AVANCES, AUTORES, FICCIÓN, NUEVAS VOCES

La manzana de Adán, un cuento de Marco Tulio Aguilera Garramuño


No comas nunca nada que no seas capaz de digerir
Nada que no seas capaz de vomitar

Rosario Castellanos

¿Quién eres?, le pregunté al verla por un segundo libre de la horda de sus asediantes. Había pasado de los brazos de uno a los brazos de otro con una impudicia que tenía en vilo a la concurrencia. Se plegaba a los cuerpos ajenos con pasión de enamorada o de loca, súbitamente abría los brazos como si quisiera volar y se lanzaba al abismo. No terminaba de caer porque siempre había algún individuo dispuesto a recogerla.
—Soy un mal necesario, soy una mujer —, dijo sonriente sin separar los labios de la copa y los ojos de su propio ensimismamiento.
—¿Te llamas?
—Lilith, como la primera mujer de Adán —. Indiferente por completo a las miradas de los que la estaban acechando, era consciente sin embargo del odio que como una baba de tlaconete liberaban las mujeres  (nada hay tan detestable para las hembras como una seductora escandalosa) y que fluía hacia su cuerpo en una neblina de humo y sudor.
—¿Quieres conocer el infierno? búscame y lo encontrarás. Creí que era un papel bien ensayado, el resultado del alcohol o tal vez la recidiva de una simple frustración, la cola de lagartija del deseo de ir más allá. Quizás una hembra en su etapa de liberación, un mal matrimonio, un amante infiel. ¿Estás seguro que quieres conocer el infierno?, preguntó, tomando los botones superiores de mi camisa entre los dedos índice y pulgar con poca delicadeza. Un gesto cinematográfico y ridículo, me dije.
—Sí es usted voy hasta la cocina nada más—, respondí con desidia—. Llevo cien días de abstinencia y le aseguro no estoy dispuesto a subir al primer tren.
—Conmigo el infierno está en cualquier parte, dijo, sígueme.
Me tomó de la mano y me llevó al baño. Se sentó en la taza, abrió las piernas, unas piernas soberbias, de atleta o de mujer que vive del cuerpo, colocó sus manos sobre las rodillas y dijo:
Muéstrame tus argumentos.
Me miraba retadora, aleteando con sus piernas. Me dije casi con desilusión: es una prostituta colada en una fiesta de borrachos, quiere un encuentro rápido y billetes fáciles, luego huir a su caverna. Y sin embargo no había en ella esa abyección, ese cálculo de las mujeres de la vida.
¿Qué tienes que ofrecerle a una mujer como yo? No esperó que le respondieraTodo lo tengo, agregó, tomó una de mis manos y se la llevó al pecho.¿Qué sientes? No supe precisarlo. Era como una extraña aspereza, supuse un tejido rústico, uno de esos trajes de firma que ocultan lo inesperado, la piel de un tiburón, lija pura. Bajo esa especie de armadura una robusta maquinaria le hacía vibrar el pecho.
—No soy solo una mujer, soy algo más. Tengo alas, ¿quieres tocarlas?
Le dije que no.
—No alas de ángel, sería una falta de estilo, sino alas membranosas. En mí encontrarás sólo desgracia y terror. ¿Todavía me quieres?
Le dije que sí.
Entonces ven, dijo, te voy a usar.
Con prisa de profesional organizó mi cuerpo para obtener un placer estrepitoso, casi mecánico. No puedo jurarlo, pero incluso en su brusquedad aquello me pareció auténtico. Compuso su ropa y luego dijo:
Ahora olvídame, no soy para ti ni para nadie. Cuando te necesite yo te buscaré, concluyó.
Salí mareado del baño, la perdí de vista. Tomé un trago que me supo al lavar de manos de cirujano tras la operación exitosa. Casi con desinterés comencé a buscarla con los ojos.
