AVANCES, AUTORES, FICCIÓN, NUEVAS VOCES

Lluvia colorada, un cuento de Camilo Rodríguez

 Erupción del Paricutín, 1943, Gerardo Murillo Dr. Atl

                                                                                                                                                    

"Para N" 

      

Till she came along 

There was nothing but an empty space

―Eric Burdon


E

l domingo en la mañana Abril y yo salimos a tomar aire. No era precisamente un día bonito para ir a la montaña, pero llevábamos demasiado tiempo encerrados en la ciudad. Hasta el sexo había desmejorado. “Vamos, que ya pareces un gato asustado”, me dijo. Entonces me miró con sus ojos azules y esgrimió su sonrisa especial, esa sonrisita que le encendía el cabello de rojo, iluminaba las pecas de sus hombros, los pómulos y podía convencerme de cualquier cosa. En menos de veinte minutos preparamos lo necesario para el picnic, tomamos su coche, llenamos el tanque de gasolina y fuimos. 

Íbamos al Teuhtli, uno de esos volcanes dormidos que rodean la ciudad desde tiempos inmemoriales. Leí que su nombre quería decir el de furia latente. Cuando se lo conté a Abril, me corrigió mientras hacía un giro prohibido: “Teuhtli es una volcana, debería ser la de furia latente”. Para mí eso no cambiaba mucho las cosas, pero Abril se la pasa diciendo que los hombres lo acomodamos todo a nuestra conveniencia, que escribimos las reglas del juego para ganarlo desde antes de empezar. Rara vez he leído sobre exploradoras, botánicas o arqueólogas, así que algo de razón debe tener. Yo simplemente le sonreí, busqué el CD de Eric Burdon en el estuche de discos y lo metí en la vieja radio. La primera rola era C.C. Rider, que combinaba a la perfección con la carretera despejada. Mientras Abril aceleraba yo iba pensando en esa palabra: rola. En algún lugar me habían dicho que venía de la primera sílaba de las palabras rock y latino, pero inmediatamente otra persona refutó a la primera arguyendo que rola venía de rolar, que es algo así como andar en círculos, y pensándolo bien no es del todo idiota, las canciones dan vueltas como los perros tontos que se muerden la cola. 

***

Recién dejamos la ciudad, el camino empezó a erguirse como una culebra al ataque. Nuestros cuerpos se reclinaron y alcanzamos a ver las faldas verdes de la montaña recubierta por una cortina de nubes. Abril tuvo que andar más despacio, siempre con el embrague en primera o tercera. “Las velocidades de fuerza”, me decía. Me puse los lentes para ver mejor los obstáculos que podían aparecer a nuestro paso. Sonaba Don’t let me be misunderstood, lo cual me recordó que Eric Burdon le escribió la canción a su ex esposa Angela, que lo había dejado por Jimmy Hendrix poco antes del famoso concierto del 67 en Monterrey, donde Burdon tuvo la brillante idea de vengarse incendiando la guitarra de Hendrix, pero cuando éste vio su amada Izabella en llamas —así se llamaba su guitarra favorita— le gustó tanto la idea que salió con ella al escenario y desde entonces la usó como un número recurrente en su show. “Ojalá los hubiera dejado a ambos” se limitó a responder Abril tan pronto le conté la historia, y agregó que los músicos seguramente quisieron más a sus guitarras que a Ángela y que en general los hombres tratan a las mujeres como objetos. No me atreví corroborar su reclamo recordándole que un par de años más tarde Jimmy Hendrix murió ahogado en su propio vómito.

Conforme subíamos las piedras se hicieron cada vez más resbaladizas y el coche empezó a patinar. Me bajé para quitarle un peso de encima y así subimos un tramo, Abril en primera y yo a pie. Un par de veces la vi detenerse, pues las ruedas rechinaban y el humo blanco flotaba en el aire. Entonces ponía el freno de mano, tomaba impulso y volvía a arrancar. Yo la miraba fijamente para evaluar la situación. Sus ojos seguían siendo igual de azules, sus pecas brillaban todavía, no había de qué preocuparse. Aproveché las pausas para tomar del suelo las piedras más filudas, las eché afuera del camino y le indiqué cuál era el mejor ángulo para avanzar. El viento frío soplaba pero el esfuerzo de la subida me había calentado el cuerpo, solo sentía una brisita subiendo por mi espalda cada vez que la mochila rebotaba contra mis nalgas.

Al rato Abril hizo un gesto para que me subiera de nuevo. Obedecí. Avanzamos un kilómetro en segunda, tranquilamente. La vegetación era espesa, de un verde muy intenso. El sendero se hacía más y más estrecho. No tardamos en concluir que lo mejor era dejar el coche. Según el GPS estábamos cerca del volcán. Nos paramos bajo la única higuera del lugar. Era alta, de ramas fuertes, y sus hojas en forma de mano gigante nos daban seguridad. Antes de continuar, marqué el punto en el mapa virtual. Si mal no recuerdo, la última canción que escuchamos fue Coloured Rain y yo sólo esperaba que no nos cayera una tormenta.

***

A mediodía nos internamos en la espesura. Aunque el sol no se veía por el tapete de nubes grises, sus destellos de luz eran tan fuertes que se reflejaban justo encima de nosotros y podíamos adivinar su posición. Abril me contó algunos datos curiosos sobre el nombre de las plantas y la historia del lugar. “Esos islotes que ves allá son las chinampas”, dijo, y señaló el centro de un lago circular donde flotaban tres o cuatro granjas. Las flores y hortalizas brotaban del suelo e iban moviéndose en el agua, era una imagen bella y amable. “Hace quinientos años todo esto era una balsa flotante, qué bueno que todavía se conserva algo y ahora las mujeres pueden trabajar ahí”, cerró, sonriente. Y así retomamos el paso firme con dirección al volcán, o la volcana más bien. 

El sendero plano dio paso a una subida, ante nosotros aparecieron las milpas, los extensos cultivos de nopal, maíz y frijol. Leí que las llamaban las tres hermanas y me alegré de que no fueran hermanos, pero lo pensé un rato y entendí que les decían así porque eran las que alimentaban a la población y supuse que Abril tenía razón otra vez. Después de sortear el primer monte vimos al fin la falda de la Teuhtli. Ahora estábamos sobre tierra rocosa, para subir debía encorvarme y a veces apoyarme con las manos. Sentí pesada la maleta y las botas montañeras, como si fueran un obstáculo más. Abril no tardó en adelantarse. Pensé en lo fuerte y ágil que es. Recordé que otra tarde de domingo, después de una maratón de sexo, concluimos que si alguna vez peleábamos cuerpo a cuerpo ella me aplastaría como a una cucaracha. Mientras nos pasábamos un porro encendido medimos nuestros brazos y piernas, que tenían exactamente el mismo grosor. Además, en las sesiones de yoga ella lograba poner sus dos piernas detrás de la cabeza y alcanzaba otras posiciones que parecían normales para un alien pero eran imposibles para un tipo como yo. Como una cucaracha, eso era algo seguro. Cuando perdí de vista su pelo brillante traté de acelerar el paso. 

***

El olor a huevos podridos del azufre me dio gusto por primera vez en la vida, ¡al fin había llegado! Respiré por la boca mientras trepaba el último tramo a zancadas de compás abierto. Subí triunfante, con la sonrisa de un conquistador estampada en la cara. “¡Aquí estoy, vente, estoy vente, ‘toy vente!”, el eco del grito de Abril retumbó varias veces en la cavidad de la volcana. Se veía diminuta en la boca del cráter. Nunca me había parecido más pequeña que yo pero ahora se veía como una enanita ondeando el brazo al fondo de una taza de té. También me impresionó que el olor de la volcana seguía flotando en el ambiente a pesar de que estaba apagada. Bajé corriendo por la pradera, como un niño en recreo. Abril estaba de espaldas, agachada, palpando algo en el suelo. A su lado había un círculo de piedras y los restos de lo que parecía un fuego ritual. Las piedras tenían unos glifos raros que me recordaron los garabatos de un niño. 

“Las cenizas todavía están calientes”, dijo Abril. Yo sentí un calor extraño en la boca del vientre, me embargó una rabia malsana, un deseo incontenible de saciar mi rencor. En ese momento Abril me miró y el azul de sus ojos fue más intenso que antes. Me agaché para tomar una de las piedras y golpearla pero ella se adelantó y me acertó una pedrada en la frente. Aunque no me dolió, el porrazo me tumbó de espaldas. Intenté reaccionar pero ella llegó enseguida y me golpeó una y otra vez con la piedra caliza. Por unos segundos vi el cielo vespertino que empujaba las nubes y anticipaba un azul más profundo que el de los ojos de Abril. Una llovizna colorada comenzó a rociar el cielo vespertino. Ahora oigo el chillido agudo de los pájaros pero no siento el viento, tal vez porque ya formo parte de él.

