Jhonathan E. Villegas Betancourth
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Elías Fernández es un tipo afortunado. Toca el piano como un dios
negro. Su cuerpo y sus dedos son los de un personaje huraño que se mueve con
cautela por alguna de las calles de Luisiana. Él lo sabe y no se enorgullece de
esa estampa: portentosa, ávida y extraña. “Esta figura no me corresponde”,
imagino que se dice antes de interpretar con solemnidad lo que su corazón le
dicta y baja hacia sus dedos. La melodía es exquisita.
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Elías Fernández era un ebanista,
joven, dedicado, con unas manos, eso sí, hábiles para el tallado, prodigiosas
como las de un artista del renacimiento. Sus manos grandes y de dedos largos y
delgados, parecían contrastar con algo de la rudeza que implica el trabajo de
ebanista; una verdadera rareza en la labor. Su destreza proviene, dicen quienes
lo conocieron antes, de una aguda observación a la que lo confinó su padre en
largas tardes en el taller. Su padre le
heredó su saber, sus mañas, sus odios, su carácter, eso que hacen los padres
con uno, ¿se fija? Es que uno puede ser una copia de ellos…
Retraído casi siempre. Callado
como una piedra milenaria, salvo observaciones precisas que le gustaba hacer.
Eso comenta mucha de la gente que lo conoció en su antigua actividad.
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El azar tiene trazados caminos
misteriosos. Elías Fernández sufre un accidente en su taller. Un accidente
ridículo, dicen quienes vieron lo sucedido: Se dirige a sacar sus herramientas
de una vitrina donde se cuelgan, en orden ascendente, dependiendo del tamaño y
del uso frecuente, cada una de las piezas (martillos, serruchos, cepillos,
destornilladores, escofinas, escoplos…). Al lado de la vitrina, están ubicadas,
en el mismo orden, las diferentes brocas y las herramientas de medición.
Diagonal, se hallan todos los instrumentos eléctricos (sierras, lijadoras,
amoladoras, fresadoras…). Todo está dispuesto como le enseñó su padre cuando él
era un niño, además de las explicaciones de los usos y los nombres de cada uno
de los utensilios de la labor. En su camino a la vitrina escucha que alguien
silba en la calle. Echa un vistazo rápido. Uno de sus cordones, que había
quedado a medio amarrar, se desanuda. Su esposa en la mañana le dijo, como
solía hacerlo siempre al salir Elías de casa, “métete los cordones dentro de
los zapatos”. Él la miró con ternura, pero lo olvidó. Sara, su esposa, una
joven de una belleza genuina, sin maquillaje, una belleza de pueblo, cuya
naturaleza parece extraña en cada una de las partes en que su presencia hace
presencia, se lamentaría de ese olvido siempre: un cordón, ya ve usted cómo es la vida de extraña, un cordón desatado
me cambió la vida. Y vaya si lo hizo. Ese cordón largo que se desanuda y
que no metió en la mañana dentro del zapato, hace que se enrede al pisarlo con
su otro pie. Su cuerpo macizo, de bruces, se estrella contra una de las mesas
de más envergadura, una mesa de roble duro, donde usualmente trabaja.
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Un mes y medio después del
accidente, Elías Fernández, el nuevo Elías Fernández, despierta de un coma. No
reconoce a nadie. No sabe quién es, solo se percata de que ve notas musicales
danzando en su cerebro: “sinestesia”, se dice para sus adentros.
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Salió del hospital. Regresó a una
casa extraña para él, a vivir entre personas que no recuerda y al lado de una joven
mujer que dice ser su esposa. No sabe nada de su antiguo empleo, pero puede
tocar con virtuosismo cualquier instrumento musical. ¡Pero el piano!, el piano
es su extensión natural. Muy pronto su historia se filtró entre los medios de
comunicación. Su adquirida habilidad lo hizo ser objeto de entrevistas,
propuestas, atenciones, y una fama inusitada que ni quería y que le cayó sobre
la cara como cachetadas inmerecidas.
