3:25
Es apenas media tarde, pero la noche se extiende por el Desierto de La Tatacoa.
Es una sombra intensa de unos 300 kilómetros de diámetro, más la penumbra alrededor en otros 3.500, si son ciertos los datos que nos suministró Joluis.
Mientras veníamos, en la larga fila de carros que avanzaban lentos en la caravana por la carretera angosta y destapada, amarilla de sol de mediodía, entre los riscos de piedra caliza y las hierbas a veces como calcinadas, Joluis también nos contó, para llenar el silencio en el que caímos en el automóvil, que de tanto en tanto se rozaba con los salientes de la carretera, la historia de Josué, un militar que en la mitad de una de sus muchas batallas victoriosas al lado de Dios, el mismo Dios de Joluis, le dijo al sol que se detuviera en no sé dónde, y a la luna en otra parte.
Y ahora, en la repentina oscuridad, se oyen cantos de gallos y currucucus y bramidos apresurados, asustados, en el desierto hay muchos más animales de los que a plena luz uno estaría dispuesto a aceptar que lo habitan. Los animales se asustan porque todos los días de sus vidas la luz perdura una misma longitud, y aquí en el desierto todo es excesivamente regular.
Algunos de esos animales sólo viven un puñado de años, y hay unos que únicamente meses, o semanas o días, tal vez algunos unas cuantas horas, y esa es toda su posible eternidad, todo el ámbito de su evolución, lo mismo que para nosotros, que duramos más que muchos de ellos, implica la frontera de setenta años.
Los que pueden corren a sus madrigueras y otros huyen sin orientación, mientras que bandadas de pájaros echan a volar con chillidos y fuertes aleteos en busca de la luz. Mientras compruebo que no alcanzo a ver la luz en el horizonte, de acuerdo con Joluis el desierto tiene alrededor de 110 kilómetros, lo que indica que toda La Tatacoa está a oscuras, pienso en las mariposas y miro alrededor, me gustaría hallar alguna, pero no veo a ninguna. Mariposa viene de María y de posar y su existencia es un regalo de color, ¿pero qué termina siendo una mariposa en la oscuridad?, y siento que es mejor no hallarla.
Cuando la penumbra empezó, hacia las 2:30, ya se percibía la inquietud en los animales. En los pájaros y las lagartijas y chicharras. En los gallos y gallinas y las cabras y jamelgos de los campesinos que tienen su casa con corrales de guadua cerca, en el altozano, y de los que viven más distantes, unas distancias que, en la espera, calculé por algunos balidos, cantos y chillidos que se anticiparon. Pero al llegar la oscuridad no tuvieron más opción, los domésticos, que hacer atropelladamente lo que siempre han hecho al anochecer, y los salvajes correr a campo abierto a refugiarse.
Algunos de estos olfatean que morirán, aunque sus depredadores deben estar tan confundidos como ellos, de algún modo sienten lo que sería perder la vida y saben que no han tenido tiempo de escapar.
3:26
Para tranquilidad de Joluis nos vimos obligados a estacionar en la periferia de la muchedumbre y lo que hizo fue salirse de la carretera y adentrarse por una planicie que a la luz era como una gran piedra pómez, alejándonos lo más posible.
Él fue el de la idea de venir, pero ahora cree que puede haber amigos suyos de Neiva en la caravana y no quiere que nos vean y eso enfurece al pequeño Ric. Cuando están alegres poco importa que los vean, pero así de alterados o tristes sería fácil darse cuenta que se quieren a pesar de que discuten, y Joluis sabe que cualquier cosa podría hacer que el pequeño Ric estallara, que echara a gritar. Así que quedamos a buena distancia de las diez mil o más personas que murmullan en la oscuridad, disparan flashes como fosforescencias de luciérnagas e interfieren los caminos de huida de los animales, algunos de los cuales morirán bajo sus pies.
Los ruidos, los chillidos, los cantos pierden fuerza y continuidad. Los que lograron refugiarse callan y esperan mientras en el cielo oscuro el sol es como un botón de girasol ennegrecido.
–Protégete, dice Joluis, pasándole dos tiras de placas de rayos X.
Están de pie, apoyados en el capó.
–En este momento no hay peligro, se puede mirar directamente.
–Te puedes quemar la retina.