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Camilo Rodríguez
Traductor y escritor colombiano. Profesor de la Universidad La Salle México. 
Twitter: @Cajme

Faroeste caboclo, un cuento de Mauricio Collares

A

demás de la zuela que compuse para mi sobrina Hannah y una partecita del “Danubio Azul” que en momentos de inspiración logro tararear, no sé casi nada de música. Casi nada es una letra que de tan larga bate en minutos a “Hurricane” de Dylan. Más admirable que alguien tan amusical haya logrado aprenderla es la forma como la aprendió, lo que quizá explica cómo sigue inscripta en su memoria después de más de tres décadas. Me la enseñó el sobrino de un ex-profesor de educación física de la escuelita del poblado de Bellavista. Tiempo después, cuando ya vivíamos en la ciudad de Manacapurú, mi mamá encuentra a dicho profesor y le pide que me haga un lugar en su fábrica de escobas. A alguien involucrado en la política local, como el Profesor Dorado, un favor de esos significaba la garantía de un voto. Además no llevaba las de perder en contratarme, pues se dice que a los niños advenidos del interior les gusta más el trabajo que a los de la ciudad. A mis 14 años necesitaba guita para ayudar en casa, para comprar algo de ropa y soñaba con tener una bicicleta Caloi Cross, por ende ayudaba a corroborar nuestra superioridad laboral. Como el pago no era por horas de trabajo, sino por cantidad de escobas producidas durante la semana, llegaba a la escobería a las cuatro de la madrugada y trabajaba hasta las seis de la tarde. Eso para poder ir a la escuela en turno nocturno. En los días que no había clases seguía trabajando hasta las ocho o nueve de la noche. La única parada era para almorzar el arroz con huevo duro frío que había traído de casa. Fuera de ese bocadillo, tomaba una que otra vez un trago de café. No solo yo solía cumplir esa jornada, de igual modo la cumplía el que estaba antes de que yo llegara a laburar ahí, quien me enseñó a hacer los tapones de piasava y a ponerlos en la base de madera. Tal como enseñé, cuando él se fue, las técnicas y costumbres a otro y otro y otro… porque todos se iban en cuanto conseguían algo mejor o que al menos les permitiera variar de curro. Yo quedaba. Siento que sigo igual. Siempre fui de acomodarme a las peores situaciones de sobrevivencia si alguien no me ayuda a salir mostrándome que peor no puede ponerse. En ese caso, me ayudó el propio sobrino de la persona que me hacía esclavo. Es que él, tal como yo, estaba siendo esclavizado por su tío. Era hijo de la hermana del Profesor Dorado y antes vivía en Manaos con el padre, quien lo envió a la casa de la madre después de que el chico tuvo problemas con la policía a causa de robos intranscendentes, alguna tuca de marihuana u otro pretexto cualquiera que sirviera para librarse de él. La madre lo puso prontamente a trabajar con el tío. Me causó impresión: bermudas largas, zapatillas Vans, remera con la S de Sepultura, un tatuaje de calavera en el brazo izquierdo. Como un skater, lo que era poco común a la época en esa ciudadcita. No era solo una forma de trajearse, al día siguiente ya vino con la patineta. Y llegó a las siete, aunque el día anterior, enseñándole los menesteres de la profesión, le hubiera dicho que podía llegar a las cuatro de la mañana. Fue el peor hacedor de escobas que he visto. El primer día hizo tan solo dos, y eso que las arreglé porque estaban muy mal hechas. El segundo hizo un poco más, pero lo máximo que llegó a hacer con regularidad fue veinte por jornada, siendo que mi media eran cincuenta. En realidad no tardó en agarrar la mano, su baja producción tenía más que ver con sus hábitos. Luego al tercer o cuarto día de la primera semana, a las nueve paró y, sin decir palabra, salió del galpón. Volvió con una botella de guaraná Baré y un paquete de galletitas Negresco.

― Quer? Toma.

¿Cómo no amar a un pibe de tu edad que compartiera de tan buena gana algo así en medio de la esclavitud? El horario de merienda a las nueve de la mañana y a las tres de la tarde fue el primer cambio que introdujo. No siempre algo tan rico como lo de esa ocasión, porque era un casi nada de plata que su papá le había regalado al deshacerse de él, pero llevábamos de casa una tapioca, piquiá, pupuña, marimarí, algo en fin. Como retribución, le conté del juego que los otros chicos y yo hacíamos para engañar el tedio y el cansancio y que consistía en decir el nombre de una chica al tiempo que la punta de hierro del aparato de hacer escobas introducía los tapones de piasava en la base de madera. Yo empecé pero, habiendo gritado el nombre de media docena de mis colegas de la escuela, me sonó ridículo sin que el otro me secundara. Quedamos trabajando un buen rato en silencio. Cuando aún somos niños y no nos acostumbramos totalmente a la rutina, no hay nada más cansador en un trabajo repetitivo que el silencio. Quizá intuyendo eso, y por no querer sumarse a mi tarúpido juego, sin previo aviso, mi compañero comenzó a cantar, lo que de alguna manera sirvió para regular el ritmo de la tarea que realizábamos o más bien para alejar nuestra mente de la materia. En su repertorio estaban esencialmente Metallica y Iron Maiden. No creo que supiera inglés, sino que era de esas personas que sienten facilidad en ponerse a canturrear un hit internacional como si supieran otras lenguas. Siguió cantando hasta las once, cuando agarró el monopatín y se fue a almorzar a su casa. Regresó a eso de las dos de la tarde. En la primera semana así lo hizo. En la siguiente, como yo, trajo su comida en un táper. No obstante, llegada la hora del almuerzo, juntó unos palos, hizo una fogata y la calentó en una olla vieja. Y ese fue otro cambio que introdujo. Pronto pasamos a preparar nuestra comida en el propio sitio de trabajo. A juzgar por la cara que puso el Profesor Dorado el día que llegó y nos vio asando nuestro jaraquí no le gustó la idea, pero no verbalizó objeción y, posteriormente, en algunas oportunidades se puso a compartir de nuestro almuerzo. Quien lo viera ahí manteniendo agradables sobremesas no diría que era un cabrón capaz de explotar la mano de obra de esos dos niños de la edad de sus hijos, siendo que uno de ellos era su sobrino. Durante las horas de trabajo seguíamos con lo nuestro: él el cantante, yo el oyente. A las dos bandas principales se agregaron las participaciones especiales de otras como Slayer, Motörhead o Judas Priest. Al terminar una escoba, antes de ponerla junto a las demás ya listas, la transformábamos momentáneamente en una guitarra.

― Ohooo… Ohooo…

Una vez le pregunté si no sabía cantar algo brasuca. Aunque su repertorio no fuera la gran cosa como lo era en inglés, sabía algo de Ratos de Porão, Cólera y Garotos Podres, entre otros grupos. Pero lo que me enganchó fue cuando interpretó la balada “Faroeste caboclo” de Legião Urbana. Por primera vez intenté secundarlo cantando. Eso lo entusiasmó a enseñármela. La letra yo la agarraba con facilidad, ya la melodía… A veces pasábamos toda una mañana para que saliera una sufrible estrofa. Nunca vi un maestro tan atento y paciente con su pupilo. Por mucho menos otros me habrían desechado del mundo de la música. En algunas ocasiones llegamos a parar completamente el trabajo a fin de concentrarnos en determinados pasajes… No fueron esas pausas que hicieron decaer tanto mi producción de escobas. Es que poco a poco fui asimilando los hábitos de mi nuevo amigo, incluso al igual que él empecé a llegar después de las siete de la mañana y no por la madrugada como antes. Me di cuenta por lógica matemática que con los centavos que ganaba por escoba, por más que hiciera cien por día jamás iba a poder materializar mis sueños de consumo. Una vez que nos atrapó en profunda y extendida siesta a las tres de la tarde, el Profesor Dorado se enojó. Le dije como justificación que mi mamá me había dicho que no descuidara la escuela a causa de trabajar tanto. No sé si pensó en un voto asegurado en la elección que se avecinaba pero, como patrón, aminoró el tono amenazante de despedirme. En vez de eso, me entregó un par de volantes y un calendario con su cara en tamaño natural y su número como candidato. Si antes iba al menos a preparar las bases y los cabos de madera y a buscar las escobas para venderlas a los comercios, ahora en el período electoral difícilmente pasaba por la fábrica, por lo que podíamos hacer lo que les diera la gana a dos zagales de 14 años. Muy a menudo hacíamos intervalos. Mi amigo organizaba obstáculos con los troncos de madera para entrenar piruetas con su tabla y yo, rehusando la invitación de sumarme a eso, iba a practicar salto mortal en el monte de serrín. Pasadas las elecciones no pudimos seguir haciéndolo porque el Profesor Dorado había invertido mucho en su campaña y necesitaba recuperar la plata perdida. Contrató a un tipo más grande que nosotros y ahora pasaba el día en el lugar. Así nos vigilaba para exigir que produjéramos más, a la vez que producía su cuota de escobas. Al mediodía del primer sábado pasadas las elecciones, como regularmente se hacía, esperábamos recibir el pago semanal, pero llegada la gran hora el patrón nos bicicleteó, diciendo que solo nos podría pagar en la próxima semana. No nos quedaba otra que esperar. Pero después de haber concurrido a la escobería todos los días, justo el sábado siguiente él no apareció. Su nuevo empleado tampoco. A las dos de la tarde nos cansamos de esperarlo sentados y decidimos ir a su casa a cobrarle. Del final de la Coronel Madeira a la Av. Manoel Urbano era lejos, pero fuimos. Total íbamos jugando por la calle: mi amigo con su skate y yo ejercitando con un cabo de escoba técnicas con bastón de kung-fu chino por el método ninja. Antes de las cinco llegamos a la casa del Profesor Dorado. Tocamos una y otra vez el timbre y nadie salió. Gritamos varias veces su nombre, cada vez más fuerte, y no contestó. Entonces empezamos a probar la estrategia de reemplazar el mote de Profesor por algunos insultos. Algo como:

― Lacra Dorado, Salame Dorado, Garca Dorado, Sorete Dorado, Rata Dorado…

Por fin abrió de sopetón la puerta y vino rojo de cólera en nuestra dirección. Dimos unos pasos hacia atrás. Lo suficiente para que me pusiera en una rebuscada posición de combate con el cabo de escoba y su sobrino agarrara la tabla con ambas manos. Nos midió y, aunque estuviera recaliente y fuera un tipo grandote, reconsideró la embestida. Volvió adentro amenazándonos con chumbo grueso.

― Sabem o que vai fazer meu 38 com isso?

Iba a ponerme a correr, pero el chico a mi lado me sostuvo e hizo señas para que escuchara lo que se habían puesto a discutir adentro el explotador con su mujer. Tras un largo altercado en que hacía entender a su marido de que no éramos más que dos niños, salió ella a decirnos que fuéramos el lunes a las nueve de la mañana y nos pagarían sin falta. Salimos de ahí bordeando hacia la plaza de la Iglesia Matriz, donde mi amigo se puso a practicar el skateboarding en los bancos y escaleras de concreto, mientras yo seguía perfeccionando movimientos con el bastón. Me cansó el brazo de tanto golpear al Profesor Dorado en árboles y postes de luz. Cuando el skater, sintiéndose exhausto, también se sentó, utilizando el cabo de escoba como si fuera un micrófono empecé a cantar “Faroeste caboclo”. Por primera vez la canté por completo de inicio a fin. ¡Bravísimo! No tanto. Me dijo mi profesor que debía ensayar un par de pasajes, pero que no estaba del todo mal. Muertos de hambre, al final de la tarde fuimos a robar mamón en la subestación de Eletronorte y enseguida bajamos al muelle para descansar viendo el anochecer púrpura recubrir el barro de las aguas. El lunes a las nueve yo estaba en la escobería. Solo yo. El nuevo tipo me entregó el pago de las dos semanas que el Profesor Dorado me había dejado. Le pregunté sobre lo del otro pibe. Contestó que ya había recibido lo suyo el día anterior. Salí de ahí y pasé por su casa para mostrarle las partes de la música que el domingo había estado retocando. Su mamá me atendió muy mal y casi a los gritos me tiró que, tras la injuria que habíamos cometido en contra de su hermano, le había enviado al hijo de vuelta a Manaos para que el padre se hiciera cargo de él.

