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10-02, un cuento de Juandiego Serrano Durán


1


TRAS GIMOTEAR POR ASOCIAL, bajé lentamente los dieciséis escalones del segundo piso de la torre y me dirigí al parqueadero contiguo al edificio, desde donde era amplificada la música enternecedora que se entrometía con las notas profundas que intentaba disfrutar en mi sala de estar. Ofendí mis deseos de soledad musical, y bajé a encontrarme con la felicidad inmediata, con música popular proveniente de la costa, que siempre suena después de la música enternecedora.
Bajé cada peldaño con paciencia, cuestionando en todo momento mis despóticas maneras de estar solo. Bajé cada peldaño con cinismo, a por la alegoría subjetiva de un encuentro con la municipalidad de los otros.
Si existe un pequeño e insignificante espacio en el tiempo para el decadente espíritu comunal, ese espacio se da en diciembre. En la Navidad, no sé si transitados por la angustia o discutidos por el interés, los vecinos de un espacio comunal nos reunimos para sonreír, o para intentar hacerlo al danzón de los dulces villancicos. Ponemos a leer a los niños, les damos panderetas a los viejos, repartimos equitativamente los gastos logísticos de cada uno de los días de la novena y nos ponemos a corear, con una extraña sonrisa, el ven, ven, ven del Niño Jesús.
Rezamos como rezaban nuestros antepasados católicos: rezamos con abnegación, y con ganas de cenar. Nueve días rezanderos a cualquier nivel espiritual, en especial, un tiempo de cenas gratuitas y a la mano, de congelamientos mutuos del hambre.


2


Esa noche correspondía al tercer día de la novena en el edificio. No había asistido las dos noches previas. Bajé en el momento en que bajan los maldadosos, que es cuando suena la música popular. Bajé como bajan los maldadosos, con una sorna curiosa, a fin de aprovechar las festividades, y las plantas de audio prendidas, para algo más que un rezo. Fui atendido como se atiende a los maldadosos, con una empanada y un vaso con gaseosa colorada puestos en mis manos, y con un abrazo adjunto, discurrido en las siguientes palabras: “¡Qué milagro verlo, carambas!”.
Un buen conocedor de las costumbres decembrinas de herencia española sabe identificar con inconfundible claridad la descomposición de esa oración. El “milagro” es la indirecta del vecino decente, otorgado con hipocresía coqueta hacia el vecino pusilánime, para que éste convierta el milagro en una acción comunal venidera. El “carambas” es el perdón con que el vecino decente acepta la indecencia del otro vecino, y la hipotética de sí mismo en el entorno.
“¡Qué milagro verlo, carambas!”, me fueron diciendo hasta que, en un santiamén, me vi rodeado por los únicos individuos que prescinden de tal saludo, los maldadosos del edificio, quienes vinieron a darme quejas de lo único que critica un maldadoso en las novenas comunales: la empanada.
—¡Qué empanada más vieja y garruda! —dijo Judancio Álvarez, el vecino del 8-03.
Regordete y desgalichado, a este viejo le podían ofrecer una empanada recién hecha y cocinada con esmero, y para él seguiría siendo una empanada vieja y garruda, porque sencillamente no lo dejaron repetir. Si la bandeja de empanadas pasaba una segunda vez ante sus ojos, él no dudaba en decir: “¿Puedo? Es que me quedó el buen sabor en la boca…”.
—¡Imagínense! ¿Servir una empanada sin ají? No lo puedo creer. Parecemos de vecindario pobre —replicó don Jaime Luis Gutiérrez, el único vecino del edificio con doctorado, viviente del 5-01.
—Sin ají… ¡y fría! ¡Horrible! La mía estaba como para dársela a comer a los perros —respondió Juan Manuel, vecino del 7-01, un padre separado y, por ende, el alcohólico de la torre, motete por el que media vecindad lo llama ‘Juanma’, por desprecio, y la otra mitad, por camaradería.
Al oír los graznidos de entuerto, el señor Moisés Franco, presidente de la junta comunal, llegó para hablarnos en secreto.
—Es que no hay nada como los buñuelos de anoche, definitivamente. ¡Si los hubieran probado! —nos dijo anunciando la cena del día anterior, que él mismo había brindado, pero que ninguno de los maldadosos habíamos probado.
—¡De seguro! —le dije—. No hay nada como los buñuelos de anoche. Que yo sepa, sé que no hay nada, ni un gramito, ¡nada!, de los buñuelos de anoche.
—Ojo que mañana le toca a usted… —me contestó el señor Franco.
—Lo sé. Yo mañana les voy a dar vino a todos, así que coman hartos buñuelos, porque, si no, se emborrachan muy rápido —insistí.
Moisés se fue cacheteado, y, de paso, pronuncié las palabras mágicas que, en silencio, todos y cada uno de los maldadosos estaban esperando.
—Bueno, ¿y qué traguito nos vamos a tomar hoy? —dijo Juanma.
—A mí no me miren… —dijo don Jaime Luis, de quien se sabe que guarda cinco botellas de sello azul en su licorera.
—Eso es mejor que hagamos la vaca. ¡Yo quiero ron! —insistió Juanma.
—Yo quiero vino —agregué.
—Yo quiero cerveza —dijo Judancio.
Ante la indecisión, don Jaime Luis se paró de su asiento y, antes de entrar al edificio, dijo:
—Ahí está, señores: yo pongo dos de whisky, ya que nadie quiere tomar whisky…
Todos sabíamos lo que sus palabras significaban.


