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Las últimas flores rumbo al hospital, por John Better

John Better. Cronista, poeta y novelista colombiano. En breve aparecerá su primera novela A la caza del chico espantapájaros. 

La entrada a la Clínica Santa Epifanía está antecedida por una fuente de mármol en cuyo centro se levanta un ángel custodio portando en sus manos un arco y una flecha, que si decidiera lanzar, iría directo contra los vidrios de la cafetería Roma, lugar en el que ahora me encuentro. Han pasado diez minutos desde que llegué y todavía faltan quince más (eso espero) para que Sandy llegue con las flores que le encargué y que ojala haya comprado en el lugar que le pedí. Desde este punto, miro el alto edificio donde funciona la Clínica, en una de esas habitaciones está R, que ha recaído nuevamente por culpa de la “fiebre rosa” (entiéndase esto: a causa del sida). Pido otro café Express y en eso suena mi teléfono móvil.

–No, Sandy, ¡te dije flores amarillas!

El café Roma es un sitio perfecto para esperar, casi siempre está lleno, la mayoría de gente que se reúne aquí lo hace para matar el tiempo mientras llega la hora de visitas en la Clínica Santa Epifanía. En la mesa del lado estaban sentadas una mujer y una chica de unos diecisiete años que jugaba indiferente con un par de dados, los cuales hacía rodar con insistencia sobre la mesa. La que supuse era su madre, fumaba un cigarrillo. Estaba tan cerca de ellas, como para poder escuchar lo que hablaban:

–¿Crees que él dirá a alguien lo que sucedió cuando despierte?

–No lo sé, Ángela.

–¿Crees que se muera?

–No sé.

–¿A lo mejor eso podría pasar hoy?

–¡Ángela, cállate!

Una ambulancia salió de los parqueaderos de la Clínica y emprendió su agónica carrera contra el tiempo. De seguro alguien en algún lugar de la ciudad tuvo la mala suerte de confundir el veneno con el azúcar o se tomaría adrede todas las pastillas de Nembutal que encontró en algún rincón de la casa. Las alegres ambulancias llenando de algarabía las calles, sobresaltando algún transeúnte desprevenido que se cruza con su loco afán. Las dos mujeres salieron de la cafetería faltando cinco minutos para la hora de visita. La más joven dejó olvidados sus dados en la mesa. Me levanté y, antes de tomarlos y guardarlos en el bolsillo de mi camisa, vi que habían marcado un estupendo doble seis, lo cual me llevó a pensar que aquella chica llamada Ángela tenía la suerte de su lado.

–¡Hola, primor!

Era Sandy. Traía un corte de pelo reciente a lo Sinnead O Connor. Sus bellos ojos grises estaban blindados por unos lentes negros. Traía puesto un vestido azul pálido y zapatos blancos de goma. No llevaba nada de maquillaje.

–Pareces una enfermera, Junkie –le dije.

Pero las flores en sus manos avivaban su indiscutible belleza. La chica más guapa de esta ciudad estaba ahora en el café Roma, con todas las miradas puestas sobre ella.

–Estoy seca.

–Ni lo pienses, querida, no hay tiempo de tomar nada, démonos prisa.

Entramos al edificio. Las baldosas brillaban como tallados espejos. Tomamos el ascensor junto a un par de ancianas vestidas con trajes de franela, la del pelo tinturado llevaba una caja de chocolates en las manos. Marqué la tecla doce. Ese es el número del piso donde se encuentran hospitalizados los enfermos terminales.

–Veo que vamos al mismo sitio –dijo la otra anciana que cargaba en brazos un travieso persa de color cobrizo.

–Así es, vamos al mismo piso –dijo Sandy.

–No sé por qué traje estos chocolates. Total, la pobre de Gertrude está en coma hace tanto tiempo. Toma Wally, come uno tú, precioso minino.

–Virginia, es Virginia, Gertrude murió hace treinta años, ¿ya lo olvidaste?

–¿Les provoca un chocolate? –pregunto la mujer ofreciéndonos el mismo dulce que la mascota había rechazado con un desprecio casi humano.

No alcanzamos a contestar cuando el pling del ascensor nos sacó de la extraña escena con aquellas mujeres. La habitación donde estaba R quedaba al fondo del pasillo. Tenía un inmenso ventanal desde donde se podía ver el río en toda su magnitud, pero R prefería no descorrer las cortinas últimamente. En el estado que se encontraba hasta la luz hacía daño. Al entrar a su cuarto, una enfermera iba saliendo:

–Acaba de reponerse de un desmayo. Por favor, traten de que no se esfuerce demasiado.

–¡Hola, encanto!

La voz chillona de Sandy fue como un cascabel tratando de llamar la atención de R, que empezó a abrir los ojos y a dibujar en su rostro lo que con sus pocas fuerzas podría llegar a ser una sonrisa. Ver a R reducido a esto no dejaba de ser doloroso porque no es solo el cuerpo lo que una enfermedad como esa va mermando, son también otras cosas: el buen humor, la genialidad, la potencia de una voz como la de R que era como un trueno que hacía rodar las piedras de la montaña.

–Vinieron, hijos de puta –dijo R al vernos ya claramente.

–Y te trajimos esto –agregó Sandy extendiéndole las flores.

–La perra de la Sandy. Déjame verte, pareces una maldita lesbiana con ese corte de cabello. Y tú, acércate un poco, estás algo ojeroso, ¿es que no duermes bien o qué?

–A veces me desvelo escribiendo –contesté a R.

–Espero que nunca cuentes esta fea historia, no te lo perdonaría.

–No lo haré, te lo prometo.

Un rato después, Sandy se había acomodado en un sofá a hojear una revista médica. R se había quedado dormido. Fui hasta el ventanal y descorrí las cortinas para que el sol entrara en la habitación. Ella se acercó hasta mí y pasó su mano por mi cintura. Nos quedamos en silencio mirando correr el Río a lo lejos.

–¿Estás pensando lo mismo que yo? –dijo Sandy.

–No lo creo.

–Hace rato que acabó la hora de visitas, es extraño que no nos hayan venido a sacar.

–Muy extraño –dije.

–¿Crees que R despierte? No quiero irme sin despedirme de él.

–No lo sé, Sandy, no puedo saberlo todo.

–¿Piensas que pueda morirse, verdad?

(Silencio)

–Voy a poner esta pastilla en el agua del florero. La chica de la tienda de flores me dijo que así durarían vivas más de una semana, aunque...

–Sandy.

–Dime.

–¿Tú qué crees?

–Tan solo una semana, eso es todo.
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Imagen: Google

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