Tiempo después oí por primera vez en una radio “Faroeste caboclo” cantada por Renato Russo. No me gustó. Quizá porque la interpretación que me habían enseñado era algo más punk, quizá porque en esa época ya llegaban al interior del Amazonas los primeros casetes de hip-hop, una indignación con la que me identificaba más. Sin duda las dos cosas. Pero “Faroeste caboclo” no dejó de interesarme, tanto que mi único intento como rapero fue haciendo una versión de ese tema. Como obviamente no me resultó, siempre soñaba con oírlo cantado por un Mano Brawn o un Rappin Hood. Hoy, en puro errar tantas noches sin lunas ni soles, todavía puedo desafinar cada palabra de la larga letra de esa canción, aunque se hayan borrado de mi memoria de baratija la cara y el nombre del pibe que me la enseñó.

*

Esta escritura no es optimista. No pienso que las Fuerzas Progresistas de la Sociedad trabajen con seriedad para que en un futuro próximo sean reivindicados los Derechos del Niño y del Adolescente. ¡Oh infamia sin nombre!

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Mauricio Collares 
Manaos. Estudió Letras en la Universidad Federal de Amazonas. Desde 2012 vivió en Buenos Aires, donde publicó los relatos Caléndula blanca (ed. Ojo de Poeta, 2016) y El tambor de la memoria gira (Ojo de Poeta, 2017). Tradujo al castellano El infierno de Wall Street y otros poemas de Joaquim de Sousândrade (con Laura Posternak, ed. Corregidor, 2018). En este momento se encuentra en aislamiento social en Manaos.

Imagen: Stanislaus Bhor, Manaos, 2008.

El Cristo en Aucayacu, un cuento de Richard Parra




I
Cuando el Cristo llegó a Aucayacu nos dio esperanza. El anterior oficial no había tenido las verijas para arremeter contra los subversivos y, por eso, lo asesinaron en una emboscada en la que también cayó el profeta Salvador. 
Recuerdo que a Salvador lo trajeron hecho pedazos. Sucumbió como andaba anunciándolo: decapitado, esparcidas sus entrañas sobre la pestilente tierra. 
Los sobrevivientes contaron que, a Salvador, herido de bala, una terruca le colocó un petardo entre las piernas. Según cuentan, antes de estallar, Salvador lanzó un presagio: que vendría uno del Cielo con espada para castigarlos.


Un soldado lisiado nos contaba de Durante García, el Cristo:
“Yo estuve presente cuando el puta bautizó a su primer terruco. Pensábamos que se mearía de miedo como los demás novatos. Pero no. Yo vi que una luz le auró el rostro cuando sujetó el puñal que, de un golpe, se lo clavó a un chiquillo por el cuello hasta el corazón”. 
“Y rápido se ganó fama”, agregó el soldado. “A los días, se le ocurrieron otros métodos de martirio como la penetración de clavos por las narices, las orejas y otros huecos. Desde entonces, lo llamábamos el Cristo. Una vez, detuvimos a un terruco desertor que se había vuelto evangelista. El hijo de puta ese se la pasaba rezando, pidiendo por su alma, pensando que así lo dejaríamos vivir. Pero lo colgamos de un árbol y el mismo Cristo lo clavó de las muñecas y los pies. Allí, delante del crucificado, el Cristo les dijo a los demás detenidos que no importaba si el mismo Jehová los perdonaba, que nadie se escaparía de su vesania”.
Decían que el padre del Cristo era descendiente ilegítimo de terratenientes, que llegó nadie sabe de dónde a Huamanga con su negra mujer —llevada de chiquilla a la fuerza decían— desde las haciendas algodoneras de la costa. Por eso, el Cristo era un cholo zambo que atemorizaba con su cara de mandingo. Era macetón y andaba como le daba la regalada gana: con la camisa abierta, los chancabuques desatados y con la melena espesa crecida para cólera de ciertos superiores.
El Cristo se ejercitaba por las mañanas en la explanada pasando el crematorio. Hacía piques, planchas, abdominales, levantaba rocones. Había días en que, sazonado de cañazo, se dirigía a la plaza, correteaba hembras y las alzaba en peso.
Que yo recuerde, Confesor, ninguno de los que hizo cachudos lo escarmentó. Es más, cuando su fama de ser elegido se extendió, hubo quienes toleraron sus pendejadas creyendo que estas eran una forma de castigo divino.



II
Los habladores contaban que a su madre la dinamitó Sendero Luminoso. Ella y el Cristo, que ya en ese entonces era militar, viajaban en la tolva de un camión Chevrolet. Justo cuando el vehículo cruzaba por sobre un puente una bomba estalló. Durante salió volando, cayó al río, pero se salvó.
Las crónicas señalan que el rescate de los cuerpos duró dos jornadas debido al agreste terreno. Describen que los cadáveres estaban esparcidos por las peñas, entre espinas y fierros retorcidos, y que el tufo producía arcadas.
En el velorio, el Cristo dijo que su madre era misericordiosa y que eso le aseguraba el Cielo. Luego, la enterraron en una modesta tumba junto a su marido, a quien, años antes, unos indios contaminados de comunismo asesinaron durante los disturbios posteriores a la Reforma Agraria. 
El Cristo era el único fruto de aquel matrimonio. No tenía hermanos. Por eso, cuando, años más tarde, cayó en desgracia, solo su mujer, una arrepentida, estuvo allí para asistirlo.

Decían que el Cristo era sanador, medio brujo por su madre macumbera y porque sabía de enfermería. Y esto no era mito: el puta curó a muchos. A mí me practicó una traqueotomía cuando una esquirla me hirió el cuello. El Cristo también hacía limpias, pero no como los curanderos, rezándole a Dios y a la Pachamama, sino puteándolo a uno y echando gomeadas y pateaduras.
Los serranos supersticiosos le tenían miedo. Afirmaban que al Cristo el diablo se le presentaba en sueños y que le daba ideas para enfrentarse al comunismo. Hasta decían que lo veían en las chicherías bailando como poseído. 
Ahora el Cristo vive retirado, Confesor. Si lo viera: parece un hombre sereno, plantado. Nadie sospecharía de su turbulento pasado. Trata de mantenerse digno, sí, lúcido, pero a veces pierde el sentido. Qué duda cabe: ese balazo que le pegaron en la cabeza lo ha dejado medio tarado.
A mí me dijo, Confesor, que está resentido con el Gobierno y los oficiales de la plana mayor que se olvidaron de él. Sobre todo, con aquellos que hicieron plata con la pichicata en Aucayacu y no le dieron ni un cobre. Y es cierto: ahora el Cristo recibe una cicatera pensión y vive con el miedo de que Sendero lo busque y se lo chife.
A veces, cuando toma caña, el Cristo se lamenta: dice que cometió un irremediable error al declararle su vida a la Comisión de la Verdad y Reconciliación, recua de rojetes comechados, oportunistas, traidores.
—Estaba débil de carácter —me dijo el Cristo—. Además, en el psiquiátrico me tenían dopado.
También cuenta el Cristo que Jesús Dios, el Verdadero, ciertas noches se le aparece en sueños y lo bendice con sangre. Así se expresa: que le vienen visiones iluminadas, que ha comido de la carne del Señor, que ha relamido sus costras. 
¿Será eso o serán delirios, Confesor?
—Su mujer —la alzada arrepentida— dice que el Cristo se encierra a tomar cañazo y a hablar solo, que lo ha escuchado conversándoles a las ánimas de quienes fue verdugo. Menos mal que esa mujer es prudente y, antes de que el Cristo se cruce con trago y culebrón, le esconde la pistola. No vaya a ser que las cosas no se salgan de control.


III
Los que lo aborrecen no consideran la irrealidad que vivió. Si hubieran estado en su pellejo, si tuvieran sus ojos, su conciencia, su corazón. Tendrían que ser su carne y su sangre, estar en sus heridas. En los machetazos que le pegaron a traición. En el balazo que le asestó la perra esa y que lo dejó medio orate.
Tendrían que comprender que cuando descendió del helicóptero por primera vez en Aucayacu, allá se vivía una locura. No solo eran dos bandos: Fuerzas Armadas, Sendero. Estaban los narcos, los paramilitares, las rondas armadas, los soplones. Todos querían una tajada. Todos veían su interés. Todos se sacaban los ojos.
Recuerdo que, en cierto momento, los pobladores empezaron a delatar a los sinchis con los terrucos. Se los ponían en bandeja para que Sendero los matara. Es que la policía les arrebataba la coca y les intervenía sus pozas. Sí, pues, los sinchis se fueron contra el pueblo y este les respondió aliándose con Sendero.
¡Póngase en sus zapatos, Confesor! Esa gente tenía familia, necesidades, no les quedaba otra que trabajar para el narco. Además, allá en la selva no había buenas chacras, ni industrias, ni escuelas, ni postas, son pueblos aislados. Mucha hambre se padecía, pestes, sabandijas, abusos. ¿Qué más podía hacer un joven sino meterse a la subversión o de narco? ¿Qué más, Confesor?
Por eso, ante la pregunta "¿droga o Sendero?", una noche el Cristo dijo "droga" y secuestró a unos narcos para exigir dinero por su liberación. Con esa plata, el Cristo sobornó terrucos. Así logró que los mismos senderistas pro narcos les entregaran a los cuadros más politizados. Todos se venden.
El Cristo sí que fue un visionario. En su apogeo, en la selva se llegó a decir que más allá de su palabra no había otra verdad. Con él, les metíamos terror a las bases de apoyo de Sendero Luminoso, que hasta pidieron treguas. Recuerdo que en las batidas amenazábamos con castrar y violar inocentes. Solo así, con mano dura, los pobladores se pusieron de nuestro lado, colaboraron, y los que no pagaron su cuota de sangre. Con esa política, Confesor, la gente entraba en cintura. ¿O ya no se acuerda? Usted también estaba allí. Usted también ha matado gente. Porque allá en Aucayacu ninguno era inocente. La culpa recaía sobre todos nosotros en la Tierra, la pus, las espinas de Dios. A todos nos habían parido con dolor, condenados, resignados y avergonzados, así como sermoneaba el profeta Salvador.



