cómo amaneció?<br />
—Todavía no amanezco. Me acabo de despertar. Qué dolor de cabeza tan…<br />
—Sí, hermano. ¿Le bajo un antioxidante y hablamos un rato? Yo ya me he tomado tres y no me pasa la seca.<br />
—Bueno.<br />
—Ya bajo. Prefiero hablar en persona.<br />
Cuando abrí la puerta del 2-03, Juanma entró mordiéndose las uñas de la mano derecha, con los ojos en la nuca y ensimismado. Se sentó en la sala, me pidió un vaso de la limonada que estaba sirviendo y dejó tres pastas de antioxidantes en la mesa. Comenzó a hablar mientras yo dejaba preparando una jarra de café.<br />
Lo que me contó resultaba inverosímil.<br />
Mencionó que perdió la conciencia cuando destapamos los vinos que bajé, tras las botellas de whisky de don Jaime Luis y las tres botellas de ron que mandó a pedir don Jorge. Se acordaba intermitentemente de unas pocas imágenes desde el momento en que puso a sonar sus elepés ripiados de los Be Bops y Los Pekenikes en el carro, con los que se sentó a ambientar la ingesta del hongo con leche condensada.<br />
—¿Es cierto, hermano? ¿Comí hongo otra vez? ¿Es verdad?<br />
—Sí —le respondí, con una risa contenida por el dolor de cabeza.<br />
—No lo puedo creer. Todo parece indicar que mi exesposa tiene la razón: yo no maduro.<br />
Prosiguió diciéndome que había estado orinando a la vuelta del edificio, y que había visto a Laurita realizando labores más propias de una experta equilibrista que de una jovencita de quince años.<br />
—Es correcto —le dije—. Laurita y Dalton se fueron a quererse a la vuelta del edificio, pero no sabía qué cosas hicieron para quererse.<br />
Continuó diciendo que Dalton fue a hablar con él para que no le contara a nadie lo que había visto. En retribución, él le pidió el favor de que parqueara el carro y lo acompañara al apartamento, pues no se podía ni sostener.<br />
En frente de mí, se quitó el suéter que traía puesto y se remangó los pantalones, y me mostró el par de codos y las rodillas hechas añicos. Se descubrió la espalda baja, en donde reposaba un amplio moretón. Sus labios parecían mordidos.<br />
—¿Qué me pasó, hermano? ¿¡Qué hice!?<br />
Asombrado, vine a responderle:<br />
—Dalton, no contento con recibir las honras de Laurita, fue y se lo echó a usted. Me acuerdo muy bien. No se avergüence: uno tarde o temprano termina teniendo un evento gay.<br />
—¿En serio, hermano? ¿¡En serio!?<br />
Cuando yo comenzaba a carcajear, él se acurrucó sobre sus rodillas y se puso a llorar. Conmovido por tan vergonzante escena, le dije:<br />
—Tranquilo, Juanma: tranquilo. Es una broma. ¿Qué voy a saber yo, si ni siquiera me acuerdo de a qué horas nos entramos?<br />
—¡No bromee con esas cosas, hermano! ¡No sea imprudente!<br />
—Quédese tranquilo. La verdad, no tengo la más remota idea de qué carajos pudo haberle pasado para que tenga las rodillas como un nazareno. Estamos en época, ¿no? Haga de cuenta que llegó al apartamento en la peor de las peas, que se cargó una cruz al hombro y se puso a subir y bajar las escaleras con la cruz encima. Punto. Confundió el nacimiento de Jesús con la muerte, y se adelantó a Semana Santa. Misterio resuelto.<br />
—¿Será?<br />
—Nosotros ya no estamos para sufrir de vergüenza, sino para hacernos responsables de hacernos los locos.<br />
—Va a tocar, hermano. Gracias. Voy a considerar lo sucedido como una genuina mentira.<br />
—Vaya descanse.<br />
Respiró con aparente calma, se tapó los flagelos, y volvió a decir:<br />
—¿Usted va a bajar a la novena de hoy? Yo pienso que no iré.<br />
—Me toca. Hoy la organizamos el primero y el segundo piso.<br />
—Guárdeme empanada.<br />
—Hecho.<br />
Acongojado, pero resuelto, Juanma salió del apartamento.<br />
Cuando estuvo preparado el café, me senté en la ventana a fumar un cigarrillo y me tomé el segundo antioxidante.<br />
