Grabado, Francisco Toledo, museo Oaxaca. |
N
o sé en qué momento comenzamos a querer que Nario Veloz, el famoso o infame doctor honoris causa de nuestra universidad, muriera de un infarto, en un atropello vial, que le cayera un rayo o por lo menos que se suicidara de forma aparatosa o discreta. Nos daba lo mismo. Cansados hasta la más íntima bilis estábamos de sus premios, reconocimientos internacionales, viajes todo pagado a paraísos impensables, bonos de excelencia y sobre todo del homenaje de una especie de corte de mujeres apetecibles y jóvenes. Hace pocos días varios de nosotros comenzamos a comunicarnos (con alegría malsana, obviamente) las noticias del reciente estado de ánimo de Nario Veloz: sombrío, triste, deprimido. Su perfil de Facebook parecía contradecir el talante lúgubre de su personalidad social actual: es presidido el miserable y lastimoso perfil de Veloz por la foto de dos mujeres en edad frutescente: a lado y lado de la figura de Nario, hombre en el inevitable declive de la tercera edad, campaneaban las imágenes de dos frescas y saludables jovencitas con sonrisas de lo que parecía honesta felicidad. El mensaje que intentaba sin duda difundir ese perfil de Facebook era: miren, fisgones, las mujeres, las mujeres frescas, los mejores frutos de la tierra, me rodean, me celebran, yo soy su pastor. Pero bajo esa foto comenzaron a aparecer anuncios que presagiaban un insuceso. “La tristeza me cubre y acompaña como una nube”, “Del amor sólo restan los recuerdos”, “Cuando me vean, amigas, sonrían, podrían salvarme del suicidio”. Fácilmente se puede deducir que la salvación del espurio doctor Nario Veloz dependía exclusivamente de las mujeres. Y, sí, toda su vida estuvo determinada por ellas. Primero por su madre, luego por la Mimicha, después por la polaca importada, y en tiempos más recientes por las cubanas, además por las innumerables alumnas que lo rodeaban como un perfumado enjambre en la Facultad de Letras, donde ha trascurrido los cincuenta años de su lamentable vida laboral. A juzgar por sus mensajes en Facebook los hombres no cuentan en su vida ni siquiera como sombras entre bambalinas, aunque paradójicamente el grueso de su producción literaria y académica está dedicada a los hombres, con mayor énfasis a los homosexuales. El homosexualismo fue tema que le sirvió para organizar varias antologías, para dictar cátedras y conferencias en incontables universidades que padecieron su escolástica y soporífera erudición. Ahora recuerdo que yo mismo anoté sobre él en Facebook sin siquiera ocultar su nombre verdadero hace ocho años: “Quiero hablar sobre un personaje casi de Balzac, un papá Goriot clavado, que me ha perseguido desde un supuesto anonimato divulgando en memorando interno una solicitud para que los profesores se opusieran unánimemente a mi ingreso en la Facultad de Letras de nuestra universidad. ‘Personaje nefasto’, me calificaba. ‘Hombre pernicioso, sórdido e inmoral’. Pero, ay, amigos, en este rancho todo se sabe. Me enteré de la carta gracias a media docena de llamadas telefónicas. El caso es que no progresó mi intento de alcanzar la categoría de profesor titular, lo que es atribuible a la fementida carta, y también, no lo dudo, a mi productividad literaria algo sobredesarrollada. Porque he de decirlo: mi currículum es veinte veces más sólido y multifacético que el de Veloz. Pero regresemos al personaje. Paso a describirlo: Nario Veloz debe estar rozando hoy los 80 años. Su pelo intensamente negro denuncia su pertinaz adhesión a los tintes y la resistencia a las obras del tiempo. Otro dato: ha sometido su nariz, de forma original hoy desconocida, a varias operaciones, sin que ninguna lo haya dejado satisfecho. Lo que ha subsistido a la fecha en medio de su rostro anguloso y descarnado es una especie de rústica pirámide en carne viva. Esta insatisfacción con el apéndice nasal que le heredaron sus ancestros contrasta con su empecinamiento en seguir usando la misma indumentaria, cosida, recosida, sometida a estrechamientos bianuales por un sastre complaciente: a medida que el tiempo pasa, su cuerpo se seca, su ropa va disminuyendo gracias al sastre cómplice por lo menos dos tallas al año. Desde que lo conozco su aspecto no ha variado: el mismo espaldar encogido, la cabeza gacha, el mirar subrepticio, la cortesía de portero de hotel de cinco estrellas. Viste invariablemente con ropa fúnebre de baja calidad y en su rostro florece una sonrisita de don nadie. Y, siempre, llueva o luzca sobre el mundo un sol de creación reciente, porta como especie de alabarda su gran paraguas negro, un heroico alerón de seda impermeable.
