AVANCES, AUTORES, FICCIÓN, NUEVAS VOCES

Putas en miniatura, de Jorge Alberto Aguiar Díaz



Tenía un culo de veinte, una cara de sesenta pero no llegaba a los quince años.
Todas las tardes la veía pasar por la calle Obispo hacia el café París o la Bodeguita del Medio.
Se llamaba Sailín. Yo le decía chica bonsái.
—¿Cuándo me vas a dedicar una noche, chica bonsái?
—Nunca, JAAD.,
—Aunque sea una hora, chica bonsái. Me conformo con una hora.
—Nunca, JAAD. Ustedes los cubanos no tienen fulas pa’pagarme.
—JAAD, no es cubano, chica bonsái. Soy un marciano que nació en Saturno y vive en la Tierra.
—No importa de dónde eres, JAAD. No tienes dólares. Estás liquidao.
Ella, sin embargo, era demasiado optimista. No había pensado que la buena suerte dura poco en La Habana Vieja.
Una noche necesitó ayuda.
Nunca supe por qué me buscó. Quizás por el miedo o la soledad en que vivía. Tal vez porque parecía un cura con mi calva o un tipo asexual por haber perdido cuatro dientes. Pesaba cincuenta kilos y parecía inofensivo. Me había confundido con un payaso.
Lo cierto es que estaba frente a mí provocativa y hermosa.
—Oye, JAAD. Estoy metí’a en tremendo lío.
Tenía una cicatriz en la mejilla derecha. Me gustaba su pelo largo y encrespado y su pavoneo todavía infantil.
—Hay un muerto. Yo no sé cómo fue pero hay un muerto.
Me abrazó.
—¿Te está buscando la policía?
—No sé. No sé na’, JAAD. Vámonos de aquí.
—¿Pero adónde? Yo no tengo un centavo ni dónde meterme.
—¿Me vas a ayudar, sí o no?
—Claro. Claro que te voy a ayudar
Abrió el monedero y me dio cinco dólares. Me dijo que iríamos a la casa donde ella algunas veces pasaba las noches con los extranjeros. Yo debía pagarle a la dueña y no decir nada más. La miré en silencio. Tragué en seco y la acompañé.
—Te advertí que aquí no quería cubanos —dijo la mujer cuando llegamos.
—No hay problemas, mi china. Este es JAAD, un amigo de confianza.
—¿JAAD? ¡Qué nombre tan feo!
Sailín le explicó que yo pagaba bien. La dueña, con sus trescientas libras, me miró de arriba a abajo y comentó que tenía aspecto de policía.
Pedí un poco de agua.
—¿Ves lo que te digo? Los cubanos no hacen otra cosa que pedir. Después, pagan una mierda, lo comentan todo en cualquier esquina y buscan problemas cuando se emborrachan.
Se fue hasta el fondo de la casa para traer el agua.
El lugar se veía limpio, decorado con objetos de yeso, flores plásticas y un altar para los santos lleno de caramelos, dulces y dinero.
Sailín me dio otros cinco dólares. Cuando la mujer regresó se los puse en las manos callosas y manchadas y le dije:
—JAAD, paga bien, no se emborracha, es mudo y si fuera policía la mitad de La Habana estuviera en el tanque.
La gorda quedó feliz con los diez fulas y habló bien de algunos cubanos.
Sailín y yo entramos en la habitación.
—¿Qué vamos a hacer aquí?
—Esperar.
Se sentó en la cama.
Conecté el ventilador.
Abrí la ventana y me asomé.
—¿Esperar? ¿Qué vamos a esperar?
La chica bonsai no contestó. Se quedó abstraída mientras fumaba.
El cuarto era pequeño. Paredes sin pintar. Cama con sábanas limpias, una silla, una mesa y una puerta que conducía al baño.
—¿Será conveniente estar aquí?
—No tengo adonde ir.
—¿Y dónde vives?
—Con Kenia. Alquilamos un cuarto en la calle Esperanza pero allí no puedo ir ¿entiendes? La policía ya debe estar buscándome.
—¿Quién es Kenia?
 Me senté a su lado.
—Mi amiga. Es de mi pueblo pero hace dos años que vive en La Habana.
—¿Qué edad tienes? ¿Catorce? ¿Quince?
—¡Qué importa eso, JAAD! ¿Me vas a ayudar si o no?
Acaricié su pelo.
Me gustaba su boca. Sus dientes. Su lengua rojísima, gorda, juguetona.
—Cuéntame lo que pasó. Si quieres que te ayude me tienes que contar lo qué pasó.
—No sé na’ JAAD, te lo juro. El alemán estaba con Kenia en el cuarto y yo estaba en el baño.
—¿Un turista? ¿El muerto es un turista?
—Sí, pero yo no sé lo qué pasó. Soy inocente.
—¿Dónde fue eso? ¿Dónde estaban ustedes?
—En un hotel. El yuma le pasó dinero a un policía y al tipo de la puerta y subimos sin problemas. ¿Quién se iba a imaginar que iba a pasar esto?
—¿Y dónde está tu amiga?
—¿Kenia? No sé. Yo me fui enseguida. Ella se quedó llorando pero yo me fui enseguida.
Le pedí un cigarro.
Me quedé mirando hacia la esquina de Cuba y Amargura.
Una ventana estrecha con un paisaje encantador.
—JAAD, ¿tú conoces a alguien en la policía?
Me miró con ojos desorbitados y llorosos. Fumaba sin parar y se mordía las uñas.
—Dime, ¿tú conoces a alguien en la policía?
Me gustaba cómo se recogía el pelo y la manera de sentarse con las piernas abiertas. Me fijé que no llevaba ajustadores y se le marcaban los pezones.
—Si tengo o no un amigo en la policía ¿de qué sirve?
—¿Cómo que de qué sirve? ¿Tú estás bien de la cabeza, JAAD? Con un socio en la policía to’ se resuelve.
Toqué sus manos.
Manos frías y pequeñas.
—¿Tienes o no un amigo en la policía?
No dije nada. Ella continuó:
—Yo no sé cómo fue la cosa pero no tengo na’ que ver con ese muerto.
Acaricié sus hombros y la besé en la cara.
Se mordió los labios.
—No te preocupes. Todo se va a resolver.
—Yo hago lo que tenga que hacer. Cualquier cosa, JAAD, pero no quiero ir presa. No hice na’.
—Relájate. Tienes que descansar.
—No hice na’ ¿entiendes?
—De acuerdo, pero tienes que descansar. Acuéstate un rato.
Se sentó en la cama y se echó a llorar.
La abracé y sequé sus lágrimas con mi boca.
Mi lengua recorrió la cicatriz.
—No me toques.
—¿Por qué no? No te voy a hacer daño.
—Todos los hombres dicen lo mismo. Todos quieren lo mismo. Dime, ¿no te gustaría acostarte conmigo?
Dejé de acariciarla.
Me quedé escuchando los ruidos que llegaban de la calle.
—¿Tienes algún amigo en la policía?
—¿Qué quieres que haga?
—Que me ayudes, JAAD. Dijiste que me podías ayudar.
—Bueno, está bien. Cuéntame
—Ya te dije que no sé. Yo estaba en el baño y cuando entré al cuarto el alemán estaba muerto.
—Pero, ¿cómo se murió? Que yo sepa nadie se muere así como así.
—No sé. Yo no sé na’. Dice Kenia que el tipo había comprao coca.
—¿Cocaína? ¿Dónde?
—¡Qué sé yo, JAAD! Me imagino que en la calle. En la calle se puede comprar cualquier cosa ¿no?
Me encogí de hombros. Yo llevaba treinta años comprando libros y preservativos. Una vez, anfetamina, y otra, marihuana. De ahí no pasaba.
Una vida de aficionado en una calle para profesionales.
—Bueno, a lo mejor fue una sobredosis.
—¿Y si Kenia lo mató? Mira, JAAD, Kenia y Jaime son uña y carne y nadie sabe lo que ellos planificaron.
—Espérate un momento, mi socia. ¿Quién coño es Jaime?
—El punto que nos busca a los yumas.
—Un chulo.
—No. Jaime no es ningún chulo. Jaime no nos quieta el dinero como el Negro. El Negro sí era un hijo de puta pero Jaime no.
—¿Y qué pinta El Negro en todo esto?
—Na’. El Negro era un singao. Me picó la cara. Mira. Se tocó la cicatriz.
—¿Por qué?
Se levantó y fue hasta la ventana.
Los senos le saltaban debajo de la ropa.
—Me metió a jinetera. Tenía un amigo italiano que le gustaban las señoritas.
—Pero, ¿por qué te cortó la cara?
—Me dijo que con él iba a ganar un baro largo.
Me presentó al italiano y gané cincuenta faos. Todo fue rápido. Una hora.
—¿Cincuenta dólares por la primera vez? ¿Eso fue lo que pagó el italiano?
—Cien. Fifty-fifty con el Negro.
—Te pagó una mierda. Una virgen vale una fortuna...
—Nadie es adivino, JAAD. Yo tenía doce años. ¿Cómo coño iba a saberlo? En ese momento pensé que era mucho dinero.
Cogió su mochilita y la abrazó como un salvavidas.
Pasaron dos, tres, cuatro minutos. No sé.
Imaginé que La Habana ya no era una ciudad sino un océano. Cada cual abrazaba lo que podía y se dejaba llevar por la corriente.
—¿Y qué pasó después con El Negro?
—Na’. Jineteé pa’ él casi dos años y siempre me daba una mierda.  Entonces le robé.
Recostó su cabeza en mi hombro.
Respiré otra vez su perfume.
Su olor a hembra joven.
Acaricié sus manos.
Sus pies desnudos.
Ella sonrió.
—JAAD, dime una cosa. ¿Tú me hubieras defendido cuando el Negro me picó la cara?
Traté de imaginarme al Negro.
Traté de imaginármela desnuda.
—¿Por qué no fuiste a la policía?
—¿Pa’ qué? No iba a resolver na’.
—¿Cómo que nada? Tú eres menor de edad. La policía iba a creer en ti.
—¿Qué hora es, JAAD?
—¿Por qué no fuiste con tus padres a la policía?
La chica bonsai se echó a reir.
—¿Qué padres, JAAD? Mi mamá es una borracha y vive en Ciego y a mi padre no lo veo desde los ocho años. ¿Qué podía hacer yo sola? El Negro conocía a una pila de policías. Si yo lo denunciaba no iba a pasar na’.
Toqué su vientre por encima de la ropa.
Quedó inmóvil.
—¿No te gustaría vivir de otra forma?
—¿De otra forma? ¿De qué forma, JAAD?
Me arrodillé frente a ella.
Acaricié sus hombros.
Ella reaccionó. Se erizó de pies a cabeza.
Busqué sus labios.
La besé con suavidad.
Un roce.
—Te puedo ayudar.
—Eso es lo que quiero que hagas. Ayúdame.
¿Conoces a alguien en la policía?
—Relájate. Eres inocente. Todo va a salir bien.
Se echó a reír.
—Los hombres siempre dicen lo mismo. To’ va a salir bien y después to’ es una mierda.
Me empujó y caí de nalgas.
—Cuando el italiano me fue a partir me dijo que to’ iba a salir bien. Y fue mentira. Me dolió y a nadie le importó.
—¿Te dolió mucho?
—¿Y a ti qué te importa, JAAD? Siempre duele. Pero después de to’ salí bien. No me dio golpes como le hicieron a Daymaris.
—¿Daymaris es la mulata que anda contigo?
—No. Esa es una comemierda. Daymaris es la prima de Kenia. La partieron a los trece, pero tuvo suerte. Le dieron cien fulas pa’ ella sola y después se empató con un español que vivía en Matanzas.
Tragué en seco. Necesitaba tomar ron.
—¿Cuándo vas a ver a tu amigo?
—¿A quién?
—A tu amigo el policía. ¿Tienes o no un amigo policía? ¿Tú no me estás engañando, JAAD?
—Rélajate. Duerme hasta mañana. Mañana vas a pensar con más claridad.
—¿Hasta mañana? ¿Qué estás diciendo, JAAD? Lo que le pagamos a la gorda es por tres horas.
Regresé a la ventana.
En la esquina de Cuba y Amargura los gatos merodeaban el basurero. Un viejo en muletas azoró a los animales y se sentó a comer los desperdicios.
—¿Por qué Jaime es diferente? Jaime y el Negro no son diferentes Sailín ¿entiendes? Todos los chulos son iguales.
—¡Qué importa eso ahora, JAAD!
—¿No quieres que te ayude? Te estoy ayudando. Dime, ¿por qué Jaime es diferente?
—Jaime nos busca hombres normales. Gente que no sea morbosa. Hay turistas que lo que quieren es que hagamos tortilla o que se la mamemos a un perro o quieren filmar una película porno. Los tipos que busca Jaime están en otra cuerda ¿entiendes? Vienen buscando pareja pa’ lago serio. Con Jaime tengo la oportunidad de conocer un yuma pa’ casarme y olvidarme de este país de mierda.
—¿Y dónde se quedó Jaime?
—No sé. La última vez que lo vi le estaba vendiendo ron y tabacos a unos franceses.
Me quedé en silencio.
—Tienes que ayudarme, JAAd.
—¿Ayudarte? ¿De qué forma te puedo ayudar? No vas a entender nada. Nada. Ni una palabra.
—Sí, JAAD, tú me puedes ayudar. Ve y habla con tu amigo.
Acaricié su mejilla y mis dedos delinearon sus labios y ella cerró los ojos y yo contuve la respiración y me pegué a su cuerpo y estaba fría y la besé en la boca.
—Si me ayudas te prometo una cosa.
—¿Qué cosa?
—Ya sabes, podemos echar un palo.
—¿Un palo?
—Sí, un palo. Pero uno solo. Te va a salir gratis.
—¿Siempre lo haces por dinero?
—Claro, JAAD. La vida está muy dura.
Me quedé contemplándola.
—Verte desnuda sería un sueño. Verte desnuda y hacerte el amor.
—Me da risa tu manera de hablar. Hacer el amor y echar un palo es lo mismo. Dime, ¿vas a ir a ver a tu amigo?
Contemplé sus teticas saltarinas y su cintura estrecha.
Sus nalgas compactas debajo del vestido.
Su abdomen sin una gota de grasa.
Y se quitó la blusa y acaricié su pelo y sonrió y cruzó los muslos para que yo viera su entrepierna y quedó inmóvil esperando una respuesta.
—Sí. Cuando salga de aquí voy a ver a mi amigo.
—Pero no me engañes, JAAD, que se lo digo a Jaime.
—No, no te engaño. Te lo prometo.
Me besó y me mordió los labios.
—Yo no hice na’. Soy inocente.
Nos besamos. Y toqué sus muslos y toqué entre sus muslos y nos besamos y la abracé y la volví a tocar y la abracé y nos besamos.
Me quité los pantalones y ella cogió mi cosa entre sus manos.
—¿De verdad que tienes a un amigo en la policía?
Estaba arrodillada frente a mí.
Me miró con picardía. Una mirada tan maliciosa en unos ojos tan ingenuos.
—Sí. Ya te dije que sí. Se llama Carlos. Capitán Carlos.
Y La chica bonsai abrió la boca.
Estuvimos tres horas sudando. Nos olvidamos del mundo y los turistas y de la esquina de Cuba y    Amargura y de los gatos vagabundos y los viejos pordioseros. Respiré el olor de la lluvia. Iba a llover.
Cuando terminamos la abracé.
Besé la cicatriz.
Besé sus pies.
Ella se reía. Nunca había visto un hombre besándole los pies a una mujer.
Le canté una canción y me dijo payaso. Se burló de mis idioteces.
Rompió a llover y me recordó que tenía que ayudarla, que no la engañara, que Jaime no es fácil, hombre a tó’, te raja la cabeza y te corta la cara y le canté otra canción y llovió mucho, muchísimo. Casi una tormenta.
Desde la cama y a través de la ventana miré al cielo. Sailín se había dormido.
Imaginé que un platillo volador me recogía para largarme de este planeta.
A lo lejos escuché una sirena.
Me vestí en silencio.
Recogí mis documentos y las llaves.
No tenía un centavo. Recordé que estaba liquidado.
Abrí su bolso.
Preservativos. Pintalabios rojo. Un cepillo. Veinte dólares.
También una muñeca. Pequeña. De ojos azules.
No cogí el dinero.
Escuché la sirena más cerca.
Bajé las escaleras pensando que la buena suerte dura poco en cualquier parte del mundo.
Salí a la calle. Todavía estaba lloviendo.

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Este texto pertenece al volumen de cuentos Adiós a las almas. Revista Corónica lo reproduce con autorización de su autor.

Imagen: Alexander Deineka

Tres escenas para títeres, por Nikai Igaido



Laberinto 3
(Memoria)


(En un escenario oscuro donde sólo se ve una mesa, una pequeña cama sobresale. Una pequeña cama y adentro de ella bajo las mantas, recostada su cabeza sobre almohadas altas, un títere hermoso que representa a una mujer joven y enferma. Eso es todo. Una habitación. Desde el fondo se acercan dos inmensas sombras, los titiriteros vestidos de negro. La titiritera espera y su sombra apenas se entrevé. El titiritero se acerca más y entra de un modo más pleno al chorro de luz cenital que ilumina la mesa; lleva un muñeco en las manos que representa también a un hombre joven pero su rostro no es hermoso sino deformado por el miedo y la duda. El titiritero juega con el títere detrás de la mesa, le da vueltas en el aire, lo contorsiona extrañamente, cosa a la que el muñeco no se resiste: se deja manipular como si en ello encontrara un placer de movimiento. En un momento dado el titiritero aterriza sobre la mesa los pies del muñeco y entonces toda su energía se enfoca en la cama donde está la otra muñeca, es evidente que quiere llegar donde ella y hablarle).