IV
El Cristo convertía al más chúcaro de los conscriptos en uno de sus perros. Nos obligaba a arrodillarnos, a lavarle y lamerle los pies, a hacer hostias con su mierda y comulgar. Pero, después del maleteo, merendaba con nosotros en las rancherías. A veces, incluso pasaba el chuchuhuasi y la copita. Los sábados nos llevaba a cazar monos, a pescar al río Huallaga y a jugar pelota con los chunchos. Ciertas noches, leía su Biblia Reina Valera en silencio y luego nos contaba, con sus propias y procaces palabras, lo que acababa de leer. Hablaba del Dios de los judíos, de la Tierra Prometida, de cuando Nabucodonosor II destruyó el templo de Salomón. El Cristo improvisaba misas cuando no hallábamos curas, nos confesaba y, en el combate, hasta suministraba santos óleos, incluso a los terrucos. 
El Cristo nos contaba historias de la guerra de Troya, del ejército de Adolfo Hitler en África, de cómo los milicos bolivianos con ayuda del nazi Klaus Barbie golpearon a la guerrilla del Che Guevara, de los excesos que cometieron los franceses en Argelia, de las estrategias contrainsurgentes de la Escuela de las Américas y la CIA. Con las enseñanzas del Cristo, entendí la grandeza de Túpac Amaru II, el mariscal Cáceres y Grau. Yo que casi nada sabía de este país, así empecé a amarlo. Y también a odiar a los chilenos y a comprender lo hijos de puta que fueron cuando invadieron y humillaron al Perú.


A los detenidos primero los oficiales les sacaban información y plata, y luego nos los mandaban a nosotros para la chifadera.
        ¿Que cómo lo hacíamos, Confesor? Usted ya sabe. Chupábamos culebrón para envalentonarnos, luego los degollábamos, les abríamos la panza, les sacábamos las tripas, los llenábamos de piedras, los cosíamos con soguilla y los aventábamos al Huallaga.
Al inicio, los cuerpos flotaban y tuve que lanzarme al río y hacerlo de nuevo. Pero con el tiempo agarramos la maña. Nos repartíamos el trabajo. Todo funcionaba como una máquina.


Los oficiales nos mandaban terrucas ya abusadas. Esas mujeres apenas resistían. Las echábamos sobre unos trapos sucios y allí entrábamos a tallarles. Recuerdo a una chola recia que se puso tiesa y no había cómo abrirla. Con un alicate, entonces, le saqué las uñas, pero como seguía aguantándose tuvimos que amarrarla de las cuatro patas. 
Pero no lo hacíamos de malos. ¿De verdad usted cree que andábamos arrechos las veinticuatro horas? Sendero hacía lo mismo. A las hijas gemelas del alcalde de Aucayacu los sacos les metieron pinga hasta morir. A una viejita, la raparon y la agarraron como a hijo solo por ser la madre de un búfalo aprista y por financiar a paramilitares. Se metieron también a una posta médica a robar medicinas y se tiraron a las enfermas sobre sus propias camas. Ni crea, Confesor, esos comunistas también meten pinga que da miedo.
        Y, recuérdese, Confesor: el pueblo patriota aprobaba nuestros escarmientos. Cuando las rondas pescaban terrucas, nos las traían como tributo, como botín. Sí, Confesor, esas harpías eran unas hijas de la gramperra y se merecían la muerte que, con su bendición, les dábamos.


        El Cristo nos enseñó que el propósito del castigo no solo era obtener la verdad, sino convertir el alma del pecador y disponerlo para su encuentro con la Providencia. 
Los desnudábamos, les colocábamos agujas oxidadas y les metíamos corriente. Sea lo que sea, hombre o mujer, viejo o chico. Eran unas personas tan equivocadas, inmorales y fanatizadas que no soltaban así nomás sus secretos. A veces, era duro, Confesor, porque igual esas mierdas eran gente, aunque el Cristo lo negaba.


V
Yo, Señor, soy su siervo. Líbreme de mi prisión y le haré sacrificio. Mi corazón, mi lengua, mis sentidos y potencias serán suyos. Mis testículos cercenados. Usted es mi salud, mi refugio.
¿Que quién soy yo?: vicio y pecado, retorcido deseo, un animal sin voluntad. Por eso, Señor, en lo profundo de la muerte, me encuentro sumergido, ahogado. 
Ahora lo escucho y repito: “Mi corazón homicida es un abismo de corrupción e iniquidad”.
“Mi corazón homicida”.
Deme libertad, Señor, para sujetarme a su suave yugo. Deme la ansiada muerte.



VI
Unos periodistas vinieron y lo trataron de cachaco bruto al Cristo, pero él se cobró.
Entramos a su hotel pasada la medianoche. Les rompimos sus cámaras, les quitamos sus rollos y casetes, los desnudamos, con las cachas de los fusiles los golpeamos, les pateamos los huevos, luego, con un fiscal, los acusamos de apoyar a la subversión y se fueron de Aucayacu. 
Cierta noche llegó un infiltrado a contarle al Cristo de una profesora blancona, a quien a la mañana siguiente detuvimos.
—Usted no se ha confesado —le dijo el Cristo—. Vive en el pecado, necesita comulgar.
—El infiltrado dijo que se trataba de la furcia del terruco Abraham, un camarada —dicen— que compañero de colegio de Abimael Guzmán. Interrogamos a otros maestros y alguien, poco antes de fallecer, nos dio una dirección. Resultó que los terrucos estaban camuflados en una iglesia abandonada de Los Santos de los Últimos Días. En pleno pueblo estaban los mierdas: encaletados en nuestras narices. El Cristo se enojó. Estaba hecho una fiera. En la iglesia evangélica, hallamos enterradas fals, granadas, una instalaza, panfletos, libros de Stalin, Mao y Mariátegui. Un retrato hecho a lápiz del Cristo. Pero no encontramos a nadie.
Luego el Cristo se metió con la blancona al “País de las maravillas”, como llamábamos a la sala de torturas. Seguro adentro el Cristo le habría dicho "serás perdonada, hermana, confía, encomiéndate". Asumo esto porque eso hizo después con otra terruca. Seguro se habría ofrecido llevarla él mismo a un hospital después del maltrato, le habría prometido seguridad, un futuro, pero para eso primero tendría que hablar.
Sí, Confesor, las hembras de Sendero eran más duras y sanguinarias. ¿Por qué cree que el cabecilla Abimael Guzmán andaba rodeado de hembras? ¿Se acuerda cuando Fujimori capturó a la cúpula de Sendero Luminoso? ¿Vio cómo gritaban esas rameras, la Garrido Lecca y la Iparraguirre? ¿Cómo arengaban? Algunos cuentan incluso que la primera mujer del cachetón Guzmán era la líder de la organización y que, por poder y para sacársela de encima porque estorbaba, la ejecutaron a sangre fría. 


El Cristo tiró el cuerpo al suelo.
—Puta madre, esta terruca estaba bien rica —dijo Arana—. ¡Cómo se la habrán tirado los oficiales, carajo! Qué lecheros. Carne blanca.
—Acuérdate, Timoteo —me dijo Arana—, este tipo de hembras te vas a tirar cuando seas teniente.
Luego Arana la cogió de las piernas y la arrastró hasta el lavadero. Allá, le pasó el trapo por abajo y le limpió la sangre. La mujer de Abraham estaba degollada, sin uñas. La habían rapado a la mala, a tijerazos, e incrustado tachuelas en las tetas y las nalgas.
        ¿Que para qué Arana limpió el cuerpo, Confesor? Pues dijo que todavía estaba caliente, que aún quedaba algo. Entonces le cubrió la cabeza con un costal y le abrió las piernas. Pichuzo fue el siguiente, luego Hermoza y así.
¿Y yo, Confesor? Pues me fui a un lado a fumar hierba. Luego Arana me dijo que yo tendría que hacerme cargo del cuerpo.
—Que Dios te bendiga, Timoteo —me dijo—. Eres un rosquete de mierda.
Así que le llené de piedras el vientre, la cosí y la aventé al río Huallaga.



VII
El Cristo: un alma disciplinada y coherente. Si no fuera por él, ¿dónde estaríamos?
¿Por qué nos toman por gente simplona?, ¿que no diferenciamos el bien del mal? Nosotros, el Cristo, Arana, Pichuzo, el profeta Salvador, todos cumplimos con el país, con Dios. Hicimos lo correcto.
En la guerra, el Cristo jodió al enemigo, eso es lo que vale. ¿No se acuerda, Confesor, que su presencia era omnipresente?, ¿que siempre nos vigilaba? En los ejercicios, en las misas. Hasta cuando merendábamos el rancho estaban allí sus ojos negros, su caraza de condenado. ¿No se acuerda del miedo que le teníamos? Era como un ardor que nos colmaba de odio.
Su reinado terminó cuando una chibola le pegó un tiro saliendo de una chichería y lo arrojó por un despeñadero. Apenas nos pasaron la voz, empezamos a descender en el abismo. A lo lejos, el Cristo parecía muerto, pero cuando llegamos al fondo advertí que todavía le latía la panza. Su cuerpo ya estaba cubierto de moscas. Arana quiso darle la extremaunción, pero el Cristo resistió.
        —Llévenme donde el brujo Eleodoro —balbuceó.
Y lo cargamos. Unas mujeres lloraban y le imploraban a Dios y a la Mamacha Cocharcas y al mismo Cristo como si fuera un santo.
        —Su camino será tedioso —dijo Eleodoro—. Veo ánimas que se arrastran tras él y claman venganza, pero no podrán. El Cristo prevalecerá en cada ruina y ceniza de su tiranía.
Dijeron que quien le disparó fue la hija de la blancona y el terruco Abraham, una perra a quien yo mismo estrangulé y cuyo cuerpo luego arrojé a un basurero.