Pues fue la peregrina figura, la legendaria y oscura personalidad de Nario Veloz, de nuevo investido con otro ¡otro! doctorado honoris causa, ¡en Praga, además!, lo que nos convocó a La Parroquia a un par de escritores, entre los que me cuento. Comentamos la indignación que nos causa la nueva alta investidura y los homenajes que se anuncian en la próxima feria del libro. Decía J.J. Barrientos con merecida razón que ese mequetrefe había vuelto a aparecer en foto al lado de nuestra rectora celebrando que le habían dado el Premio al Decano, ¡30 000 pesos mensuales durante un año!; decía que el homúnculo insistía en seguir fatigando a morir a sus alumnos de Letras cuando ya debía haberse jubilado; decía que tuvo un infarto y que su amigo RHV lo llevó a un hospital de miseria donde para desventura del mundo lo regresaron a la circulación.
Se me hace, maestro, comentaba Publio Octavio, que Nario Veloz tiene los poderes de Rasputín; si no, cómo entender el abejorreo de las alumnas en torno a ese anciano encorvado como un Mefistófeles o un Fausto, bicho que a los ochenta años sigue presidiendo la Junta de Gobierno, publicando sus insufribles ensayos en la revista institucional y sus antologías de putitos en las mejores editoriales. Por qué, preguntaba Publio, si yo tengo veinte libros publicados y el reconocimiento unánime de la crítica internacional, permanezco en la penumbra mientras los reflectores iluminan a ese mediocre.
Es cierto, respondió Barrientos, Nario Veloz no es nadie en el mundo intelectual y sin embargo figura como la gran eminencia de nuestra universidad, mientras nosotros, lo digo sin modestia y sin vanagloria, tenemos una obra sólida.
No te limites, J.J, respondió Publio, hoy en día eres el mejor cuentista local: mejor que Petrol y menos aburridor; con una prosa más limpia de pedanterías que Ramudsen; sin las obnubilaciones de Menelao: eres el mejor narrador cuento a cuento, así como Carmelo Reyes es el mejor boxeador del mundo kilo a kilo, aunque he de decirlo, como novelista te tengo algunos reparos.
Perfectamente justificados, Publio: tú eres el novelista de esta ciudad y de este país, ni más faltaba, eres el excelso por excelencia, un grande de las letras no locales o nacionales sino mundiales: eres del tamaño de Nabokov, casi de Dostoievski. (Exageraba, claro, pero pasemos por alto la minucia).
Publio Octavio aspiró a profundidad. Un elogio de ese tamaño viniendo de J.J. valía su peso, no en oro sino en litio, que como se sabe es hoy en día el elemento más preciado.
