AVANCES, AUTORES, FICCIÓN, NUEVAS VOCES

Es algo temporal, un cuento de William Tamayo Agudelo

Imagen: Wikimedia Commons

L

os gritos de Lina empujan la madrugada hasta mis pestañas. Busca a Manuel, mi sobrino. Todavía una fracción de mi cuerpo le pertenece al sueño, me doy la vuelta mientras un martilleo de pasos desesperados se clava en el piso de madera. Manuel debe prepararse para el colegio, dice, y, al parecer, está metido en una habitación diferente a la suya o continúa dormido o detenido en alguna estación de un juego de escondite, porque Lina grita cada vez más molesta sin importarle que su huésped se revuelque en el mueble de la sala cansado y con un poco de dolor de cabeza. ¿Cuántos años puede tener Manuel si aún disfruta jugándole bromas a su madre antes de las seis de la mañana?

El vuelo de Londres se retrasó. Por ese motivo hube de estar tirado en un rincón del aeropuerto por quince horas, arrebujado en las mínimas frazadas que guardaba en el equipaje de mano. La elemental sobriedad por la falta de recursos luego de un viaje de estudio y trabajo que fracasó, me acompañó en aquella espera, duplicada al siguiente día en el aeropuerto de Rionegro, donde permanecí ocho horas expectante por la decisión que tomaría mi hermano Luis, quien se debatía, estoy seguro, entre no responder de nuevo el teléfono, permitirme dormir en su casa o pagarme un hotel por cerca de una semana para evitar algún contacto conmigo. Al final, aceptó entregar su dirección y pagar un taxi que me llevara a su casa. 

Estoy en la sala, acostado en un mullido sofá de cuero marrón, con los ojos cerrados y escuchando la voz fuerte de Lina. La misma voz que con desgano, en la madrugada, me preguntó por el valor del transporte una vez abrió la puerta. Lina, su esposa, a quien no conocía en persona ni tenía por qué conocer. 

—Usted es el hermano de Luis, mi nombre es Lina, al amanecer hablará con él —dijo, luego de recibir el cambio. 

Mi sonrisa en el umbral no encontró reflejo en su rostro, pero tampoco leí en él molestia o rencor.

—Evite hacer ruido. Manuel, el niño, tiene un sueño ligero, cuando se despierta a esta hora no duerme más. Allí —Y señaló el sofá— puede dormir. Quédese con la ropa puesta. 

Como un ensalmo, el nombre Manuel resuena en la cocina, el patio, la escalera, el garaje, la biblioteca. Tendrá cinco años, tal vez seis. Supe del matrimonio de Luis hace siete años a través de su Facebook, pero en las fotos todos eran desconocidos para mí, incluso él mismo: calvo y más gordo. Lina no se veía en embarazo; por lo tanto, Manuel debe ser un pequeño en preescolar. 

¿Invitaría a mamá a su matrimonio? Aunque no aparecía en las fotos, dudo de su ausencia y de su presencia, simultáneamente. Con ella y Luis cualquier hecho cotidiano podía convertirse en un acto desquiciado: una camisa perdida en el fondo de la canasta de ropa sucia se transformaba, en pocos minutos, en una búsqueda desenfrenada por toda la casa hasta llegar a las casas vecinas y a las de los familiares más cercanos. El repiqueteo del teléfono, un día cualquiera, descorría el velo de la ferocidad hacia todas aquellas personas que pudiesen estar importunando su tranquilidad por el hecho de realizar una llamada; así que empezaban a insultar en orden alfabético a los posibles culpables, incluidos los bancos, las empresas de televisión por cable y servicios públicos. Por acciones como estas es imposible saber si mamá asistió a la boda o prefirió vestirse de novia o de viuda, chocar el carro nupcial antes de su llegada o, al final, decantarse por mantener una sonrisa para todos los invitados, lanzada desde una pantalla táctil dispuesta en el salón de recepción. 

Lina arrecia la búsqueda de Manuel. Desde el segundo piso baja la voz gruesa de Luis:

—Manuel no está hoy, preocúpate por Manuela, ve a su habitación. 

Lina, molesta, farfulla algo incomprensible. Luego grita: 

—¡Él debería estar aquí, entonces es tu turno! 