¿Quién era? Nadie supo decirme. Conjeturas sí: una maniática escapada de la reclusión familiar, una millonaria hija de la mala fortuna, la esposa de un alto funcionario, una alcohólica sin redención. Nadie estaba seguro.
Como yo, había media docena de individuos haciendo preguntas sobre la misma criatura. Llegó en taxi y desapareció en escoba, dijo uno de sus dolientes. Creo que se escurrió por la taza del baño, comentó otro.
Bastó la ausencia de Lilith para que la fiesta cayera en un marasmo de misa de difuntos. Uno a uno fueron desfilando los invitados, muchos de ellos contritos, con el rostro bajo y sintiendo sin duda la espada de los ojos de sus mujeres caer sobre sus nucas. Ya en la calle florecerían las lenguas. 
Regresé a mis rutinas, quise olvidarla, pero en sueños comenzó a visitarme y cada noche abusaba de mí hasta dejarme exánime. Súbitamente despertaba húmedo y en medio de la oscuridad y adivinaba su presencia a mi lado, vigilándome. Soy un hombre de rutinas, de pesos y medidas, y aquel gasto de energía estéril me dejaba convertido en un sonriente e inútil pedazo de carne. Comencé a obsesionarme por sus palabras. Tenía razón: había algo de infierno en el hecho de haberla conocido. Quien te vio jamás te pudo olvidar. ¿Dónde leí o escuché esa frase?
Recurrí a mi amigo, el erudito.
—¿Lilith?—, dijo Marcio Antonio, sacando de su biblioteca el Fausto de Goethe. (Antes de hacerlo se lavó las manos y se las secó concienzudamente.) Me leyó un parlamento:—“Fausto: ¿Quién es aquella?; Mefistófeles: Obsérvala con atención. Es Lilith; Fausto: ¿Quién?; Mefistófeles: La primera mujer de Adán. Ponte en guardia contra sus hermosos cabellos, el único adorno de que hace gala. Cuando su cabellera logra atrapar a un hombre, no lo suelta tan fácilmente”.
—Así que conociste a Lilith, dijo cerrando el libro —, no te asustes, disfruta de ella. Si le muestras temor, acabará contigo. A todos los hombres nos llega por lo menos una de su especie en la vida. Lilith ha sido definida como una serpiente tortuosa, que hace reír a los niños de noche. Recoge las emisiones nocturnas de los hombres y está presente cuando las parejas copulan. Lilith gobierna legiones de demonios.
Marcio Antonio es el tipo de hombre que no vive la vida sino en los libros. Lo único que vale para él es la sabiduría. Un hijo suyo se suicidó porque no pudo estar a la altura de las expectativas de su padre. Marcio quiso que el muchacho estudiara griego eleático, arameo y otras siete lenguas, entre ellas el náhuatl. El chico quería ser futbolista, terminó una licenciatura en filosofía a golpe de latigazos, le entregó el título a su padre y luego se lanzó de cabeza desde el puente de Xallitic. Marcio le dio un entierro económico y volvió a sus libros.
—No hay que sufrir por nada, hermanito. Por nada. El mal es una necesidad metafísica. Eso ya lo sabían los presocráticos. El dolor, la desgracia, no sólo son útiles sino indispensables. Sin ellos el mundo sería un caos. Todavía viviríamos en cavernas.
Marcio Antonio colocó el libro en su lugar y volvió a lavarse las manos. Mientras se las secaba dijo:
—Cuando murió el nené, le di su sepultura y cerré el capítulo correspondiente.
Extendió con delicadeza la toalla, se miró en el espejo y habló dándome la espalda:
—Mujeres como esa han existido desde siempre y en todas las culturas. La Lilith que te visita es la encarnación del mal, es tu parte oscura.
Tomó un vaso de agua. Marcio no bebe sino agua. Es parte de su disciplina. Un vaso de agua cada treinta minutos, 36 vasos en el curso de 24 horas. Duerme seis horas. Lee el resto del tiempo y hace pausas de media hora para comer lo mínimo. Es pensionado. Su mujer huyó tras la muerte del nené.