–Ay, gordito. Sá, grita, ¿en este momento puedo o no ver directamente?
En realidad no estoy seguro y ya sé que es mejor que se arreglen ellos mismos.
–Dejen de pelear, les digo, el eclipse dura sólo unos minutos y tal vez no puedan ver ninguno otro en el resto de sus vidas.
–Úsalos, por precaución, le dice Joluis, con una voz conminatoria.
Durante el viaje de casi cuatro horas, desde que tomamos la Autopista Sur, han discutido todo el tiempo. Cuando me recogieron estaban felices, sobre todo Ric, él siempre está feliz o en la peor de las depresiones. Estuvo riéndose de las peripecias que debió hacer para escapársele a su novia, una adolescente atractiva, de ojos azules y pelo castaño en tirabuzones, que siempre que la he visto junto a él ha dado muestras de estar muy apegada. Hoy quería que hicieran no sé qué, pero él ya tenía planes de venirse a ver con Joluis el eclipse, le parece un acontecimiento especial, fantástico, y cada día parece más enamorado y quiere compartir con su gordito momentos como éste.
–¿Estás seguro que sigue sin saber?, le preguntó Joluis luego de que él nos terminó de contar las peripecias.
–Sí, se rió. Sí, gordito, le deslizó la mano por el antebrazo, y como Joluis continuó en silencio: Supongo que también irá al desierto gente de Neiva, pero puedes estar tranquilo, voy a comportarme como un simple amigo, se acomodó contra la portezuela, enojado.
A Ric le gustaría que los vieran, que todos lo supieran, le gustaría dejar de ocultarse, poder abrazar y besar y coger de la mano a Joluis en cualquier lugar, todas las veces que lo desee. Se conocieron hace cinco meses, en la universidad, al comenzar Ric primer semestre de arquitectura y Joluis noveno de ingeniería, y para Ric ha sido un tiempo suficiente para afirmarse con claridad en lo que quiere, en su preferencia sexual. ¡Los tipos, y entre todos el que más me gusta es el gordito!, ha repetido riéndose. Y creo que en cualquier momento, en uno de sus arranques, le dirá a su novia que la quiere mucho, muchísimo, pero como su mejor amiga. Creo que calcula cuándo le dirá de quién exactamente está enamorado, por quién vive en las últimas semanas tantos altibajos de ánimo, y siente que ese momento será el inicio de su verdadera vida.
Joluis, en cambio, no quiere que los vean en la universidad o fuera de ella en circunstancias que los delate. Es su primera relación homosexual, al menos la primera de la que se ha atrevido a comentarme, y es católico y practicante, en Neiva durante años estuvo cerca de la curia. Aunque es cinco años mayor que Ric no sabe cómo manejar la situación. Desde que se vieron por primera vez sus días rotan para él.
–A partir de que nos cruzamos la mirada en los baños ha sido como si nos hubiéramos lanzado una red en la que vivimos hasta hoy, me confesó una madrugada, en la cocina del apartamento que comparte con otros dos estudiantes de provincia, en el barrio Palermo.
Salió del baño y Ric lo siguió. Durante un trayecto Joluis no lo volteó a mirar. Pero luego lo esperó.
–Y cuando estuvimos cerca me di cuenta que lo que quería era estrecharlo y besarlo, de inmediato, como si nos reencontráramos después de una larga separación. Él sentía lo mismo.
Pasados cinco meses hacen planes porque Joluis terminará este año la carrera y piensa trabajar y radicarse en Bogotá y ambos creen que entonces podrán ser mucho más felices, mucho más libres de expresarse.
3:27
Al otro lado de la línea del teléfono estaba Joluis.
–Lo tienen en una comisaría, retenido.
–¿Por qué?
–No sé bien, supe que lanzó el televisor por la ventana del apartamento. Es un quinto piso. Imagínese cómo sería el alboroto en el condominio. Creo que seguía botando cosas por la ventana cuando lograron abrir la habitación y agarrarlo. Discutimos antes de separarnos, pero no sé si tiene que ver con eso. Visítelo por mí, puede que siga disgustado conmigo y en ese caso sería contraproducente que yo fuera, usted ya lo conoce.
Era mediodía del domingo, y yo tenía resaca, pero me hizo prometerle que iría lo más pronto posible.
