Chucho Reyes, Pinterets |
reo
que perdí el miedo a la muerte cuando ayudaba a la abuela Cata a matar el
guajolote para la fiesta de muertos o “todosantos”, como decía
arrejuntando sus palabras. Cata era la madrina de bautizo de mi mamá, que,
cuando ésta murió, desocupó un espacio en su casa y me permitió vivir con ella,
pero como la abuela dijo al poco tiempo que llegué: “aquí el que no trabaja,
no come”, tuve que ser partícipe de las tareas de la casa.
Sin
embargo, en el mes de octubre se añadía el trabajo de cuidar y alimentar al
guajolote que mataría para preparar el caldo y mole negro. En ocasiones Rogelio
me ayudaba a barrer las cacas que terminaban secas y pegadas al suelo. Él sí
era nieto de la abuela Cata y su padre se lo dejó a cargo porque fue a trabajar
a Estados Unidos. La abuela lo mandó al que, durante un año, había sido mi
cuarto, y así terminé durmiendo en un petate junto a la cama de ella. Cuando
Rogelio llegó tuve que ayudarlo a acomodar sus cosas, que no eran muchas: un
par de pantalones, tres camisas, un cuaderno y unos lápices. En un descuido su
mochila cayó al suelo y me di cuenta de lo que traía oculto.
—Rogelio,
¿de qué es esa botella?
—¡Cállate!,
si mi papá se entera va a venir por mí y yo no quiero irme al norte a trabajar.
Escondió
la botella debajo del colchón y yo no le dije nada a la abuela, no porque él me
importara sino porque no nos convenía verla enojada. Algo que ocurría a menudo,
luego de la llegada de su nieto: “que si volvía hasta entrada la noche, que
lo veía vagando por el pueblo en lugar de ir a la escuela”. Pero el enojo
se le borraba del rostro cuando acudía a cobrar el dinero que el papá de
Rogelio mandaba.
Con
el transcurso de los meses nos acoplamos los tres en esa casa, como retazos
sobrantes de otras familias, pero que juntos formábamos un lienzo.
En
la última semana del mes de octubre era el momento de matar al guajolote. La
abuela lo amarraba del marco de la puerta del patio, con la cabeza colgando al
suelo. Yo debía sujetar el cuerpo mientras ella de un tajo le rebanaba el
pescuezo. Una vez le pidió ayuda a Rogelio, pero él se negó, dijo que no quería
llevar un cargo de conciencia por matar. Así que me mantuve como ayudante del
verdugo hasta que el animal dejaba de retorcerse, con los ojos abiertos, bien
abiertos y vacíos, para no perder de vista cómo cercenaban su cuerpo.
Esa
mañana de aquel ultimo día de octubre, la abuela salió temprano en dirección al
molino, cargando la cubeta con los chiles y el recaudo para el mole. Pero volvió
fúrica, con el rostro enrojecido como si acabara de comer de un bocado los
chiles de la molienda. Detrás de ella venía Rogelio tambaleante.
—¡Ahí
lo encontré! Tirado en el atrio de la iglesia con los pantalones meados.
Como
era apremiante terminar las cosas para la ofrenda lo dejó dormido en su cuarto
y nosotras volvimos a la cocina. Cuando terminamos de preparar los tamales,
sacamos el anafre al patio. Uno por uno los acomodé en la vaporera y encima ella
colocó una cruz de palma bendita, “para que Dios cuide que no vayan a quedar
crudos”, dijo.
Al
día siguiente, era la visita al panteón. Ella prefería ir temprano, antes de
que se llenara de gente. A Rogelio le correspondía cargar los gruesos rollos de
flores de cempaxúchitl y borla, suficiente para repartir entre las tumbas de
los padres de la abuela Cata. Mientras nos encaminamos en aquel laberinto de lápidas
descoloridas, Rogelio me pidió que lo ayudara con las flores porque tenía
retortijones.
—Debe
ser por tantos tamales que cenaste ayer.
—¡Espérame!
Ya vuelvo. Dile a mi abuela que fui al baño.
Y
antes de que pudiera pronunciar palabra, él se alejó. Sólo vi el polvo de sus
pasos hacia la salida donde lo esperaban sus amigos para seguir la borrachera
del día anterior. Esa noche no llegó a dormir y la abuela en lugar de salir a
buscarlo, como solía hacer, preparó un jarrón de chocolate que tomamos con un
poco de pan de yema.
