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Mami está enferma, un cuento de Itzel Guevara del Angel


Ilustración de Gatoenbús
E

l agua de la bañera seguía tibia, cada tanto él se aseguraba que así fuera. Ni demasiado caliente para que pudiera lastimar el cuerpo de por sí lastimado de Mami ni demasiado fría para que la hiciera temblar, o incluso, provocarle un resfriado. Eso sería el colmo, enfermar a Mami por tonto y negligente. Como ella no se quejaba, el baño se había convertido en una tarea que requería toda su atención y cuidado. Bajó la mirada y descubrió sus pantalones salpicados, aunque sabía que era sólo agua, resultado del chapoteo, no pudo evitar pensar en sí mismo como un niño meón. 

Había pasado parte de la tarde entrevistando a una mujer que tenía un albergue casero-clandestino de gatos y que ante la imposibilidad de seguir manteniendo por sí misma la titánica labor, accedió a salir del anonimato, jugándose el futuro de sus animales. No pedía mucho, no quería dinero, tan sólo alimento porque usted no se imagina cómo maúllan cuando están hambrientos y a mí se me parte el corazón de no tener más nada que darles, no podría verlos sufrir, primero me encierro con ellos y le prendo fuego a la casa, antes que se me mueran de hambre, mire qué flacos están. 

La mujer tenía una mirada resuelta y él no dudó por un segundo de sus palabras. Ya había sucedido un par de casos en la ciudad; recordaba el de los apartamentos Villa Santa Fe, que él mismo cubrió, donde la policía tuvo que echar abajo la puerta después de que un vecino los alertó ante las amenazas de una mujer. La encontraron en el sofá, dormida y completamente borracha, con restos de periódico incinerado sobre la alfombra. La breve fogata de la sala se extinguió sin que la mujer se diera cuenta, dejando apenas un trozo de alfombra ennegrecida. La policía terminó llevándose a su medio centenar de conejos. 

Independientemente de las circunstancias de cada una, le pareció que había tanto amor y misericordia en estas mujeres, tanto que dar y nadie a quien dárselo, que sólo quedaban ellos y por ellos estaban dispuestas a morir. 

Excitado ante las posibilidades de la historia, pasó por alto el olor a orines mezclado con el de mierda de gatos. Sudaba y sudaba porque a mediados de agosto, aunque el sol se esté escondiendo, el calor es sofocante, y como siempre le sucedía, dos círculos enormes se formaron sobre su camisa, a la altura de las axilas. Con el estilo que lo caracterizaba decidió titular la nota: Sueño de una noche de verano.

Estaba hincado frente a la bañera, sobre un cojín que había traído de la recámara para no lastimarse las rodillas de nueva cuenta, ya le había pasado el lunes, el martes y el miércoles. Generalmente era así, nunca aprendía al primer error, tenía que equivocarse varias veces antes de ser capaz de actuar. Mami estaba dentro de la bañera, con su cuerpo arrugado y húmedo, con su cuerpo hecho una bolita. Él le restregaba delicadamente la espalda con una esponja y le platicaba de los gatos. Si el dueño del edificio permitiera tener mascotas le habría traído uno, le prometo que en cuanto pueda nos mudamos a un apartamentito con balcón o con un pequeño jardín, y entonces sí, tendrá sus macetas llenas de flores, ¿le gustaría, Mami?, y donde pueda tener un gato, ¿le gustaría que fuera rayado, o todo blanco?, ¿qué nombre le va a poner? Mami, que hasta entonces no había dicho nada, se limitó a decir: Navidad. 

Unas semanas atrás había comenzado a sangrar cuando iba al baño, y los insoportables dolores que sentía a la altura del vientre la mantenían en cama, casi sin comer. Por las noches la sentía quejarse. A pesar de lo calladita que era, la escuchaba, sabía que se aguantaba para no incomodarlo. Por muy pesado que tuviera el sueño, por muy acostumbrado que estuviera a dormir en cualquier sofá, en cualquier colchón o hasta en un auto -como hizo tantas veces al llegar aquí, antes de conseguir empleo y de que Mami pudiera venir a vivir con él-, la tenía tan cerca que era imposible no percatarse de cuánto sufría. Otra cama, pensaba por las noches, necesitamos otra cama. 

