El edificio lo reconoce de inmediato. Hace por lo
menos ocho años no había pasado por ahí; tal vez un poco más, porque aquella
vez había hablado con Adriana un par de noches atrás y en eso pensó cuando lo
vio aquella tarde. Era la época en que aún hablaban con cierta regularidad,
aunque cada vez que lo hacían podía intuir cómo una suerte de incomodidad se
instalaba complaciente entre los dos. Ya para entonces eran llamadas cortas; un
comentario vago sobre lo que había visto en el pueblo en su última visita o
alguna mención halagadora sobre lo feliz que lo hacía verla tan bien ubicada.
Sortear las preguntas de ella sobre su situación laboral no era tan terrible; a
veces aventuraba una que otra mentira o bien exageraba al referir ciertas
labores que le permitían unos cuantos pesos para subsistir. De eso habían
hablado: estoy restaurando un pequeño aplicativo de nómina para una empresa de
abarrotes, le dijo. Recuerda muy bien el énfasis que puso al decir pequeño aplicativo, como una forma de
restarle importancia aunque en verdad se aferraba a la posibilidad de que
surtiera el efecto contrario. La restauración, en realidad, consistía en
instalarle un antivirus y activar una licencia pirata de Windows a un
computador de un vecino, que trabajaba en una empresa de abarrotes. El edificio
está ahí de nuevo. Un poco más deteriorado y es evidente que más chico. A su
lado han construido dos modernas torres de apartamentos que parecen esmerarse
en opacarlo. Entonces se detiene. Parquea la moto en un lugar conveniente y se
sienta sobre el andén a mirarlo con detenimiento.
Hace
trece años había llegado con Adriana a Bogotá. Fue él quien la convenció de
viajar. Vamos, no seas bobita, acá no hay nada. Adriana lo miraba sonriente,
diciendo que no con la cabeza, un poco intimidada por el entusiasmo con el que
su mejor amigo le pintaba maravillas sobre la capital. No es que ella quisiera
permanecer en el pueblo toda su vida; de alguna manera mamá, agobiada por una
vida difícil, le había sembrado la certeza de que tenía que explorar otros
horizontes para aspirar a una vida digna. Pero esos horizontes siempre los
imaginó en Cali o Popayán, ciudades que le permitirían ir y venir sin problema;
Bogotá, en cambio, suponía un viaje de más de doce horas por tierra y la
siempre latente posibilidad de perderse de por vida o ser arrancada de raíz.
Pero Fabián insistía. El futuro nos espera; no sé tú, pero yo arranco, aunque
del putas si nos vamos los dos. Ve tú que yo te caigo, contestaba Adriana;
entonces él arrugaba la boca con mucha incredulidad. Pero después empezaba a
cantar un estribillo que improvisaba con mucha picardía, uno que hablaba sobre
un tren que se disponía a partir reservando para ellos el mejor vagón, uno que
hacía sonar su silbato estridente para que no vacilaran más en la estación.
Fabián, mientras mira cómo una mujer entra al edificio con un paquete de
supermercado, recuerda que era un sonsonete desastroso. Pero Adriana se reía.
Parecía disfrutarlo. En realidad siempre era así ante cualquier estupidez suya.
Todo se lo celebraba y en todo lo seguía sin importar cuán absurdo pudiera
parecerle. Tal vez por eso a Fabián le resultaba inadmisible que ante su
propuesta, que había ido madurando desde hacía un tiempo, dudara. La decisión,
como todas las que de algún modo pretenden alterar la vida, no fue fácil; sin
embargo, el futuro esperaba por ellos, y cualquier desaire adquiriría la
dimensión de un desatino de vida.
