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Chinches, un cuento de Camilo Rodríguez



Camilo Rodríguez*



Recuerdo que era domingo y yo regresaba de mis vacaciones de verano. El vuelo había sido espantoso, como siempre. Cada vez que pasábamos por una zona de turbulencia, imaginaba que nadie saldría con vida. Trataba de adivinar el modesto titular de la prensa: Fuertes vientos causan tragedia aérea o Piloto imprudente estrella avión con 50 pasajeros, pero el avión finalmente aterrizó. Entonces el miedo de morir en el aire cedió su lugar al temor a los agentes migratorios que acechaban en el aeropuerto.

Yo tenía una barba de dos semanas y unas ojeras profundas. El hombre que examinó mis documentos me hizo pasar a una pequeña habitación  donde solo había una silla de madera y un ventilador. Tuve que esperar casi una hora mientras los guardias comprobaban la autenticidad de mis papeles y la sinceridad de mis propósitos en México. Me hicieron las preguntas de rutina y se extrañaron de que una editorial mexicana quisiera contratar a un colombiano mal vestido como yo. A las tres de la mañana tomé un taxi que me costó casi el doble de la tarifa habitual.

A pesar de todo, era un consuelo saber que estaba allí y el resto había quedado atrás.

***

Traté de entrar sigilosamente al departamento, pero al descargar mi maleta sobre el suelo, se encendió la luz de la habitación de Miko, que salió medio dormido para advertirme que mi cuarto estaba en cuarentena por una invasión de chinches. La noticia no me tomó por sorpresa, aunque me molestó el hecho de dormir en la sala. Sin embargo, estaba tan cansado que puse una cobija sobre el piso, me tumbé y caí dormido al instante.

•••

Cuando desperté, Miko, Vainilla y Morado me esperaban tomando el café en el comedor. La espuma rabiosa salía de sus ojos pero ninguno se atrevía a decir nada. El primero en estallar fue Vainilla, como de costumbre. Me observó por encima de sus lentes de hipster con marco ancho:

—¡Mira mi brazo! ¡Aquí está tu chistecito, pendejo!—dijo mientras ponía su antebrazo repleto de picaduras delante de mi cara. Los demás miraban la escena con indiferencia.

—Ahora hay que fumigar todo el departamento— continuó Vainilla—. Anoche encontramos una de esas alimañas en el baño.

Yo no tenía nada qué decir. La verdad es que nunca supe que había chinches en mi cuarto, pues en el centro histórico de la Ciudad de México las cucarachas son vecinas de todo el mundo. En verano siempre hay una oleada de mosquitos, zancudos y toda suerte de bichos se pasea alegremente por los viejos inmuebles. También es cierto que en ese entonces trabajaba mucho y no tenía tiempo de pensar en nada más. Lo único que quería hacer en mis horas libres era emborracharme, dormir hasta tarde y leer en la noche. Lo demás me traía sin cuidado.

—Debiste hacer algo antes de irte de viaje, gay—dijo Morado.

Yo permanecí callado. Solo asentí.

—¡Es que es imposible que no te hayas dado cuenta, cabrón! Cuando levanté la cobija vi varias manchas de sangre sobre tus sábanas.

En realidad, la invasión de chinches sucedía durante la noche, cuando el perfume dulce del calor se esparcía por el edificio y dejaba un hormigueo en el aire. A menudo, el único ruido que se escuchaba era el de la televisión que seguía encendida en casa de algún vecino. Hacía falta poner mucha atención para percibir el revoloteo de los insectos.

De alguna manera las chinches son capaces de percibir el momento en que sus víctimas duermen. Al parecer, tienen una especie de censor térmico —como las antenas de las hormigas— que les permite identificar los cuerpos por el calor que despiden. Entonces, cuando no hay moros en la costa, salen por sus presas.

—No sé cómo fuiste capaz de recoger esa cama de la calle— continuó Vainilla— Sin saber quién dormía antes ahí.  Qué asco.

—Sí…—respondí como buen hijo regañado.

Además de oscuridad, las chinches necesitan tiempo para actuar. Tardan por lo menos cuatro minutos en succionar una cantidad considerable de sangre, tras lo cual cambian de aspecto: se inflan, adquiriendo hasta tres veces su tamaño normal. Cuando se les mata, estallan y expiden un nauseabundo olor a plástico quemado que tarda un tiempo en dejar los lugares cerrados. Seguramente los puntitos de sangre sobre mis sábanas no eran producto de las raspaduras que me hacía jugando fútbol, como pensaba.