La escucho subir las escaleras y abrir una puerta. En la madrugada, antes de acostarme, recorrí el primer piso ayudado por la luz del celular, entré a la cocina, robé un banano, luego entré al patio, a la biblioteca y, al final, atisbé dos carros blancos en el garaje. Todo organizado, en orden, pulcro. Hay un niño y una niña en la casa, de acuerdo con los gritos de mi cuñada; sin embargo, en la cocina no encontré cereales, dulces o cualquier otro alimento que delatase su presencia. En el piso tampoco hay juguetes o rastros del desorden esperable de un par de pequeños. De nuevo la voz gruesa de Luis, ahora en un tono apenas audible, le pide a alguien que se levante. Podrían ser gemelos. Quizás, hermanos con poca diferencia de edad. Tengo dos sobrinos, en todo caso. 

—¡Está acostado en la sala! —Lina alza la voz.

Escucho abrir una puerta y cerrar otra. Mantengo los ojos apretados y mi cabeza está vuelta hacia el espaldar del sofá. Quisiera evitar la voz de Luis cerca de mi cara por mucho más tiempo, algunos meses si fuera posible, para evadir cualquier tipo de recriminación. Hace diez años fue nuestro último encuentro.

El sofá se hunde, la gutural y tumultuosa voz de Luis sube desde mis pies doblados: 

—Ricardo, Ricardo, despierta, son las seis de la mañana, aquí no dormimos hasta tarde y debes salir temprano, puedes volver después de las siete de la noche, por lo menos este día, ya veremos mañana. 

Doy la vuelta en el mueble y finjo que acabo de despertar, pero mi actuación es pésima. Luis es un hombre gordo y calvo envuelto en una bata blanca de dormir. Su rostro está mal afeitado y la mirada es seca, más de lo que recordaba. 

—Hola, Luis. Muchos años sin verte, tenías cabello entonces.

—El estrés —responde—. Asumir responsabilidades acelera el envejecimiento, tu rostro, en cambio, está lozano. No tengo mucho tiempo para hablar, deja la maleta en el garaje y vete.

—¿Para dónde? —le digo. 

—Visita a mamá, vive en el mismo sitio —dice. 

—¿En Belén? Está muy lejos de aquí y no tengo un céntimo. 

—Si sales temprano, llegas en tres o cuatro horas a pie. 

—¿Puedes llevarme? 

Luis mira mi maleta, luego mira las escaleras. Escucho ruido en el piso superior, pasos ligeros, de niño. Una puerta se cierra. 

—Mantener una familia es costoso, Ricardo: dos hijos, casa, los carros, colegios, Lina no trabaja. En dos o tres días tendré algo de efectivo para entregarte, lo mínimo para un hotel económico. Por el momento, puedes venir en las noches, estrictamente en las noches, cuando estemos acostados. 

El sonido de una ducha baja hasta nosotros. 

—¿Puedo usar el baño? 

—Rápido —exclama—. Tienes que salir ya. 

—Acércame un poco, cuando lleves a Manuela al colegio. 

—¿Escuchaste a Lina? Estabas despierto, entonces. Decidimos en la madrugada que evitaremos que te conozcan. No voy a llevarte. 

—Luis, papá optó por invertir su dinero en mi educación en Londres. Era su sueño…

—A las 6:20 debes estar en la puerta —sentenció. 

Son las 6:20 de la mañana cuando salgo de la casa. Busco la vía principal y desciendo por la calle central de la unidad residencial. Son lotes individuales en los que cada uno ha hecho su casa tan ostentosa como ha querido. El frío es soportable y juego con el aire caliente que sale de mi boca, mientras me hago a la idea de caminar hasta Belén; sin embargo, ver a mamá no agita mis emociones. Tal vez quiera practicar el juego del olvido o la ignorancia y se permita hacerme presentar durante algunas horas, preguntar cada tanto mi nombre, apellidos e insultarme cada vez que le diga mamá. Eso hizo una tarde por Skype, hace seis años. Le colgué y, unos minutos después, le marqué de nuevo. De inmediato, me dijo que no recibía llamadas de desconocidos. Luego, recibió algunas llamadas telefónicas, pero solo para decirme que mi voz le parecía vagamente familiar. 