VIII
El cielo manchado de suciedad: una costra. El aire pesado y frío, tanto que cuarteaba el rostro. Yo sostenía mi fusil, presto a disparar. 
Por el sendero aparecieron Abraham y sus terrucos y el Cristo nos dijo "hay que reventarlos a todos, ahora nos la cobraremos por el profeta Salvador”. 
Toda la primavera habíamos esperado el soplo.
—Timoteo, dispara —me ordenó el Cristo.
—Sí, Confesor, aquel fue nuestro gran escarmiento.

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Del léxico:
Terruco: Miembro del grupo subversivo Sendero Luminoso. Terrorista. 
Sinchi: Miembro de la unidad policial contrainsurgente peruana. 
Chúcaro: Salvaje, huraño, maleducado. 
Macumbera: De “macumba”. Rito que mezcla elementos religiosos populares africanos, católicos y andinos. Bruja. 
Chunchos: Término despectivo para indios de la selva. 
Chuchuhuasi: Licor afrodisiaco de la selva peruana preparado con la corteza del árbol Maytenus macrocarpa. 
Chifadera: De “chifar”. Matar, torturar, maltratar, violar. 
Aucayacu: Distrito ubicado en la región Huánuco, en la selva peruana. Desde el año 1982, el grupo subversivo Sendero Luminoso llevó a cabo acciones armadas en la zona. En Aucayacu también operaban diversas bandas de narcotraficantes. | N. de A.

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Richard Parra
Lima, 1976. Autor de la novela Los niños muertos. De las novelas cortas Necrofucker y La pasión de Enrique Lynch. Ha publicado los volúmenes de relatos Resina y Contemplación del abismo. Obtuvo el premio Copé de ensayo 2014 con La tiranía del Inca, un estudio sobre la escritura política del Inca Garcilaso de Vega. Doctor en Literatura latinoamericana en New York University. 
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Imagen: Vanguardia Liberal/AP,  Ayacucho, 1989.

Historia de cigotos, un cuento de Elma Correa


P

or segunda vez en la tarde tuvieron que lavar la suciedad de su hermano el tarado. 

No podía realizar ninguna tarea por sí mismo. Ni comer ni trasladarse, mucho menos evitar ser inundado por sus propias heces. Su organismo no le pertenecía en lo absoluto. Su cuerpo respondía a reflejos básicos dictados por un cerebro que no se llegó a desarrollar. Si estaba molesto o incómodo lanzaba gritos agudos que recordaban a una colonia de micos. Si estaba relajado, su garganta vibraba emitiendo un sonido ronco, muy parecido a un ronroneo. Si le daban natillas, aullaba de placer lanzando manotazos. 

Al tarado le gustaban las flores. De cualquier tipo. Cuando lo acercaban a la ventana en las horas de más luz con algunos botones de margarita en el regazo de sus piernas inútiles, los apresaba en los puños y se quedaba dormido, arrullado por el rumor de su propia respiración. Un día antes había pasado al departamento contiguo después de clases, porque su vecina, una anciana ciega llamada Ruth, había hecho renacer unas viejas raíces de campanillas que ahora florecían en el comedor, muy azules, en una enorme maceta para el tarado. 

Eran gemelos. Cuando nacieron uno era robusto y rosa, completo, sano. El otro una tripa roja sin forma reconocible. El doctor explicó que esas cosas pasaban, que un embrión era débil y otro, el embrión alfa que se apropiaba de los nutrientes que les correspondían a los dos. Que conocía casos en los que el feto endeble moría en el vientre o era absorbido por el feto dominante, que en esa ocasión había sido lo bastante generoso como para dejar sobrevivir a su hermano. 

Habían pasado ya dieciséis años y el gemelo alfa era un chico opaco, delgaducho, cansado de atender a su hermano, resentido por el trabajo que su madre le imponía, pero del que secretamente se sentía responsable. Había sido él quien se adueñó de la placenta, quien engrosando 69 su cordón umbilical había absorbido el calcio y las vitaminas de su madre, que aunque no era mayor, también pagaba las consecuencias en la espalda encorvada, en el rostro ceniciento que presentaba las marcas de la preocupación y que ella pintaba de polvos, con esa dignidad vacía que surge de la vergüenza de tener un hijo idiota. 

Aquel día todo resultó mal. La madre no pudo ir a la oficina de correos donde se empleaba como despachadora de paquetes y donde tenía una relación más o menos formal con el guardia de seguridad de una empresa subcontratada, porque a medianoche hubo una sobrecarga en el centro de energía del edificio y estaban sin electricidad. Toda la madrugada la pasaron envueltos en los gritos del tarado, que no soportaba la habitación a oscuras y sólo pudo tranquilizarse con la llegada del amanecer. 

Entonces él debió salir a buscar pan y leche para el desayuno y al bajar la escalera había tropezado, hiriéndose en el codo. Era una escalera deteriorada que rechinaba bajo el peso de los inquilinos, una escalera de barandas sueltas de las que nadie se fiaba para sostenerse. El dolor lo había acompañado durante el recorrido, punzando bajo la piel lechosa de su brazo, extendiéndose hacia su hombro y envolviendo su garganta hasta estacionarse en su tórax, de donde no se iría nunca más. 

El único establecimiento cercano estaba clausurado con los sellos de la comisión de salubridad del municipio. 

Estuvo parado frente a las calcomanías de letras negras y rojas. Sin leerlas. Sólo ahí, de pie, pensando que él y su madre beberían el café negro. 

Al volver, un pichón con las alas fracturadas le cerró el paso. Revoloteaba, visiblemente adolorido, sin lograr elevarse más de unos centímetros. Tuvo el impulso de levantarlo pero un gato de lomo sarnoso arrastró al pájaro hasta un contenedor de basura. 

La madre sirvió las tazas de café. Bebieron callados y no escuchó su voz hasta después del mediodía, cuando el guardia de seguridad pasó a verlos para revisar que ella estuviera bien y se encerraron quince minutos exactos en el baño. No le interesaba demasiado, pero sentía curiosidad por ese hombre canoso que desde que estaba mudando los dientes frecuentaba a su madre. 

Lo cierto es que no la hacía más feliz. O no de modo evidente. Y tampoco resolvía las premuras que mes a mes le acentuaban las marcas bajo los ojos y la volvían más seria que de costumbre. 

Apenas podía recordar ocasiones en las que el guardia hubiera sido particularmente amable con él o atento con el tarado, pero las había. Como aquella vez en que enfermaron de sarampión. Siempre enfermaban juntos y siempre se sobreentendía que él era el culpable por llevar a casa los virus de afuera, y por razones muy claras, el tarado era la prioridad. Él debía esperar en medio de la fiebre y el escozor por una atención de su madre que casi nunca llegaba. Y una noche en que las ronchas se multiplicaron, hinchándolo, amoratándolo como a un cadáver que respiraba, el guardia se había sentado junto a su cama y le había untado loción en las erupciones y le había contado historias de guardias de seguridad en oficinas de correos que ejecutaban actos heroicos salvaguardando la correspondencia de los ciudadanos, hasta que se quedó dormido. 

O como cuando el tarado se asustó con Ringo y se estaba ahogando con sus mocos y gritos y sus lágrimas de miedo, y él deseó que se ahogara de verdad, pero el guardia se llevó a la tortuga, la única mascota que pudo conservar por más de unas cuantas horas en su infancia y entonces fue él quien lloró y Leo lo consoló diciéndole que la había soltado en la mar para que encontrara a su familia de tortugas. Se lo agradecía, aunque ahora supiera que si Ringo terminó en el océano había sido solamente a través del escusado. 

Un pudor maternal la hizo salir primero, alisando algunos mechones que caían sobre su frente como las antenas de un bicho triste. Y detrás salió Leo, el guardia de seguridad, con la camisa fajada y el rostro húmedo de sudor. Casi de inmediato, como si fuese obligatorio compensar esos pocos momentos que se procuraban, comenzaron a discutir y el tarado empezó a aullar.

El guardia salió azotando la puerta, la madre se fue a su habitación y él se quedó ahí, el gemelo sano, sentado a la mesa mirando las campanillas de Ruth en distintos tonos de azul brillante. Celeste, cobalto, turquesa, marino. 

Se turbó un poco al pensar en que todas terminarían desmenuzadas en los puños bestiales de su hermano. Entonces las palabras de su madre lo sobresaltaron, como si le hubiera descubierto el pensamiento y quisiera cobrárselo, llamándolo para limpiar al tarado.

No le estaba permitido escapar. Debía ayudar a su madre sosteniéndolo por las axilas mientras ella le sacaba los pantalones y los calzoncillos manchados. La mujer era inmune al mal olor, a los chillidos, a la espuma babosa que escupía. Dejaba la ropa sucia a un lado y con ayuda de una toalla mojada quitaba los desechos entre sus nalgas y los genitales. Los pequeños testículos se empequeñecían aún más al contacto del paño frío y algunas veces, aparecía una erección frágil que ignoraban de modo deliberado.

Un tiempo intentaron los pañales, pero los destrozaba con sus uñas de comadreja y comía el relleno de algodones plásticos. También probaron mantenerlo desnudo, cubierto con una manta de la cintura para abajo, pero se clavó las uñas en el vientre, tan profundo, que había requerido sutura. Desde entonces, cada cierto tiempo, la madre trituraba dos tabletas de alprazolam en su cena y llenaba sus manos de lidocaína, para probar una especie de manicura al límite. Cortar, rebanar, lijar, raspar. Hasta que, los dedos insensibles del tarado sangraban. 

Pronto caería la noche y la madre lo envió a pedir velas prestadas entre los vecinos. Hizo sonar con su dedo tímido el timbre de Ruth. Era un estupidez que una ciega tuviera velas, pero le gustaba su compañía, aunque fuera unos minutos. Hubiera querido que Ruth le confesara que había abonado y cuidado la maceta de campanillas sólo para invitarle un té helado cuando él pasó a recogerla para entregarla a su hermano. 