Pasó
la fiesta de día de muertos. Luego llegó el mes de diciembre y aquel año lo
terminamos así: con la abuela castigando a Rogelio cada vez que lo sorprendía
en sus escapadas a la cantina. A veces quería resignarse a la rebeldía de su
nieto y abandonarlo a la suerte; sin embargo, al final terminábamos trayéndolo
entre las dos a rastras a la casa.
—Cada
quien labra su camino que lo lleva directito a su destino. A su papá ni le
digo, no merece tener preocupaciones, está trabajando para mandarnos dinero.
Pero
a mitad de ese año, sucedieron cosas que en ese momento fueron inadvertidas.
Primero el sueño de la abuela; dijo que la casa se quemaba con ella adentro,
hasta recordó que, en su sueño, el incendio inició por una ramita de ocote con
la que prendió el copal. Desde esa noche, ella exigía que revisara que no
hubiera ninguna veladora encendida antes de irnos a dormir.
Después
encontré una mariposa grande y negra en la parte alta del corredor, Rogelio la
aplastó con una escoba y la tiramos a la basura. Aunque sí conocía el rumor de
que esas mariposas auguran la muerte, nadie le dio importancia.
—Son
creencias, hija —me dijo la abuela—. Algunas para despertarnos el miedo y
sobretodo el respeto a la Muerte. Porque ella viene a llevarnos sin previo
aviso y en el justo momento que nos corresponde. Por eso ponemos suficiente
comida y fruta en el altar de noviembre, para que nuestros “muertitos”
sepan que aún nos acordamos de ellos.
Así
aconteció de manera imprevista, varios meses después, cuando el sueño de la
abuela y el incidente de la mariposa eran tan lejanos que ninguna de nosotras
los relacionó con su muerte.
Los
testigos dijeron que mi primo junto con otro sujeto, que escapó, intentaron
robar a un anciano en una calle del pueblo. El hombre, en su defensa, asestó un
golpe a mi primo y éste respondió con un navajazo en el rostro, con mal acierto
que el arma cayó de sus manos. La víctima aprovechó el descuido, tomó la navaja
y la enterró varias veces en el pecho del nieto de la abuela Cata.
Cuando
llegamos, Rogelio, o el despellejo que era, seguía tirado en el suelo. En
cuanto lo miré no pude evitar pensar en el sacrificio que hacíamos cada año para
“todosantos”. Así quedó Rogelio, igual que el guajolote: con los ojos
abiertos y la mirada vacía en dirección al cielo; la carne del pecho
desgarrada, la sangre impregnada en su ropa y desparramada en el suelo, hasta
que alguien consiguió una sábana y lo cubrió. En los prolongados minutos que lo
contemplé me di cuenta que no sentí nada, ni una punzada de tristeza o pena
dentro de mi pecho, estaba vacío. Ahí pensé que tal vez le había perdido el
miedo a la muerte, pero no le dije nada a la abuela Cata.
Los
rituales funerarios de Rogelio carecieron de abundancia, a diferencia de las
tareas que hacíamos para la festividad del día de muertos. En la noche
del velorio, se colocó un lazo blanco en la puerta de la casa, en señal de la
pérdida de un hombre joven que no alcanzó a tener vida conyugal, eso dijo la
abuela Cata. Yo me encargué de repartir tazas con café y chocolate a las pocas
personas que nos acompañaron. Al día siguiente se
enterró. El sacerdote se negó a oficiar la misa de cuerpo presente, aludiendo
que mi primo faltó al mandamiento de “No robarás”. El padre de Rogelio únicamente
mandó dinero para pagar el ataúd y dijo que no podía venir a despedirse de su
hijo en el sepulcro.
En
los siguientes años, los preparativos para la fiesta de “todosantos” se
volvieron simples. Se dejó de tostar chiles, ya no se compró guajolote, incluso
la ofrenda era cada vez más raquítica. A veces yo conseguía la comida preparada
de una fonda en el pueblo, porque la abuela ya no volvió a cocinar tamales de
mole, sólo de frijol.
Después
de la muerte de su nieto, ella mencionó otra creencia que nunca antes había escuchado:
“el alma de aquellos que fueron asesinados no tiene derecho a visitar la
ofrenda el día primero, sino hasta el ocho de noviembre. No se les debe poner
tamales de mole en el altar, a ellos se le coloca tamales de frijol sobre un
petate extendido en el suelo”.
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Ciudad de Oaxaca, México. En 2018 fue seleccionada para el taller de Novela Corta de la Editorial Almadía. Ha publicado en diarios locales y revistas como Monolito, Palabrerías, Punto de Partida UNAM. Dos de sus cuentos forman parte de las antologías de Editorial Endora.
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