GENTE RARA EN EL BALCÓN
18:01
Capítulo de una reciente novela de Carlos Castillo Quintero
Capítulo seis
Un juguete sin su niño
15
The past has
always had a great charisma for me
(El pasado siempre ha tenido un gran
carisma para mí)
Midnight
in Paris, 2011
En el barrio La
Macarena, en una alacena a la entrada de un parqueadero, había visto muñecas
parecidas: sentadas una después de otra, sin brazos, sin piernas, tuertas y
semidesnudas. Eran unas veinte. Le pregunté al encargado del sitio por esas
muñecas.
—Son de
María Teresa —me contestó, como si yo supiera quién era María Teresa. Se quedó
aguardando la próxima pregunta, pero yo no dije nada más. Me miró con desdén.
Liz no las
colecciona, como pensé al principio. Las recoge de la basura y se las lleva
para su casa, para salvarlas de la intemperie y para que vivan con ella.
—Cada una
de estas muñecas está llena de los sueños de una niña, así esa niña ya no se
acuerde —me dijo—: No colecciono muñecas, sino sueños.
Las
muñecas están en un rincón del cuarto, organizadas en grupos de tres, cinco o
más, sentadas, como si estuvieran conversando. Me atraen unas que en torno a
una mesa diminuta parecen hacer visita. Liz dice:
—Ese es el
grupo de las barbie. La barbie médico, a pesar de que le falta el brazo derecho
y está tuerta, es original. Igual la barbie tenista que está completa, pero
perdió su uniforme. Las demás son imitaciones. Pero aquí, en mi casa, todas son
iguales y por eso comparten la misma mesa.
Me cuenta
que hace mucho tiempo, cuando ella apenas tenía seis o siete años, le pidió a
su papá una barbie como regalo de navidad. Él cumplió su deseo. La muñeca,
delgada, con el cabello rubio recogido en una cola de caballo, vestía una bata
de dril color verde con unos zapaticos blancos que a cada rato se le caían.
—¿Y esta
cuál barbie es?
—Esa es la
barbie viajera —contestó su papá.
Por esos
días vivían en un caserío que estaba colgado de una montaña. Las calles, para
que la gente no se desbarrancara, estaban llenas de escaleras. No había carros,
ni bicicletas ya que todo lo que tuviera ruedas tendía hacia el abismo. Abajo,
se veían las nubes, y de vez en cuando pasaba un pájaro gigante planeando sobre
las corrientes cálidas de aire.
Liz, al
día siguiente de la navidad, fue a jugar con sus amigas: la hija del inspector
de policía, una niña que ya había cumplido diez años y vivía media cuadra
arriba de la casa de Liz, y la hija del dueño del supermercado.
—Mi barbie
es actriz y está reunida con su amiga enfermera. La tuya es la empleada y les
sirve limonada.
Liz
protestó. La hija del inspector le explicó que las muñecas de ellas eran
originales, con vestidos y accesorios de lujo, traídas directamente de
Medellín, mientras que la de ella era una imitación barata que vendían en los
puestos de juguetes de la plaza de mercado. La
mía es una Barbie Golden Dreams, ¿se fija? Ahí terminó el juego para Liz.
Lloró durante toda la noche y no quiso ver más a su muñeca: la lanzó sobre el
lomo de algodón de las nubes.
—¿Te conté
que mi papá nunca me quiso?
Cuando
habla de su papá se le quiebra la voz y se pone un poco pálida. Le pregunto por
la foto de la escultura de Ron Mueck.
—Alguien
la dejó en el bar, para respaldar una cuenta, y nunca regresó.
Habría
jurado que me iba a contar una historia relacionada con la muerte de su papá. Quizá esa no sea la verdad, pienso. Yo nunca digo mentiras, dice ella. Tardo
unos segundos en darme cuenta de que otra vez me ha leído la cabeza. Es una bruja, alcanzo a pensar, pero
desisto por temor a que me lea.
