La cosecha de los violentos. Xilografia de Alfonso Quijano, 1968. Coleccion Museo de Arte Moderno de Bogotá. Reg. 126 | Revista Credencial |
Con la falda de la camiseta se secó el sudor de la frente mientras miraba la hora en el reloj de pared. Por primera vez en sus cuarenta y cinco años, Azucena sintió que el tiempo era una tortuga gigante a punto de aplastarla; que el segundero se demoraba intencionalmente y que la noche nunca terminaría. Eran las siete y sólo habían transcurrido diez minutos desde que llegaron los hombres. Irritada, prefirió olvidarse de la ilusión de los minutos y las horas y buscó el cuchillo de mango negro y hoja larga recién afilada en una piedra con forma de huevo. Al tomarlo se dio cuenta que le temblaba la mano como matraca. «¡Ay Diosito!», sintió pánico. Creyó que, como perros, los hombres olerían su miedo y se aprovecharían de él. «Tengo que calmarme, tengo que calmarme, ayúdame Diosito», pensó y volvió a mirar a los hombres que, en ese instante, tenían puesta su atención en el hombre que estaba encargado de vigilarla, aquel al que llamaban con respeto y miedo el comandante.
— Comandante, ¿qué pasa, pues, si se enteran mis superiores?— Susurró uno de los seis hombres con acento de otra región y el comandante respondió con un gesto arrogante y desinteresado que concluyó de inmediato el tema.
A su lado, en la esquina de la sala, un hombre de nariz chata y fosas profundas y anchas estaba sentado en un banquillo a ras de piso, en completo silencio. Azucena lo miraba y lo miraba buscando ayuda, pero el hombre tenía la mirada perdida. Era su esposo, Pompilio Mina. Azucena nunca lo había visto en ese estado.
Azucena se sintió sola, peor aún: desprotegida. De nuevo pensó en su hijo y en lo lejos que estaba. «Si estuviera aquí, ¡ay!, si estuviera aquí», repetía. Se acercó al fogón para verificar el agua. Sin embargo, de inmediato la invadió un sentimiento diferente. La alivió saber que él en realidad no estaba ahí con ella, que, por el contrario, se había ido de aquel lugar de hombres con malas intenciones. Pero para aumentar su confusión, pensó que no debería estar tan tranquila porque el sitio donde estaba su hijo no era más seguro que éste. El agua estaba bien. Así, en un laberinto emocional, tuvo la certeza de que ningún lugar en la tierra era seguro para ellos y que estaban condenados a sufrir por toda la eternidad.
En eso, Azucena ahora observaba el fuego cuando recordó que había olvidado agregar su toque secreto al aguapanela, ese que tanto le gustaba a su hijo. Sacó entonces de un tarro blanco de tapa roja el toque secreto y lo echó al agua caliente. El objeto secreto flotaba ante la mirada pensativa de Azucena. Estaba sorprendida de sí misma. Pensó: «¡¿Cómo puedo eforzame en dale guto a eso’ señole’? Diosito, tu ere’ glande, po’ favo’, ¡¿qué quielen?!, po’ favó, has que se vayan, po’ favo’!». Y se preguntó si la motivaba cocinar bien el impulso de la costumbre o el miedo a que los hombres quedaran disgustados. Era obvio, pensó. Tenía miedo.
El agua comenzó a hervir y el olor, ese olor que tanto le gustaba a su hijo, llegó a su nariz. «¡Ay! Mijito, ¡Ay! mijito», repetía como llamándolo. Su instinto de madre le decía que sufría. Juan no estaba hecho para la guerra. Él nunca había tocado un arma más allá del machete con el cual cortaba la maleza. «¡El machete!» Recordó Azucena. «¿Dónde etará?» se preguntó. Lo buscó con la mirada por toda la cocina y la sala, pero se detuvo al darse cuenta la estupidez que estaba cometiendo. En últimas, no sabía si los hombres tenían malas intenciones, ni mucho menos si sería capaz de utilizarlo al tenerlo en las manos. Examinó a los hombres mientras alistaba las ollas y los ingredientes de la comida. Quería descubrir en sus gestos, en sus miradas ¿qué pensaban?, ¿qué querían? pero los hombres seguían conversando sin levantar la voz y con las miradas fijas en el comandante. No escuchaba nada.