Iban a ser las tres de la tarde cuando salí a verlo y hacía uno de esos días despejados, rutilantes, que siguen a los días de lluvia intensa, y no sé porqué, tal vez por la profusa claridad, empecé a acordarme en el trayecto de una serie de amigos de niñez y fue como tocarse la cicatriz que es el ombligo: porque todos estaban físicamente desaparecidos. Tal vez todos o algunos vivos en algún lugar de la ciudad, o del país, o del mundo, pero desaparecidos de mi vida como yo de las de ellos. ¿Alguno me recordaba? Pensar en eso me causó cierto mareo, como si por un instante hubiera percibido un movimiento brusco y generalizado alrededor.
La cara de Ric me sacó del brocal en que me había dejado la impresión de mis amigos niños.
Como es usual cuando retorna el sol, hacía un frío que calaba en el interior del edificio.
Y Ric estaba literalmente a la sombra: en una habitación bastante oscura para ser media tarde, al parecer utilizada para el descanso de los funcionarios aunque también podía albergar retenidos, ubicada entre el salón con el pesado escritorio de madera y las sillas destartaladas y los archivadores, que constituía la oficina del comisario, y el patio interior que la separaba de los calabozos en los que los detenidos se asomaban y sacaban los brazos por las puertas de barrotes de hierro. A Ric no lo habían metido allí seguramente porque apenas tenía diecisiete años y por haberse identificado con el carné de la universidad.
No se alegró al verme.
–¿Viene de parte del gordito?, sonrió con desconfianza.
–Queríamos saber cómo estaba.
–Muy bien.
Tenía los brazos cruzados, sentado a lo largo en una cama sencilla, cubierta con un colchón forrado por la sábana limpia pero desteñida, ubicada contra la pared que separaba la habitación de la oficina del comisario, con las piernas una sobre la otra. No me invitó a sentarme pero lo hice, al final de sus pies calzados con unos zapatos de gamuza.
–¿Hay algo que yo pueda hacer?, le pregunté.
–Nada, me replicó de inmediato, pero luego se demoró antes de agregar: Mi mamá vendrá más temprano que tarde a firmar el compromiso. Ella y mi hermana ya se deben estar dando cuenta que sería peor para ellas que yo amaneciera aquí.
En la penumbra parecía más moreno de lo que era en realidad y los dientes más blancos. Visto con detenimiento, me pareció que carecía de belleza física, al menos la que yo buscaría en una mujer, pero tal vez yo no estaba en condiciones de apreciarlo bien, de hecho su novia me parecía una beldad. El mechón de siempre le caía sobre la frente. Y aunque se reía, como era su costumbre, me resultó claro que lo hacía para aparentar.
–¿Para qué llegar a esto?, le dije.
–Mijito, respondió, no me meta los dedos a la boca. ¿Lo mandó a interrogarme? ¿Por qué no vino él, si le intereso un poco?
–Me importa un pito lo que piense y que me tenga desconfianza, le dije con mi mejor tono de amistad. Y me importa un pito el futuro de ustedes dos. Si él no me lo hubiera pedido de todos modos habría pasado por aquí. Simplemente porque a usted lo he visto ya más de medio centenar de veces y me cae bien. Como persona, sonreí.
Tuve la idea de confesarle que tenía la convicción de que Joluis lo amaba, que nunca antes, desde que lo conocía en la universidad, lo había visto amar a alguien como ahora a él, pero me levanté; ¿era yo quien se lo debía transmitir de forma que no tuviera dudas?
–No se empute, me sonrió, tratando de aparecer más cálido. Dígale lo que le parezca.
Me contó lo que había sucedido, escuetamente, sin mayor deseo de hablar. Saqué en claro que Joluis y él habían discutido, lo cual ya lo sabía, y que cuando llegó al apartamento la mamá lo esperaba. Le hizo no sé qué preguntas sobre su comportamiento de las últimas semanas y sobre Joluis y en lugar de no mentirse más y despacharle toda la verdad se encerró en el cuarto y empezó a romper las cosas, furioso con todos, con Joluis porque se enfurecería si las cosas se aclararan de esa forma y con él mismo por abstenerse de decirlo sólo para que Joluis le sonriera.
3:28
Se besan en la oscuridad.
Muchas veces los he visto besarse así, con violencia, con urgencia o con pasión incontenida.