Títere de Hombre Joven : (Se acerca mira a la mujer dormida, dice como para sí:) Hermana.

(La titiritera se acerca desde la penumbra y toma posesión de la muñeca. Es un momento intenso, como si energía de pronto reanimara un cuerpo. Viene de atrás, y sus manos evidentes son como aves que se posan sobre la Títere de Mujer Joven que hasta ese momento estaba dormida.)

Títere de Mujer Joven: (Se despierta) ¿Usted? ¿Cómo?
T.H.J: (Emocionado) Les pedí que me dejaran entrar... lloré... sólo les pedí estar a solas con usted un momento. (Se detiene a tocarle la cara...) Hermana...
T.M.J: (Le retira la mano de la cara, como asustada o preocupada de repente) No me diga así que pueden estar cerca.
T.H.J: ¿Pero ahora qué importa?
T.M.J: Importa... Él nunca me dijo si sí o no (Señala al titiritero),  yo le pregunté, le insistí, al final sólo me dijo que no sabía.
T.H.J: (El titiritero abre inmensamente su boca como si fuera a reír, pero no ríe, justo antes de la carcajada se detiene y vuelve a la expresión neutra con la que se le conoció antes, como si no estuviera presente en estos dramas pasionales de muñecos) ¿Que no sabía? Si cuando hemos hablado nunca me lo niega. Me da mucha rabia que sea tan...
T.M.J: No, mejor no hablemos otra vez de esto... (Baja la voz) Ya sabes que para mí tú eres mi hermano, pero no podemos decirlo en voz alta, eso es todo... mejor no hablemos de él,   (Señala vagamente la sombra gigante de hombre que hay detrás del otro muñeco, éste intenta mirar atrás  de sí pero al parecer no ve nada)... Igual, hablar de eso es perder el tiempo y más ahora que sabemos que ella ya está acá.
T.H.J: No la nombres, por favor, ella es precisamente lo que no se sabe (La titiritera en este punto mira para todos lados, lentamente, como preocupada de que la puedan estar viendo, pero no asustada, más bien con una mirada incisiva de serpiente, después de un momento de revisarlo todo y tal vez al no sentir ningún peligro de ser vista vuelve a posar su mirada fría sobre la muñeca). Yo todavía te quiero ver feliz, jugando conmigo, separarnos justo ahora que estamos juntos...
T.M.J: Yo sé que te duele, pero no podemos hacer nada... (Silencio) Pero no te quedes así (Una luz azul invade la mesa, ella se incorpora en la cama hasta sentarse), siempre podemos imaginar los campos que no caminaremos, y soñar los atardeceres que no veremos... tú eres tan dulce cuando quieres... sueña un poco para mí esos campos ¿si?, y cuéntame de esas tardes, tu sabes que es más lindo porque nunca han sido y ya no van a ser posibles.
T.H.J: Hablas como si la conocieras, pero te repito que ella es precisamente lo que no se sabe... (La titiritera vuelve a repetir su mirada incisiva sobre el espacio, pero esta vez parece un poco más incómoda, además de mirar olfatea, olfatea ruidosamente.. se acerca al Títere de hombre Joven y lo huele profundamente, después de olerlo vuelve a su posición neutra. Todo esto debe hacerlo sin que en lo posible se noten alteraciones físicas de la muñeca que manipula; no debe nunca separar sus manos de ella)      
T.M.J: Mejor cuéntame una historia, no digas cosas que ya sé. Nadie la conoce, pero yo puedo sentir que ella ya está presente (De nuevo la titiritera se siente aludida, esta vez su mirada es un poco nerviosa, y en su cara se dibuja una sonrisa antes de volver al estado neutro)
T.H.J: ¿Puede ser una historia triste?
T.M.J: Sólo si no significa nada.
T.H.J: Es muy difícil.
T.M.J: Entonces más bien inventa para mí todos los recuerdos de los juegos que no jugamos cuando niños (la luz cambia de azul a roja y a amarilla una y otra vez rítmica y suavemente) voy a tratar de recordarte, en esos días, debiste haber sido un niño muy lindo, parecido a mí.
T.H.J: (Sonríe) Ese juego me gusta, podemos incluso recordar la casa donde no vivimos, sus largos corredores, su patio interior tan grande bajo cuyas plantas altas no nos acostamos.
T.M.J: Sí... ¿te acuerdas de los gatos?
(Una suave música alegre empieza a sonar)
T.H.J: Claro, a ti te gustaba más jugar con ellos.
T.M.J: Tú eras uno de esos niños que prefieren siempre lo que no tienen. Dragones, gnomos, apariciones... yo nunca pude entender bien por qué no te bastaba con los gatos. Para mí los gatos y los buhos son más increíbles que esos gnomos que nunca pude ver.
T.H.J: Yo una vez vi uno, y cuando te conté dijiste que me creías, pero yo sabía que no. A mí me hubiera gustado ser uno de esos gatos.
T.M.J: ¿Y no recuerdas cuando te disfrazaste de gato?
T.H.J: Sí, (sonríe) era una broma... era para que me acariciaras pero maullé tanto en tus brazos que todos se escandalizaron, tus tías, tus primas... tú estabas vestida de Atenas.
T.M.J: Lo mejor fue la cara de mis tías cuando tú te paraste bamboleando la cola y les querías pegar con ella como si fuera un látigo.
T.H.J: Hasta tu papá se rió ese día. (Se corta la música y la iluminación vuelve a ser tan simple como al inicio. El titiritero abre inmensamente los ojos. Y dice en voz alta: “¡No!, yo no estuve en esa fiesta”. Y luego sonoramente escupe en la muñeca y después en el muñeco. Ellos parecen no darse cuenta. La titiritera mira complacida al titiritero mientras hace todo esto, sonríe sutilmente. Después de escupir el titiritero vuelve a su expresión neutra).
T.M.J: (Se acomoda en la cama, carraspea, seria de repente) ¿Mi papá? La verdad no me acuerdo si él estaba... (Se quedan callados y se miran... él se acerca para tocarla, mira al suelo, lentamente. De un momento a otro ella grita contenidamente y se lleva las manos a la cabeza) Me ha comenzado a doler de nuevo, creo que está vez será más fuerte, vete, no quiero que me veas... y si ella me lleva quiero que sepas que no importa (La titiritera vuelve a abrir los ojos, mira a todos lados y dice, como dirigiéndose especialmente al Títere del Hombre Joven, su voz es lenta y profunda: “¡Tres veces, tres veces me ha nombrado!, tranquilo joven, ¡sólo te volverá a hablar en sueños!”, ríe, es grosera, burda por momentos como una hiena con su larga carcajada, babea. Luego vuelve a mirar neutramente a su muñeca, ella continua hablando, es evidente que ninguno de los dos títeres ha escuchado nada), imagina cualquier cosa y será un recuerdo compartido... los muertos nos acomodamos bien en todas las memorias (intenta sonreír) por eso es cierto... vete, llama a la enfermera. Discúlpame, perdóname (bajando la voz) hermano...
T.H.J: No digas eso, trata de ser fuerte... voy por la enfermera (sale corriendo).

(La Muñeca se queja cada vez más y se pone una almohada en la boca para asfixiar un grito. Entra la enfermera seguida de un grupo. Con ellos viene el Títere del Hombre Joven que no se atreve a atravesar la puerta y se devuelve. La puerta la cierra el último familiar que entra. La titiritera alza el cuerpo de la muñeca y se lo lleva. La luz se corta y todo es más oscuro incluso que al principio.)



Laberinto-1   

En un espacio teatral oscuro, abierto únicamente en el frente para los espectadores, un espacio digamos de 3 metros de ancho, tres metros de fondo y dos de alto, suenan pesuñas, pesuñas corriendo sobre la arena. Poco a poco sobre las paredes oscuras del fondo, de los lados y de arriba empiezan a aparecer diminutas luces brillantes organizadas según la imagen de un mapa estelar de una noche de San Juan (la noche del 24 de junio) en las coordenadas 35º N 24º E, que son las coordenadas de Creta. A pesar de las pequeñas luces sigue oscuro, pero se empiezan a escuchar al fondo pesuñas que corren sobre la arena y también los bufidos ocasionales de un toro, sus respiraciones que varían de volumen, desde el susurro hasta la inequívoca respiración de un toro exhausto. En oscuridad, desde  que aparecen por completo las estrellas, transcurre un minuto. Poco a poco, y al tiempo que el sonido de los bufidos y la respiración del toro, se escucha un gentío lejano que chifla y aplaude a lo lejos. A veces suenan cornetas. Es ambiente de fiesta, se escucha cada vez más fuerte esta alegría exaltada junto a la respiración del toro, incluso a veces se distinguen algunas ¡vivas! lejanas y también sonido de cornetas. Pasados treinta segundos desde que se escucha por primera vez la muchedumbre y a medida que sube su volumen tres luces rojas frontales que nacen desde el piso a  treinta centímetros una de la otra y que tienen su foco en la pared del fondo del escenario empiezan a alumbrar paulatinamente a dos figuras diminutas enfrentadas: una es la de un toro, otra la de un hombre con espada. Las dos figuras son rojas, casi invisibles ante la luz y es su sombra grande en la pared del fondo lo que más se ve. A medida que sube el volumen del gentío y la luz es más fuerte, las dos figuras se acercan con un mecanismo que tiene un sonido amplificado y que recuerda el segundero de un reloj, y mientras esto sucede empiezan a sonar eventualmente el sonido del flash de una cámara y cada sonido es acompañado por el repentino fulgor de alguna de las estrellas que  rodea el escenario. Mientras las figuras siguen acercándose es más y más frecuente el fulgor explosivo de la luz de algunas estrellas acompañados por su sonido fotográfico y este fulgor hace que se desdibuje por instantes la sombra del toro y el torero en la pared. Cuando las dos figuras finalmente se encuentran el volumen del gentío es lo más fuerte posible, la luz roja es también muy fuerte, de pronto hay un gran flash, las figuras caen, las luces rojas se apagan y cuatro luces color día se activan en cada una de las esquinas de la pared superior del escenario iluminándolo todo: ahora se ve que junto a la pared del fondo había un grabador de cinta magnética que todavía gira, de repente de una de las paredes laterales entra una mano y hundiendo un botón rojo apaga la grabadora y todos los sonidos de la escena cesan. Así, en silencio y con las cuatro luces día del escenario encendidas transcurren doce segundos, después la mano hunde de nuevo el botón rojo del grabador y las figuras del toro y el torero vuelven lentamente con sonido de segundero a sus puntos de origen y empieza a escucharse la voz de un hombre que sale también del grabador. A medida que la voz del hombre habla las cuatro luces día encendidas empiezan a apagarse y cuando la grabación termina todo está exactamente como al inicio de la escena. En ese momento y pasados algunos segundos vuelve a repetirse todo hasta el punto que el director quiera.

Texto de la voz de Hombre en el grabador:

Las pesuñas no se escuchan, cuando pasan al lado de uno las pesuñas sólo se perciben como arena levantada entre las patas. La historia es antigua: entre las luces nos buscamos para hacernos foto, para aparecer entre los ojos, vida de la gente. Queríamos un lugar así, que nos recordara el laberinto al medio día, y también tenía que estar el rojo que brillante es lo que los dos tenemos dentro y que nos une. Aparecimos solos, justo en el instante de esta representación teatral y nos perseguimos, nos buscamos en todos las imaginaciones, todos los sueños, las pinturas, desde los tiempos del primer sacrificio, acaso en Knossos. El plateado de las playas de Creta en ciertos días luminosos también tenía que estar acá. Creamos el escenario donde aparecemos, donde somos, cruzamos el río juntos y bailamos. Las pesuñas no se escuchan, no somos sonido, sólo imagen detenida, y al fondo, claro, tenía que estar esa barrera circular que representa, que es también, un callejón del laberinto. El laberinto no es cerrado, es abierto, y en su playa abierta al sol del medio día se va la sombra del suelo y puede aparecer el mayor prodigio que es la muerte: él siempre busca que yo muera y yo también busco que se muera, pero la muerte la alejamos con la luz en esta escena que perpetúa a eternidad la danza.


Laberinto -2


Preliminares:

En una mesa hay un marco de dos metros de ancho por uno y medio de alto, el marco es sostenido por dos manos que salen de la mesa y que lo empuñan desde la base de lado y lado. Las manos pueden ser de cualquier material, pero es importante que impriman la sensación de que son manos de verdad las que sostienen desde las dos esquinas este marco. Justo en el centro hay otro marco más pequeño de cincuenta centímetros de ancho por treinta centímetros de alto sostenido por un cordel negro atado del travesaño superior del marco grande. Ambos marcos son parecidos y sería bueno que tuvieran algún tipo de trabajo de ebanistería que los orne, esto para buscar que atraigan la atención sobre su ser de marcos. A ambos lados y arriba del marco superior una tela negra se extiende ocultando todo lo que está afuera, y detrás del marco pequeño también se extiende una tela negra, dejando solamente el espacio suficiente como para que algunos objetos se muevan ahí detrás del marco pequeño; este sería el telón de fondo.

En un primer momento en la escena sólo se ve un diminuto títere de guante que representa a una persona bastante común (y aquí cada uno imagine lo que quiera) sentado en una silla mecedora en  la esquina derecha, sólo esto y el marco pequeño colgado en la mitad del espacio.        

Primer momento:

Después de unos momentos en silencio empieza a reclinarse la silla, y este ir de una lado al otro pendular, tan característico de las sillas es singularmente sonoro y pareciera atraer sonidos del campo o de la selva ya que inexplicablemente muchos insectos, pájaros, trotes de animales, ocasionales peleas fieras se empiezan a escuchar a lo lejos cada vez más fuerte a medida que la silla se inclina y se reclina más y más rápido. Ahora es completamente evidente que alguna relación tiene que haber en todo esto, pero al menos por ahora es un misterio.

De un momento a otro, por la izquierda, entra un muñeco de cuerpo entero, vestido de persona bastante común (y aquí también cada uno imagina lo que quiera), empujado por una mano, vestida de azul, desde la espalda. Justo en el momento en que este muñeco empujado desde la espalda entra, el sonido de los animales y el reclinarse de la silla se detienen al parecer coincidencialmente, aunque en el aire queda una inquietante incertidumbre de si no se estará ocultando alguna cosa. El muñeco entonces se desplaza muy lentamente en dirección del marco pequeño colgado en el centro, no camina, es empujado y no opone resistencia a esa mano azul que es casi del tamaño de su espalda, sin embargo sus manos, y este detalle, también inquietante, no señalan la dirección hacia la cual lo arrastran, sino que señalan la dirección contraria, pero ¿y cómo podría oponer resistencia?

En el momento que surge esta legítima pregunta entra una mano roja desde la derecha, y en su paso, empuja la silla ya casi olvidada de la derecha que empieza a balancearse de nuevo con su ya casi conocido, pero no por eso menos inexplicable, acompañamiento insecto-animal-musical con el que desde ahora se le reconoce. La mano roja, después de empujar la silla sigue su camino, es claro que no le importa nada todo ese ruido, o es sorda, porque no se altera, sólo sigue, va al encuentro del muñeco que en este punto ya casi ha llegado al marco pequeño y lo empuja desde el frente hacia atrás impidiendo que avance; incluso algunas veces le gana terreno a su opositora pero entonces siempre la mano azul lo recupera. Ahora nuestro muñeco ya tiene las manos arriba, seguramente como suplicando, y la fuerza de las dos manos hace que de vueltas, vueltas y más vueltas en medio de ese extraño cuarto con marco que ahora vemos. En ocasiones, dando vueltas pasa por en frente del intrigante marco central colgado y cuando esto pasa y por el breve instante en que lo cruza se enciende una luz azul, si viene de derecha a izquierda, o también mientras lo cruza, es roja la luz si se devuelve.

Cuando es evidente que nuestro muñeco está cansado y casi angustiado por esta inusitada y violenta manipulación a la que se le somete, y tal vez ya se han prendido las luces  rojas y azules unas tres veces, se escucha un grito al fondo que poco a poco va subiendo la intensidad hasta hacerse bastante abrumador y es evidente que aunque al principio no era un grito de él, ahora el grito casa exactamente con un grito de la nunca escuchada hasta ahora voz del muñeco vapuleado. Mientras el grito llegaba a estos niveles de unión con el ser del muñeco, éste había seguido dando vueltas, girando entre las manos roja y azul e incluso se levantaba por momentos del suelo con las manos abiertas como si fuera un helicóptero que hace los primeros intentos para despegar. Al terminar el grito nuestro muñeco cae al suelo abandonado por ambas manos, extenuado y las manos también se retiran. Ahora sólo está la silla que ha seguido moviéndose desde que la mano roja la empujara y los muchos insectos y animales que afuera acompañan a nuestro personaje con su ruido.

