AVANCES, AUTORES, FICCIÓN, NUEVAS VOCES

Cristales sentidos, un cuento de Jhon Better





Para Greg


Noche: calles desiertas, sombras felinas alargándose en los andenes. Una luna apenas visible entre espesas nubes, algo de frío, un ambiente poco probable en una ciudad como esta, a merced del calor infernal. «No debí salir», me digo mientras avanzo.
¿A dónde me dirijo? No sé, mi memoria se reduce a un par de instantáneas donde estoy junto a mi padre en un viejo circo o en un parque de la ciudad con inmensas cabezas de personajes de Disney.
De pronto veo moverse algo a un costado de la calle, algo que emite un raro sonido. Me acerco, medio cierro los ojos y me inclino hacia aquello con cautela: un perro emerge de la sombra de un árbol, rasga bolsas de basura. Me ladra, enseña sus dientes y gruñe tomando posición de ataque. Me muestro apacible y me marcho. Sigo mi camino sin saber a dónde. Antes de alejarme le enseño los dientes, el animal no deja de pelar sus colmillos. Casi llegando a una esquina presiento alguien a mis espaldas; viro el rostro y veo a una mujer vestida con trapos viejos y rasgados, luce un escobajo entre las piernas.
–¿Crees que puedo volar? –dice ella.
A esta hora de la noche todo es posible, pienso, mientras prosigo mi marcha en una ciudad que entra en una incipiente madrugada. Alzo la mirada hasta un alto edificio y desde una ventana iluminada alguien arroja tirillas de papel dorado.
–¿A dónde vas a esta hora, muchacha?
Hago que no he escuchado nada. La voz volvió:
–Dame un poco de lo que llevas en la mano.
Bebo de la botella que traía en la mano y sigo sin mirar atrás. Las paredes llenas de grafitis cuentan una historia, a esta hora es más fácil entender cada letra encriptada en los muros: «Mi alma ya no resiste este cuerpo inmundo», dice ese grafiti pintado en la fachada de la horrible alcaldía municipal. Un auto pasa veloz del otro lado de la calle:
–¡Lena!, ¡Lena! Le... –grita una voz de hombre.
Sigo caminando. Camino, siento el aire helado entrando por mis fosas nasales. Una patrulla policial pasa lenta.
–¡Lena! –dice el oficial negro.
–Ese no es mi nombre, contesto.
–¿Estás de mal humor hoy, nena?, dice el otro uniformado.
Acelero el paso. La patrulla sigue su rumbo.
–¡Lena! –dice una voz que viene de ninguna parte. Camino más rápido, intuyo que algo no anda bien. Empino un trago de la botella. Otro perro se cruza en mi camino, me sonríe. Los perros no sonríen, me digo, algo no está bien. Desde otras ventanas descienden tirillas de papel dorado. Una lluvia de papeles centelleantes. Un coche de bebé yace solitario junto a la estatua de Bolívar en la plaza. Algo no está bien, me digo otra vez.

Ahora corro, pasan veloces imágenes ante mis ojos: nada concreto. Tropiezo, la botella se hace trizas, una de mis manos sangra. Me levanto, mi imagen se refleja en el inmenso vidrio de un almacén de ropa. Dos maniquíes me observan, uno lleva un hermoso vestido color turquesa, al otro le falta un brazo y yace totalmente desnudo como yo en el reflejo de la vitrina. Sería tan fácil tomar esa piedra que me hizo tropezar y quebrar el vidrio, tomar el maniquí manco y ponerme a bailar con él hasta que amanezca.

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