AVANCES, AUTORES, FICCIÓN, NUEVAS VOCES

El oído por corazón, un cuento de Jhonathan Villegas

 

Ilustraciones de Manuela Muriel Pinzón

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Habitación 1-3-5

No tengo sueño, ni hambre, solo siento que estoy algo cansado de oír. El piso está gélido, puedo percibir el sonido de la temperatura. El frío se escucha como una canción de cuna, quizá por eso la lluvia, como el frío, son condiciones que atraen el sueño, la modorra, las ganas de ser gato. Cuando era tan solo un chico que jugaba a comprender cada aleteo del viento, cada ínfimo sonido, quise ser un gato. De su naturaleza me atraía, sobre todo, su capacidad para observar, lo agudo de su visión nocturna, su agilidad para saltar y caer de pie. Quise ser un gato y perderme en las noches por los tejados de las casas vecinas. Ronronearle a la luna. Lamer mis extremidades con encanto. Ser contemplado con veneración. Comprender qué se siente habitar, en cuerpo, el enigma. Perseguir un ratón y jugar con su vida, sentir el vértigo de su corazón agitado mientras le muerdo la panza. Pero lo único que tengo de gato es el oído. Claro está que mi sentido del oído es mil veces superior al de un gato y, además, puedo identificar cualquier nota musical, hasta la del sonido de una gota de agua en un grifo abierto de una casa abandonada. Definitivamente estoy cansado, debí ser un gato, antes que lo que soy… 

Archivo 13, folio 7, grabación 9. 

***

 Solo muy pocas personas tienen la habilidad de tener oído absoluto. Y entre ellas, un número aún más reducido, poseen un oído absoluto muy fino. Algunas lo aprovechan, muchas otras ni saben que lo tienen. Los dones de la naturaleza son misteriosos, doña Julia, la clave está en aprovecharlos y que la vida no se le haga a uno una miseria. Cualquier tipo de genialidad trae soledad, incomprensión, atascos. Hay que saber equilibrarse, hacer parte del “mundo” y encajar. El mundo está habitado, en su gran mayoría, por gente normal, como usted y yo. Algunos son la excepción a la regla, como su hijo. 

Pues no lo veo de esa manera, fíjese usted. Parece que intenta decirme que más que un mal, la genialidad de mi hijo es un don que lo diferencia. ¿Acaso usted se ha preguntado qué se siente ser un “genio” ?, como le dice. ¿Alguna vez ha escuchado a mi hijo? ¿Sabe la tortura por la que pasa? ¿Sabe si él quiere ser lo que es? El mundo está lleno de sonidos y él, ¡idiota!, él, los siente como una cuchillada en el tímpano. Escuchar se le volvió una tortura. 

Por supuesto que lo comprendo, doña Julia. 

Usted no comprende absolutamente nada.

Doña Julia, espéreme. 

No me interesa escucharlo, usted y sus putos músicos se pueden ir con sus instrumentos de mierda a la esquina del mundo. Déjeme en paz y deje en paz a mi hijo, ya le jodió la vida. Haga la mía menos compleja. 

Doña Julia, usted no entiende, para Andrés la música lo es todo. Su capacidad es excepcional. Nosotros no podemos escuchar lo que él escucha. Él es nuestro oído. 

Claro que lo entiendo, es la mediocridad del mundo. Antes de él la música no era lo que es hoy. Pero en realidad me vale un comino el mundo, la música. Antes que Andrés apareciera teníamos música y no pensábamos que era buena o mala. La disfrutábamos. Espere a que aparezca otro genio, uno que…

