El demoledor de Babel es la historia de un escritor al que la sociedad ha cerrado toda oportunidad de formarse y a la vez la historia de la construcción de un hospital. El paisaje de fondo es el sur de Bogotá y sus vaguadas de pobres. La vida de un aprendiz de escritor que se ve arrojado a los extramuros de la ciudad para trabajar en la edificación que llama Babel. Esta memoria novelada está divida en ocho partes que describen el tránsito constante de un puñado de obreros sin contrato y el proceso de decadencia y corrupción de una obra civil y el derrumbe de las ilusiones de un escritor. Fue publicada en 2011 en Venezuela por editorial El perro y la rana. Revista Corónica presenta el primer capítulo.*
Por Larry Mejía
Aquí sufrimos de ese doloroso mal / de la riqueza
Jorge Luis Borges
No hay obras acabadas, sino abandonadas
Juan Calzadilla
1
Cuando llegué aquí había ya perdido el gusto por la vida y me había decepcionado de todo. Llegué cuando las tres personas a las que amé estaban muertas, una fue una mujer y los otros, los otros son los otros, los que usted llama familia. Aquí llegué cuando la música era lo único que no hacía tanto daño, y es que para ser honesto no todo esto es una mentira, pero sí es innegable que hay cosas que van a doler por lo menos siempre un poco más y es que uno por lo general llega tarde a la cita con el miedo, pero el destino siempre llega puntual, está esperando en la esquina del tiempo con el puñal en la mano, como estuvo parado el 7 de diciembre cuando me lo clavó en la espalda, destino hijueputa, no me mataste, ahora le quedan menos vidas al gato, pero no le di gusto a los enemigos.Lo cierto es que aquí llegué un sábado en la mañana, un sábado en que octubre se despidió vistiendo de luto la ciudad, que parecía no poder estar más oscura a los corazones de quienes la habitamos, pero sí, el cielo se venía sobre Bogotá, con su voz afilada, con su grito que rompe el silencio y le declara la guerra a la suciedad del hombre, atacándolo con gruesas gotas y desbandados ejércitos de lluvia que arreciaban contra mi pueblo.
Ésa es una de las pocas imágenes bellas que tengo, o que se me antoja la gana de guardar en la cabeza, la cabeza, en mi caso, es para cargar el pelo, porque las ideas aquí se llevan en el saldo de la cuenta, o en el proveedor de la pistola, aquí se piensa con dinero o plomo, aquí donde estoy escribiendo.
Pero mi asunto es la mañana bonita, la mañana de lluvia. Ahora pienso que más fácil hubiera sido dejarme ir ese día con las gotas del chaparrón, que caían de la nada del cielo para perderse en la nada de la ciudad y así no estar escribiendo esto, hubiera sido una muerte digna, aquí adonde llegué, cualquier cosa es digna, es digno el trabajo, el hombre, el celador y hasta el perro del celador que se llama Tony.
Pero como no morí, debo recordar y a veces, pocas veces, casi nunca, recordar está bien.
Ese día era mi primer día de trabajo, estaba asustado, asustado porque madrugar me asusta, y me parece infame. En un pueblo donde ya nadie sueña, lo mejor es no dormir, seguir de largo, quedarse por siempre despierto, porque si uno se acuesta y duerme, posiblemente sueñe que está bien, que está lejos de aquí, pero despierta y todo se va a la mierda y si uno despierta antes que el sol salga, la mierda se atisba demasiado oscura. Estaba asustado porque al trabajo llegué de la mano de Angélica, ella es la mamá de una niña preciosa, una niña con ojitos de perro, con una nariz pequeñita a la que le rodean diez millones de pecas, como gotas de chocolate que le hubieran saltado de la taza al rostro, una niña que es una promesa, yo no hablo de estas cosas, porque a esa niña no la conozco, la niña se llama Mariana y nunca me responde cuando le hablo, parece que no quiere responderme lo que a cualquiera, parece que buscara las palabras, es como si no quisiera usarlas, es una niña de la que no puedo hablar porque es además mi hija y las palabras amarran a la gente y yo que no he hecho nada por ella, lo menos que puedo hacer es amarrarla con estas letras. Lo que quiero por ahora es hablar de esa mañana.
Nos encontramos con Angélica en la estación Olaya de Transmilenio y, además de madrugar, ése ya era para mí otro oprobio, yo odio el Transmilenio pero también lo amo porque eso es lo que merecemos los idiotas: un transporte de mierda que nos aplaste y humille como hace cualquier cosa que sale de los sesos del gobierno y lo digo porque yo trabajo para el gobierno, ahora trabajo para él. En esa estación esperé a Angélica un par de minutos y apareció con sus grandes gafas de sol y con resaca. No bajó del bus, yo subí pronto, la miré de soslayo antes de pronunciar la primera palabra, luego hablamos de su fiesta de la noche anterior, de su amigo que vive cerca al barrio Santa fe, de un par de películas que le recomendé y me desbandé en palabras como siempre: “que este plano, la composición de la imagen, el guión, los diálogos, la actuación, la música, el vestuario, la fotografía, la semiótica, el ritmo de la narración, los detalles de los personajes y tal y tal”. Luego, cuando bajamos del transporte saqué un cuaderno y anoté para no perderme: Bus alimentador número 6-4, ruta Paraíso, mientras pensaba en estos barrios del sur tan negacionistas. Paraíso llaman a un lugar en el que suspenden el agua todos los fines de semana, debe ser y para ser consecuentes con el nombre, que el paraíso es un lugar puerco y mugroso, pero no creo, creo que el paraíso es un lugar sin hombres, cualquier lugar con hombres es el infierno.
Anoté la ruta mientras Angélica reconocía de entre la multitud y saludaba a Alexander Villalba, el jefe de compras, la persona a la cual yo iba a reemplazar, por supuesto él no se alegró mucho de verme, después tomamos el alimentador 6-4, Paraíso y salimos del Portal Tunal, apestados con ese olor a inmundicia del pobre río que es vecino de la estación, el pobre río agolpado de mierda humana, cadáveres, basura y desperdicios de la curtidora de pieles del barrio San Benito que vomita su porquería en él; y así, con la manga de la camisa tapándome la nariz empecé a subir a Vista Hermosa, que es como se llama esta parte de Ciudad Bolívar. Vista Hermosa, ¿Será acaso muy hermoso ver hambre, polvo y desventura por doquier? Debe ser que quien puso el nombre era ciego, porque desde aquí sólo se ven tugurios, casitas de cartón como castillos de naipes, que se mecen por el viento y se sostienen con un imán de milagro y cinismo a la montaña y Bogotá brumosa a lo lejos, enlutada, cubierta de sábanas blancas por los rincones insondables de su violencia innombrable, ésa es la vista hermosa de Vista Hermosa.
Subimos y subimos, y seguimos subiendo por una montaña rusa que son las calles de este barrio, donde sin freno los carros parecen querer salirse de la carretera y de la vida, llevándose de paso, eso sí, a cualquier alma que se les atraviese y seguimos subiendo, mientras los rostros del vecindario parecían irse deformando por la velocidad del carro y luego se perdían a lo lejos entre el polvo que se levantaba incesante al paso del transporte. Seguimos subiendo, subiendo entre calle- jones donde las bicicletas apenas pasan y los buses se angostan, no sé cómo, para colarse y cruzar raudos, entre la prisa del vecino que le hace el quite a la muerte, que baila y salta entre el sardinel y el muro, para que el carro no se le lleve lo único que Dios le dio: la vida. Y seguíamos subiendo la montaña, cruzando barrios, curvas, saltando en nuestras sillas por los huecos del asfalto, literalmente codeándonos, estrujándonos a cada pisada del conductor al pedal de freno, contra la ventana, o con los pasamanos de los asientos asidos al vientre.