Antes de las 7 de la mañana, dos policías de la estación de Las Palmas me preguntan mi procedencia y la razón para, en lugar de tomar un bus, caminar por la vía a esa hora. Cuando menciono a Luis, se muestran extrañados y dicen que lo vieron pasar en la camioneta hace un rato con doña Lina y el niño. Si soy su hermano, podría haber ido con ellos. Respondo con un encogimiento de hombros y una sonrisa. Además, deben estar equivocados, Manuela va con ellos, a menos que Manuel hubiese, finalmente, salido de su escondite. Una mujer policía me pide mi cédula, escribe el número en una especie de celular policiaco y luego me la devuelve, agradece mirándome a los ojos y le agradezco de igual manera. 

—¿Quiere que lo llevemos a alguna parte? —dice el policía. 

—Si son amables, a Belén Rosales. Se ríen y mencionan la extrema lejanía del barrio, algo que sé y por lo cual necesito el apoyo. Sin embargo, me dejan cerca de un paradero de una ruta integrada del metro. Desde allí, comienzo a caminar rumbo hacia Belén.

El celular marca las 10:13 cuando llego a la casa de mamá. Luego de tocar el timbre durante unos cinco minutos, escucho su voz desde el balcón. 

—¡Dalia, mamá, soy Ricardo! —grito y cubro mi rostro del sol con la mano abierta sobre la frente. Seco el sudor de mi cara con la manga del grueso buzo que utilizaba para evadir el frío de los inviernos de Londres.

—¿Quién? 

—¡Ricardo, mamá, llegué en la madrugada, vine a saludarte! 

No responde, abandona el balcón. De nuevo el timbre. Otros cinco minutos y al fin abre ella con un vaso de agua en una mano y unos lentes oscuros en la otra. 

—Debe tener sed —exclama, y se pone los lentes con ánimo de escrutar mi rostro. De un tirón me bebo el agua, mientras observo cómo mamá contrae su cara en una mueca de interrogación. 

—Lo que usted haya sido —dice—, ahora lo es un poco menos; si fue mi hijo, hoy le falta un pedazo de eso. 

Después de la frase, se da vuelta y sube por las escalas. Como no me invita, pero tampoco cierra la puerta, vacilo antes de empezar a seguirla con lentitud por aquellas gradas que en mis recuerdos son un poco más espaciosas y menos empinadas. La sensación de opresión en mi cabeza es igual a la que sentía cuando en la adolescencia abría la puerta y miraba antes de entrar.

Me gustaría iniciar una conversación diciéndole que soy huésped de Luis; sin embargo, al llegar a la última escala, veo que estoy frente a la gran sala vacía: sin muebles, cuadros, alacenas, ornamentos. 

—¡Dalia! —grito de nuevo, y la voz de mamá se alza desde el fondo de la casa.

—¡Un momento, señor! 

—¿Has tenido problemas? —pregunto mientras la veo venir con una taza de chocolate y algunas galletas de soda en la mano.

—Eso a usted no le interesa. Tome, coma algo.

—Aquí había cuadros y porcelanas costosas, mamá, ¿pasó algo? 

—No importa.

—Cómo no va a importar…

—El robo de un hijo —dice con fastidio y da la espalda para ir de nuevo a la cocina.

—¿Robo? 

—La verdad, de los hijos. De uno para viajar, del otro para educar una descendencia que no conozco —responde, mientras camina. 

—Aquí había cuadros de Manzur, Caballero, Grau y uno pequeño de Romero Ressendi traído por papá de España…

—No hay nada. Todo se vendió. Incluidos los cristales orientales. ¡Todo! 

—Pero…

—¡Ya! Se fueron y es suficiente explicación. Dígame a qué vino tan temprano.

—A saludar, saber cómo estás... Las acciones normales que emprende un hijo cuando regresa de un viaje —Mi voz retumba en la casa como un eco.

—Acciones inútiles. Por cierto, no recuerdo su presencia en el entierro de su papá. ¿Estuvo?

—No, mamá. Él mismo me pidió que detuviera el viaje. Me despedí por teléfono cuando aún estaba en el hospital.

—¿Sí? Muy obediente usted.