—No se trata de entidades divinas, sino de imágenes numinosas, imágenes que atrapan a los hombres, los conmueven y generalmente los llevan a la perdición—, dijo como emitiendo una sentencia.
Volvió a lavarse las manos, se las secó y tomó un segundo libro. Leyó:
—“Todos quieren a la mujer-nahual. Ella nunca se niega. Les dice: ‘Estoy lista para usted. Haga conmigo lo que quiera’. Les pone una cita en lo oculto del monte. Los espera desnuda. Súbitamente el hombre descubre que la mujer no tiene espalda, sino un hueco que está recubierto por una corteza de árbol. A partir de ese instante el hombre está perdido.”
Leía con absoluta severidad, adoptando un gesto de sumo sacerdote.
—Aunque también puede ser una farsante, una empusa.
— ¿Empusa?
—Un demonio inmundo—, dijo Marcio —, hija de Hécate, divinidad infernal. Cuídate, porque un día de estos vas a amanecer en la cama con un ser hecho de excremento y con zapatillas de bronce.
Salí de casa de Marcio de buen humor, con muchas ganas de ver a mi empusa de cabecera. A mi primitivo entender los viejos dioses, evidentemente más imaginativos que los contemporáneos, ya no tienen jurisdicción en un mundo de computadoras y amores desechables. Horus, Hécate, Orfeo, Semele, la Coatlicue y toda la pléyade de deidades y subsidiarias sólo podían seguir habitando en cabezas como la de mi Marcio Antonio, bendito sea.
Tengo 40 años y estoy solo. Quiero reiterarlo. Si no lo declaré antes, lo digo ahora. Tuve dos esposas que terminaron neurotizadas por mis manías y como premio a mi libertad recibieron lo que les correspondía legalmente. Yo vivo con poco y en mi caso poco es mucho.
Abandoné mis citas en el consultorio y me dediqué a cazar a Lilith. Entendí que ella me había privilegiado a mí, entre la multitud de sus asediantes, pues me ofreció el infierno. Me dediqué a buscar información en Internet. Referencias talmúdicas:
Lilith se hace crecer una larga cabellera. Lilith es una demonia con aspecto humano, sólo se diferencia de otras mujeres porque tiene alas. El Rabí Hanina dijo: “Un hombre no debe dormir solo en una casa porque Lilith se apropia de los que duermen solos”.
Entonces recordé, o por lo menos le di su justa importancia, al detalle de su cabellera. ¿Cómo pude haberlo olvidado? Al girar en el baile, sus cabellos se aferraban húmedos a los cuerpos de sus asediantes. Lilith tenía la sorprendente habilidad de deshacer esas marañas con un paso de baile invertido. Me arrepentí de no haber aceptado la oferta de tocar sus alas. Hice el experimento de dormir acompañado por mi perro —confieso que se llama Lacan, y espero disculpen la obviedad— y el resultado fue que la criatura no me visitó y amanecí incólume, con vigor de adolescente y empeñado en liquidar el asunto de mi demonia de cabecera.
Le comenté a Marcio mi triunfo sobre los sueños.
—Bravo, respondió. Ahora duerme lejos del perro. Si te visita en sueños todas las noches, no le temas, espérala. Si ella insiste en que es Lilith, la verdadera Lilith, y que ella no es una mujer común y corriente, sino una diablesa mayor, tú infórmale que no eres un hombre común y corriente.
—¿No soy un hombre común y corriente?
—¿Recuerdas esa frase de Borges que dice que un hombre es todos los hombres?
—Sí—, le dije —, pero me parece solamente un argumento retórico, filosofías de esas que inventan los escritores para tener su propio aire y para dar de qué hablar.