Escuchó los pasos de la anciana arrastrarse y dedicó una sonrisa llena de dientes a sus pupilas nevadas. Otra estupidez, porque incluso si ella hubiera podido verlo, a esa hora la penumbra del pasillo ya los había convertido en sombras. Una sombra mustia la de él y una sombra bajita y rechoncha la de ella. La viejecita sirvió dos vasos de algo fresco y cítrico que no pudo distinguir y se sentaron en el único sillón de la estancia. Le preguntó por los avances de su hermano y él respondió que seguía tan tarado como siempre. 

Ruth le reñía como un juego cuando se expresaba así, pero sabía que no lo juzgaba. Se sentía cómodo compartiendo con ella la oscuridad. Ella siempre había vivido así. Su vida había sido un espacio negro por el que se movía segura y a la vez cautelosa. Igual que sus manos: cautelosas cuando avanzaban bajo su camisa hacia sus pezones pálidos, unos que ella sólo podía intuir al tocarlos; firmes, cuando se detenían entre sus piernas y él contrastaba la suavidad de su tacto con la aspereza de la piel arrugada que las cubría. 

Entró al departamento sin hacer ruido, deseando que su madre estuviera dormida para no tener que explicar la ausencia de las velas, cuando se restableció la energía. Un triunfo tan exiguo que no valía la pena festejar. Sin decir nada, fue hasta la cómoda para tomar otra toalla, la humedeció en el lavabo, la entregó a su madre y levantó al tarado por las axilas. 

Al terminar, la madre cortó tres campanillas de la maceta y las entregó a su hermano. 

Rumiaba. La cabeza colgando de lado, vaciando una cantidad de saliva imposible sobre su hombro, la mirada perdida. Quiso lanzar las flores por la ventana. Durante los últimos años no habría podido decir si deseaba más que no fuera tarado o que no fuera su hermano. Le parecía increíble que ese pedazo de carne y ruidos pudiera ser algo suyo. Pero eran gemelos. Eran iguales. Así como el tarado era por fuera, él era por dentro. Algo inútil, torpe, sin importancia. Algo que estorba. 


***

Tocan a la puerta.

El tarado aprieta en sus tenazas las campanillas. 

Es una muchacha insignificante. Consumida, de no ser por la protuberancia que le crece debajo de los senos. Un quiste que le presiona el diafragma y ha dispuesto una nueva distribución de sus intestinos y su vejiga. Se apoya en el barandal para recuperar el aliento. Sus manos son minúsculas, sin fuerza en unos dedos flacos esmaltados de coral. 

Él sale y cierra la puerta. Se acerca lo más que puede a la chica. Escucha. La vocecilla apenas le roza el oído. Busca al guardia de seguridad porque el tumor que se le mueve dentro llevará su nombre.

Sería tan fácil empujarla. 

El estertor ronco del tarado atraviesa las paredes. 

Desde la cocina, su madre pregunta quién es.

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México. Narradora. Coordina un encuentro internacional de escritores en Baja California y gestiona la cuenta Habitaciones propias, una comunidad virtual donde las mujeres del mundo comparten los espacios donde crean. Que parezca un accidente (Nitro/Press, 2018) es su primer libro de relatos.

Imagen
Diane Arbus

El mensaje, un cuento de John Martínez Arango

La cosecha de los violentos. Xilografia de Alfonso Quijano, 1968. Coleccion Museo de Arte Moderno de Bogotá. Reg. 126 | Revista Credencial

Intentó controlarse. No se podía desmayar. Cerró los ojos y respiró profundo por cinco segundos. Luego, miró el mesón de baldosas blancas percudías y de inmediato recordó con gracia aquella vez que Juan, su único hijo, le puso encima por error un bulto de papa. Las baldosas crujieron y Juan de inmediato hizo un gesto de rana degollada. «Esa carita…», pensó recordándolo. Esbozaba una sonrisa cuando, de golpe, cayó de bruces contra la realidad. Uno de los hombres sentados alrededor de la mesa tenía en ella una mirada fría y penetrante. De inmediato, al darse cuenta, Azucena se irguió y se obligó a pensar en la comida que tenía por delante sintiendo en su cuello la mirada de aquel hombre. Partió en pedazos el panelón, echó algunos de éstos a la olleta con agua y la puso en el fogón de leña. Sus movimientos eran rápidos. Quería demostrar control y dominio de sí misma para que el hombre la dejara de mirar. Entonces, desesperada, se agachó, metió la mano en la mesa, buscó sin saber qué buscar, se levantó, caminó hacia un lado sin saber a dónde ir hasta que el hombre por fin dejó de mirarla y ella pudo suspirar. Se ocultó al lado de la nevera. Estaba incontrolable. Respiraba mal y quería llorar. «Dios mío aleja los malos pensamientos y báñame con la sangre de Cristo», repitió hasta calmarse.

Con la falda de la camiseta se secó el sudor de la frente mientras miraba la hora en el reloj de pared. Por primera vez en sus cuarenta y cinco años, Azucena sintió que el tiempo era una tortuga gigante a punto de aplastarla; que el segundero se demoraba intencionalmente y que la noche nunca terminaría. Eran las siete y sólo habían transcurrido diez minutos desde que llegaron los hombres. Irritada, prefirió olvidarse de la ilusión de los minutos y las horas y buscó el cuchillo de mango negro y hoja larga recién afilada en una piedra con forma de huevo. Al tomarlo se dio cuenta que le temblaba la mano como matraca. «¡Ay Diosito!», sintió pánico. Creyó que, como perros, los hombres olerían su miedo y se aprovecharían de él. «Tengo que calmarme, tengo que calmarme, ayúdame Diosito», pensó y volvió a mirar a los hombres que, en ese instante, tenían puesta su atención en el hombre que estaba encargado de vigilarla, aquel al que llamaban con respeto y miedo el comandante. 

 — Comandante, ¿qué pasa, pues, si se enteran mis superiores?— Susurró uno de los seis hombres con acento de otra región y el comandante respondió con un gesto arrogante y desinteresado que concluyó de inmediato el tema.

 A su lado, en la esquina de la sala, un hombre de nariz chata y fosas profundas y anchas estaba sentado en un banquillo a ras de piso, en completo silencio. Azucena lo miraba y lo miraba buscando ayuda, pero el hombre tenía la mirada perdida. Era su esposo, Pompilio Mina. Azucena nunca lo había visto en ese estado.

Azucena se sintió sola, peor aún: desprotegida. De nuevo pensó en su hijo y en lo lejos que estaba. «Si estuviera aquí, ¡ay!, si estuviera aquí», repetía. Se acercó al fogón para verificar el agua. Sin embargo, de inmediato la invadió un sentimiento diferente. La alivió saber que él en realidad no estaba ahí con ella, que, por el contrario, se había ido de aquel lugar de hombres con malas intenciones. Pero para aumentar su confusión, pensó que no debería estar tan tranquila porque el sitio donde estaba su hijo no era más seguro que éste. El agua estaba bien. Así, en un laberinto emocional, tuvo la certeza de que ningún lugar en la tierra era seguro para ellos y que estaban condenados a sufrir por toda la eternidad.

En eso, Azucena ahora observaba el fuego cuando recordó que había olvidado agregar su toque secreto al aguapanela, ese que tanto le gustaba a su hijo. Sacó entonces de un tarro blanco de tapa roja el toque secreto y lo echó al agua caliente. El objeto secreto flotaba ante la mirada pensativa de Azucena. Estaba sorprendida de sí misma. Pensó: «¡¿Cómo puedo eforzame en dale guto a eso’ señole’? Diosito, tu ere’ glande, po’ favo’, ¡¿qué quielen?!, po’ favó, has que se vayan, po’ favo’!». Y se preguntó si la motivaba cocinar bien el impulso de la costumbre o el miedo a que los hombres quedaran disgustados. Era obvio, pensó. Tenía miedo.

El agua comenzó a hervir y el olor, ese olor que tanto le gustaba a su hijo, llegó a su nariz. «¡Ay! Mijito, ¡Ay! mijito», repetía como llamándolo. Su instinto de madre le decía que sufría. Juan no estaba hecho para la guerra. Él nunca había tocado un arma más allá del machete con el cual cortaba la maleza. «¡El machete!» Recordó Azucena. «¿Dónde etará?» se preguntó. Lo buscó con la mirada por toda la cocina y la sala, pero se detuvo al darse cuenta la estupidez que estaba cometiendo. En últimas, no sabía si los hombres tenían malas intenciones, ni mucho menos si sería capaz de utilizarlo al tenerlo en las manos. Examinó a los hombres mientras alistaba las ollas y los ingredientes de la comida. Quería descubrir en sus gestos, en sus miradas ¿qué pensaban?, ¿qué querían? pero los hombres seguían conversando sin levantar la voz y con las miradas fijas en el comandante. No escuchaba nada.

Azucena tomó la única cacerola y la puso sobre el fogón. Como sólo quedaba un palo calcinándose, caminó con su andar rengo (había nacido con las piernas desproporcionadas) hacia Pompilio para tomar algunos troncos que estaban a su lado. Cerca de él, quiso preguntarle ¿qué pensaba? ¿qué iba hacer? Sin embargo, no pudo. Al acercarse a Pompilio inmediatamente los hombres la vigilaron hasta que tomó los troncos y los puso dentro del horno. Cortó en cubos la cebolla y el tomate y los puso a freír con la mantequilla que los hombres descargaron (junto al resto de ingredientes) minutos antes y sin previo aviso, de una lujosa camioneta blanca. En un pueblo tan pobre sólo una clase de hombres puede tener esos lujos, sabía Azucena. ¿Por qué su casa?

En segundos el olor a guiso invadió la casa e hizo que los hombres soltaran lágrimas despojadas de afecto. En ese momento Azucena iba a lavar el arroz para echarlo al agua hirviente pero el comandante la interrumpió.

—Negra, oíme, traéte pues un par de chontaduros mientras está la comida. ¡Hej! Qué hambre tan hijueputa, ome. Te veo como lentica, mi negrita. Apurále, mija, que estos manes se embejucan cuando tienen hambre. Y a éste se le da por comer gente— y señaló a un subalterno. Todos rieron. 

—Es un… cómo se llaman esos que comen…. Un…

—Un caníbal, mi comandante— respondió al que acusaban de comehombres.