Segundo momento

Inesperadamente la mano roja aparece de nuevo y levanta el títere que hasta ahora sólo había sido un espectador en su silla. El títere que ahora es levantado por la mano vuela por todo el escenario y se acerca y parece estudiar el cuerpo de nuestro muñeco tirado en el piso. Se acerca a él desde el aire, lo huele, lo inspecciona, y después se aleja; al parecer va a volver a sentarse en el sillón pero a último momento se devuelve y de manera decidida se calza en la mano del muñeco que la mano roja que lo lleva ha levantado previamente.

Ahora es evidente que el títere ha poseído al muñeco, que lo dirige inexorable desde la altura de su brazo levantado. En un primer momento el títere no sabe qué hacer con su nuevo cuerpo, se queda quieto, pero después lo hace girar y se nota que la mano roja es su aliada porque es ella la que aplica la fuerza muscular que anima al muñeco. Da vueltas ahora por una de las mitades del extraño cuarto el muñeco del títere, cuidando nunca de ponerse en frente del marco que ahora en realidad también es un espejo, a veces salta y se eleva por los aires y es grácil y fluido su movimiento por los aires, incluso a veces parece detenerse mágicamente por los aires, y baila como si fuera un bailarín encantado que ha encontrado la forma de nunca tocar de nuevo el piso: cruza hasta la otra mitad del cuarto pero lo hace por los aires sin ponerse nunca en frente del espejo. Al volver a la tierra el muñeco del títere se sienta en la silla reclinable y parece pensar pero es en realidad el títere el que piensa. Al sentarse detiene la silla que a su vez acalla la música animal de afuera, ahora está todo en silencio de nuevo.

Tercer momento      

El muñeco del títere rompe su inercia al observar cómo por el pequeño marco central colgado sale humo, este humo lo inquieta porque tiene el presentimiento de que está oscuramente ligado a su propia vida, no sólo lo inquieta, en realidad lo aterra. En un primer momento se levanta y se oculta, acurrucado, detrás de la silla, pero el humo sale cada vez más abundantemente, y ahora además tiene olor, huele al olor inconfundible del tabaco rubio procesado por las multinacionales.

La mano azul que hace tiempo que no hacía acto de presencia entra toda desplegada haciendo evidente cada uno de sus dedos y se dirige desde la izquierda, todo indica que va hacia donde el muñeco del títere tiembla envuelto además en la mano roja que indudablemente es aliada del títere, si es que no es también ella una esclava de él, pero esto por ahora no se sabe. La mano azul toma al muñeco del títere por las piernas y lo arrastra en dirección al espejo, la mano roja opone alguna resistencia, pero no mucha (¿es una traición al títere, o es todo un plan que no se entiende?). La mano azul ya casi ha llevado a nuestro muñeco al centro, ahora está de frente al espejo y se encienden ambas luces roja y azul y el títere, llevado por la mano roja sale de la mano del muñeco, que ahora vuelve a ser nuestro muñeco. El títere, evidentemente derrotado y furioso, entra por el espejo y ahora observa el rostro de su antiguo muñeco desde el otro lado. Ahora se hace plausible que todo era un plan de las manos para atrapar al títere del otro lado, pero esto sólo se supone, no se sabe. El títere se convulsiona en los márgenes del marco del espejo, grita, gruñe, pero por más que lo intenta no puede escaparse de la mano roja que de algún modo extraño lo lleva, lo aprisiona. Grita y pareciera morder el títere, pero nada de esto importa a la poderosa mano roja que ahora lo lleva.

Mientras tanto nuestro muñeco pareciera disfrutar ahora de una libertad inusitada, se mueve por el espacio, da vueltas, gira , y ya no le importa pasar frente al espejo desde donde el títere lo mira, pareciera incluso sentirse feliz con la mano azul que lo lleva, bailan juntos mientras el otro grita. Pero ¿qué sucede? Que el títere al parecer domina brevemente la voluntad de la mano roja (¿o es todo un plan que no entendemos?) y se retira por un momento hacia lo más profundo del otro lado del espejo y vuelve con un cigarrillo larguísimo encendido (es claro ahora que de ahí venía el olor) e intenta herir con la lumbre encendida al muñeco que aún no se ha dado cuenta de este peligro y baila. El cigarrillo que sale del marco sostenido por la mano roja (¿es ella o es el títere quien hace todo esto?) intenta quemar al muñeco que al darse cuenta de este peligro se tira al suelo, se acurruca y se cubre con la mano azul que ahora lo abriga.

Cuarto momento          

Al parecer el títere no da tregua con su resentimiento y ha mandado (¿o lo hace por voluntad propia, o siguiendo algún oscuro plan que aún no conocemos?) a la mano roja a que coloque el cigarrillo parado en medio del extraño cuarto donde toda esta realidad sucede. Es un cigarrillo largo, pero se entiende que cuando se acabe la vida del muñeco también habrá terminado. Ahora el títere se vuelve a mostrar detrás de su espejo, pero aparece feliz, y a su vez danza con la mano roja que ahora, al parecer, controla. El cigarrillo se consume lentamente en el piso. El Muñeco lo rodea y trata de apagar soplándolo pero es en vano, intenta ventilarlo con la mano, pero no se apaga. Incluso en un momento, y llevado indudablemente por la desesperación intenta apagarlo con su mano directamente en la braza pero sólo al acercarse grita. Es evidente que el fuego es demasiado grande para ser apagado por una mano tan pequeña. Detrás del espejo el títere se ríe. Al parecer a nuestro muñeco sólo le resta lo, hasta hace apenas un momento, impensable; seguramente tendrá que cruzar al otro lado del espejo y enfrentar al títere manipulador y a su posible mano roja. Hacía allá se encamina como un héroe; es llevado ágilmente por la amigable mano azul que ahora es su corcel guerrero, ya entra por medio del espejo, la cabeza primero, atrás los pies, el cigarrillo se sigue consumiendo ¿podrá hacer algo en ese universo al que se dirige tan desconocido?


Quinto momento

¿Qué ha pasado con ese espacio tan pequeño al otro lado del espejo que al parecer ha crecido tanto como si una tela negra que lo ocultaba todo hubiera caído? Tal vez precisamente eso, pero ahora se ven dos caras de seres humanos, dos cabezas llenas de pelo en la parte superior y poros por toda la piel que miran con los ojos muy abiertos, y como sorprendidos la llegada de este muñeco que ahora  está en sus dominios. Al lado de cada cabeza están cuatro manos que presumiblemente pertenecen de algún modo oscuro a estas cabezas. Las manos, una roja y una azul a lado y lado de las cabezas, se abren y se cierran mientras el muñeco mira todo abstraído, como ausente, parado sólo (seguramente la mano azul que lo servia es una de las manos azules que ahora se abren y cierran al frente y esto, es posible, lo confunde tanto que él ha quedado sin acción ninguna), y mientras en la esquina izquierda el conocido títere se reclina en una silla mecedora idéntica a la que ha quedado vacía en el otro lado del espejo. Ahora las manos vuelan por los aires, mientras las caras de las cabezas empiezan a abrir la boca y a cerrarla. Mueven los ojos a lado y lado... sí, las manos y las cabezas y sus caras están realizando una coreografía de gestos que seguramente es una bienvenida que le hacen al muñeco, pero de todos modos él parece no entender, sigue quieto y sin movimiento frente a todo lo que se le muestra.

De un momento para otro una mano roja y una azul atraviesan sin ningún problema a la dimensión de enfrente donde el cigarro ha seguido consumiéndose y ambas lo alzan y lo traen cerca a ellas, pasándolo también por el espejo, y mientras lo manipulan cooperativamente de esta extraña manera, dándole vueltas en el aire y pasándolo entre los dedos, las otras dos manos han ido por el títere que había continuado solo en su silla, y que ahora parece más inerte como si fuera sólo un objeto y no él títere que hasta hace poco conspiraba, tenebroso, para acortar, con la magia del cigarrillo, una vida. Mientras las manos que trajeron el cigarro juegan con él, como si no fuera un objeto precioso para nuestro muñeco, que oscuramente representa su vida, las otras manos también juegan con el títere, como si fuera sólo un juguete, y mientras tanto nuestro muñeco, aunque ya no sabemos si sigue siendo nuestro, sigue inerte, como si de alguna oscura manera el cambio de dimensión también lo hubiera insensibilizado....

¿Y qué pasa ahora? Una de la manos que se lleva el cigarrillo se acerca al muñeco y con sólo empujarlo levemente este cae, inerte y se queda tirado en el piso, y una de las manos que lleva el títere lo posa encima de su cuerpo que ahora es sólo el de un muñeco. La mano que se ha quedado con el cigarrillo lo acerca a la boca de una de las caras y ésta, con una boca precisa para una acción tan extraña le da una pitada larga que evidentemente lo consume más rápido, mientras la otra cara refleja una satisfacción grande, y estira los labios, para evidentemente, pedirle a su compañera fumar también un poco. El cuerpo del títere y del muñeco siguen inertes en el piso. El cigarrillo sigue siendo fumado, las manos y las bocas claramente aliadas se lo pasan de dedo en dedo y de labio a labio, y cuando ya está a punto de terminar dos manos una roja y una azul agarran al muñeco inerte y al títere y los devuelven por el espejo.

Ahora el muñeco tiene el títere puesto en la mano, y está sentado en suelo, como meditando. Así los han dejado las manos hace apenas un momento. La mano que lleva al títere está levantada, seguramente en señal de poder y autonomía, o al menos esto parece. Justo antes de que se acabe el cigarrillo las otras dos manos que no llevaron al muñeco y el títere al otro lado trasladan solemnemente el cigarrillo hacia donde el muñeco está sentado, tranquilo con su títere en la mano. Las caras ahora tienen un rostro neutro, atento, y miran al frente sin moverse. Las manos que sostienen el cigarro lo apagan sobre la cabeza del muñeco de sí mismo y este en vez de gritar por el dolor sonríe como quien ha llegado al éxtasis de una revelación que no se puede describir de tan oscura. Las caras de atrás sonríen y se miran entre sí, después cierran los ojos y toda acción allí termina.

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Imágenes: Jean Ignace Isidore Gerald Grandville (1803- 1847), caricaturista francés. Ilustró Los viajes de Gulliver. Más información.
               

Ver llover, un cuento de Julio César Mazo Gonzalez


Concluí que esos eran los pensamientos de un tipo que llevaba demasiado tiempo solo, ajustado a la sospechosa alegría que pueden provocar los libros, con sus simulacros de sueños y consuelos. 
Julio Paredes

Cuando le dije lo que le dije, cuando confesé, por primera vez, que la experiencia que tengo de esta ciudad comenzó con las palabras de un hombre fastidiado y simple, su reacción no pudo ser otra. Digamos que le sorprendió que un hombre como yo, cuya apariencia es la de un viajero incansable, jamás hubiera dado un paso, después de tantos años, fuera de su propia casa.
–Pues sí señorita, así fue como comenzó todo esto –le dije queriendo ignorar su rostro, olvidando quizás que esa sería la única expresión posible ante mis palabras. –Lo primero que supe fue que esta Bogotá era tan fría como la destemplanza interior de la abstinencia –entonces me detuve, no solo porque me sorprendiera el hecho de haber guardado en mi memoria estas palabras, sino porque noté la incomodidad de ella al ignorar por completo lo que le decía–. Sí, fue en una carta de Burroughs, una en la que describe mejor que nadie esta ciudad, incluso en eso de una ciudad triste y sombría, es más, creo que nadie pudo decir algo mejor –de nuevo guardé silencio, esta vez por el simple placer de repetir en mi interior aquellas palabras que hace ya tantos años me llevaron a conocer mis calles desde un sillón. Sí –sentencié como si me encontrara ante un juzgado– así comprendí que no hay nada afuera que desde aquí no pueda conocer.
A pesar de su confusión no pude detenerme, simplemente seguí, me perdí en razones mediadas todas por el eterno aburrimiento de la soledad. Ella me miraba, queriendo atrapar algo de todo ese tránsito de palabras, queriendo capturar, desde su ingrata posición de periodista, la razón de tanto silencio. En cuestión de minutos le conté mi corta vida, lo que vale la pena, solamente el tiempo que he pasado aquí. Comencé, como ya lo he dicho, por la carta del hombre aquel que por razones que ahora no importan terminó en esta Bogotá de grises. Le pregunté si no creía innecesario y peligroso que tantos caminaran estas calles, si no estaba de acuerdo conmigo al pensar que lo mejor es que otros se despedacen afuera, para que así el resto, los que permanecemos, podamos contar sus historias, si no era apenas lógico leer en el rostro de estos barrios un fatal anuncio, sobre todo si tenemos en cuenta sus nombres, que son como advertencias: Las Cruces, Los Mártires, La Soledad,  Babilonia, La Fiscala, El Retiro, y otro centenar que lo único que hacen es recordar al pasante su fragilidad. Tras las cruces vienen los mártires señorita, no le parece suficiente, pues a mí sí, y aun si esa fuera mi única razón me sentiría igual de satisfecho de hacer lo que hago, de estar sentado leyendo un mundo al que no le cambian nada más que los nombres, escribiendo día y noche las guías que a usted tanto interesan.
–Lo más difícil de mi trabajo… haber, déjeme pensar –la pregunta era difícil, no solo porque jamás consideré mi ocupación como un trabajo, ni siquiera creo que haya en ella algo excepcional, sino porque me resulta tan natural  hacer estos mapas y escribir estas líneas que entregarles semejante rótulo era también quitarles todo su encanto. –La verdad señorita –me decidí a contestar después de un largo silencio– creo que en lo que hago no hay nada difícil, y estoy tan seguro que la invito a probar, solo necesita paciencia y la perspicacia suficiente para entender que la nuestra es una ciudad terriblemente inmodificable –guardé silencio. Aquello de terriblemente inmodificable me gustó, tanto como a ella le debió molestar. Noté en su rostro una expresión de acaso no cree que el crecimiento de la ciudad y el aumento de… por eso le sonreí, quise ser amable y cambié así el tono de mis palabras. –Bueno, lo que quiero decir es que hay cosas que difícilmente pueden cambiar, usted sabe, todo eso de la violencia, la pobreza, la ignorancia, esos pequeños y siempre molestos baches que no pueden faltar en toda gran ciudad –hice un gran énfasis es esta última parte, queriendo inútilmente resaltar que estos eran inconvenientes comunes en todo el mundo, pero luego, casi inmediatamente, entendí que lejos de recomponer, mi respuesta lo único que hacía era aumentar en ella la incomodidad, la ira.
Habiéndose reavivado en mí cierta disposición hacía la cortesía, decidí comenzar nuevamente con mi historia, y así se lo hice saber, demostrándole también que mi interés no era hacerle pasar un mal rato, y muchos menos enviarla de regreso al periódico en el que trabajaba con un artículo tan desalentador como su rostro. Acepté que la lectura de Burroughs había generado en mí cierto impulso, uno que desde hacía tiempo se venía madurando y solo así logró estallar, que había decidido entregar mi vida a este oficio porque así conseguía liberar un poco de mi insatisfacción, que jamás, óigase bien, jamás creí engañar a nadie con lo que hago, más bien siento que les enseño algo nuevo, algo que quizás por su obviedad no logran distinguir. Luego le ofrecí un trago.
–Creo que en la cocina queda algo– dije a la mujer que al fin parecía tranquilizarse. Me levanté entonces del sillón y fui hasta la cocina. Mientras le servía el trago, un aguardiente doble con un poco de limón, le conté que en esta ciudad es tan popular tomar las onces porque son once las letras de la palabra aguardiente, y con esto logré al fin sacarle una sonrisa. Le dije que en algún lugar lo había leído, y que desde ese momento mis onces cabían en una copita. De nuevo sonrió, esta vez como queriendo sacar una gran carcajada que la vergüenza contuvo. Quise también contarle todo lo que pensaba acerca del licor, que en esta, como en toda gran ciudad, se había convertido en combustible para su crecimiento, pero preferí mantener su risa, que por momentos me recordaba a las actrices de las películas en blanco y negro que duran interminables minutos observando un punto en la distancia. Nuevamente guardé silencio y levanté la copa en señal de brindis, por Bogotá, dijo ella, por Bogotá, le contesté, seguro de que esta palabra cobraba fuerzas tan distintas como increíbles según quien la pronunciara.
–Bueno, en esto me inicié cuando entendí que podía recorrer mejor que nadie estas calles con la simple ayuda de los libros. Cada vez que en uno de ellos se describe la ciudad y sus detalles siento que la camino, y para esto me basta cerrar los ojos y esperar, por eso creo que no es difícil, por eso creo que cualquiera puede hacerlo. Es más señorita, a veces siento, como ahora, que lo que hago adquiere un valor exagerado… todo eso de mostrarles la ciudad, como si no la tuvieran enfrente, como si no la padecieran a diario –pensar en este padecimiento me estremeció, creo incluso que a mis ojos asomó alguna lágrima. La verdad es que permanecer tanto tiempo encerrado me producía cierta nostalgia. A ratos extrañaba sentir la brisa en mi rostro, el olor de la lluvia interminable, o el simple ruido de los pies al caminar, siempre como en una marcha eterna –ingenua– que no lleva a ninguna parte.
Ella notó mi repentina tristeza. Quiso saber qué me pasaba. Creo incluso que por su cabeza cruzó la idea de abrazarme, pues se me acercó extendiendo tímidamente sus manos. Al final simplemente me observó, mientras dejaba caer sus dedos sobre una de mis piernas. ¿Hace cuánto no beso a una mujer?, ¿cuánto tiempo desde la última vez que sentí el cuerpo tierno de una rozar el mío?, me preguntaba, como queriendo también que esto fuera suficiente para que ella se me abalanzara y terminara de una vez con todo esto. El beso nunca llegó, era obvio, y en cambio el silencio se hizo tan incómodo que faltó poco para que ella, valiéndose quizás de su habilidad periodística, retomara el hilo con una nueva pregunta. Esta vez quiso saber el tema de mi próximo “trabajo”. Respiré profundo, y contesté.
–Siempre me han gustado los cafés, y ahora que sabe cómo vivo imagino que esto le sorprenderá, pero la verdad no dejo de pensar en ellos como los lugares donde todo en esta ciudad se gesta, aquí donde nada se termina. Es allí, en los cafés, donde los habitantes perseveran en el cambio, donde todo, sin importar lo extraño que parezca, puede ser posible. Me sorprende su carácter inmutable, su permanencia, por eso los he sentido siempre como verdaderas máquinas del tiempo. Es increíble, por ejemplo, que hace más de setenta años un hombre sin más que una maquinita de café Faema, un pequeño radio y una registradora abriera el café San Moritz; un lugar que parece conservar en alcohol a tanto bogotano en desuso, un sitio repleto de Gaitanes, Torres y cantores que jamás se extinguirán –aquí tuve que tomar aire nuevamente, recobrar las fuerzas para continuar con una respuesta motivada casi en su totalidad por el aguardiente, pues si bien es cierto que jamás he dejado de escribir, también lo es que de mi capacidad para conversar no queda casi nada–. Usted disculpará tanta emoción, pero hace tanto que no recibo una visita que olvidé como es esto… alguna vez leí que la población de Bogotá vive en los cafés, y así lo creo, y si bien es cierto que la mayoría de ellos son ahora espacios infestados por la moda o el olvido, todos conservan el poder aquel de la palabra que se dice. En un café los bogotanos son lo que quieran ser –esto último fue como una sentencia, y creo que ella lo entendió así, porque recordó en voz alta los momentos pasados en estos lugares; al salir de la universidad, un domingo cualquiera o después de un agotador día de trabajo. Al fin nos poníamos de acuerdo, al fin dejé, por lo menos por un instante, de parecer un viejo huraño al que le cuesta encontrar placer en algo distinto a sí mismo.
–Pues sí, creo que mi próxima guía será sobre los cafés, algo así como breve guía de… –antes de poder decir cualquier cosa la mujer me silenció. Llenando una vez más su copa me dijo que le parecía un viejo desagradecido al hablar así del sitio que tan amablemente me acogía, que no podía creer cómo tanta gente visitaba esta ciudad después de haber leído lo que hacía, si tan solo pudieran pasar un rato a mi lado perderían para siempre el interés en estas calles, que yo no era más que un estafador, alguien que se ganaba la vida hablando de cosas que ni siquiera había visto, que lo único que yo necesitaba era salir, retomar las calles que tanto nombraba y convencerme así del error que cometía, que esta ciudad estaba entre las mejores, que ella, si yo estaba de acuerdo, podría darme un recorrido por una Bogotá que a pesar de presumir yo solo desconocía. Se quedó con la mirada fija en mis ojos, tenía el rostro rojo y se le notaba acalorada, no solo por el alcohol, sino por la ira que le recorría el cuerpo. Era evidente que se sentía ofendida con todo lo que yo hacía, y que si hace un rato había dado muestras de compasión había sido solo por lástima, por no atreverse desde un principio a cortar con esta entrevista estúpida. Yo no pude más que guardar silencio, dejar que se desahogara como yo unos minutos antes. Llené nuevamente las copas y pensé que tal vez tenía razón, quizás necesitaba refrescarme, dejar el miedo y salir.
 Mientras bebía el trago, anhelé como nunca regresar a la risa de hace unas horas, pensé en repetir mi comentario sobre las onces, decir algo sobre el río aquel que atraviesa el corazón de esta ciudad y quizás por eso está tan sucio. Anhelé gritarle que toda esta violencia es también pasión, y que es justamente eso lo que me mantiene aquí. De nuevo la imaginé como en una película. Recordé la última vez que había visto una, en el Teatro México, encarné su figura en la de Blanca Guerra, aquella bella actriz que como yo había muerto. Por primera vez sentí que mis esfuerzos habían sido en vano. ¿Alguien sabe quién es Blanca Guerra?, ¿alguno recuerda el teatro que ahora es solo escombro?, ¿cuántos como yo cierran los ojos y andan esta ciudad con los muertos?, porque son fantasmas los que me la cuentan. Libros plagados de estos espectros que ya nadie quiere, mientras yo insisto infantilmente en revivir una ciudad que un nuevo orden aplastó.
–Aquí ya no hay historia. En Bogotá ya no hay tranvías. Nadie usa corbata ni levanta el sombrero al saludar. Sí, señorita, aquí la memoria no es otra cosa que el recuerdo de viejos como yo, así que quizás usted tenga razón, quizás la perseverancia no sea más que el nombre de uno de estos barrios y yo no haga otra cosa que perder el tiempo con estas guías que tanto tiempo me llevan… aquí el recuerdo, todo lo pasado, esa sombra hedionda, se limpia con la lluvia, y así, todo junto, van a dar al mismo caño imágenes, letras… –me levanté, creo que no tenía más que decir, o simplemente estaban todas las palabras juntas en mi pecho, como peleando, así que levanté la copa y la miré a los ojos –¡Por Bogotá! –le dije, queriéndola ofender, intentando despertar en ella todo el abandono, la pasión, que me mantiene aquí, en este sillón.