Y esa conversación, amigos, tres lujos de la humanidad reunidos, como tres estrellas remotas alineadas en el infinito del universo, sucedía aquí nomás, en nuestra modesta parroquia, el restaurante La Parroquia, de tan ilustre historia, éramos tres estatuas vivas almorzando carne enchilada, enfrijoladas y agua de horchata, menú económico, aclaremos, a cuenta de mi persona, que, digámoslo sin temor a cansar al lector, acababa de realizar la desmesurada hazaña de vender un ejemplar de su más reciente novela ¡publicada en España!, obra acapitada por un críptico y conmovedor título que ni Umberto Eco habría elucubrado: Ladrillo. ¿A quién diablos se le ocurre escribir una novela a la que va a titular Ladrillo? ¿Y sobre todo, quién demonios va a comprar una novela con semejante título? ¡Ladrillo! Y sí, tras una presentación más deshabitada que un edificio en ruinas, yo, este eminente literato que soy, vendí ¡un libro! 500 páginas de alta literatura, no puterías.
Salgamos del fementido almuerzo en La Parroquia y pesquemos algunos datos sobre Nario Veloz antes que el aire del tiempo, l’ air du temps, se los lleve. Veamos: nuevas noticias sobre el pasado del personaje: sus matrimonios (con Svieta, la polaca, luego con Yahaira, la cubana), su tímida iniciación en las artes venales a los catorce intonsos años en manos, boca y bajo vientre de la famosa prostituta Mimicha, a cuya casa de lenocinio fue llevado como res al matadero por RHV, el más grande mentiroso del pueblo, y por la Lola Flores, gigantón gay, compañero de andanzas de Nario Veloz. En el cuarto de pecado de la Mimicha, la profesional del amor pagado más económica y asistida del pueblo, se cumplió la ceremonia del desvirgamiento del chiquillo quien salió llorando y seis meses más tarde se dio cuenta de que tenía en su órgano urinario crestas como de gallo viejo, de las que se curó con dosis masivas de penicilina y agua de borrajas, pero lo que no logró superar fue la impotencia, que marcaría la pauta de su perversa, retorcida y anómala vida.
Todo lo anterior fue recopilado por este notario gracias a una llamada telefónica que le hizo (le hice) a RHV. Regresemos a La Parroquia. El mejor cuentista veracruzano escuchaba con deleite lo que yo le estaba revelando. Y también aportaba. Nario Veloz era, es, personaje de una riqueza literaria insondable, decía, personaje para Hitckock o Tarantino. Deben considerarse, según RHV, el más grande mentiroso del pueblo, la acendrada religiosidad de Nario, que lo lleva a confesarse una vez a la semana, a ir a misa de cinco de la mañana todos los días y a comulgar todos los domingos; deben tomarse en cuenta su avaricia y tacañería, es fama que a sus viajes a Europa Oriental, no infrecuentes y siempre con becas y apoyos de los sucesivos rectores de la universidad, lleva una reserva de pan Bimbo, mayonesa y jamón, lo que parece improbable dadas las severas reglas de las líneas aéreas. No olvidar su sobretodo tres cuartos rígido y desteñido que da la impresión de no haber sido lavado en siglos; imagino que con ese mismo sobretodo sobrevivió a los inviernos de Varsovia y Lodz durante los años en que logró colarse a las residencias universitarias y a los restaurantes de caridad de esas ciudades, costumbres que le permitieron ahorrar sin duda una fortuna que en alguna parte de su casa de Usher debe estar.