Repitiendo la rutina de golpes quedé completamente despierto. Quince minutos después estábamos llegando, hacía bastante frío, estaba oscuro, iba a llover, en Bogotá siempre va a llover, si es que no está lloviendo ya, nadie levantaba la voz, casi nadie hablaba, no sonaba la estrepitosa música bailable que tanto gusta en Colombia, entonces y aparecida entre los ranchos, y el polvo, entre mi alma, se reveló una sensación desconcertante cuando bajamos del transporte a empellones, estaba al frente de mis veinticuatro años, de mis muertos y mi dolor, de mi pasado y mis recuerdos, al frente mío por fin, desnudo, intrincado, laberíntico, asfáltico, imponente, edificante, el hospital de Vista Hermosa en construcción, donde a partir de ese día empezaba a trabajar.
Trabajar o construir, construir y callar que es lo que Colombia enseña. Construir calladito, sin levantar la voz ni el ánimo, haciendo patria de los pedazos de montaña abandonada por la mano de Dios y recordada por los contratos del Estado, del que a partir de ese sábado empezaba yo a ser parte, como una forma más que tiene el destino de darle a uno dos tazas del caldo que menos le gusta.
Entré de la forma menos pensada a ser jefe de compras de una obra de construcción, yo que sólo sé comprar tragos que parecen costosos, libros nuevos de poetas viejos, ropa que parece de marca y accesorios que me hacen creer que la anodina existencia es detallista a la hora que nos acompaña el dinero. Ahora estaba en mis manos la lista interminable y desconocida de requerimientos técnicos, específicos y caprichos de ingenieros, maestros de obra, los arquitectos residentes, uno que otro contratista y algunos obreros, que entre los susurros débiles que la bestia les permite, terminaron enseñándome a orar como un hombre que cree en el destino.
Esa mañana de sábado pasó rápida, posterior a la inducción accidentada que Alex Villalba me daba, de la cual entendí poco, pues su afán en esconder cuentas y recibos, vales de caja menor y listas de proveedores, era mayor que la de hacerme entrega del puesto, entre click derecho, “eliminar”, “aceptar”, y sus “todo bien que ya le explico” se pasó la mañana y llegó el mediodía, el mediodía con su ambiente de casi fiesta por ser sábado, de casi resurrección, de casi libertad. Bajé de la oficina donde Angélica firmaba cheques con los sueldos de los ingenieros, y con adelantos para algunos contratistas. La oficina de los ingenieros era una casa al frente de la construcción, una donde en el primer piso estaba, en una improvisada sala que antes debió ser una carnicería, la sala de juntas, donde se hacían los comités de la obra, y al cruzar un pequeño patio, un corredor daba a una escalera por la que se llegaba a otro corredor y de ahí a las oficinas, el living, que llaman los argentinos, ahí estaban la instalaciones de los ingenieros y en un rinconcito de la pared mi nuevo escritorio y una computadora. Para ser honesto decidí trabajar porque Angélica me había dicho que el compact portátil lo daban como dotación y con eso ya era para mí suficiente buen pago.
Luego, entre las risas de mis nuevos jefes, que eran todos de la costa, valga decir que sus risas eran bastante cargadas de ese estruendoso folklore patrio, se llegó la hora del almuerzo y como yo era nuevo decidieron invitarme al Centro Comercial Ciudad Tunal para darme la bienvenida. En el almuerzo escuchaba atento, tratando de acoplar a mi dialecto, ese nuevo, que es el de una construcción, mientras en silencio, desde el fondo de mi corazón, le agradecía a Angélica el sacarme de mi anterior trabajo, del tedioso trabajo que había sido escribir mi tesis de grado, pero no la de una universidad, la que decidí hacer y escribir por mi propia gana, sobre el único tema que manejo, por lo menos en letras: mi vida. Angélica me sacó de unos meses duros de escribir una novela claustrofóbica, donde decidí dejarme de eufemismos y llamarle al pan, pan y al culo, culo; unas quinientas sesenta páginas de aburrido odio contra la Colombia que me negó, en repetidas ocasiones, un cupo para un ente de educación superior.
A la Universidad Distrital no pasé porque a la máquina que lee el grafito le pareció que yo no era lo suficientemente bueno para engrosar su estudiantado, y entre festivales de chichas, y tardes de vino, después de cinco años otorgarme un título como profesor, así que en tres ocasiones se volcó en negativas contra mi aplicación. Y en la Pontificia Universidad Javeriana, a la máquina que lee extractos bancarios, le pareció que no era digno del claustro, por el poco saldo que aparecía en mi cuenta, pero a eso le aunó un comentario de boca del decano que decía: “Evaluando sus documentos y su entrevista, el comité resolvió que usted no es apto para seguir estudios literarios, puesto que tiene unas lecturas preestablecidas”; y lo anterior, producto de mi entrevista en la que no quise hablar sobre Márquez y sus Cien años de soledad, como hicieron los demás que sí pasaron, yo hablé sobre poesía y por eso no pasé. Entonces, ¡cómo no!, me reboté contra la mierda que Colombia me servía al plato y me encerré a escribir, escribir y escribir contra todo pronóstico, como si al terminar ese texto algo grande fuera a ocurrir, y no ocurrió, como ocurre siempre. Entonces regresé a comprar diarios y a buscar empleos, cualquier cosa, y esperé con ansias a que me llamaran de una veterinaria al norte de la ciudad para sacar a pasear perros y limpiar caca de gatos, pero nunca llamaron, y éste no es el momento para sentarme a decir, y enumerar los inmundos rincones de Bogotá donde llevé hojas de vida: restaurantes de comida china, colegios de educación no formal, bares, tiendas musicales, y hasta una sala de proyección de videos para adultos.
Pero basta de recuerdos por ahora, es mejor regresarme a la tarde del sábado, cuando, al volver a la oficina y recibir el cargo oficialmente, decidí bajar a fumar un cigarrillo en la paz del quicio de la puerta, frente a la obra, donde al fondo los obreros descansaban tirados sobre las carretillas, con la ciudad de fondo que se caía en bloques de agua. Esa es la bella imagen, la imagen del puente de madera que hay al entrar a la construcción, donde los hombres cruzan cargados de bloques, ladrillos, mortero, herramientas, palas, picas, azadones, barras, saltarines, baldosas, para hacer posible un edificio, para dejar en cada rincón de la construcción algo de su arrastrado orgullo y de su gran corazón.
Es una imagen imposible en palabras, irrepetible, irreducible a las letras que tan fieles son a la verdad y tan impías cuando se trata del tiempo.
Esa imagen llenó mi viejo horizonte de una nueva expectativa, de la tentativa de un sueño a realizar, de un ideal, de poder por fin construir algo, dejar algo que no se reduzca a la esperanza.
Luego, al final del día bajé y bajé por las curvas y los saltos del pavimento, desandando como siempre por las calles angostas y los rostros deformes de la velocidad del transporte, bajé a doscientos kilómetros de felicidad en el alma y con una computadora personal en la que me había propuesto terminar de corregir mi tesis, mi novela, ya que la comodidad del salario traería bienestar a mi vida.
Ese sábado llegué a casa apresurado, descargué la computadora y el cansancio y salí a la calle veloz, veloz la calle y veloz yo, y mi afán por compartirle al mundo la alegría, las impresiones de un trabajo que se erigía ante mí como un reto más, de esos retos que siempre termino aceptando, ahí estaba bajándome del transporte con ansiedad, en la calle 26 con Décima, subiendo al Planetario Distrital y atravesando las escalinatas de Rogelio Salmona el arquitecto, mi nuevo colega, y de Jorge Zalamea el poeta, mi colega de antes, de siempre, con un sueño entre los bolsillos y dos billetes de veinte mil pesos.