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Imagen: Stanislaus Bhor

La barca de Harold, un cuento de J. S. de Montfort ,

J. S. de Montfort (Castellón, España, 1977) es Graduado en Estudios Ingleses por la Universidad de Barcelona, así como diplomado en Literatura Creativa por la Escuela TAI-Madrid. Es miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Cuento.


"El resultado de tu meditación perpetua: nada."
Omar Khayyam


Es imposible que le duela el pie, así sin ningún motivo, pero Marguerite está segura; le duele. Lo imagina quebrado, roto. Le duele tanto y con tanta intensidad como si le hubieran pasado, lentamente, por encima, las cargantes ruedas de un trailer.
Imaginaciones mías, se dice; aunque finalmente el pie le acaba doliendo y tiene que mover la pierna para que no sucedan los temibles calambres, las contracciones de la parte trasera de la pierna, que ocurren cuando llevas demasiado tiempo en la cama, o has cogido frío, o simplemente sientes unas ganas súbitas de que te duela.
Harold no está aquí para acariciar esos tobillos, ahora, cuando despega el rayo de luz  que pasa por la cortina y hay que levantarse. Pero es que nunca estuvo para acariciarle los tobillos, justo al despertarse, que es cuando más duelen. Quizá tampoco ella se lo hubiera pedido, no lo recuerda exactamente.
La única esperanza es que desaparezca su barca. La barca de Harold, que está en el jardín, vuelta del revés, inútil, apoyada contra el sauce, y en ella un marrón quebradizo dibuja letras viejas donde aún se pueden adivinar las enormes letras de su nombre.

Las mañanas de antes –de hace unos años, de cuando estaba Harold- desde luego que eran diferentes, de eso no hay duda.
Marguerite recuerda a Harold administrándose alguna forzosa tarea innecesaria, como construir armarios, casas pequeñas para que jugaran unos niños que ella había decidido que no tendrían, banquetas para invitados a barbacoas que nunca se celebraron, una imponente mesa para el jardín…
Marguerite nunca entendió por qué Harold hubiera de esforzarse en todo eso, ella le echaba de menos en la cama, no demostrando nada, a ella no tenía que demostrarle nada.
Por lo demás no le echaba de menos, porque Marguerite aparte de echar de menos el pelirrojo natural de su cabello, echaba de menos muy pocas cosas. Lo único, que le acariciasen los tobillos, por la mañana.

 Marguerite, que aguarda echada sobre la cama, releyendo algún libro, al escuchar el sonido del teléfono, se quita las gafas. Las deja en el regazo. Y se echa un poco hacia detrás el cabello que le cae desmechado por las orejas. Quiere oír bien lo que tengan que decirle.
Una voz femenina, impetuosa, no tarda en hablar según descuelga el teléfono. Habla de una merienda, y unos sandwiches, y unas botellas de beaujolais y... Es ella.
-Perdón, qué es lo que desea -replica Marguerite, distante.
-Soy Merichei, ¿no me reconoces?
-Ay, perdona, perdona, cariño, es que uy, tengo la cabeza... ya sabes.. estaba con... haciendo..
Merichei, su vecina, le cuenta que está organizando una merienda para la tarde. "Tú siempre estás organizando cosas", le replica Marguerite.
-Esto va a ser especial, mujer, ¡vente!, verás qué bien lo pasaremos.
-De verdad, Merichei, no creo yo que...
-Habrá mucha gente -y tímida añade- hombres... -y deja la s larga, en un pueril suspenso-.
-¿Qué quieres decir con que habrá hombres?
-Vamos, Marguerite, habrá hombres de tu edad, ya sabes -y adopta un tono de juvenil confidencia- en especial uno que quiero presentarte, Marguerite. Es amigo del padre de Alain, es muy amable, y simpático, acaba de quedar viudo y yo pensé...
-Tú no tienes que pensar nada.
-Te pasaré a recoger a las seis. Estáte lista -suelta rápida Merichei-.
-Pero cómo puedes ser tan impertinente -dice Marguerite-, pero quién te has creído, yo no necesito ningún hombre, ¡a ninguno!- y enojada cuelga el teléfono. "¿Será posible?".
Es hora de salir de la cama.  Ya es hora de hacer algo. Necesita tener la cabeza ocupada.
El teléfono vuelve a sonar. Y suena.
Marguerite está bajando las escaleras del dúplex.
Pues que suene, que suene y que suene. A ella no le molesta el sonido apagado del teléfono. A ella no le molesta casi nada.
Preparar un té es una tarea a la cual hay que dedicarse concienzudamente. Hay que tratar con respeto ese agua verde, caliente, viscosa, un poco amarga. Y hay que degustarlo luego con obstinación, pero con paciencia y seguridad.
El estado de calma le permite a Marguerite dejar pasar las horas sin ninguna culpa, sentada en el salón. En el sofá.: mirando el torbellino que forma un papel en el jardín, subiendo, subiendo un poco más, desviándose a la derecha, cayendo sobre un charco, atrapado por el agua barrosa, y aguardar ahí, con osada paciencia.
Alrededor de la barca han crecido salvajes los hierbajos, y se le van arracimando las violetas vulgares, las margaritas que vienen de la valla cercana (de la casa de Merichei), que ya han conseguido avanzar ese terreno de apenas medio metro.
Eventualmente una brisa remueve el sauce y éste deja caer unas pocas de esas hojas lloronas por encima de la barca volcada, las hebras le acarician la quilla y van descendiendo caprichosamente hasta que quedan en alguna parte del jardín.
Una de las cosas que ha descubierto Marguerite con ligero placer en los últimos meses es el apacible gusto que produce tener algo en el estómago
Y qué rápidas pasan las horas…
¿Vendrá hoy Harold a llevarse la barca de una vez?, piensa mientras descubre una mañana que es inexcusablemente la del domingo, porque no hay coches que pasen por la avenida y sí hay personas que caminan, hacen jogging o conversan distraídamente. Y hay como un ruido enérgico, que bien se preocupan de introducir sus vecinos con las máquinas cortacésped y los rugidos de los motores de las taladradoras, las aspiradoras, los escalofríos eléctricos de las batidoras en las cocinas, la urgente desesperación de las ollas express. Todo.
En lo que no repara, o mejor no quiere, es en que primero debería pedirle a Harold que viniera a por la barca, si es que realmente es éste su deseo: que Harold se lleve la barca. Pero ella no pide nada a nadie.
Por eso el domingo transcurre igual que el sábado, que el viernes, que el jueves, que el miércoles y que el martes. La única diferencia estriba en lo que ocurre afuera: la distensión, la parsimonia y el descuido.
Por lo demás, está bien. Es un día como cualquier otro.
Una sacudida de viento fuerte contra el cristal de la ventana avisa de la presencia del lunes.
Marguerite trata de levantarse, pero le duelen mucho los tobillos, y las piernas pesan, pesan tanto como las ruedas cargantes de un trailer.
Suspira.
Trata de mirar afuera, desde la cama, pero la ventana está cubierta por la cortina y solamente percibe unas sombras grisáceas.
La espalda le pesa especialmente más que otros días. Quiere concentrarse y que le dejen de doler los tobillos, la espalda, la rodilla. Pero o no consigue concentrarse o no consigue olvidar el dolor.
Sólo quiere que Harold se lleve la barca. Maldito seas Harold, llévatela, ¡llévatela de una vez!
La lluvia se arracima en el cristal, se escucha en el tejado, lo cubre todo. La lluvia es la presencia del martes.
Está bien, si ni siquiera esto es capaz de hacerlo por sí mismo…
La pluma escribe sin guardar cuidado en las letras, en la armonía de sus siluetas, en la rectitud de las líneas, escribe casi con autonomía de su mano blanca:
Querido Harold,
 Se detiene. Trata de seguir escribiendo. Piensa.
Por favor, ven y recoge tu barca, llévatela. Estoy harta, no puedo soportar verla en mi jardín, día tras día, por favor, ¡ven y llévatela!
Y abajo, firma, tuya / Marguerite.
Y adjunta una rúbrica descarada y enorme.
Escribe la dirección y reza para que Harold siga allí, en esa casa que ella imagina, porque no ha ido nunca a verla, nunca ha llamado a esa puerta, la puerta de Harold.
Se deja la carta en el regazo y cierra los ojos.
Será porque el peso del cuerpo es inmenso, pero se duerme. Y, para su perplejidad, sueña. Un sueño tremendo y largo… un sueño que quizá dure unos días, hasta que una mañana aparece la alerta del sonido parco pero sentencioso del timbre de la bicicleta del cartero. Y suena el timbre del chalet.

Marguerite se echa con violencia contra la ventana del cuarto.
El joven cartero está detenido frente a su casa.
Por fin, se dice. Por fin: habrá noticias
El chico ha dejado urgente una carta sobre el vértice de hormigón donde se apoya la verja. Por precaución le ha puesto encima una piedra.
Desde el cuarto, Marguerite reconoce un sobre modelo continental. Y unas anotaciones en rojo.
De súbito, un sopor, un sutil mareo; cae Marguerite sobre la colcha.
Después de mucho rascarse los tobillos, coge el teléfono y marca el número de Merichei. La voz vivaracha y grabada de su vecina anuncia que están de vacaciones. Al final del mensaje, Merichei dicta un teléfono. Marguerite no se detiene a anotarlo.

Se hace difícil encontrar una lija en el cobertizo, donde las herramientas están dispersas, cubiertas de telarañas; el crujido de las patas de los pequeños insectos que huyen de la luz la asusta.
Comprueba Marguerite –al asomarse al jardín-, con los primeros rayos, cómo el alba despierta hoy artificiosa y burbujeante, de ese modo en el que la espuma blanca de los productos químicos hubiera llenado los otrora tranquilos, vetustos y limpios canales de Bordeaux, o así los imagina ella ahora, los canales de la ciudad, allá donde antes solía ir Harold solo con su barca.
Rasca Marguerite ahora las letras desconchadas de la madera; arranca obstinada las capas sucesivas de pintura.
Piensa en qué podría inscribir ahí donde se ha descubierto la madera vieja, y algo putrefacta.
Decide que lo mejor es dejarla así., sin nada.
Ya pensará en algo.

Pero el hecho incontestable es que –en un arrebato- llama al Courrier Français y deja un mensaje para que se publique cuanto antes en la sección de clasificados:
"Regalo barca. Urgente. Hay que pasar a retirarla."
Y después dicta su dirección y teléfono. Y en un intolerable descuido, dice: "preguntar por Harold". Y pega un grito.
Arroja el teléfono al suelo y de un puñetazo nervioso, se clava una dolorosa astilla que irrumpe bajo la uña.
Ahora sí, aparecen de nuevo y con vigor los dolores en el tobillo. Y se van extendiendo a la rodilla,  y pronto al muslo.
Se ve obligada a sentarse en el sofá y entonces rompe temblorosa –¡por fin!- la fotografía de ese hombre de ojos melancólicos.
Podías haberme avisado, ¿no, Harold?, de que pensabas marcharte. Podías... !
No se le escapa ni una lágrima, ni una sola.

