No comas nunca nada que no seas capaz de
digerir
Nada que no seas capaz de vomitar
Rosario
Castellanos
¿Quién eres?, le
pregunté al verla por un segundo libre de la horda de sus asediantes. Había
pasado de los brazos de uno a los brazos de otro con una impudicia que tenía en
vilo a la concurrencia. Se plegaba a los cuerpos ajenos con pasión de enamorada
o de loca, súbitamente abría los brazos como si quisiera volar y se lanzaba al
abismo. No terminaba de caer porque siempre había algún individuo dispuesto a
recogerla.
—Soy un mal
necesario, soy una mujer —, dijo sonriente sin separar los labios de la copa y
los ojos de su propio ensimismamiento.
—¿Te llamas?
—Lilith,
como la primera mujer de Adán —. Indiferente por completo a las miradas de los
que la estaban acechando, era consciente sin embargo del odio que como una baba
de tlaconete liberaban las mujeres (nada
hay tan detestable para las hembras como una seductora escandalosa) y que fluía
hacia su cuerpo en una neblina de humo y sudor.
—¿Quieres
conocer el infierno? búscame y lo encontrarás—.
Creí que era un papel bien ensayado, el resultado del alcohol o tal vez la
recidiva de una simple frustración, la cola de lagartija del deseo de ir más
allá. Quizás una hembra en su etapa de liberación, un mal matrimonio, un amante
infiel. —¿Estás seguro que quieres conocer el infierno?—, preguntó, tomando los botones superiores de mi camisa entre
los dedos índice y pulgar con poca delicadeza. Un gesto cinematográfico y
ridículo, me dije.
—Sí
es usted voy hasta la cocina nada más—, respondí con desidia—. Llevo cien días
de abstinencia y le aseguro no estoy dispuesto a subir al primer tren.
—Conmigo
el infierno está en cualquier parte—, dijo—,
sígueme.
Me
tomó de la mano y me llevó al baño. Se sentó en la taza, abrió las piernas,
unas piernas soberbias, de atleta o de mujer que vive del cuerpo, colocó sus
manos sobre las rodillas y dijo:
—Muéstrame
tus argumentos.
Me
miraba retadora, aleteando con sus piernas. Me dije casi con desilusión: es una
prostituta colada en una fiesta de borrachos, quiere un encuentro rápido y
billetes fáciles, luego huir a su caverna. Y sin embargo no había en ella esa
abyección, ese cálculo de las mujeres de la vida.
—¿Qué
tienes que ofrecerle a una mujer como yo?—
No esperó que le respondiera—Todo lo tengo—, agregó, tomó una de mis manos y se la llevó al pecho.—¿Qué sientes?— No supe precisarlo. Era como una extraña aspereza, supuse un
tejido rústico, uno de esos trajes de firma que ocultan lo inesperado, la piel
de un tiburón, lija pura. Bajo esa especie de armadura una robusta maquinaria
le hacía vibrar el pecho.
—No
soy solo una mujer, soy algo más. Tengo alas, ¿quieres tocarlas?
Le
dije que no.
—No
alas de ángel, sería una falta de estilo, sino alas membranosas. En mí
encontrarás sólo desgracia y terror. ¿Todavía me quieres?
Le
dije que sí.
—Entonces ven—, dijo—, te voy a usar.
Con
prisa de profesional organizó mi cuerpo para obtener un placer estrepitoso,
casi mecánico. No puedo jurarlo, pero incluso en su brusquedad aquello me
pareció auténtico. Compuso su ropa y luego dijo:
—Ahora
olvídame, no soy para ti ni para nadie. Cuando te necesite yo te buscaré—, concluyó.
Salí
mareado del baño, la perdí de vista. Tomé un trago que me supo al lavar de
manos de cirujano tras la operación exitosa. Casi con desinterés comencé a
buscarla con los ojos.
¿Quién
era? Nadie supo decirme. Conjeturas sí: una maniática escapada de la reclusión
familiar, una millonaria hija de la mala fortuna, la esposa de un alto
funcionario, una alcohólica sin redención. Nadie estaba seguro.