Entrevistada Nana Cristiana, una de las menos opacas y agraciadas alumnas de Nario, quien de ninguna manera cayó subyugada por los extraños efluvios mesméricos del profesor Veloz, comentó que a ella le tocó asistir a la etapa más reciente de los cursos del profesor en cuestión y que el hombre llegaba a clase con una especie de nube de melancolía sobre la cabeza, se quitaba el saco tres cuartos, lo que permitía ver su camisa blanca de manga larga con lamparones de color amarillo bajo los sobacos y un insoportable olor a moho o chivo en desuso que hacía que las alumnas de toda la primera fila de bancas permaneciera deshabitada; colgaba Nario el saco tras cuartos, rígido como si fuera de cuero de cabra asoleado, de un gancho, colocaba su infatigable paraguas negro, ya desteñido, con la contera apuntando al suelo cerca de su escritorio si estaba seco, o abierto, fuera del aula, en el corredor, como la capa de un vampiro que entra a su castillo y pone a secar sus alas. Exhibía el profesor Veloz su sonrisita de abrepuertas, sacaba de su maletín con las esquinas luidas un cuaderno en el que traía apuntadas las clases que había dictado veinte o treinta años antes y comenzaba a leerlas. Lo que, decía Nana, le ocasionaba a ella un sopor de muerte que propiciaba el descanso, de modo que cuando despertaba la clase ya había terminado. Y sin embargo sus compañeras, algunas, bebían las palabras del doctor Nario e iban descifrando lo que en el puro fondo les quería revelar, que, niñas, cada obra literaria tiene un trocito de corazón del mundo, a ese núcleo esencial y a ese trocito de corazón, es a donde debemos llegar. Terminada la clase no faltaban tres o cuatro acólitas que seguían a Veloz como apóstoles al profeta y lo acompañaban a sus actividades académicas y extraacadémicas. Nunca se murmuró que tuviera comercios inconvenientes con ellas, particularmente porque su figura era tan estrafalariamente deplorable que no invitaba a la murmuración. Nana soportó durante dos años sus clases, lo que le permitió dormir a sus anchas y rumiar una carrera literaria secreta que no estaba dispuesta a hacer pública. Lo suyo era convertirse en una poeta secreta estilo Ajmatova, o una loca como la argentina aquella que pasó de la cama de Cortázar al manicomio y del manicomio al río Sena. Lo que sí se puede pregonar a ciencia cierta sobre Nario Veloz es que todos los profesores de la Facultad lo detestaban por la facilidad con que lograba acomodarse a la sombrita de los rectores de la Universidad a lo largo de los años y por la cantidad de invitaciones que recibía a las grandes universidades de París, Montepllier, Sevilla, Madrid, y sobre todo a instituciones abstrusas detrás de la antigua cortina de hierro.
Nuevos datos sobre el pasado de Nario Veloz, aportados por el siempre comunicativo RHV, esa inagotable máquina fabuladora. No puedo soslayar mi interés, bien sabes, gran RHV: te comento muy en privado que estoy escribiendo con toda la mala leche del mundo una novela sobre Nario Veloz; necesito unos datos, su madre, por ejemplo, su madre, ¿qué me puedes decir de ella? Uuu, la señora Cuquita de Veloz fue una tremenda rezandera cuya fama estaba fincada en vestir las imágenes de las iglesias de Santa Rosa de Lima y Santísimo Redentor, todas en Ciudad Mendoza, natal ciudad del doctor en mención, gastaba la señora su fortuna, grande, se sabe, y habrá de investigarse su origen, en importar telas de las más chirriantes y lujosas para disfrazar con particular y a veces extravagante minucia a Santa Rosa de Lima, patrona de los tuberculosos, con modas bien poco convencionales aderezaba a la muy santa como emperadora romana, odalisca púdica o ninfa de la Hesperia. El niño Nario Veloz, criado en ese ambiente con olor a incienso y tufo a semen de seminarista, no tuvo otro destino que convertirse en mamasantos, ir a misa todos los días, comulgar los domingos, costumbre que conserva hasta la fecha, cuando ya cumplió los ochenta años y parece el pergamino de un papiro griego con una respetable joroba que comparte con su madre, eso sí con el pelo teñido y las