Miro la
hora en mi celular: 2:20 p.m. Liz, vestida sólo con mi camisa, está pegada a mi
costado derecho. Estoy completamente desnudo, atrapado por su perfume. Pienso
que debería contarle algo de mí, decirle cómo me llamo, qué hago. ¿Qué importa
eso? Mejor debería decirle que desde hace unas semanas estoy muy enfermo. Pero
no, a nadie le gusta meterse con gente que escupe sangre. Debo ir al médico, subrayo la frase y la dejó allá, en la pizarra
más iluminada de mi cabeza.
No
digo nada, pero dentro de mí un recuerdo de infancia se agita:
Bajo por
el camino real que lleva de la Escuela Anexa al pueblo. Es una serpiente de
piedra que desde hace varios siglos habita por allí. Para mí ese camino es
parte de mi casa. Si uno baja, a ritmo normal, se demora unos diez minutos pero
yo gasto más de media hora: recojo moras pequeñas y amargas, con una rama de
sauce persigo a los matacaballos y, a veces, me quedó un buen rato escuchando
el canto de las chicharras. Cuando tengo plata paso por el estanco de La Manca
y compro una arepa de queso y una gaseosa. Finalmente llego al pueblo. No soy
del pueblo, pero tampoco soy campesino y me siento bien así. Camino hacia el
parque principal, a ver si de pronto me cruzo con mi papá. En el parque hay una
fila de niños que comienza en el matadero, sube por la consistorial y llega
hasta la puerta de la alcaldía. Me acerco. Veo a Germán, a Jefer y a otros de
mi curso. Haga fila, están regalando
juguetes para celebrar el aguinaldo del niño pobre, me dice Pequeño Alf, uno
de mis mejores amigos, y me deja colar. La puerta de la alcaldía es grande,
casi igual a la de la iglesia. En esa misma casona funciona la cárcel municipal
y el concejo. La primera dama y las esposas de los concejales son las que reparten
los juguetes. Ya han empezado a salir los niños que estaban primero, felices,
cada uno con un paquete envuelto en papel de regalo. Yo también estoy feliz. La
fila avanza con lentitud: aprietan, empujan, gritan, pero qué importa, todo es
parte de la fiesta. De pronto siento que alguien me toma de un brazo, me jala,
y me saca de la fila. Es Esteban, mi hermano.
—¿Y usted
qué hace ahí?
Me regaña.
Me arrastra unas dos cuadras hasta que considera que me ha quedado claro que no
debo mezclarme con los del aguinaldo del niño pobre. No digo nada. Me dice que
me vaya para la casa y me voy. Llego hasta donde comienza el camino real, en la
orilla del pueblo. Miro y Esteban no está. Regreso a toda carrera. Mis amigos
me han guardado el puesto.
Destapo el
regalo: es una volqueta pequeña, con el platón color anaranjado, la trompa
verde, el tanque de la gasolina amarillo y toda la parte inferior negra. Tiene
una palanca que levanta el platón como si fuera una volqueta de verdad. Las
llantas tienen grabada una marca en altorrelieve. Regreso a la casa con mi
volqueta escondida debajo de la camiseta. Ese día transporté arena hasta bien
entrada la noche. Y así durante las semanas que siguieron, los meses, los años…
Ese fue mi único juguete. Después tuve un Llanero Solitario y un Toro de
plástico, que me sirvieron de pasajeros de la volqueta.
—¿Quieres
arroz chino?
Su voz me
trae. Pedimos el domicilio. Mientras llega, Liz sigue contándome de los viajes
que hizo con su papá. Éramos como
gitanos..., dice, y entrelaza sus piernas con las mías. Interrumpe su
relato y me besa. Pienso que nunca antes había sido tan feliz. Siento frío pero
no me importa. Me gusta verme desnudo con ella.