–Estás llorando, dice Joluis. ¿Por qué?
No responde.
–Deja de llorar.
Joluis lo dice con firmeza aunque trata de ser afectuoso. Podría disculparse por lo que ocurrió durante el viaje, pero se limita a abrazarlo, por la espalda, y a besarlo. Se funden en una sola sombra.
Creo que Joluis le teme, a su sonrisa irreverente, a su vitalidad, a que lo desborde, a que desaparezca de su vida tan repentinamente como apareció, y por eso, para conservarlo, lo que hace ante sus explosiones es demostrar que es más fuerte.
Además de ser cinco años mayor, Joluis es bajito pero robusto, pasa de ochenta kilos. Ric tiene la misma estatura y cincuentaicinco kilos más o menos, y es delgado y macizo pero frágil, parece uno de esos bailarines que saben algo único que los hace encantadores.
Cuando lo conocí se burlaba permanentemente de Joluis, de su manera de vestir y de peinarse, para él más que anticuadas desprovistas de intenciones, y de sus ideas prosopopéyicas y desconectadas del futuro, del que en cambio él parecía tener bien claros sus contornos. Unía su risa corrosiva a su desinhibición para expresarle con palabras y caricias que en todo caso lo quería tal como era, de modo que Joluis quedaba desarmado. Pero a medida que la relación se ha profundizado y prolongado, que se ha vuelto cotidiana y excluyente, que ha pasado de los momentos de amor compulsivo a la necesidad de compartir la vida, parece haber perdido el dominio que tenía.
Es rabiosamente inteligente, y muy sagaz. Ha sido capaz de engañar o sobrellevar a la psicóloga a la que lo llevó la mamá luego del incidente del televisor por la ventana. Le armó una historia relacionada con el divorcio de sus padres, la falta de atención para con él y la ira que le causa la actitud de la mamá ante sus desánimos, y se reía contando lo que ocurría en cada una de las tres sesiones a las que sin ninguna oposición asistió puntual y alegremente.
–Ya es mi amiga, comentó la última vez. No sabe nada de los dos, miró a Joluis brillándole los ojos, pero un día de estos te la presento a ver si te dejas delatar. A ver si dejas que descubra que mientras alzaba el televisor e iba a tirarlo por la ventana, consciente que le podía partir a alguien la cabeza, no hacía más que pensar en ti.
Pero cada vez más pasan sin transición de la alegría de estar juntos a la franca riña.
De hecho hoy salieron muy contentos de venirse al desierto, tan lejos de Bogotá, en el carro que Ric le suele sonsacar a la mamá cuando quieren salir de la ciudad y le entrega a Joluis apenas se ven para que él conduzca, un Renault 21 blanco, pero las prevenciones de Joluis le quitaron la alegría de la cara como si le hubieran arrojado un ácido. Estuvo un trayecto ensimismado, derrumbado en el asiento, con la cara contra la ventanilla, y cuando Joluis le reclamó se volteó y empezó a gritarle que no creía que su miedo a que los vieran fuera un problema de carácter sino que en realidad no lo quería. Joluis le respondió en el mismo tono y Ric subió la voz: fue un largo ping pong a raquetazos que culminó como con una bola estrellada en la pared por Ric:
–¿Es porque no puedo darte hijos?
Y repentinamente abrió la portezuela con el carro en marcha. Joluis reaccionó, sujetándolo del brazo. Lo atrajo al interior mientras el carro zigzagueaba. Manteniéndolo agarrado se orilló y parqueó al borde de la carretera, apagó el carro, sacó la llave y empezó a darle puñetazos y Ric no le respondía. Tuve que intervenir. No me gusta intervenir entre estos dos. Nunca se sabe de qué forma lo tomen. Cada vez que veo pelear a una pareja recuerdo el viejo dicho. Pero logré que se callaran, que se sentaran mirando al frente, y luego Joluis encendió el motor y reanudó la marcha. Me mantuve unos minutos encorvado entre los dos, cacharreando con el pasacintas.
Y cuando me acomodé otra vez en el asiento recordé el artículo que leí en el periódico sobre el caso policial de una mujer de veintitantos años que fue asesinada por su marido, iracundo porque ella llegó a su casa “tarde”, en el barrio Quiroga, como a las once de la noche, y oliendo a cerveza: le clavó un palo por la vagina, destrozándola por dentro, y la remató a golpes.
