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La carnicera, por Xenia Guerra

Xenia Guerra, investigadora y docente en el Departamento de Literatura de la Universidad de Los Andes en Venezuela.

Ya no me calienta el porno. Ismelita a quien le faltaba el genio pero le sobraban deseos, sintió que era tiempo de colgar el camisón, de usar la cama para descansar. No porque estuviera vieja, aunque lo estaba, mucho menos por un moralismo tardío, Ismelita quería pensar. Conoció a Rubén en el banco, lo escuchó hablar de política como lo escucharon atentas muchas otras personas en la fila. Ismelita lo esperó fuera del banco, le invitó un café, prefería una cerveza, pero le pareció elegante decir “café”. Rubén aceptó, le pareció elegante aceptar.  Sentados en la mesa, ella lo felicitó por lo que había dicho en el banco, Rubén le agradeció y le preguntó qué era exactamente lo que le había gustado oír, Ismelita le confesó que no había entendido nada, pero que lo felicitaba por lograr que la gente lo atendiera, si no fuera por estas yo no recibiría una mirada, dijo Ella señalándose el pecho. Sin incomodidad, Rubén sonrió mirándole la masa que le indicaba y creyó que conocía el rumbo de la conversación hasta que Ismelita le dijo que ya no puteaba, lo decidió cuando lo escuchó hablar, quería decírselo, no agradecérselo, a mí me gusta coger, dijo ella, pero ya no me interesa putear con mis clientes. Ismelita era carnicera, pasaba la mitad del día detrás de un mostrador salpicando sangre y cortando animales. Según ella, algunos clientes son hombres muy pobres que llegan a regatear cuando estoy cerrando la tienda, yo les miro la miseria y ellos me miran las tetas, pero de la mayoría termino enamorada, lo sé porque nos hacemos  videos en el cuarto frío. Ismelita también sabía que en el trabajo no cabían los sentimientos, por eso quería, como Rubén, aprender a usar las palabras en la cabeza. Rubén accedió a prestarle algunos libros para conversarlos. Ismelita no logró convencerlo de pagarle con carne.

Imagen: Bresson

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