—¿Qué vamos a hacer contigo? ¡Buga tenías que ser! —fulminó antes de encerrarse en su habitación y dar un portazo.

•••

Con respecto a la cama donde anidó la plaga, debo exponer una pequeña defensa. Esa cama de tela rojinegra y desgastada me dio tantas alegrías como desgracias. La encontré en el primer piso del inmueble, junto a la entrada de las escaleras. Fue una tarde de febrero y yo estaba cansado después de un día de oficina. Apenas la vi, pensé en tirar la horrible cama sencilla que estaba usando y en donde pasaba muy malas noches. De hecho, era un minúsculo catre y cada vez que me estiraba e me salían los pies y pasaba un frío terrible en invierno. No podía moverme unos centímetros sin tocar el borde, y muchas veces estuve a punto de caer al suelo. Además, cuando dormía acompañado, sufría como un contorsionista para encontrar una posición adecuada en ese minúsculo metro cuadrado. Obviamente, mis esporádicas compañeras no regresaban nunca después de la primera noche.

Cuando traje la nueva cama, tuve por fin el espacio para comer, leer, fumar y ver películas sobre la amplitud de ese lecho matrimonial. En los cuatro meses que permaneció en mi habitación, vinieron a visitarme muchos amigos. Todos durmieron muy bien y yo me alegraba de haberla obtenido sin pagar un centavo. Sobre ella pasé buenos momentos con Simone, una poeta canadiense que conocí en un recital y permaneció conmigo sus dos semanas de vacaciones.

•••

Al día siguiente de mi tortuoso regreso desperté más cansado que antes de acostarme. Dormir en el piso no es bueno para nadie. Apenas abrí los ojos, sentí un ardor intenso en los párpados y decidí darme una siesta en la habitación de Miko, que a esa hora ya había salido a trabajar. Me eché tranquilamente sobre la cama, pero después de cinco minutos constaté que no podía volver a dormir. Fue entonces cuando escuché que alguien tocaba a la puerta. Supuse que alguno de mis compañeros de departamento había olvidado su llave, así que abrí de inmediato.

Era un hombre de unos 35 años, ni gordo ni flaco —el típico centroamericano —y llevaba un extintor amarrado a la espalda, una gorra blanca y una playera del Cruz Azul.

—Buenos días.

—Buen día—respondí de mala gana.

—Estoy pasando por todos los departamentos para fumigar cucarachas y chinches… Parece que hay una plaga en el inmueble. Si gusta le fumigo y después me coopera con algo. ¿Cómo ve?

La casualidad de su anuncio me sorprendió de manera positiva. Le sonreí y me hice a un lado.

Al entrar, el hombre sacó una especie de spray para fumigación y comenzó a trabajar sobre los muebles. Yo le iba ayudando mientras pasaba por cada lugar de la casa. Fumigamos el cuarto de Miko, luego el de Morado y Vainilla, y finalmente el mío. Yo aproveché un instante para enviarles un mensaje informando que había un fumigador en la casa porque todo el inmueble estaba infestado, pero Miko me respondió que ese hombre ya había pasado varias veces por el edificio y que a él no le daba buena espina. Entonces, el fumigador me interpeló:

—Lo malo con este producto es que no es suficiente. Hay que poner otro veneno, pero ese sí no lo tengo aquí. ¿Le parece bien que lo apliquemos?

—Claro que sí.

El hombre hizo una llamada por celular y luego me dijo:

—Mi socio ya viene para acá, pero debo ir aplicando este disolvente para que el otro veneno funcione bien. Lo mejor es que usted baje y le reciba el producto a mi socio mientras yo termino acá.

En ese momento, mi ritmo cardiaco se aceleró.

—Eh… No puedo dejar el departamento solo, jefe —le dije, extrañado— Vaya usted en mi lugar, ¿no? Mientras vuelve yo le dejo todo listo.

Mi respuesta molestó mucho al hombre. Refunfuñó algo incomprensible, me entregó el spray que estaba usando y salió del departamento. Esa extraña reacción me inquietó bastante. Fui a revisar mi cartera, que había dejado encima de la mesa, y efectivamente mi dinero ya no estaba. En seguida llamé a Vainilla, supuesto dueño del departamento, y le conté lo que había sucedido.

—¡No mames, Camilo! ¡Mira si no falta nada en mi cuarto! Yo tenía un poco de lana encima de la mesa !