Como
yo, había media docena de individuos haciendo preguntas sobre la misma
criatura. Llegó en taxi y desapareció en escoba, dijo uno de sus dolientes.
Creo que se escurrió por la taza del baño, comentó otro.
Bastó
la ausencia de Lilith para que la fiesta cayera en un marasmo de misa de
difuntos. Uno a uno fueron desfilando los invitados, muchos de ellos contritos,
con el rostro bajo y sintiendo sin duda la espada de los ojos de sus mujeres
caer sobre sus nucas. Ya en la calle florecerían las lenguas.
Regresé
a mis rutinas, quise olvidarla, pero en sueños comenzó a visitarme y cada noche
abusaba de mí hasta dejarme exánime. Súbitamente despertaba húmedo y en medio
de la oscuridad y adivinaba su presencia a mi lado, vigilándome. Soy un hombre
de rutinas, de pesos y medidas, y aquel gasto de energía estéril me dejaba
convertido en un sonriente e inútil pedazo de carne. Comencé a obsesionarme por
sus palabras. Tenía razón: había algo de infierno en el hecho de haberla
conocido. Quien te vio jamás te pudo
olvidar. ¿Dónde leí o escuché esa frase?
Recurrí
a mi amigo, el erudito.
—¿Lilith?—, dijo Marcio Antonio,
sacando de su biblioteca el Fausto de
Goethe. (Antes de hacerlo se lavó las manos y se las secó concienzudamente.) Me
leyó un parlamento:—“Fausto:
¿Quién es aquella?; Mefistófeles: Obsérvala con atención. Es Lilith; Fausto:
¿Quién?; Mefistófeles: La primera
mujer de Adán. Ponte en guardia contra sus hermosos cabellos, el único adorno
de que hace gala. Cuando su cabellera logra atrapar a un hombre, no lo suelta
tan fácilmente”.
—Así
que conociste a Lilith, dijo cerrando el libro —, no te asustes, disfruta de
ella. Si le muestras temor, acabará contigo. A todos los hombres nos llega por
lo menos una de su especie en la vida. Lilith ha sido definida como una
serpiente tortuosa, que hace reír a los niños de noche. Recoge las emisiones
nocturnas de los hombres y está presente cuando las parejas copulan. Lilith
gobierna legiones de demonios.
Marcio
Antonio es el tipo de hombre que no vive la vida sino en los libros. Lo único
que vale para él es la sabiduría. Un hijo suyo se suicidó porque no pudo estar
a la altura de las expectativas de su padre. Marcio quiso que el muchacho
estudiara griego eleático, arameo y otras siete lenguas, entre ellas el
náhuatl. El chico quería ser futbolista, terminó una licenciatura en filosofía
a golpe de latigazos, le entregó el título a su padre y luego se lanzó de
cabeza desde el puente de Xallitic. Marcio le dio un entierro económico y
volvió a sus libros.
—No
hay que sufrir por nada, hermanito. Por nada. El mal es una necesidad
metafísica. Eso ya lo sabían los presocráticos. El dolor, la desgracia, no sólo
son útiles sino indispensables. Sin ellos el mundo sería un caos. Todavía
viviríamos en cavernas.
Marcio
Antonio colocó el libro en su lugar y volvió a lavarse las manos. Mientras se
las secaba dijo:
—Cuando
murió el nené, le di su sepultura y cerré el capítulo correspondiente.
Extendió
con delicadeza la toalla, se miró en el espejo y habló dándome la espalda:
—Mujeres
como esa han existido desde siempre y en todas las culturas. La Lilith que te
visita es la encarnación del mal, es tu parte oscura.
Tomó
un vaso de agua. Marcio no bebe sino agua. Es parte de su disciplina. Un vaso
de agua cada treinta minutos, 36 vasos en el curso de 24 horas. Duerme seis
horas. Lee el resto del tiempo y hace pausas de media hora para comer lo
mínimo. Es pensionado. Su mujer huyó tras la muerte del nené.