—Estoy seguro de que lo recuerdas.

—Eso no es de su incumbencia. ¿Me repite para qué vino?

—Voy a evitar entrar en el incómodo juego de las repeticiones, mamá. Estoy en la casa de Luis. Me quedaré allá dos o tres días, luego buscaré un hotel o una pensión, mientras logro reconocer la ciudad y recuperar viejas amistades que puedan ayudarme.

—¿Ayuda? ¿Otra vez? Mi casa es un monumento a la ayuda. Pero lo voy a demoler. ¿Terminó la merienda?

—Pensé que podría estar aquí durante el día. Luis me permite llegar en la noche a la casa, a dormir, únicamente. Necesito un sitio donde descansar, y si puedes, algo de dinero para el transporte, porque caminé desde Las Palmas. Luis, sabrás, vive alto, en una parcelación. 

—A las dos peticiones respondo no —dice—. Si va a estar aquí por algunos minutos debe ayudar con la limpieza. Segundo: evito dar limosnas. Decida. 

—Ayudo con la limpieza, como lo hice casi siempre.

Escucho una llave de agua abierta en la cocina y el sonido de un balde. Desde el balcón veo la contaminación cubrir de gris las montañas orientales. Huelo mi ropa y siento el hedor a humo y sudor, producto de la larga caminata.

—¿Belén está tan contaminado como el resto de Medellín? —pregunto.

—Otro asunto que no le debe importar. Averígüelo, si es de su interés. Aquí está el balde con la trapeadora. Con esa agua debe limpiar toda la casa, la cuenta de servicios es cara y debo ahorrar en todo. Espere un momento, voy a traer una silla. 

—¿Tienes desinfectante o algo con aroma para mezclar con el agua? 

—No hay nada, señor. Solo eso. Empiece y yo superviso.

Con la primera lavada de la trapeadora, el agua del balde ha quedado negra. Mamá está sentada en una silla de plástico en un rincón de la sala. Tiene los ojos cerrados. El sonido de la trapeadora al deslizarse por el piso comienza a adormecerme y de la sala se eleva un olor a tierra húmeda. Las baldosas están desgastadas, opacas, y muchas de ellas muestran grietas profundas.

—Dalia, ¿cuándo limpiaste por última vez? 

No responde. Llego a la primera habitación, la que fue mía: está completamente desocupada. La misma pared lateral pintada de rosa, ahora descascarada como si los cuadros y los afiches que allí estaban hubiesen sido arrancados con fuerza. Trapeo con descuido y salgo rápido. Prefiero evitar cualquier recuerdo nuevo levantado por la configuración tradicional, el techo con arabescos o el clóset de pino. El vacío de la habitación no aumenta mi desánimo por la casa o por mi madre. Es una oquedad a la que quisiera poner forma de recuerdo disipado. Es un espacio en el cual no quisiera dejar ninguna sensación del presente, creo.

Mamá está sentada con la cabeza baja y los ojos cerrados, esperando. Sospecho que, sin embargo, me ha visto por el rabillo del ojo. Tomo el balde, ella se para, agarra la silla y me sigue. Intento entablar una conversación en dos o tres ocasiones más y la respuesta es el sonido de carros y pájaros que sube por el balcón. Continúo. Dormitorio de Luis: sucio, aunque su cama, nochero, mesa y cuadros permanecen en los mismos lugares. Habitación principal: cerrada. Segunda sala para juego y televisión: sofá cama raído con ropa doblada encima y una lámpara de piso alta junto a una pequeña mesa para el computador personal. En el comedor solo quedan los muebles de caoba pulida empotrados en la pared. Algunas copas de cristal permanecen en la parte alta. Al acercarme a la cocina, mamá detiene la persecución.

—Suficiente. Pare aquí. La cocina está limpia. Puedo darle algo de comer más tarde. Espéreme en la puerta. 

—Mamá, no voy a robarte. Además, la casa está desvalijada casi por completo. 

—Aunque no haya nada, haber tenido familia me enseñó que siempre queda algo por llevarse. 

—Todavía tienes familia.

—¿Quiénes?

—Luis, sus hijos, Lina…, yo.

—¿Quiénes?

