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Estigmas de la promiscuidad, un cuento de Rodolfo Lara Mendoza

Ex-voto | Almond Eye Painter, Wikimedia Commons 

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ace casi una semana aparecieron los estigmas. Primero fueron dos pequeñas llagas en las manos que me sorprendieron dolorosamente en la mañana al lavarme la cara. Tres días después las marcas de Cristo aparecieron en mis pies. Esa noche había soñado que yo era un santón hindú que intentaba caminar sobre tizones incendiados. Hoy me ha despertado un fuerte dolor en la espalda. El espejo ha revelado siete surcos en la carne.

Hasta entonces no había creído posibles estas cosas. Al menos no para mí que no me aproximo ni remotamente a la santidad aunque haya dedicado gran parte de mi vida al estudio de ella: soy profesor de teología, pero también un mujeriego empedernido, un bebedor sin consuelo y un buscapleitos de primera. A pesar de mi vida disoluta nunca me ha gustado lidiar con lo ajeno, lo cual incluye, por supuesto, a las mujeres de otros hombres. Si en esta ocasión me acosté con la mujer de mi hermano ha sido por mero accidente, y recae más la culpa sobre el parecido que tienen nuestras casas y mi embriaguez de esa noche que sobre mí mismo.

Como hermano menor Ramiro siempre ha querido imitarme. Si es profesor de teología y un apasionado por las antigüedades, es porque antes yo lo he sido; si se metió a vivir con una extranjera alta y de cabellos dorados, fue envidiándome la mía; si tiene una casa con amplios vanos y diseño minimalista justo enfrente de mi casa, ha sido por esa obsesión enfermiza de ser mi reflejo.

Días antes de la aparición de los estigmas llegué borracho a casa. El taxi me dejó justo a la entrada del jardín, pero opté por entrar por la puerta de atrás para no hacerme un lío con las llaves. Mi mujer dormía de lado, plácidamente. La sábana le dejaba al descubierto la dorada cabellera y una pierna hasta el inicio de las nalgas. La visión de su cuerpo desnudo me encendió. La besé desde los pies hasta más allá de donde la sábana tapaba. En esa posición ladeada le hice el amor. Luego me quedé dormido. Me despertaron los puñetazos en la espalda y los gritos de Ramiro. Tardé algo en entender hasta que vi el rostro de su mujer sorprendiéndose a mi lado. Traté de explicarle a mi hermano que había sido una confusión, que seguro el taxista había entrado por el lado opuesto de la calle y por eso me había equivocado de casa. Que todo era consecuencia de su maldita manía de copiarme hasta el cansancio. Cegado por el orgullo y la rabia volvió a golpearme y nos agarramos hasta que los vecinos llamaron a la policía. En la comisaría, a duras penas, conciliamos.

Cuando volví a casa mi mujer se había largado. Hallé el armario vacío y sobre la cama una carta en la que me felicitaba por lo lejos que había llegado con mi promiscuidad. Me enteré de que la mujer de Ramiro también lo había dejado, luego de reprocharle su deseo enfermizo de imitarme. Como buenos hermanos solidarizamos en la desgracia y nos emborrachamos juntos. Después de la segunda borrachera aparecieron en mis manos los primeros estigmas. Ese día y los dos que siguieron me los pasé sin poder agarrar nada. Anteayer volvimos a beber. Cuando le mostré las heridas Ramiro sonrió y me dijo que seguro eran un premio por mi santidad. Creí sentir un dejo de ironía en sus palabras, pero me confortó el hecho de que él mismo, ante la inutilidad de mis manos, me acercara el trago a los labios.

Ayer desperté con la sorpresa de los estigmas en los pies. Como las heridas de las manos aún no habían sanado, tuve que arreglármelas con esa nueva discapacidad. Debido a ello, anoche nos emborrachamos en mi casa, y hoy ‒tras un sueño que en lugar de aclarar las cosas las confunde‒ me he levantado con la espalda cruzada a latigazos. En el sueño Ramiro me reprochaba por el abandono de su mujer. Y aunque es cierto que no soy culpable de ello, tampoco soy inocente. Contrario a lo que pudiera pensarse, un santo puede ser capaz de los mayores males, del mismo modo en que el diablo puede, sin saberlo, llevar una aureola entre sus cuernos.

Simulando inocencia frente a los estigmas, le he mostrado esta noche los azotes. Al igual que él, también he fingido estar preocupado. Con la botella de whisky en las manos me ha dicho que no hay nada que unos buenos tragos no puedan sanar. Me he dado a la tarea de servirlos yo para llevar cuenta clara de lo bebido. Hablamos de todo un poco: del rapto de Santa Teresa de Jesús y su visión del Infierno, de los estigmas de San Francisco de Asís, de la película de Rupert Wainwright, del martirio de San Esteban. Hacia la medianoche he fingido embriaguez. Simulo ahora estar dormido en un sillón. Por la ventana lo he visto cruzar la calle. Lo imagino en este instante buscando entre sus cosas, eligiendo entre sus antigüedades la punta de una lanza, cuidando de que la corona de espinas que me tiene preparada no le chuce los dedos.

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Rodolfo Lara Mendoza (Cartagena de Indias, 1973) 

Es autor de los libros de poesía Esquina de días contados, Y pensar que aún nos falta esperar el invierno, Alguna vez, algún lugar. En 2016 obtuvo el XI Premio Nacional de Libro de Cuentos de la Universidad Industrial de Santander por La gravedad de los amantes.

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