Mientras
tanto, en el rincón, la barbie médico ha sacado a las advenedizas de la pequeña
mesa, ayudada por Isadora, Mikaela y Offenbach que, entre gruñidos, se disputan
la cabeza rubia de una maltrecha barbie viajera.
16
Se llama Carlos Juan
pero en la universidad le decimos profesor Skinner. No es muy brillante, pero
está al tanto de todo: nunca falta a clase, se sabe el nombre de los
profesores, saca las fotocopias que son, consigue los libros, desarrolla los
talleres… De alguna forma todos hemos terminado debiéndole favores. Al
principio vivía con la mamá, pero a ella la internaron en un sanatorio. No está
loca, ni vieja, pero sufre un leve retraso mental que la deja expuesta a
múltiples accidentes. Después de uno de ellos, uno grave en el que casi la
matan[1],
el profesor Skinner logró que la aceptaran, de caridad, en una institución a
las afueras de la ciudad. El padre Ricardo, un cura jacobino, fue quien le hizo
el favor de recibirla.
Ahora el
profesor Skinner vive en el centro, en una pieza cerca a la plazoleta de las
Nieves. Usa bluyines y de vez en cuando sale con nosotros. No bebe mucho y sólo
habla de la universidad y de un curso de alemán que está haciendo, pero nos cae
bien. Es el único que tiene claro lo que desea en la vida: terminar la carrera,
conseguir un empleo, pagar el crédito del Icetex y, ojalá, irse del país. De
ese crédito algunos nos hemos beneficiado: el profesor Skinner hace pequeños
préstamos, al 3% de interés.
Sandra fue
la que comenzó con el tema. Ella no es de nuestro semestre, pero se ha ido
quedando y ahora ve la mayoría de materias con nosotros. Ella, además de bonita
y rumbera, colecciona hombres: es una leyenda en la facultad. Cuando notó que
el profesor Skinner había abandonado su tradicional corte militar y lucía una
incipiente melena, dijo: Ese, todavía es
virgen. Y comenzó con las apuestas: diez a uno a que se lo llevaría a la
cama. Así fue.
Esa noche
él estuvo feliz. Sandra lo sacó a bailar y todos los del semestre bebimos a su
cuenta. Ella pasó los cinco minutos que dura Mujer divina mirándolo a los ojos, diciéndole cosas al oído,
babeando. Al parecer el profesor Skinner tenía un encanto que Sandra no había
calculado. Hacia la una de la mañana se fueron. Él no se despidió de nadie.
Sandra, sonriente, lo siguió rumbo a la pieza en la plazoleta de las Nieves.
El próximo
lunes cobraría las apuestas.
Pero ese
lunes no fue a clase. Nada raro. No fue en toda la semana y después nos
enteramos de que había abandonado la carrera. Sandra regresó a su casa, en
Manizales, y allí consiguió trabajo en una oficina de abogados. No tiene novio
y nunca sale de noche. Dicen que sus padres le insisten para que regrese a la
universidad, pero ella no quiere saber nada de eso.
Carlos
Juan ahora luce una melena rubia que casi le llega a la cintura, no presta
plata, y ya nadie le dice profesor Skinner.
17
La primera era
de caucho, inflable, barata, pero me hizo feliz. Después, con pequeños recortes
al préstamo del Icetex, con lo que gano en intereses y con lo que cobro por
hacer trabajos, ensayos, y tesis de grado, reuní el dinero para encargar a
Rubiela. En el formulario preguntaban qué nombre quería que le pusieran y yo
dije Rubiela. Así se llama mi mamá, pero fue el primero que se me ocurrió.
También pedí que le pusieran ojos azules como los de ella y cabello rubio.
Senos copa 34B. Uno sesenta de estatura. Boca succionadora, vagina y ano
estándar.
Rubiela es de silicona.
Nació en San Marcos, USA, a dos horas de Los Ángeles, y desde hace ocho meses
es mi mujer. Suena un poco raro, pero no. A mí no me resulta nada fácil ligar.