Es por eso que ahí están. Cada uno por
su lado, pues la ciudad que tanto atemorizaba a Adriana los ha arropado de
manera diferente. A ella con galantería fina y a él con un poco de saña, una
suerte de crueldad que se le antoja morbosa. Adriana es una importante
ejecutiva. Vive en un suntuoso apartamento en Chapinero. Sale con gente bonita,
bien arreglada e importante. Ella, en sí misma, es ahora una mujer con mucha
clase. Dueña de una belleza mesurada y una manera de vestir sobria, franca y
elegante. Lo sabe porque siempre, desde que la encontró en Facebook luego de
haber perdido el contacto, entra a su perfil para ver qué es de su vida. Él, en
cambio, no ha hecho otra cosa que ir de tumbo en tumbo. Cree con mucha
convicción que una especie de enemigo afantasmado se esmera en propinarle cada
vez mejores golpes. Tal vez sea esa la razón por la que buscarla no es una opción
para él. Verse frente a ella haciéndola reír ya no le resulta natural. Atrás
quedaron los días en que hacían campeonatos de serios; ella inflaba con mucha
gracia las fosas de la nariz cuando se sentía derrotada. Fabián calcula que
hace más de cuatro años no hablan; es decir, hablar como lo hacían antes, pues
hace algún tiempo cruzaron algunos pálidos mensajes por correo. Ese futuro que
tanto anheló lo tiene ahí, sentado en ese andén, mirando cómo entra y sale
gente que no repara en el hombre sentado en la acera del frente con una moto
repleta de hamburguesas que parecieran que jamás van a repartirse.
Fabián
mira hacia arriba, a la ventana. Entre la cortina se abre una pequeña hendidura
por la que le es posible mirar una porción del interior. Es la habitación donde
pasó la noche con ella. Estaban recién llegados y la prima de un tío político
de un tendero del pueblo les dio hospedaje por unos cuantos días. La primera
noche tendrían que dormir juntos. Pero no lo hicieron. Estuvieron recordando
los años en el pueblo y aventurando hipótesis sobre el futuro en la ciudad.
Hablaron sobre lo que harían, siempre juntos, cuando cada uno tuviera las
cuentas bancarias abultadas. Él quería ser ingeniero de sistemas, en lo cual
había dado ya algunos pasos, pues antes de venir, su tierra lo había mandado
convertido en el más inquieto tecnólogo en computación. Adriana, que solo tenía
un diploma de bachiller que permanecía ajado dentro de su maleta, estudiaría
administración de empresas en algún instituto nocturno. Aunque no aspiraba a
grandes cosas, pues en asuntos de la vida solía ser un poco cauta, esa noche se
concedió la libertad de fantasear un poco. También recordaron cómo se hicieron
amigos. Hasta entonces habían sido solo conocidos que no intuían que después
estar juntos sería todo un ritual. Adriana sabía de su afición creciente por
las motos; varias veces lo había visto atravesando el parque picando una motico
de un tío, haciéndola sonar como si fuera de alto cilindraje. En algunas
ocasiones lo veía en la calle cuando caminaba con algunas compañeras de
colegio; todas hablaban de lo apuesto y bien vestido que era, su naricita fina,
los labios gruesos y ese corte al rape que le quedaba tan bien. A sus amigas
les parecía un buen partido. O bien coincidían en la tienda cuando ella iba por
verduras con su uniforme de colegio y él acumulaba botellas de cerveza con
quien tuviera el coraje de seguirle el ritmo. Ella lo saludaba con una rápida
sonrisa y él se limitaba a mandarle pequeños besitos; nada seductor o que llevara
implícito algún tipo de hombría arrogante en busca de algún tipo de avanzada,
no, eran picos infantiles como los que un niño lanza a su mamá después de
alguna picardía. Así de básico era y a ella eso le gustaba.
Se hicieron amigos cuando él ganó un
campeonato de merengue en Paradise, la única discoteca capaz de alojar a todo
el pueblo los viernes por la noche. Adriana lo había estado observando
fascinada dando vueltas con una rapidez vertiginosa, ceñido con firmeza al
cuerpo menudo de una chica que no sabía que, un par de años más tarde, moriría
despeñada en una carretera camino al Santuario de Las Lajas. No lo sabía.
