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La vi comprándose un sostén, un cuento de Juan Felipe Gómez Cortés

Juan Felipe Gómez Cortés. Cuento ganador del I Concurso Regional de Cuento Humberto Jaramillo Ángel, 2008, Armenia, Colombia.


No me pareció sospechosa. Eso sí, el tamaño de sus senos llamaba la atención. Acababa de recibir el turno, estaba fresco, dispuesto para el monótono recorrido por los corredores del centro comercial. Bueno, en realidad sólo me correspondía vigilar el primer piso. En el segundo estaba el guardia Meléndez y en el tercero, Soto. Ellos me tenían algo de envidia porque en el primer piso estaban los almacenes de ropa interior femenina.

Ella entró sola y la seguí con la mirada. Iría a encontrarse con alguien o a tomar algo en el mall de comidas. No era común que una mujer fuera de compras sola. Cuando se percató de que la miraba, dirigió su voluptuosidad hacia mí. Pensé en lo que le diría si me preguntaba por qué la miraba: es mi trabajo estar pendiente de quién entra y quien sale, señorita. Pero mi trabajo también era dar información, y eso era lo que ella necesitaba. Miró mi apellido en la placa del uniforme, mientras tanto me di cuenta de que no llevaba sostén. Puedes decirme dónde están los baños… Sánchez. Le dije que sí, me tembló la voz. Para no parecer más estúpido le señalé, primero el ascensor, después unas cabinas telefónicas y finalmente la entrada a los baños que estaba en la mitad. Dijo gracias con voz coqueta y continuó por el corredor, sólo entonces me di cuenta de que llevaba un paquete.

Una llamada al radioteléfono me sacó del bochorno. Era Meléndez que lo había visto todo desde el segundo piso. Qué pasó Sánchez, lo vi como nervioso con la muchacha, me dijo en tono burlón. Meléndez no me caía bien y siempre coincidíamos en los turnos. A él le correspondía vigilar el segundo piso, pero mantenía más pendiente de lo que yo hacia en el primero. Era envidia, ya lo dije. Yo siempre podía ver de cerca a las muchachas más bonitas que entraban a comprar sus cosas íntimas. Las niñas, ya con sus cuerpos bien formados, entraban con sus mamás y se tomaban varias horas para decidir. Al final salían con dos y hasta tres paquetes, a veces salían manivacías y se sentaban en el mall de comidas a discutir sobre tallas y colores que no gustaban. Las mujeres ya adultas también entraban acompañadas, con la mejor amiga o con la hermana, casi nunca con hombres.

Cuando la vi salir del baño empecé a sudar. Venía otra vez hacia mí, o al menos eso pensé. Tendría alguna queja. Si era la falta de papel higiénico, yo nada podía hacer. Pero pasó a mi lado y apenas me miró de reojo. Se paró frente a la vitrina del almacén más grande. El centro comercial empezaba a llenarse, era fin de mes.

Estuvo varios minutos mirando los maniquís, o las prendas que llevaban los maniquís. Ningún sostén le quedaría, si es que se proponía comprar uno. Tal vez pensaba en lo vergonzoso que sería entrar al almacén y no encontrar la talla adecuada, o soñaba con trabajar en un almacén como ese, en el que le pagaran por vestir esos maniquís y pudiera escoger como parte de su pago las mejores prendas. Ahora sé que nada de eso pasaba por su cabeza, sólo era parte de las bobadas que me hacía pensar el tamaño de sus senos, porque en realidad eran muy grandes.

Ya llevaba un buen rato sin hacer el recorrido. Le estaba dando motivos a Meléndez para que le contara al jefe que yo me la pasaba en un mismo lugar, sólo mirando las muchachas que entraban y salían. Eso también hacía parte de mi trabajo, ya el jefe me lo había dicho y se lo había dicho a Meléndez y a Soto y a todos los que se habían graduado como guardias de seguridad con nosotros: que disfrutáramos, que las muchachas bonitas había que mirarlas y tratar de conquistarlas con la seriedad y la amabilidad que nos caracterizaba como hombres que portábamos un arma para velar por la seguridad de ellas y muchas personas más, que mientras no nos desconcentráramos por completo podíamos coquetear y hasta acordar citas con esas muchachas para verlas los días que tuviéramos libres, eso si, que no se nos ocurriera llevarlas al centro comercial para evitar la envidia de los compañeros que estaban de turno y no herir la susceptibilidad de los que, como yo, no habíamos podido conquistar a ninguna, porque nos faltaba actitud y temblábamos y sudábamos cuando veíamos a una muchacha como la que estaba viendo en ese momento parada frente a la vitrina, esperando no se qué. Lo que yo esperaba era que volteara y poder volver a verlos, sus senos, y abochornarme una vez más.

Una señora que entró preguntando si en ese piso estaban los almacenes de ropa interior me hizo volver a pensar en la otra parte de mi trabajo. Es que no ve los maniquís en las vitrinas, pensé en decirle antes de darme cuenta del bastón y las gafas oscuras. Me apresuré a guiarla hasta la entrada del primer almacén. Gracias mijo. Es que es mejor venir de compras sola, para poder escoger lo que uno quiera, me explicaba ya cuando la había dejado en la puerta del almacén y me alejaba. Una vendedora joven la recibió con amabilidad forzada. Tomaría un buen rato ayudarla a decidir.

Al volver a mi lugar de vigilancia ya no encontré a la muchacha de los senos grandes. Miré por los corredores y alcancé a sentir algo de decepción por no haberla visto otra vez de frente y tratar de hablar con ella y conseguir lo que no había podido en dos años como guardia de seguridad. La mujer ciega no tenía la culpa, por supuesto, ella también necesitaba comprar sus cosas íntimas y yo había cumplido una buena acción, como también me habían enseñado en  la escuela de vigilancia. Era parte de mi trabajo.

Pero apareció de nuevo. Claro, estaba en el almacén del fondo, donde las tallas y los descuentos favorecían a muchas mujeres. Salió con un único paquete y la vi venir hacia mi, o mejor dicho, hacia la salida. Era la última oportunidad.

También la mujer ciega salió del almacén y tuve que acudir otra vez cuando dijo casi gritando si alguien la podía guiar hasta los baños. La muchacha de ese almacén pretendía engañarme diciéndome que los colores beige, crema y pajizo son casi lo mismo, me decía la mujer ciega. La acompañé justo hasta la entrada de los baños y la dejé hablando sola para apresurarme hasta el corredor a ver, al menos por última vez, a la muchacha de los senos grandes.

Tomé aire y me decidí a abordarla. Caminé hasta la mitad del corredor, así sería seguro el encuentro. Cómo se llama, dónde vive, qué compró, no, eso no se lo iba a preguntar. Entonces estaba de frente a ella, traté de no mirarle lo senos, pero fue inevitable, como el estallido del paquete que había dejado en el baño cuando la mujer ciega lo tocó con el bastón.

  1. Excelente cuento te mantiene a la expectativa, la distracción de la señora ciega no molesta por el contrario te hace pensar que algo sucederá. El final es inesperado.

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  2. De acuerdo, un verdadero prospecto de las letras en nuestro departamento. En buena hora.

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