Doña Julia, antes de terminar la frase, rompió en llanto. Huyó del parque. El lugar estaba lleno de niños enérgicos que saltaban, corrían y se lanzaban a la grama, en los rostros adultos había risas; la luz serpenteaba entre los árboles y el viento traía sonidos acompasados desde la avenida, el atardecer arrebolado se traducía en una atmósfera festiva, el ambiente de placidez parecía sugerir cosas, un mantra edénico. La ciudad se iluminaba mientras los ojos de doña Julia estaban ensombrecidos. Su cuerpo huyendo del parque parecía una línea quebrada o una prenda cualquiera que el viento lleva a su amaño. Se dirigió por la avenida sin mirar hacia ningún costado. Los ojos estaban clavados en el piso y sus pensamientos se debatían entre un amago de turbulencia y una pena honda. Si para Andrés los sonidos se habían tornado en una cuchillada en su tímpano – tal como lo había manifestado-, para ella, la situación de Andrés era una puñalada en el corazón. Ver a su hijo enloquecido, desfigurándose por lo que antes era una pasión y ahora era un suplicio, la hacía sufrir, igual o peor que al propio Andrés. Verlo temblar, oírlo gritar y maldecir, era un eco en cada una de las fibras de su piel, un eco y un palpitar que la recorrían toda y le anidaban en el oído. Allí, en los oídos, sentía vibrar el cuerpo de su hijo y los gritos se convertían en una caja de resonancia amplificada por un sonido cuadrafónico. Ella veía a su hijo enloquecer, mientras enloquecía. El corazón ya no estaba encerrado en su tórax, asumía que se había desplazado hacia arriba y que se dividía después de subir por la tráquea y llegar hasta la boca. Su corazón, creía, se dilataba en la boca. De ahí, se fragmentaba y reptaba hasta las orejas, adentrándose por sus cavidades, siendo un corazón-oído, un oído por corazón. 


Esto lo sé porque la vi irse del parque, presencié la conversación con incredulidad y distancia, pero también porque el día anterior había pasado por su casa, la visité y saludé a Andrés, o al menos a sus ojos perdidos en un punto fijo del cual yo era solo parte del paisaje. La conversación con doña Julia fue extraña, por momentos hablaba con lucidez y profundidad, luego mencionó lo de su corazón: estaba enloqueciendo… 

Antes de irme de su casa, me dio un abrazo extenso. Sentí que sus manos eran más largas de lo que a simple vista parecían. Me rodeó el cuerpo. Me dijo que Andrés me quería. Le dije que el afecto era mutuo. Me puso un beso tibio en la frente y me echó la bendición tres veces, acción que consideré extraña ya que doña Julia siempre había sido escéptica. Me miró como nunca en su vida lo había hecho, me intimidó. Me dijo: “Hay habilidades que alguien tiene y ya nadie valora porque están en desuso, son habilidades inútiles. Hay otras que la gente valora porque les ofrece algún tipo de satisfacción. También puede pasar que alguien tiene una virtud que es valorada por todos, pero que quien la posee se siente desafortunado con ella. Adivine, joven, en cuál de esas opciones está mi hijo. La fortuna es cuestión de perspectiva”. Escucharla me hizo pensar de inmediato que tal vez así eran sus clases en la universidad, esas a las que había renunciado hacía un par de años. 

Salí casi corriendo de su casa. Fue algo instintivo, biológico, me sentí encerrado por aquellas palabras y mi cabeza se hizo líquida, pura agua. El cuerpo suele huir cuando lo atraviesa una idea que sabemos cierta, pero que nos estremece. Temí. Mientras caminaba de forma vertiginosa, mi cabeza reseteaba la frase “la fortuna es cuestión de perspectiva”, una y otra vez. A veces me sorprendo diciéndola con cierto aire de solemnidad, como quien le da un consejo a un amigo o quiere levantarse a una chica fingiendo ser interesante. Andrés y doña Julia enloquecieron, cada uno a su manera. De no haber sucedido, pienso que ella habría matado a Andrés, liberándolo del caos de escuchar siempre ruidos disonantes, de terminar aborreciendo la música, de encontrarle fallas. El sonido, ese que antes disfrutaba y del cual podía identificar cualquier nota musical, se volvió su miseria. Para Andrés ya no había forma de disfrutar de su antigua pasión, su agudeza auditiva, su oído absoluto, finísimo, lo llevó a encontrar zonas grises, siempre había algo que no sonaba como debería. Todo se echó a perder. La fortuna es cuestión de perspectiva. 