Entonces se movía con la convicción genuina de que bailaría con ese frenesí
hasta entrada la vejez, como lo había hecho su abuela. Fue un amigo en común
quien desafió a Fabián para que bailara con Adriana; esta carajita, ahí donde
la ve, se mueve delicioso. Bailaron casi toda la noche. Muchos imaginaron que
al final terminarían en la cama. Pero no fue así sino hasta aquella noche en
Bogotá, muchos años después, en esa habitación en la que alguien acaba de
encender la luz. Fabián ve cómo una sombra se mueve de un lado para otro
mientras recuerda que, aunque no la deseó, sí alcanzó a contemplar la
posibilidad de besarla. Entonces le había sostenido la mirada con firmeza
mientras ella se esmeraba en contarle lo feliz que había quedado mamá con su
partida; lo único que no la convencía, se lo dijo varias veces, era que fuera
con ese loco del Fabián. Ese que se volaba con ella llevándola de parrillera en
esa moto a la máxima velocidad que diera el aparato. Ese mismo que estaba a
punto de besarla pero que, asistido por algún tipo de lógica que se abrió paso
en su cabeza en el último segundo, optó por una guerra de cosquillas.
Unos
minutos después la sombra desiste de su andar arbitrario y de nuevo apaga la
luz. Fabián siente cómo un gas le viene desde adentro. Se inclina hacia un
costado y deja que tome camino. Un malestar estomacal lo aqueja desde hace más
de tres años; sin embargo, las pocas veces en que ha estado afiliado a salud no
ha sacado el tiempo para examinarse. Qué cagada, se dice; mira hacia abajo y
comprueba, una vez más, que aquella combustión dentro de sus intestinos le
mantiene el estómago abultado con una obstinación tenaz. La barriga, y una
calvicie que se anuncia victoriosa, lo hacen parecer mayor de lo que es. Parece
de cuarenta aunque en realidad aún no llega mayo para celebrar los treinta y
cinco. Después siente una vibración en el pantalón; no contesta, tan solo mete
la mano y silencia el celular. Sabe que es su jefe para averiguar dónde diablos
se metió. De seguro los clientes han llamado angustiados para preguntar qué
pasó con sus pedidos. No le importa.
Entonces
trata de recordar en qué momento comenzó a alejarse de Adriana. Fue hace más de
seis años, cuando a ella la ascendieron a directora comercial de aquella
sucursal de equipos médicos. Por aquella época él no tenía trabajo. Aún no lo
atormentaba la sospecha, aunque lo rondaba con malicia, de que esto sería una
constante en su vida. Pasaba todo el tiempo sin saber qué hacer, de tal manera
que entre ires y venires a un café internet se consumía el día. Ahí se gastaba
las pocas monedas que tenía mandando hojas de vida o en espera de algún tipo de
respuesta. Varias veces se vio obligado a almorzar en los supermercados con
bocados de queso o jamón que alguna señorita repartía como muestra comercial.
El poco dinero que tenía, que por lo general conseguía cediendo su turno en las
interminables filas para renovar el pasaporte o tramitar el pasado judicial,
prefería ahorrarlo para pagar la pieza y comprar algo de ropa; bajo ningún
motivo podía permitir que el deterioro, que comenzaba a consumirlo, se hiciera
evidente. Hablar con Adriana comenzó a inquietarlo. Al principio había sido una
especie de reserva, una suerte de retraimiento menor ante la auténtica
preocupación de ella cada vez que se veían. Todavía era la época en que
consideraba su situación económica un accidente pasajero; sin embargo con el
tiempo, cuando empezó a comprender que la vida les había señalado ya caminos
diferentes, al final de los encuentros terminaba abatido. Entonces el orden
entre los dos se trastocaba. Dejaban de hablar por unos cuantos días. Cuando
recuperaban el contacto, cualquier intento de ella por entusiasmarlo solo
conseguía en él una lánguida sonrisa. Los viernes por la noche, cuando ella lo
invitaba a salir con otros amigos del pueblo que también habían sido seducidos
por la capital y sus múltiples posibilidades, prefería quedarse en casa; no soportaba
oírlos hablar de sus trabajos, jefes, líos y rutinas laborales. Recibía como si
fuese una agresión que alguien quisiera saber en lo que andaba él. Unos años
atrás había evadido las preguntas sobre su situación con relativa soltura; un
comentario gracioso sobre lo que le tocaba en suerte, una maldición al sistema
o respuestas tibias seguidas de un enérgico brindis eran suficientes. Pero con
el tiempo no sabía qué decir. Entonces ensayaba gestos de resignación poco
convincentes o balbuceaba alguna que otra incoherencia ante lo que comenzaba a
considerar como una afrenta, una confabulación, un pacto silencioso al que
todos se entregaban con mucha devoción buscando humillarlo. Adriana no, ella
solía socorrerlo cambiando de tema cuando lo sentía sofocado, acorralado por
bromas o agudos comentarios. Aun así prefería no salir. Dormir hasta el
embotamiento para levantarse cuando fuera la hora del almuerzo era lo indicado,
no solo porque le ahorraba lo del desayuno sino porque lo consideraba bastante
conveniente.