cejas con cuatro pelos bien peinados, nunca se ha dejado el bigote o la barba, su nariz convertida en el suplicio de Tántalo, desde que se le ocurrió hacer que se la alargaran, en los días en que fue estudiante de teatro, pues antes tenía una nariz que consideraba excesivamente pequeña, casi como una espinilla más en su rostro, se la mandó operar con un injerto de la nalga en la punta y le quedó como la trompa de un tapir, apéndice que se siguió operando cada cuatro o cinco años, con el resultado de que nunca ha quedado satisfecho y ha pasado temporadas escondiéndose, apoyando sus ausencias de la academia mediante licencias con goce de sueldo, naturalmente, gracias al favor de casi todos los rectores, que uno tras otro han caído en sus embaucaciones, desde que fue becario en Polonia, tradujo algunos libros, con la ayuda, naturalmente de académicos acreditados que a cambio de dinero nunca revelaron sus labores de negros literarios. Pues, dijo RHV por medio de una enciclopédica llamada telefónica, un día Nario decidió importar a su madre de Ciudad Mendoza a su casa en Xalapa, para que pasara sus últimos años, que fueron más de la cuenta, y Nario comenzó a desesperarse porque la mujer insistía en no morirse y molesto por la constante vigilancia de doña Cuquita, que le criticaba las visitas de jovencitas a la sala donde, decía, quién sabe qué perversiones practicaban porque eso eran vinos, humos negros y carcajadas hasta altas horas de la noche. Y por ello Nario se ausentaba para liberarse de su madre, iba a Cuba, a Varsovia, a Madrid y Barcelona, donde dictaba o decía dictar conferencias, y cuando regresaba ahí estaba su mamá, ya con 97 años, con esos ojos de arpía, que a dónde fuiste, hijo amado, tan lejos de nuestra parroquia, no dudo que visitaste ese mundo de pecadores y comunistas, y eso siguió sucediendo hasta que un día regresó de dictar sus clases en la Facultad de Humanidades y encontró a la vieja tirada en medio de la sala, perdido el aliento y el pálpito de su corazón, lo que sin duda le dio alivio pero le planteó nuevos conflictos. ¿Qué hacer con el cuerpo? Estuvo estudiando el caso y buscó en su memoria libros que pudieran ayudarlo, algo que tuviera valor literario como El perfume o por lo menos valor científico, por ejemplo, obras técnicas sobre embalsamamiento, de modo que insomne leyó todo lo indispensable, buscó los implementos, los químicos, el instrumental quirúrgico, le sacó las tripas a su madre, le chupó la masa encefálica según la técnica sugerida por el Libro tibetano de los muertos, extrajo con una pajuela los sesos y conociéndolo como lo conozco, dijo RHV, no dudo que haya recordado una escena de la famosa obra teatral Tito Andrónico, que como bien sabes es de Shakespeare, es decir, fritó los sesos de su madre, eso fue naturalmente después de esconder el cuerpo en proceso de embalsamamiento, invitó a sus alumnas preferidas y les ofreció un platillo verdaderamente de cardenal, sesos maternales, las chicas pidieron la receta pero Nario con sonrisa de alquimista dijo que algún día, cuando escribiera sus memorias, anotaría la fórmula. El caso es que embalsamó a su madre y comenzó a manejarla como a una muñeca transportable a la que acostaba en su cama, le rezaba sus rosarios, bañaba con esponjas de manzanilla y romero, la sentaba al lado de la ventana que da a la calle, tras una discreta cortina y ponía al imbunche a contraluz de una lámpara, lo que es, claro, una reviviscencia de aquella película de Hitchkock, recuerdas.
Preguntado RHV de cómo sabía tantos detalles, respondió que los había escuchado de labios del durmiente Nario Veloz, que acostumbraba a hablar dormido y que no sólo hablaba sino que respondía a las preguntas de quien estuviera a su lado. Preguntado sobre las circunstancias, bastante sospechosas, de que RHV hubiera compartido habitaciones nocturnas con el académico honoris causa, respondió sin turbación alguna que desde el infarto en la Ciudad de México, don Nario había optado por invitarlo a todos sus viajes, no sólo como amigo y enfermero, sino como albacea, en caso de fallecimiento.