—Ya sé, permanezco sin perdón por parte tuya. Papá me entregó casi todo para cumplir su deseo…

—Escúcheme…

—Espera...

—¡Espere usted! Solo reconozco a Luis. ¿Hijos?

—Tiene dos: Manuel y Manuela.

—¿Lina? ¿Usted?

—Mamá, aunque parezca insensible o tranquilo, me siento un poco…

—¡Sin dolores! No conozco a ninguna Lina, Manuel o Manuela. Creí que Luis tenía un hijo, únicamente. Poco importa, no me incumbe. En cuanto a usted…, espere en la puerta. 

Un rato después, sentado en la jardinera de la casa, recibo de mamá un plato de plástico con arroz, huevo estrellado y papas fritas de paquete.

—Aprendí a comer toda clase de comida en el extranjero, aquí era más selectivo, importunaba por lo que me servían tú o la empleada. ¿Recuerdas? ¿Qué fue de ella?

Su respuesta: una mirada lanzada a mi boca y una mano en el aire. El rostro de mamá es inescrutable, recio, sus ojos grises y pequeños me miran con desgano. Tiene puesta una blusa vieja de lino blanco, un pantalón vaquero y tenis azules de suela baja. Su cabello es corto y de color castaño. Al mismo tiempo la percibo fuerte y cansada. En dos oportunidades se esfuerza en iniciar una frase, pero se detiene. Luego de un rato, cierra la puerta. Un mediodía gris cae sobre nuestras cabezas. El barrio siempre fue silencioso, no parece haber cambiado mucho durante estos años. A mi espalda se mueven algunas flores y las ramas del chirimoyo de la niñez se bambolean con lentitud. Estamos solos frente a la puerta: yo, sentado en el borde de la jardinera con el plato en la mano, ella con el brazo apoyado contra la pared. 

—Supuse que tenías una relación más fluida con Luis —le digo en un intento por buscar su voz, sin tomar en cuenta el gesto de la puerta—. Conmigo entiendo tu distancia, mi decisión fue marcharme. Me alentó papá, fui mediocre en mis estudios, eso lo sabíamos, pero él tenía esperanzas. Después, todo se vino abajo. Luis era tu soporte. Sin embargo, quedaron algunos ahorros y la pensión. Eso le entendí a él la última vez que hablamos. ¿Por qué, entonces, pareces desconocer la vida de Luis? Es el hijo mayor, al que más quieres o querías…

—Eso no debe interesarle a usted, no es de su incumbencia. Hace parte de la familia que fuimos. 

—¿Qué hace Luis? ¿Ayuda con tus gastos? En la mañana me contó acerca de sus obligaciones, Lina está desempleada y los niños deben estudiar en buenos colegios, imagino. Yo llegué sin un céntimo, literal.

—Ya todo se lo había quitado a su papá… A nosotros.

—¡A ninguno le quité nada! También hago parte de la familia. Era un derecho, la apuesta de papá.

—Siento cansancio, me reconfortaría que se fuera. No le agradezco la visita porque no lo invité. Luego de escucharlo, reconozco un poco su voz y no me gusta. Tampoco recuerdo si antes me gustaba.

—¡Mamá! Está bien, no es necesario querernos, tenemos suficiente con tolerarnos, buscar algo soportable del pasado. ¿Tengo que pedir disculpas? Ahora mismo, si quieres…

—Es absolutamente inútil. Para eso tendría que reconocerlo de nuevo, señor, y, la verdad, lo siento como un… extraño, alguien a quien no es necesario ver ni escuchar. Hace mucho tiempo perdí lo que tenía y carezco de la fuerza para buscar viejos cariños.

—¡Cómo que no me reconoces! Al comienzo de mi viaje hablábamos por teléfono casi a diario, aunque solo fuese porque papá buscase nuestra reconciliación. Soy tu hijo y lo seguiré siendo. 

—Su papá era quien lo reconocía. Yo quería una niña, una hija. Así estaría libre de la ingratitud. Mire el resultado, señor: este desastre de casa, unos muros, unas paredes solas, sin alma, sin otra mujer.

Dalia está parada en frente de la casa y me golpea con sus ojos grises.

—No fui mujer, en contra de tu voluntad.