¡Navidad!, repitió él con ese vozarrón tan atractivo que hacía que las mujeres voltearan a verlo cuando hablaba, y que en otro tiempo, todavía estando en la isla, le valió un pase directo a la televisión como comentarista de noticias. Desde entonces, ya tenía ese estilo melodramático para abordar las notas, ese sentimentalismo exagerado que desarrolló hasta hacer de él su distintivo. Ahora estaba encargado de los acontecimientos locales, generando gran empatía entre los lectores, en especial en las mujeres quienes escribían continuamente al periódico para mandarle bendiciones. Y para ejemplo estaban los titulares de sus reportajes: Mujer centenaria aún cree en el amor, el especial de 14 de febrero; Sabe que pronto morirá pero desde el cielo, convertida en ángel, seguirá su lucha, sobre una activista enferma de cáncer; La sensibilidad tiene nombre de mujer, sobre la directora huésped de la orquesta sinfónica. 

Ay Mami, pero si es usted una chiquilla, pensar en llamar a un bichito Navidad, qué cosas se le ocurren, le dijo mientras veía cómo se le iba llenando la espalda de jabón y por un momento, las manchas, las arrugas, se ocultaron; por un momento su cuerpo no tenía edad. Ella no dijo nada, no cambió su postura ni dio señales de escucharlo. 

Ahora que lo pensaba, cómo no iba a tener sentido, si la Navidad era la recordación del nacimiento de Jesús que vino a salvarnos de nuestros pecados, a enseñarnos con su ejemplo el verdadero significado de las palabras amor y sacrificio. Navidad había sido por mucho tiempo la clandestinidad, en esa isla donde el amor a la patria era lo único que no se escondía, porque cualquier otro amor declarado o sin declarar pero que oliera a devoción o exceso de entusiasmo despertaba la duda, y la duda llevaba a la sospecha, y la sospecha tarde o temprano se convertía en traición; y en esa isla que siempre estaba en guerra, con las armas listas para defenderse, no había algo peor que ser un traidor. Navidad era cuidarse de que los vecinos-espías no vieran cuando sacaban la vajilla especial, la que en época de los abuelos era para doce personas, doce, como los apóstoles, los que no abandonaron a Jesús cuando les dijo que debían comer su cuerpo y beber su sangre para alcanzar la vida eterna, pero que el tiempo y la patria habían reducido a cinco platos extendidos y tres para sopa. Todos, aunque desportillados, aún conservaban ese aire imperecedero de nobleza, porque como Mami siempre decía, la buena cuna se lleva en la sangre, se nace con ella. De los cubiertos de plata no había quedado ninguno, fueron los primeros en venderse porque de qué servía tener cuchillo para carne o tenedor para ensalada cuando no había sobre qué clavarlos. Navidad era cuidarse al sacar la botella de vino tinto, guardada con celo y conseguida bajo quién sabe qué circunstancias, justo para este día. Pero ahora, Navidad se podía decir en voz alta, sin miedo, y se podía adornar la casa, y servir la mesa con comida especial, incluso ahora, Navidad podía ser el nombre de un gato. 

Mami, pero qué bonitas tetitas tiene, parecen las de una jovencita, le dijo haciendo ademán de tocarlas. Mami fingió enojarse, pero no pudo contener la risa mientras intentaba regañarlo. ¿Pero por qué me dice esas cosas? ¿Cómo que le estoy faltando al respeto? si usted es mi novia, sí, sí, es mi novia, novia mía, novia mía, cascabel de plata y oro, tienes que ser mi mujer, novia mía, novia mía, con tu cara de azucenas, mucho, mucho te voy a querer. Mami se sonrió y le apretó los cachetes. Anda, muchacho, acércame la toalla; él la obedeció y Mami comenzó a secarse mientras observaba el remolino de agua que se iba formando entre sus piernas y que pronto dejaría la bañera vacía. 

Mañana tocaba nuevamente ir al hospital, y aunque al jefe de redacción no le agradó la idea de justificarle otra falta, las palabras madre enferma constituyen un irrebatible binomio emocional al que difícilmente se le puede negar algo. 