Quiero ser un gato para saber qué se siente ser gato. Pensar en gatos es lo único que me hace evadir las ráfagas de sonidos que me atropellan, que se estrellan entre sí, que se cuelan por mis oídos, se dirigen hacia mis venas, toman todas las direcciones, hasta invadir todo mi cuerpo. Justo ahí dejo de ser yo. Me vuelvo una vibración, una onda, una frecuencia, solo que suena mal, todo suena mal. Mi cuerpo se transforma en una nota de un pentagrama tachada con una X y no puedo borrarla, corregirla. Nada, no puedo hacer nada, el mundo suena mal, yo estoy mal, sueno mal, mal, mal, mal, mal, mal, maaaaaaaal.

¡Gatos! No recuerdo exactamente el momento en el que comenzó mi devoción por los gatos. Quiero ser un gato, pero no un gato cualquiera. Creo que yo sería un gato músico y haría de los sonidos de las peleas gatunas, aquellas en las que participe o presencie, una composición en Re Bemol para piano. Luego tocaría con mis uñas cada tecla, hasta que me canse. Tendría dos lugares favoritos: los techos y el sofá que hay junto a la ventana en el estudio de mi madre. Desde los techos podría observar a otros gatos vecinos y a los mismos vecinos. Ellos, los vecinos, no se percatarían que soy yo. Ya los imagino tocándome el lomo y dándome alguna sobra o un puñado de concentrado. Desde el sofá vería llover, contemplaría las gotas y sería una completa abstracción en forma de pelo…

Archivo 13, folio 7, grabación 11. 

***

La última vez que pude hablar con Andrés, comenzó a mencionar lo de los gatos. Fue divertido escucharlo. Mi risa, producto de su simpática ocurrencia, era inocultable, hecho que no juzgué molesto porque las expresiones de Andrés no me dieron ese indicio. Decía que quería ser un gato y cada una de sus palabras parecía ensayada, como si no fuera algo espontáneo y las estuviera aprendiendo antes de mi visita. Ese día fue posible hablar con algo de precisión, por lo menos unos treinta minutos. Le pude preguntar cómo se sentía, qué había pasado, alcancé hasta preguntarle por la música. Algunas de las cosas las respondió con marcada acentuación, en otras ni se interesó. Por un momento reparé en su cuarto, nunca lo había hecho con tanto detalle. Ahí me di cuenta que todo se había ido al carajo, que su cabeza ya no estaba aquí. Su cuarto estaba insonorizado, todo, absolutamente todo, cada rincón, cada objeto que pudiese provocar algún sonido. Consternado, intenté hablar con Andrés, había pasado una hora desde que cerró la puerta de su habitación y los dos quedamos adentro, aislados. 

Alexander -pronunció mi nombre sibilinamente- ¿Ya te vas? 

Creo que sí, Andrés. 

 Es algo pronto, ¿no lo crees? 

¡Dímelo tú!, si lo consideras puedo quedarme otro rato. 

¿Rato?, eso es como un largo instante… 

Se abstrajo después de decir esa última palabra. Retornó unos minutos después.

Alexander, no sabes cuánto aprecio el silencio. La soledad es la forma del silencio, luego solo tienes que intentar apagar tu voz. La de la cabeza es la más difícil. Hay que procurar que se disperse, hacer que baje por el cuerpo hasta que se haga inaudible. Casi nunca lo logro. Por eso me pasa lo que pasa- me explicó. 

No supe qué decir, no tenía palabra alguna. 

