I. Ratita
Amado de los
Santos Dionisio Luna decidió, orillado por las deplorables circunstancias de su
vida y la poco común suerte que creía tener en asuntos de mujeres, fundar el
primer consultorio erótico y sentimental de la región. La idea surgió de la
fortuita oferta que le hiciera Francisca Irigoyen, su amiga de muchos años, y
de un larguísimo período de ayuno ... —¿quién iba a querer darle empleo en esos
tiempos de penuria (¿pero acaso no todos los tiempos son de penuria para los
eternamente heridos por la saeta del ángel vengador por excelencia: don
Cupido?) a un violinista que era demasiado fino para acompañar mariachis,
excesivamente mediocre para ocultarse en Sinfónica y muy orgulloso para tocar
en las calles y pedir monedas a cambio, aunque, por otra parte, fuera un sólido
macho de estampa garbosa y tuviera o creyera tener el encanto de la simpatía
universal? ¿Quién iba a comprar sus viejas composiciones, mezcla de florituras
demasiado complejas para sus dedos de albañil y con reminiscencias mozartianas
obvias y hasta vulgares? Además, ya llevaba años sin inventar una sola armonía
satisfactoria y consumiendo carne blanca (la de su ya encallecida amante y
vecina, la periodista) apenas una vez a la semana y probando unos cuantos
gramos de pescado en cuaresma, tortillas, sal y chile en el mejor de los casos
en días aciagos.
1.1
Dionisio conoció
hace muchos años a una mujer espléndida y tímida, durante los días en que
trabajó como musicalizador en una emisora radiofónica cuyas ondas piadosas no
iban más allá del edificio que alojaba sus instalaciones. Radio Ubre, la llamaban
los empleados de la benemérita institución, y sería un insulto rascar en
detalles. Siendo Francisca Irigoyen una persona en extremo reservada, tenía sin
embargo una gran curiosidad y un deseo de comunicación más allá de lo
explicable, que no habían podido ser sosegados por su esposo, sobre el que, sin
embargo, se negó a hablar en los primeros tiempos (in illio tempore, época
mítica, irrepetible y por ello, quizás, imaginaria) por temor o reverencia.
Durante muchos años, en los cortos momentos que pasaron juntos —De los Santos
Dionisio Luna andaba siempre corriendo de un lado a otro, seguro de que la vida
lo esperaba más allá del presente y cuando pasaba al lado de Francisca (Chica,
la llamaban: era espigada, notable entre la multitud, vestía como para una cita
de amor, tenía un cuerpo gallardo y en su caminar estaba su inconsciente
pecado: nadie que la contemplara más de un instante podía permanecer en el
umbral de la inocencia) sólo se daba tiempo para suspirar ruidosamente: “Lo que
tú y yo haríamos si la vida nos lo permitiera”, le decía, demasiado en público
para ser tomado en serio— conversaban con gran reserva sobre aspectos de la
intimidad. Por varios años hablaron, siempre sigilosa y sinceramente sobre el
tema lo que tú y yo haríamos si la vida nos lo permitiera, pero ni uno ni otro
parecían interesados en llevar el asunto más allá. Hubo uno o dos bailes, en
los que se dieron acercamientos relativamente presagiosos, que morían cuando
estaba terminando la fiesta. En tales casos Chica, acaso al calor de las copas,
se tornaba en una mujer extremadamente sensible de sus propias gracias y su
forma de bailar pasaba de lo socialmente sospechoso a lo francamente
fornicular. Tenía una manera de marcar el paso del mambo y de emprender los
quiebras de cintura en la cumbia acercándose en reversa, que enloquecía Dionisio,
ya de por sí bastante delicado en todo lo referente a tafanarios. Por respeto a
su trabajo y por una especie de fraternidad sindical o de reverancia ante lo
inefable, ni uno ni otra insinuaron jamás llegar a los agridulces deleites de
la bestia, aunque entre ellos se hablara en términos crudos y luminosos sobre
los gozos y tormentos que pueden proporcionarse las parejas en tantos lechos
posibles que depara el azar, algo flaco por cierto en ciudades como la que
transita el destino de nuestros personajes. Amado de los Santos Dionisio Luna
... —ruego de rodillas disculpar este nombre excesivo y muy propio de cierta
literatura muy en boga que no quiero juzgar, tal vez por complejo de
inferioridad o todo lo contrario— ...Amado de los Santos Dionisio Luna —ése era
y es su nombre y no tengo licencia ni interés de cambiarlo— entró en la vida de
Chica Irigoyen de la forma más honesta, y vio crecer a sus hijas, las tres de
belleza extrema, pero ninguna con el encanto de Ratita —se llamaba Renata, pero
habían dado en llamarla Ratita, y ello la satisfizo—. La vio crecer. La tuvo en
sus brazos cuando tenía dos años, luego la llevó al parque cuando cumplió los
seis; a los siete la acompañó a la playa y pudo verla casi desnuda, lo que
guardó en su memoria como la imagen más perfecta de la belleza que acaso vería
en su vida. A los diez —cuando su belleza y su frutescencia comenzaban a ser
muchedumbre en el espíritu deleznable de De los Santos— asistió a su
cumpleaños; a los doce ya la miraba obsesivamente, y cuando la vio a los trece
no pudo dejar de pensar en ella. Convencido por completo de la inocencia de sus
impulsos y la castidad absoluta de las fantasías que comenzó a bordar en el
tapiz de su vida con la nena y de que con ello no hacía mal a nadie, comenzó a
pensar en la niña dejando deslizar su imaginación hacia territorios vedados por
la santa curia y las sanas costumbres: veía a la nena en cueritos sobre su cama
haciendo cabriolas de gimnasia o fingiendo estampas de candor mientras se
mordía el dedo gordo del pie derecho. Que fuera precisamente el del pie derecho
tiene su razón de ser y su fundamento teológico, cosa que cualquier curioso
podrá consultar en el Antiguo Testamento. Para mayor abundancia habría que
agregar que Lucifer fue sin duda el primer izquierdista y a partir de ese punto
podríamos hilar delgado hasta llegar a los conceptos contemporáneos de bien y
mal. A ver... ¿Por qué se llama al derecho “derecho” y no “izquierdo”?
¿Conclusión? La Ratita de sueños hacía bien —hacía el bien— al morderse el dedo
gordo del pie derecho.
1.2
Y pasemos a otro
asunto sin lastimarnos en divagaciones. En los cortos trechos de conversación
con Chica Irigoyen, Amado Etcétera le reveló a la bizarra dama sus fantasías.
No la escandalizaron ni llegó a preocuparse. De los Santos y Francisca habían
arribado a una conclusión que los hacía sentirse bien con sus conciencias: las
fantasías son quizás lo mejor de la vida, y no hay por qué negarse a ellas. En
el caso de que una fantasía se realizara, habría que dar gracias a Dios y permanecer
con la boca cerrada. Mientras eso no sucediera, bastaba con el valor etéreo de
las situaciones, que sólo existían en la intimidad de los solitarios. Habría
que agregar en beneficio de la duda siempre presente en algunos lectores, que
el esposo de Francisca Irigoyen era para ella menos que un cerdo a la
izquierda: beodo consuetudinario, ventripotente, soberbio, tacaño y, lo mejor
de todo, ausente en un alto porcentaje, dato que favorecía todas las apuestas
por una infidelidad que, como se verá en lo subsiguiente, nunca llegó. Pero
éste es dato que en cierta medida favorece la intriga y ya se conocerán
razones.
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