“El hombre al que le vino la
música de golpe”, decía un titular de prensa que me intrigó y por el que conocí
la historia.
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Elías Fernández comenzó a
dedicarse de lleno a la música, tocaba todo el día, todos los días. A sus
vecinos, trabajadores, amigos y familiares los sorprendió, más que al propio
Elías, encontrarse con un genio musical. Una cosa condujo a la otra: una
entrevista, una propuesta, un concierto, una gira, todo de golpe. La virtud y
lo inusual de la historia se juntaron para acrecentar la imagen de Elías. La
seguidilla de situaciones lo transformó en un músico famoso, idolatrado.
Compuso melodías que hicieron poner de pie a sus espectadores. Generó celos
entre sus colegas, la envidia que se presenta en todos cuando se está ante una
creación que uno no pudo realizar. Muchos de ellos debatían sobre viejos y
rancios problemas de la creación artística: la idea del genio, del azar, del
trabajo, de la habilidad natural. Conversaciones absurdas que no tenían mucho
sentido.
La figura pública de Elías
contrastaba con el extrañamiento en su vida personal. Como una ironía, cada una
de sus virtudes musicales chocaba con lo que le acontecía cada vez que dejaba
de dedicarse a la música: se tornaba en un tipo torpe, infeliz, ensombrecido.
Solo se veía en él satisfacción cuando componía o tocaba su música.
Su esposa, aquella joven, tenía
dos esposos. Ninguno de los dos era con el que se había casado aquel día del
mes de mayo en la tarde. Esa ceremonia austera es evocada con visible congoja por
Sara, mientras la entrevisto. Su esposo no era ese pianista y mucho menos el
tipo hosco en que se convertía una vez dejaba su música y tenía que vivir en el
mundo. Una de tantas noches en que
terminó de componer, se nubló. Me fui a dormir. Él se bebió una botella de
whiskey. Se intoxicó.
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Elías Fernández es hospitalizado
producto de una intoxicación etílica aguda producida por la ingesta de licor de
forma rápida y en cantidad excesiva. Su recuperación dura un par de días. Un
médico neurólogo, admirador de su trabajo, pasa por su cuarto para visitarlo.
Una vez allí, detecta unos movimientos involuntarios en sus ojos que, desde su
experiencia, están asociados con problemas cerebrales. El neurólogo solicitó,
después de hablar con el colega que atendía al músico, unos exámenes.
El golpe le produjo el síndrome de
Savant adquirido con sinestesia que le otorgó la música, pero que le quitó la
felicidad plena. El mismo golpe le había desarrollado una inflamación en
diferentes partes del cerebro: “En el sistema límbico y en los lóbulos
frontales, relacionados estos con la conducta social humana”, diría después el
neurólogo en una entrevista para los medios que, a pesar de lo sucedido con
Elías Fernández, elogiaban su pericia y su agudeza en el diagnóstico. El
síndrome de Savant adquirido con sinestesia, lo atrofió.
Esa inflamación no detectada
antes, le generó un tumor que se esparció por el cerebro. El dictamen es
implacable. Le quedan, si mucho, un par de meses de vida. No hay nada que
hacer.
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Elías Fernández compuso
frenético, en el tiempo que le quedó de vida, diez piezas excepcionales. Pienso
que si sus manos pudieran hablar, dirían que fueron felices. Sin embargo, sus
ojos eran ambivalentes. Cuando lo miré y me miró, vi en su mirada encontrándose
con la mía un aire polar, vi un iceberg. Desde esa mirada me decía: “esta
figura no me corresponde”. Quizá en algún lugar o resquicio de su cerebro se
alojaba un recuerdo de su vida pasada, de su esposa, de la virtud de sus dedos
y de sus manos para tallar la madera. Mientras escribo esto, y recuerdo a esa belleza de pueblo, ahora afeada por la
profunda tristeza del giro que dio su vida, pienso en Capote. Afirmaba: “Cuando
Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo, y el látigo es
únicamente para autoflagelarse”.
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