3


Una pista accidental de baile. Libertad en botella. Vecinos.
La noche parecía tenerlo todo, pero esa noche era una noche especial.
Esa noche la saludé por primera vez, habiéndola visto toda una vida. Vino hacia mí con irruptora presencia, y me saludó. Era como si ella nunca hubiese existido en mi vida, pero con su saludo pudiera afirmar que la conocía de toda una vida. O, todavía mejor, que ella me conocía de toda la vida.
La observé con placidez, mientras me dejaba llevar por su recóndita y bella combinación de lentes con ojos. De piel blanca y tersa, vistiendo un conjunto afrancesado de falda larga y blusa ligera, dibujaba la imagen de una mujer tan sencilla como insípida.
Parecía estar tan contenta como yo, pero lo estaba por razones distintas de las mías.
Ella es una de esas personas que hace de las novenas un lugar en el que nadie puede sentirse incómodo, incluso para quienes consideran, como lo hago yo, que asistir a una novena no es para nada cómodo. Ella es quien saluda a todos los presentes, quien ubica a los llegados en su lugar, quien supervisa la llegada de las empanadas, quien deja en la mesa el novenario, quien coordina con los celadores el llamado a los vecinos. Ella es quien saluda a todos y los observa con un candor extremo.
Es de una belleza de instante, en un instante de pocos segundos.
Su belleza se esconde. Hay algo raro en su belleza. Enemiga de la brillantez, su belleza emerge de actos sutiles. A pesar de estar en todos lados, en ninguno es protagonista.
Es de ojos pequeños, de cachetes generosos. Su cuerpo de cuarentona sin entrenamiento, su gentileza sin reservas. Oculta… ella es de una belleza oculta, como si sus gestos de generosidad fuesen absolutamente controlados por su moral, como si la sensualidad de su exportación cayera en el descontrol de un panorama accidentado. Intangible belleza que calmó tácitamente mis devaneos al saludarme, y decirme:
—¡Qué milagro verte, carambas!
Su vestido común y corriente, sus gafas comunes y corrientes, sus aretes comunes y corrientes, sus sandalias comunes y corrientes. Ante lo suyo, tan común y tan corriente, abrí los ojos al arte.
Sin decirme mucho más que eso, me abrí a su calidez lejos de las flamas con que otros de mis vecinos me dijeron las mismas palabras. Con su inocencia, que no me sería entregada a terso anhelo por cuenta de uno de mis caprichos, me encontré encorvado en una audaz visión, mientras masticaba la empanada de carne.
Una empanada deliciosa, sabrosa, del mordisco al paladar y de la boca a la sustancia. Una empanada fría, sin ají, pero servida por ella.
Frondosa aparición secundaria en una farsa que me tuvo por su cazatalentos.