Pero de repente Pompilio cortó las risas al levantarse súbitamente. De golpe, todos quedaron en silencio y en modo alerta. Pompilio dio tres pasos y llegó al costal donde estaban los ingredientes. Azucena se paralizó y por un momento imaginó lo peor. Su mirada iba de Pompilio, que ahora sacaba acelerado los ingredientes del costal, al comandante, que, con un gesto, ordenó a sus hombres quedarse quietos. Pompilio sacó los chontaduros y los puso sobre la mesa con el mismo cuidado que, siglo atrás, sus abuelos servían a los amos blancos: sin decir una palabra y con la mirada en el suelo.

El comandante, roca seca acorazada de ira, siguió con su mirada azul los pasos de Pompilio regresando a la patética sillita. Los subordinados, jóvenes veinteañeros que no superaban los 25 a pesar de que sus rostros desgastados los hacían ver de cuarenta, parecían confundidos. Querían actuar, Azucena lo notaba en sus miradas. De seguro pensaban que el hombre merecía una reprimenda por altanero. Entonces surgieron los susurros y uno de éstos estaba a punto de alzar la voz cuando el comandante ordenó:

—¡Coman!

Sin pensarlo demasiado, ya que llevaban horas sin probar bocado, según repitieron al llegar, los hombres se lanzaron sobre el fruto servido al cual bañaron en miel, y tragaron. Sólo uno parecía nervioso. Era el más joven de todos con apenas dieciocho años, o eso creyó Azucena. Comía despacio y desganado. Miraba al comandante con la intención de decirle algo. ¿Qué será? Se preguntaba Azucena, quien lo miraba disimulando. La mujer volvió a concentrarse en la cocina. A los pocos segundos el comandante debió también ver la ansiedad del muchacho porque le preguntó a viva voz: «¿Qué mierda quería?» Azucena volteó a mirar y vio la reacción cobarde del joven quien se asustó y desvió la mirada hacia sus compañeros esperando encontrar apoyo en ellos. Pero todos comían plácidamente, ignorándolo. A cinco pasos, Azucena, irritada, devolvía los productos al costal. Quería golpear a su esposo. Quería golpear a los hombres. Sentía ira por el miedo que la embargaba tener a cinco o seis hombres vestidos de verde sentados en su comedor con puestos para cuatro. Sacudía y ultrajaba lo que cogía. El comandante carraspeó. Azucena entendió el mensaje.

Minutos después la pequeña casa de bahareque quedó en completa calma. En mute, el televisor presentaba las noticias de las siete que los hombres miraban sin comentar mientras que en la cocina, sintiéndose en paz por un segundo, Azucena observaba tranquila el fuego alterado. De repente, uno de los troncos del fogón estalló en decenas de chispas que se dispersaron por toda la cocina e hicieron que azucena diera un salto y emitiera un quejido que contuvo al ver que los hombres voltearon a mirar. Así, como si nada hubiera pasado, comenzó a caminar de un lado a otro aparentando buscar algo hasta que los hombres volvieron a sus asuntos y ella pudo, por tercera o cuarta vez, respirar tranquila. Entonces recordó que, semanas atrás, la casa de su amiga Herminda por poco se cae en cenizas cuando un tronco en llamas saltó del fogón y cayó en una mesa de madera con hojas secas.

Pensando en ello, Azucena observó su cocina y se le ocurrió una idea. Si pusiera yesca encendida en los muros de madera el fuego causaría una gran humareda que alertaría a los vecinos. En instantes todo se prendería en llamas y los hombres tendrían que salir corriendo. Quiso poner en marcha su plan, pero, de nuevo, se contuvo. ¿Y si el fuego no consumía la madera tan rápido como creía?, ¿Si los hombres lograban apagarlo antes de que hiciera suficiente humo? «No», se ordenó. Era un plan muy arriesgado. De seguro descubrirían que ella lo causó a propósito y… ¿Qué podrían hacer? Lo peor, pensó. No eran hombres, eran animales.

Sudaba. Gotas recorrían su cara, caían al vacío y se estrellaban en el piso de tierra roja. Tapó la olla del arroz, la tomó con las manos cubiertas de trapos sucios y quemados y la puso en una esquina del fogón donde la candela no pegaba directamente. Terminado esto se puso los guantes, untó el estropajo con el jabón y comenzó a restregar la loza sucia. Quería estar activa, en movimiento, no pensar; sin embargo, la monótona labor hacía que volviera a pensar en la única cosa que había pensado desde que llegaron los hombres: su hijo. ¿Por qué? Porque él le brindaba seguridad. Pero, pensó: si seguía llamándolo con el pensamiento de seguro haría que algo malo le pasara. Intentó entonces concentrarse en las tareas de la finca: despulpar el cafecito, regar el abono y recoger… era inevitable, lo único que ocupaba su mente era su hijo: «¿Cómo etará? Diosito». Quería verlo y darle algo del dinero que obtendrá de la venta del café. Se lo imaginó delgado, pálido y se dijo que era mejor no contarle a él sobre los hombres, cuando la llamara. De todas formas, ¿para qué preocuparlo si no podía hacer nada? Lo importante es que estos no vuelvan.

Dejó de restregar y se quedó quieta con el plato enjabonado en las manos. Lloraba. ¿A quién engañaba? Su hijo no podía volver a la casa y de seguro ella misma tendría que dejarla. Sollozaba. Estaba cansada, le dolía el cuerpo. Rezaba. Quería que los hombres se fueran; nada más el verlos susurrar le ponía los pelos de punta. Sin embargo, lo que más le alteraba era el miedo evidente de su esposo. Lo miró y este siguió camaleónico. Él, pensó Azucena, que era un hombre de carácter imponente, respetado por sus vecinos por ser un líder natural, parecía ahora un completo extraño paralizado en esa silla. Lo miró y lo miró y llegó a la conclusión de que no era miedo lo que sentía su esposo, sino, peor aún, un pánico paralizador. «Dio’ mío, Dio’ mío, ¡ayúdanos!, ¡báñanos con la sangre de tu hijo!», repetía Azucena. Miró de reojo a los hombres y vio que el comandante hablaba como si diera una orden.

—Todos los que quieran hacer lo mismo que ése van a saber cómo funcionan las cosas. Dijo en voz alta y Azucena lo escuchó. El más joven de los subalternos palideció; miró a su superior como suplicándole compasión, pero éste, mientras hablaba, tenía la mirada clavada en Pompilio.

Cuando estuvo lista la comida, Azucena puso sobre el mesón seis platos: tres planos y tres hondos. Y a cada uno les sirvió una montaña de frijoles, arroz y una ración descomunal de carne de res. Al caminar hacia la mesa sintió pesadas las piernas y por varios segundos perdió la noción del tiempo. Cuando puso el plato al frente del comandante creyó que habían pasado horas o que todo era un sueño. Pero pudo despertar del todo y a tiempo antes de que su marido se levantara para ayudarle como parecía hacer cuando ella le ordenó que se quedara sentadito ahí. Al darse cuenta de esto, el comandante rio estruendoso con la boca llena de comida y dijo:
—No jodás, con una miradita y ¿vos te quedás plantado? Andá, no seas marica, ayudá a tu mujer.

Pompilio se quedó en su lugar, en silencio, y Azucena se devolvió por los demás platos. Al servir a cada hombre, las manos le temblaban y creía que si le decían algo se iba a desmayar. Al terminar, el comandante dijo:
—¿Y ustedes, pues, es que no comen o qué?

Los miró. Ninguno respondió. Se refería a Azucena y el esposo, quienes quedaron en silencio.

—¡Hum! Gimió y se dedicó a comer. Los hombres no tardaron en terminar y devolvieron los platos para que Azucena se los volviera llenar.

—¡Qué negla pa’ cociná tan bueeeno! Dijo un uniformado imitando con gestos exagerados el acento de la mujer y los demás lanzaron carcajadas estruendosas, eructos y exclamaciones de satisfacción. Hablaban fuerte, se burlaban unos de otros y contaban chistes racistas.

—¿Saben cuánto se demora una negra en sacar la basura? —preguntó uno de los uniformados a punto de reír— Nueve meses.

 Todos reían a carcajadas incitadoras, más cuando el uniformado estripó su nariz con el dedo. Los únicos en silencio eran el comandante y el uniformado más joven. En un momento de silencio, el bromista se fijó en él y le pegó una palmada en la espalda:

—Despertá que ya comimos y ahora sí tenemos energías, parce.

Azucena estaba ansiosa, ya no los escuchaba, sólo esperaba que se levantaran y se fueran. En ese momento el señor Pompilio también estaba inquieto y por primera vez en la noche tenía la mirada fija en los uniformados. Azucena no sabía qué hacer, recogió los platos y de inmediato se dispuso a lavarlos. Entonces vio sobre el mesón el cuchillo de mango negro y hoja recién afilada y larga… tan larga que podría atravesar a una persona, pensó. Lo tomó y aparentó que lo lavaba cuando, de repente, se impuso un silencio escalofriante. El comandante corrió la silla para atrás, recogió el fusil del piso y dijo en voz alta:

—Negra, ¿dónde está su hijo, pues?

De inmediato, Azucena comenzó a temblar y soltó el cuchillo. El comandante volvió a preguntar, esta vez apuntándole con el fusil:

—¿Dónde está pues? A ver, hablá, ¿dónde?
—No etá, seño. Pero, seño, somos gente humilde, mire, no, nos haga daño…

En eso Pompilio se levantó y gritó desesperado:

—¡Largo, largo! Ya comieron, ya bebieron, ahora ¡lárguense! ¿Qué más quieren?
—Quiero, ne-gro— dijo el comandante resaltando cada sílaba— que se siente y se quede quietico.

Al tiempo, los uniformados se levantaron y le apuntaron a Pompilio con sus armas, repitiéndole las órdenes de su superior. Sólo el más joven retrocedió y se pegó a la pared mientras Pompilio, sin importarle la mira de los fusiles apuntándole el pecho, se les acercó y los retó a disparar. Dio dos pasos y uno de los hombres le pegó un culetazo en el estómago y otro lo tiró al piso de una patada. De inmediato, entre varios lo sometieron.