—¡Y tiene que decir lo sabido! En su regreso lo evidencia: una mujer estaría aquí conmigo.

—¿Quién lo asegura?

—¡Yo!, que sé cómo obraron ustedes y cómo lo harán en el futuro. Por suerte, queda poco, de lo contrario, acabarían conmigo más rápido.

—¡Mamá!

—¡Silencio! Nada de mamá. Esa es una palabra muy pesada. Apelo al desconocido que siento que es: váyase ahora. 

En los aeropuertos aprendí a entregar los documentos de identificación a cualquier policía sin buscar razones. Por eso, cuando de nuevo me piden la cédula y me preguntan por qué estoy sentado en la orilla de la carretera, sonrío con amabilidad y digo la verdad. Recorrí el camino más largo desde Belén, tomé la vía principal hasta cruzar el puente de la estación Industriales del metro, de allí busqué la avenida El Poblado hasta llegar a la vía Las Palmas y empecé a subir; por lo tanto, estoy cansado y huelo mal. A los policías les hace gracia el relato del viaje y quieren saber en dónde termina. Se sorprenden cuando les doy el nombre del sitio hacia el cual me dirijo, pero dicen que no pueden ayudarme. Luego se van. 

Durante buena parte de la caminata tuve la imagen de mamá incrustada en la cabeza, pero intenté no hacer caso a pensamientos felices o nostálgicos sobre ella o la familia. «Es algo temporal», exclamé en voz alta, como solía hacerlo cuando atravesaba Tottenham Road al salir de clases, y pensaba en los malos resultados y en cómo terminar la universidad. «Es algo temporal», dije, cuando papá al fin descansó y su verdadera ausencia me hizo sufrir. «Es algo temporal», digo, sentado en la hierba, al lado de esta carretera que lleva a la gran casa de Luis, Lina, Manuel, Manuela.

Esperé lo suficiente para llamar a la puerta. Luis abre. La casa está a oscuras. Antes de que intente ingresar, cierra la puerta y me señala una banca larga de madera, justo debajo de un farol.

—¿Visitaste a mamá hoy? —pregunta con interés.

—Sí. Hablamos, le ayudé a limpiar un poco. Actúa parecido a ti, como si temieran que yo les fuera a saquear la casa o les hubiese robado algo. Al final, me sacó a la calle y luego me echó.

—¿Te contó algo?

—¿Sobre qué?

—Nosotros, mi familia.

—Dice que no sabe nada acerca de tus dos hijos. Tampoco reconoce a Lina. En la casa faltan los cuadros y los objetos de valor, está casi vacía. Nos acusa a los dos.

—Luego de la muerte de Roberto, lo vendí todo —dijo y sonrió—. Tenía que recuperar algo después de que te llevaste la mayor parte para tus supuestos estudios. Ella encontró la casa así como la viste, pero se sentía culpable conmigo. No defendió mi patrimonio. Inmediatamente, me alejé. He ido algunas veces más desde ese día. Tiene la pensión de Roberto, es una cantidad suficiente para que viva tranquila. 

—Yo vi lo contrario.

—Con el tiempo concluí que es la culpa. Eso la cambió.

—O la soledad o la venganza o la frustración. A ti, te quiso más. Eso siempre lo supe. Con esa certeza acallé el malestar cuando me fui. Supuse que continuaban unidos, cercanos, cómplices como en la niñez. Hizo un reclamo por no conocer tu descendencia. Así la llamó.

—Yo quería que algún día sintieras las consecuencias de tu rebeldía. Si hubieras rechazado la oferta de Roberto, aún vivirías con ella y yo habría administrado el capital. Estaría todo bien ahora. ¡Botar el dinero en estudios costosos! Roberto soñaba con un hijo dócil: tú. Y nos robaste. A él también. 

—Dalia me dijo que hubiese preferido una niña.

—¡Exacto!

—¿Cómo que exacto?

—Yo hubiera tenido el control. En una familia debe existir una independencia parcial. Al final los asuntos se reducen, como en un embudo, y debe quedar un filtro. Alguien por quien pasen las decisiones, otra persona que acompañe, una protegida. El resto del mundo se organiza alrededor de estos personajes. 

—Entonces, ¿mi rol era de acompañante?