4


—¿Quieren que les pague otra horita de música? —dijo la señora Teresa de Jesús, la vecina del 1-01.
—¡Hurra para doña Jesusa! —asentimos todos, aplaudiendo.
Por una extraña razón, doña Jesusa hace veinte años está por cumplir cien años, y ni los cumple ni fallece. A todos nos regaló un abrazo, y se fue a dormir.
Abrazar es algo que nace, pues por más hipócrita que pueda parecer un abrazo decembrino, es el dejar de abrazar lo que es realmente contradictorio. Los abrazos decembrinos son abrazos horneados, porque combaten al frío de todo un año.
Con la música en el ambiente, llegaron los pegados. A punta de abrazos, saludaron a los maldadosos y fueron tomando su puesto en el círculo espontáneo.
Llegaron Andresito, Luis Miguel, Dalton, Laurita y Daniela, que vienen a ser el combo de chicos que ya cumplieron la edad suficiente como para dejar de ser lanzados al micrófono en las novenas y tener el permiso para quedarse en la juerga posempanada. Llegaron como llegan los chicos grandes, con sed alcohólica y ganas de oír chistes, y con ningún problema ante la posibilidad de tener que llevar a algún borracho hasta su puerta.
Llegaron también doña Vilma y don Cristóbal, los esposos del 6-03, junto con don Alfonso y doña María Helena, los del 3-03. Detrás de ellos, doña Rosita, la animosa vecina del 2-01. Ellos colmaron la cuota de ajenos en juerga, personas que no toman trago, y que no tomarán trago durante toda la noche, pero decidieron que esa noche se acostarían un poco más tarde que el resto de sus noches. Doña Vilma trajo un pito de celador de cicla; don Alfonso, una caja de discos de vallenato antiguo, y doña Rosita, una bandeja de postre de limón.
—No le digan a nadie que yo estoy acá, señores —dijo don Jorge Jiménez, que llegó para agarrarnos los hombros de repente, por la espalda—. Pongo las botellas de lo que quieran y pago otra hora de música, pero no le digan a nadie que ya llegué.
Tarde, y un poco borracho, llegó ‘Jota-Jota’, como se le conoce a don Jorge Jiménez. Es el mejor peor esposo del edificio, y vive en el 5-01, con su señora, que lo adora con el corazón y asimismo se la pasa regañándolo porque siempre que llega borracho no hace caso.
Y, venida de lo lejos, llegó mi contemporánea, Jada Schenker, la vecina del 10-02. Llegó con cara de ponqué, tras hablar con su padre, un viejo comerciante alemán que abandonó a su familia original y se estableció en el edificio con la señora Ariza, a quien desposó y con quien ha vivido aquí desde que se construyó la edificación. Pasados sus cuarenta, Jadita ostenta el título de solterona sin prospecto del edificio.
Cerca de las cuatro de la madrugada dejó de sonar la música, y se silenciaron las carcajadas y los chistes y los gritos de algarabía.
Las botellas de don Jaime Luis fueron abiertas. Las horas de música de doña Jesusa y de don Jorge fueron pagas. Los discos de don Alfonso fueron puestos en la cajuela del carro de Juanma. Doña Rosita bailó con todos los presentes sin parar. Jota-Jota se quedó dormido dentro del carro de Juanma. Dalton y Laurita se fueron a besar a la vuelta del edificio. Don Jaime Luis no contó un chiste, pero no paró de sonreír. Judancio se comió media bandeja del postre de limón y se perdió media hora, para ir a tragar hamburguesa, como suele hacerlo, solo y sin testigos. Moisés corrió las cortinas para mirar hacia el parqueadero durante toda la noche, cada veinte minutos. Doña Jesusa durmió como si la música y la alharaca fuesen un silencio veredal. Doña Vilma y don Cristóbal llegaron abrazados y se fueron entre abrazos, después de dar una quincena de abrazos entre nosotros. A Juanma se le trabó la lengua, porque se puso a comer un hongo que había encontrado en el jardín, con leche condensada. A Andresito y a Luis Miguel les pareció increíble que Juanma y yo compráramos un pan del largo de un antebrazo y una gaseosa litro con lo que ahora alcanza para media menta, cuando tuvimos más o menos su edad. A nosotros nos parecieron admirables sus esófagos juveniles, capaces de engañar brutalmente a la borrachera. Jadita no habló mucho, pero sirvió los tragos y bailó seis canciones conmigo, contándome su vida. Yo hablé hasta por los codos, y bajé tres de las diez botellas de vino que tenía preparadas para la novena del cuarto día.
Se dio por terminada la novena del tercer día.