—No se
trata de entidades divinas, sino de imágenes numinosas, imágenes que atrapan a
los hombres, los conmueven y generalmente los llevan a la perdición—, dijo como
emitiendo una sentencia.
Volvió
a lavarse las manos, se las secó y tomó un segundo libro. Leyó:
—“Todos
quieren a la mujer-nahual. Ella nunca se niega. Les dice: ‘Estoy lista para
usted. Haga conmigo lo que quiera’. Les pone una cita en lo oculto del monte.
Los espera desnuda. Súbitamente el hombre descubre que la mujer no tiene
espalda, sino un hueco que está recubierto por una corteza de árbol. A partir
de ese instante el hombre está perdido.”
Leía
con absoluta severidad, adoptando un gesto de sumo sacerdote.
—Aunque
también puede ser una farsante, una empusa.
—
¿Empusa?
—Un
demonio inmundo—, dijo Marcio —, hija de Hécate, divinidad infernal. Cuídate,
porque un día de estos vas a amanecer en la cama con un ser hecho de excremento
y con zapatillas de bronce.
Salí
de casa de Marcio de buen humor, con muchas ganas de ver a mi empusa de
cabecera. A mi primitivo entender los viejos dioses, evidentemente más
imaginativos que los contemporáneos, ya no tienen jurisdicción en un mundo de
computadoras y amores desechables. Horus, Hécate, Orfeo, Semele, la Coatlicue y
toda la pléyade de deidades y subsidiarias sólo podían seguir habitando en
cabezas como la de mi Marcio Antonio, bendito sea.
Tengo
40 años y estoy solo. Quiero reiterarlo. Si no lo declaré antes, lo digo ahora.
Tuve dos esposas que terminaron neurotizadas por mis manías y como premio a mi
libertad recibieron lo que les correspondía legalmente. Yo vivo con poco y en
mi caso poco es mucho.
Abandoné
mis citas en el consultorio y me dediqué a cazar a Lilith. Entendí que ella me
había privilegiado a mí, entre la multitud de sus asediantes, pues me ofreció
el infierno. Me dediqué a buscar información en Internet. Referencias
talmúdicas:
Lilith
se hace crecer una larga cabellera. Lilith es una demonia con aspecto humano,
sólo se diferencia de otras mujeres porque tiene alas. El Rabí Hanina dijo: “Un
hombre no debe dormir solo en una casa porque Lilith se apropia de los que
duermen solos”.
Entonces
recordé, o por lo menos le di su justa importancia, al detalle de su cabellera.
¿Cómo pude haberlo olvidado? Al girar en el baile, sus cabellos se aferraban
húmedos a los cuerpos de sus asediantes. Lilith tenía la sorprendente habilidad
de deshacer esas marañas con un paso de baile invertido. Me arrepentí de no haber
aceptado la oferta de tocar sus alas. Hice el experimento de dormir acompañado
por mi perro —confieso que se llama Lacan, y espero disculpen la obviedad— y el
resultado fue que la criatura no me visitó y amanecí incólume, con vigor de
adolescente y empeñado en liquidar el asunto de mi demonia de cabecera.
Le
comenté a Marcio mi triunfo sobre los sueños.
—Bravo,
respondió. Ahora duerme lejos del perro. Si te visita en sueños todas las
noches, no le temas, espérala. Si ella insiste en que es Lilith, la verdadera
Lilith, y que ella no es una mujer común y corriente, sino una diablesa mayor,
tú infórmale que no eres un hombre común y corriente.
—¿No
soy un hombre común y corriente?
—¿Recuerdas
esa frase de Borges que dice que un hombre es todos los hombres?
—Sí—,
le dije —, pero me parece solamente un argumento retórico, filosofías de esas
que inventan los escritores para tener su propio aire y para dar de qué hablar.
