AVANCES, AUTORES, FICCIÓN, NUEVAS VOCES

Shadowplay (Juego de sombras), un cuento de Kristian David Otxoa


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Toda mi vida voy a detestar a Fabiola Camacho. Se apropió de una edición que yo tenía, firmada y dedicada por Raymond Carver, del libro Winter Insomnia (Insomnio invernal). Año tras año el valor de esa obra crece y la muy cabrona nunca me la regresó. Le rogué un par de lustros. De nada sirvió. Aunque en su defensa, hay que decir que no aplicó la táctica de pedir el libro prestado. Para nada. Fui yo quien lo dejó en su cómoda luego de que me acogiera, un domingo en la tarde, cuando terminé mi relación con Liliana. Fabiola me recibió en su departamento con las cosas que pude rescatar de aquella ruptura y nos embriagamos mientras en la televisión transmitían el debate de los candidatos a la presidencia. Nos conocimos en la UNAM (Fabiola y yo). Ahí mi amiga también conoció a Ramón, el amor de su vida. Luego de un par de semanas la pareja decidió compartir casa. Ramón era guapo y de Xalapa. También le gustaba madreársela cada tanto. Claro que nadie sabía de ese hábito. En el pasado esas cosas no se denunciaban. Las madrizas duraron hasta que me tocó presenciar una. Fue en la graduación de Fabiola. Luego de los trámites oficiales organizamos una verbena en el departamento de la pareja. Después del baile, los brindis y la algarabía, ambos se fueron a dormir. Me dejaron a cargo del lugar y de los borrachos sobrevivientes. Estábamos en esas horas de la madrugada donde solamente los desesperados por vivir continúan despiertos y, de la nada, en medio de gritos, Fabiola salió de su dormitorio para pedir ayuda. Llevaba puesto un camisón de algodón azul con un estampado vintage. Sus pechos y nalgas se notaban sobre la exangüe tela. No usaba bragas. Yo creo que a Ramón, por el alcohol, se le olvidó que yo estaba ahí. A Fabiola le escurría sangre de la nariz y lloraba granizos con sal. Entre toda la banda que estaba en la sala conmigo y los que se despertaron por el desmadre, impidieron que el cuerpo del Ramoncito terminara estampado en el corazón del barrio chino. Es decir, no me permitieron lanzarlo desde el balcón. 

A partir de ese día Fabiola comenzó vivir sola. No quiso alquilar con allegados. La vida social en el departamento se hizo abundante. Hubo jolgorios ininterrumpidos de hasta noventa y seis horas. Creo que nunca falté a ninguno. La cosa con La Fabis era de llevarnos con cariño. A veces dormíamos juntos, semidesnudos. Nunca tuvimos coitos ni ondas de ese tipo. Nos quitábamos la ropa cuando hacía calor y en el invierno nos tapábamos con doble calceta. En una ocasión una amiga de Fabiola me preguntó si nosotros, Fabiola y yo, tuvimos sexo alguna vez. Ella es demasiado hermosa y si no lo has intentado seguro eres homosexual, me dijo. Le respondí que hay cosas más importantes que pensar en meter la verga todo el tiempo. Bernard Shaw lo escribió pero que seguro tú, por el tipo de comentarios que haces, nunca leíste al autor irlandés. Es más, le dije, apuesto que hasta este momento nunca lo escuchaste mencionar. Por supuesto la amiga se encabronó. Pero sin duda, su curiosidad quedó satisfecha porque no preguntó otra vez. 

Un día Fabiola me llamó muy emocionada para avisarme que le iban a publicar un artículo en la revista que el poeta, promotor cultural, editor y periodista, Carlos Martínez Rentería, gestiona. Martínez Rentería ha sido un férreo defensor de la contracultura desde 1988 cuando fundó su revista Generación. Su intención es ser moralmente incómodo y políticamente incorrecto, me dijo Fabiola. No mames, Fabi, ¿por qué hablas como si fueras un artículo escrito?, le pregunté. Tienes razón, me dijo. Ambos reímos con la ocurrencia. La felicité por su buena estrella y sobre todo por su dedicación a la escritura. Entonces me reveló el fundamento principal de su llamada: era probable que Guillermo Fandelli asistiera a la celebración que se realizaría, después del evento oficial, en el departamento de Dolores y Avenida Independencia. Desde que conocí a Fabiola ella estaba empecinada con que Fandelli y yo, Cristóbal Zubizarreta, teníamos que conocernos. Mi amiga se había propuesto, como una de sus metas en la vida, lograr que sus dos queridos machos, así nos llamaba, nos encontráramos en algún momento del espacio y el tiempo por algún motivo sentimental que sólo ella conocía. Yo no sé qué le contestaba Fandelli cuando se lo proponía, pero en mi caso puedo decir que siempre me hacía pendejo. Postergaba el asunto o desviaba el tema hacia otro lado. Yo a ese señor ya lo conocía. Y también puedo decir que no me fue muy bien con él en nuestro primer encuentro. Pero eso a Fabiola no se lo conté. Detesto desilusionar a mis amigos. 