5


2 p. m. Llamada entrante.
—¿Sí, buenas?
—¿Aló, hermano?
—¿Juan Manuel?
—Sí. ¿Cómo amaneció?
—Todavía no amanezco. Me acabo de despertar. Qué dolor de cabeza tan…
—Sí, hermano. ¿Le bajo un antioxidante y hablamos un rato? Yo ya me he tomado tres y no me pasa la seca.
—Bueno.
—Ya bajo. Prefiero hablar en persona.
Cuando abrí la puerta del 2-03, Juanma entró mordiéndose las uñas de la mano derecha, con los ojos en la nuca y ensimismado. Se sentó en la sala, me pidió un vaso de la limonada que estaba sirviendo y dejó tres pastas de antioxidantes en la mesa. Comenzó a hablar mientras yo dejaba preparando una jarra de café.
Lo que me contó resultaba inverosímil.
Mencionó que perdió la conciencia cuando destapamos los vinos que bajé, tras las botellas de whisky de don Jaime Luis y las tres botellas de ron que mandó a pedir don Jorge. Se acordaba intermitentemente de unas pocas imágenes desde el momento en que puso a sonar sus elepés ripiados de los Be Bops y Los Pekenikes en el carro, con los que se sentó a ambientar la ingesta del hongo con leche condensada.
—¿Es cierto, hermano? ¿Comí hongo otra vez? ¿Es verdad?
—Sí —le respondí, con una risa contenida por el dolor de cabeza.
—No lo puedo creer. Todo parece indicar que mi exesposa tiene la razón: yo no maduro.
Prosiguió diciéndome que había estado orinando a la vuelta del edificio, y que había visto a Laurita realizando labores más propias de una experta equilibrista que de una jovencita de quince años.
—Es correcto —le dije—. Laurita y Dalton se fueron a quererse a la vuelta del edificio, pero no sabía qué cosas hicieron para quererse.
Continuó diciendo que Dalton fue a hablar con él para que no le contara a nadie lo que había visto. En retribución, él le pidió el favor de que parqueara el carro y lo acompañara al apartamento, pues no se podía ni sostener.
En frente de mí, se quitó el suéter que traía puesto y se remangó los pantalones, y me mostró el par de codos y las rodillas hechas añicos. Se descubrió la espalda baja, en donde reposaba un amplio moretón. Sus labios parecían mordidos.
—¿Qué me pasó, hermano? ¿¡Qué hice!?
Asombrado, vine a responderle:
—Dalton, no contento con recibir las honras de Laurita, fue y se lo echó a usted. Me acuerdo muy bien. No se avergüence: uno tarde o temprano termina teniendo un evento gay.
—¿En serio, hermano? ¿¡En serio!?
Cuando yo comenzaba a carcajear, él se acurrucó sobre sus rodillas y se puso a llorar. Conmovido por tan vergonzante escena, le dije:
—Tranquilo, Juanma: tranquilo. Es una broma. ¿Qué voy a saber yo, si ni siquiera me acuerdo de a qué horas nos entramos?
—¡No bromee con esas cosas, hermano! ¡No sea imprudente!
—Quédese tranquilo. La verdad, no tengo la más remota idea de qué carajos pudo haberle pasado para que tenga las rodillas como un nazareno. Estamos en época, ¿no? Haga de cuenta que llegó al apartamento en la peor de las peas, que se cargó una cruz al hombro y se puso a subir y bajar las escaleras con la cruz encima. Punto. Confundió el nacimiento de Jesús con la muerte, y se adelantó a Semana Santa. Misterio resuelto.
—¿Será?
—Nosotros ya no estamos para sufrir de vergüenza, sino para hacernos responsables de hacernos los locos.
—Va a tocar, hermano. Gracias. Voy a considerar lo sucedido como una genuina mentira.
—Vaya descanse.
Respiró con aparente calma, se tapó los flagelos, y volvió a decir:
—¿Usted va a bajar a la novena de hoy? Yo pienso que no iré.
—Me toca. Hoy la organizamos el primero y el segundo piso.
—Guárdeme empanada.
—Hecho.
Acongojado, pero resuelto, Juanma salió del apartamento.
Cuando estuvo preparado el café, me senté en la ventana a fumar un cigarrillo y me tomé el segundo antioxidante.
La esposa de don Jorge salió despavorida de la entrada del edificio, pidiéndole al celador que llamara a la Policía. En su concepto, don Jorge nunca había desaparecido un día entero sin avisar en dónde se encontraba. Jota-Jota no había llegado a casa.