En las Torres del Parque compré un paquete de Lucky y, reponiéndome de la agitación, empecé a fumar, a caminar tranquilo, a pensar con una paz que casi nunca me acompaña, a despejar de mi mente las dudas que días anteriores me habían sumido en un letargo, en un párrafo largo, inacabable, que se repetía como oración y letanía. La recua de mis dolores se había ensañado contra la dicha que a veces me acompaña, pero empezaban a amanecer nuevos horizontes, atravesados por los horarios esclavos y la nube, mejor el huracán de papelería y tergiversación que habría de ver en los días siguientes.
Pero nada, por ahora a la basura y al fuego con los afanes y los alegatos, estoy en el pasado, en esa entrada tarde de sábado donde mezclado ya con el ambiente del barrio La Macarena, el ruido del centro de Bogotá se perdía allá detrás de los árboles y las rumberas ruinas de la ciudad, que escandalosa se revuelca en su fiesta de la Cuarta para abajo y de la Cuarta para arriba.
De la librería Luvina, llamé a Pablo, cuando llegó ya había desocupado media docena de botellas, (la verdad es que Pablo siempre se demora, no es nada personal mío con el sabroso caldo) entonces me agarré de la amable rubia, de Nietzsche, y pasando las páginas de alguna revista empecé a hacer planes, planes de ahorro, de publicación, de viaje, y esas listas que hago cuando tengo la ilusión de unos centavos de sobra.
Después de planear mi futuro, cuando por fin llegó mi amigo, me apresuré a contarle los pormenores de los ingenieros, de la oficina, de Ciudad Bolívar, de mi nueva computadora, de lo mucho que esperaba adelantar los textos que por falta de ordenador había abandonado, después la noche, las palabras, los tragos, las promesas, la nada, y finalmente lo de siempre, un coche infernal de regreso a casa, la resaca y con ella el domingo.
Maldito domingo, así todos los días sean iguales, así la vida sea la misma aquí que en Salt Lake City, así los hombres anden despavoridos cualquier día, así el miedo sea la constante del hombre y la guerra sea la asonante de la humanidad, así hayan notas silenciosas y otras notas suicidas, así la música, así lo que sea, así pase mi mismísima sombra de la mano de Nicole Kidman, así pase lo que pase, odio los domingos.
Pero ese domingo era diferente. ¡Mentiras, pura mierda!, domingo es domingo como amor es odio, como Diablo es otro nombre de Dios, como hombre es sinónimo de desorden, y ese domingo estaba plagado de números por revisar y trabajo atrasado de Alex Villalba, y libros de cuentas, listas de proveedores, órdenes de pago, pedidos de ladrillos, cemento y concreto, metros cúbicos de concreto. Me había sido asignado pedir concreto, a mí, que en concreto no tengo nada, a mí, que de ladrillos sólo sé las estrofas de la canción de Pink Floyd que habla sobre ellos. Y bueno, no podía hacer quedar mal a Angélica, entonces el domingo de resaca terminó en Microsoft Office Excel 2003, casillas y casillas que se barajaban ante mis ojos como el verdadero caos, como un código del que no me importaba saber lo más mínimo, lo que yo quería era sentarme a corregir una novela, una obra maestra, lo último que quería era recordar las órdenes de los maestros de obra: “no se le olvide que el concreto es acelerado, y pedirlo con tiempo, porque Holcim es una empresa a la que hay que cumplirle”. Nada, de nuevo, ídem con lo mismo, le formulo la misma receta: a la basura y al fuego también con sus números, literatura mata números como gaseosa mata tinto, o café, (que es como se dice), si el número es el principio de todo, como dijo Pitágoras, me burlo un millón de veces de Pitágoras, escribo en su detrimento, lo mato con mis letras, le escribo un buen epitafio a él y a su doctrina de obediencia y sencillez. Pitágoras loco y enfermo, reencarnado, se decía el iluso, lo borro de un solo tajo, y como ese domingo estaba mi mente en recuerdos lívidos de la noche anterior, aprovecho para borrarlo ahora, lo mato en esta misma línea, ¡muere Pitágoras! Su reencarnación se llamará Computadora. Entonces desde mi computadora empecé a corregir mi novela, sobre la tumba de Pitágoras y cualquier otro adoctrinado del maldito número que tanto odio con el domingo.
Así llegó el lunes, maldito lunes todo el día, el lunes, enero corto, y así el tiempo sea lineal y no empiece ni termine, ni se pueda medir, maldito el lunes, y más si hay que madrugar.
En tanto con el lunes, a correr señor empleado, desde su casa a la estación de Transmilenio, a tomar cualquier bus y bajar en la estación Portal Tunal, cubrirse la boca del olor a mierda, y entre kilómetro recorrido y náusea, recordar Microsoft Office Excel 2003, y poner cara de aprendiz de arquitecto, cara de número, cara de medida, de decámetro, de espátula y de pica, cara de ladrillo a lo que no entienda, cara de mortero, cara de pared, cara de regla de tres, cara de número sobre la tumba de Pitágoras, y la estructura desnuda del Cami Vista Hermosa, mi nuevo trabajo.
Así pasó mi primera semana, construyendo, aprendiendo, anotando en un cuaderno las mil indicaciones por minuto, descifrando libros de cuentas que Alex Villalba había escondido para tapar sus desfalcos, sus robos, sus mordidas, sus escamoteos. Mi primera semana construyendo y escribiendo, construyendo en el día y destruyendo en las noches, largas noches de abrir mi computadora, que dejó de llamarse computadora para llamarse Pitágoras, y en tanto sólo abría a Pitágoras en las noches para llenarlo de letras, y en la mañana salía temprano a construir, y regresaba a la casa pronto a revelar las letras y fastidiar a Pitágoras el muerto, desde mi Pitágoras el vivo.
Y al día siguiente, subía de nuevo por la violenta montaña a la cual sólo le hace falta batir su falda para lanzar el carro cuesta abajo. Subía por entre el silencio de la mañana y el entrecruzar de vehículos y miradas, miradas de vecinos de Vista Hermosa que a esa hora empiezan a atravesar la ciudad, cargándose el cansancio y la desidia de existir para ir al otro lado de ella a trabajar.
Los días pasaron rápido de siete de la mañana a cuatro y media de la tarde y en poco tiempo había aprendido ciertas cosas sobre construcciones, pero no puedo negar lo extraño que era para mí comprar millones de pesos diarios en materiales, cuando en mi bolsillo apenas lograba juntar lo del transporte de regreso a casa.
Todo era extraño, todo es extraño, pero tuve que adaptarme, acondicionar mi cuerpo a madrugar y no dormir por estar aprovechándome de Pitágoras, acostumbrar mi cuerpo a las mañanas de polvo y las tardes de agua, agua y más agua sobre Bogotá, porque Bogotá es agua y mierda. Acostumbrarme a la comida mal hecha de los restaurantes vecinos a la obra, a las papas vidriosas, al arroz pastoso, al jugo hecho con frutas viejas, al caldo grasoso y al postre, cortesía del noticiero, que al mediodía reparte odio a toda la patria en media hora que se le va en asustar, para debitar las esperanzas entre titulares y muertos, entre el narcotráfico que se acrecienta y la guerrilla que no cede, el postre es de bombas y masacres, de ríos de sangre a la postre.
Luego me acostumbré al frío y al hambre, pues a pesar de ser empleado, no comía bien, porque no me gustan las papas vidriosas, ni el arroz pastoso, ni las frutas viejas, ni la carne rancia, en ninguna presentación, ni los noticieros terroristas, lanza tripas, quiebra patas, mala leche.