Azucena tomó la única cacerola y la puso sobre el fogón. Como sólo quedaba un palo calcinándose, caminó con su andar rengo (había nacido con las piernas desproporcionadas) hacia Pompilio para tomar algunos troncos que estaban a su lado. Cerca de él, quiso preguntarle ¿qué pensaba? ¿qué iba hacer? Sin embargo, no pudo. Al acercarse a Pompilio inmediatamente los hombres la vigilaron hasta que tomó los troncos y los puso dentro del horno. Cortó en cubos la cebolla y el tomate y los puso a freír con la mantequilla que los hombres descargaron (junto al resto de ingredientes) minutos antes y sin previo aviso, de una lujosa camioneta blanca. En un pueblo tan pobre sólo una clase de hombres puede tener esos lujos, sabía Azucena. ¿Por qué su casa?
En segundos el olor a guiso invadió la casa e hizo que los hombres soltaran lágrimas despojadas de afecto. En ese momento Azucena iba a lavar el arroz para echarlo al agua hirviente pero el comandante la interrumpió.
—Negra, oíme, traéte pues un par de chontaduros mientras está la comida. ¡Hej! Qué hambre tan hijueputa, ome. Te veo como lentica, mi negrita. Apurále, mija, que estos manes se embejucan cuando tienen hambre. Y a éste se le da por comer gente— y señaló a un subalterno. Todos rieron.
—Es un… cómo se llaman esos que comen…. Un…
—Un caníbal, mi comandante— respondió al que acusaban de comehombres.
Pero de repente Pompilio cortó las risas al levantarse súbitamente. De golpe, todos quedaron en silencio y en modo alerta. Pompilio dio tres pasos y llegó al costal donde estaban los ingredientes. Azucena se paralizó y por un momento imaginó lo peor. Su mirada iba de Pompilio, que ahora sacaba acelerado los ingredientes del costal, al comandante, que, con un gesto, ordenó a sus hombres quedarse quietos. Pompilio sacó los chontaduros y los puso sobre la mesa con el mismo cuidado que, siglo atrás, sus abuelos servían a los amos blancos: sin decir una palabra y con la mirada en el suelo.
El comandante, roca seca acorazada de ira, siguió con su mirada azul los pasos de Pompilio regresando a la patética sillita. Los subordinados, jóvenes veinteañeros que no superaban los 25 a pesar de que sus rostros desgastados los hacían ver de cuarenta, parecían confundidos. Querían actuar, Azucena lo notaba en sus miradas. De seguro pensaban que el hombre merecía una reprimenda por altanero. Entonces surgieron los susurros y uno de éstos estaba a punto de alzar la voz cuando el comandante ordenó:
—¡Coman!
Sin pensarlo demasiado, ya que llevaban horas sin probar bocado, según repitieron al llegar, los hombres se lanzaron sobre el fruto servido al cual bañaron en miel, y tragaron. Sólo uno parecía nervioso. Era el más joven de todos con apenas dieciocho años, o eso creyó Azucena. Comía despacio y desganado. Miraba al comandante con la intención de decirle algo. ¿Qué será? Se preguntaba Azucena, quien lo miraba disimulando. La mujer volvió a concentrarse en la cocina. A los pocos segundos el comandante debió también ver la ansiedad del muchacho porque le preguntó a viva voz: «¿Qué mierda quería?» Azucena volteó a mirar y vio la reacción cobarde del joven quien se asustó y desvió la mirada hacia sus compañeros esperando encontrar apoyo en ellos. Pero todos comían plácidamente, ignorándolo. A cinco pasos, Azucena, irritada, devolvía los productos al costal. Quería golpear a su esposo. Quería golpear a los hombres. Sentía ira por el miedo que la embargaba tener a cinco o seis hombres vestidos de verde sentados en su comedor con puestos para cuatro. Sacudía y ultrajaba lo que cogía. El comandante carraspeó. Azucena entendió el mensaje.