Fui a donde Juanma y le pedí las llaves del carro. Abrí las puertas, y don Jorge no se encontraba durmiendo allí, según lo previsto. Fui carro por carro, buscando a Jota-Jota, sin poder hallarlo.
Cuando me redirigía al apartamento de Juanma, y la Policía llegaba al edificio, se me ocurrió bajar de nuevo y abrir la cajuela del carro.
—¡Don Jorge! —le grité con asombro.
Él, que parecía haber perecido por haberse tragado su propio bigote, despertó con un acceso de tos, y abrió los ojos para decirme:
—¿Qué horas son, mi chino?
—Las dos y media de la tarde, don Jorge.
—¡Carajo! ¡Mi esposa me va a matar!
—Don Jorge: le recomiendo salir con cautela. Su esposa está en la entrada del edificio con la Policía, buscándolo.
—¿En serio, mi chino? Válgame dios; ¿a qué horas se me ocurrió meterme en el baúl para dormir mejor? Dios mío. Abráceme, chino, que hoy puede ser la última vez que nos abracemos. De hoy no salgo vivo.
Cuando Jota-Jota caminaba directo al encuentro con la muerte de su libertad, doña Clemencia, su esposa, explotó en llanto y, abarcando lo insospechado, lo agarró a picos y caricias, repasando el completo de su rostro y tocando todo su cuerpo como queriendo realizar el acto de tener a su esposo vivo y vigoroso, apenas con un poco de guayabo.
La Policía se fue, no sin antes hacer derroche de unas bien exhaladas carcajadas ante lo cándido que este día les había entregado en el ejercicio de su profesión.
Dejé las llaves del carro de Juanma en su buzón, y me dispuse a darme un baño.
Bañándome, me acordé de las caras que me había puesto el celador cuando bajé a auxiliar los destinos de don Jorge. Ignacio, con sus manos de gorila, abría su inmensa palma, cerraba tres de sus dedos y me hacía señales de que me había visto, tocándose sus ojeras con los dos restantes. Cerraba otro dedo más, y me señalaba con picardía, como queriendo decir que algo me traía entre manos de la noche anterior.
Invadido por una pesadilla emergente, salí de la ducha y llamé a don Jaime Luis.
—¿Don Jaime?
—¡Hola querido! ¿Cómo amaneciste?
—Muy bien, don Jaime. ¿Y usted?
—¡De maravilla! Son ustedes el mejor elenco de comedia que he podido ver en mi vida. Y no es una afirmación menor, mira que yo viví cinco años en Broadway.
—Gracias, don Jaime. Eso es un halago. ¿Qué disparates hicimos, don Jaime?
Don Jaime Luis me contó que nos pusimos a bailar twist como locos, y que, en esas, rompimos la farola delantera izquierda del carro de don Alfonso, que no tuvo reparo en malhumorarse. Me contó que hicimos un concurso de carreras cuyo ganador era quien recorriera el edificio de arriba abajo en el menor tiempo posible. El premio era un lote de billetes que reposaba desordenado en el capó del carro de don Alfonso. El perdedor de cada ronda debía tomarse un vaso entero de trago, a fondo blanco. Juanma perdió todas las justas.
Continuó diciendo que, en medio de la borrachera, nos confabulamos para burlarnos de él, o de su doctorado en ciencias místicas. Que nos referimos despectivamente al título que había obtenido en los Estados Unidos, y que, sin tener un título digno de doctor, todos en la ciudad cometían un exabrupto al llamarlo como tal.
—La mejor de las patrañas te la inventaste tú, mi amigo —me comentó—. Dijiste que yo era doctor porque, sin ser médico, curaba el alma de los vagos condenados a la perdición, recomponiendo sus tripas con finas botellas de sello azul.
Al finalizar, me comentó que todos se habían ido disgregando con el pasar de las horas, comenzando por Judancio, que no regresó a la fiesta tras avisar que iba para el baño. Uno a uno se fueron yendo, hasta cuando quedaron él y don Alfonso. Solos, tras atesorar los fulgores del amanecer, fueron los últimos en irse a dormir.
—Tú te nos perdiste a las cuatro de la madrugada. Es posible que seas un nuevo rico, mi amigo. Uno muy rico, pero con un suegro mandón. Tengo que decírtelo: felicidades… y mis condolencias —fue lo último que me dijo.