Replegarse en casa, además, le daba la
posibilidad de reflexionar. Se hacía un ocho la cabeza tratando de descifrar
por qué la estabilidad le resultaba tan esquiva. En cada una de las faenas
laborales se había aplicado con rigor. Incluso cuando ejerció como mensajero de
una oficina de abogados: las carpetas muy bien organizadas, pruebas de entrega
debidamente legajadas, de todo guardaba fotocopias. Además era eficaz con las
entregas; de algún modo la pericia que desarrolló con las motos le resultaba útil
a la hora de sortear las calles bogotanas, evadiendo los trancones con
destreza, llegando siempre a punto a cada lado. No fue suficiente. El trabajo
se esfumó cuando ya comenzaba a darle forma a la esperanza de estudiar sistemas
en las noches. Sus tropiezos no eran un asunto de falta de devoción o
incompetencia; eso lo tenía claro, aunque no atinara a descifrar dónde residía
la clave de sus reveses. Sin embargo, es evidente, aquella moto con ese cajón
empotrado en la parte de atrás y repleto de hamburguesas en cierta forma lo
contradice. Pero hay veces que la realidad vulnera toda posibilidad de defensa;
en ocasiones así, como ahora en que el portero del edificio lo mira con recelo,
tal vez lo más sensato sea bajar los brazos en señal de rendición. A lo mejor
así cesen los golpes de su contrincante afantasmado. Regresar a su pueblo
siempre ha sido una idea que ha latido con constancia, mas no una posibilidad
real; hacerlo equivaldría a claudicar, dejar a ojos de todos su fracaso,
exponer su frustración como si fuera una exótica pieza de museo. El portero ha
abandonado la caseta y camina hacia él. Entretanto Fabián piensa que tal vez
fue un error haber anunciado a viva voz la prosperidad que le esperaba. Era muy
joven, apenas superaba los veinte, una edad en que ser cauto era lo mismo que
un defecto. El portero le pregunta algo pero él decide ignorarlo. En su defensa
considera que tal vez tanto brío en su partida obedecía al hecho de no viajar
solo; iba con ella, de alguna manera no había sido irresponsable. Adriana
estaría a su lado y estando juntos todo era posible.
En
alguna ocasión consiguió trabajo como mesero en un bar de Galerías. Entonces le
aterraba la posibilidad, una vez el sitio comenzaba a llenarse, de que Adriana
o alguno de sus conocidos pudieran descubrirlo; registraba con angustia,
agazapado atrás de la barra, cada una de las caras. Al comienzo, en los
primeros años, no le hubiera importado; pero ahora sí, cómo no, si todos sus
amigos estaban bien ubicados. No tanto como Adriana, cuyos logros le mantenían
un deslumbramiento siempre renovado, pero tenían trabajos estables que les
permitían trazarse metas, soñar con algo, sin la preocupación que lo asaltaba a
él por las noches sobre lo que le depararía el otro día. En el bar le pagaban
con propinas y por lo general no resultaban buenas. El portero parece
ofuscarse; saca su radio y habla con una voz que ganguea al otro lado. Entonces
Fabián se pone de pie. Camina hasta su moto. Se sube. La prende de un solo
zapatazo. Se pone en marcha. Sabe muy bien lo que hará.
Al
cabo de un rato está frente al otro edificio. Es el apartamento de Adriana.