El tiempo tiene la perversa costumbre de ocurrir y el día para presentar el número 94 de la revista Generación, llegó. Fue trabajo arduo porque la falta de presupuesto, como siempre, aplazó algunos meses la publicación. Pero, a pesar de todos los escollos, el hecho se consumó. Aquellos señores, los editores de la revista, siempre logran lo que se proponen. Llevan décadas con ese procedimiento. Sus empresas se postergan y dificultan tanto que, cuando resultan, se convierten en gestas heroicas. En esa ocasión Fabiola era parte del equipo que repitió la proeza. Era inevitable acompañarla. Para realizar la presentación oficial los organizadores eligieron el salón Covadonga. Eludí ese primer compromiso con un pretexto tan típico y alcalino que ya lo olvidé. Fabiola no se molestó por mi ausencia. Además, le ayudé con la corrección de su artículo. Para ella lo importante era mi presencia en el festejo privado, donde me presentaría al tal Fandelli. Yo estaba muy nervioso. Tenía miedo de que el escritor me reconociera. Aparte, ese hombre es imponente y muchas leyendas lo preceden. En todos esos mitos él, Fandelli, siempre vence y nadie se atrevía a negarlo. Digamos que en aquellos años (y en la actualidad también), era y es, el regente de la bohemia en Ciudad de México. No sé si exagero con la afirmación anterior. Pero la ansiedad que, a mi pesar, tuve antes de llegar a la fiesta de mi amiga, sí fue real. Por eso me demoré en aparecer por ahí todo el tiempo que me fue posible. Confiaba en llegar y que todos estuvieran tan borrachos y drogados como para pasar inadvertido. Quería que Fabiola se ligara a alguien, lo llevara a su habitación y no salieran de ahí hasta la mañana siguiente. Sin Fabiola presente o con Fabiola borracha yo sería un elemento más entre la multitud y no el amigo que ella tanto deseaba exhibir. Además, a mí no me gusta resaltar; prefiero disimular y quedar medianamente ignorado. No tanto como para que nadie me recuerde pero sí lo suficiente para no ser el centro de todas la miradas. Y como era ingenuo dejar todo en manos del azar, elaboré un plan. Si mi idea fracasó fue debido a que Fabiola era, tal vez aún se comporte así, lo desconozco, una mujer con voluntad inquebrantable. Por eso conseguía cualquier propósito, incluso los proyectos caprichosos que se le metían en la cabeza. Como el de reencontrar a dos viejos conocidos. 

En primer, lugar ese día llegué temprano al Centro Histórico. No quería estar atrapado en el tránsito vehicular y además no tenía nada que hacer. Estacioné mi Jeep atrás del mercado de San Juan, en la calle Ernesto Pugibet. A un costado del mercado está la plaza con el mismo nombre. En este lugar hay unas barras y los tipos que ahí se ejercitan venden el mejor perico de la ciudad. Yo los conocía de años. Así que bajé del auto a comprarles algo de polvo. Después fui a la vinatería por un seis de cervezas, una pachita de ginebra y me dispuse a embriagarme. Necesitaba valor para presentarme en la fiesta. Estuve ahí desde las siete de la tarde hasta las once de la noche. Durante ese tiempo traté de entender el miedo que me provocaba Fandelli y sólo pude recordar la siguiente anécdota: creo que Fandelli estudió ingeniería; es decir, nada que ver con el mundillo de la literatura en la UNAM. Yo, por supuesto, estudié en Filosofía y letras. Tuve que coexistir con toda la inmundicia que implica cursar estudios profesionales en ese lugar. Y a pesar de aquella deshonestidad intelectual, formé un grupo literario. Se llamaba El círculo sin rostro. El clan pasó sin pena ni gloria y desde el nombre ya era una pretensión vergonzosa. Lo que podría tener de interesante es que lo realizamos durante dos años en la morgue de la facultad de medicina. Y de cierta manera, Fandelli estuvo involucrado en el fin de aquel periodo. Nos atraparon por leer su obra y así perdimos el recinto. 

