Para Greg
Noche: calles desiertas, sombras
felinas alargándose en los andenes. Una luna apenas visible entre espesas
nubes, algo de frío, un ambiente poco probable en una ciudad como esta, a
merced del calor infernal. «No debí salir», me digo mientras avanzo.
¿A dónde me dirijo? No sé, mi
memoria se reduce a un par de instantáneas donde estoy junto a mi padre en un
viejo circo o en un parque de la ciudad con inmensas cabezas de personajes de
Disney.
De pronto veo moverse algo a un
costado de la calle, algo que emite un raro sonido. Me acerco, medio cierro los
ojos y me inclino hacia aquello con cautela: un perro emerge de la sombra de un
árbol, rasga bolsas de basura. Me ladra, enseña sus dientes y gruñe tomando
posición de ataque. Me muestro apacible y me marcho. Sigo mi camino sin saber a
dónde. Antes de alejarme le enseño los dientes, el animal no deja de pelar sus
colmillos. Casi llegando a una esquina presiento alguien a mis espaldas; viro
el rostro y veo a una mujer vestida con trapos viejos y rasgados, luce un escobajo
entre las piernas.
–¿Crees que puedo volar? –dice
ella.
A esta hora de la noche todo es
posible, pienso, mientras prosigo mi marcha en una ciudad que entra en una
incipiente madrugada. Alzo la mirada hasta un alto edificio y desde una ventana
iluminada alguien arroja tirillas de papel dorado.
–¿A dónde vas a esta hora,
muchacha?
Hago que no he escuchado nada.
La voz volvió:
–Dame un poco de lo que llevas
en la mano.
Bebo de la botella que traía en
la mano y sigo sin mirar atrás. Las paredes llenas de grafitis cuentan una
historia, a esta hora es más fácil entender cada letra encriptada en los muros:
«Mi alma ya no resiste este cuerpo inmundo», dice ese grafiti pintado en la
fachada de la horrible alcaldía municipal. Un auto pasa veloz del otro lado de
la calle:
–¡Lena!, ¡Lena! Le... –grita una
voz de hombre.
Sigo caminando. Camino, siento
el aire helado entrando por mis fosas nasales. Una patrulla policial pasa
lenta.
–¡Lena! –dice el oficial negro.
–Ese no es mi nombre, contesto.
–¿Estás de mal humor hoy, nena?,
dice el otro uniformado.
Acelero el paso. La patrulla
sigue su rumbo.
–¡Lena! –dice una voz que viene
de ninguna parte. Camino más rápido, intuyo que algo no anda bien. Empino un
trago de la botella. Otro perro se cruza en mi camino, me sonríe. Los perros no
sonríen, me digo, algo no está bien. Desde otras ventanas descienden tirillas
de papel dorado. Una lluvia de papeles centelleantes. Un coche de bebé yace
solitario junto a la estatua de Bolívar en la plaza. Algo no está bien, me digo
otra vez.
Ahora corro, pasan veloces
imágenes ante mis ojos: nada concreto. Tropiezo, la botella se hace trizas, una
de mis manos sangra. Me levanto, mi imagen se refleja en el inmenso vidrio de
un almacén de ropa. Dos maniquíes me observan, uno lleva un hermoso vestido
color turquesa, al otro le falta un brazo y yace totalmente desnudo como yo en
el reflejo de la vitrina. Sería tan fácil tomar esa piedra que me hizo tropezar
y quebrar el vidrio, tomar el maniquí manco y ponerme a bailar con él hasta que
amanezca.
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