—Exacto: son palabras, como palabras son las de tu amiga. Simplemente enfréntala con sus propias armas. Si ella es el demonio en mujer, tú eres el demonio en hombre. La fórmula es muy sencilla, casi de caricatura: todos los hombres tenemos a Dios y al Diablo adentro. Sólo que los hemos arrinconado con tanto aspaviento y desglose—. Así habla Marcio a veces. Lo importante es que se le entiende. —Todos los hombres tenemos al demonio adentro, ¿lo sabes o no?
—Yo debo de tener un demonio doméstico, un daimoncito como el socrático, pero ya casi sin pilas: nunca he podido practicar el mal sin tener escrúpulos y regurgitaciones. A mis pacientes les recomiendo practicar sus perversiones con mesura.
—Te falta seriedad, amigo. No debes jugar con las potencias.
—¿Qué debo hacer?
—Si no la encuentras a pesar de llamados y conjuros, olvídala, que ella te olvidará.
Pero no me olvidó o tal vez fui yo quien se empeñó en tenerla presente. Comencé a verla en todas partes. Seguí a mujeres por la calle, me senté en los cafés, entré al cine, y allí estaba, seguro que allí estaba, con su cabellera casi arrastrando tras ella y un efluvio espantoso de almizcle o menta o hierbabuena o ruda. En el último instante, cuando iba a abordarla, cambiaba de forma. Supuse que había dos posibilidades. O me estaba enfermando de imaginaciones o ella efectivamente era un ser protéico. Tracé planes para sorprenderla antes de que cambiara de forma. Llegué al extremo ridículo de disfrazarme para llegar a su lado sin que tuviera tiempo de metamorfosearse.
Mírenme, un respetable doctor en psiquiatría, sujeto a los juegos de aquella adolescente.
¿Ya dije que era muy joven? Sí. Lilith tendría apenas entre quince y veinte años. A veces aparentaba treinta o más. Dependía de la luz, de sus gestos, todo contribuía a hacerla movible.
La vi sentada, fumando con displicencia acodada en el bar Los Cazadores, un sitio de ínfima reputación —supe que algún crimen se había cometido en sus penumbras—. Yo portaba, ay Dios, qué gilipollez, anteojos oscuros, una de esas gabardinas amplias de detective de serie televisiva y un maletín de cuero que me hacía asemejar a un ejecutivo de los que caminan en manada por la Quinta Avenida de Nueva York.
Me acerqué en puntas de pies temiendo que volteara y en un acto de celérica prestidigitación dejara de ser esa criatura inquietante, de cabellera como obsidiana, para convertirse en una matrona con olor a cebolla y perejil. Sin voltear me dijo:
—Está bien, doctor, me encontraste. ¿Estás dispuesto a visitar el infierno?
Le dije que sí.
—Tú pagas—, dijo.
Se prendió de mi brazo en pantomima conyugal y salimos. Entramos en el primer hotel, que se llamaba justamente El Infierno. (La imaginación de los alcahuetes puede ser erudita sin esfuerzo alguno. No necesitan leer a Dante para encontrar ideas.) Caminamos sobre una alfombra color melón, raída por el tiempo y el descuido. Pagué una suma irrisoria. Lilith desde la puerta de un elevador que parecía un cadalso gritó con menos delicadeza que simpatía:
—¡Una botella de buen vino blanco alemán y cacahuates japoneses, pronto, que tenemos prisa!
Subimos al cadalso obviando el estupor del recepcionista.
—¿Tenemos prisa?
—No. Solamente lo dije para marcar la diferencia.
—¿Así que éste es tu infierno?
—No—, respondió indignada—, es el infierno de todos—. Y cambiando de tema, tal vez tratando de desarmar la situación: —¿Cómo estás? ¿Te sientes bien? Te necesito fuerte —. Al tiempo que apretaba el botón del décimo piso me aferró las dos virtudes que penden de mi bajo vientre. —¿Estás cargadito?
