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Una caja y cuatro velas, un cuento de Antonio Asunción Pacheco



Una tolvanera envolvió por sorpresa al anciano. Trastabilló hasta detenerse de golpe flaqueando una pierna. Dibujó un gesto de dolor. Torció el pie sobre la goma del calzado y miró. Le escurría un hilillo de sangre.
Atravesó el patio, apurado y renqueando. Tuvo que aventar a manotazos el alborozo del perro para conseguir abrir la desvencijada portezuela de la cocina, separada del dormitorio por una tela amarrada con cintas. Ambos espacios eran pequeños, de tablas deterioradas por el tiempo, piso de tierra, grandes rendijas por las que escapaba el humo o se colaba el viento. Todas las casas alrededor mostraban las mismas condiciones sobre un paisaje esculpido por las sequías.
Su mujer quitó una tortilla de maíz del comal y lo miró con fastidio.
—Cierra esa puerta, caramba, que ya conoces al mañoso de tu perro —dijo. Él obedeció—. Acuérdate de lo que nos hizo con la bolsa de galletas que me regaló nuestra ahijada. ¡En nuestras narices se dio mejor cena que nosotros!
El anciano se sentó y se quitó una sandalia. La levantó pasando suavemente la mano por ambos lados.
—¿Qué haces? ¡Te he hablado mil veces de la diferencia entre pobreza y suciedad! —dijo la mujer mientras apagaba el fuego del comal. Luego destapó una olla de barro, de donde se elevó un vapor denso, y agregó—: ve a lavarte las manos, que ya vamos a comer.
Dejó caer la sandalia y apretó el talón contra la pata de la mesa. Ella retomó el asunto del perro.
—Desde hace tiempo debimos quemarle el hocico para quitarle lo cusco. Si nos descuidamos, cualquier día de estos nos deja sin comer.
—Me da lástima. Lo que se les quema es la campanilla, no el hocico. El dolor ha de tardar varios días.
—Pero él no tiene lástima de nosotros. —Le puso enfrente un caldo en el que flotaban algunos frijoles.
—A este paso —dijo mirando el plato—, en lugar de entrar, el perro va a querer salir corriendo. —Un gesto de dolor interrumpió el intento de una sonrisa.
—A este paso nos lo vamos a comer a él después de vender la gallina que nos queda —alegó ella sentándose a la mesa.
—No debiste vender ninguna. Ese dinero se nos fue como el agua.
—Había que pagar las deudas —le gritó mientras iba camino al lavadero en el patio. Miró otra vez la puerta abierta y fue hacia allá—. La que nos quedamos es ponedora, no tarda en estar culeca. Primero Dios este año sí llueva y tengamos chepiles. Y con un poco de suerte, hasta chicatanas.
El anciano flexionó la pierna para lavarse el pie a jicarazos; ya no sangraba.
—¿Qué te pasó?
—Nada, mujer, nada.
—¿Cómo nada? ¡Déjame ver!
—Seguro fue una espina.
—¿Y si fue un clavo? —Insistió en mirar—. Tú no tienes la vacuna del tétanos. Deberíamos ir al doctor.
El perro se acercó a ellos. La mujer le lanzó una advertencia. El animal, con la cola entre las patas, corrió a echarse por el brocal del pozo.
—Decía nuestra hija que no sólo en los metales está el tétanos. ¿Y qué doctor me querrá atender gratis? El centro de salud hace meses que lo quitaron.
—Vendemos la gallina.
—No, mujer, no. Al rato busco allá enfrente. —Señaló el lugar sin mirar—. Si encuentro el clavo, lo pones a hervir y me tomo la infusión y ya. De algo me tengo que morir de todos modos.
La conversación continuó en la mesa.
—Cuando ese día llegue, compra la caja más barata y cuatro velas. El dinero que traiga la gente, guárdalo, no lo uses en esa tontería del novenario de rezos y el cabo de año. Yo me encargo de hacerles saber allá arriba que me tengo bien ganada la gloria, después de tantos años de malvivir esperando a que se acordaran de nosotros.
—¡No reniegues! Y menos en la mesa, que aunque tortilla con sal y agua, Dios no nos abandona.
—Hace rato que para seguir, a mí ya no me alcanza ni la fe, mujer.
Ella no le rebatió.
—Después del entierro, vende este terreno y vete a casa de alguna de tus hermanas. A ella entrégale las tres cuartas partes del producto de la venta…
—¡Las tres cuartas partes!
—Sí, que sepan que después de eso te quedas con apenas nada para cualquier necesidad. Así no te tomarán por una arrimada. Y procura que mucha gente se entere del trato. Pregúntale a la hermana que tenga a bien recibirte si puedes llevar contigo al perro. Así no tendrías que abandonarlo a su suerte.
—Ese animal dañino. ¿Quién me aceptaría con él? Y de hacerlo nos corren el mismo día. Ahora que, pensándolo bien, con el genio que me cargo es más probable que decidan quedarse al perro y me corran a mí —dijo, echándose a reír de forma tan contagiosa que rieron por un buen rato los dos—. ¿Por qué me dices estas cosas? —preguntó ya recuperada.
—Estamos viejos. Tenemos que pensar con la cabeza fría. No tardo en morirme o, peor aún, en ser una carga. Creímos que nuestra hija cuidaría de nosotros y mira: allá arriba, donde todavía confías que nos procuran, decidieron llevársela antes.
—Él sabe por qué hace las cosas y cuándo. No me gusta escucharte hablar como si desearas morir.
—En mi situación, el deseo y el presentimiento son la misma cosa. Lo que más me preocupa ahora es que tú te vayas a enfermar de algo grave y no sepamos ni qué hacer, y desde este lugar resultará más difícil todavía si te quedas sola. Por eso quiero que te vayas al pueblo con alguna de tus hermanas.
—Tú lo que andas buscando es deshacerte de mí de una vez para buscarte otra.
—Una que no se queje de mi perro —completó con seriedad, el índice levantado, Después, apartó el plato y se incorporó.
—¿A dónde vas?
—A frotarme un poco de alcohol en los pies y recostarme un rato.

Sentado en el borde de la cama, el anciano entrecerró los ojos y examinó otra vez el calzado. Con la sandalia en la mano, el pie descalzo en puntillas, fue a levantar la tela que cubría la ventana. En la calle, su mujer buscaba afanosa en el suelo, cerca de donde recibiera el pinchazo. Ella se enderezó mirando hacia arriba. Las primeras gotas de lluvia rebotaron en el tejado.

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Antonio Asunción Pacheco 
Nació en Santa Catarina Juquila, Oaxaca, México. 
Twitter: @antonio_zaratte

Imagen: Graciela Itúrbide, los gallos de Juchitán, Pinterets


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