Esta vez sería diferente, lo peor ya había pasado, no estaría tan nerviosa como en la primera visita, tan angustiada por el tacto rectal obligatorio y luego por la introducción de la manguera dura y fría. No es que no sepa lo que me van a hacer ni es que tenga vergüenza, pero hace muchos años que no… y tengo miedo, le había dicho Mami completamente asustada, recostada sobre la camilla y vestida con la batita azul. Pero Mami, no hay nada de qué asustarse, quite esa carita, que si no lo hace me bajo los pantalones. Y como Mami no cambió la cara, tiró del cinturón con un movimiento brusco, se volteó de espaldas y le mostró sus nalgas blancas y peludas. La enfermera no supo qué hacer, claramente había escuchado la advertencia, pero jamás pensó que fuera en serio. Aunque no hizo ni dijo nada, su rostro de sorpresa pronto se convirtió en uno de reproche. Mami reía y reía, a pesar del dolor volvía a ser una niña feliz. 

Mami salió de la bañera oliendo a lavanda, con su cabello húmedo y pesado pegado al cráneo. Despacito, despacito, la ayudó a ponerse las pantaletas y el camisón, y le untó crema en brazos y piernas. Lo hizo sin dejar de sorprenderse por la blancura de su piel, como cuando era niño y la veía absorto mientras se polveaba la cara para lucir aún más pálida, porque cómo no iba a estar orgullosa de su color en un país con tanto sol y tanto mulato, cómo no resaltarlo hasta la exageración. 

La llevó del brazo hasta la cama y ahí la recostó, fue entonces que vio el parpadeo de la luz verde en el teléfono y recordó que en algún punto de la tarde lo había cambiado a modo de vibrador. En lugar de la Sonata para Elisa con sonido de sintetizador, utilizada para anunciar las llamadas y que había elegido desde el día que lo compró, había un bip que habría notado de haberlo traído en el bolsillo de la camisa o del pantalón, pero lo había dejado sobre la mesita de noche. Tomó el teléfono mudo y parpadeante y se fue a la cocina para calentar un poco de agua. Cinco llamadas perdidas hechas desde un número que reconoció al instante, en la última llamada, él le había dejado un mensaje: Esperaba verte en la cena, ¿dónde estás?, creí que vendrías, bueno, si quieres aún puedes llegar, llámame, te espero.

Se quedó quieto, como anclado al piso de baldosas verde menta de la cocina. Tuvo el impulso de bajar corriendo, tomar el auto y manejar hasta el restaurante donde se celebraba el cumpleaños de un fotógrafo colega del periódico, de correr así como estaba, sudoroso, con los pantalones salpicados de agua y los dos grandes aros marcados en la camisa, alrededor de las axilas. Tuvo el impulso de devolverle la llamada, tal como la voz de él se lo había pedido en el mensaje, y decirle que no se fuera, que se le había hecho tarde pero ya estaba en camino; tuvo el impulso de decirle: espérame. Entonces se percató de que el agua estaba hirviendo, de que era momento de vaciarla en una taza y agregar las bolsitas de té, de que Mami estaba esperándolo, de que no se podría dormir si él se iba. Se sintió como un traidor. Esta vez había llegado muy lejos. Mami está enferma, le diría mañana al verlo en el trabajo, y eso sería todo, no más llamadas, no más sugerencias. Es un milagro tener a Mami aquí, poder abrazarla, cuidarla. Lo siento, pero no puedo, Mami está enferma. Él entendería. Amor y sacrificio, pensó, amor y sacrificio como Jesús. 

Sí, él entendería, desde luego que entendería.


** Este cuento hace parte del libro Domingo de summertime, editado por la editorial mexicana Paraiso Perdido, 2019. Con este libro obtuvo el Premio Bellas Artes de Cuento Hispanoamericano Nellie Campobello 2020.
Agradecemos a la editorial por permitirnos reproducir este cuento.    

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Narradora y especialista en promoción de lectura. Autora de los libros: Santas Madrecitas (2008); Morderse las uñas (2017), con el que obtuvo 2º Lugar en el Premio de Novela Corta de la Pontificia Universidad Javeriana de Colombia; A qué le temen los niños (2018); El jardín de las preocupaciones (2018), ganador del Premio de Cuento Infantil del Estado de Veracruz; la Antología personal Mami está enferma (2019); Una casa con jardín (2019), finalista del Premio Herralde de Novela y Domingo de summertime (2019).



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