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Virginidad, por Diana Ariza

Diana Ariza
@aspasiasegunda

Monet, puente de su jardín

Al cruzar bajo algún puente ocasionalmente imagino cómo podía verme allí arriba, mostrándole mi sexo a un señor que nunca más volví a ver. Era un hombre maduro, de verdad atractivo, no guapo como el arquetipo aburrido y mediático de belleza; tomaba el sol en pantaloneta corta sentado a la viera de un río, algunas canas le brillaban con los rayos y el rollo que se formaba en su barriga hacía juego con el resto del cuerpo que se acercaba más al de un jugador de ajedrez que al de un atleta. Un hombre corriente de mirada sostenida, sonrisa amable y barba corta.

Venía de mi camino cruzando el puente y comiendo una paleta de limón para contrarrestar el calor con algo frío en mi boca. Me recosté en una de las barandas para ver el río y lo vi a él casi debajo mío, entonces el río perdió mi atención. Siempre me gustaron los señores, a esa edad y en todas mis edades, de pronto se sintió observado, levantó su mirada y me sonrío, yo seguí chupando el hielo sin ningún otro gesto. No podía dejar de verlo y de lamer. Lo incomodé, comenzó a moverse en su silla, ya no cerró más los ojos y constantemente giraba su cabeza para subir su mirada a la mía, yo lamía mientras nos tostaba la tarde.

No pasó mucho para que el borde de mis calzones en la entre pierna empezara a mojarse, pero ya no de sudor. El señor me gustaba. Saqué mi pie derecho de la sandalia y lo subí sobre un barrote del puente para mostrarle mi humedad. Él ya no me quitó más la mirada, sacó su pene de la pantaloneta y empezó a frotarlo, yo aferré los dedos de mi pie al barrote. Su miembro empezó a crecer rosado y duro entre su mano, mientras la mía sostenía el madero de la paleta mientras me corría pierna abajo una hilera delgada y viscosa de eyaculación con sudor. No sé si alguien nos vio, no me importó y creo que a él tampoco, estábamos solos en esto. Veía cómo su rostro se tensionaba y su boca se entre abría de gusto, yo deseaba que una de mis gotas escurriera hasta su boca desde aquel puente en el que por primera vez sentí el deseo de meterme algo a la vagina.

Cuando el hielo saborizado de mi paleta acabó, empecé a morder el palo mientras él pasaba saliva y seguía masturbándose sin quitarme la mirada. Creo que de verdad estábamos solos, no lo sé, no recuerdo haber escuchado nada, ni pájaros, ni carros, ni otras voces… ni siquiera el río, tan solo sus gemidos, lejanos, que me pringaron el vientre por dentro. Me excitó tanto escucharlo que mi única reacción fue sacar el palo de mi boca, correrme el calzón a un lado y metérmelo hasta el fondo una y otra vez hasta que todos los dedos entraron en mi vagina y se humedecieron. El señor frunció el ceño, jadeó por última vez y reventó en sus manos hasta salpicar de semen su pecho y ombligo, al verse, recostó su cabeza y volvió a cerrar los ojos.


Yo me saqué el palo de paleta, mojado, roído por mis dientes y untado de sangre, ya no olía más a limón y lo tiré al río.

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