En ese momento pensé que la aventura estaba yendo más lejos de lo que podría imaginar la mente de un paranoico delirante. Esa mujer no era una ramera común y corriente, sino una, perdónenme la imbecilidad, una auténtica bestia, una cualquiera, una de tres por cinco, quizás con más enfermedades que las aportadas por los jinetes del mismo Apocalipsis. 
Lilith vio mi vacilación, que poco a poco se convertía en espanto. Bajó los ojos. Noté que sus pestañas se humedecían. Parecía una virgen al borde de la inmolación, había castidad en su rostro y un abatimiento total en su cuerpo. Detuvo el elevador. Apretó el botón de la planta baja.
—Ya no quiero llevarte al infierno—, dijo. —La verdad, amigo, es que estoy un poco loquita. Nunca había hecho lo que hice contigo en la fiesta.
      Entonces se desencadenaron las confesiones:
—Hace una semana salí de un colegio de monjas, donde me tuvieron recluida por seis años—. El ascensor se detuvo, se abrió la puerta, y volvió a cerrarse. Permanecimos en el interior. —Mis padres  son unos vulgares millonarios que me encerraron en Suiza y se olvidaron de mí. Pasé mis soledades leyendo libros prohibidos que me proporcionaba un curita lujurioso y medio desorientado.
De su bolso sacó un espejo y comenzó a pulirse el maquillaje con una pequeña brocha. Sentí algo de alivio (alivio risueño, casi escéptico, si es que tal cosa existe) al ver que su rostro se reflejaba convencionalmente.
—Mi imaginación está llena de las escenas más sicalípticas y descabelladas. Todo por culpa de ese curita. El pobre estuvo enamorado de mí durante los seis años de clausura  y no halló otro consuelo que acariciarme las piernas en el confesionario, avanzando centímetro a centímetro, sin nunca llegar más allá de medio muslo. Como castigo tenía que conseguirme una novela debauché por semana. Leí todo Sade, Huysmans, Bataille, Vargas Vila, Pierre Loti y llegué a creer que ése era el mundo real.
Supuse que había llegado el momento de acercarme a ella. Y aun entonces no me dejé llevar por el lugar común del instinto. Permanecí a distancia, estudiándola.
—Cuando te conocí pensé que podía jugar a la Mesalina contigo. De todos los que me asediaban me pareciste el más manejable, un tipo innocuo.
Encajó el calificativo con buen talante. Casi con superioridad.
Su confesión me enterneció. Era una mujercita equivocada, un ser humano elemental, víctima de las circunstancias, de todos modos, mujer, y tenía los instintos normales y yo era un hombre—no todos los hombres, sino el doctor Equis, cuya reputación se tasaba en honorarios de varias cifras— de modo que la llevé (o me llevó, no sé) al cuarto y tras el vino —que no fue ni blanco ni alemán, sino simplemente espantoso— y los rituales de costumbre, nos desnudamos sin dejar de hablar, la tendí en la cama de espaldas. Súbitamente noté que sus ojos fulguraban y su rostro sufría una transfiguración inefable.
—¿Quieres que yo me acueste de espaldas? ¿Quieres acostarte encima? ¿Quieres penetrarme, abrirme como a una vaca muerta, quieres humillarme? No, doctor. Yo también fui hecha de polvo y soy tu igual. No tengo por qué someterme.
Aquella actitud contradictoria me enfureció. Quise forzarla y tengo que confesarlo, el forzado fui yo. Con un hábil y violento movimiento de luchador olímpico me puso de espaldas contra la cama, colocó las manos como garras sobre mi pecho y dijo:
—No soy una niña de las monjas, imbécil, soy el demonio, y tienes que darme placer o no sales vivo de este cuchitril.