Desde luego, también se la había llevado. Una angustia sin nombre me habitó el pecho. Mientras no lo vigilaba, ese tipo podía habernos robado cualquier cosa. De inmediato llamé a Morado y a Miko para preguntarles si habían dejado algo de valor y, por fortuna, no fue así. En ese momento comprobé que las manos me temblaban un poco. Me sentí ingenuo e idiota como nunca. Una leve paranoia de que el ladrón regresara con su cómplice me embargó durante cinco minutos. Cerré la puerta, puse los seguros y agarré el cuchillo más grande que había en la cocina.

Un rato después, sentí una pesadumbre por la desafortunada coincidencia que hubo entre la plaga y este patético ladrón. Esa pregunta condescendiente y tendenciosa « ¿Por qué yo? » me rondaba en la cabeza una y otra vez. Lo peor era que ambas desgracias me habían sucedido a mí pero también afectaban a mis compañeros de departamento. Así pues, lo lógico —creí— era irme antes de que me echaran.

•••

—Lo que no logro entender es por qué lo dejaste pasar si pensábamos contratar una agencia para que fumigara en dos días—me decía Morado mientras se enderezaba los lentes con cierto temblor en la mano.

—Pues no sé, güey— respondí lastimeramente— Pensé que ese cabrón nos podía echar la mano por un mejor precio.

El ojo derecho de Vainilla comenzó a parpadear a causa de un tic nervioso.

—Es que esto ya es defender lo imposible. Tú sabes que me caes muy bien pero estás poniendo la casa en peligro. Lo mejor es que busques otro lugar para el mes que viene.

—No hay ningún problema. Ya estaba pensando en eso.

Al cabo de un rato comenzamos a preparar las cosas para la fumigación, que tendría lugar dos días más tarde. Tuvimos que meter todos los objetos del departamento dentro de bolsas plásticas. Una montaña se iba acumulando e impedía el tránsito de la cocina a la sala. Por si fuera poco, había que lavar la ropa en agua hirviendo o repasarla con una pistola de vapor que un amigo de Vainilla nos prestó. Terminamos cerca de las 4 a.m., exhaustos.

•••

Durante el tiempo en que mi habitación estuvo cerrada y en cuarentena, fueron pocas las veces que entré. Me producía un extraño escozor saber que un nido de insectos se gestaba en mi antiguo espacio íntimo. Iba  exclusivamente a sacar mis pantuflas, alguna camisa para ir al trabajo o a buscar cigarrillos, pues no tenía otro lugar para poner mis pertenencias. De solo pensar en esos bichos infestándolo todo lentamente, caminando por encima de mi cama y sembrando sus huevos en cada rincón de la habitación, sentía un escalofrío que me subía por la nuca y terminaba en la punta de mi cráneo. Las constantes marcas y ronchas que dejaban las mordeduras en el cuerpo de Vainilla y Miko aumentaban mi paranoia.

A menudo me imaginaba yendo al cuarto para buscar algo y al abrir la puerta me encontraba con millones de chinches que desbordaban el espacio, me tiraban al suelo y luego me devoraban. Incluso una noche llegué a soñar con un escarabajo gigante que emitía alaridos y agitaba sus tenazas dentro de mi habitación mientras yo lo observaba aterrado desde el suelo, reducido al tamaño de una hormiga.

Otro de los efectos secundarios ligados a esta funesta plaga era lo que he bautizado como la “piquiña psicosomática”: siempre que mencionaba el tema, me venía una súbita comezón que provocaba —en mí y en mi interlocutor— un incontrolable picor que nos llevaba a rascarnos la cabeza, el cuello o los brazos.

 •••

El día de la fumigación me desperté con una tranquilidad en el pecho. Al fin íbamos a terminar esa siniestra convivencia. A la hora convenida, nos reunimos para sacar las bolsas de plástico que contenían nuestras pertenencias, dejando el espacio vacío. Unos minutos después, un joven flaco y lento se presentó delante de la puerta como el fumigador. Entre tartamudeos y vacilaciones logramos comprender que todo tomaría menos de una hora.

Morado y yo nos quedamos fuera del departamento, cuidando las bolsas estaban apiladas por el pasillo del segundo piso.

—Pinche Vainilla, ya nos peleamos otra vez —me dijo con una sonrisilla en la cara.
—¿Y ahora qué pasó? —respondí poco intrigado, pues sus peleas eran frecuentes.
—Me cela mucho, me acusó de andar cogiendo con otro bato.
—¡Qué mal plan, güey!
—Ni hablar…Ya dejamos el Grinder…  Los tríos los buscamos juntos, nos ponemos de acuerdo…
—¡Qué sofisticados! —bromeé.
—Cállate y mejor dame un cigarro, marica.