Ese lugar lo descubrí accidentalmente durante la huelga del año noventa y nueve. Regresé a Ciudad Universitaria luego de un par de días en casa de mis padres. Eran las jornadas más estalinistas de la huelga. Si no te conocían las brigadas de vigilancia el ingreso estaba prohibido. Eso me ocurrió en la entrada de la calle Cerro del agua. No quisieron reconocerme. Yo pertenecía a otra corriente política. Por eso caminé a la calle Filosofía y letras y salté la barda de la planta que trata las aguas negras de CU. Lo hice sin problemas (tenía diecinueve años). Cuando llegué al circuito avancé con sigilo entre las sombras para no ser descubierto por los grupos de seguridad. Tenía que llegar a mi facultad para estar a salvo. Corría de manera furtiva cuando un trio de chicas me sorprendió. Eran la cuadrilla de trabajo social. Lo supe porque sus voces femeninas me gritaron «Somos la patrulla de trabajo social ¡Alto!» Tenían fama de ser inclementes con los que atrapaban. Por eso desobedecí cuando me ordenaron parar. Aceleré y escapé hacia la facultad de medicina, por la parte trasera del circuito automovilístico. A pesar de la oscuridad escuchaba sus voces. Ellas tenían linternas de largo alcance. Alargué mis zancadas. El objetivo era llegar a los jardines de odontología y perderme entre la maleza. Estaba a cuarenta metros de lograrlo cuando perdí el piso. Caí en un foso con tres metros de profundidad. La escotilla estaba abierta (seguro fueron los huelguistas quienes arrancaron los candados). El sonido que mi cuerpo hizo al estrellarse con el piso me recordó el crujir de los muros en el sismo del ochenta y cinco. La asfixia del impacto se extendió un par de minutos. Las chicas de la patrulla pasaron y yo quería pedirles auxilio pero no tuve aliento. Las escuché alejarse. No me desmayé pero estuve casi inconsciente parte de la madrugada. Creo que cuando respiré con normalidad dormí algo. Desperté con el frío que el Ajusco bufa y me incorporé. Estaba en penumbras. Saqué mi encendedor y me arrodillé. Extendí mi mano izquierda y batí la nada. La flama del adminículo alumbró una portezuela por donde cabría arrastrándome. Tuve la suerte de que también estaba sin candado (después de siete meses de huelga la falta de mantenimiento tenía a la Universidad en la ruina). Cuando tuve fuerza abrí la puertezuela y entré en una habitación inmensa. Como no había electricidad seguí con el encendedor como farol. Encontré una mesa de hierro y me recosté en ella. Me dormí al instante. 

Al despertar de inmediato supe dónde estaba. Por fortuna el depósito estaba sin cadáveres. Dos años después sí que había muertos. Cuando hacíamos el taller nos colábamos por donde caí. Nunca pusieron un candado hasta que nos descubrieron. Es difícil de creer pero el sindicato de trabajadores de la UNAM nunca fue muy eficaz. Entonces, se nos ocurrió fundar El círculo sin rostro. Yo propuse usar el depósito de fiambres como proscenio y todos estuvieron de acuerdo. Cuánta hilaridad. Leíamos autores contemporáneos y también nuestros empeños de escritura. Realizábamos los encuentros los lunes y sólo cuando el semestre estaba en marcha. Jamás en vacaciones o fines de semana. Se permitía beber poco y nada de drogas. Los muertos en sí ya eran un mal viaje. Pero nos gustaba el aura de correría que suscitaba aquella travesura. Todo funcionó de maravilla hasta que invitaron al Jabalí. El problema con este animal fue que se sentía un tipo duro. En realidad creía ser algo así como Tim Madden, el personaje de Los tipos duros no bailan, la novela de Norman Mailer. También decía que era especialista en literatura estadounidense aunque jamás hubiera leído un libro en inglés. Y obvio, le gustaba tomar y drogarse con ansiolíticos. El Jabalí pensaba que era inmune a los efectos de los sicotrópicos. Sólo participó en tres reuniones y con eso bastó para que las cosas se fueron al carajo. Como era obeso le costaba arrastrarse por la rendija de ingreso. El asistir ebrio tampoco lo ayudaba. En la ocasión final rasgó sus pantalones en medio del culo y a pesar de que nos reímos poco, la tomó contra nosotros por ser testigos de su deshonra. En fin, esa noche comentaríamos El día que la vea la voy a matar, de Fandelli. No teníamos ningún tipo de ceremonial. Yo hacía una breve introducción pero a esas alturas las cosas ya se daban solas. Entonces El Jabalí dijo que Fandelli era una mala copia de Joe Fante y que deberíamos pasar a otra cosa. Alargó el brazo derecho y sacó mi copia de Winter Insomnia. Abrió el libro con ambas manos y leyó la dedicatoria con la firma. No es cierto, me dijo mientras me veía fijamente a los ojos. Me estiré para arrebatarle lo que consideraba mío y le dije que era un pelafustán. Sus baladronadas no me intimidaban. El Jabalí nunca leyó a Fandelli. Por eso desconocía que la influencia real de este autor son los escritores rusos. La discusión se incrementó y terminamos a los golpes. No me avergüenza reconocer que me noqueó. Con un gancho en el mentón perdí el conocimiento. El Jabalí, igual que yo, amaba boxear. Recobré la conciencia en las oficinas de seguridad UNAM. Al parecer nos trasladarían a la autoridad civil y también amenazaban con expulsarnos. Después de muchas horas y cientos de preguntas nos dejaron ir. No llevar drogas y alcohol convenció a las autoridades de que lo nuestro, sólo era literatura. 