¿Tengo que decirles que me asusté? No, no me asusté. Recordé las palabras de Marcio: si ella es mi igual, yo también soy su igual. Somos de carne y hueso. Si ella es todas las mujeres, yo soy todos los hombres. Ella y yo tenemos a Dios y al Diablo en el cuerpo. Cerré los ojos, sintiendo que mi parte más sensible era una estaca enterrada en el pecho del vampiro, y comencé a rememorar a mis dos hipocondriacas ex esposas: nunca hubo mejor revulsivo contra el placer: Aurelia me llamaba Canguro, por alguna razón que nunca comprendí; Astrid en los últimos días se comía las uñas y las escupía en mi plato; Aurelia, entre sueños, me pasaba una de sus jamonas piernas sobre el vientre; Astrid roncaba como un trailero... Esos recuerdos me permitieron guardar el vigor hasta el último instante.
—Ya—, dijo Lilith cuando apenas habían pasado dos o tres escenas algo rústicas de la vida conyugal. —¡Ya!—, dijo casi con rabia.
Y yo, abriendo los ojos, pregunté:
—¿Ya qué?
—Quiero que vengas.
—Aquí estoy.
—Quiero que te vengas, hijo de puta, triple hijo de puta, marrano despreciable.
Esas imprecaciones, que entendí como una forma de suplicarme compasión, me la entregaron inerme. Supe que demonio o mujer, la tenía en mi poder y me dejé ir.
—¿Qué soy para ti?—, dijo jugando con el vello de mi pecho, como recuperando un aire retozón de doncella.
—Un intento fallido de mujer fatal—, dije. Lanzó una carcajada desagradable.
—Cómo eres inocente. ¿Has oído hablar del Zohar?
—Muy poco, y todo lo he olvidado, creo que Borges lo menciona con frecuencia.
—Ese tonto—, dijo Lilith. Me asombró la coincidencia en juicios literarios. —Barajó dos o tres libros y engañó a millones de snobs que no habían leído las verdaderas fuentes. En el Zohar se habla de mí: soy una hetaira perversa, la madre y maestra de todas las traidoras, actriz insuperable, tengo relación con los demonios lascivos y me acosté con el mismo Salomón y con el rey David. Si lo quisiera en este mismo instante me mostraría ante ti con mi verdadero aspecto: mitad humana, mitad ave de rapiña. ¿Sabes que he logrado vivir tantos siglos como tiene el hombre sobre la tierra?
Ya me estaba cansando, quería regresar a casa, cumplir con mi rutina de consultorio, olvidar tanta insensatez. El hecho de que permaneciera impávido en aquella situación del todo inusual me hacía barajar posibilidades del todo distantes. Uno: la mujer estaba loca y yo era un imprudente o un abusivo al usar su cuerpo para mi deleite. Dos: los límites de la realidad habían sido trascendidos en algún momento y ella era de verdad un ente de otro plano. Tres: quien estaba delirando era yo.
Lo que sí era muy claro es que yo aceptaba aquello con una actitud tan deportiva que no lograba entenderme.
Es cierto que la escena anterior había tenido colores brutales, pero no tan fuertes como para espantar a un visitante asiduo de los peores manicomios. He visto a hombres correr, tomar vuelo y lanzarse de cabeza contra el pavimento. Los he visto levantarse sonrientes, bañados en sangre, tomar vuelo y volver a clavar el cráneo en el cemento. Caminar por el fuego o clavarse puñales en el rostro son escenas frecuentes en oriente. Lo he visto todo. Nada de lo humano me es ajeno.
La criatura parecía no haberse dado cuenta de mi indiferencia.
—He logrado vivir tantos años porque todas las noches me dedico a drenar los fluidos masculinos—, dijo Lilith.
Bah, aquello ya pasaba al otro lado y llegaba hasta el borde de la insania. La pobre: era una hija aventajada del Quijote. Tanta pornografía le había hecho mierda el sentido de la realidad. Vade retro, Satanás, dije cansinamente, para hacerla sentir en casa. Me vestí y la dejé rumiando sus fantasías.


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