Soy negado para la conquista, a pesar de mis esfuerzos: ropa limpia, cabello en
orden, loción, dinero en el bolsillo… Nada. No consigo traer a nadie a la
pieza. Hablo de gente bien. Mi mamá nunca me perdonaría si metiera a una furcia
en mi cama. Rubiela ha sido una gran solución. No la mejor, pero sé de gente
que la pasa peor.
Una vez vi en un accidente
automovilístico a un hombre con las piernas aplastadas. Intentaba hacer una
llamada por celular. Lloraba. Su cuerpo, atrapado en la parte delantera de un
Mazda, prácticamente estaba cortado por la mitad. Pero él insistía. Entró la
llamada, se escuchó música al otro lado de la línea: Aló, aló, amor, estás ahí… pero nadie le contestó. Antes de que
reabrieran el paso vehicular, ya se habían llevado su cadáver en una
ambulancia. El celular quedó botado a un lado de la carretera. Era diciembre.
Por eso a veces es mejor no tener a quién llamar. Yo ni siquiera uso celular.
Es muy caro, prefiero ahorrar para otra Rubiela. Creo que lo que sonaba en ese
celular era La lambada.
Al fin traje a
alguien a la pieza: Sandra, una compañera de la universidad. Entramos. En el
tocadiscos pongo Strangers in the night,
de Frank Sinatra, y bailamos. Seguimos bailando, porque ya lo habíamos hecho en
el bar. Strangers in the night es el
único acetato que tengo, así que lo escuchamos todo el tiempo. Saco una botella
de Casillero del Diablo que tenía lista para un momento como éste y bebemos.
Sandra me besa, apasionada. Ella es un poco loca, se ha metido con varios del
semestre pero eso a mí no me importa. Al final de cuentas es gente bien. Sandra
empieza a desvestirse, pero no se lo permito. No puedo. A pesar de que Rubiela
está guardada en el armario, sé que nos ha escuchado llegar.
Antes de Rubiela todo hubiera sido diferente. Es cierto.
Yo quería encontrar una mujer para hacer las cosas que ahora hago con ella,
pero ya no. Ya no es necesario. En realidad a Sandra yo no le dije que viniera,
ella vino sola y yo pensé que era buena idea que con Rubiela hiciéramos vida
social. Y otras cosas. Con ella, con Rubiela, ya habíamos hablado de eso.
Además, sé que está esperando que le sirva un vino.
Sandra, sorprendida, se abotona la blusa y se arregla el
cabello. La beso. Le digo que espere un poco, que la noche es joven todavía.
Sonríe. Toma la botella y sirve vino para los dos. Yo voy por otra copa y con
un gesto le pido que sirva. Mira a su alrededor, curiosa. Antes, en el bar, me
había dicho al oído:
—Hoy
no es viernes de siluetas.
Con
Sandra estamos sentados en un pequeño sofá, al lado de la cama. Me levanto, voy
al armario y saco a Rubiela: viste ropa interior roja, prendas que he encargado
especialmente para ella a los almacenes de Victoria’s Secret en Columbus, Ohio. Como
el sofá no es suficiente para los tres, Rubiela se sienta en la cama. Dejo su
copa de vino sobre la mesita de noche.
Sandra
está confundida. No entiende muy bien qué está pasando. Intento besarla pero me
rechaza. Ríe, nerviosa. Toca a Rubiela. Ella se deja. La curiosidad de Sandra
se va convirtiendo en caricia. A pesar de que no hablan el mismo idioma, se
están entendiendo bien. Yo me acerco. Abrazo a Sandra por detrás. La beso en el
cuello. Le desabotono el bluyín, pero cuando voy a quitárselo se levanta. Va
hacia la puerta. Intenta irse pero he puesto doble seguro. Grita. Frank
Sinatra ahoga su grito. Voy por ella. Ya en la cama me mira: está un poco
borracha. Se entrega. Rubiela se anima y los tres la pasamos bien durante un
buen rato. Les sirvo más vino, pero Sandra no toma.