Algo frío me bajó por la columna. Es una de las sensaciones inconscientes por las que no me gusta preguntarme cómo es el amor.
3:29
La sombra que formaban se divide en dos, una gruesa, otra delgada, y ésta avanza un par de metros y mira al sol directamente. Yo también lo hago, miro al sol directamente. En mucho tiempo, tal vez en todo el tiempo que les resta a nuestras vidas, sólo nos queda un instante para hacerlo, este instante, y es antes y después de la totalidad que no se debe hacer, porque mirar al sol mismo cuando brilla enceguece.
–¿Siente el frío?, dice Joluis, acercándoseme.
Es cierto, ha habido un cambio brusco de temperatura. Sigue hablando mientras mira a través de las placas radiológicas, en un tono que claramente incluye a Ric, o más bien le habla a él en un tono que me incluye a mí. Habla de las propiedades de la luz infrarroja y del perigeo de la luna, de tanto en tanto a Joluis le gusta hacernos recordar que ya casi es ingeniero.
Su cháchara va diluyéndose hasta que deja de hablar. No le oímos. De pronto ha empezado a clarear y a la vez, apresuradamente, los animales del desierto reaccionan, se oyen cantos de gallos y balidos y uno, dos relinchos, y gorjeos, unos más intensos que otros, unos animales más desconcertados que otros. ¿Cuál de ellos sabe que en tres horas volverá a oscurecer? A los de vidas simplemente fulgurantes tal vez ésta ya no les alcance para sentir que el día y la noche han recuperado su regularidad.
A medio kilómetro, entre los diez mil, la multitud de siluetas sitiadas por los carros, se siente la animación que trae la luz. La penumbra durará alrededor de una hora, se irá disipando lentamente, igual que en tantas alboradas, pero con la primera luz la masa se alivia, se revuelve, adquiere movimiento, como cuando empieza a conjurarse un prolongado apagón.
–Es mejor que nos vayamos antes de que quedemos atrapados en la caravana, dice Joluis.
Como única respuesta, Ric se sienta en el lugar sobre el que ha estado de pie mirando al sol. Se queda viendo las extensiones del desierto débilmente iluminadas, los focos de erosión, los surcos y las cárcavas que parecen cordilleras a escala, los cactus y arbustos aislados, fantasmagóricos.
Joluis se entra al carro y pone el motor en marcha y Ric se levanta, pero echa a caminar hacia el borde del risco y al llegar allí se agacha, se apoya con la mano en el borde y salta. Desciende rápidamente, da la sensación que resbalándose, en un segundo desaparece en la cárcava.
Voy a sentarme al lado de Joluis. Apaga el motor y esperamos. Me cuenta que la mamá de Ric ha averiguado o sospecha y que lo ha llamado un par de veces en tono amenazante.
–Cualquier día puede meterme en líos con la policía, inventarse algo para involucrarme. La vieja es jodida y tiene influencias. Ha hecho cuentas y dice que los altibajos de Ric empezaron cuando aparecí.
–En eso la suegra tiene toda la razón.
Me suelta un puño en el bíceps. Menos mal que es bromeando, al gordito le pesa la mano, pobre Ric, debe tener sus buenos moretones allí mismo donde le ha estampado besos. Y luego me repite que lo quiere, que nunca ha querido a nadie como a él. La retahíla que ya sé. Se ha vuelto monotemático como tantos enamorados. Me cuenta que ya no pueden utilizar la fachada con la que había entrado en el apartamento de Ric.
–Empecé a darle clases de álgebra. Fue idea de él, conoce bien a la mamá y piensa velozmente. Al comienzo a la vieja el asunto le sonó, podía irse tranquila a su oficina, es Gerente en un banco y tiene la esperanza de que Ric se vaya a estudiar a Madrid, como lo hizo el año anterior la hija, para recuperar toda su libertad. Permanecíamos solos la mayor parte del tiempo, poníamos la cadena para asegurarnos y no hacíamos otra cosa que querernos.