Hace un par de años ella le dio sus datos para que fuera a visitarla. Pero
nunca se sintió capaz. Ahora está ahí, sentado en el andén del frente. Tiene
una ramita en la mano izquierda y se esmera en perturbar la marcha de unas
hormigas que entran y salen de un pequeño orificio en el cemento. No se atreve
a anunciarse; tal vez está con él, el hombre con el que vive desde hace seis
meses. El tipo que ahora ocupa el lugar que algún día fue de él. Uno que la
merece ahora como él la mereció antes. El hombre que la rodea con el brazo en
casi todas las fotos que sube a su Facebook. En todas Adriana parece una mujer
feliz. Piensa que a lo mejor la misión de él en la vida ya está del todo cumplida;
tal vez su tarea tan solo consistía en acercarla a su verdadero mundo, llevarla
donde pudiera ser ella y no esa otra que se le parecía tanto y que había
conocido en el pueblo. Su celular suena cada vez con más insistencia. Lo apaga.
Admite que estuvo bien aceptar sin remilgos cuando ella le contó, algunas
semanas después de haber llegado, que se iría a compartir apartamento con dos
estudiantes de la Universidad Nacional. Hasta entonces habían vivido los dos en
una austera pensión en la parte más occidental de Bogotá. De haberse ido con
ella tal vez la habría arrastrado hacia su propio lodo. Mientras piensa esto
Fabián siente cómo algo le ensombrece la mirada, distraída en ver cómo las
hormigas han comenzado a treparle por la mano. Levanta la cabeza.
Es Adriana. Desde arriba lo mira con
una ternura infinita. Se sienta a su lado. Está ahí con él en el andén. Ella le
pasa la mano por el hombro y recuesta su cabeza como si no hubiese lugar en el
mundo más confortable que ese. No dicen nada. Celebra los azares de la vida que
aunque sea por un momento lo han dispuesto todo como muchos años atrás. Piensa
en el tiempo que ha pasado; siente que en realidad no le afecta el tiempo
transcurrido como le teme al que está por venir. Aguza su oído para escuchar la
sutil respiración de su amiga. Ahí están de nuevo. Él un poco más viejo y en
cierta forma apocado por la vida. Adriana, en cambio, continúa luciendo su
belleza mesurada e intuye que, de algún modo, también una suerte de arrogancia
que sin embargo lleva con recato. Tal vez su temeridad, el hambre con que
pretendía devorar la ciudad, lo indispuso para las cosas buenas; ella, por el
contrario, había dejado que la vida fluyera y recibía todo como fuera llegando.
Comprende que el tiempo no sería nada si no fuera por esa capacidad obscena
para transformarnos. Con la mano izquierda mueve su ramita; ella solo lo mira,
lo deja hacer. Fabián piensa que Adriana, tal vez, había estado esperando ese
momento en que él volviera derrotado; entonces continúa aplicado en arruinar la
marcha de las hormiguitas mientras siente cómo sus ojos comienzan a irritarse y
un gas se abre camino desde sus entrañas con una fuerza inusual. Aprieta las
nalgas. No puede permitirse una falta de decoro como esa. No en ese momento.
Pero es inevitable. El gas sale con la fuerza de un tsunami produciendo un
sonido seco, acolchado y constante que poco a poco se extingue en un silbido.
Adriana se para de un brinco y camina hasta la moto. Venga, le dice, en vez de
estarse ahí cagando; lléveme a dar una vuelta antes de que ese tren vuelva a
silbar. Nos vamos de regreso, le dice, picando el ojo con mucha picardía.
Fabián se levanta. Camina hasta ella. Lo hace despacio, como quien después de
una paliza al fin se pone en pie. Le parece percibir en su nariz el aire cálido
del pueblo. Se deja invadir por esa súbita humedad del trópico. Sube en la
moto. Tiene que dar tres zapatazos para poder encenderla. Ella se sube con
delicadeza y no de un brinco como solía hacerlo antes. Rodea su barriga
distendida con los brazos. Se aferra a él como si de esa sujeción dependiera la
vida. Entonces Fabián le pregunta si quiere comer algo; ahí tengo como cinco
hamburguesas, le dice mientras se ponen en marcha.
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