—Exacto:
son palabras, como palabras son las de tu amiga. Simplemente enfréntala con sus
propias armas. Si ella es el demonio en mujer, tú eres el demonio en hombre. La
fórmula es muy sencilla, casi de caricatura: todos los hombres tenemos a Dios y
al Diablo adentro. Sólo que los hemos arrinconado con tanto aspaviento y
desglose—. Así habla Marcio a veces. Lo importante es que se le entiende.
—Todos los hombres tenemos al demonio adentro, ¿lo sabes o no?
—Yo
debo de tener un demonio doméstico, un daimoncito como el socrático, pero ya
casi sin pilas: nunca he podido practicar el mal sin tener escrúpulos y
regurgitaciones. A mis pacientes les recomiendo practicar sus perversiones con
mesura.
—Te
falta seriedad, amigo. No debes jugar con las potencias.
—¿Qué
debo hacer?
—Si no
la encuentras a pesar de llamados y conjuros, olvídala, que ella te olvidará.
Pero
no me olvidó o tal vez fui yo quien se empeñó en tenerla presente. Comencé a
verla en todas partes. Seguí a mujeres por la calle, me senté en los cafés,
entré al cine, y allí estaba, seguro que allí estaba, con su cabellera casi
arrastrando tras ella y un efluvio espantoso de almizcle o menta o hierbabuena
o ruda. En el último instante, cuando iba a abordarla, cambiaba de forma.
Supuse que había dos posibilidades. O me estaba enfermando de imaginaciones o
ella efectivamente era un ser protéico. Tracé planes para sorprenderla antes de
que cambiara de forma. Llegué al extremo ridículo de disfrazarme para llegar a
su lado sin que tuviera tiempo de metamorfosearse.
Mírenme,
un respetable doctor en psiquiatría, sujeto a los juegos de aquella adolescente.
¿Ya
dije que era muy joven? Sí. Lilith tendría apenas entre quince y veinte años. A
veces aparentaba treinta o más. Dependía de la luz, de sus gestos, todo
contribuía a hacerla movible.
La vi
sentada, fumando con displicencia acodada en el bar Los Cazadores, un sitio de
ínfima reputación —supe que algún crimen se había cometido en sus penumbras—.
Yo portaba, ay Dios, qué gilipollez, anteojos oscuros, una de esas gabardinas
amplias de detective de serie televisiva y un maletín de cuero que me hacía asemejar
a un ejecutivo de los que caminan en manada por la Quinta Avenida de Nueva
York.
Me
acerqué en puntas de pies temiendo que volteara y en un acto de celérica
prestidigitación dejara de ser esa criatura inquietante, de cabellera como
obsidiana, para convertirse en una matrona con olor a cebolla y perejil. Sin
voltear me dijo:
—Está
bien, doctor, me encontraste. ¿Estás dispuesto a visitar el infierno?
Le dije que sí.
—Tú pagas—, dijo.
Se prendió de mi brazo en pantomima conyugal y salimos. Entramos en
el primer hotel, que se llamaba justamente El Infierno. (La imaginación de los
alcahuetes puede ser erudita sin esfuerzo alguno. No necesitan leer a Dante
para encontrar ideas.) Caminamos sobre una alfombra color melón, raída por el
tiempo y el descuido. Pagué una suma irrisoria. Lilith desde la puerta de un
elevador que parecía un cadalso gritó con menos delicadeza que simpatía:
—¡Una botella de buen vino blanco alemán y cacahuates japoneses,
pronto, que tenemos prisa!
Subimos al cadalso obviando el estupor del recepcionista.
—¿Tenemos prisa?
—No. Solamente lo dije para marcar la diferencia.
—¿Así que éste es tu infierno?
—No—, respondió indignada—, es el infierno de todos—. Y cambiando de
tema, tal vez tratando de desarmar la situación: —¿Cómo estás? ¿Te sientes
bien? Te necesito fuerte —. Al tiempo que apretaba el botón del décimo piso me
aferró las dos virtudes que penden de mi bajo vientre. —¿Estás cargadito?