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Imágen: Rosewater, por Charley Greenfield

El tedio de la isla, por Isbel Gonzalez


ISBEL GONZALEZ


MAPAMUNDI

El mundo es enorme ¿sabe? ¿Perdón? Que es enorme. ¿Qué cosa señor? El mundo. Ah, sí. ¿No lee los periódicos? A veces. ¿Y no comprende que el mundo es inmenso? Ya le dije que sí. Pero no me cree. Oiga, le dije que sí. Sin embargo mi hijo piensa diferente. ¿Ah, sí? Sí, imagínate, él tiene una pelota con el mapamundi, desde que le dijimos que ese era el mundo cree que es así de pequeño, que cabe en sus manos. Que inocencia eh. ¿No vio el noticiero? No tuve tiempo, ¿por qué? No, por nada. ¿Usted es el último? Sí, pero los últimos serán los primeros. Bueno voy detrás de usted. No, mejor póngase aquí delante. ¿Cómo? Póngase aquí, cuélese. Oiga que a lo mejor no alcanza. No se preocupe esta cola nunca termina. Bueno, como usted quiera. Anoche murió un niño ¿sabe? ¿Qué? Un niño, que murió. ¿Usted lo conocía? Por supuesto. ¿Cómo se llamaba? Homo Sapiens Sapiens. Pobre criatura, pero vaya nombre que le ponen ahora a los niños. Y usted, ¿no lo conocía? No, primera vez que lo oigo mencionar. Ah, yo tampoco lo conocía, me lo presentó mi hijo. ¿Eran amigos de la escuela? No, que va, mi hijo sólo tiene dos años. Entonces, ¿cómo se lo presentó? En el televisor. Oiga señor, ¿me está tomando el pelo? No, en serio, fue en una noticia de la guerra, presentaron un niño muerto, mi hijo lo vio y me dijo con una sonrisa inocente: ¡Papá, nené!, y tiró su pelota contra la pantalla. ¿Y después? ¿Después?, la novela, mira ya le toca comprar. Y tú, ¿te vas sin comprar? Sí, yo realmente sólo vine a hacer la cola. Bueno, chao. Adiós.

Señor, aquí tiene su pistola. ¿Qué? El juguete, es uno treinta y cinco. Ah, no, gracias... mire, mejor déme una pelota.


LA RESPUESTA

Un puñetazo contra los fantasmas
ahora que estoy entre los vivos. ¡Trash!,
hoy que he llegado de la nada. Oh, plasmas
primogénitos del mundo; oh, Bach,
oh, Einstein, oh, Mahoma, oh, eternos retornos
y cenizas de Roma o viejos hornos
de Auschwitz. Esta vida pago al cash
cada minuto y segundo. Este mach
de materias y energías –sonó
el big bang, en sus marcas, listos, fuera–
el tiempo se ha echado a andar, la carrera
indetenible nos arrastra, y yo
soy un virus pequeñito, yo soy
un nómada en Sahara, un cowboy
en Montana, un esquimal en su iglú
comiendo focas, un tipo tirándose
a cierta rubia lindísima en blue
jeans en Ámsterdam, un tipo rapándose
la testa en Milán o acaso meándose
en una pagoda china en invierno,
pero vivo, cual Dante en el infierno;
ahora vivo, casi feliz, tomándose
unos tragos con los socios, la vida
muy en serio y algún afrodisiaco
para hacer el amor, que falta hace
en estos tiempos que está jodida
la biósfera, el ozono, Green Peace,
el dominio inglés y el huesito iliaco
de la economía. Ahora que todos
hemos dejado nuestras descendencias,
Hunos, Persas, Aztecas, Visigodos;
ahora que tantos dioses, tantas ciencias,
tantas artes, monedas, tantos modos
de hacer y de pensar nos son afines,
¿alguien puede decirme: en los confines
de todo qué se esconde? A grosso modo
decidme, tras el polvo de Hiroshima,
tras el odio y el amor, tras Las Vegas
y sus luces absurdas, tras la rima
de un soneto. Solo golpear a ciegas
no deseo, y abandonar la fiesta
sin saber el sentido, la respuesta.


CLOSE-UP

La patria es ara, nunca pedestal.
La novia de David es una gorda
inverosímil. El Che es una postal
carísima, con la imagen de Korda.

Nuestra justicia es ciega, también sorda;
ciega y sorda la vieja del portal 
del vecino y también daremos cal
a las aceras para el acto. Borda
y borda la ancianita en el sillón
un gran mantel que venderá en la plaza.

Alguien llega, compra una calabaza
para el almuerzo. Entra el comunistón,
close-up, David lo mira, se desplaza
la cámara, el tipejo –maricón–
le grita a Diego y me ilumina ahora
el faro mientras veo a dos lesbianas
besándose en la boca, y la demora
en la cola del Coppelia. Habanas
nuestras que cada cual odia y adora,
ciudad siempre inocente y pecadora.

Que sencillo mirar tras las ventanas
del Cohíba tu oscuridad lejana.
Que sencilla la limosna, creernos
buenos, tan buenos, y después comernos
exquisitas langostas, fumar puros
habanos, que sencillo, mientras tal
edificio se derrumba o más cual
calle se inunda de excrementos. Muros.


FROM: ULISES

Quién se va a morir de amor en estos tiempos en que el transporte está falseado en la estadística estatal. Quién regala no me olvides si las memorias de ocho gigas están inalcanzables. Yo quise a una muchacha de ojos triste y callados, pero lanzaron una bomba en Kandahār y nunca tuve espacio para amarla, y después, para colmo vino lo del ciclón (aún no se sabe la cifra exacta de cadáveres) y el celular que no funciona a esta hora y el satélite que pasa como espantando a Dios (Dios que, por cierto, nunca supo de amor) entonces, cómo amar a la muchacha si ya nadie nos llama homo sapiens, sino señor o compañero o Mister y soy a veces un código numérico. Pero ella tiene su e-mail y su beeper y me espera. penelopetg@hotmail.com, se llama Penélope, creo, debe llamarse así, tal vez mañana trate de contactarla, si tengo tiempo, bueno, si el servidor funciona, o se resuelve el problema del transporte.


EL TEDIO DE LA ISLA

Nada fue suficiente para el tedio. Le pusimos zanahorias y garrotes, ciegas revoluciones y consignas, pero nada fue comparable al tedio de la isla. Tuvimos la conquista y la promesa, la india sometida, la colonia, el guarapo y su verde satinado; pero nada, nada bastó, aún ladran los perros bajo la neblina y la gota gotea en la gotera: thic, thic, thic, goteando sobre el piso de la isla. Pero el tedio es marfileado, marmoleado, el tedio de la isla es la más dura sustancia. Para olvidar bebemos, pero persiste allí, en la resaca. Para olvidar hacemos el amor, pero el amor de la isla tiene matices tediopúrpura. Para escapar de sus centenarias redes destejemos sus hilos, pero la araña espera agazapada en el eterno corazón del país.

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El demoledor de Babel, de Larry Mejía



El demoledor de Babel es la historia de un escritor al que la sociedad ha cerrado toda oportunidad de formarse y a la vez la historia de la construcción de un hospital. El paisaje de fondo es el sur de Bogotá y sus vaguadas de pobres. La vida de un aprendiz de escritor que se ve arrojado a los extramuros de la ciudad para trabajar en la edificación que llama Babel. Esta memoria novelada está divida en ocho partes que describen el tránsito constante de un puñado de obreros sin contrato y el proceso de decadencia y corrupción de una obra civil y el derrumbe de las ilusiones de un escritor. Fue publicada en 2011 en Venezuela por editorial El perro y la rana. Revista Corónica presenta el primer capítulo.*

   



Aquí sufrimos  de ese doloroso mal / de la riqueza
Jorge Luis Borges

No hay obras acabadas, sino abandonadas
Juan Calzadilla

1
Cuando  llegué aquí había  ya perdido  el gusto  por la vida y me había decepcionado  de todo. Llegué cuando las tres personas a las que amé estaban  muertas,  una fue una mujer y los otros,  los otros son los otros, los que usted llama familia. Aquí llegué cuando la música era lo único que no hacía tanto  daño, y es que para ser honesto no todo esto es una mentira, pero sí es innegable que hay cosas que van a doler por lo menos siempre un poco más y es que uno por lo general llega tarde a la cita con el miedo, pero el destino siempre llega puntual, está esperando en la esquina del tiempo con el puñal en la mano, como estuvo parado  el 7 de diciembre cuando me lo clavó en la espalda,  destino hijueputa, no me mataste, ahora le quedan menos vidas al gato, pero no le di gusto a los enemigos.
Lo cierto es que aquí llegué un sábado  en la mañana, un sábado en que octubre se despidió vistiendo de luto la ciudad, que parecía no poder estar más oscura a los corazones de quienes la habitamos, pero sí, el cielo se venía sobre Bogotá, con su voz afilada,  con su grito que rompe el silencio y le declara  la guerra a la suciedad  del hombre,  atacándolo con gruesas gotas y desbandados ejércitos de lluvia que arreciaban contra mi pueblo.
Ésa es una de las pocas imágenes bellas que tengo, o que se me antoja  la gana de guardar en la cabeza, la cabeza, en mi caso, es para cargar el pelo, porque las ideas aquí se llevan en el saldo de la cuenta, o en el proveedor de la pistola, aquí se piensa con dinero o plomo, aquí donde estoy escribiendo.
Pero mi asunto es la mañana bonita, la mañana de lluvia. Ahora pienso que más fácil hubiera sido dejarme  ir ese día con las gotas del chaparrón, que caían de la nada del cielo para perderse en la nada de la ciudad y así no estar escribiendo esto, hubiera sido una muerte digna, aquí  adonde  llegué, cualquier  cosa  es digna,  es digno  el trabajo, el hombre, el celador y hasta el perro del celador que se llama Tony.
Pero como  no morí,  debo  recordar y a veces, pocas veces, casi nunca, recordar está bien.
Ese día era mi primer  día de trabajo, estaba  asustado,  asustado porque madrugar me asusta, y me parece infame. En un pueblo donde ya nadie sueña,  lo mejor es no dormir,  seguir de largo, quedarse  por siempre despierto,  porque  si uno se acuesta  y duerme,  posiblemente sueñe que está bien, que está lejos de aquí, pero despierta  y todo se va a la mierda y si uno despierta  antes que el sol salga, la mierda se atisba demasiado oscura. Estaba asustado porque al trabajo llegué de la mano de Angélica, ella es la mamá de una niña preciosa, una niña con ojitos de  perro,  con una nariz  pequeñita  a la que le rodean  diez millones de pecas, como gotas de chocolate  que le hubieran  saltado  de la taza al rostro,  una niña  que es una promesa,  yo no hablo  de estas cosas, porque a esa niña no la conozco, la niña se llama Mariana y nunca me responde cuando  le hablo,  parece  que no quiere responderme  lo que a cualquiera,  parece que buscara  las palabras, es como si no quisiera usarlas, es una niña de la que no puedo hablar porque es además mi hija y las palabras amarran a la gente y yo que no he hecho nada por ella, lo menos que puedo hacer es amarrarla con estas letras. Lo que quiero por ahora es hablar de esa mañana.

Nos  encontramos con Angélica en la estación  Olaya  de Transmilenio y, además  de madrugar, ése ya era para  mí otro  oprobio,  yo odio el Transmilenio pero también  lo amo porque eso es lo que merecemos los idiotas:  un transporte de mierda  que nos aplaste  y humille como hace cualquier  cosa que sale de los sesos del gobierno y lo digo porque yo trabajo para el gobierno, ahora trabajo para él. En esa estación esperé a Angélica un par de minutos  y apareció  con sus grandes gafas de sol y con resaca. No bajó del bus, yo subí pronto,  la miré de soslayo antes de pronunciar  la primera  palabra, luego hablamos de su fiesta de la noche anterior, de su amigo que vive cerca al barrio  Santa fe, de un par de películas que le recomendé y me desbandé en palabras como siempre: “que este plano, la composición  de la imagen, el guión, los diálogos,  la  actuación,  la música,  el vestuario,  la fotografía, la semiótica, el ritmo de la narración, los detalles de los personajes y tal y tal”. Luego, cuando bajamos del transporte saqué un cuaderno y anoté para no perderme: Bus alimentador número 6-4, ruta Paraíso, mientras  pensaba en estos barrios del sur tan negacionistas. Paraíso llaman a un lugar en el que suspenden el agua todos los fines de semana, debe ser y para ser consecuentes con el nombre, que el paraíso es un lugar puerco y mugroso,  pero no creo, creo que el paraíso  es un lugar sin hombres, cualquier lugar con hombres es el infierno.
Anoté la ruta mientras  Angélica reconocía de entre la multitud  y saludaba  a Alexander Villalba, el jefe de compras,  la persona a la cual yo iba a reemplazar, por supuesto él no se alegró mucho de verme, después tomamos el alimentador 6-4, Paraíso y salimos del Portal Tunal, apestados con ese olor a inmundicia  del pobre río que es vecino de la estación, el pobre río agolpado de mierda humana,  cadáveres, basura y desperdicios  de la curtidora de pieles del barrio San Benito que vomita su porquería en él; y así, con la manga de la camisa tapándome la nariz empecé a subir a Vista Hermosa, que es como se llama esta parte  de Ciudad Bolívar. Vista Hermosa, ¿Será acaso muy hermoso ver hambre, polvo y desventura por doquier? Debe ser que quien puso el nombre era ciego, porque desde aquí sólo se ven tugurios, casitas de cartón  como castillos de naipes,  que se mecen por el viento  y se sostienen  con un imán de milagro y cinismo a la montaña y Bogotá brumosa a lo lejos, enlutada, cubierta de sábanas  blancas por los rincones insondables de su violencia innombrable, ésa es la vista hermosa de Vista Hermosa.
Subimos y subimos, y seguimos subiendo por una montaña rusa que son las calles de este barrio,  donde sin freno los carros  parecen querer salirse de la carretera  y de la vida, llevándose de paso, eso sí, a cualquier alma que se les atraviese  y seguimos subiendo, mientras  los rostros  del vecindario  parecían  irse deformando por la velocidad  del carro y luego se perdían  a lo lejos entre el polvo que se levantaba incesante al paso del transporte. Seguimos subiendo, subiendo entre calle- jones donde las bicicletas apenas  pasan  y los buses se angostan, no sé cómo, para colarse y cruzar raudos, entre la prisa del vecino que le hace el quite a la muerte, que baila y salta entre el sardinel  y el muro,  para que el carro no se le lleve lo único que Dios le dio: la vida. Y seguíamos subiendo la montaña, cruzando  barrios,  curvas, saltando  en nuestras sillas por los huecos del asfalto,  literalmente codeándonos,  estrujándonos a cada pisada del conductor al pedal de freno, contra la ventana,  o con los pasamanos de los asientos asidos al vientre.
Repitiendo  la rutina  de golpes quedé completamente despierto. Quince  minutos  después  estábamos  llegando,  hacía  bastante frío, estaba oscuro, iba a llover, en Bogotá siempre va a llover, si es que no está lloviendo ya, nadie levantaba la voz, casi nadie hablaba, no sonaba la estrepitosa música bailable  que tanto  gusta en Colombia, entonces y aparecida entre los ranchos,  y el polvo, entre mi alma, se reveló una sensación  desconcertante  cuando  bajamos   del  transporte  a  empellones, estaba al frente de mis veinticuatro años, de mis muertos  y mi dolor,  de mi pasado  y mis recuerdos,  al frente mío por fin, desnudo, intrincado, laberíntico, asfáltico, imponente,  edificante, el hospital de Vista Hermosa en construcción,  donde a partir  de ese día empezaba  a trabajar.
Trabajar o construir,  construir  y callar  que es lo que Colombia enseña. Construir calladito,  sin levantar  la voz ni el ánimo,  haciendo patria  de los pedazos de montaña abandonada por la mano de Dios y recordada por los contratos del Estado, del que a partir  de ese sábado empezaba  yo a ser parte,  como una forma más que tiene el destino de darle a uno dos tazas del caldo que menos le gusta.


