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Por culpa de Murakami, un cuento de Óscar Pachón


Las flores de Takashi Murakami trastornaron mi vida. Nada me ha impactado como ellas. Son coloridas, vivaces, parecen inocentes y en su sonrisa siempre hay una puerta abierta, una palabra inconclusa, una invitación. Cuando pensé que serían el regalo perfecto para lograr el regreso de Ana Sofía a la lucidez, la razón me dio una bofetada para recordarme que podrían llegar a remplazarla. Su rostro iluminado, sus ojos brillantes y sus pétalos generosos les dan grandeza ilimitada.
Para ser sincero, yo no tenía la menor idea de la existencia de Takashi, y menos de sus hermosas flores. Fui al Museo sin mucha convicción porque no me apasiona el arte, no tengo sensibilidad y me tensiono cuando me obligo a comprender algo que no me genera interés. Tampoco tengo el menor asomo de talento para la palabra, apenas declamo de memoria. Mi mente, con esfuerzo y resignación, cumple con las tareas propias de mi empleo como administrador de una pequeña fábrica de pantalones.
Debo confesar, sin embargo, que desde que vi aquellas majestuosas flores mi alma lírica despertó furiosa; ni siquiera en los mejores tiempos con Ana Sofía había estado mi espíritu colmado de sentimientos tan puros. Aunque todas eran bellas, juré que premiaría a la que más me gustara con mi amor sincero y frenético: “Ahora te llamarás Lu”, le dije cuando la vi en la sala de exposiciones y le juré fidelidad eterna. Volví a casa muy feliz. Ya no me importaba que Ana Sofía, desquiciada, caminara por el bosque del manicomio, con su vestido negro.
Imprimí la mejor foto que les había tomado, recorté a Lu y puse el retrato en el marco de madera donde, hasta entonces, había estado el de Ana. Estaba dichoso porque una mujer golpeada por la locura se iba de mi vida gracias a una flor de doce pétalos rojos y blancos, rostro amarillo redondo, ojos negros de pupilas blancas y boca rosada con un “te amo” eterno. Yo también te amo, mi Lu.
Desde entonces fui feliz porque me llenaba la ilusión de verla al salir de la fábrica. Cada tarde me apresuraba, caminaba seis cuadras hasta el museo, pagaba tres mil pesos, entraba a la sala y allí estaba. Todas sus amigas me miraban y sonreían infructuosamente porque mi corazón le pertenecía solo a ella. “¿Cómo estás, mi amor? Hoy tuve que pagar los proveedores, no te imaginas el cansancio. Sería maravilloso que me hicieras uno de esos masajes milagrosos. Estaré como nuevo en la mañana. Bueno linda, voy a descansar. Sueña conmigo y cuida mucho a tus hermanas. Te amo”.
Aumentó entonces la frecuencia de ese sueño: Lu brotaba del suelo del bosque del manicomio, Lu como chorro de petróleo, Lu caminaba y se aferraba al rostro de Ana Sofía que caía asfixiada. Después Lu me abrazaba con sus pétalos. Lu me besaba. Lu me decía que nunca me abandonaría. Me empezó a bajar el desespero por los brazos. Me di cuenta de que no podíamos seguir viviendo como novios adolescentes. Le relaté al director del Museo cómo nos habíamos enamorado y le hice ver que para un hombre de más de cuarenta años era ridículo tener que visitar a su amor en las tardes y en presencia de todas sus hermanas. A pesar de la contundencia de mis argumentos, hizo alarde de sus mejores aptitudes de burócrata inflexible para explicarme que las flores estaban en el Museo bajo la figura de un comodato y no podía regalarme a Lu, como yo solicitaba. Le ofrecí cinco millones de pesos para que simulara que había sido robada, a lo cual se negó de manera vehemente. Apenado, fui a la sala e intenté contarle que no podíamos irnos. Fue imposible disimular, el llanto me ganó y caí de rodillas, ahí, frente a ella. “Perdóname, amor”, le dije sin mirarla a los ojos, me levanté y salí a toda prisa. Esa noche no pude dormir, empecé a escribir sonetos, fumé Mustang rojo, me tomé cinco tragos de la botella de mezcal que conservaba en el armario, recordé el primer día que la vi, cómo nuestras miradas se encontraron: yo aburrido, en el Museo; ella sonriente, mirándome a través de un cristal, en medio de decenas de flores. Decidí que ningún obstáculo, ni siquiera un arrogante directorcillo de museo, se iba interponer en mi camino hacia la dicha.
El día siguiente, en el trabajo, pasé las dos últimas horas de la tarde buscando por internet los datos de contacto de Takashi. Nueva York, Tokio, Londres, Los Angeles, Doha, no sé; en algún lugar tenía que estar metido. Aunque la investigación fue infructuosa, salí fortalecido por mi nueva determinación. La visité, le conté mi plan y me di cuenta de que ella conservaba una esperanza en su sonrisa. “Mañana nos vemos, amor. Este infierno acabará pronto”, le dije. Besé el cristal y me fui a casa.