Fue el timbre de mi celular lo que ahuyentó a los espectros del pasado. Era Fabiola. Que dónde estaba yo. Apuré la última dosis de coca y vacíe el trago final de ginebra. Salí del Jeep, le puse la alarma y me fui a reabastecer (detesto llegar con las manos vacías a cualquier lugar). Después caminé por López hasta Victoria. En esa esquina doblé a la izquierda y al llegar a la calle de Dolores giré a la derecha. Mi andar era cansino. Cuando aparecí en la intersección de Dolores con Independencia pude oír y admirar desde la vereda lo que ya sucedía en el departamento de Fabiola. Era hermoso. Pero yo estaba inquieto. Poseía una copia de las llaves. Entré y subí sin prisa los cinco pisos que me separaban de mi destino. Las penumbras de los pasillos me dieron algo confianza. Me hicieron creer que la memoria del escritor podría ser difusa. Pero, una vez más, me equivocaba. Traspasé la puerta del departamento 503 y al primero que vi fue a Martínez Rentería. Vestía una camisa color vino, pantalón negro, chaqueta gris y mocasines de gamuza cafés. La verdad nada contracultural. Lo divertido era que tenía tres globos de los que venden en los semáforos amarrados en los dedos índice, medio y anular. También usaba lentes oscuros a media noche. Entre risas le decía a un grupo de jóvenes que «la contracultura no es una época determinada, sino la manera de nombrar al movimiento de la cultura. En la medida que la cultura se mueve hacia un punto donde se define ese movimiento. Lo que el científico Timothy Leary llamaba la cresta de la ola». No pude escuchar más porque me encaucé hacia la cocina. Mi plan consistía en mezclarme entre la gente y torear a Fabiola. Pero Fabiola era Fabiola. Yo hablaba con un par de extranjeras cuando me tomaron del bíceps derecho y me jalaron con fuerza. Era ella. Gritó, me besó y me abrazó. Todo en el mismo instante. Ni bien terminó su saludo cuando profirió la sentencia que yo temía: «ven, te espera desde hace rato». No pude evitarlo y me resigné a obedecer. 