—Vamos a enviarle un mensaje a su hijito. Pa’ que sepa que se equivocó de bando. Dijo el comandante y se acercó a Azucena que, con las manos levantadas, suplicaba en susurros, con el llanto desbordado, que no le hiciera daño. El comandante le ordenó acostarse boca abajo y ella obedeció creyendo que en cualquier momento recibiría un disparo en la nuca. Pompilio la miraba, gritaba desesperado e intentaba liberarse. Siempre con la mirada fija en él, Azucena se arrodillo y se acostó. Su mente se puso en blanco. El comandante caminó hacia sus pies, dejó el fusil encima del mesón y se desabrochó el botón del pantalón.

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(Bogotá, 1991). Sociólogo, docente y escritor. 


La fecundación del fuego, un cuento de Liana Pacheco

Ilustración especial para Revista Corónica de Gatoenbús

Libro I. La primera esposa de Eva 


En el principio, Dios creó los cielos y la tierra. Pero en la tierra, vacía y desordenada, imperaba la oscuridad. A la orden de Dios se creó el sol, separando así el día de la noche. La luz hizo brotar la semilla de vida. En la tierra nacieron los animales y del huerto del Edén los árboles y plantas. Supo entonces que necesitaba un ser, a imagen y semejanza de su raciocinio, para compartir y preservar la belleza de ese lugar.

Con polvo de la tierra, Dios formó una figura de pecho prominente con un corazón grande que nunca cesara de brindarle pleitesía, y con un soplo le otorgó la vida. “Te llamarás Eva. Las demás criaturas te respetarán como la mujer que habitará, cuidará y hará fructífera esta tierra”. El corazón de Eva se llenó de júbilo por la vida y la encomienda que Dios le brindó. 

Él la observaba. Eva era agradecida y obediente con sus mandamientos. Tenía la certeza de que su creación estaba protegida. Sin embargo, pensó que ella no debería estar sola, ni todo el trabajo debía recaer en sus hombros, y decidió otorgarle una compañera. Tomó polvo de la tierra y creó otro ser a imagen y semejanza de Eva. “Te llamarás Lilyth. Tu encomienda será multiplicar la vida de las criaturas como ustedes en la tierra. La semilla será el fruto de tu vientre y junto con Eva cuidarán de ésta”. La mano de Dios se posó sobre Lilyth, preñándola. Así culminó Dios su creación en el séptimo día y se retiró a descansar. 

Eva se alegró de tener alguien que la ayudara y que le brindara compañía en las noches, cuando la inmensidad del cielo nocturno la hacían sentirse temerosa. Lilyth escuchó las actividades que debía cumplir: labrar la tierra, cosechar los frutos maduros, pero cuestionó a Eva por qué debían trabajar y por qué precisamente ella debía llevar el peso de la vida en su vientre. Eva permaneció callada, nunca se atrevió a refutar las órdenes de su creador. “Dios nos otorgó la vida, el privilegio de residir en este lugar y nos compartió de su razonamiento”, fue su respuesta. “Entonces debemos ser iguales a Dios y no inferiores”, objetó Lilyth y prefirió deambular en el paraíso que ayudar a Eva. Sin embargo, cuando el atardecer resplandecía en el cielo, Lilyth regresó. Al día siguiente, de nuevo, ella se negó a cumplir las tareas, pero volvió en la noche. Siempre volvía a la cálida compañía de Eva.

Así transcurrieron varios meses. Lilyth con su vientre cada vez más grande, pero no su interés en cumplir las labores del paraíso. Y Eva trabajando; aunque no recibía ayuda de su compañera, era feliz. Cada tarde la esperaba, se sentaba a su lado para escucharla contar sobre lo que había visto. “Ayer el león montó a su hembra. Hoy la hembra lleva en su interior la semilla de él”.

Una noche, Lilyth le preguntó a Eva, “¿Porqué te conformas con este destino tan simple? ¿No te cuestionas sobre lo que hay más allá del paraíso?”. Eva levantó el rostro y dibujó una sonrisa al cruzar su mirada con la de su compañera. “Somos afortunadas. Tú eres la semilla que germinará este lugar. Aunque mi destino se vislumbra simple no lo será porque tengo el privilegio de ayudarte a cuidar el fruto de tu vientre”, dijo, y la respuesta de Lilyth fue una sonrisa que enmarcó sus sonrojados pómulos. 

Varias semanas después, las estrellas iluminaban la noche y Lilyth todavía no regresaba. Eva estaba preocupada. Por el avanzado tamaño del vientre de su compañera, temió que su hora de parir hubiera llegado. Se encaminó a buscarla y la encontró en un paraje alejado, postrada ante una luz brillante. “Es un fragmento del sol. Quizá cayó a la tierra cuando Dios creó el mundo.” dijo Lilyth. 

Las mujeres cavaron un hueco y lo colocaron ahí para evitar que sus rayos de fuego quemaran las ramas de los árboles. Sus ojos admiraban la danza que ejecutaban las flamas al ritmo del viento. Sus cuerpos desnudos, una junto a la otra, sintieron irradiar una calidez de felicidad en su interior, pero el momento fue interrumpido con un grito de dolor de Lilyth. 

Eva la ayudó a ponerse de pie y oprimió el abultado vientre. El cuerpo sudoroso de Lilyth brillaba con el reflejo del fuego. Eva se colocó entre las piernas de la parturienta. Lilyth gemía por el esfuerzo y dolor, minutos después, la criatura salió dando sonoros alaridos. 

Lilyth se reclinó cerca de la calidez del fuego y se negó a abrazar al bebé. Eva lo colocó en el suelo y se recostó junto a ella. Su mano acarició uno de sus inflamados senos y Lilyth suspiró de alivio. Eva dirigió sus labios a los pezones y succionó el néctar. Los ojos de Lilyth reflejaban el vaivén del fuego y sentía que se adentraba en su carne. La boca de Eva se deslizó hasta su vientre y acarició los pliegues de su sexo. Lilyth cerró sus ojos anhelando que ellas se fundieran en un solo cuerpo de luz y de fuego. 

La noche se iluminó con el éxtasis, el roce de la piel de aquellas mujeres y a un lado el incesante llanto del bebé.

Libro II. La condena del árbol de lujuria 


El designio dictaba que Dios volvería de su descanso. Y volvió, a la mañana siguiente de la danza erótica de fuego de Lilyth y Eva. Dios quedó absorto cuando encontró a las mujeres desnudas y con los cuerpos entrelazados, pero enfureció cuando vio que el bebé no sobrevivió al nuevo día. Puso la mano sobre ellas y con su poder supremo las despojó de sus recuerdos y de los deseos de lujuria que nacieron en su interior. Ocultó esos recuerdos y deseos debajo del suelo para que nadie los encontrara, sin saber que se arraigaron a la tierra, germinaron y nació una planta.

Dios determinó castigar a las mujeres. A Eva la envió a un lugar en el que aún presidía la oscuridad. Lilyth fue obligada a permanecer en el paraíso, condenada a procrear y parir los hijos que poblarían su creación. 

Dios comprendió que necesitaba un nuevo ser, uno fuerte e inteligente para controlar a Lilyth. Nuevamente, con polvo de tierra lo creó, en esta ocasión a imagen y semejanza de él. Con un soplo de aliento le brindó la vida. “Eres el hombre y Adán te has de llamar. Cuidarás de mi creación para que el fruto de la tierra sea alimento para ti y Lilyth, con ella serás una sola carne”. Dicho esto, Dios retomó su descanso, pensando que había restablecido el orden en el paraíso. 

La vida era cómoda para Adán, y siguiendo el mandato de ser una sola carne con su compañera, se deleitaba copulando montado sobre ella. Sin embargo, Lilyth, a pesar de que olvidó su pasado con Eva, vivía indiferente a la orden dictada por Dios y transcurría los días sola, paseando en el jardín del paraíso, hasta que llegó al lugar donde estaban ocultos los sentimientos de lujuria. La planta había crecido hasta convertirse en un frondoso árbol y de las gruesas ramas colgaban brillantes frutos color carmín. Lilyth cortó uno, en el momento que sus labios lo probaron, sintió que su vientre enardecía. Cuando regresó al lugar donde vivía con Adán, éste deseó poseerla, del modo que acostumbraba. Lilyth se negó. “No merezco estar debajo de ti. Fui creada de polvo, al igual que tú”. Él intentó forzarla, ella lo golpeó en el torso rompiéndole una costilla y cayó al suelo gimiendo de dolor. Antes de que Dios la descubriera, decidió escapar del paraíso. 

En el momento en que Dios volvió para vigilar a Adán y Lilyth, encontró que él estaba inconsciente con una herida en el pecho y que ella había escapado. No quiso ir a buscarla, la dejó para que sufriera la desdicha de la vida alejada del paraíso. Curó a Adán y lo mantuvo con vida. Decidió crear una nueva compañera para él. Tomó restos de tierra y formó una figura femenina, pero las raíces del árbol de lujuria se entrañaron en la tierra provocando que se secara, cuando dio el soplo de vida su nuevo ser nunca despertó.

Dios se encaminó al lugar donde crecía el árbol para destruirlo, pero su fuerza no fue suficiente para arrancar las raíces que se profundizaban, cada vez más, al interior de la tierra. Ante su imposibilidad de crear nueva vida en su jardín, optó por traer a Eva y la presentó a Adán como su compañera. Ella no recordaba nada del tiempo que pasó con Lilyth en el paraíso, y aceptó que había sido creada de la costilla de Adán, tal y como Dios dijo. También les ordenó cuidar el jardín del Edén y alimentarse de los frutos que ahí crecían, con la excepción de un árbol, que señaló al horizonte, al cual les prohibió acercarse. 

Sin embargo, con la desobediencia de Adán y Eva y su inminente expulsión del paraíso, Dios declinó la encomienda de crear el mundo perfecto. La tierra estaba impregnada de la semilla de lujuria sin posibilidad de crear nueva vida. Fue así que decidió marcharse.


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Ciudad de Oaxaca, México. En 2018 fue seleccionada para el taller de Novela Corta de la Editorial Almadía. Ha publicado en diarios locales y revistas como Monolito, Palabrerías, Punto de Partida UNAM. Dos de sus cuentos forman parte de las antologías de Editorial Endora.