 Aprecio que no digas nada -continuó. Quisiera ser otro. Una gota de agua en el grifo, el sonido de los zapatos de la gente en la calle, el paso de una hoja a otra del libro abierto que ocupa la mirada de un lector en el café Torino, el movimiento de la falda tras el roce de los dedos de un joven que desea a su amada, los aplausos en un concierto, la ciudad toda, la música en general, todo estalla en mis oídos. Es como si una fuerza invisible y siniestra condujera el sonido de cada acción, de cada cosa, hasta mí y lo amplificara… 

La habitación se tornó densa, un mutismo pesado abarcó la distancia que me separaba de Andrés. Sentí como si estuviera debajo del agua y todo mi cuerpo fuera de hierro. Mi propio peso me empujaba hacia la profundidad y yo solo podía mirar. 

 Andrés, Andrés. Se me ocurrió decir para conjurar el hechizo. Él solo me miró. 

Mi voz empezó a molestarlo. Vi sus ojos nublados, estaba perdido. El delirio ya lo tenía preso. Se acercó, me dio un abrazo y su cuerpo temblaba. Comprendí que debía irme, y que Andrés ya no estaba allí. Siempre contrasto esta última imagen de Andrés, que tengo en mi memoria, con la del primer día en que tocamos juntos. Estaba radiante. Todo fue perfecto. Cada instrumento sonó como si fuera un dios el que lo estuviera interpretando. Y éramos dioses. Andrés nos hacía serlos, o al menos parecerlo. Pero él era el verdadero dios. Si no estaba él, éramos unos pobres diablos y no porque fuéramos malos músicos, sino porque Andrés había transformado la música. Antes de él, todo sonaba de cierta manera, una manera a la que ya nos habíamos acostumbrado. Era la música que teníamos. Después de Andrés, la música fue otra y el mundo también fue otro. Andrés reemplazó lo que antes sonaba por sus composiciones. Andrés era la música, era el nuevo referente, el mundo sonaba como Andrés quería que sonara. ¿Qué hacer con eso? ¡Nada!, fuimos unos privilegiados. Nos pasó, o al menos a mí, lo que a Panegyotis cuando perdió el habla al encontrarse a las Nereidas desnudas: fue testigo de la belleza absoluta, metafísica, ideal. La música de Andrés, esa que pude tocar con mis dedos, es la música absoluta, metafísica, ideal. Tuve la oportunidad de tocar la perfección de la mano de Andrés. 


¡Miauuuu, miau, miaaaaauuuuuu, miau, miau, miau, miau!

Archivo 13, folio 7, grabación 13. 

***

Pude obtener clandestinamente algunas grabaciones del archivo del caso de Andrés, además de unas anotaciones, no sé si realizadas por los profesionales que lo estaban atendiendo. Había unas muy particulares. Transcribo: 

“Tortura: tener un don no deseado”. 

“Ironía: huir del sonido creyendo ser gato”. 

“Gato: posee treinta músculos en las orejas, lo que le permite realizar un movimiento de rotación hasta de 180°. Puede distinguir los tonos del sonido y su procedencia. Es uno de los animales que posee el sentido del oído más desarrollado. Puede escuchar frecuencias mucho más bajas que los perros”.

“Toda revelación es una agonía”.

Toda revelación es una agonía, me lo repito mientras mi memoria intenta reconstruir todo lo sucedido, me pregunto si hubo algún rasgo o gesto de Andrés, previo al desastre lento en que todo se tornó, que nos alertara. Quizás sí lo hubo, pero fuimos dioses en su compañía y cuando se es dios se suele mirar para otro lado.


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Este cuento se publica ciento catorce años después de que Victor Segalen escribiera En un mundo sonoro, un libro sobre un hombre que queda preso del sonido en una habitación de su casa. 
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Profesional en filosofía de la Universidad del Quindío. Magíster en filosofía de la Universidad Tecnológica de Pereira (UTP). Integrante del comité editorial de la Revista Cultural Conjuro y director de la revista La Expuesta del Programa de Artes Visuales de la Universidad del Quindío. Escribe para Tortilla Flat, un blog de difusión filosófica y literaria. 


  1. Pocas cosas se comparan a leer y escuchar éste hombre, que pieza de arte! Muchas gracias

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