La esposa de don Jorge salió despavorida de la entrada del edificio, pidiéndole al celador que llamara a la Policía. En su concepto, don Jorge nunca había desaparecido un día entero sin avisar en dónde se encontraba. Jota-Jota no había llegado a casa.<br />
Fui a donde Juanma y le pedí las llaves del carro. Abrí las puertas, y don Jorge no se encontraba durmiendo allí, según lo previsto. Fui carro por carro, buscando a Jota-Jota, sin poder hallarlo.<br />
Cuando me redirigía al apartamento de Juanma, y la Policía llegaba al edificio, se me ocurrió bajar de nuevo y abrir la cajuela del carro.<br />
—¡Don Jorge! —le grité con asombro.<br />
Él, que parecía haber perecido por haberse tragado su propio bigote, despertó con un acceso de tos, y abrió los ojos para decirme:<br />
—¿Qué horas son, mi chino?<br />
—Las dos y media de la tarde, don Jorge.<br />
—¡Carajo! ¡Mi esposa me va a matar!<br />
—Don Jorge: le recomiendo salir con cautela. Su esposa está en la entrada del edificio con la Policía, buscándolo.<br />
—¿En serio, mi chino? Válgame dios; ¿a qué horas se me ocurrió meterme en el baúl para dormir mejor? Dios mío. Abráceme, chino, que hoy puede ser la última vez que nos abracemos. De hoy no salgo vivo.<br />
Cuando Jota-Jota caminaba directo al encuentro con la muerte de su libertad, doña Clemencia, su esposa, explotó en llanto y, abarcando lo insospechado, lo agarró a picos y caricias, repasando el completo de su rostro y tocando todo su cuerpo como queriendo realizar el acto de tener a su esposo vivo y vigoroso, apenas con un poco de guayabo.<br />
La Policía se fue, no sin antes hacer derroche de unas bien exhaladas carcajadas ante lo cándido que este día les había entregado en el ejercicio de su profesión.<br />
Dejé las llaves del carro de Juanma en su buzón, y me dispuse a darme un baño.<br />
Bañándome, me acordé de las caras que me había puesto el celador cuando bajé a auxiliar los destinos de don Jorge. Ignacio, con sus manos de gorila, abría su inmensa palma, cerraba tres de sus dedos y me hacía señales de que me había visto, tocándose sus ojeras con los dos restantes. Cerraba otro dedo más, y me señalaba con picardía, como queriendo decir que algo me traía entre manos de la noche anterior.<br />
Invadido por una pesadilla emergente, salí de la ducha y llamé a don Jaime Luis.<br />
—¿Don Jaime?<br />
—¡Hola querido! ¿Cómo amaneciste?<br />
—Muy bien, don Jaime. ¿Y usted?<br />
—¡De maravilla! Son ustedes el mejor elenco de comedia que he podido ver en mi vida. Y no es una afirmación menor, mira que yo viví cinco años en Broadway.<br />
—Gracias, don Jaime. Eso es un halago. ¿Qué disparates hicimos, don Jaime?<br />
Don Jaime Luis me contó que nos pusimos a bailar twist como locos, y que, en esas, rompimos la farola delantera izquierda del carro de don Alfonso, que no tuvo reparo en malhumorarse. Me contó que hicimos un concurso de carreras cuyo ganador era quien recorriera el edificio de arriba abajo en el menor tiempo posible. El premio era un lote de billetes que reposaba desordenado en el capó del carro de don Alfonso. El perdedor de cada ronda debía tomarse un vaso entero de trago, a fondo blanco. Juanma perdió todas las justas.<br />
Continuó diciendo que, en medio de la borrachera, nos confabulamos para burlarnos de él, o de su doctorado en ciencias místicas. Que nos referimos despectivamente al título que había obtenido en los Estados Unidos, y que, sin tener un título digno de doctor, todos en la ciudad cometían un exabrupto al llamarlo como tal.<br />
—La mejor de las patrañas te la inventaste tú, mi amigo —me comentó—. Dijiste que yo era doctor porque, sin ser médico, curaba el alma de los vagos condenados a la perdición, recomponiendo sus tripas con finas botellas de sello azul.<br />