—Tal vez. También de protegida.

Al escuchar a Luis lograba captar su convencimiento. Su cabeza calva estaba iluminada por la luz del farol y su cara tenía un gesto de autocomplacencia, de solemnidad.

—En tu familia, supongo, las cosas son así —barboté.

Al decir esto, el semblante de Luis cambió por unos segundos, me miró sin molestia, con sorpresa. 

—Con los años, lo será. Estamos en formación. 

—Por fortuna, tienes un niño y una niña, ¿no? Les vas a dar roles a uno y otra.

—Lo que sea —respondió con molestia, por primera vez—. Mañana te vas y deseo que no regreses. Si viviera en otro lugar, te pediría que durmieras afuera, pero debo dejarte dormir adentro, como anoche. Lina no es tan mala persona. Toma cien mil pesos, aunque no debería darte nada. 

—Muy bien. ¿Puedo bañarme?

Luis abrió la puerta y dejó que entrara. Miró un momento mi maleta y cerró con todos los seguros. Luego de usar el inodoro y darme un baño, me tiré en el mullido sofá. Sin embargo, no pude dormir. Deambulé por la cocina, tomé leche con pan, abrí algunos cajones con cuidado, descubrí un jardín detrás de la cocina con salida hacia un pequeño bosque de pinos y luego me concentré en el garaje interno. Un ruido a mis espaldas me alteró.

—¿Y tú quién eres?

—Debes ser Manuel —digo en voz baja, casi susurrando y un poco asustado. La casa está a oscuras, pero la luz de los faroles de la calle ilumina una parte de la sala. En frente, tengo a un niño soñoliento con el pelo alborotado que me mira con cara de asombro, vestido con un pijama de color melocotón.

—¿¡Y cómo sabes mi nombre, vienes de otro planeta!?

—Casi.

—¿Viniste en la nave Oumuamua? —pregunta excitado, mientras levanta las dos manos y figura un objeto alargado sobre su cabeza.

—¿Aprendiste eso en el colegio?

—En internet. Internet es un sitio muy grande y que sabe muchas cosas. Muchas más que el colegio. Luego te voy a enseñar cómo usarlo. 

—Muchas gracias, Manuel.

—Manuela. Soy Manuela.

—¿Manuela?

—Hoy me llamo Manuela. ¿Cuál es tu nombre alienígena?

—Ricardo. 

—¿Solamente? —exclama decepcionado.

—Sí. Soy hermano de tu papá. Soy tu tío.

—Uhmmmmm… ¿Pero sigues siendo extraterrestre aunque seas mi tío?

—No sé. Quizás. Si quieres.

—¿Puedo pensarlo unos segundos? 

—Claro.

—Ya. Yo quiero. Y también quiero ser una extraterrestre. ¿Me puedes conceder las dos cosas?

—Es difícil en este momento. Se me agotaron todos los poderes en el último viaje —respondo en un susurro.

—¿Y cuáles poderes se te acabaron? ¿El viaje fue muy largo? ¿Cuándo vuelves a tener poderes? ¿En la nave había más extraterrestres hermanos de mi papá?

—Son muchas preguntas al mismo tiempo, Manuela, y estamos de madrugada. Luego te las contesto. Yo tengo solo una, ¿por qué hoy eres Manuela?

—Porque mi mamá me dijo. Mañana me llamo Manuel y voy a otro colegio. 

—¿Y qué haces en cada colegio?

—Lo mismo, tareas y jugar con mis amiguitas —responde con despreocupación—. ¿Ya reconociste toda mi casa?

—Un poco, estaba haciéndolo cuando llegaste. 

—¿Te enseño?

Con delicadeza, toma mi mano y comienza a guiarme despacio por la cocina, el baño, la sala, el comedor, me explica el uso de los cubiertos, la nevera, el horno microondas, los platos. Después, se ubica delante de mí y empieza a subir por las escaleras, halando de mi brazo. En su habitación, enciende una pequeña lámpara de Disney y alcanzo a observar la cama doble con sábanas blancas, afiches de Toy Story, Frozen y de un grupo de K-Pop surcoreano pegados en las paredes. Una ventana pequeña, con una persiana color hueso, se encuentra al lado izquierdo de la cama. 