Las tardes en que no llovía compensaban el trabajo del día, las tardes con desfiles de colegialas pobres y coquetas, famélicas y coquetas, jovencitas y coquetas, que en ráfagas de piel ajada nos exhibían a los obreros, impúdicas, su intimidad de doce, trece y catorce años; las tardes de niños mocosos llorando, las tardes de silencio en Vista Hermosa me tranquilizaron el alma y entre obrero y hombre, entre tarde y tarde, entre colegiala coqueta y régimen alimenticio de pan y Coca Cola, pasé mi primera quincena construyendo un edificio y sintiéndome alguien, entre las órdenes de Ferdinan Rafael Cantillo Wandurraga, mi jefe directo, el jefe de todos los obreros y maestros, otro costeño, de Cartagena, para ser preciso, el gran jefe, el arquitecto residente que más tenía investiduras de rector de colegio, pero que entre su estómago de dos toneladas y su metro ochenta de estatura, declaraba con ímpetu los trabajos que había que hacer.
Rafael o “Arqui”, como lo empecé a llamar con el paso de los días, era el arquitecto que remplazaba a Javier Rozo, a ese Javier no lo conocí, sólo por boca de algunos empleados, que improperaban: “Ese Javier Rozo era un hijueputa”, fue la descripción célebre de mis colegas.
Y es que con el paso de los días, en el descanso de la mañana, me integraba con los obreros y escuchaba, entre tantas cosas, los chismes de la obra, que luego fueron develándome lentamente, la gran tragedia que se construía, en los entretelones del Cami, en la trastienda de la construcción, en el centro mismo de la obra.
Una tarde sin saber por qué, que luego lo supe, me despidieron, y entonces bajé, bajé de El Paraíso, de nuevo me habían expulsado del paraíso, y de paso del trabajo.
Así que volví a medir calles, pero esta vez con más propiedad, pues algo había aprendido en los días de trabajo con maestros, obreros e ingenieros, algo quedaba, pero ya no más la esperanza, esa palabra que no tenía sentido, porque de esperar, como de la carrera no queda sino el cansancio, como de todo todo, uno se cansa de todo, de caminar, vivir, comer, aguantar, trabajar, de no trabajar. Por esos días quise no pensar, para no empezar a cansarme de mí, para no tener que llegar a mi casa y antes de activar la luz de mi cuarto, mentalizarme para no mirar el espejo que tengo sobre una mesa, porque mirar los espejos es de lo peorcito que le puede pasar a uno. ¿Qué ve uno en un espejo? En mi caso, un pendejito de veintitantos, que ha empezado incontables cosas, y cuando parece que por fin algo le va a salir bien, todo se va a la mierda, o él mismo lo manda a la mierda, por eso no me gustan los espejos, son tan cínicos que no dicen una palabra, está toda la imagen del enemigo frente a mí, pero no se atreve a declararme la guerra, simplemente imita mis movimientos, como un enemigo genio, esperando una pequeña reacción para burlarse, para atacar, para derribarme.
Entonces a leer cualquier cosa y al terminarla lo mismo, el hambre por el hombre que fui en otros tiempos, la sed de pasado, la angustia de un futuro al que no llegaré porque está muy lejos, la nostalgia por los que ya no están y los pesos que se le van quitando a uno del papel moneda y se le van cargando a la deuda con la existencia y los dolores irrefrenables de la soledad inefable giraban y giraban en mi casa, en ese rincón que es mi casa, la cual parece un museo, lleno de trastes viejos, de facsímiles, de las letras de mis canciones favoritas colgadas de los muros, los muros llenos de sombras, y encontraba sin querer entre esos muros los suspiros del ayer, y la música, aliciente, pero la música acusadora, y las sombras cobraban forma de espectro, forma de espejo en el que no me veo, pero en el que encuentro voces. Siempre he pensado que el Aleph de Borges es un espejo, ese es el punto donde se reúne mi universo y otros varios para seguir siendo honesto.
De mi casa salía a mi cabeza, o a la calle, o lo mismo, y en la tarde, o en la noche, a la hora que fuera, a regresar sobre el frío de mi celda, llegaba por fin, y pensando, pensando, la locura hacía su trabajo, y pensaba que el cuerpo no es el que encierra el alma, pensaba loco que el alma es un embuste de los mortales idólatras y que si algo encierra al hombre es esa noción de lo insustancial, del temor a no querer ver, de no poder ver, y entonces pensaba loco y sin alma y regresaba sobre algún libro viejo, escrito por algún viejo loco, algún viejo igualito a como yo jamás he querido ser, uno parecido a la amargura retratada en una facción, uno de esos que sobre el sarcasmo sostienen una copa de whisky que sabe a nada, a lo mismo, a lo otro, a lo ajeno.
Una tarde, habiendo pasado unos cinco días desde que me despidieron, Angélica llamó a mi casa y, como siempre, entendiendo lo que me ocurría, intentó presentar disculpas y prometió que me conseguiría alguna otra cosa. Recuerdo que le dije:
–Como yo soy bien tonto y vivo de esperanzas, voy a esperar uno diez días a que me llamen de la obra de nuevo.
Entonces y con un silencioso acuerdo mutuo, cambiamos el tema, pero también evadí el tema de Mariana, por razones que aún hoy no me explico, y a lo mejor mañana tampoco.
Y bueno, bueno no; malo, a regresar sobre la duda y la espera, pero la esperanza la había perdido unas líneas atrás del texto, aunque tampoco, la esperanza es inherente a los seres humanos, y es útil a veces, entre el segundero y el minutero, es útil, entre el horario, entre meridiano y paralelo sirve la esperanza, pero sirve más la duda, además la duda concede, y la esperanza no, la duda permite sonreír y así el paso torpe del tiempo se hace un poco ágil. Y con la nada el regreso a la locura, o a lo más parecido que conozco a ella: el silencio plagado de ruidos del pasado, de voces que no sé si son mías, de locura, para decirlo, para repetirlo sin ambages.
Como siempre, los días empezaron a pasar, días como velas que se prenden y se apagan, bien con el viento, bien porque se consumen, días como velas, días blancos en que no pasa nada, días negros en que no pasa nada, días rojos en que nada pasa, y lo peor es eso, que cuando pasa, sólo pasa y me deja solo como si no pasara nada, días y más días, y eso sin contar las noches, noches de un hombre en una ventana, mirando la ciudad como a través de una vitrina, como si la maldita ciudad fuera una vitrina donde se venden consumidos los sentimientos y avivadas las bajas pasiones, desde la vitrina de mi cuarto todo Bogotá arde, arde de la ventana para afuera, y su humo no le llega a Dios ni al Diablo, porque el odio de la ciudad ya no le importa a nadie.
A lo mejor sólo estaba triste por volver a estar sin dinero, a lo mejor estaba triste por estar vivo y no querer pensar en eso, a lo mejor no estaba triste, a lo mejor era una transfiguración del odio, a lo mejor era una forma nueva de amar la nada, de dejarme llevar por la desidia, de resbalarme medianamente seguro por los laberintos que tengo en la cabeza, laberintos donde tropiezo con Schopenhauer, o con una lata de Coca Cola, y da igual, ya nadie tiene algo que decirme, nunca lo han tenido, porque todo es tan relativo que a veces para llegar a algún lugar he empezado por irme tomando el camino contrario, y he estado más cerca que cuando tomo la ruta que lleva directamente, o por la que me indican otros. Entonces, recaía sobre la idea de Vista Hermosa y El Paraíso, de ese barrio en el que por unos días había trabajado. Resumiendo, sí, tenía rabia, una rabia eufórica que siempre me hace bien, porque me quita el velo de amor que a veces siento cuando veo a tanto hijueputa aferrado a la vida igual a mí, la rabia que es la línea entre la vida y el suicidio.
