Por María Alejandra Barrios
Pablo y yo nos conocimos hace poco y los dos estamos deprimidos. Yo estoy deprimida porque no tengo visa y no se dónde dormiré el próximo mes. Pablo está deprimido porque su negocio de marihuana es muy pequeño y además le preocupa que la policía lo capture.
Su nombre real no es Pablo.
Mis papás se rompieron el culo para pagarme educación en una Ivy League en Nueva York. Mi J1 está por expirar pronto y si no logro una extensión, me toca devolverme para Colombia. Pablo también es de Colombia, pero no es por eso que vende drogas. Él vende porque está andando con gente que no debe y sobre todo porque le gusta la plata fácil.
También le gusta conocer gente nueva todas las semanas. De hecho, así fue como nos conocimos.
¿Fumas?, me preguntó durante una fiesta en una casa en Bushwick.
Ahora sí, respondí quitándole el cigarrillo de las manos.
Yo no sabía fumar marihuana. La carga de la violencia de mi país. La carga del colegio católico. La carga de la religión impuesta en mi casa.
Pablo interrumpe mis pensamientos.
Así no es como se fuma, tienes que retener el humo hasta que llegue a la garganta y te queme un poquito, dijo.
Pensé en la promesa que les hice a mis papás de no fumar, pero el recuerdo no dura mucho. El dolor en mi garganta sí.
Pablo y yo empezamos a salir casi todos los días. Él trabaja de noche vendiendo marihuana y yo me la paso pensando en qué pasaría si no llega la visa, en casa, en no tener un país. Pienso en cómo no parece haber fin para todo esto. Yo no duermo y Pablo tampoco. Él teme ser atrapado.
Por eso me va tan mal en esta mierda. Estoy asustado.
Yo también.
Tú no haces un culo. Deberías venir conmigo mañana.
Al día siguiente fuimos a vender marihuana. Hablamos con los clientes, fumamos con algunos de ellos y comemos pollo frito con una pareja.
Cuando Pablo fuma se vuelve más dulce. Me besa la frente.
No deberías hacer esto, preferiría que no hicieras nada.
Estoy asustada, digo mientras siento que la tierra se abre bajo mis pies. Escucho la voz de mi mamá: vente para la casa, te estás volviendo loca. Escucho la voz de mi psicóloga: ¿estás durmiendo?
La única voz que me importa es la de Pablo.
Entiendo que estés asustada, dice. Me aprieta la mano y noto que está ansioso. ¿Podría estar así por la posibilidad de perderme?
Pablo, ¿cómo te llamas?, le pregunto.
Al día siguiente atrapan a Pablo. Me llama desde la cárcel, me dice que me extraña. No se queda en la cárcel mucho tiempo. Resulta que los papás de Pablo tienen mucha plata.
Días después viene a mi casa en Bushwick y nos besamos. Me besa la espalda, los brazos, la frente y el pecho. Me dice que me ama en su acento paisa.
Pablo enciende un porro y fumamos acostamos en mi cama.
¿Pablo?, lo llamo. No responde.
¿Pablo? Otra vez.
A ambos nos asusta la vida. Estamos en Nueva York, él con un negocio de hierba y yo sin una visa. Cuando toma mi mano la tierra parece juntarse de nuevo bajo mis pies. Dice que irá a la universidad, esta vez de verdad, y yo guardo silencio porque no tengo un plan.
Pablo, Pablo, no te duermas. Pero se duerme igual.
Y creo entonces que Pablo y yo no tenemos un país, pero tenemos algo juntos. Sus ronquidos cesan y todo lo que puedo oír en la habitación es el silencio. Otra vez siento cómo se abre la tierra y me traga, pero esta vez no tengo miedo.
Sostengo la mano de Pablo, no me importa despertarlo. Siento la calidez de la tierra y el barro. Aprieto más fuerte y me preparo para seguir el camino que tengo por delante.
Pablo despierta y me dice que duerma, pero no puedo cerrar los ojos. En esa habitación tragada por la tierra, todo lo que puedo sentir y ver es la luz.
La hijueputa luz del amor.
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