Entré  de la forma  menos pensada  a ser jefe de compras  de una obra de construcción,  yo que sólo sé comprar tragos que parecen costosos, libros nuevos de poetas viejos, ropa que parece de marca y accesorios que me hacen creer que la anodina  existencia  es detallista  a la hora que nos acompaña el dinero. Ahora estaba en mis manos la lista interminable y desconocida  de requerimientos técnicos,  específicos y caprichos  de ingenieros,  maestros  de obra,  los arquitectos residentes, uno  que otro  contratista y algunos  obreros,  que entre  los susurros débiles que la bestia les permite, terminaron enseñándome a orar como un hombre que cree en el destino.
Esa mañana de sábado pasó rápida,  posterior a la inducción accidentada que Alex Villalba me daba,  de la cual entendí poco, pues su afán en esconder cuentas y recibos, vales de caja menor y listas de proveedores, era mayor  que la de hacerme  entrega  del puesto, entre click derecho, “eliminar”, “aceptar”, y sus “todo bien que ya le explico” se pasó la mañana y llegó el mediodía,  el mediodía  con su ambiente  de casi fiesta por ser sábado,  de casi resurrección,  de casi libertad.  Bajé de la oficina donde Angélica firmaba  cheques con los sueldos de los ingenieros, y con adelantos para algunos contratistas. La oficina de los ingenieros  era una casa al frente de la construcción,  una donde en el primer  piso estaba,  en una improvisada sala que antes debió ser una carnicería,  la sala de juntas, donde se hacían los comités de la obra, y al cruzar un pequeño patio, un corredor daba a una escalera por la que se llegaba a otro corredor y de ahí a las oficinas, el living, que llaman los argentinos,  ahí estaban  la instalaciones  de los ingenieros  y en un rinconcito de la pared mi nuevo escritorio y una computadora. Para ser honesto decidí trabajar porque Angélica me había  dicho que el compact portátil  lo daban  como  dotación  y con eso ya era para  mí suficiente buen pago.
Luego, entre  las risas de mis nuevos jefes, que eran  todos de la costa, valga decir que sus risas eran bastante cargadas  de ese estruendoso folklore patrio, se llegó la hora del almuerzo y como yo era nuevo decidieron invitarme al Centro Comercial Ciudad Tunal para darme la bienvenida. En el almuerzo escuchaba atento, tratando de acoplar a mi dialecto, ese nuevo, que es el de una construcción, mientras en silencio, desde el fondo de mi corazón, le agradecía a Angélica el sacarme de mi anterior trabajo, del tedioso trabajo que había sido escribir mi tesis de grado, pero no la de una universidad,  la que decidí hacer y escribir por mi propia gana, sobre el único tema que manejo, por lo menos en letras: mi vida. Angélica me sacó de unos meses duros de escribir una novela claustrofóbica, donde decidí dejarme de eufemismos y llamarle al pan, pan y al culo, culo; unas quinientas  sesenta páginas  de aburrido  odio contra la Colombia que me negó, en repetidas ocasiones, un cupo para un ente de educación superior.
A la Universidad  Distrital no pasé porque a la máquina  que lee el grafito le pareció que yo no era lo suficientemente  bueno para engrosar  su estudiantado, y entre  festivales de chichas,  y tardes  de vino, después de cinco años otorgarme un título como profesor,  así que en tres ocasiones se volcó en negativas contra mi aplicación. Y en la Pontificia Universidad  Javeriana,  a la máquina  que lee extractos bancarios, le pareció  que no era digno del claustro,  por el poco saldo que aparecía  en mi cuenta, pero a eso le aunó un comentario de boca del decano que decía: “Evaluando sus documentos y su entrevista,  el comité resolvió que usted no es apto  para  seguir estudios literarios,  puesto que tiene unas lecturas preestablecidas”; y lo anterior, producto de mi entrevista en la que no quise hablar  sobre Márquez  y sus Cien años de soledad, como hicieron los demás que sí pasaron,  yo hablé sobre poesía y por eso no pasé.  Entonces,  ¡cómo  no!, me reboté  contra  la mierda  que Colombia me servía al plato y me encerré a escribir, escribir y escribir contra todo pronóstico, como si al terminar ese texto algo grande fuera a ocurrir, y no ocurrió, como ocurre siempre. Entonces regresé a comprar diarios  y a buscar empleos, cualquier  cosa, y esperé con ansias a que me llamaran de una veterinaria al norte de la ciudad para sacar a pasear perros y limpiar caca de gatos, pero nunca llamaron, y éste no es el momento para sentarme a decir, y enumerar  los inmundos rincones de Bogotá  donde llevé hojas  de  vida: restaurantes de comida  china, colegios de educación no formal, bares, tiendas musicales, y hasta una sala de proyección de videos para adultos.
Pero basta de recuerdos por ahora, es mejor regresarme a la tarde del sábado, cuando, al volver a la oficina y recibir el cargo oficialmente, decidí bajar  a fumar  un cigarrillo  en la paz del quicio de la puerta, frente a la obra, donde al fondo los obreros descansaban tirados sobre las carretillas,  con la ciudad de fondo que se caía en bloques de agua. Esa es  la bella imagen,  la imagen  del puente  de madera  que hay al entrar  a la construcción,  donde los hombres  cruzan  cargados  de bloques, ladrillos, mortero, herramientas, palas, picas, azadones, barras, saltarines, baldosas, para hacer posible un edificio, para dejar en cada rincón de la construcción  algo de su arrastrado orgullo  y de su gran corazón.
Es una imagen imposible en palabras, irrepetible, irreducible a las letras  que tan  fieles son a la verdad  y tan  impías  cuando  se trata  del tiempo.
Esa imagen llenó mi viejo horizonte de una nueva expectativa,  de la tentativa de un sueño a realizar,  de un ideal, de poder por fin construir algo, dejar algo que no se reduzca a la esperanza.
Luego, al final del día bajé y bajé por las curvas y los saltos del pavimento, desandando como siempre por las calles angostas y los rostros deformes de la velocidad del transporte, bajé a doscientos kilómetros de felicidad en el alma y con una computadora personal en la que me había propuesto terminar de corregir mi tesis, mi novela, ya que la comodidad del salario traería bienestar a mi vida.
Ese sábado  llegué a casa apresurado, descargué  la computadora y el cansancio  y salí a la calle veloz, veloz la calle y veloz yo, y mi afán por compartirle al mundo la alegría, las impresiones de un trabajo que se erigía ante mí como un reto más, de esos retos que siempre termino aceptando, ahí estaba  bajándome  del transporte con ansiedad,  en la calle 26 con Décima,  subiendo al Planetario Distrital  y atravesando las escalinatas de Rogelio Salmona el arquitecto, mi nuevo colega, y de Jorge Zalamea el poeta, mi colega de antes, de siempre, con un sueño entre los bolsillos y dos billetes de veinte mil pesos.
En las Torres del Parque compré un paquete de Lucky y, reponiéndome de la agitación,  empecé a fumar, a caminar  tranquilo, a pensar con una paz que casi nunca me acompaña, a despejar  de mi mente las dudas que días anteriores me habían  sumido en un letargo,  en un párrafo  largo,  inacabable, que se repetía  como  oración  y letanía.  La recua  de mis dolores  se había  ensañado  contra  la dicha  que a veces me   acompaña,  pero   empezaban  a  amanecer   nuevos   horizontes, atravesados por los horarios  esclavos y la nube, mejor  el huracán  de papelería y tergiversación que habría de ver en los días siguientes.
Pero nada,  por ahora  a la basura  y al fuego con los afanes y los alegatos, estoy en el pasado, en esa entrada tarde de sábado donde mezclado ya con el ambiente del barrio La Macarena, el ruido del centro de Bogotá se perdía allá detrás de los árboles y las rumberas ruinas de la ciudad, que escandalosa se revuelca en su fiesta de la Cuarta para abajo y de la Cuarta para arriba.
De la librería Luvina, llamé a Pablo, cuando llegó ya había desocupado media docena de botellas,  (la verdad  es que Pablo siempre se demora,  no es nada  personal  mío con el sabroso  caldo) entonces  me agarré  de la amable  rubia,  de Nietzsche,  y pasando  las páginas  de alguna revista empecé a hacer planes, planes de ahorro, de publicación, de viaje, y esas listas que hago cuando tengo la ilusión de unos centavos de sobra.
Después de planear mi futuro,  cuando por fin llegó mi amigo, me apresuré  a contarle los pormenores  de los ingenieros,  de la oficina, de Ciudad Bolívar, de mi nueva computadora, de lo mucho que esperaba adelantar los textos que por falta de ordenador había abandonado, después la noche, las palabras, los tragos,  las promesas,  la nada,  y finalmente lo de siempre, un coche infernal de regreso a casa, la resaca y con ella el domingo.
Maldito domingo, así todos los días sean iguales, así la vida sea la misma aquí que en Salt Lake City, así los hombres anden despavoridos cualquier día, así el miedo sea la constante  del hombre y la guerra sea la asonante  de la humanidad, así hayan notas silenciosas y otras notas suicidas, así la música, así lo que sea, así pase mi mismísima sombra de la mano de Nicole Kidman, así pase lo que pase, odio los domingos.
Pero ese domingo era diferente. ¡Mentiras, pura mierda!, domingo es domingo como amor es odio, como Diablo es otro nombre de Dios, como hombre es sinónimo de desorden,  y ese domingo estaba plagado de números por revisar y trabajo atrasado de Alex Villalba, y libros de cuentas,  listas de proveedores,  órdenes  de pago, pedidos de ladrillos, cemento  y concreto,  metros  cúbicos de concreto.  Me había  sido asignado pedir concreto,  a mí, que en concreto  no tengo nada,  a mí, que de ladrillos  sólo sé las estrofas de la canción de Pink Floyd que habla sobre ellos. Y bueno, no podía hacer quedar mal a Angélica, entonces el domingo de resaca  terminó  en Microsoft Office Excel 2003, casillas y casillas que se barajaban ante mis ojos como el verdadero caos, como un código del que no me importaba saber lo más mínimo, lo que yo quería  era  sentarme  a corregir  una novela,  una obra  maestra,  lo último que quería era recordar las órdenes de los maestros de obra: “no se le olvide que el concreto es acelerado, y pedirlo con tiempo, porque Holcim  es una empresa a la que hay que cumplirle”. Nada,  de nuevo, ídem con lo mismo, le formulo  la misma receta: a la basura  y al fuego también   con  sus números,  literatura mata  números  como  gaseosa mata tinto, o café, (que es como se dice), si el número es el principio  de todo, como dijo Pitágoras,  me burlo un millón de veces de Pitágoras, escribo  en su detrimento, lo mato  con mis letras,  le escribo  un buen epitafio a él y a su doctrina  de obediencia y sencillez. Pitágoras  loco y enfermo, reencarnado, se decía el iluso, lo borro de un solo tajo, y como ese domingo estaba mi mente en recuerdos lívidos de la noche anterior, aprovecho  para borrarlo  ahora,  lo mato  en esta misma línea, ¡muere Pitágoras!  Su reencarnación se llamará  Computadora. Entonces desde mi  computadora  empecé  a  corregir  mi  novela,  sobre  la  tumba   de Pitágoras  y cualquier otro  adoctrinado del maldito  número  que tanto  odio con el domingo.
Así llegó el lunes, maldito lunes todo el día, el lunes, enero corto, y así el tiempo sea lineal y no empiece ni termine, ni se pueda medir, maldito el lunes, y más si hay que madrugar.
En tanto  con el lunes, a correr señor empleado, desde su casa a la estación de Transmilenio, a tomar  cualquier bus y bajar en la estación Portal Tunal, cubrirse la boca del olor a mierda, y entre kilómetro recorrido y náusea, recordar Microsoft Office Excel 2003, y poner cara de aprendiz de arquitecto, cara de número, cara de medida, de decámetro, de espátula  y de pica, cara  de ladrillo  a lo que no entienda,  cara  de mortero, cara de pared, cara de regla de tres, cara de número sobre la tumba  de Pitágoras,  y la estructura desnuda del Cami Vista Hermosa, mi nuevo trabajo.
Así pasó  mi primera  semana,  construyendo,  aprendiendo,  anotando  en un cuaderno  las mil indicaciones  por minuto,  descifrando libros de cuentas que Alex Villalba había escondido para tapar sus desfalcos, sus robos, sus mordidas, sus escamoteos. Mi primera  semana construyendo  y escribiendo, construyendo  en el día y destruyendo  en las noches,  largas  noches de abrir  mi computadora, que dejó de llamarse computadora para  llamarse  Pitágoras,  y en tanto  sólo abría  a Pitágoras en las noches para  llenarlo  de letras,  y en la mañana salía temprano a construir,  y regresaba a la casa pronto a revelar las letras y fastidiar a Pitágoras el muerto, desde mi Pitágoras el vivo.
Y  al  día  siguiente,  subía  de  nuevo  por  la  violenta   montaña a la cual sólo le hace falta  batir  su falda  para  lanzar  el carro  cuesta abajo. Subía por  entre  el silencio  de la mañana y el entrecruzar de vehículos y miradas,  miradas  de vecinos de Vista Hermosa que a esa hora empiezan  a atravesar la ciudad,  cargándose  el cansancio  y la desidia de existir para ir al otro lado de ella a trabajar.
Los días pasaron  rápido  de siete de la mañana a cuatro  y media de la tarde y en poco tiempo había aprendido  ciertas cosas sobre construcciones,  pero no puedo negar lo extraño  que era para  mí comprar millones de pesos diarios  en materiales,  cuando en mi bolsillo apenas lograba juntar lo del transporte de regreso a casa.
Todo  era  extraño,  todo  es extraño,  pero  tuve  que adaptarme, acondicionar mi cuerpo a madrugar y no dormir por estar aprovechándome de Pitágoras,  acostumbrar mi cuerpo  a las mañanas de polvo y las tardes  de agua,  agua y más agua sobre Bogotá,  porque Bogotá es agua y mierda.  Acostumbrarme a la comida  mal hecha de los restaurantes vecinos a la obra, a las papas vidriosas, al arroz pastoso, al jugo hecho con frutas viejas, al caldo grasoso y al postre, cortesía del noticiero, que al mediodía reparte  odio a toda la patria  en media hora que se le va en asustar, para debitar las esperanzas entre titulares y muertos, entre  el narcotráfico que se acrecienta  y la guerrilla  que no cede, el postre es de bombas y masacres, de ríos de sangre a la postre.

Luego me acostumbré al frío y al hambre,  pues a pesar  de ser empleado,  no comía  bien, porque  no me gustan  las papas  vidriosas, ni el arroz pastoso,  ni las frutas  viejas, ni la carne rancia,  en ninguna presentación, ni los noticieros  terroristas, lanza tripas,  quiebra  patas, mala leche.
Las  tardes  en  que  no  llovía  compensaban el  trabajo del  día, las  tardes  con desfiles de colegialas  pobres  y coquetas,  famélicas  y coquetas, jovencitas y coquetas, que en ráfagas de piel ajada nos exhibían a los obreros,  impúdicas,  su intimidad de doce, trece y catorce años; las tardes  de niños mocosos  llorando,  las tardes  de silencio en Vista Hermosa me tranquilizaron el alma  y entre  obrero  y hombre, entre tarde  y tarde,  entre  colegiala  coqueta  y régimen  alimenticio  de pan y Coca Cola, pasé mi primera  quincena construyendo  un edificio y sintiéndome  alguien, entre las órdenes  de Ferdinan  Rafael Cantillo Wandurraga, mi jefe directo,  el jefe de todos los obreros  y maestros, otro costeño, de Cartagena, para ser preciso, el gran jefe, el arquitecto residente que más tenía investiduras de rector de colegio, pero que entre su estómago  de dos toneladas  y su metro  ochenta  de estatura, declaraba con ímpetu los trabajos que había que hacer.
Rafael  o “Arqui”, como  lo empecé a llamar  con el paso  de los días, era el arquitecto que remplazaba a Javier Rozo, a ese Javier no lo conocí, sólo por boca de algunos empleados,  que improperaban: “Ese Javier Rozo era un hijueputa”, fue la descripción célebre de mis colegas.
Y es que con el paso de los días, en el descanso de la mañana, me integraba con los obreros y escuchaba,  entre tantas  cosas, los chismes de la obra, que luego fueron develándome lentamente, la gran tragedia  que se construía,  en los entretelones  del Cami,  en la trastienda de la construcción, en el centro mismo de la obra.
Una tarde  sin saber por qué, que luego lo supe, me despidieron, y entonces bajé, bajé de El Paraíso, de nuevo me habían  expulsado del paraíso, y de paso del trabajo.
Así que volví a medir calles, pero esta vez con más propiedad, pues algo había  aprendido  en los días de trabajo con maestros,  obreros  e ingenieros, algo quedaba, pero ya no más la esperanza, esa palabra que no tenía sentido, porque de esperar,  como de la carrera no queda sino el cansancio,  como  de todo todo, uno se cansa  de todo, de caminar, vivir, comer, aguantar, trabajar, de no trabajar. Por esos días quise no pensar,  para  no empezar  a cansarme  de mí, para  no tener que llegar a mi casa y antes  de activar  la luz de mi cuarto,  mentalizarme para no mirar el espejo que tengo sobre una mesa, porque mirar los espejos es de lo peorcito  que le puede pasar a uno. ¿Qué ve uno en un espejo? En mi caso, un pendejito de veintitantos, que ha empezado incontables  cosas, y cuando parece que por fin algo le va a salir bien, todo se va a la mierda,  o él mismo lo manda a la mierda,  por eso no me gustan los espejos, son tan cínicos que no dicen una palabra, está toda la imagen del enemigo frente a mí, pero no se atreve a declararme la guerra, simplemente  imita mis movimientos, como un enemigo genio, esperando una pequeña reacción para burlarse, para atacar, para derribarme.
Entonces a leer cualquier cosa y al terminarla lo mismo, el hambre  por el hombre  que fui en otros  tiempos,  la sed de pasado,  la angustia de un futuro  al que no llegaré porque está muy lejos, la nostalgia por los que ya no están y los pesos que se le van quitando a uno del papel moneda y se le van cargando a la deuda con la existencia y los dolores irrefrenables de la soledad inefable giraban y giraban en mi casa, en ese rincón que es mi casa, la cual parece un museo, lleno de trastes viejos, de facsímiles, de las letras de mis canciones favoritas  colgadas  de los muros, los muros llenos de sombras,  y encontraba sin querer entre esos muros los suspiros del ayer, y la música, aliciente, pero la música acusadora, y las sombras  cobraban forma de espectro, forma de espejo en el que no me veo, pero en el que encuentro voces. Siempre he pensado que el Aleph de Borges es un espejo, ese es el punto donde se reúne mi universo y otros varios para seguir siendo honesto.
De mi casa salía a mi cabeza, o a la calle, o lo mismo, y en la tarde, o en la noche, a la hora que fuera, a regresar sobre el frío de mi celda, llegaba  por fin, y pensando,  pensando,  la locura  hacía  su trabajo, y pensaba  que el cuerpo no es el que encierra el alma, pensaba  loco que el alma es un embuste de los mortales  idólatras  y que si algo encierra al hombre  es esa noción de lo insustancial, del temor  a no querer ver, de no poder ver, y entonces pensaba  loco y sin alma y regresaba  sobre algún libro viejo, escrito  por algún viejo loco, algún viejo igualito  a como yo jamás he querido ser, uno parecido a la amargura retratada en una facción, uno de esos que sobre el sarcasmo  sostienen una copa de whisky que sabe a nada, a lo mismo, a lo otro, a lo ajeno.
Una tarde,  habiendo pasado unos cinco días desde que me despidieron, Angélica llamó a mi casa y, como siempre, entendiendo lo que me ocurría, intentó presentar disculpas y prometió que me conseguiría alguna otra cosa. Recuerdo que le dije:
–Como yo soy bien tonto y vivo de esperanzas,  voy a esperar uno diez días a que me llamen de la obra de nuevo.
Entonces y con un silencioso acuerdo mutuo, cambiamos el tema, pero también evadí el tema de Mariana, por razones que aún hoy no me explico, y a lo mejor mañana tampoco.
Y bueno, bueno no; malo, a regresar sobre la duda y la espera, pero la esperanza  la había perdido unas líneas atrás del texto, aunque tampoco,  la esperanza  es inherente  a los seres humanos,  y es útil a veces, entre el segundero y el minutero,  es útil, entre el horario,  entre meridiano y paralelo sirve la esperanza, pero sirve más la duda, además la duda concede,  y la esperanza  no, la duda permite  sonreír  y así el paso torpe  del tiempo  se hace un poco ágil. Y con la nada  el regreso a la locura, o a lo más parecido que conozco a ella: el silencio plagado de ruidos del pasado,  de voces que no sé si son mías, de locura,  para decirlo, para repetirlo sin ambages.
Como  siempre, los días empezaron  a pasar,  días como velas que se prenden  y se apagan,  bien con el viento, bien porque se consumen, días como velas, días blancos en que no pasa nada, días negros en que no pasa nada, días rojos en que nada pasa, y lo peor es eso, que cuando pasa, sólo pasa y me deja solo como si no pasara nada, días y más días, y eso sin  contar  las noches,  noches  de un hombre  en una  ventana,  mirando  la ciudad  como  a través  de una vitrina,  como  si la maldita  ciudad fuera una vitrina donde se venden consumidos los sentimientos y avivadas las bajas pasiones, desde la vitrina de mi cuarto todo Bogotá arde, arde de la ventana  para afuera, y su humo no le llega a Dios ni al Diablo, porque el odio de la ciudad ya no le importa a nadie.
A lo mejor  sólo estaba  triste  por volver a estar  sin dinero,  a lo mejor estaba triste por estar vivo y no querer pensar en eso, a lo mejor no estaba triste, a lo mejor era una transfiguración del odio, a lo mejor era una forma nueva de amar la nada, de dejarme llevar por la desidia, de resbalarme medianamente seguro por los laberintos que tengo en la cabeza, laberintos donde tropiezo  con Schopenhauer,  o con una lata de Coca  Cola,  y da igual, ya nadie  tiene algo que decirme,  nunca lo han tenido, porque todo es tan relativo que a veces para llegar a algún lugar he empezado por irme tomando  el camino contrario, y he estado más cerca que cuando  tomo  la ruta  que lleva directamente, o por la que me indican otros. Entonces, recaía sobre la idea de Vista Hermosa y El Paraíso, de ese barrio  en el que por unos días había  trabajado. Resumiendo,  sí, tenía rabia,  una rabia  eufórica  que siempre me hace bien, porque me quita el velo de amor  que a veces siento cuando veo a tanto  hijueputa  aferrado a la vida igual a mí, la rabia que es la línea entre la vida y el suicidio.
Así pasé un par de semanas, entre la nada y lo mismo y lo mismo era la nada,  y divagando entre la nada  y la nada,  la cabeza empezó a funcionar hacia atrás, la cabeza era un cangrejo y no tenía a quién contárselo, porque a Pitágoras  me había tocado entregarlo, se lo entregué a Julián Navarro, el esposo de la hermana de la novia de Erwin Castro, uno de los dueños de la empresa,  que era socio de Libardo López, que era hijo de su mamá y de su papá, gobernador de algún territorio explotado y vilipendiado de la costa atlántica de Colombia, que era a su vez socio de Javier Camargo, hijo de alguien,  pero  no de un cualquiera,  como nosotros  los hijos de Colombia, nosotros  los obreros  de los que yo ya no  hacía  parte,  nosotros  los silenciosos,  nosotros  los trabajadores, nosotros los de la resignación  en el rostro  del ánimo,  nosotros los  cualesqueriados, pero  a esta altura  sólo los otros,  pues a mí me habían echado hace ya líneas, hace ya días.
Así seguí viviendo y volando entre los lances de la bestia, o por fuera, porque sin trabajo la bestia se hace tan magnánima y su mecanismo tan perfecto que ni siquiera necesita tocar al pobre prójimo, que espera  en las afueras  de su fortaleza  una oportunidad para  ascender por la escalera del empleo, la de agachar  la cabeza y los sueños para poder entre agache y agache levantar  por fin una cucharada de sopa grasosa.

