AVANCES, AUTORES, FICCIÓN, NUEVAS VOCES

Mala hierba, un cuento de Carolina Sánchez

En aquel tiempo Eduardo ya estaba muy viejo. Tenía 87 años y les decía a todas que iba a vivir hasta los 95. Hacía cálculos, imagínese. Bien viejito y todavía hacía cálculos. Era optimista. Digo todas porque la mayoría en esta casa somos mujeres. Entre todas esas mujeres estaba nuestra nieta: Elisa. Bueno... Después de que pasó todo, Eduardo casi no hablaba. Cuando nos lo contaron mi hija Irene y su esposo Silvio, Eduardo hizo un sonido que yo nunca le había escuchado en la vida, y yo lo conocía bien, pues llevábamos nada menos que se-sen-ta años de casados. Imagínese. Soltó un gemido, parecía que se hubiera olvidado que estaba con nosotros, nopuedesernopudesernopuedeser, decía para sí mismo. Después de eso se quedó callado un rato y dijo: “Eso fue un accidente. Yo sé que fue un accidente”. A las pocas semanas él también murió.
Bueno, antes de la noticia, Eduardo estaba ya sumergido en una especie de aura de su vejez. Hacía todo a una velocidad distinta, caminaba len-tí-simo porque tenía una pierna enferma, por la diabetes. A cada paso observaba todo, como si estuviera comparando lo observado con todo lo que había vivido, para hacerse una perspectiva enorme. O como si fuera la última vez que lo observara; escudriñaba con los ojos el jardín de enfrente de nuestra casa con lástima, como quien no se quiere ir. Consentía las hojas de las matas con sus manos morenas y arrugadas, señalaba el cielo con una sonrisa cuando pasaba un avión o cuando hacía mucho sol, guardándolo todo, para tener un último recuerdo del mundo.
Bueno, ¿en qué íbamos? ¡Ay!, yo quería tanto a esa niña y ella me quería a mí. Eduardo y yo éramos su adoración, desde chiquita. No puedo creer que nos haya pasado algo así. Tampoco creo que se haya suicidado. ¡Qué iba a hacer Elisa una cosa de esas! No, no, no. Eso todavía me duele tan-to tan-to.

Celeste Arias. Defensora de derechos humanos. Mitú.

Así es la vida, sigue creciendo como mala hierba, como si nada, después de que le pasa a uno una cosa de esas, ja. A veces hablo con ella, desde aquí, desde la selva. Esta selva. Que se lo traga todo.
Eli era puro acelere, se le notaba en lo rápido que hablaba. Desde chiquita, corría como una loca en todas las direcciones, toda patichueca, con esas manazas de dedos largotes. Corría en el jardín de la casa –que era el santuario de mi papá Eduardo Arias, el sindicalista, en el que él se pasaba horas consintiendo y cuidando las matas– y uno se mareaba de verla y no le entendía nada cuando hablaba, pero cuando pasaba el viento se quedaba quieta, paraba en seco, temblando, conteniéndose de la emoción.
A veces hablo con ella desde el sueño. En el sueño resuenan las voces, sobre todo la del payé. Yo estoy sentada y escucho murmullos. Alguien habla y habla. Yo intento comprender. Hay un mensaje, que debo descifrar en silencio. La conversación es sobre mi vida y está condensada en un sueño. El mensaje no está en palabras, se siente, aclara la cabeza, desamarra los nudos de los años. Las anacondas abren el camino del río. Los pájaros ven la selva desde arriba, la verdad crece en las cavidades subterráneas de las raíces de los árboles y se eleva, siguiendo el aliento de las ramas, hasta lo sagrado.
Ay, mi chiquita, era como un río.

Marina Puertas, artista plástica. Ciudad de México.

Sobre eso es esta instalación que hice: sobre la ausencia. Sobre los cuerpos que dejan de ocupar un espacio, y ahora el espacio y los otros cuerpos que lo ocupan extrañan a ese cuerpo. Hay diferentes maneras de ausencia: una es la de mi abuelo Eduardo que nos la fue anunciando poco a poco. Mi abuelo, con su paciencia y su manera amable de habitar el mundo, se fue despidiendo lento, con calma, preparándonos y preparándose para irse. Él era un pensamiento armonioso y así se fue. Sí… La ausencia de Lolita, la mamá de Lis. Ella, ella es, ella es la más fuerte de todos nosotros. Sí.
También está la ausencia de sí mismo: el vacío de ese otro que fuimos y habitó nuestro cuerpo en la infancia, el vacío del tiempo que pasa y nos hace imposible identificar quién es esa persona que camina con nuestro cuerpo. La ausencia de Lis no fue en absoluto como un pensamiento armonioso que se va. No. Me cortaron, de tajo, la mitad de mi vida.
Nadie nunca me va a entender como ella. A nadie nunca voy a querer tanto. Ella diría lo mismo de mí. Yo lo sé. Sí. Yo la conocía como nadie. Y ella a mí. Crecimos juntas. Cuando murió, se fue la mitad de mí. Dejé de ser yo. Yo…yo… No quiero hablar más.