Así pasé un par de semanas, entre la nada y lo mismo y lo mismo era la nada, y divagando entre la nada y la nada, la cabeza empezó a funcionar hacia atrás, la cabeza era un cangrejo y no tenía a quién contárselo, porque a Pitágoras me había tocado entregarlo, se lo entregué a Julián Navarro, el esposo de la hermana de la novia de Erwin Castro, uno de los dueños de la empresa, que era socio de Libardo López, que era hijo de su mamá y de su papá, gobernador de algún territorio explotado y vilipendiado de la costa atlántica de Colombia, que era a su vez socio de Javier Camargo, hijo de alguien, pero no de un cualquiera, como nosotros los hijos de Colombia, nosotros los obreros de los que yo ya no hacía parte, nosotros los silenciosos, nosotros los trabajadores, nosotros los de la resignación en el rostro del ánimo, nosotros los cualesqueriados, pero a esta altura sólo los otros, pues a mí me habían echado hace ya líneas, hace ya días.
Así seguí viviendo y volando entre los lances de la bestia, o por fuera, porque sin trabajo la bestia se hace tan magnánima y su mecanismo tan perfecto que ni siquiera necesita tocar al pobre prójimo, que espera en las afueras de su fortaleza una oportunidad para ascender por la escalera del empleo, la de agachar la cabeza y los sueños para poder entre agache y agache levantar por fin una cucharada de sopa grasosa.
¿Qué iba a hacer? ¿Qué se hace en esos casos? Nada, como siempre nada, eso es lo menos peligroso, y a leer y a escuchar la misma música, o un libro diferente cada noche, y con ese divagar de la angustia por los tópicos de la genialidad y la enajenación, y a repetirse el cuento de “Ya vendrán tiempos mejores” y a escribir el cuento de la felicidad y a exorcizar en par de palabras el dolor, el sinsabor y el sabor a óxido de veinticuatro años corriendo como ratón de laboratorio por los mundos de este mundo, por las esquinas de mis fotos, de tiempos pasados en Ecuador, de playas a la entrada del Perú, de sueños ya casi enmohecidos de Buenos Aires y malos tiempos.
Entonces, y entre la espera y la locura, me volvieron a llamar de la obra de construcción, y yo que no, y Angélica que sí, y yo que no, y Angélica que sí, y entonces yo que de pronto.
Regresé a la montaña desangrada, a la montaña aferrada a la vida, a la montaña, a la obra, a los ingenieros y a los arquitectos, a la bestia que con un rugido había invocado mi nombre de nuevo y entonces empecé a preguntarme el porqué. ¿Por qué y para qué había de volver? Pero sin haber resuelto aún esa pregunta, regresé, y subí, subí triunfante, porque había sido un buen empleado y Pitágoras se había acostumbrado a mí, a mis letras, a mi mal genio, Pitágoras era el culpable de que me volvieran a llamar, entonces qué bueno era estar de regreso, quería escuchar al “Arqui” Rafael Cantillo presentarme excusas por la forma injusta como me despidieron.
Tan pronto llegué, me senté a esperarlo en la sala de juntas, la antigua carnicería; dije que se parecía a una carnicería porque estaba enchapada con baldosas blancas, casi como un baño, pero seguía guardando en sus rincones el olor a muerte de los muchos animales que debieron venir a parar ahí. Lo cierto es que me senté a esperar que el arquitecto Rafael se arrodillara y me ofreciera el doble de sueldo y una larga excusa.
Pero la vida es otra, otra cosa, la vida propia depende de la ajena, y entonces vamos así dejándonos llevar del viento, del viento que le sopla la llama a los poetas, del mismo que la apaga. Quiero decir con esto que no me habían llamado para ser el jefe de compras, porque el jefe era el familiar del otro jefe, nadie iba a destronar a Julián Navarro, a mí me habían llamado para reemplazar al almacenista, a Lenin Vargas, un flaco, alto, tranquilo, demasiado tranquilo para el ajetreo de la obra, un flaco de nariz consecuente con su tamaño, un flaco que se parecía al camello de de los cigarrillos Camel.
Cuando lo supe, le dije que no a Angélica y a Rafael el “Arqui”, porque no quería que alguien perdiera su trabajo por mi culpa, entonces tuve recelo y mis prebendas, las prebendas instintivas que me mantienen vivo y dije no, pero ya la decisión estaba tomada y Lenin debía irse, irse porque llegaba tarde y porque entre los descalabros de la obra conjeturaron que él tenía algún arreglo con Alex Villalba para sacar y vender material del almacén, eso era una mentira más de la obra, aunque esto lo supe después.
Entonces mi cargo ahora era el de almacenista, pero en últimas era de ser el reemplazo del reemplazo, porque así fue como lo entendí, además, y para colmo de males, para subyugación de la subyugación, no me regresarían a Pitágoras, aunque en el almacén había un Pitágoras de escritorio, este bello Pitágoras desde el que ahora escribo, In Situ como el disco de Sal y Mileto, como esos latinajos que aprendimos de los mayorcitos, o que aprendí yo que tengo una buena memoria, esta maldita memoria que no me permite mandar a la infamia innombrable las cosas que detesto, las mías y las ajenas.
El asunto es que regresé a la obra, pero desde la obra, no desde la oficina y la tranquilidad agitada del idioma horrible que hablan los costeños, esta vez el sitio era el sitio, sin concesiones, ni otra definición, pues metido el dedo metida toda la mano, y entonces a presenciar cómo ingeniero por ingeniero, arquitecto por arquitecto, desfalcaban al estado que desfalca al pueblo y yo desde adentro, como José Martí, “He visto al monstruo y conozco sus entrañas” y adentro, cada hora más metido en el dolor de los obreros y en el color de sus ojos, que debe ser el mismo color del río del que me habló Hesse, el color de los ojos de los obreros es el color de la súplica a Dios, y uno habla con Dios a través de ellos y, como sus ojos, también Dios calla.
El asunto era recibir un almacén, inventariar un desfalco, presenciar un edificio que se construía sobre las ruinas de sus próceres, como ha ocurrido a través de toda la historia, próceres desgarrados haciendo en las sobras la historia del hombre y yo en medio, ¿Y para qué yo ahí, o mejor aquí? Para denunciar, para enunciar levantado entre las estructuras del edificio y la estructura del hombre y el hambre la misma condición asonante de la tragedia humana, ellos allá y yo aquí, pero visto desde ese punto, desde el nuevo punto y la nueva condición, el aquí se convirtió en el allá, en la llama misma ardiente, ardiente de manos y ojos en plegaría al cielo que no escucha. Qué va a escuchar el cielo si el cielo como tal es otro abismo.
Ellos allá y yo allá, y mi otro yo desde la esquina de este tiempo, desde el dintel de la existencia, desde el zumo mismo de la subsistencia, desde la quintaesencia de la vida que es el río construyendo un cauce hacía la muerte, pero esta vez estaba de nuevo construyendo un edificio, un hospital, un refugio de las almas laceradas por el dolor o por el puñal de Ciudad Bolívar, del sur, del sur innombrable que duele como la cuerda de una guitarra que se rompe en el mástil y en el alma, ellos allá y yo también, y mi otro yo construyendo la vida eterna, naciendo en las sombras de una ciudad que me había sepultado hace tiempo, o que yo había decidido sepultar.
Trabajar desde la obra era otro precio, otro clima, otro ambiente, era un nuevo tiempo para mí, que sólo tengo como tiempo bueno el pasado, el pasado del que a veces me suspendo como Buster Keaton se suspendía del Big Ben en una película que no recuerdo.
Y entonces los días empezaron a girar, a girar en el nuevo circo, y yo a recorrer la cuerda floja, la cuerda floja de mi vida.