Saqué mi cajetilla y le ofrecí uno, que encendió al instante. Se puso sus audífonos y se sumió en su smartphone. La mala noche que había pasado me provocó una somnolencia profunda. Sin nada más que hacer, acomodé varias bolsas, formando una especie de colchón en el pasillo y me quedé dormido.

•••

El sonido de un portazo me despertó de golpe. No supe cuánto tiempo pasó, pero el fumigador había terminado hacía mucho porque la puerta del departamento estaba entreabierta y la mayoría de bolsas no seguían en el pasillo. La oscuridad impedía saber si era de día o de noche. Me di cuenta de que Vainilla y Morado discutían en la cocina, pues ya me conocía sus gritos. Normalmente, deberían terminar de pelear en un rato y pasarían al sexo de reconciliación o a lo que Miko y yo llamábamos “Trío de reconciliación”. Yo quería pasar a mi habitación para poner todo en orden, pero preferí esperar un poco para no toparme con ellos. Sus reproches me hacían sonreír. No podía creer que una pareja que lleva tres años juntos pudiera pelear por esas tonterías.

Sin embargo, el tono de la discusión fue subiendo. Morado gritaba cada vez más fuerte. Yo esperaba ansioso a que concluyeran hasta que, de golpe, el ruido cesó. Seguramente la pelea había terminado con un beso y ahora estaban en lo que sigue. Un amable silencio se instaló en el edificio. Yo me encendí un cigarrillo y me puse a leer el timeline de Facebook. Todo el mundo parecía tan feliz desde allí. De pronto, se oyeron unos golpes en la cocina. Golpes en seco, como cuando se estrella algo contra el suelo. Me paré enseguida y abrí. Entonces descubrí a Vainilla estrangulando a Morado con sus manos mientras este pataleaba, ya sin fuerzas, y lanzaba tímidos manotazos. Los ojos de Morado estaban inflados y las venas de su frente brotaban desmesuradamente. Horrorizado, atiné a lanzarme sobre Vainilla y traté de forzarlo con mis manos para que las suyas abandonaran el cuello de su novio. El impacto de mi choque sobre ambos, nos tumbó a todos al suelo, pero el cuerpo de Morado seguía estirado, tieso. Vainilla, aterrado, estaba acurrucado a un lado de la pieza.

Me levanté al instante y traté de reanimarlo. Puse mi oreja junto a su boca pero ya no respiraba. Le hice leves presiones sobre el pecho como aprendí en el servicio militar, ciento veinte compresiones por minuto y tres soplidos de respiración boca a boca. Al intentarlo varias veces comprendí que no serviría de nada. Tomé mi celular y pedí una ambulancia. Recuerdo el temblor de mi voz al comunicarme yl tratar de explicar lo sucedido. Escuché el portazo de Vainilla, que salió del departamento. Yo regresé a la cocina, recogí sus lentes rotos del suelo y subí a buscarlo en la azotea.

•••

Era una linda tarde y el perfume del calor sobre el pavimento disipaba un sopor en el aire. Los tendederos de ropa estaban llenos y las prendas bailaban al son de un viento apacible. Luego de buscar en varios rincones, lo encontré frente a la vieja catedral de policía. Sentado, tenía la cara entre las piernas y sollozaba suavemente. Me acerqué, dejé los lentes, la cajetilla de cigarros y un encendedor frente a él. Me senté a su lado y vi pasar el tiempo de ese domingo gris. Lo único que se oía afuera eran los gritos de los vendedores callejeros, que pasaban pregonando su retahíla.

Vainilla se secó las lágrimas con su playera y encendió un cigarro.

—¿Está muerto, verdad?—me preguntó.

No respondí. Entonces Vainilla tomó sus lentes medio rotos, se los puso y se incorporó. Las escamas de cal y el óxido roído le daban un hermoso tono carmesí a las paredes de la catedral. El sonido de la ambulancia se oía cada vez más cerca. En ese momento, Vainilla se volvió hacia mí con una mirada de gratitud en los ojos y, por primera y última vez, me tendió su mano para ayudarme a levantar.

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*Camilo Rodríguez tiene una maestría en Letras Francesas y especialización en Comunicación de L’Université de Toulouse II. Actualmente trabaja como consejero pedagógico en Éditions Maison des Langues y escribe en la sección de Cine y libros de Revista Nexos en línea.

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