—La otra habitación es mía también, pero de Manuel. Es casi igual, nada más tiene un clóset más grande. Ahí estoy mañana. En las dos tengo ropa. Al otro lado está la de mis papás, con una cama grande y cortinas vino tinto.

En silencio, sale de su habitación y sigue con el recorrido hasta mostrarme una sala de estar rematada por una ventana de doble altura. En la pared frontal se ve un televisor de 50 pulgadas, un sistema de sonido en las esquinas y sillas de descanso. En ninguna de las paredes reconozco alguno de los cuadros de nuestra niñez. Aunque todo es exuberante, relleno, como de catálogo de exhibición, no logro detectar objetos de mucho valor, pero en la penumbra podría pasar por alto algo verdaderamente importante.

—Aquí me tiro cuando llego del colegio todos los días —me dice al oído. 

—Bueno, Manuela. Llévame al garaje —le digo y repito en mi mente: «es algo temporal».

—¿Dónde te encontré? ¿Por ahí entraste?

—Sí, es algo temporal.

—¿Cómo, Ricardo?

—Es una frase de nosotros los extraterrestres.

—¿De verdad? ¿Yo también la puedo decir?

—Sí, de esa manera te vas transformando.

—¡En serio! —dice con excitación infantil. 

—Claro. El universo es más sencillo de lo que te imaginas, Manuela. Ahora hazme un favor: voy a bajar al garaje. Acuéstate después, mañana no me verás y por eso vas a decirle algo a tu papá cuando se dirijan al colegio, ¿me ayudas?

—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¿Qué?

—Le dices que un extraterrestre, Ricardo, o sea, yo, recorrió la casa contigo, de la mano, y luego solo, para llevarse algunas cosas a su planeta y aprender de sus objetos y costumbres.

—Está bien. 

—Muchas gracias, Manuela.

—Me repites la frase alienígena.

—Es algo temporal.

—¿Y vas a dejarme algo?

—Otras palabras: cuando te transformes, deja a tus papás, pero mientras los acompañes no les prestes mucha atención. Ellos no reconocen los secretos. Deja de hacerles caso rápidamente.

—Uhmmm, ¿así es en el espacio?

—Claro, por eso viajamos desde tan lejos sin familia.

—Eso tiene sentido. Yo nunca oigo que hablen del papá extraterrestre.

—¿Sabes cómo salir de la casa sin abrir la puerta de la calle?

—Por la cocina, se pasa al jardín y con tus pocos poderes puedes brincar la reja. ¿Cuándo te vuelves a montar en Oumuamua?

—Muy pronto. No me verás más desde mañana. Eso espero. En cambio, yo te veré cuando crezcas y seas Manuel o Manuela. Lo que quieras.

—Me parece bien. «Es algo temporal».

—Excelente, Manuela. Aprendes muy rápido. Esa frase la puedes decir cuando quieras. Incluso, en algunos días se la puedes enseñar a Luis y Lina. Diles que te la dejé. ¿Vale?

—Vale, Ricardo. ¿Y tú qué eras antes de empezar a decir la frase?

—No… no entiendo, Manuela.

—Te explico: si me puedo transformar diciendo…

—Sí…sí…sí, Manuela. Hasta ahora me lo pregunto. Tú me lo preguntas.

—¿Lo olvidaste?

—No, exactamente. Quizás, no era alguien…

—¿Cómo así?

—Creo que era alguien que no quería ser una niña.

—Ser niña es difícil. Te lo aseguro. Pero ¿ahora qué eres? ¿Nada más un extraterrestre?

—Alguien que sabe que no fue un tipo de niña —respondo, golpeado por la pregunta.

—Eso no lo entiendo, pero parece muy bobo. 

—Lo es, chica lista; sin embargo, a veces lo bobo también es importante para completar el universo.

—¿De verdad?

—Quizás, después me enseñarás si estaba equivocado. ¿Vale?

—Vale, Ricardo —dice sonriendo, mientras extiende el pulgar—. Buen viaje. «Es algo temporal».

—«Es algo temporal», Manuela.

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William Tamayo Agudelo (Medellín, Colombia). Psicólogo. Colaborador habitual en revistas literarias.

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