¿Qué iba a hacer? ¿Qué se hace en esos casos? Nada, como siempre nada, eso es lo menos peligroso, y a leer y a escuchar la misma música, o un libro diferente  cada noche, y con ese divagar  de la angustia  por los tópicos de la genialidad  y la enajenación,  y a repetirse el cuento de “Ya vendrán tiempos mejores”  y a escribir el cuento de la felicidad y a exorcizar en par de palabras el dolor, el sinsabor y el sabor a óxido de veinticuatro años corriendo como ratón de laboratorio por los mundos de este mundo, por las esquinas  de mis fotos,  de tiempos  pasados  en Ecuador, de playas a la entrada del Perú, de sueños ya casi enmohecidos de Buenos Aires y malos tiempos.
Entonces, y entre la espera y la locura,  me volvieron a llamar  de la obra de construcción,  y yo que no, y Angélica que sí, y yo que no, y Angélica que sí, y entonces yo que de pronto.
Regresé a la montaña desangrada, a la montaña aferrada a la vida, a la montaña, a la obra, a los ingenieros y a los arquitectos, a la bestia que con  un rugido  había  invocado  mi nombre  de nuevo  y entonces empecé a preguntarme el porqué. ¿Por qué y para qué había de volver? Pero sin haber resuelto  aún esa pregunta,  regresé, y subí, subí triunfante, porque había sido un buen empleado y Pitágoras  se había acostumbrado a mí, a mis letras, a mi mal genio, Pitágoras  era el culpable de que me volvieran a llamar, entonces qué bueno era estar de regreso, quería escuchar al “Arqui” Rafael Cantillo presentarme excusas por la forma injusta como me despidieron.
Tan  pronto  llegué, me senté a esperarlo  en la sala de juntas,  la antigua  carnicería;  dije que se parecía a una carnicería  porque estaba enchapada con baldosas blancas, casi como un baño, pero seguía guardando  en sus rincones  el olor  a muerte  de los muchos  animales  que debieron  venir a parar  ahí. Lo cierto es que me senté a esperar  que el arquitecto Rafael se arrodillara y me ofreciera el doble de sueldo y una larga excusa.
Pero la vida es otra, otra cosa, la vida propia depende de la ajena, y entonces vamos así dejándonos llevar del viento, del viento que le sopla la llama a los poetas, del mismo que la apaga. Quiero decir con esto que no me habían  llamado para ser el jefe de compras,  porque el jefe era el familiar del otro jefe, nadie iba a destronar a Julián Navarro, a mí me habían  llamado  para  reemplazar al almacenista, a Lenin Vargas,  un flaco, alto, tranquilo,  demasiado  tranquilo  para  el ajetreo  de la obra, un flaco de nariz consecuente con su tamaño, un flaco que se parecía al camello de de los cigarrillos Camel.
Cuando  lo supe, le dije que no a Angélica y a Rafael el “Arqui”, porque  no  quería  que  alguien  perdiera   su  trabajo  por  mi  culpa, entonces tuve recelo y mis prebendas,  las prebendas  instintivas que me mantienen vivo y dije no, pero ya la decisión estaba  tomada y Lenin debía irse, irse porque llegaba tarde y porque entre los descalabros de la obra conjeturaron que él tenía algún arreglo con Alex Villalba para sacar y vender material  del almacén,  eso era una mentira  más de la obra, aunque esto lo supe después.
Entonces mi cargo ahora  era el de almacenista, pero en últimas era de ser el reemplazo  del reemplazo,  porque así fue como lo entendí, además, y para colmo de males, para subyugación de la subyugación, no me regresarían a Pitágoras, aunque en el almacén había un Pitágoras  de escritorio,  este bello Pitágoras  desde el que ahora  escribo, In Situ como el disco de Sal y Mileto, como esos latinajos  que aprendimos de los mayorcitos, o que aprendí  yo que tengo una buena memoria,  esta maldita memoria que no me permite mandar a la infamia innombrable las cosas que detesto, las mías y las ajenas.
El asunto  es que regresé a la obra,  pero desde la obra,  no desde la oficina y la tranquilidad agitada  del idioma horrible que hablan  los costeños,  esta vez el sitio era el sitio, sin concesiones, ni otra  definición, pues metido el dedo metida toda la mano, y entonces a presenciar cómo ingeniero  por ingeniero,  arquitecto por arquitecto, desfalcaban al estado que desfalca al pueblo y yo desde adentro, como José Martí, “He visto al monstruo  y conozco sus entrañas” y adentro, cada hora más metido en el dolor de los obreros y en el color de sus ojos, que debe ser el mismo color del río del que me habló Hesse, el color de los ojos de los obreros es el color de la súplica a Dios, y uno habla con Dios a través de ellos y, como sus ojos, también Dios calla.
El asunto era recibir un almacén, inventariar un desfalco, presenciar un edificio que se construía sobre las ruinas de sus próceres, como ha ocurrido a través de toda la historia, próceres desgarrados haciendo en las sobras la historia del hombre y yo en medio, ¿Y para qué yo ahí, o mejor aquí? Para denunciar, para enunciar levantado entre las estructuras del edificio y la estructura del hombre y el hambre  la misma condición asonante  de la tragedia  humana,  ellos allá y yo aquí, pero visto desde ese punto, desde el nuevo punto y la nueva condición, el aquí se convirtió  en el allá, en la llama misma ardiente,  ardiente  de manos y ojos en plegaría al cielo que no escucha. Qué va a escuchar el cielo si el cielo como tal es otro abismo.
Ellos allá y yo allá, y mi otro yo desde la esquina de este tiempo, desde el dintel de la existencia, desde el zumo mismo de la subsistencia, desde la quintaesencia de la vida que es el río construyendo  un cauce hacía la muerte,  pero esta vez estaba  de nuevo construyendo  un edificio, un hospital, un refugio de las almas laceradas por el dolor o por el puñal de Ciudad Bolívar, del sur, del sur innombrable que duele como la cuerda de una guitarra  que se rompe en el mástil y en el alma, ellos allá y yo también,  y mi otro yo construyendo  la vida eterna,  naciendo en las sombras  de una ciudad que me había  sepultado  hace tiempo, o que yo había decidido sepultar.
Trabajar desde la obra era otro precio, otro clima, otro ambiente, era un nuevo tiempo  para  mí, que sólo tengo  como  tiempo  bueno el pasado, el pasado del que a veces me suspendo como Buster Keaton se suspendía del Big Ben en una película que no recuerdo.
Y entonces los días empezaron  a girar, a girar en el nuevo circo, y yo a recorrer la cuerda floja, la cuerda floja de mi vida.
Un nuevo trabajo, un nuevo reto, un nuevo Pitágoras,  y la montaña pelada,  devastada, asolada,  mutilada, humillada,  increíblemente poblada,   construyéndose,   aguardándome,  protegiendo   los  secretos de la obra y las pasiones mías, mis deseos incesantes  de un viaje y un nuevo comienzo o por fin un término.
Empecé como siempre a corregir la novela, a sacar de la computadora del almacén todo el vallenato  que le habían  cargado y a meter la música de Fito Páez, ya que yo no puedo escribir sin música, pues si lo hiciera no tendría nada que decir, porque la música es la máquina  del tiempo, de mi tiempo, la que me transporta, gracias a la música recordé el futuro,  y por eso guardo bajo llave mis recuerdos y de ahí no me los roba nadie.
Adaptar a Pitágoras  a mi gusto  no fue un trabajo fácil, porque estaba invadido de números que tuve que borrar, de fotos viejas del lote donde está el hospital,  fotos que aún conservo en un disco compacto, fotos que avivaron mi curiosidad, porque cuando yo llegué a la obra ya habían pasado seis meses de trabajo, y desconocía qué había sido antes, entonces Javier Francisco Hernández, el cortador de ladrillo, me contó que era un lote lleno de maleza, donde cada noche había por lo menos dos robos, y en el que no pasaba  un fin de semana  sin una violación, me contó también  que el lugar donde estaba el almacén había sido una casa vieja en el rincón de la obra,  y que había  pertenecido  primero  a una familia compuesta por dos hermanos  y la mamá y que, una noche en una pelea, se despacharon a balazos ante la mirada  impotente  de la señora, así que le tomé cierto respeto  al almacén,  y cada mañana que llegaba para abrirlo pensaba y en mi mente trataba de recrear la escena del crimen, pero siempre me interrumpían en mis disertaciones,  o bien el “Arqui”, o los  obreros,  eso fue lo más duro  del almacén,  los primeros días, tener que acostumbrarme a la avalancha de trabajadores, pidiendo todo tipo de materiales,  de la mayoría desconocía su nombre, el de los trabajadores y el de las herramientas, pero  luego fui aprendiendo ambos, los nombres de las herramientas y los materiales,  como los de los obreros, y por primera vez en la vida empecé a ser tratado de “señor” y la nobleza del acento  con que los obreros  pronunciaban mi nombre diciendo “señor” me suavizó el alma, me tapizó el corazón de una ternura y una vergüenza inexpresada aún.
Francisco Javier, u “Ojitos” como lo llamaban algunos, es una de las personas más nobles que conozco, noble al punto de la estupidez, y trabajador en la misma medida, incesante frente a la máquina que hace los cortes de los ladrillos que van en la fachada  del edificio, silencioso él y ruidosa la máquina, ruidosa como ella sola, encrespando sus cuchillas y haciendo bramar ladrillos a lo largo, ancho y alto de las montañas que rodean la construcción. A Francisco, sólo hasta la tarde que lo despidieron, pude verle bien la cara, porque siempre estaba cubierto por el overol impermeable, las monógafas, los guantes tipo mosquetero, una careta, y por supuesto el casco que es obligatorio para todos.
Francisco  era  tímido  y alto  como  un caballo,  no entiendo  por qué hago esta descripción tan relativa y animal,  debe ser que sus cualidades físicas son la semejanza  más próxima  que encuentro con sus valores como persona,  él era como una especie en extinción, otro hijo sin padre, igual a la mayoría  de la gente que conozco, devoto  de su familia y de su casa, con una devoción que lo llevaba a entregarle  a su mamá todo el sueldo, según me dijo alguna vez, ella se lo administraba, pero según nosotros, ella mantenía a su nuevo marido  con el dinero de Francisco. Nosotros somos los empleados de la administración, los esclavos de los ingenieros,  los que no trabajamos para los contratistas sino directamente con la constructora (¿o la destructora debería decir?) pero a esta parte, ya ese “nosotros” se ha ido convirtiendo en los otros, porque desde que llegué  he visto ir y venir tantos  trabajadores, que llegan silenciosos y se van silenciados, que llegan de la angustia de estar en este sin sentido y se van despedidos a la angustia  de la nada,  como he visto ir y venir sin saber para dónde y con el mismo silencio grandes cantidades de dinero.
Bien, nosotros, los obreros,  aunque para  ellos no soy un obrero, porque estoy todo el tiempo en el almacén, porque mi sueldo es mayor, porque  no trato  a los arquitectos con la misma  reverencia,  porque tengo el cabello largo, y porque me paso mi tiempo escribiendo en esta computadora y no haciendo mi trabajo, y una lista que ni para qué. Lo cierto es que nosotros los obreros somos: (enumerando a algunos que se fueron porque también  de ellos necesito hablar)  Mauricio  Villalobos, que es el auxiliar  del almacén,  aunque con el paso del tiempo  resultó siendo mi jefe; Manuel Mújica; otro Mauricio  que como Manuel, son ayudantes;  Carlos  Virgüez;  Hernando; William  Hernández que  es plomero  y yo, y algunos más con quienes no había  trabado amistad entonces,   de  esos  nombres   que  acabo   de  escribir  sólo  quedamos Mauricio  Villalobos y yo, al otro  Mauricio,  que es payaso  y anima fiestas infantiles  los domingos  cuando no trabaja en la obra, lo despidieron al tiempo con Manuel y con Carlos y Hernando, porque la estabilidad laboral aquí depende en gran parte de la simpatía  que le tomen a uno los jefes, y para ser honesto, ninguno de ellos simpatizaba mucho con  los  ingenieros,  sólo  Manuel  tenía  cierto  agrado  con  Carolina Hernández Porto. Carolina es, según dice su carné, “Ingeniero supervisor de calidad”, además es la secretaria en la obra, y liquida las horas extras  que yo debo  anotar  en mi Pitágoras  a los obreros  y hacerles llegar cada  quincena,  porque  debería  pagarlas  cada  quincena,  pero siempre toma más de un mes para hacerlo, por razones que nadie se ha atrevido a preguntar, pero que todos conocemos, y digo que a Carolina Manuel le simpatizaba porque era un tipo bien plantado, alto, blanco de ojos claros, que casi nunca hablaba, y gracias a eso y a los coqueteos que le hacía, se había ganado cierta preferencia  por parte de la “ingeniero”; pero  aquí nadie  la respeta,  no hay por qué respetarla, el respeto aquí se gana a base de trabajo; pero Carolina, la única base que tiene son sus cuatro toneladas de peso, es un ente, ingeniero en recibir el espasmo sexual del ingeniero Edwin Castro, no hace nada bien y gana dos millones de pesos, además maneja la caja menor, y de sus manos y de su caja yo he sacado buen provecho, pero no será la mitad del muy bueno que ella ha sacado de ahí, le va bien a Carolina manejando  los cinco millones quincenales  que los ingenieros  le giran para  las urgencias de la obra, digo le va bien porque su gusto para los perfumes costosos y la buena ropa la delatan,  tal vez para los obreros simplemente  es un jabón más costoso al que ellos utilizan, pero sé que no es así, sé que gran parte  del dinero  que se asigna para  las necesidades  primordiales de la obra se va en cremas y esencias, en buena ropa y accesorios, sobre todo muchas gafas de sol, que usa cuando la resaca del ron y de la vida le ganan, y llega con cara de ciudad después de un terremoto al trabajo. Pero nadie se mete con Carolina, o con la “Vaca” como le dice Mauricio Villalobos en un amable gesto de ternura digno de él, pues la “Vaca” es la novia de Erwin Castro, qué mal tipo que es ése, qué ladrón de cuello blanco,  qué colombiano majadero, mentiroso y paramilitar que es ese enano hijueputa, no vacila en despedir o amenazar a diestra y siniestra. Cada vez Fonade cancela las actas de pago, él y su horrible cara se asoman  por la obra, él su gran panza y su culo gordo, como el de su novia, se sientan  en la oficina,  cruzando  por detrás  de la nuca los brazos  con las patas  abiertas,  él y su cadena  de oro del tamaño  de una cadena  de perro imparten órdenes,  él y su camisa blanca  abierta hasta donde se le puede ver el alma negra amenazan, él y sus ojos claros supervisan  cuentas,  él y su español costeño que nadie entiende, o que por lo menos yo no hablo,  él y su cinismo,  él y su estafeta  que para nada le hace honra a su apellido: Rolnan  Gil, el ingeniero residente de acabados, un gordo asqueroso,  que habla como si hablara una alcantarilla tapada, con esa voz gutural de tanto ron. Me hacen falta adjetivos descalificativos,  peyorativos,  diminutivos,  para   describir   este  par de hijueputas, lo peor que el peor país del mundo ha parido,  y eso es mucho decir, mil veces repetida la palabra hijueputa (que la inventamos en Colombia, porque no somos ningunos hijos de puta ni hideputas, sino hijueputas puros) no es el uno por ciento de hijueputa que son este par,  y no presento excusas a sus madres,  porque seguramente son lo mismo.  Cínicos,  mansalveros, abusivos,  ladrones,  explotadores, ilegales, arbitrarios, desmedidos,  ignorantes,  ladrones,  inicuos, despreciables, paramilitares, pero  de ellos hablaré  luego, porque  hasta  esta parte estaba yo tan inocente, tan incauto, tan cándido, tan guevón, que trabajaba y trabajaba y cuando,  por ejemplo,  el cemento  llegaba  me ponía de tú a tú a bajarlo del camión, y aunque mi trabajo sólo consistía en firmar la remisión que llegaba de Cementos Argos, esa era una experiencia bonita, trabajar es bonito, aunque no sirva de nada,  construir es bonito, aunque no se construya nada, aunque en el interior del trabajador sólo se destruye.
Siendo ya uno más,  un número  en la nomina,  un ladrillo  acomodado  en la obra, me asaltó  la “ingeniero” Carolina con un detalle muy molesto,  resulta  que como ahora  no trabajaba yo en las oficinas debía pagar empresa promotora de salud, aseguradora de riesgos profesionales,  fondo de pensiones  y caja de compensación, que hasta  la fecha nada  ha compensado, y entonces  mi sueldo se fue reduciendo, pero cada quince días algo de dinero  quedaba  y con él yo al centro,  a comprar cualquier  trago  que pareciera  costoso,  digamos  una botella de Jack  Daniels  sin etiquetar,  cualquier  camiseta  de un grupo  que me guste, muchos libros y alguna otra  cosa, y en el centro  a sentirme libre,  a  mirar  con diferentes  ojos  las construcciones,  a criticar  con argumentos las obras de la ciudad, y a apreciar  desde otro  punto los edificios de Bogotá, y entre botella y botella y entre calle y calle, de vez en cuando, verme con mis amigos, aunque por supuesto debí mermar  el tiempo  que le dedicaba  a la rumba,  ya sólo podía salir los sábados en la tarde,  y algunos jueves iba al estudio de mi amigo  J., donde le detallaba mi nuevo trabajo y, mientras  sus ojos como un águila repasaban  los estantes  con los libros,  le contaba  cómo  iba el proceso  de mi novela y cómo estaba esperando  publicar algo a fin de año, con el dinero  que  podía  ahorrar  del trabajo, entonces  recuerdo  que, como hacen los osos en los ríos cazando salmones, él mandaba un manazo  y sacaba algún libro de Faulkner y me alentaba diciendo: –“Mira, viejo, viejo, este libro lo escribió Faulkner  en una mina,  cuando terminaba de trabajar, imagínate, le daba la vuelta a la carretilla y con la lámpara del casco se alumbraba y a escribir”,  y aunque a mí Faulkner  no me gusta, le agradecía  la deferencia y le decía mientras  levantaba la copa:
–“Entonces por Faulkner”, J.
Reíamos y a seguir desocupando las latas y los segundos que tan imperceptibles (afortunadamente) se van retirando, se deshojan, se desgajan, se agrietan y nos resquebrajan en coro con ellos, primero  paulatinos, luego agigantados, bestiales, segundos, minutos y a veces ni siquiera horas,  en un abrir  y cerrar se nos va la vida, un abrir y cerrar de piernas, de puertas, de manos; el tiempo cauteriza cínico la vida, es lapidario y burlón, es el enemigo cebado de religiones y creencias,  de sueños y desesperanzas, y para  algunos, como yo y como Flores, siempre llega tarde. Buenos jueves pasé en casa de J., jueves de reír, de escuchar a los Stones y bajar pornografía en la computadora de mi amigo.
Los sábados siempre han sido mágicos, guardan en el misticismo de  su nombre  algo que dentro  de mí creo será una buena  sorpresa,  siento a veces que me voy a encontrar con Robert de Niro por la calle 7, y entonces los sábados  me llenan de buen ánimo,  así sean la antesala del maldito  domingo,  los sábados  uno puede resucitar  del tedio de la vida, de la fatiga de la semana, puede uno encarnar un poema de su poeta favorito,  sin saberlo  todos lo hacemos,  el sábado  es una hermosa procesión  hacía el abismo  y algunos salimos de casa a veces sin paracaídas, los sábados  ocurre lo que siempre he dicho, digo siempre que la vida es la canción favorita  de cada uno, y los sábados  salimos a protagonizarla, entonces los sábados con o sin dinero a la calle, a la 19, mi pequeño Nueva  York, a la Candelaria, mi pequeño corazón,  a la Macarena, mi no sé qué, a los bares, a los restaurantes, a las cajas de vino Termidor,  que con la música  de allá tanto  le agradezco  a la Argentina,  a las latas de cerveza, a los Camel sin filtro, o un puro, y de pronto  una buena  compañía, a comprar algún disco pirata,  a enviar correos y revisar otros,  a escribirle a mi amiga Suander,  para  que no se le olvide que a mí ella no se me olvida,  y luego de regreso  a casa por la misma 19, y ahí a saludar  a Leonardo,  mi amigo y colega, un gran escritor,  un escritor  honesto, valga la yuxtaposición que implica relacionar estas palabras (escritor  y honesto).  Quien  trabajaba como portero de una discoteca, un lugar inmundo donde el humo de cigarrillos no deja ver a diez centímetros de distancia,  un lugar en un sótano, atiborrado de gente y trago  y música horrible,  repetitiva,  aguda en el chillido del acordeón,  paralizante en el beat del bajo y desmoralizante en sus letras, llenas de amores  fallidos, tan mal contados,  tan traídos de los cabellos, pero qué más se le puede pedir a los costeños, y Leo de pie en la puerta haciéndole el quite a la manada que entra y sale, y Leo con los volantes del lugar en las manos y un bolígrafo Kilométrico en la otra, usando ese uniforme de vaquero que debe ponerse para anunciar la entrada al Rodeo, que es como se llama ese pequeño infierno donde él trabaja, ahí Leo de pie ante el ruido, con su sentido del humor y sus ojos que sonríen, con sus volantes  del Rodeo, donde por el otro  lado de la hoja escribe y describe sus alucinaciones,  que son finalmente  las verdades colectivas de una ciudad que olvida, que se resiste al recuerdo, que es su única salvación.
–Hola, Leo, ¿qué, todo bien?
–No, no todo bien.
Así de  honesto,  desmedido,  cortante, trabajador y  escritor,  y luego:
–Hablamos luego, Leo –y Leo:
–Mire  lo que escribí  –dice entregándome unos volantes  medio  arrugados,  medio  sudados,  honestos,  viscerales,  visionarios,  reveladores, entonces mis ojos cansados  se avivan como una llama a la que le riegan gasolina  y se me prenden  de tristeza  y grandeza  las pupilas, porque, ¿qué puedo yo decir a alguien que dice la verdad?
–Hey, Leo, qué bien.
–No, o no sé, ¿sí le gusta?, –Y yo sin palabras, mientras  le digo cualquier  cosa, me despido, voy bajando  la 19, voy poniendo los pies en  la  tierra,  voy perdiendo  el amor  por los hombres,  voy pensando en cuántas  cosas ve Leo que yo no veo, pienso en cuáles son los otros colores en los que ve mi amigo. ¿Qué música será la que escucha cuando escucha a Mozart? ¿Qué le dice Baudelaire? Y me voy alejando de la entrada del Rodeo, ya sin preguntas  porque tampoco  hay respuestas, ya sin ganas porque no hay de qué, ya sin querer leer el libro que llevo en la maleta  porque ya para  qué, y tomo  un transporte, llego a casa, duermo, y dormido  sueño que no quiero despertar, y despertando me arrepiento de vivir.