En ese momento pensé que la aventura estaba yendo más lejos de lo
que podría imaginar la mente de un paranoico delirante. Esa mujer no era una
ramera común y corriente, sino una, perdónenme la imbecilidad, una auténtica
bestia, una cualquiera, una de tres por cinco, quizás con más enfermedades que
las aportadas por los jinetes del mismo Apocalipsis.
Lilith vio mi vacilación, que poco a poco se convertía en espanto.
Bajó los ojos. Noté que sus pestañas se humedecían. Parecía una virgen al borde
de la inmolación, había castidad en su rostro y un abatimiento total en su
cuerpo. Detuvo el elevador. Apretó el botón de la planta baja.
—Ya no quiero llevarte al infierno—, dijo. —La verdad, amigo, es que
estoy un poco loquita. Nunca había hecho lo que hice contigo en la fiesta.
Entonces se desencadenaron las confesiones:
—Hace una semana salí de un colegio de monjas, donde me tuvieron
recluida por seis años—. El ascensor se detuvo, se abrió la puerta, y volvió a
cerrarse. Permanecimos en el interior. —Mis padres son unos vulgares millonarios que me
encerraron en Suiza y se olvidaron de mí. Pasé mis soledades leyendo libros
prohibidos que me proporcionaba un curita lujurioso y medio desorientado.
De su bolso sacó un espejo y comenzó a pulirse el maquillaje con una
pequeña brocha. Sentí algo de alivio (alivio risueño, casi escéptico, si es que
tal cosa existe) al ver que su rostro se reflejaba convencionalmente.
—Mi imaginación está llena de las
escenas más sicalípticas y descabelladas. Todo por culpa de ese curita. El
pobre estuvo enamorado de mí durante los seis años de clausura y no halló otro consuelo que acariciarme las
piernas en el confesionario, avanzando centímetro a centímetro, sin nunca
llegar más allá de medio muslo. Como castigo tenía que conseguirme una novela debauché por semana. Leí todo Sade,
Huysmans, Bataille, Vargas Vila, Pierre Loti y llegué a creer que ése era el
mundo real.
Supuse que había llegado el momento
de acercarme a ella. Y aun entonces no me dejé llevar por el lugar común del
instinto. Permanecí a distancia, estudiándola.
—Cuando te conocí pensé que podía
jugar a la Mesalina contigo. De todos los que me asediaban me pareciste el más
manejable, un tipo innocuo.
Encajó el calificativo con buen
talante. Casi con superioridad.
Su confesión me enterneció. Era una
mujercita equivocada, un ser humano elemental, víctima de las circunstancias,
de todos modos, mujer, y tenía los instintos normales y yo era un hombre—no
todos los hombres, sino el doctor Equis, cuya reputación se tasaba en
honorarios de varias cifras— de modo que la llevé (o me llevó, no sé) al cuarto
y tras el vino —que no fue ni blanco ni alemán, sino simplemente espantoso— y
los rituales de costumbre, nos desnudamos sin dejar de hablar, la tendí en la
cama de espaldas. Súbitamente noté que sus ojos fulguraban y su rostro sufría
una transfiguración inefable.
—¿Quieres que yo me acueste de
espaldas? ¿Quieres acostarte encima? ¿Quieres penetrarme, abrirme como a una
vaca muerta, quieres humillarme? No, doctor. Yo también fui hecha de polvo y
soy tu igual. No tengo por qué someterme.
Aquella actitud contradictoria me
enfureció. Quise forzarla y tengo que confesarlo, el forzado fui yo. Con un
hábil y violento movimiento de luchador olímpico me puso de espaldas contra la
cama, colocó las manos como garras sobre mi pecho y dijo:
—No soy una niña de las monjas,
imbécil, soy el demonio, y tienes que darme placer o no sales vivo de este
cuchitril.
¿Tengo que decirles que me asusté?