Dejemos el asunto del infarto a un lado, dije en el ya citado almuerzo en La Parroquia, hay varias vertientes del asunto que no tengo muy documentados. Por ejemplo lo de las cubanas. Ah, las cubanas, exclamó el mejor cuentista veracruzano, digamos que ese es mi campo. Y pasó a explayarse. En una de las frecuentes escapatorias de la mezquindad provinciana (voces en las sombras no dejaban de incordiar al pobre Nario con anónimos en los que se le acusaba de extorsionar a los rectores para que le concedieran prebendas, premios, doctorados y en los que se le sindicaba como militante homosexual y hasta traficante de mozalbetes guapos y atléticos) Nario logró ligar una invitación a la Universidad de La Habana para pronunciar una serie de conferencias sobre un famoso poeta también homofílico. Por las noches salía el doctor solitario a caminar por el malecón de La Habana, sabiendo sin duda que ese era el mejor territorio de caza de jovencitas y que su aspecto de extranjero, particularmente destacado por la estrafalaria costumbre de portar siempre su paraguas y el ya famoso saco tres cuartos apestoso, eran la mejor carnada.
Cabe aquí preguntarse por qué, si todos los indicios hacían sospechar que el doctor Nario era adicto a los goces helénicos, siempre lograba conseguir la compañía de mujeres, en general bastante frescas y tiernas; también cabe responderse, en calidad de conjetura, claro, que ello se debía a que pagaba por la compañía, ello para liberarse del terror a que se le achacara una desviada tendencia sexual. Las mujercitas eran su escudo contra las murmuraciones. Y contra la soledad. De ahí su eterno plañido en Facebook. La soledad y la ansiedad van de la mano. En muchos casos, como en el mío, no hay salida / El camino nunca termina. Lo que termina es la vida. Nada extraño pues que lo abordara una de las desprevenidas jovencitas, apenas al borde de lo legalmente permitido, con la cabellera aleteando al viento del malecón y que le contara al compasivo Nario sus penas: madre diabética, abuela con Alzeimer, hermanitos sin zapatos para ir a la escuela, levantarse a las cuatro de la mañana para hacer la fila del pan, el jabón, el dentífrico, la carne de pollo una vez al mes. Terminaron Nario y la chica, claro, en un bar y después en la habitación del Hotel Imperial sin que el hombre apurara una copa y sin que usara de las artes amatorias de la linda jovencita y después de una semana en la que visitaron todos los días los almacenes donde se compra con dólares y en los que ajuareó a la bella casi adolescente con todos los últimos modelos de Nike, Adidas, Puma, y después de hacer colaboraciones solidarias un día sí y otro no de 5o, 100, 200 dólares para tapar goteras, impermeabilizar la casita de la amiga, comprar zapatos, un pastel de cumpleaños para la abuela, la invitó el doctor Nario a viajar con él a México, sin compromiso alguno, trato que aceptó Yahaira, que así se llamaba o decía llamarse la mujercita preciosa. Y de tal manera fue como llegó el doctor a nuestro pueblo con aquel trozo de hembrita deliciosa como no se había visto otro en nuestro rancho. Amorosa la chica y con talento, se inscribió en la Facultad de odontología gracias a su beca, “la beca Cente-Naria”, decía con leve ingenio que celebraron sus compañeros. Y se los podía ver con aires de gran romance, ella del brazo del vejestorio, con una carcajada perpetua instalada en un rostro que bien podía envidiar la más sólida debutante de una película de bajo presupuesto en Hollywood. No pasó un mes sin que Yahaira le encareciera a Nario que salvara a su mejor amiga, Carmenza Duque, de las torturas del régimen comunista. Lo que hizo Nario de buen grado. Pagó el boleto de Carmenza Duque, que resultó ser todo un trasatlántico de mujer, aún más estrepitosamente espectacular que la primera. Pero luego de Yahaira, fue necesario traer de Cuba a doña Sofronia, mujer de noventa y cinco kilos, abuela de la primera inmigrada, para salvarla de la inminente muerte por coma diabético y del inevitable desalojo. Y después tuvo que importar a la hija de Sofronia, mujer escandalosa