—Déjeme
ir —dice.
Con
Rubiela la acompañamos al taxi. Antes de salir le hemos hecho jurar que
regresará el próximo viernes, y el siguiente. Rubiela, incluso, prometió
regalarle la peluca rubia y la lencería que usó hoy. Sandra a todo ha dicho que
sí. Siento que la amo. Que las amo a las dos. Si para llevar a Sandra a mi
pieza hubiera tenido que rellenar un formulario, hubiese escrito: boca
succionadora, vagina y ano estándar.
Soy
feliz. Solamente extraño que Rubiela no sepa preparar la sopa de letras con
zanahorias, apio y tomate que hacía mi mamá, mi plato preferido.
Álbum
de recortes. Agencia Eme. Tokio, 2009. Ayano
Tsukimi da vida a Nagoro, un pueblo olvidado de Japón habitándolo con muñecos.
Este pequeño pueblo, en el valle de Iya, situado en la isla de Shikoku se ha
ido poblando de seres rellenos de paja. Nagoro no aparece en los mapas y apenas
tiene 50 habitantes de carne y hueso.
Un día Tsukimi decidió hacer un muñeco por cada persona que se iba
o que fallecía. En la actualidad hay más de 150 repartidos por todo el pueblo,
sustituyendo a los antiguos habitantes: la escuela está llena de estudiantes y
profesores que lucen sus cabelleras de lana, hay ancianos sentados a la puerta
de sus casas, agricultores al lado de sus herramientas. Cada muñeco encuentra el lugar y la actividad que le
place. Se sabe porque las costuras de su boca curvan sus labios en una mueca
feliz. Estos habitantes cuidan los caminos, siembran los campos, acuden a
fiestas y ceremonias, mantienen el pueblo con vida y, mientras tanto, esperan.
Hay quien dice que Ayano Tsukimi no es de la isla, que
apareció no se sabe de dónde y que fue la primera habitante de paja.
“Gente rara en el balcón”
Carlos Castillo
Quintero
Premio de Novela
CEAB 2015
Ediciones
Gobernación de Boyaca, 2016
220 pág.
[1] A lo lejos parece una niña, o mejor, una monja pequeña.
Viste una bata gris que le llega a los tobillos y en la cabeza lleva un chal negro.
Avanza dando saltitos, como si esquivara diminutos charcos de lluvia, pero hace
días que no llueve. Del chal se escapan unos rizos dorados que se le pegan al
rostro, le tapan los ojos, y la hacen detenerse. Sonríe. Los dientes son
blancos, uniformes. Viene del supermercado, con la compra, no mucho, apenas lo
necesario para preparar el plato preferido por su hijo universitario.
Son tres. El mayor aún no cumple diecisiete años. Esa
tarde no fueron al colegio porque jugaba la Selección Colombia. El segundo partido del Mundial
Estados Unidos´94. Colombia 1 – USA 2, autogol de Andrés Escobar,
fatalidad. Nada que hacer.
Han estado bebiendo cerveza en la tienda
del barrio. No son de por ahí, pero el vecino los conoce. En la maleta tienen
una botella de aguardiente: submarino va, submarino viene. Están borrachos. La
ven. Ahora lleva el chal sobre los hombros y su cabellera brilla con los
últimos rayos del sol. Ya antes habían hablado del asunto: Con una boba no es pecado... Pagan. Compran cigarrillos y se van,
fumando, riendo, pateando una lata vacía. Dejan que abra la puerta. Un empujón
y entran detrás de ella. Submarino va, submarino viene. Una hora después salen,
satisfechos, y siguen tomando. Perder es
ganar un poco, dice uno, y todos se ríen. El vecino también.
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