Un nuevo trabajo, un nuevo reto, un nuevo Pitágoras, y la montaña pelada, devastada, asolada, mutilada, humillada, increíblemente poblada, construyéndose, aguardándome, protegiendo los secretos de la obra y las pasiones mías, mis deseos incesantes de un viaje y un nuevo comienzo o por fin un término.
Empecé como siempre a corregir la novela, a sacar de la computadora del almacén todo el vallenato que le habían cargado y a meter la música de Fito Páez, ya que yo no puedo escribir sin música, pues si lo hiciera no tendría nada que decir, porque la música es la máquina del tiempo, de mi tiempo, la que me transporta, gracias a la música recordé el futuro, y por eso guardo bajo llave mis recuerdos y de ahí no me los roba nadie.
Adaptar a Pitágoras a mi gusto no fue un trabajo fácil, porque estaba invadido de números que tuve que borrar, de fotos viejas del lote donde está el hospital, fotos que aún conservo en un disco compacto, fotos que avivaron mi curiosidad, porque cuando yo llegué a la obra ya habían pasado seis meses de trabajo, y desconocía qué había sido antes, entonces Javier Francisco Hernández, el cortador de ladrillo, me contó que era un lote lleno de maleza, donde cada noche había por lo menos dos robos, y en el que no pasaba un fin de semana sin una violación, me contó también que el lugar donde estaba el almacén había sido una casa vieja en el rincón de la obra, y que había pertenecido primero a una familia compuesta por dos hermanos y la mamá y que, una noche en una pelea, se despacharon a balazos ante la mirada impotente de la señora, así que le tomé cierto respeto al almacén, y cada mañana que llegaba para abrirlo pensaba y en mi mente trataba de recrear la escena del crimen, pero siempre me interrumpían en mis disertaciones, o bien el “Arqui”, o los obreros, eso fue lo más duro del almacén, los primeros días, tener que acostumbrarme a la avalancha de trabajadores, pidiendo todo tipo de materiales, de la mayoría desconocía su nombre, el de los trabajadores y el de las herramientas, pero luego fui aprendiendo ambos, los nombres de las herramientas y los materiales, como los de los obreros, y por primera vez en la vida empecé a ser tratado de “señor” y la nobleza del acento con que los obreros pronunciaban mi nombre diciendo “señor” me suavizó el alma, me tapizó el corazón de una ternura y una vergüenza inexpresada aún.
Francisco Javier, u “Ojitos” como lo llamaban algunos, es una de las personas más nobles que conozco, noble al punto de la estupidez, y trabajador en la misma medida, incesante frente a la máquina que hace los cortes de los ladrillos que van en la fachada del edificio, silencioso él y ruidosa la máquina, ruidosa como ella sola, encrespando sus cuchillas y haciendo bramar ladrillos a lo largo, ancho y alto de las montañas que rodean la construcción. A Francisco, sólo hasta la tarde que lo despidieron, pude verle bien la cara, porque siempre estaba cubierto por el overol impermeable, las monógafas, los guantes tipo mosquetero, una careta, y por supuesto el casco que es obligatorio para todos.
Francisco era tímido y alto como un caballo, no entiendo por qué hago esta descripción tan relativa y animal, debe ser que sus cualidades físicas son la semejanza más próxima que encuentro con sus valores como persona, él era como una especie en extinción, otro hijo sin padre, igual a la mayoría de la gente que conozco, devoto de su familia y de su casa, con una devoción que lo llevaba a entregarle a su mamá todo el sueldo, según me dijo alguna vez, ella se lo administraba, pero según nosotros, ella mantenía a su nuevo marido con el dinero de Francisco. Nosotros somos los empleados de la administración, los esclavos de los ingenieros, los que no trabajamos para los contratistas sino directamente con la constructora (¿o la destructora debería decir?) pero a esta parte, ya ese “nosotros” se ha ido convirtiendo en los otros, porque desde que llegué he visto ir y venir tantos trabajadores, que llegan silenciosos y se van silenciados, que llegan de la angustia de estar en este sin sentido y se van despedidos a la angustia de la nada, como he visto ir y venir sin saber para dónde y con el mismo silencio grandes cantidades de dinero.
Bien, nosotros, los obreros, aunque para ellos no soy un obrero, porque estoy todo el tiempo en el almacén, porque mi sueldo es mayor, porque no trato a los arquitectos con la misma reverencia, porque tengo el cabello largo, y porque me paso mi tiempo escribiendo en esta computadora y no haciendo mi trabajo, y una lista que ni para qué. Lo cierto es que nosotros los obreros somos: (enumerando a algunos que se fueron porque también de ellos necesito hablar) Mauricio Villalobos, que es el auxiliar del almacén, aunque con el paso del tiempo resultó siendo mi jefe; Manuel Mújica; otro Mauricio que como Manuel, son ayudantes; Carlos Virgüez; Hernando; William Hernández que es plomero y yo, y algunos más con quienes no había trabado amistad entonces, de esos nombres que acabo de escribir sólo quedamos Mauricio Villalobos y yo, al otro Mauricio, que es payaso y anima fiestas infantiles los domingos cuando no trabaja en la obra, lo despidieron al tiempo con Manuel y con Carlos y Hernando, porque la estabilidad laboral aquí depende en gran parte de la simpatía que le tomen a uno los jefes, y para ser honesto, ninguno de ellos simpatizaba mucho con los ingenieros, sólo Manuel tenía cierto agrado con Carolina Hernández Porto. Carolina es, según dice su carné, “Ingeniero supervisor de calidad”, además es la secretaria en la obra, y liquida las horas extras que yo debo anotar en mi Pitágoras a los obreros y hacerles llegar cada quincena, porque debería pagarlas cada quincena, pero siempre toma más de un mes para hacerlo, por razones que nadie se ha atrevido a preguntar, pero que todos conocemos, y digo que a Carolina Manuel le simpatizaba porque era un tipo bien plantado, alto, blanco de ojos claros, que casi nunca hablaba, y gracias a eso y a los coqueteos que le hacía, se había ganado cierta preferencia por parte de la “ingeniero”; pero aquí nadie la respeta, no hay por qué respetarla, el respeto aquí se gana a base de trabajo; pero Carolina, la única base que tiene son sus cuatro toneladas de peso, es un ente, ingeniero en recibir el espasmo sexual del ingeniero Edwin Castro, no hace nada bien y gana dos millones de pesos, además maneja la caja menor, y de sus manos y de su caja yo he sacado buen provecho, pero no será la mitad del muy bueno que ella ha sacado de ahí, le va bien a Carolina manejando los cinco millones quincenales que los ingenieros le giran para las urgencias de la obra, digo le va bien porque su gusto para los perfumes costosos y la buena ropa la delatan, tal vez para los obreros simplemente es un jabón más costoso al que ellos utilizan, pero sé que no es así, sé que gran parte del dinero que se asigna para las necesidades primordiales de la obra se va en cremas y esencias, en buena ropa y accesorios, sobre todo muchas gafas de sol, que usa cuando la resaca del ron y de la vida le ganan, y llega con cara de ciudad después de un terremoto al trabajo. Pero nadie se mete con Carolina, o con la “Vaca” como le dice Mauricio Villalobos en un amable gesto de ternura digno de él, pues la “Vaca” es la novia de Erwin Castro, qué mal tipo que es ése, qué ladrón de cuello blanco, qué colombiano majadero, mentiroso y paramilitar que es ese enano hijueputa, no vacila en despedir o amenazar a diestra y siniestra. Cada vez Fonade cancela las actas de pago, él y su horrible cara se asoman por la obra, él su gran panza y su culo gordo, como el de su novia, se sientan en la oficina, cruzando por detrás de la nuca los brazos con las patas abiertas, él y su cadena de oro del tamaño de una cadena de perro imparten órdenes, él y su camisa blanca abierta hasta donde se le puede ver el alma negra amenazan, él y sus ojos claros supervisan cuentas, él y su español costeño que nadie entiende, o que por lo menos yo no hablo, él y su cinismo, él y su estafeta que para nada le hace honra a su apellido: Rolnan Gil, el ingeniero residente de acabados, un gordo asqueroso, que habla como si hablara una alcantarilla tapada, con esa voz gutural de tanto ron. Me hacen falta adjetivos descalificativos, peyorativos, diminutivos, para describir este par de hijueputas, lo peor que el peor país del mundo ha parido, y eso es mucho decir, mil veces repetida la palabra hijueputa (que la inventamos en Colombia, porque no somos ningunos hijos de puta ni hideputas, sino hijueputas puros) no es el uno por ciento de hijueputa que son este par, y no presento excusas a sus madres, porque seguramente son lo mismo. Cínicos, mansalveros, abusivos, ladrones, explotadores, ilegales, arbitrarios, desmedidos, ignorantes, ladrones, inicuos, despreciables, paramilitares, pero de ellos hablaré luego, porque hasta esta parte estaba yo tan inocente, tan incauto, tan cándido, tan guevón, que trabajaba y trabajaba y cuando, por ejemplo, el cemento llegaba me ponía de tú a tú a bajarlo del camión, y aunque mi trabajo sólo consistía en firmar la remisión que llegaba de Cementos Argos, esa era una experiencia bonita, trabajar es bonito, aunque no sirva de nada, construir es bonito, aunque no se construya nada, aunque en el interior del trabajador sólo se destruye.