y malhablada, madre de Yahaira, porque era la única persona en el mundo que podía soportar el humor solferino de la vieja de noventa y cinco kilos. Total, que al año de la llegada de Yahaira, eran ya cinco personas las integradas a la familia, todas con grandes aspavientos, grandes carencias y naturales apetencias. Y eso sucedió hasta que llegó a su casa una noche Nario tras faltar a sus cátedras nocturnas en la Facultad de Letras y encontrar a Yahaira y Carmenza Duque trenzadas como dos serpientes nauyacas hechas un cerrado nudo de lujuria. Las estuvo mirando, tembloroso y emocionado, un rato sin que ellas se dieran cuenta y según parece aquello era una escena del dantesco séptimo círculo, salía un humo, un vapor de sahumerio de los cuerpos (me contó Nario) y cuando se dieron cuenta de la presencia del testigo indiscreto en lugar de avergonzarse, le apuntaron con sus deditos índices doblados en la última falangeta invitándolo a unirse al aquelarre. Lo que obviamente Nario no hizo porque, como ya se sabe, su aparato no funcionaba desde los tiempos del descalabro con la Mimicha, más bien les dijo con su habitual timidez, “por mí no se preocupen, niñas, sigan jugando, que yo nada más las miro”. Y no se piense que Nario las echó de la casa por esa íntima inmoralidad, que terminó gustándole al extremo que después, como se verá, trató de revivir con sus alumnas, sino por el hecho de que la invasión de cubanos amenazaba con expulsarlo de la casa. Y es que Carmenza también tenía parientes en extrema necesidad, algunos de ellos perseguidos políticos, que era necesario extraer de Cuba antes de… Etcétera. La solución a aquel desastre inmigrativo la maquinó y llevó a cabo Nario mediante un acto radical matemáticamente planeado. Invitó a toda su nueva familia a pasar una semana en el Hotel del IPE en Chachalacas. Todos los gastos pagados. Cuando regresaron bronceadas y con sobrepeso de mariscos las cubanas encontraron todas sus pertenencias en la calle, la casa blindada con rejas, candados y un par de guardias privados que informaron: el doctor viajó a Belgrado y no va a regresar hasta que termine un doctorado. ¿Qué pasó con la manada de invasoras cubanas? Nada grave: todas se instalaron en la ciudad, Yahaira terminó su carrera, Carmenza entró a Medicina, la abuela murió y la madre se empleó como capturista en una empresa fantasma. Dicen que tienen casa propia y la verdad es que ya no necesitan del apoyo del doctor.
Mi espionaje por medio de Facebook es cada vez más tedioso. Ya el doctor Veloz no aporta nada a mi curiosidad. Y no. No se ha suicidado ni lo ha carbonizado un piadoso rayo. Hago frecuentes llamadas telefónicas a los que alguna vez consideré amigos. Casi ninguno me contesta. Y si contesta lo hace lacónicamente. No tienen nada que decir sobre Nario. Imagino con frecuencia ir al sepelio del personaje. A veces pienso que al entierro no asistirán sino los enterradores. En ocasiones conjeturo una multitud conformada por mujeres y por académicos satisfechos que quieren asegurarse de que es cierto: ha muerto el doctoradísimo Nario Veloz. Y voy más allá: casi puedo apostar que le harán una estatua en la explanada de rectoría. Y una década más adelante comenzarán a aflorar volúmenes de novelas que harían palidecer a Proust, a Faulkner y hasta el mediocre de García Márquez. Pero, ay, amigos, todo esto son imaginaciones. Nario Veloz sigue vivo mientras no se demuestre que está muerto. Y quizás ni siquiera cuando muera podré estar seguro de que no va a regresar. Y tal vez lo haga ya descaradamente como el vampiro que es y que nunca pudo ocultar. Pues bien: ya no puedo soslayar lo que es evidente: este texto fue dictado por el odio y la envidia; si vale algo hay que atribuírselo al doctor Nario Veloz. Quizás éste sea el único mérito destacado que se pueda atribuir al personaje.
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Marco Tulio Aguilera Garramuño: cuentista, novelista, crítico y periodista colombiano. Cursó la licenciatura en Filosofía en la Universidad del Valle; Maestría en Literatura de la Universidad de Kansas.