Laura Camacho. Filósofa. Miami

Pues qué te digo yo. Éramos jóvenes. Estábamos en la universidad. Teníamos amores adversos, pero dulces. Ella era una buena persona, me acuerdo que quería mucho a sus abuelitos. Muuy buena amiga no, eso sí no era.
Pero por más de que era un desastre, pues yo la quería. No éramos, así que yo te diga, las máaas cercanas, pero ella me acompañaba mucho. Como tenía la costumbre de perderse días y meses y luego aparecer así, de la naaada, yo todavía pienso que puede aparecer cualquier día. Y pues de alguna manera siento que la estoy esperando. Cuando vuelvo a Bogotá, a la Universidad Nacional, siento que la voy a ver en cualquier esquina, acostada sobre el pasto leyendo.
Así se inventó la soledad: para darle otro nombre a la espera. A la espera de la protección de la madre que no vuelve cuando se acaba la infancia, a la espera de Licha, a la espera de abrir los ojos y ver que después de los adioses el novio que amaste vuelve.

*****

Por fin había terminado el trabajo, un día después, qué pena, qué desastre. Se levantó triunfante del sofá verde pino donde se sentaba a trabajar. El deber, pensó, amarga pastilla, ¿el precio de la libertad? Voy a fumar. Mientras buscaba los cigarrillos dijo a la sala vacía con el sofá que mira la ventana, “Ay negrito, avec toi et sans toi me dueles. Ay, Elisa, entre más trabajo tienes, más contemplativa te pones. El teléfono, ¿será Fernando? Dónde está, donde está….”
¿Aló? ¿Aló? ¿Abuelito? Hoooola, viejito, cómo estás, qué alegría escucharte.
Hola mijita.
Cómo estás, cómo te ha ido.
Yo bien, mijita, un poco aburrido. ¿Cuándo vienes a visitarme?
Abuelito, el fin de semana, porque estoy llena de trabajo.
Deja todo allá y ven para acá. Es más, vente a vivir con la abuela y conmigo.
Ajajajjajaja, nooo, abuelito, yo ya me independicé. Pero sí voy a ir a visitarlos. Y te tengo el librito de Brecht empastado que me pediste. El domingo voy y almorzamos…
Será…, cachifa.
Jaajjaja, bueeeno viejito lindo, que tengas buena tarde, saludos a la abuelita.
Adiós mijita.
Ay mi viejito lindo. Cuánto te quiero. No te mueras por favor. Qué voy a hacer cuando no estés. Quién me va a mostrar el mundo como tú lo ves. Quién me va a enseñar a tener compasión. “Hay una última
incluso de las últimas veces (…) de amar”. Llueve en Bogotá y el color de la ciudad que se ve desde mi sala se ha enrarecido. La ventana cubre casi toda la pared, la recorro en paralelo, como si nadara en ella, en seis brazadas de estilo libre. Ayer a esta hora veía las montañas anaranjadas. Hoy me siento sobre el sofá verde que era de mis tíos que se lo regalaron a mi prima Violeta que me lo regaló a mí, para que yo me sentara en él hoy a ver llover, a mirar la ventana y sentir que estoy en la mitad de la nube, porque se ven las montañas y las casas mal remodeladas del barrio el Recuerdo, pero se ven blancuscas. El naranja quemado de los ladrillos de la iglesia y de los edificios que me tapan una parte de la montaña ahora es pastel. Este séptimo piso que me da vértigo, de vez en cuando tomo el riesgo de espantar las asquerosas palomas que se apostan en mi ventana, que me miran o caminan sobre sus muñones que no soporto ver. Mirar la lluvia desde este sofá verde pino, fumar en la ventana, como si fuera lo último que hiciera.
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Imagen: Helena de Arias, pensionada. Niza Antigua

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