Siendo ya uno más, un número en la nomina, un ladrillo acomodado en la obra, me asaltó la “ingeniero” Carolina con un detalle muy molesto, resulta que como ahora no trabajaba yo en las oficinas debía pagar empresa promotora de salud, aseguradora de riesgos profesionales, fondo de pensiones y caja de compensación, que hasta la fecha nada ha compensado, y entonces mi sueldo se fue reduciendo, pero cada quince días algo de dinero quedaba y con él yo al centro, a comprar cualquier trago que pareciera costoso, digamos una botella de Jack Daniels sin etiquetar, cualquier camiseta de un grupo que me guste, muchos libros y alguna otra cosa, y en el centro a sentirme libre, a mirar con diferentes ojos las construcciones, a criticar con argumentos las obras de la ciudad, y a apreciar desde otro punto los edificios de Bogotá, y entre botella y botella y entre calle y calle, de vez en cuando, verme con mis amigos, aunque por supuesto debí mermar el tiempo que le dedicaba a la rumba, ya sólo podía salir los sábados en la tarde, y algunos jueves iba al estudio de mi amigo J., donde le detallaba mi nuevo trabajo y, mientras sus ojos como un águila repasaban los estantes con los libros, le contaba cómo iba el proceso de mi novela y cómo estaba esperando publicar algo a fin de año, con el dinero que podía ahorrar del trabajo, entonces recuerdo que, como hacen los osos en los ríos cazando salmones, él mandaba un manazo y sacaba algún libro de Faulkner y me alentaba diciendo: –“Mira, viejo, viejo, este libro lo escribió Faulkner en una mina, cuando terminaba de trabajar, imagínate, le daba la vuelta a la carretilla y con la lámpara del casco se alumbraba y a escribir”, y aunque a mí Faulkner no me gusta, le agradecía la deferencia y le decía mientras levantaba la copa:
–“Entonces por Faulkner”, J.
Reíamos y a seguir desocupando las latas y los segundos que tan imperceptibles (afortunadamente) se van retirando, se deshojan, se desgajan, se agrietan y nos resquebrajan en coro con ellos, primero paulatinos, luego agigantados, bestiales, segundos, minutos y a veces ni siquiera horas, en un abrir y cerrar se nos va la vida, un abrir y cerrar de piernas, de puertas, de manos; el tiempo cauteriza cínico la vida, es lapidario y burlón, es el enemigo cebado de religiones y creencias, de sueños y desesperanzas, y para algunos, como yo y como Flores, siempre llega tarde. Buenos jueves pasé en casa de J., jueves de reír, de escuchar a los Stones y bajar pornografía en la computadora de mi amigo.
Los sábados siempre han sido mágicos, guardan en el misticismo de su nombre algo que dentro de mí creo será una buena sorpresa, siento a veces que me voy a encontrar con Robert de Niro por la calle 7, y entonces los sábados me llenan de buen ánimo, así sean la antesala del maldito domingo, los sábados uno puede resucitar del tedio de la vida, de la fatiga de la semana, puede uno encarnar un poema de su poeta favorito, sin saberlo todos lo hacemos, el sábado es una hermosa procesión hacía el abismo y algunos salimos de casa a veces sin paracaídas, los sábados ocurre lo que siempre he dicho, digo siempre que la vida es la canción favorita de cada uno, y los sábados salimos a protagonizarla, entonces los sábados con o sin dinero a la calle, a la 19, mi pequeño Nueva York, a la Candelaria, mi pequeño corazón, a la Macarena, mi no sé qué, a los bares, a los restaurantes, a las cajas de vino Termidor, que con la música de allá tanto le agradezco a la Argentina, a las latas de cerveza, a los Camel sin filtro, o un puro, y de pronto una buena compañía, a comprar algún disco pirata, a enviar correos y revisar otros, a escribirle a mi amiga Suander, para que no se le olvide que a mí ella no se me olvida, y luego de regreso a casa por la misma 19, y ahí a saludar a Leonardo, mi amigo y colega, un gran escritor, un escritor honesto, valga la yuxtaposición que implica relacionar estas palabras (escritor y honesto). Quien trabajaba como portero de una discoteca, un lugar inmundo donde el humo de cigarrillos no deja ver a diez centímetros de distancia, un lugar en un sótano, atiborrado de gente y trago y música horrible, repetitiva, aguda en el chillido del acordeón, paralizante en el beat del bajo y desmoralizante en sus letras, llenas de amores fallidos, tan mal contados, tan traídos de los cabellos, pero qué más se le puede pedir a los costeños, y Leo de pie en la puerta haciéndole el quite a la manada que entra y sale, y Leo con los volantes del lugar en las manos y un bolígrafo Kilométrico en la otra, usando ese uniforme de vaquero que debe ponerse para anunciar la entrada al Rodeo, que es como se llama ese pequeño infierno donde él trabaja, ahí Leo de pie ante el ruido, con su sentido del humor y sus ojos que sonríen, con sus volantes del Rodeo, donde por el otro lado de la hoja escribe y describe sus alucinaciones, que son finalmente las verdades colectivas de una ciudad que olvida, que se resiste al recuerdo, que es su única salvación.
–Hola, Leo, ¿qué, todo bien?
–No, no todo bien.
Así de honesto, desmedido, cortante, trabajador y escritor, y luego:
–Hablamos luego, Leo –y Leo:
–Mire lo que escribí –dice entregándome unos volantes medio arrugados, medio sudados, honestos, viscerales, visionarios, reveladores, entonces mis ojos cansados se avivan como una llama a la que le riegan gasolina y se me prenden de tristeza y grandeza las pupilas, porque, ¿qué puedo yo decir a alguien que dice la verdad?
–Hey, Leo, qué bien.
–No, o no sé, ¿sí le gusta?, –Y yo sin palabras, mientras le digo cualquier cosa, me despido, voy bajando la 19, voy poniendo los pies en la tierra, voy perdiendo el amor por los hombres, voy pensando en cuántas cosas ve Leo que yo no veo, pienso en cuáles son los otros colores en los que ve mi amigo. ¿Qué música será la que escucha cuando escucha a Mozart? ¿Qué le dice Baudelaire? Y me voy alejando de la entrada del Rodeo, ya sin preguntas porque tampoco hay respuestas, ya sin ganas porque no hay de qué, ya sin querer leer el libro que llevo en la maleta porque ya para qué, y tomo un transporte, llego a casa, duermo, y dormido sueño que no quiero despertar, y despertando me arrepiento de vivir.