Un sábado en la tarde que la vieja había viajado a Cartagena a un congreso, Joluis me llamó y al llegar al apartamento los encontré a los dos en calzoncillos. Luego de asegurar la puerta con la cadenilla dorada fueron a sentarse en el sofá, Ric en las piernas gruesas, blancas y peludas de Joluis, a gusto entre los brazos de él, también gruesos, blancos y peludos. La pasaban bien, pero solos, y querían que alguien viera su felicidad.
3:47
–Ya sería mejor esperar, dice, mirando a la carretera.
–La caravana tardará varias horas y Cenicienta podría alcanzar a convertirse en fregona.
Otro puño hacia el bíceps que logro esquivar, como un esparrin.
A pesar de que todavía falta alcanzar la claridad total, algunos grupos entre los diez mil han empezado a movilizarse en los carros y la lenta caravana se alarga levantando polvo.
Dejo el carro y voy hasta el borde del risco en donde Ric desapareció. En tiempos prehistóricos pudo pasar por la hondonada, formada de altibajos y en la que abundan los pedruscos, sin vegetación, un río caudaloso. A partir de cierta altura reaparecen los arbustos y los cactus desperdigados. Ric no se ve. Puede estar detrás de un promontorio o sentado en alguna hendidura o al otro lado, en la casa de los campesinos en el altozano.
Una bandada de pájaros regresa, o llega sin enterarse de la oscuridad, son puntos perdidos en el occidente.
La presencia de los animales de nuevo se ha silenciado, se ha disipado, vuelve a ser el viento el que se oye a pesar de la lejana algarabía de los diez mil y la erosión con sus rugosidades y formas caprichosas, en sectores rojizas, en otros como cenizas petrificadas, lo que acapara la vista.
Retorno al vehículo y le digo a Joluis que su tormento ha desaparecido. Se enfurece. Creo estar viendo a mi padre enfurecido con mi madre porque se demoraba en alguna gestión fuera de la casa. La quería siempre a la vista, como ahora Joluis lo quiere a él. Era violento mi padre, sus puños pesaban como yunques de hierro, solía jactarse que de joven le habían “multado” una mano. ¿Necesitará hijos Joluis, como los necesitaba mi padre?
Me lo pregunto mientras él habla, bota la bilis, y yo pongo algo de música para matizar y esperar. Suena rara la música en esta inmensidad sin música.
4:27
El sol resplandece y el desierto ciega de luz cuando Ric reaparece. Ya es el sol de siempre, el que hace de estas extensiones un lugar desamparado, el que no puede mirarse directamente como si se tratara de los ojos de un padre autoritario, nada de tierno girasol, una combustión perenne: ¿cuándo terminará de consumirse?
A través del parabrisas Ric me parece un fauno del desierto; es fibroso, ágil y su piel de un cobrizo intenso.
Se acerca al carro por el lado de mi ventanilla.
–Quédese ahí, empuja la portezuela cuando la abro.
Todavía tiene los párpados hinchados de llorar, pero le ha vuelto la sonrisa corrosiva.
Se mete como un zorro en el asiento posterior.
Joluis da reverso bruscamente y haciendo rechinar las llantas se enfila hacia la carretera. La larga caravana se mueve con dificultad, tiene por lo menos dos kilómetros y en algunas zonas se forman nubes de polvo que se engullen a los carros.
–Sá, me dice Ric, alcánceme el cuaderno que hay en la guantera.
Lo saco. Es un cuaderno de colegio, ajado, ¿un diario? Se lo paso. Se acomoda poniendo las rodillas contra la parte posterior de mi asiento, escribe algo, pero luego, en un arranque, lo tira fuerte por la ventanilla, y el cuaderno vuela como una mariposa desgarrada.
Joluis grita, mirándolo por el retrovisor.
–Gordito, no peleemos más: nos queda muy poco tiempo juntos, sonríe.
Joluis me voltea a mirar; si su enamorado, la única relación de amor que le conozco, hubiera estado en mi lugar, su puño se hubiera disparado como un arpón mecánico.
_____
Heider Rojas. Abogado y escritor colombiano. Autor de la novela Los Rizos y del volumen de ensayos Simpatía con el asesino. El presente cuento hace parte del libro Escopolamina.
Imagen: Antonio Turok, eclipse solar, Chiapas 1991.
0 comentarios:
Publicar un comentario
Nos gustaría saber su opinión. Deje su comentario o envíe una carta al editor | RC