Hoy me levanté muy temprano, fervoroso, con la ilusión de encontrar un número de teléfono o un correo electrónico para hablar con Takashi; estaba dispuesto a pagar cualquier precio por tener a Lu solo para mí. Prendí el computador, abrí la página del periódico e inicié una rápida lectura sin mucha convicción: política, violencia, deportes, todo rutinario hasta que un titular llamó mi atención:
Roban flores de Takashi Murakami
Me apresuré hacia el Museo, y ver la puerta principal cerrada fue más, mucho más, de lo que mi corazón podía resistir. Me arrodillé a llorar. No había duda: se había ido. Mató mis ilusiones. Tantas visitas a Lu, tantos sueños con Lu, tantos planes con Lu, el préstamo en la fábrica para empezar una vida juntos, mientras ella, burlándose, consideraba con total meticulosidad el mejor momento para huir.
¡Lu, ahora cautiva, mañana promiscua! Dudo que se trate de un robo. Se fue a enamorar a otro con su sonrisa perversa. Mejor dicho, ¡qué alma lírica ni qué nada! Esa mierda no existe. La poesía es la excusa de un séquito de pendejos para no hacer nada productivo. Yo suspirando por una flor, ¡semejante maricada! Quedé solo. Ana Sofía está más loca que una cabra con su mugroso vestido negro, caminando por el bosque de ese sanatorio, comiendo cucarrones. Y los poetas malditos: malditos poetas, creadores de mundos de viento, sin problemas terrenales. El arte, ¡bonita vagabundería! Regreso a mi vida de antes, pensé, me puse de pie, fui a una tienda y compré media de aguardiente Antioqueño para tomármela en casa. Hoy no voy a trabajar y que coma mierda el jefe.

Abro el grifo del agua caliente. Me extiendo en la bañera, quiero pensar. Recuesto la cabeza en la pared. Veo el alma lírica que me quiere agarrar, pero sale a correr cuando le hago pistola, destapo la botella. Me voy a tomar un trago y un ruido me detiene. Abren la puerta, seguro son los ladrones y aquí no tengo ni un corta uñas. Me quedo quieto esperando que se lleven lo que quieran y ojalá que la foto sea lo primero que empaquen. ¡Faltaría más! Yo con foticos de flores en la mesa de noche. Retumban pasos decididos, se abre la puerta del baño. ¡Una de las hermanas de Lu! La azulita, pero luce distinta: dos colmillos cuelgan de su labio, es babosa, su tallo es grueso y espinoso, tiene seis raíces de color verde oscuro y patas de rana. Entra también la verdecita, estoy cagado del susto:
—Hola, ¿vinieron con Lu? —les pregunto vacilante.
—Claro, se muere por verte —me responde la azulita.
—Pasa, Lu —dice la verdecita.
—Hola, amor —me saluda Lu.
Sus patas son más grandes que las de las demás. Tiene una mano (nunca se la había visto) y en ella una daga, camina hacia mí.
—Juntos por siempre, querido —me dice.
El alma lírica se asoma, me señala y se burla a carcajadas.

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Óscar Pachón nació en Bogotá. Es licenciado en filología e idiomas de la Universidad Nacional y mágister en escritura creativa de la Universidad de Iowa.

Imagen: Flores, T. Murakami. Google.

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