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Moteles, un cuento de Viviana Tafur

Viviana Tafur es bogotana. Magíster en Literatura y Cultura del Instituto Caro y Cuervo. Ha trabajado como profesora de español, gramática y literatura y es correctora de estilo.


 Cuando despertaste tuviste la corazonada de que algo pasaría, ya sabes, esa sensación de extrañamiento. A lo mejor por eso no querías ir pero no había otra opción: era el último día del préstamo y tenías que entregar el libro, el viaje hasta el Centro era necesario. El presentimiento se consolidó con el encuentro frente al baño del primer piso de la biblioteca. Reconociste en su cara el mismo gesto de la última vez. No pudiste evitar recordar el estribillo de la canción con la que te levantaste esa mañana: «Qué milagro verte aquí, pensé que más nunca te iba a ver». Te sentiste mal, quisiste esquivarla, no pudiste hacerlo. Tus mejillas ardieron, te pusiste rojo.
     Vino el saludo incómodo y las preguntas rutinarias que ninguno quería contestar. Después una invitación a tomar algo, más por compromiso que por gusto y con la convicción de que sería rechazada. Te equivocaste: ella aceptó. Fueron a la tienda de siempre.
     Finges que todo está bien, pretendes no ser rencoroso. Aprovechas la oportunidad para decirle un par de cosas. Sigue el eco de la canción: «No quiero causarte dolor, pero como yo tú lo tienes que sentir, eso no se llama injusticia, eso sí se llama vivir». Habías imaginado la misma conversación tantas veces que parecías repetir un guión. La conoces bien. Las palabras se te suben a la cabeza. Te jode que te diga que no seas grosero. Cubre su rostro con ambas manos, parece llorar. De nuevo te sientes mal. Te jode que ella te joda, «Qué pena me da, qué pena». Intentas ser fuerte. Empiezas a hablar.

*

Dijo que nunca había ido a un motel porque le daba asco, pero tú tenías ganas de cogértela y se lo sugeriste varias veces sin éxito: nunca te diste por vencido. Como no había de otra ideaste un plan. La invitaste a bailar al sitio que ella mencionó, el lugar de salsa con estilo de grill caleño en Lourdes, ese que tiene sillas en forma de media luna forradas en cuero sintético rojo, que suspiran cuando alguien las utiliza.
     Le encantó la música y las luces del techo. A ti te encantó ella. Vestía una falda negra, una blusa blanca y unas botas altas. Además ese olor. Te gustaba salir con ella para que todos la vieran.
     No bailó únicamente contigo y no tuviste problema con eso, está tan buena que siempre llama la atención, tiene un trasero genial y unos hermosos senos. Verla bailar es todo un espectáculo: sus giros, las muecas y los gestos. Bailaba tan bien que pensaste que sería tremenda en la cama. Te la querías comer desde que entró a trabajar en el colegio en el que eras profesor. A ti también te pidieron bailar. Esa noche varias coquetearon contigo y a todas les dijiste que no: solo tenías ojos para ella.
     Mientras bailaban la deseaste más que nunca. Tenías claro que no podías desaprovechar la cercanía de tantos locales que comercian con el amor.
     Tomaron ron, Ron Caldas, porque no te da guayabo. Te diste cuenta de eso una vez bebiendo con tu mejor amigo cuando se bajaron dos botellas y media, y como al otro día no tenías maluquera decidiste que ese sería tu trago de ahora en adelante. A ella también le gustó. Se quedaron en el bar hasta las tres de la mañana, estaban bastante prendidos; ella quería seguir bebiendo y le insinuaste lo del motel, ¿recuerdas que le dijiste que en esos sitios venden licor?, fingió no escucharte y te hizo entrar en la rockola del frente que aún estaba abierta. Emparejaron el ron con cervezas y perico.
     Antes del amanecer fue ella quien insistió en ir al motel. Te alegraste por eso, todo salía según lo planeado. Entraron a uno cerca y creíste que te cobraban de más por el estado en el que llegaron, no te importó. Valía la pena por culiar con la mujer que te enloquecía. Pagaste con tu tarjeta de crédito. Tres cuotas. Ella miró con detenimiento la habitación, como intentando memorizar el aspecto de las cosas: la cama, los espejos, el televisor, el baño. Te pidió usar el sauna. Probaste todas las poses que conocías y supiste cuán flexible podías llegar a ser. Te esforzaste: después de la felación que recibiste no merecía otra cosa. Evidentemente su experiencia era mayor que la tuya. La mejor con la que habías estado.
     Luego, una frase apenas perceptible:
     –Te amo –dijo ella montándote, sin detenerse.
     –¿En serio…? –preguntaste con cara de estúpido y con temor a perder la concentración.
     –Es verdad. Desde hace tiempo quería decírtelo –contestó ella mientras se inclinaba hacia ti para besarte.
     –También te amo… y mucho –dijiste sin terminar de creer que lo habías dicho.
La abrazaste. Pensaste que era uno de los momentos más bellos y románticos de tu vida, te sentiste como un quinceañero, te sorprendió que fuera verdad lo que decías porque creías que era pasajero y pasional. No lo era. Te enamoraste. Fuiste un idiota.
     Durante un tiempo te creíste el mejor. Era genial que una mujer como ella estuviera contigo y más genial que dijera amarte, que te tomara de la mano en la calle. Andabas orgulloso aunque en ocasiones sentías que no la merecías.
     Te tomó unos meses descubrir que ella no tenía nada en contra de los moteles. No tuvieron que contarte, la viste entrar a uno.
     Estabas tomando en Venecia, en el bar de un amigo, y fuiste por empanadas a la esquina cuando la viste bajar de un taxi en compañía de un tipo: un moreno flaco, alto, ojón, con barba, bigote y gafas gruesas. Tenía pinta de intelectual vaciado. Los viste atravesar el umbral del motel. Quisiste gritarle, insultarla. No lo hiciste, pudiste contenerte y volviste al bar. Esa noche te emborrachaste de tal forma que no recuerdas cómo llegaste a casa. La dejaste.
     Descubres que lo que más te molestó es que tú te portaste bien, no les hiciste caso a las otras profesoras que te buscaban, ignoraste las propuestas de varias amigas en tus redes sociales por estar con ella. Hirió profundamente tu ego. No le contaste a nadie lo que sentías, porque esas vainas no se hablan con los amigos.