Alrededor de Guillermo Fandelli siempre se congrega una pequeña multitud. Aunque para Fabiola eso no figuró un obstáculo. Se abrió pasó entre el gentío con la seguridad de ser amiga íntima de la celebridad y me insertó en el grupo: «¡Willy! Él es de quien te hablé». Y me reconoció, supe por cómo me miró, que él sabía quién era yo. Sin embargo no dijo nada. Guillermo Fandelli sonrió y me alargó su delgada y firme mano. Vestía una gabardina negra, pantalón y camisa del mismo color con unas botas rojas. Sin duda, su gran distintivo era el sombrero panamá que portaba. «Así que te gusta cómo escribe Fandelli. ¿Cuál de sus libros te parece el mejor? Sé que lo preguntó en tercera persona para acojonarme pero no me arredré. Le hablé de las últimas novelas que leí, Malacara y Educar a los topos. Pero le dije que sin duda, los ensayos eran lo mejor de su producción. Elogio de la vagancia y En busca de un lugar habitable superan toda tu narrativa, le dije. En su rostro estaba la sempiterna sonrisa irónica que lo caracteriza. «Es halagador que alguien como tú conozca mi obra. Pero no hablemos de mí. Hoy es el día de Fabiola». No quise preguntar qué significaba la expresión alguien como yo. Así que continuamos con nuestro juego. Les invité de mi coca a él y a Martínez Rentería. Quedaron muy satisfechos con el producto. Estuvimos así hasta la madrugada. En algún momento quedé a cargo de la música. Si algún talento me destaca es saber amenizar una fiesta. Justo programé Shadowplay de Joy Division y se acercó Fandelli. Me dijo: «Excelente rola. Con que juego de sombras ¿eh? Vamos a ver si sabes jugar. Me dijo Fabiola que ese material que nos regalaste se consigue cerca. Vamos por más», ordenó. Negarme era imposible. Tomé mi reproductor de música y le contesté: «vamos». Salimos del departamento en silencio. Bajamos a la calle con parsimonia y sin hablar. Cerré el portón y caminamos hacia el sur; poco en realidad. «Oye cabrón, me dijo, ¿por qué lo hiciste?». Fandelli intentó sujetarme del hombro pero no lo consiguió. Me zafe y corrí en sentido inverso. Hacía la Alameda. En mi mente aparecían todas las entrevistas que leí. Fandelli, al parecer, jugó basquetbol y era un buen deportista. Pero no me persiguió. Su ilimitada figura se hizo pequeña mientras yo escapaba de él. Esa noche dormí en las bancas de la Alameda y el gusano blanco del alba me despertó. Cuando reaccioné sabía que tenía que regresar con Fabiola. Oriné en los árboles del parque y fui hacia allá. En mis bolsillos estaban las llaves del Jeep y la coca. Parecía un día triste. 

Cuando llegué al departamento la atmosfera era un desastre que nadie desea limpiar sobrio. Entré en el cuarto de Fabiola y ella dormía. Sola. Abrió los ojos, sonrió y extendió las sábanas para que entrara con ella en la cama. Nos abrazamos hasta las dos de la tarde. Cuando desperté ella tenía preparadas dos rayas, una caguama y un plato con Ramen extra picante. Me incorporé y antes de cualquier cosa me dijo «Explícame qué pasó. Willy siempre hace eso de largarse sin avisar y creí que te llevaba con él. Pero regresó para decirme que a pesar de tu silencio tenías crímenes qué confesar, ¿qué pedo?» Ella era mi mejor amiga así que le conté lo qué pasó trece años atrás. Todo tiene que ver con el libro, le dije. «¿Cuál libro?» Me preguntó. «Ese, el que dejé cuando Liliana me echó. El de Carver. Mira, era 1995. En aquellos años no había nada de la tecnología que hay ahora. Buscar a alguien era complicadísimo. Tú eras muy nena y seguro no lo acuerdas. Total que yo era un lector fervoroso, mejor dicho fanático, de la revista Moho. Mi gran sueño era publicar un cuento ahí. Así que puse manos a la obra y escribí un relato que se llamaba Shadowplay (juego de sombras). Cuando lo terminé lo más sensato hubiera sido enviarlo por correo a la revista y ya está. Pero no. Yo también anhelaba ser amigo de Fandelli. Conocerlo. Ser como él. Así que me di a la tarea de buscarlo para entregarle personalmente mi cuento. No fue sencillo localizarlo. Su zona de dominio era lo que llamaban el Centro Histérico. Así que cuando encontraba una oportunidad salía a buscarlo. No me dejaban entrar en las cantinas y cuando oscurecía tenía que devolverme a casa (hay que recordar que yo era menor de edad). Insistí por meses hasta que lo encontré. Fue en la Antigua Academia de San Carlos. Sabía que esas eran las calles en las que se movía. Yo estaba sentado afuera del edificio. En una mano mi cuento adentro de un folder y en la otra una Coca Cola en bolsa de plástico. Entonces lo vi. Usaba un pantalón de cuero negro, una camiseta también negra sin mangas con la leyenda Kill your tv, botas largas sin anudar y un abrigo de plumas rosa. Sentí una punzada de goce en los testículos, el vientre y el pecho me estallaron en el cerebro. La realidad se convirtió en una gama de luces sordas dentro de mis ojos. No lo podía creer. Ahí estaba a quien yo tanto admiraba». 