6


Son las siete de la noche.
Aguardo con una visible vergüenza en la mesa principal de la novena comunal. Doña Rosita ha traído empanadas de cascarita de la mejor calidad para la cena. Doña Jesusa mandó con su criada las bebidas gaseosas. Yo, que he tenido que salir en carrera a comprar cinco botellas de vino, he cumplido con traer las diez que prometí. Todo indica que la novena del cuarto día será realizable.
Los vecinos han bajado de a poco. Algunos me miran entre las cejas; otros me saludan a carcajadas. Ninguno me dice: “¡Qué milagro verlo, carambas!”.
Jadita ha estado hablando con los celadores, cuadrando las mesas, poniendo las sillas y organizando a los vecinos que llegan. Se ha cerciorado de que el sonido esté listo, y habla por teléfono con los músicos, que llegarán quince minutos tarde. En todo, apenas me ha dirigido la mirada.
Don Jaime Luis ha llegado temprano, y se ha sentado en primera fila. Don Jorge lo ha seguido, y de la mano de su esposa y de su nieta, se ha sentado en segunda fila, señalándome a la niña, para que lea algunos versículos del día. Juanma ha bajado enchaquetado y ha corrido con la suerte de que hace frío, para sentarse en tercera fila sin descubrir sus raspones. Judancio no aparece.
Ni bien continúa la saga del natalicio del Niño Jesús, abriéndose la noche, Jadita me deja el novenario en la mesa y me pregunta por la espalda:
—¿Cómo amaneciste?
—Entre las nubes —le respondo.
Ella sonríe, me recorre levemente el cuello y me deja un coqueteo con un par de ojos memoriosos. Sale de mi lado; me da la espalda.
Los chicos recitan; los viejos ondean las panderetas; los jóvenes se agarran los mentones del aburrimiento, y yo comienzo a servir el vino. Cantamos “Tutaina”, y cerramos la noche.
La salsa, el mambo y el merengue hacen su aparición en las manos de los músicos, y, apenas han comenzado, Moisés Franco ha bajado de su casa, se ha sentado al final de las hileras de sillas, y le han ido secundando uno, dos y hasta cuatro maleantes, con cara de hambre.
Doña Rosita les reparte las empanadas, antes de llegar hasta donde me encuentro. El quinteto de maleantes ha comenzado a hablar mal de las empanadas.
Judancio baja y ruega por dos empanadas, que doña Rosita le brinda con generosidad, ya que ha comprado las suficientes para repetir. Judancio toma tres, y retorna rápidamente a su hogar.
Me acerco a don Jaime Luis, a Juanma y a Jota-Jota, y les digo:
—De aquí no vuelvo a tomar hasta que el crío nazca. ¿Me oyeron?
—¿Cuál crío? —me pregunta don Jaime Luis.
—El Niño Jesús —le respondo.
—¡Ah, ya! Habla claro, amigo. Pensaba que hablabas de uno que no nacerá después de nueve días, sino que esperará los nueve meses para nacer.
Los tres echaron a reír.
Juanma se voltea, y me dice:
—Quédese tranquilo, hermano. He hablado con Dieter Schenker durante la novena. Él mismo me lo dijo: “No me importa que mi hija menor siga siendo la burla del vecindario por solterona. Me importa un bledo. En lo que a mí respecta, ¡no tendré un nieto que sea el hijo de un desgraciado escritor! ¡Scham!”. Así que relájese.
Los tres aguardan por mis palabras, sin encontrar decidirse entre explotar de risa o respetar mi rostro de preocupación.
—Señores: ¿pueden ustedes creer que no me acuerdo de nada? —les susurro.
Jota-Jota se ajusta el cinturón, y complementa:
—Quédate tranquilo, mi chino. No eres el único que no sabe qué fue lo que le ocurrió anoche. Estamos en novena, y en novena, como puedes ver, nos turnamos para vivir cosas que después de nueve días convendremos en olvidar del todo. Somos lo que llaman un vecindario de toda la vida.
Tras hacer la limpieza y recoger los desechos, me entraré a descansar. Junto con ellos, ayer fuimos los maldadosos, y hoy estuvimos entre los anfitriones y los juiciosos.
Allá atrás hay un quinteto de maleantes, al que se le han pegado unas diez personas, incluidos los chicos grandes. Una viejita que vive en el 4-04 ha pagado una hora más de música, y Jadita se ha quedado hablando con su padre.
Él la regaña, y ella tiene el semblante de no llevarle la contraria. Cuando termina, pasa por enfrente de mí con cordialidad, con esa cordialidad que tengo por una mujer que me conoció del todo durante una noche, pero a la que conozco menos de lo que puedo conocer a mi vecina del 10-02.
—Mañana compremos pólvora. ¿Les parece? —propone Juanma.
—Mañana no vengo a la novena —respondo yo.
—Tranquilos, señores. Yo organizaré el día nueve. ¿Les suena? —propone Jota-Jota.
—Me suena. Tengo tres botellas de sello azul en la casa, listas para curar enfermos de vagancia. Por algo me llaman doctor —cierra don Jaime Luis.
Don Jorge tiene la palabra.
Espero que a doña Jesusa no le haya pasado nada. Hoy no bajó a la novena. De seguro la necesitaremos el día nueve.

(((-_-)))

EN EL REPRODUCTOR:


Está bien:
Mis otros yo con una mujer prehistórica,
y Jack el Destripador dijo:
“¿Qué?”

ROB ZOMBIE (Haverhill, Massachusetts, E.U.A.), “What?”
Letra: Robert Bartleh Cummings (Rob Zombie)
(Álbum: Hellbilly Deluxe 2, 2010)


Juandiego Serrano Durán 

(Bucaramanga, Colombia, 19 de agosto de 1984). Este texto pertenece a su libro de cuentos Toda esa suciedad (ganador de la 1.a Convocatoria Primer Libro de Creación Literaria UIS, colección Emergentes), editado y lanzado por Ediciones UIS en 2019. Ilustraciones de Carlos Jácome Lobo.


  1. Me da risa y nostalgia leer sobre tanto que pudo suceder en esos edificios de ladrillo a la vista que me vieron sosegado "devolver atenciones" en la jardinera frente a la portería, gracias a la decena de cervezas y la botella de Ginebra pedida a deshoras en compañía del autor y otros fantasmas queridos. Personajes idos y vergüenzas que ahora yacen en mi memoria pero que en paz no descansan. Salud y hasta un próximo encuentro!

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