AVANCES, AUTORES, FICCIÓN, NUEVAS VOCES

La casa, un cuento de Lorena Aguilar

Pixabay / graphisstudio

L

a casa tiene olor a humedad. Las paredes aún vibran por los gritos de la Señora, lanzados con la misma fuerza con la que tiró a la calle la maleta gris con la ropa de su marido. La casa está fría por las gotas de agua que se filtran a través del techo como se filtran las ficciones y las voces en su cabeza.

La casa cambia. Un día huele a cera roja, a navidad, al ajiaco preparado para los invitados, a la colonia que su marido usará para la celebración. Otro día, el perfume es el olor a la sangre que asegura haber visto en la camisa de su esposo, quien huía trepando la pared como un insecto.

El lunes la casa reluce, todos pasan a la mesa cuando el Señor llega hambriento. El viernes la casa cae de mugre apilada como trinchera para esconderse del susurro en su cabeza que le asegura que su esposo es un criminal. Se esconde de las cámaras ocultas entre las paredes, visibles solo para ella.

Cuando huele a comida provoca entrar por las puertas pintadas de rojo, como el piso, como la cera, como la sangre en la camisa del Señor. Si las puertas están rojas, es una invitación a seguir. Es la señal de su tranquilidad, no hay susurros ni advertencias en sus oídos. Pueden pasar, ha olvidado los motivos que la obligaban a atrincherarse.

Pero otras veces, las puertas son grises. Advierten que ella no le abrirá a nadie, que le recordaron todo: las cámaras, la camisa manchada, su marido huyendo, el peligro que corre si no se esconde detrás de la mugre. 

Todos huyen de ella, husmean desde las ventanas protegidos por las cortinas, como él, que sólo tiene valentía para abrir la puerta de su cuarto lo suficiente para que salgan un índice y un pulgar obesos apretando un par de billetes. Grita el nombre de su hija, ella rapa los billetes con la valentía que a su padre le falta y a ella por obligación le sobra.

La jovencita camina entre la basura regada por el piso hasta llegar al teléfono, con temor susurra la dirección. La casa sabe el significado de esa llamada. La puerta se hace más pequeña. La joven lo nota y se apresura a convencer a su mamá de que salgan a dar una vuelta por la ciudad, le dice que es Día de Velitas y que sería hermoso ver las luces. La toma de la mano con temor vestido de delicadeza. La lleva hacia la salida con pasos que se hacen lentos al tiempo que el marco de la pequeña puerta se llena de una extraña secreción. Salen atravesando esa viscosidad pegachenta anhelante de mantener dentro de la casa lo que es de la casa. 

El Señor escucha el sonido de un carro poniéndose en marcha. Piensa que es el taxi que se lleva el castigo con que Dios le desposó. Piensa en cuánto va a durar esta hospitalización. Su mente es numérica, suma y resta billetes todo el tiempo. Dos billetes para llevar a su mujer a la clínica de reposo. Diez billetes para la salida de la Señora, para que vuelva a lavar camisas, portones y pisos.

El Señor sale del cuarto. No reconoce lo que ve. Pareciera que cada elemento de su casa flotara. Huele a cobardía, a orines en los pantalones. Siente húmedo su ombligo. Observa su voluminoso estómago. Su camisa está manchada por la sangre que gotea su nariz, como cuando era niño y su mamá lo arrastraba de una mano mientras huía de su esposo que amenazaba, machete en mano, con llenarlos de planazos.

Se quita la camisa y limpia su nariz con ella. Se está asfixiando y necesita salir. No soporta más. Observa las paredes. Se acerca a una de ellas, la detalla, la corteja. Cierra los ojos. La huele mientras la acaricia placenteramente con las yemas de sus dedos. Manos y pies expelen un sudor espeso. 

De repente, como si saliera de un trance, abre los ojos detallando cada milímetro del espacio. Ágilmente sube su mano derecha por la pared, luego su pie derecho, mano izquierda, pie izquierdo. Sigue la ruta dibujada en su pequeña cabeza: pared, techo de la sala, pasillo, techo del patio. Llega hasta el lugar por donde entra el olor al aire citadino y la imagen del cielo pintado con nubes grises que se cuela por una teja rota que intenta arrancar el viento. Él se detiene para sentir con el rocío que empieza a caer, el inicio de su soledad. Sale dejando un rastro pegajoso y maloliente que borra la lluvia filtrada por las paredes de una casa vacía.

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Lorena Aguilar. Bogotá, 1991. Ganadora del concurso de cuento El Túnel 2018 (Cámara de comercio de Montería). Actualmente estudiante de Trabajo Social en la Universidad Nacional de Colombia.

  1. Un gran cuento, muy descriptivo, me lleva la imaginación a cada una de las escenas. Me gusto!!

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  2. La casa, como la mayoría que algunos hemos vivido, pero sólo cada quién la vive diferente. Una metáfora también. Una narración que llena de nostalgia, inmovilidad pero también desasosiego.

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  3. Hermoso cuento, la imaginación vuela y te hace sentir parte del mismo, los olores, la sangre, el desasosiego, perfecto para estás noches frías

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  4. Describes una realidad de lo vivido

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