Al finalizar, me comentó que todos se habían ido disgregando con el pasar de las horas, comenzando por Judancio, que no regresó a la fiesta tras avisar que iba para el baño. Uno a uno se fueron yendo, hasta cuando quedaron él y don Alfonso. Solos, tras atesorar los fulgores del amanecer, fueron los últimos en irse a dormir.<br />
—Tú te nos perdiste a las cuatro de la madrugada. Es posible que seas un nuevo rico, mi amigo. Uno muy rico, pero con un suegro mandón. Tengo que decírtelo: felicidades… y mis condolencias —fue lo último que me dijo.<br />
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6</h3>
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Son las siete de la noche.<br />
Aguardo con una visible vergüenza en la mesa principal de la novena comunal. Doña Rosita ha traído empanadas de cascarita de la mejor calidad para la cena. Doña Jesusa mandó con su criada las bebidas gaseosas. Yo, que he tenido que salir en carrera a comprar cinco botellas de vino, he cumplido con traer las diez que prometí. Todo indica que la novena del cuarto día será realizable.<br />
Los vecinos han bajado de a poco. Algunos me miran entre las cejas; otros me saludan a carcajadas. Ninguno me dice: “¡Qué milagro verlo, carambas!”.<br />
Jadita ha estado hablando con los celadores, cuadrando las mesas, poniendo las sillas y organizando a los vecinos que llegan. Se ha cerciorado de que el sonido esté listo, y habla por teléfono con los músicos, que llegarán quince minutos tarde. En todo, apenas me ha dirigido la mirada.<br />
Don Jaime Luis ha llegado temprano, y se ha sentado en primera fila. Don Jorge lo ha seguido, y de la mano de su esposa y de su nieta, se ha sentado en segunda fila, señalándome a la niña, para que lea algunos versículos del día. Juanma ha bajado enchaquetado y ha corrido con la suerte de que hace frío, para sentarse en tercera fila sin descubrir sus raspones. Judancio no aparece.<br />
Ni bien continúa la saga del natalicio del Niño Jesús, abriéndose la noche, Jadita me deja el novenario en la mesa y me pregunta por la espalda:<br />
—¿Cómo amaneciste?<br />
—Entre las nubes —le respondo.<br />
Ella sonríe, me recorre levemente el cuello y me deja un coqueteo con un par de ojos memoriosos. Sale de mi lado; me da la espalda.<br />
Los chicos recitan; los viejos ondean las panderetas; los jóvenes se agarran los mentones del aburrimiento, y yo comienzo a servir el vino. Cantamos “Tutaina”, y cerramos la noche.<br />
La salsa, el mambo y el merengue hacen su aparición en las manos de los músicos, y, apenas han comenzado, Moisés Franco ha bajado de su casa, se ha sentado al final de las hileras de sillas, y le han ido secundando uno, dos y hasta cuatro maleantes, con cara de hambre.<br />
Doña Rosita les reparte las empanadas, antes de llegar hasta donde me encuentro. El quinteto de maleantes ha comenzado a hablar mal de las empanadas.<br />
Judancio baja y ruega por dos empanadas, que doña Rosita le brinda con generosidad, ya que ha comprado las suficientes para repetir. Judancio toma tres, y retorna rápidamente a su hogar.<br />
Me acerco a don Jaime Luis, a Juanma y a Jota-Jota, y les digo:<br />
—De aquí no vuelvo a tomar hasta que el crío nazca. ¿Me oyeron?<br />
—¿Cuál crío? —me pregunta don Jaime Luis.<br />
—El Niño Jesús —le respondo.<br />
—¡Ah, ya! Habla claro, amigo. Pensaba que hablabas de uno que no nacerá después de nueve días, sino que esperará los nueve meses para nacer.<br />
Los tres echaron a reír.<br />
Juanma se voltea, y me dice:<br />
—Quédese tranquilo, hermano. He hablado con Dieter Schenker durante la novena. Él mismo me lo dijo: “No me importa que mi hija menor siga siendo la burla del vecindario por solterona. Me importa un bledo. En lo que a mí respecta, ¡no tendré un nieto que sea el hijo de un desgraciado escritor! ¡Scham!”. Así que relájese.<br />