Fandelli salió acompañado de dos mujeres, su pareja y una performancera a la que llamaban la Congelada de Uva. Escuché que se dirigían a la cantina El Nivel. En aquellos años esa cantina era el lugar predilecto de los artistas contraculturales. Fue el primer establecimiento que vendió bebidas embriagantes en la Ciudad Universitaria y la UNAM lo clausuró. En fin, que yo estaba en un dilema porque si no lo abordaba en la calle no me dejarían entrar a la cantina. Los perseguí por la calle Academia y después en Moneda. Sabía que se me acaba el tiempo. Entonces, animado por un destello orgánico, alejado de cualquier decisión propia, los alcancé y me paré enfrente de ellos. A escasos metros de la puerta del nivel. Mi presencia los detuvo y dije: «¡Hola! ¿Tú eres Memo Fandelli, verdad? –pregunté mientras que, igual que un enfermo de Parkinson, estiré mi brazo con movimientos trastornados y le extendí el folder». «Depende quien lo pregunte soy lo que puedo ser», me respondió; sus palabras provocaron que sus acompañantes y él se carcajearan con vehemencia. «Es que quiero publicar mi cuento en tu revista. Toma. Por favor», supliqué. «Hay gente que lee porque hay gente que escribe, quita a ambos y queda Moho», me dijo Fandelli ya con seriedad. 

Hoy entiendo lo que esas palabras significan. Pero aquella tarde para mí fue como si me sacrificaran ahí, en el Templo Mayor. 

«¿Sabes qué hice? ¿Recuerdas que te conté que mi padre me enseñó a boxear desde pequeño? Pues bueno, no pude contenerme. Fandelli tomó mi folder y lo emparejó con ese libro, el de la cómoda. Él lo llevaba ese día. Por mi edad y mi velocidad le arrebaté el folder con el libro y le descargué un jab izquierdo que lo derrumbó. Ni bien terminé de lanzarle el golpe y me largué a correr hacía el Zócalo para perderme entre el gentío. No supe qué pasó después con él. Lo único real era que yo le había robado un libro súper valioso». 

Entonces paré mi historia, fui por el libro, y le mostré a Fabiola la primera página. « ¡Ah no mames!», dijo. «Y al parecer no es apócrifo», continué. «Cuando el internet lo permitió me puse a investigar en la red y allá en Estados Unidos mucha gente busca este libro. Raymond Carver se lo firmó a alguien incluso más chingón que él», concluí. 

Lo primero que Fabiola atinó a decir fue: «No mames, escribe esto. Está súper chingón».

Después se vistió y me pidió que la llevara a las barras del mercado de San Juan. Lo que me pareció perfecto porque me urgía ver cómo estaba mi Jeep. Regresamos a su casa y dejamos morir otro domingo de cruda. Cuando me disponía a partir pensaba llevarme el libro pero ella me pidió que se lo dejara. Quería leerlo, me dijo. 

Como era previsible, no pasó mucho tiempo antes de que Fabiola se enamorara otra vez. En esta ocasión fue de un escritor que conoció en el programa Jóvenes Creadores donde ambos estaban becados. Y, como también era pronosticable, este tipo se la madrea. Ahora es madre de dos niñas y diario está a punto de divorciarse del marido. A mí, obvio, dejó de hablarme. El cabrón ese es un autor de éxito pero le aterra un wey como yo. Como sea. Le insistí mucho para que me entregara el libro. Hasta que en una ocasión me mandó a decir con Brixx, mi nueva gran amiga y con quien Fabiola comparte un cubículo en el posgrado de sociología de la UAM, que no pensaba darme nada. Que se puso a investigar y Fandelli también se lo robó. Así que ladrón que roba a ladrón… En fin, al buen entendedor, malas palabras.

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Kristian David Otxoa 

Escritor mexicano. Estudió en la Universidad Nacional Autónoma de México la licenciatura, Maestría y Doctorado en Estudios Latinoamericanos. Actualmente vive en Chile. Cuida a su hijo y prepara un volumen de cuentos que todavía no tiene nombre.


  1. El cabo iridiscente de un ovillo del cual se ansía tirar. Excelente cuento, verdea de imágenes fértiles y de vida urbana, oxímoron de nuestros tiempos.

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