*

No la habías visto en un largo tiempo. Sigue estando igual de buena. Le miras el culo mientras se levanta al baño para arreglarse el maquillaje; ahora que lo piensas, nunca la habías visto llorar. Te sorprende que suene la canción de tu cabeza en el local «No creas que no te quiero, te aseguro que no es verdad». Llevan un rato ahí sentados: tú reclamando y ella llorando. La gente del lugar te mira con recelo, como esperando para poder echarte a patadas. En especial los hombres, se nota que varios quieren consolarla. Te esfuerzas porque los demás escuchen que fue ella quien la cagó.
     Vuelve a la mesa con esa actitud pusilánime. Te parece raro verla así, ese carácter no corresponde a su personalidad. Crees que se burla de ti. Pides dos cervezas más, quieres escuchar lo que tiene para decirte. No te mira, hace algunas muecas en el espejo que está pegado en la pared. La ves ensayar distintos semblantes, tomar impulso y al final no emitir sonido alguno. Parece elaborar un discurso. No entiendes cuál es su intención, quieres irte. La canción dejó de sonar hace un tiempo, «Pensé que te sentías igual como yo, pero al dejarme aquel día, ni pena te dio»…
     Espeta algo que no justifica la preparación previa: dice que lo siente, estaba borracha. Por supuesto que te vio esa noche. Te preguntas entonces por qué lo hizo, se lo preguntas a ella. No contesta. No tiene nada que decir. Eso te entristece, sabes que la conversación no tiene ningún sentido y te molesta su pose de víctima. Estás seguro de que ya nunca será lo mismo. Te armas de valor, puedes hacerle frente, piensas: «Prueba la misma medicina que me hiciste probar, somos los dos humanos, somos los dos igual».
     No conocías la facilidad con la que trae lágrimas a sus ojos o con la que puede impostar su voz para hacerla lastimera y consentida. Lo peor es que parece lograr su cometido. Empiezas a flaquear, ella se da cuenta. Quieres abrazarla, hundirte en sus pechos, besar su cuerpo de pies a cabeza. Recuerdas el polvazo que es y sientes el comienzo de una gran erección, cruzas las piernas para disimularla. Pones los codos sobre la mesa, apoyas el rostro en tus manos y te quedas viéndola fijamente. Sigue hablando, no le prestas atención. Estás embelesado. De improviso sujeta tus manos y sientes un corrientazo en la espalda. De nuevo se te para. ¡Tienes que dejar de pensar con el pene!
     Se te acerca tan lentamente que la escena no parece real. Tu corazón se acelera. El sonsonete de la canción no se disipa del todo, la parte que recuerdas es una suerte de alarma, «En mí hallaste un amor sincero, que no supiste aprovechar, pensaste que podías irte y a tu gusto regresar», te pones en alerta y tiemplas tu carácter… hasta que te besa. Tu mente se pone en blanco. Te aseguras de tener la tarjeta de crédito en la billetera.
     Van a un motel.

Imagen: 2046,Wong Kar Wai

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