Los tres aguardan por mis palabras, sin encontrar decidirse entre explotar de risa o respetar mi rostro de preocupación.<br />
—Señores: ¿pueden ustedes creer que no me acuerdo de nada? —les susurro.<br />
Jota-Jota se ajusta el cinturón, y complementa:<br />
—Quédate tranquilo, mi chino. No eres el único que no sabe qué fue lo que le ocurrió anoche. Estamos en novena, y en novena, como puedes ver, nos turnamos para vivir cosas que después de nueve días convendremos en olvidar del todo. Somos lo que llaman un vecindario de toda la vida.<br />
Tras hacer la limpieza y recoger los desechos, me entraré a descansar. Junto con ellos, ayer fuimos los maldadosos, y hoy estuvimos entre los anfitriones y los juiciosos.<br />
Allá atrás hay un quinteto de maleantes, al que se le han pegado unas diez personas, incluidos los chicos grandes. Una viejita que vive en el 4-04 ha pagado una hora más de música, y Jadita se ha quedado hablando con su padre.<br />
Él la regaña, y ella tiene el semblante de no llevarle la contraria. Cuando termina, pasa por enfrente de mí con cordialidad, con esa cordialidad que tengo por una mujer que me conoció del todo durante una noche, pero a la que conozco menos de lo que puedo conocer a mi vecina del 10-02.<br />
—Mañana compremos pólvora. ¿Les parece? —propone Juanma.<br />
—Mañana no vengo a la novena —respondo yo.<br />
—Tranquilos, señores. Yo organizaré el día nueve. ¿Les suena? —propone Jota-Jota.<br />
—Me suena. Tengo tres botellas de sello azul en la casa, listas para curar enfermos de vagancia. Por algo me llaman doctor —cierra don Jaime Luis.<br />
Don Jorge tiene la palabra.<br />
Espero que a doña Jesusa no le haya pasado nada. Hoy no bajó a la novena. De seguro la necesitaremos el día nueve.<br />
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(((-_-)))<br />
<h3>
<span style="font-weight: normal;">EN EL REPRODUCTOR:</span></h3>
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<i>Está bien:</i><br />
<i>Mis otros yo con una mujer prehistórica,</i><br />
<i>y Jack el Destripador dijo:</i><br />
<i>“¿Qué?”</i><br />
<i><br /></i>
<i><a href="https://mozaart.com/es/a/rob-zombie">ROB ZOMBIE </a>(Haverhill, Massachusetts, E.U.A.), “What?”</i><br />
<i>Letra: Robert Bartleh Cummings (Rob Zombie)</i><br />
<i>(Álbum: Hellbilly Deluxe 2, 2010)</i><br />
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<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhASnotAjAWwkUjtjZCPns1AdrRcu5uw38zPuHXZklagT8ed6dt00GUxZ5h6zz-A7FSFxzj72KLQa7T9kciOn4K9_QJ6i7UpMJ4zEC_aZScWPgvU6jI0-9zAg6_kC-pog3eE3dz2KOLgZU/s1600/TODA+ESA+SUCIEDAD+Portada+%2528Ediciones+UIS%252C+2019%2529.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1600" data-original-width="998" height="640" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhASnotAjAWwkUjtjZCPns1AdrRcu5uw38zPuHXZklagT8ed6dt00GUxZ5h6zz-A7FSFxzj72KLQa7T9kciOn4K9_QJ6i7UpMJ4zEC_aZScWPgvU6jI0-9zAg6_kC-pog3eE3dz2KOLgZU/s640/TODA+ESA+SUCIEDAD+Portada+%2528Ediciones+UIS%252C+2019%2529.jpg" width="398" /></a></div>
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
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<h3>
Juandiego Serrano Durán </h3>
(Bucaramanga, Colombia, 19 de agosto de 1984). Este texto pertenece a su libro de cuentos Toda esa suciedad (ganador de la 1.a Convocatoria Primer Libro de Creación Literaria UIS, colección Emergentes), editado y lanzado por Ediciones UIS en 2019. Ilustraciones de Carlos Jácome Lobo.
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<br />Revista Corónicahttp://www.blogger.com/profile/15177127822637184962noreply@blogger.com1