Minutos después la pequeña casa de bahareque quedó en completa calma. En mute, el televisor presentaba las noticias de las siete que los hombres miraban sin comentar mientras que en la cocina, sintiéndose en paz por un segundo, Azucena observaba tranquila el fuego alterado. De repente, uno de los troncos del fogón estalló en decenas de chispas que se dispersaron por toda la cocina e hicieron que azucena diera un salto y emitiera un quejido que contuvo al ver que los hombres voltearon a mirar. Así, como si nada hubiera pasado, comenzó a caminar de un lado a otro aparentando buscar algo hasta que los hombres volvieron a sus asuntos y ella pudo, por tercera o cuarta vez, respirar tranquila. Entonces recordó que, semanas atrás, la casa de su amiga Herminda por poco se cae en cenizas cuando un tronco en llamas saltó del fogón y cayó en una mesa de madera con hojas secas.
Pensando en ello, Azucena observó su cocina y se le ocurrió una idea. Si pusiera yesca encendida en los muros de madera el fuego causaría una gran humareda que alertaría a los vecinos. En instantes todo se prendería en llamas y los hombres tendrían que salir corriendo. Quiso poner en marcha su plan, pero, de nuevo, se contuvo. ¿Y si el fuego no consumía la madera tan rápido como creía?, ¿Si los hombres lograban apagarlo antes de que hiciera suficiente humo? «No», se ordenó. Era un plan muy arriesgado. De seguro descubrirían que ella lo causó a propósito y… ¿Qué podrían hacer? Lo peor, pensó. No eran hombres, eran animales.
Sudaba. Gotas recorrían su cara, caían al vacío y se estrellaban en el piso de tierra roja. Tapó la olla del arroz, la tomó con las manos cubiertas de trapos sucios y quemados y la puso en una esquina del fogón donde la candela no pegaba directamente. Terminado esto se puso los guantes, untó el estropajo con el jabón y comenzó a restregar la loza sucia. Quería estar activa, en movimiento, no pensar; sin embargo, la monótona labor hacía que volviera a pensar en la única cosa que había pensado desde que llegaron los hombres: su hijo. ¿Por qué? Porque él le brindaba seguridad. Pero, pensó: si seguía llamándolo con el pensamiento de seguro haría que algo malo le pasara. Intentó entonces concentrarse en las tareas de la finca: despulpar el cafecito, regar el abono y recoger… era inevitable, lo único que ocupaba su mente era su hijo: «¿Cómo etará? Diosito». Quería verlo y darle algo del dinero que obtendrá de la venta del café. Se lo imaginó delgado, pálido y se dijo que era mejor no contarle a él sobre los hombres, cuando la llamara. De todas formas, ¿para qué preocuparlo si no podía hacer nada? Lo importante es que estos no vuelvan.
Dejó de restregar y se quedó quieta con el plato enjabonado en las manos. Lloraba. ¿A quién engañaba? Su hijo no podía volver a la casa y de seguro ella misma tendría que dejarla. Sollozaba. Estaba cansada, le dolía el cuerpo. Rezaba. Quería que los hombres se fueran; nada más el verlos susurrar le ponía los pelos de punta. Sin embargo, lo que más le alteraba era el miedo evidente de su esposo. Lo miró y este siguió camaleónico. Él, pensó Azucena, que era un hombre de carácter imponente, respetado por sus vecinos por ser un líder natural, parecía ahora un completo extraño paralizado en esa silla. Lo miró y lo miró y llegó a la conclusión de que no era miedo lo que sentía su esposo, sino, peor aún, un pánico paralizador. «Dio’ mío, Dio’ mío, ¡ayúdanos!, ¡báñanos con la sangre de tu hijo!», repetía Azucena. Miró de reojo a los hombres y vio que el comandante hablaba como si diera una orden.
—Todos los que quieran hacer lo mismo que ése van a saber cómo funcionan las cosas. Dijo en voz alta y Azucena lo escuchó. El más joven de los subalternos palideció; miró a su superior como suplicándole compasión, pero éste, mientras hablaba, tenía la mirada clavada en Pompilio.