Cuando empecé a trabajar en el almacén, no sólo el sueldo me lo rebajaron con los impuestos que debí pagarle a Colombia para que me diera permiso de trabajar y de construirla, sino que también debía trabajar algunos domingos, pero no estuvo tan mal después de todo. No se hacía nada, escribir y escribir y entregar algunas puntillas, unas cuantas bolsas de cemento, anotar los nombres de los que trabajaban horas extras y salir a la calle a la una de la tarde. Cuando salía, y tenía algo de dinero, me iba por lo general al Restrepo, yo amo el Restrepo, porque me huele a oblea, frutas, fresas, almojábana, juventud, a vejez prematura, me huele a los pasos de un abuelo a quien no conocí, me huele a alguien a quien pude olvidar fácilmente y alguien más a quien recuerdo con cariño y, además, porque el Restrepo es el único lugar de Bogotá donde sólo tengo buenos recuerdos, en el Restrepo, con quince mil pesos, me hago una buena terapia contra el tedio, llego de la obra por ejemplo, y me bajo en las casetas donde reubicaron a los vendedores ambulantes, camino mirando películas y frutas, chucherías en qué malgastar el dinero, que se hizo para malgastarlo, y saludo a viejos colegas artesanos con quien compartí hotel en Ecuador, más exactamente en la playa de Atacames, compro alguna comedia romántica, creo que si algo le debo al cine es gracias a esas comedias románticas, he comprado por lo menos cinco veces Un lugar llamado Noting Hill y me he enamorado de Julia Roberts todas las veces que la he odiado y he usado contra ella todo mi baúl de cumplidos creyéndome Oscar Wilde. A las comedias románticas que veo el domingo por la tarde les debo la poca serenidad que me acompaña el lunes por la mañana. También compro alguna cosa más de Bergman, como para completar la colección y la serenidad, o de David Lynch, para guardar la calma, y si me alcanza el dinero compro una también de señoritas, una porno o como prefiero decir: cine rojo. Y me voy caminando a paso lento con una bolsita que encierra el séptimo arte. Yo sólo camino a paso lento por el Restrepo , luego subo a la plaza de mercado, tomo avena en la caseta de un señor donde ha tomado avena toda mi familia y él siempre me pregunta por ellos y yo le contesto cortante, con tono metálico de rayo calcinante, para que no lo haga nunca más, pero parece no entenderlo, después de años y años sigue preguntando y yo sigo como el rayo que nadie ve o escucha, y mi palabra cortante sólo me corta a mí, mientras él asiente con su cabezota dura que no sabe cuándo callarse, y sigue preguntando, en tanto que su mano amorosa sigue espolvoreando canela sobre mi bebida, luego subo a mirar los animalitos y a que me traten como se debe: “Siga, mi amor, venga lo atiendo, siéntese papito”, me repiten una y otra vez las mujeres que atienden en las fruterías de la plaza, me ofrecen doble helado, doble queso, más crema de leche, más miel, yo las miro como si fuera un viejo, como el viejo James Dean resucitado, bajado de una Harley Davidson o una Indian, sacado de la autopista 66 y puesto en el segundo piso de la plaza del Restrepo, y por encima de los vidrios de mis Ray Ban, les susurro: “gracias”. Luego me siento en algún lado a comer ensalada, o si se me antoja me voy a comer merengón, pero jamás salgo de la plaza sin visitar a los animales y recordar a mi papá, que alguna vez, hace años, ya me dijo: “Si yo fuera Pablo Escobar compraría todos los animales de todas las plazas y los dejaría en libertad”. Después de decirlo me hizo prometerle que si yo alguna vez conseguía dinero debía hacerlo por él, así mismo se lo prometí hace otro tanto en la plaza del 20 de julio, pero ahí ya no hay animales, aparte de los que trabajan en ella. Ahora pienso: “¿Cuánta gente quiso ser Pablo Escobar?” Si yo por ejemplo hubiera sido, le hubiera regalado un buen billete al que hubiera sido yo, pero no lo fui.
La plaza del Restrepo es mi lugar en el mundo, el único que me hace sentir bien, vivo, el único lugar perdonable de Bogotá, esa plaza y ese barrio huelen a Colombia, a queso de hoja y a escaleras donde se acumula el mugre, huele a lechona y frutas, a hierba buena y a hierba mala como el resto del país consumido en mala hierba de la que nunca muere, huele a alegría, a hermosos tiempos cuando con mis primos paseábamos nuestras mocedades, sin saber lo que se nos venía encima: la vida.
Yo amo el Restrepo, lo amo sin odio, es mi refugio, con o sin obra, con o sin Colombia, con o sin vida volveré siempre al Restrepo, a sentarme en el parque con Carolina Negret de nuevo, como cuando el plan de sábado en la noche era mirar parejas entrando a moteles y quedarnos tomando gaseosa tanto tiempo que podíamos verlos salir después de su jornada sexual. Amo el Restrepo y el centro comercial, o mejor el tugurio comercial mal levantado que hay saliendo de él por la carrera 24a, ése del que nos burlábamos con mi primo, ése que tenía un letrero que decía: “Mercancía que no encuentre aquí no existe”.
Amo el Restrepo porque ahí está mi ingenuidad, en algún motel, en alguna calle donde con naturalidad dije: “Te amo”. En alguna donde me cargué una guitarra, en otra donde estrello mi fantasma haciendo el inventario de los pasos a recorrer cuando venga la muerte.
Los domingos sólo son perdonables si hay Restrepo, pero a veces no hay Restrepo ni dinero, y entonces los paso en la casa, en la nada de la espera, suspendido del big ben que puede ser la angustia detenida.
En las tardes, las otras tardes de los otros días, al salir de Babel, que fue como bauticé a la construcción, corría a casa a terminar de leer cualquier cosa atrasada, y me dolían los ojos, esos charcos sucios que tengo en la cara, como dice mi amiga Patricia, los charcos sucios que tengo abajito de las sienes me dolían de leer y de tanto polvo, pero como alguna vez ya me habían dolido de alguna otra cosa, no le daba importancia y pagaba el precio por ya no tener tiempo y obligarme a leer en la noche, casi en la mañana. De tanto leer para olvidar a Babel, a través de los ojos empezó a dolerme el alma, a atravesarme la quintaesencia de la vida, porque sabía que leer no sirve para nada, nada más que para andar triste y aburrido, tratando de resolver lo que otros no pudieron, tratando de viajar donde nadie más ha viajado y a veces llorando con otros o solo, lo que un personaje ha llorado, ha corrido, ha caminado, etcétera infinito, protagonizando lo invisible y viviendo en primera persona las tragedias reales y las literarias.
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Imágenes: Detalle, Bogotá plomiza, por Daniel Ferreira / Graffiti con Artur Rimbaud / Album Familiar Larry Mejía / Ibid, Daniel Ferreira / Portada, El demoledor de Babel, Editorial el Perro y la rana, Venezuela 2011
Absorvente primer capitulo. Podían haber publicado toda la novela. Un saludo para el escritor Mejía.
ResponderEliminarQuede con muchas ganar de leerlo completo, estube buscando el libro y no se encuentra, almenos en las librerias del centro.
ResponderEliminardonde encuentro el libro, está interesante!
ResponderEliminarPues me escriben y yo les regalo el libro, porque aquí en Colombia no lo venden.
ResponderEliminarGracias por leerlo.
Larry.
larryoldman@gmail.com