No, no me asusté. Recordé las palabras de Marcio: si ella es mi igual, yo
también soy su igual. Somos de carne y hueso. Si ella es todas las mujeres, yo
soy todos los hombres. Ella y yo tenemos a Dios y al Diablo en el cuerpo. Cerré
los ojos, sintiendo que mi parte más sensible era una estaca enterrada en el
pecho del vampiro, y comencé a rememorar a mis dos hipocondriacas ex esposas:
nunca hubo mejor revulsivo contra el placer: Aurelia me llamaba Canguro, por
alguna razón que nunca comprendí; Astrid en los últimos días se comía las uñas
y las escupía en mi plato; Aurelia, entre sueños, me pasaba una de sus jamonas
piernas sobre el vientre; Astrid roncaba como un trailero... Esos recuerdos me
permitieron guardar el vigor hasta el último instante.
—Ya—, dijo Lilith cuando apenas
habían pasado dos o tres escenas algo rústicas de la vida conyugal. —¡Ya!—,
dijo casi con rabia.
Y yo, abriendo los ojos, pregunté:
—¿Ya qué?
—Quiero que vengas.
—Aquí estoy.
—Quiero que te vengas, hijo de puta,
triple hijo de puta, marrano despreciable.
Esas imprecaciones, que entendí como
una forma de suplicarme compasión, me la entregaron inerme. Supe que demonio o
mujer, la tenía en mi poder y me dejé ir.
—¿Qué soy para ti?—, dijo jugando con
el vello de mi pecho, como recuperando un aire retozón de doncella.
—Un intento fallido de mujer fatal—,
dije. Lanzó una carcajada desagradable.
—Cómo eres inocente. ¿Has oído
hablar del Zohar?
—Muy poco, y todo lo he olvidado,
creo que Borges lo menciona con frecuencia.
—Ese tonto—, dijo Lilith. Me asombró
la coincidencia en juicios literarios. —Barajó dos o tres libros y engañó a
millones de snobs que no habían leído las verdaderas fuentes. En el Zohar se habla de mí: soy una hetaira
perversa, la madre y maestra de todas las traidoras, actriz insuperable, tengo
relación con los demonios lascivos y me acosté con el mismo Salomón y con el
rey David. Si lo quisiera en este mismo instante me mostraría ante ti con mi
verdadero aspecto: mitad humana, mitad ave de rapiña. ¿Sabes que he logrado
vivir tantos siglos como tiene el hombre sobre la tierra?
Ya me estaba cansando, quería
regresar a casa, cumplir con mi rutina de consultorio, olvidar tanta
insensatez. El hecho de que permaneciera impávido en aquella situación del todo
inusual me hacía barajar posibilidades del todo distantes. Uno: la mujer estaba
loca y yo era un imprudente o un abusivo al usar su cuerpo para mi deleite.
Dos: los límites de la realidad habían sido trascendidos en algún momento y ella
era de verdad un ente de otro plano. Tres: quien estaba delirando era yo.
Lo que sí era muy claro es que yo
aceptaba aquello con una actitud tan deportiva que no lograba entenderme.
Es cierto que la escena anterior
había tenido colores brutales, pero no tan fuertes como para espantar a un
visitante asiduo de los peores manicomios. He visto a hombres correr, tomar
vuelo y lanzarse de cabeza contra el pavimento. Los he visto levantarse
sonrientes, bañados en sangre, tomar vuelo y volver a clavar el cráneo en el
cemento. Caminar por el fuego o clavarse puñales en el rostro son escenas
frecuentes en oriente. Lo he visto todo. Nada de lo humano me es ajeno.
La criatura parecía no haberse dado
cuenta de mi indiferencia.
—He logrado vivir tantos años porque
todas las noches me dedico a drenar los fluidos masculinos—, dijo Lilith.
Bah, aquello ya pasaba al otro lado
y llegaba hasta el borde de la insania. La pobre: era una hija aventajada del
Quijote. Tanta pornografía le había hecho mierda el sentido de la realidad.
Vade retro, Satanás, dije cansinamente, para hacerla sentir en casa. Me vestí y
la dejé rumiando sus fantasías.
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