Cuando  empecé a trabajar en el almacén,  no sólo el sueldo me lo rebajaron con los impuestos que debí pagarle a Colombia para que me diera permiso de trabajar y de construirla, sino que también  debía trabajar algunos domingos,  pero no estuvo tan mal después de todo. No se hacía nada, escribir y escribir y entregar algunas puntillas, unas cuantas bolsas de cemento,  anotar  los nombres  de los que trabajaban horas extras y salir a la calle a la una de la tarde. Cuando salía, y tenía algo de dinero, me iba por lo general al Restrepo, yo amo el Restrepo, porque me huele a oblea, frutas,  fresas, almojábana, juventud, a vejez prematura, me huele a los pasos de un abuelo a quien no conocí, me huele a alguien a quien pude olvidar fácilmente y alguien más a quien recuerdo con cariño y, además, porque el Restrepo es el único lugar de Bogotá donde sólo tengo buenos recuerdos, en el Restrepo, con quince mil pesos, me hago una buena terapia  contra el tedio, llego de la obra por ejemplo,  y me bajo  en las casetas  donde reubicaron  a los vendedores ambulantes, camino mirando  películas  y frutas,  chucherías  en qué malgastar el dinero, que se hizo para malgastarlo, y saludo a viejos colegas artesanos  con quien compartí hotel en Ecuador,  más exactamente  en la playa  de Atacames,  compro  alguna  comedia  romántica, creo que si algo le debo al cine es gracias a esas comedias románticas, he comprado por lo menos cinco veces Un lugar llamado Noting Hill y me he enamorado de Julia Roberts todas las veces que la he odiado y he usado contra ella todo mi baúl de cumplidos creyéndome Oscar Wilde. A las comedias  románticas que veo el domingo  por la tarde  les debo la poca serenidad  que me acompaña el lunes por la mañana. También compro  alguna cosa más de Bergman, como para  completar la colección y la serenidad,  o de David Lynch, para guardar la calma, y si me alcanza el dinero compro una también de señoritas, una porno o como prefiero decir: cine rojo.  Y me voy caminando  a paso  lento  con una bolsita que encierra el séptimo arte. Yo sólo camino a paso lento por el Restrepo  , luego subo a la plaza de mercado,  tomo  avena en la caseta de un señor donde ha tomado  avena toda mi familia y él siempre me pregunta  por ellos y yo le contesto cortante, con tono metálico de rayo calcinante,  para que no lo haga nunca más, pero parece no entenderlo, después de años y años sigue preguntando y yo sigo como el rayo que nadie ve o escucha, y mi palabra cortante sólo me corta a mí, mientras  él asiente  con su cabezota  dura  que no sabe cuándo  callarse,  y sigue preguntando, en  tanto  que  su  mano  amorosa sigue  espolvoreando canela sobre mi bebida,  luego subo a mirar los animalitos y a que me traten como se debe: “Siga, mi amor, venga lo atiendo, siéntese papito”, me repiten  una y otra  vez las mujeres que atienden  en las fruterías  de la plaza, me ofrecen  doble helado,  doble queso, más crema  de leche, más miel, yo las miro como si fuera un viejo, como el viejo James Dean resucitado,  bajado de una Harley Davidson o una Indian, sacado de la autopista 66 y puesto en el segundo piso de la plaza del Restrepo, y por encima de los vidrios de mis Ray Ban, les susurro: “gracias”. Luego me siento en algún lado a comer ensalada, o si se me antoja me voy a comer merengón,  pero  jamás  salgo de la plaza  sin visitar  a los animales  y recordar a mi papá, que alguna vez, hace años, ya me dijo: “Si yo fuera Pablo Escobar compraría todos los animales  de todas las plazas y los dejaría  en libertad”. Después de decirlo me hizo prometerle que si yo alguna vez conseguía dinero debía hacerlo por él, así mismo se lo prometí hace otro tanto en la plaza del 20 de julio, pero ahí ya no hay animales, aparte de los que trabajan en ella. Ahora pienso: “¿Cuánta gente quiso ser Pablo  Escobar?”  Si yo por ejemplo  hubiera  sido, le hubiera regalado un buen billete al que hubiera sido yo, pero no lo fui.

La plaza del Restrepo  es mi lugar en el mundo, el único que me hace sentir bien, vivo, el único lugar perdonable  de Bogotá, esa plaza y ese barrio huelen a Colombia, a queso de hoja y a escaleras donde se acumula  el mugre, huele a lechona y frutas,  a hierba buena y a hierba mala como el resto del país consumido en mala hierba de la que nunca muere,  huele a alegría,  a hermosos  tiempos  cuando  con mis primos paseábamos nuestras mocedades,  sin saber lo que se nos venía encima: la vida.
Yo amo  el Restrepo,  lo amo  sin odio, es mi refugio,  con o sin obra, con o sin Colombia, con o sin vida volveré siempre al Restrepo, a sentarme  en el parque con Carolina Negret de nuevo, como cuando el plan de sábado  en la noche era mirar  parejas  entrando  a moteles y quedarnos  tomando  gaseosa  tanto  tiempo  que podíamos  verlos salir después de su jornada sexual. Amo el Restrepo y el centro comercial, o mejor el tugurio  comercial mal levantado  que hay saliendo de él por la carrera 24a, ése del que nos burlábamos con mi primo, ése que tenía un letrero que decía: “Mercancía que no encuentre aquí no existe”.
Amo el Restrepo  porque ahí está mi ingenuidad,  en algún motel, en alguna calle donde con naturalidad dije: “Te amo”. En alguna donde me cargué una guitarra, en otra donde estrello mi fantasma haciendo el inventario de los pasos a recorrer cuando venga la muerte.
Los domingos sólo son perdonables  si hay Restrepo, pero a veces no hay Restrepo ni dinero, y entonces los paso en la casa, en la nada de la espera, suspendido del big ben que puede ser la angustia detenida.
En las tardes,  las otras  tardes  de los otros  días, al salir de Babel, que fue como bauticé a la construcción, corría a casa a terminar de leer cualquier cosa atrasada, y me dolían los ojos, esos charcos sucios que tengo en la cara, como dice mi amiga Patricia,  los charcos  sucios que tengo abajito de las sienes me dolían de leer y de tanto polvo, pero como alguna vez ya me habían dolido de alguna otra cosa, no le daba importancia y pagaba  el precio por ya no tener tiempo y obligarme a leer en la noche, casi en la mañana. De tanto leer para olvidar a Babel, a través de los ojos empezó a dolerme el alma, a atravesarme la quintaesencia de la vida, porque sabía que leer no sirve para nada, nada más que para andar triste y aburrido, tratando de resolver lo que otros no pudieron, tratando de viajar donde nadie más ha viajado y a veces llorando  con otros o solo, lo que un personaje ha llorado, ha corrido, ha caminado, etcétera infinito, protagonizando lo invisible y viviendo en primera persona las tragedias reales y las literarias.

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Imágenes: Detalle, Bogotá plomiza, por Daniel Ferreira / Graffiti con Artur Rimbaud / Album Familiar Larry Mejía / Ibid, Daniel Ferreira / Portada, El demoledor de Babel, Editorial el Perro y la rana, Venezuela 2011