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Truenos de agua, un cuento de Keren Marín

D

esde la ventana podía observar las cataratas. Deslizó la mirada y contempló la caída del agua y el estremecimiento que se producía cuando esta se estrellaba contra las piedras. Ensimismado se acercó al albornoz durante algunos minutos, olvidando por completo lo angosto de la habitación y el modo en que la humedad iba carcomiendo las paredes. Con lentitud desempacó sus maletas, ordenó el dormitorio y colgó al lado de la ventana una filmina a color de aquel paraíso tantas veces soñado. Quería ver si aquella imagen coincidía con lo que divisaba a través del vidrio. “Es igual” susurró. 

El reloj ya marcaba las 9 p.m., se acomodó con dificultad en la cama estrecha y apreció con los ojos apenas entreabiertos los saltos de las cataratas. Durante treinta y cinco años su vida se consagró únicamente a tal propósito: desde que descubrió aquel mágico paisaje en las imágenes de colores que atesoraba su hija con esmero, se empeñó en conocer aquel lugar. Fue tanta su obsesión que destinó un tercio de su salario para el viaje, renunció por completo a toda actividad que lo desviara de aquella pasión febril y en el ímpetu de su delirio abandonó su hogar llevando únicamente consigo la minúscula filmina. Tras un largo suspiro cerró sus ojos y trató de dormir, pero el sonido del agua irrumpiendo en el vacío le impidió conciliar el sueño: “Es cuestión de tiempo, pronto me acostumbraré a su presencia”. Sin embargo, los días discurrieron y con ellos la impaciencia al no poder conseguir tan anhelado descanso. 

De día la belleza de las cataratas era muda, pero bajo el claro de la luna su sonido hacía eco en las paredes y lo aturdía de tal modo que al día siguiente permanecía desorientado. Agobiado, preguntó al encargado del hotel el nombre de algún somnífero que le permitiera descansar, pero este respondió secamente: 

—Ya debería saber usted que las cataratas hacen demasiado ruido.

Después de aquella conversación tensa e infructífera, abandonó el hotel y recorrió durante varias horas los alrededores hasta que el cansancio lo venció y decidió volver a la habitación de paredes mohosas. Con el sueño a cuestas se acomodó sigilosamente en la cama, entrecerró los ojos y trató de obviar el sonido del agua saltando de los peñascos. Durante unos minutos la habitación se llenó de silencio, pero luego y sin previo aviso volvió aquel sonido monótono, el ruido de sus propios pensamientos abalanzándose hacia el precipicio. 

En los días siguientes su aspecto demacrado llamó la atención a varios de los huéspedes: algunos le invitaron tragos en el bar mientras otros le ofrecieron cambiar de habitación. Pero él desechaba cualquier propuesta. Justificaba su decisión diciendo que solo desde aquella ventana podía apreciarse la caída del agua y la espesa bruma que cubría la cima de su salto. Frente a tal determinación los demás comentaron que era demasiado huraño y optaron por dejarlo solo. En la hora de la cena evitaban su compañía y cuando entraba sigiloso en el bar se apartaban hacia el rincón más alejado, pero eso no le importaba, pues él se devanaba los sesos en un único pensamiento: dormir. 

Las semanas transcurrieron sin mayor novedad. En el día cruzaba el vestíbulo de baldosas naranjas y recorría una y otra vez el puente colgante que conectaba aquella casona con las montañas. Si se cansaba se acostaba debajo de dos coníferas a observar el trasegar del río y volvía a deambular por el puente una vez recobraba las ganas de dormir. Durante la noche permanecía desvelado, rodeado por el murmullo que provenía de la sala de bailes y que le recordaba una y otra vez el sonido trémulo del agua. 

Cada día andaba de un lado a otro, se arañaba la coronilla despoblada y golpeaba con sus puños las paredes, se encerraba en los baños comunes y abría todos los grifos en un vano intento de contener la realidad que le perseguía y apresaba. Una mañana la filmina con la imagen de las cataratas clavada en la pared cayó al suelo. El hombre levantó la imagen, empacó sus pertenencias y se acostó en la cama. Si aquel había sido el paraíso que había imaginado, logró soportarlo. Cerró la maleta y abrió la puerta. No había vuelta atrás. Treinta y cinco años no podían ser en vano. 

Al día siguiente cruzó el vestíbulo con maleta en mano. 

Alrededor silencio. 

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Keren Marín. Politóloga de la Universidad de Antioquia y Magíster en Antropología en la Universidad de los Andes.

Imagen: Salto del tequendama, Stanislaus Bhor

  1. Que gran aprendizaje !!! El espejismo de lo que no podemos tener. Ni conocer. Pero en la realidad es cruel

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