Cuando estuvo lista la comida, Azucena puso sobre el mesón seis platos: tres planos y tres hondos. Y a cada uno les sirvió una montaña de frijoles, arroz y una ración descomunal de carne de res. Al caminar hacia la mesa sintió pesadas las piernas y por varios segundos perdió la noción del tiempo. Cuando puso el plato al frente del comandante creyó que habían pasado horas o que todo era un sueño. Pero pudo despertar del todo y a tiempo antes de que su marido se levantara para ayudarle como parecía hacer cuando ella le ordenó que se quedara sentadito ahí. Al darse cuenta de esto, el comandante rio estruendoso con la boca llena de comida y dijo:
—No jodás, con una miradita y ¿vos te quedás plantado? Andá, no seas marica, ayudá a tu mujer.
Pompilio se quedó en su lugar, en silencio, y Azucena se devolvió por los demás platos. Al servir a cada hombre, las manos le temblaban y creía que si le decían algo se iba a desmayar. Al terminar, el comandante dijo:
—¿Y ustedes, pues, es que no comen o qué?
Los miró. Ninguno respondió. Se refería a Azucena y el esposo, quienes quedaron en silencio.
—¡Hum! Gimió y se dedicó a comer. Los hombres no tardaron en terminar y devolvieron los platos para que Azucena se los volviera llenar.
—¡Qué negla pa’ cociná tan bueeeno! Dijo un uniformado imitando con gestos exagerados el acento de la mujer y los demás lanzaron carcajadas estruendosas, eructos y exclamaciones de satisfacción. Hablaban fuerte, se burlaban unos de otros y contaban chistes racistas.
—¿Saben cuánto se demora una negra en sacar la basura? —preguntó uno de los uniformados a punto de reír— Nueve meses.
Todos reían a carcajadas incitadoras, más cuando el uniformado estripó su nariz con el dedo. Los únicos en silencio eran el comandante y el uniformado más joven. En un momento de silencio, el bromista se fijó en él y le pegó una palmada en la espalda:
—Despertá que ya comimos y ahora sí tenemos energías, parce.
Azucena estaba ansiosa, ya no los escuchaba, sólo esperaba que se levantaran y se fueran. En ese momento el señor Pompilio también estaba inquieto y por primera vez en la noche tenía la mirada fija en los uniformados. Azucena no sabía qué hacer, recogió los platos y de inmediato se dispuso a lavarlos. Entonces vio sobre el mesón el cuchillo de mango negro y hoja recién afilada y larga… tan larga que podría atravesar a una persona, pensó. Lo tomó y aparentó que lo lavaba cuando, de repente, se impuso un silencio escalofriante. El comandante corrió la silla para atrás, recogió el fusil del piso y dijo en voz alta:
—Negra, ¿dónde está su hijo, pues?
De inmediato, Azucena comenzó a temblar y soltó el cuchillo. El comandante volvió a preguntar, esta vez apuntándole con el fusil:
—¿Dónde está pues? A ver, hablá, ¿dónde?
—No etá, seño. Pero, seño, somos gente humilde, mire, no, nos haga daño…
En eso Pompilio se levantó y gritó desesperado:
—¡Largo, largo! Ya comieron, ya bebieron, ahora ¡lárguense! ¿Qué más quieren?
—Quiero, ne-gro— dijo el comandante resaltando cada sílaba— que se siente y se quede quietico.
Al tiempo, los uniformados se levantaron y le apuntaron a Pompilio con sus armas, repitiéndole las órdenes de su superior. Sólo el más joven retrocedió y se pegó a la pared mientras Pompilio, sin importarle la mira de los fusiles apuntándole el pecho, se les acercó y los retó a disparar. Dio dos pasos y uno de los hombres le pegó un culetazo en el estómago y otro lo tiró al piso de una patada. De inmediato, entre varios lo sometieron.
—Vamos a enviarle un mensaje a su hijito. Pa’ que sepa que se equivocó de bando. Dijo el comandante y se acercó a Azucena que, con las manos levantadas, suplicaba en susurros, con el llanto desbordado, que no le hiciera daño. El comandante le ordenó acostarse boca abajo y ella obedeció creyendo que en cualquier momento recibiría un disparo en la nuca. Pompilio la miraba, gritaba desesperado e intentaba liberarse. Siempre con la mirada fija en él, Azucena se arrodillo y se acostó. Su mente se puso en blanco. El comandante caminó hacia sus pies, dejó el fusil encima del mesón y se desabrochó el botón del pantalón.
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(Bogotá, 1991). Sociólogo, docente y escritor.
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